«Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle…, cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su aposento… aún arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos de pan que guardaba. La cama tenía en el suelo y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria».
Quevedo. La vida del Buscón llamado don Pablos, Cap. 2.
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«Donde hay nobleza hay largueza».
Este capítulo será tan corto como largo ha sido el anterior y ello se explica. Un Soberbio, un Orgulloso, un Vanidoso, no puede ser al mismo tiempo un Avaro, un Tacaño, un Mezquino, porque la buena apariencia cuesta dinero, y quien la considera necesaria no tiene nada de Harpagón o Shylock.
Curiosamente en la literatura española hay, sin embargo, descripciones extraordinarias de avaros: «El Dómine Cabra» de El Buscón llamado don Pablos, o Torquemada, la gran creación de Pérez Galdós, pero son personajes aislados comparados con el número de hidalgos, estudiantes, empleados, que visten con aparato muy superior a sus medios e invitan a sus amigos aun a costa de ayunar luego a solas. En el contraste tantas veces mencionado de don Quijote y Sancho no encontramos al tacaño. Sancho es tan generoso como su amo cuando la ocasión se presenta y su ansia por el dinero y la comida es sólo natural en quien ha visto a menudo arca y vientre vacíos.
Quizá por ello, el pueblo español, que acostumbra a usar palabras exageradas para comentar los defectos ajenos, apenas emplea la voz «avaro» en sus descripciones bastándole la de «tacaño», «agarrado», «de la Virgen del puño» para insultar. Y digo insultar porque es defecto pocas veces perdonado en un país que presume de la superioridad en este aspecto sobre otros pueblos; una copla popular dice, por ejemplo, que San Martín dio la mitad de su capa a un pobre porque era francés. De ser español se la hubiera dado entera. Pero pocos son los ofendidos. Cuando en el círculo de mis amistades se ha aludido así a alguien, se trataba casi siempre de personas que, aun poco rumbosos públicamente, vestían y se trataban con singular generosidad. Dicho de otra manera, su parsimonia no llegaba nunca al extremo de descuidar su comida, su habitación o su ropa, contra la característica habitual del auténtico avariento al que le duele el dinero que gasta en refocilarse él, casi tanto como el que emplea en divertir a los demás.
Pero es que el español es generoso en términos más amplios; con sus hijos, por ejemplo, a quienes permite proseguir sus estudios mientras él se multiplica trabajando para que puedan ir bien presentados; o en proporcionarse y proporcionar a los suyos todas las diversiones posibles. No es casualidad que España tenga, por ejemplo, uno de los más altos porcentajes de cines del mundo y que la Televisión llegue a la mayoría de hogares, incluso a las chabolas.
Por ello el Estado busca la mayor parte de sus ingresos en impuestos indirectos, gravando espectáculos y restaurantes, porque no hay español que deje de ir a un sitio sólo porque esté por encima de sus reservas económicas. Y además, que la otra posibilidad, la del impuesto directo o «income tax», tendría que empezar por cambiar el concepto que el español tiene del Estado, ya visto en el capítulo anterior, y hacer que le dijera la verdad sobre sus ingresos. (¡Muchos no se lo dicen ni a su mujer!).
«El dinero se ha hecho redondo, para que ruede».
No, el español no peca casi nunca de avaro. Es posible que en la apartada sierra haya, como el tonto local, el avaro del pueblo, ávido de arrinconar riqueza adquirida de forma más o menos correcta, pero son elementos muy aislados. El extranjero que a España llega se asombra sobre todo de esta característica de largueza.
Y, curiosamente, la hospitalidad aumenta cuando menor es el grado social del individuo. Los pasajeros de tercera clase ofrecen con evidente buen grado la comida que les ha preparado su mujer, y yo he aconsejado a mis estudiantes alemanes, italianos y americanos que al menos la probasen si no querían ofenderles. (Esta ofensa, ¿a qué será debida? ¿Al desprecio que se les hace o a la desconfianza que la negativa anuncia? Américo Castro ha señalado la influencia árabe en la costumbre de ofrecer lo que se come, y es también evidente que la hospitalidad es mayor en las tierras pobres, donde quien llega a vuestra casa ha pasado quizás apuros para encontrar comida y agua. Es posible también que la reacción indignada de quien ve rechazada su oferta se base en historias de venenos ofrecidos con la máscara de espléndidos manjares). Comer indica familiaridad, confianza, elementos importantes en una sociedad tan jerarquizada como la española. Por ello cuando alguien demuestra una amistad a la que no se ha dado lugar se le pregunta sarcásticamente: ¿Dónde hemos comido juntos?
Walter Starkie, el autor de Don Gitano, ha contado cuántas veces, en una venta miserable de los caminos, al ir a abonar un vaso de vino se encontró que estaba pagado ya por un humilde arriero que jugaba a las cartas en un rincón. «No le conocía, pero veía que usted era extranjero», aclaraba el hostelero.
Al español le gusta invitar porque siempre lleva dentro un duque de Osuna mancado y le hace gracia que este embajador español en Rusia arrojase su vajilla de oro al Moscowa después de una comida, gesto que en otros países produciría sensación de locura.
Entre los recuerdos de los extranjeros por España, hay, casi siempre, el incidente de carretera.
—Nos quedamos sin gasolina y no teníamos dinero español. Y ¿sabe usted lo que ocurrió?
—Sí. Un señor que pasaba se detuvo, les prestó el dinero y no quiso ni siquiera darles su dirección para que se lo devolvieran.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Ocurre continuamente.
Las comparaciones siempre son odiosas para quien queda por debajo, pero sin ofender a nuestros vecinos esto no ocurre en otros países de Europa. Y cuando más modesto sea el español, más ahincadamente insistirá en que compartáis su almuerzo y su copa, más podrá ofenderle si la rehusáis.
«El pobre es rumboso, el rico roñoso».
Si esto pasara sólo con extranjeros, podría darse como explicación el carácter de orgullo y anotarle los honores de la casa. Pero lo mismo ocurre entre nacionales. En ningún país de los que conozco he visto dar menos importancia a una invitación, tanto por parte de quien la hace como de quien la recibe, considerándola ambos absolutamente natural. Cuando mi primera visita a Italia, oí a alguien decir con admiración: «Es muy amable» —«ci ha oferto el caffé» (nos ofreció café). ¿Cuándo ha comentado un español admirativamente este detalle? Le parece lógico porque él haría exactamente lo mismo en el caso opuesto. La pelea por la cuenta en los restaurantes es en la mayoría de los casos auténtica, es decir, que de verdad todos quieren pagarla. Y si uno se hace el remolón, puede asegurarse que no tiene en el bolsillo el dinero necesario.
(Algunas veces el refranero español parece dar un mentís a la teoría de la generosidad innata del español. Hay especialmente un proverbio siniestro: «Quien da pan a perro ajeno, pierde pan y pierde perro.» Yo quisiera saber la intención oculta del miserable que lo inventó. ¿Qué quería? ¿Quedarse con el pan y con el perro del otro?).