La idea corriente del español está de acuerdo con la tesis de Gracián. Otros señalan que el español es sobrio por la sencilla razón de que no puede ser otra cosa. Es evidente que la mayoría del territorio no es precisamente un paraíso de tentaciones; la parda meseta, las duras cordilleras no sugieren al apetito tema alguno. La gente de esas regiones sencillamente come mal y come poco. Hay una famosa anécdota de Eugenio d’Ors en la que relata la sensación de tristeza que le dio una aldea castellana con una sola plaza, en la plaza una sola tienda y en ésta un escaparate con una tortilla y un letrero: «De encargo».
La tendencia creada por la historia y el lenguaje de asociar a España con Castilla ha mantenido durante años este concepto —antigula— de los españoles. Los escritores más famosos se hacen eco. Por una vez que come bien Sancho Panza (bodas de Camacho, casa del Caballero del Verde Gabán) pasa hambre otras ciento. El hambre está presente en toda la novela picaresca con una precisión y agudeza que hace pensar que el autor, a pesar de su condición social, había tenido ocasión de conocerla. (Recuérdese el Hidalgo del Lazarillo, el principio del Buscón en la casa del Dómine Cabra…). La España que dominaba el mundo entero era incapaz de alimentar regularmente a sus hijos.
Y aun así, según muchos escritores del XVII, era ya gollería lo que tenían. Cuando Quevedo se queja de la molicie que ha entrado en la vida española, viene a decir que la decadencia de España empezó cuando entró la especia, ese refinamiento de la mesa.
«No había venido al gusto lisonjera
la pimienta arrugada, ni del clavo
la adulación fragante forastera.
Carnero y vaca fue principio y cabo;
y con rojos pimientos y ajos duros
tan bien como el señor comió el esclavo».
Quizás el espectro del hambre pasada hizo que el español aumentara su comida a medida que crecían sus posibilidades económicas, y en los tiempos del siglo XX los españoles se distinguirán de los demás europeos por dos cosas: por lo que comen y por la hora en que comen. Hoy, tras el golpe de la guerra civil, cuando hay una preocupación por la «línea» que no existía antes, los españoles siguen devorando más que la mayoría de los habitantes del globo, comprendidos los famosos alemanes y holandeses, que, en general, cenan sólo té y queso. El español desayuna ligero, toma el aperitivo, almuerza fuerte (el cocido con todos sus aditamentos es sólo un plato), merienda y cena, al menos, con dos platos fuertes. Las cositas que «pica» en el bar antes de ir a su casa bastarían para el almuerzo de los seres más ricos del mundo, los norteamericanos.
Estoy seguro de que esta observación provocará asombro en mi país. El español se considera pobre y cree que en cualquier país del mundo, con más recursos, la comida tiene que ser más abundante y rica. Por otra parte, el español, que alardea de tantas cosas, es modestísimo al referirse a lo que traga. Infinidad de veces ha sostenido el diálogo siguiente:
—No como apenas nada…
—Pero si he visto lo que has pedido… Sopa…
—Unos sorbos…
—Pescado…
—Dos salmonetes chiquitos, chiquitos…
—Carne…
—Un filetito de nada…
—Ensalada…
—Eso no cuenta…
—Queso…
—¡Algo hay que tomar de postre…!
Cuando al volver del extranjero voy a comer con amigos, causo siempre asombro. «¿Estás enfermo?», es la cariñosa solicitud cuando encargo una chuleta empanada con verdura, ensalada y fruta… «¿Estás malo? ¿Qué te pasa?».
La prueba de lo mucho que come el español es lo que le cuesta digerirlo. En todos los restaurantes y bares tienen como cosa normal y gratuita bicarbonato de sosa a la disposición de los clientes. Esto no ocurre en ningún otro país del mundo, que yo sepa. Cuando el español se siente «pesado» después de comer no lo atribuye casi nunca a haber consumido demasiado…, lo que pasa es que algo «le sentó mal». La culpa es siempre de la calidad, nunca de la cantidad.
Con estas premisas, hay que recordar que la geografía de la Gula en España es tan variada como su topografía. En términos generales, el culto de la comida desciende de norte a sur y en diagonal de este a oeste.
Los más amantes de la comida son los vascos; los menos, los andaluces; la comida jugosa de Levante se transforma en sencillos platos salmantinos y extremeños. (Que una comida sea pesada no significa que haya Gula en mayúscula. Los platos a base de cerdo lo son en general, y lo único que indica su abundancia es que el cerdo es barato en la región. Extremadura, por ejemplo).
A la cabeza de la cocina está, evidentemente, la vasca. A la cabeza de los comedores españoles están, evidentemente, los vascos. Nadie les regatea esa primacía, que nace con la materia prima; carnes de tierras ricas de humedad, pescado —quizás el mejor del mundo— del Cantábrico, sigue en la elaboración tranquila y minuciosa y termina en la casi religiosa seriedad con que se sientan a la mesa. Los chistes sobre los vascos tienen, generalmente, dos vertientes. Una, la de su desconfianza; otra, la de su apetito gigantesco. El más conocido probablemente, el del bilbaíno, al que presentaron una serie de posibilidades gastronómicas, preguntándole la cantidad que sería capaz de devorar. El vasco contestó que podría con una ternerita, un par de corderos, tres docenas de gallinas…
—¿Y pajaritos? —¿Pajaritos? —el hombre miró alrededor con aire de pasmo—: ¿Pajaritos? ¡Todos! Con menos fama, los catalanes, hombres de familia que gustan poco de salir a cenar fuera, tienen también su «saque», como dicen en Madrid, y sus judías y arroces son sólo prólogo de pescado y chuletas con guarnición de patata o verduras.
No se quedan atrás los asturianos, con su plato a base de habas y cerdo, la famosa «fabada». De Asturias era Palacio Valdés, que en la Alegría del Capitán Ribot ha dado uno de los pocos ejemplos que en la literatura española se puede encontrar de sensuaÜdad en la descripción de una comida.
Para encontrar otras tenemos que recurrir a dos gallegos naturales de una tierra que compite con la vasca en posibilidades terrestres y marítimas, pero que, quizá por razones económicas, no consume la misma cantidad alimenticia que bilbaínos y guipuzcoanos. (Álava, más castellana, es también más sobria). Estos gallegos se llamaron Julio Camba y Wenceslao Fernández Flórez.
A Julio Camba debemos el libro más famoso sobre temas culinarios de los últimos tiempos (Vega y Edgar Neville han escrito más tarde geografías culinarias de España), La casa de Lúculo. Enseñando con el ejemplo, Camba era absolutamente intolerante a la hora de comer y se negaba a dejarse invitar si no podía elegir el restaurante, la comida y el vino, como saben por experiencia muchos de sus amigos. Fernández Flórez tenía la misma teoría sobre la importancia de la comida y escribió muchos artículos en contra de la costumbre de los banquetes, porque afirmaba que «no había amistad que valiera comer langostino pasado[14]»; cuando sus paisanos de Madrid le ofrecieron uno, se negó: «¿Qué diría la gente si olvidara mis principios porque el banquete me lo ofrecían a mí? —decía—. No puedo ir». «Ese Fernández Flórez, siempre tan bromista —creyeron los organizadores— No se olvide, el próximo sábado…».
El banquete se celebró sin el homenajeado. Su silla vacía se mantuvo como un símbolo y los discursos se pronunciaron dirigidos a ella. Luego llevaron el ramo de flores del centro de la mesa a la madre del escritor.
Fernández Flórez, al contrario que Camba, era la cortesía personificada, y sus esfuerzos para evitar herir al anfitrión, salvando al mismo tiempo su delicado y exigente paladar, era una diversión. Cuando se le ofrecía una ginebra —ha ocurrido en mi casa—, aguzaba el perfil aquilino en una expresión mixta de alegría y desconfianza, esperando que a la ginebra se le pusiera un nombre. Cuando éste era «Gordon» accedía encantado.
Y en sus novelas ha sido el escritor que más agudamente ha tratado del triunfo y la tristeza del glotón, triunfo al devorar y tristeza al ver que se le termina la comida, alegría del mascar lo de su plato y pesadumbre al ver cómo desaparece, en el del vecino, lo que él también quisiera comer. El banquete de «Las vacas gordas», en Las siete columnas, es una perfecta descripción del tipo con su filosofía correspondiente. «La gordura es la paz…; ningún gordo puede entrar en una guerra porque no se lo aguanta el físico…; alimentar a los pueblos es procurar la felicidad total».
Todos los comilones que he conocido, Neville, Cossío, Pizarra, evitan en lo posible cruzar la frontera de la comida que está un poco más abajo del cochinillo de Segovia y de las perdices de Toledo. Porque allí nace el mayor de los desiertos culinarios: Andalucía.
Evidentemente, en Andalucía no se come, aunque se simula comer continuamente. No hay en toda España quien menos a gusto se siente ante una mesa colmada de viandas. No hay en España quien más a gusto se esté horas y horas ante una barra colmada de «tapas». No es cierto que el «flamenco no coma». El flamenco come, pero de pie, para «apoyar» las copas de vino que van deslizándose por su garganta. La variedad de las «tapas» españolas, especialmente andaluzas, es increíble y, a la larga, la suma de esos calamares, de los huevos cocidos, de los pulpos, de las sardinas, de las cazoletitas de eso y de lo otro, constituye una comida normal para muchos países europeos y americanos. Pero en Andalucía no la llaman comida, y cuando intentan hacer una al estilo del norte es una imitación increíble. La buena mano de la cocinera andaluza está especialmente en el frito de pescados…
«Recién sacaíto del fondo del mar»,
como dice Juan Carlos de Luna en el Piyayo, y en la creación de un manjar que, con la paella, ha cruzado todas las fronteras del mundo. Me refiero al gazpacho, con el que misteriosamente, y hace centenares de años, alguien descubrió ya las vitaminas en frutas y legumbres. Descubrió también que, con temperaturas de 40 grados a la sombra, el campesino no podía introducir en su organismo una comida caliente y que necesitaba algo que sirviera al mismo tiempo de bebida y de alimento. Así nació la revelación, líquida pero sólidamente alimenticia.
Aparte del gazpacho, que es un plato regional, aunque al llegar el verano se convierta en nacional y aun universal, los platos que asoman más a las mesas españolas son el cocido y la paella. La razón de su éxito obedece a que sus ingredientes básicos, arroz, patata, garbanzo, se encuentran fácil y baratamente en toda la península… Y si la barrera regional se cruza así fácilmente, también se supera sin esfuerzo la social y económica. Porque se trata de dos platos «elásticos» que pueden costar poco o mucho, en relación directa con el número de «tropiezos» que reúnen en su seno.