Más reluce el humo en mi tierra que el fuego en la ajena.
En este aspecto todos los españoles reaccionan de forma parecida, por distinta que sea su educación y su vida; de la misma manera contesta el viajero internacional y refinado que quien no ha salido nunca del pueblo. Veamos, por ejemplo, a Juan Valera, diplomático, hombre dado a los clásicos y que nadie puede tachar de patriotero cuando comenta un libro americano, The land of the Castanet (La tierra de las castañuelas).
«Otra terrible manía del Sr. Taylor (H. C. Chatfield-Taylor) es la que muestra contra las corridas de toros, a las que fue no obstante y se divirtió viéndolas. Lo que es yo gusto tan poco de dichas corridas, que nunca voy a presenciarlas, como no he ido en los EE. UU. a divertirme en ver a dos ciudadanos romperse a puñetazos el esternón y las quijadas para deleite de los cultos espectadores; mas no por eso diré que mientras entre los yankees se estilen tales juegos, no será posible que se civilicen y seguirán siendo bárbaros y feroces. El Sr. Taylor declara, en cambio, que nosotros, sólo porque toleramos las corridas de toros, somos incapaces de civilización en su más alto sentido».
La nota no tiene desperdicio. El Sr. Valera, como español, puede no ir y aun aborrecer las corridas de toros, pero que las describa y juzgue uno de fuera, le saca de quicio. Algo parecido mostró Ortega y Gasset, el más europeo de nuestros intelectuales en su Prólogo a una inglesa que no gusta de los toros.
Cuando el Orgullo español enseña su casa al extranjero lo hace siempre en la seguridad de que es algo totalmente distinto, y el visitante no debe en absoluto intentar pasar de espectador a actor. Cuando alguien, casi siempre anglosajón, intenta mostrar su entusiasmo entrando físicamente en el ambiente, la reacción es normalmente fría. Una muchacha americana aplaudiendo el baile flamenco, es vista con agrado. La misma muchacha, arrojándose al tablado y tratando de imitar los pasos, produce consternación y sarcasmo. Le parece al español que están caricaturizando algo muy suyo (no importa que sea catalán o vasco, sigue siendo «suyo») y no le hace gracia ninguna.
Yo recuerdo a un americano que iba a montar a la Casa de Campo de Madrid. Tenía un niño de unos diez años y lo había vestido «de corto». El niño era rubio, gordinflón, con ojos azules, iba muy serio a caballo con sombrero ancho, chaquetilla y zajones, siguiendo a su padre, ataviado de la misma guisa. Estoy seguro que al buen señor le animaba la mejor de las intenciones y estaba convencido que su gesto go native, vestir, actuar como los indígenas del país que visitaba, le granjearían la simpatía de todos. Y lo que producía era una sorda irritación. «¿Ha visto usté? —me decían los mozos de la cuadra—. ¿Ha visto usté al pajolero del niño? ¡Qué pedrá tiene!».
Lo mismo ocurre en los toros, donde alguien con acento foráneo está automáticamente excluido del saber lo que ocurre en la plaza, por mucho que haya estudiado y visto la fiesta brava. Es como si todo el tesoro del folklore español estuviese vedado a los que no han tenido la suerte de nacer aquí y que, por el contrario, este solo hecho dé invariablemente conocimientos técnicos.
Cuando el español sale al extranjero se encuentra siempre un poco incómodo. Es el embarazo del que se sabe en corral ajeno (y no olvidemos que para un hispánico lo ajeno es realmente distinto). Algunos se niegan a desprenderse de ese caparazón protector. Se cuenta del torero «Guerra» que, antes de la corrida, en una plaza del sur de Francia, fue abordado por un compatriota. «¿Qué tal, maestro?». «Pues ya ve usted —contestó el "Guerra"—, aquí, ¡rodeado de extranjeros!». En general y cuando compara su civilización con la de otros países europeos, por ejemplo, siente una desazón que se manifiesta típicamente no escondiéndose, sino mostrándose, no en la discreción, sino en la bravata. Recuerdo a un grupo por una calle de Copenhague. Iban con las manos en los bolsillos (manos activas, es una de las características del español), se paraban a menudo con asombro de los demás transeúntes, que no comprendían que la calle no es para andar, sino para pasearla, se daban golpes en la espalda, hacían comentarios burlones de lo que veían. Parecía que tenían que manifestar a voz en grito una personalidad que se les diluía sin el apoyo de las cosas familiares. A veces buscaban una razón para satisfacer su sentimiento de inferioridad. «Los extranjeros es que nos tienen envidia, ¡porque somos los más jabatos!, ¡porque descubrimos América!».
(Como el español es hombre de contrastes, existe también, en minoría, el que se queda pasmado ante cualquier barredora mecánica y mueve la cabeza con aire pesimista diciendo: «¿Cuándo tendremos en España algo así? Somos unos desgraciados…». Pero aun a ese último guárdese el forastero de darle la razón, si no quiere terminar las amistades).
En principio el español es —como buen orgulloso— reacio a la admiración. Un coche de último modelo atraerá las miradas de algunos técnicos, pero al hombre de la calle le molesta ser sorprendido observando algo «como un paleto». Hay pocos sitios del mundo en donde las artistas de cine puedan pasear tan libremente como en España. Sólo en casos de ídolos realmente de masas (Cantinflas, Jorge Negrete) existe apretujón el intentar acercarse a las figuras. En general, el español apenas pide autógrafos, comparando con sus coetáneos de otros países, porque le parece poco digno. Y en las entrevistas periodísticas con actores de fama internacional me parece notar siempre una hostilidad latente hacia la figura, como si el periodista quisiese hacerle pagar la humillación que sufre al dedicarle tanto rato. Es muy típico, por el contrario, el comentario despectivo con que el mirón quiere hacerse perdonar el haber cedido al impulso de la curiosidad: es fácil oír de una actriz famosa «pues no es tan guapa» o de un actor «qué envejecido está». Y esto llega al escalón más bajo de la sociedad. Me contaba López Rubio que con ocasión de traer a España un coche rojo deportivo, tipo torpedo, algo nunca visto hasta entonces en el país, oyó a un mozalbete desharrapado decir a otro curioso: «¡Tenía uno igual y lo tiré!». No era una mentira, era un desahogo.
Y cuando por obvios motivos el español no puede saber más que el interlocutor, ¿admitirá el fallo en su cultura? No; Antonio Machado, que nos conocía bien, reflejó lo que ocurre en ese caso en dos versos famosos:
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.
Y como ignora mucho, el desprecio es casi general para todo lo que esté fuera de su radio de acción inmediata. Un español puede ir a las más recónditas e inhóspitas regiones del Amazonas pasando experiencias increíbles. Si al volver anuncia una conferencia con ese tema, la sala estará medio vacía. A nadie interesa escuchar algo de lo que no sabe lo bastante para criticar, contestar, en fin, intervenir. Y si uno no interviene, ¿qué gracia tiene lo que cuenta otro?
Por lo demás, tampoco hay muchos españoles que se dediquen a contarnos lo que pasa en otros países si no es en función de lo que les ocurrió a ellos. A. Castro hace notar la escasísima literatura de viajes de los españoles, a quienes no se les ocurre componer una geografía, una geología o la historia de una tierra extranjera. (La realidad histórica de España, pág. 246).
La Soberbia cultural encuentra lógico que haya hispanistas en Suecia, en el Japón, en Rusia, pero no le parece raro que haya tan pocos especialistas de literatura francesa o inglesa en España.
… Y al hombre del pueblo le parece natural que el extranjero chapurree el español (que equivale —no puede ser más simbólico— a «hablar en cristiano»). Muchas veces acompañando por España a un turista he notado que el campesino se extraña de su mutismo. Y cuando yo explicaba la razón…
—Pero algo de español hablará…
—No, nada. ¿No ve usted que en su tierra habla inglés?
—Qué raro…
Y sacudían la cabeza, mirándole. No hay que añadir que el concepto se apoya no sólo en la historia, sino en la realidad actual. El labriego de hoy sabe que a muchos días de navegación, donde está su primo en las Américas, «hablan lo mismo que nosotros». No le hace falta más detalles para imaginar que es así en todo el mundo.
Por otro lado, y en contraste con ese recelo, para el español todo extranjero es un huésped. Yo no conozco otro pueblo con más amplio concepto de la hospitalidad y más que en la casa propia por rázones antes indicadas, en la calle, en el bar, en el restaurante. Tan metido está en la entraña del pueblo el papel de anfitrión, que en los restaurantes, en esa graciosa lucha por alcanzar la nota, típica en todas partes, al indígena le basta decir a media voz: «El señor es forastero», para que la cuenta llegue directamente a sus manos (ver Avaricia).
Pero en su trato con el extranjero éste hará bien en recordar siempre que lo es. Cuando el recién llegado, engañado por la cordialidad y confianza con que el indígena le habla, se lanza a exponer su opinión sobre la vida o la política del país, inmediatamente notará enfriarse el ambiente. El más antifranquista de los españoles se resiste a aceptar su juicio sobre el jefe del Estado y a la propaganda oficial le bastó soplar levemente sobre una brasa ya encendida para que se produjera la reacción contra las votaciones de las Naciones Unidas respecto a España. «¡Nos van a venir a contar esos tíos lo que tenemos que hacer!», decía la gente. Obsérvese que no discutían siquiera si había o no razón para la decisión. Se negaban a aceptar incluso la posibilidad de que alguien, desde tan lejos, dijera cómo teníamos que gobernarnos.
Y ya no hablemos cuando al orgullo local se unen concepciones políticas y resentimiento de siglos, porque entonces se siente herido, incluso cuando nadie ha soñado en atacarle. Este es muchas veces el caso de Cataluña, cuyo español orgullo resiente cualquier acto que el castellano orgullo verifique.
Me acuerdo de un colono catalán que vivía en Arenys de Munt (Barcelona); era hombre culto y enterado de los problemas del mundo, pero al referirse a España respiraba siempre por la herida. «Desengáñese usted —me dijo un día—, en Madrid hay un plan para hundir a Cataluña en cinco años». «Mire usted —le respondí—, si en Madrid hubiese un plan organizado con esta precisión y seguridad para cualquier cosa, ya no sería Madrid».
Porque en Madrid, como en gran parte de España, la Soberbia y el Orgullo se matizan con la frivolidad. Todo el ansia de mando, de imponerse, se refiere al momento en que se expresa la acción y apenas tiene en cuenta el futuro. Cuando un español dice: «¡A mí no se me puede hacer esto! No le tolero a usted», etc., obedece a un instinto tan violento como corto de aspiraciones. Quiero decir, que, pasada la explosión, el español no procurará los medios para que aquella opresión, aquel desafuero, no vuelvan a producirse. Porque esto implicaría la organización de una colectividad, y una colectividad significa que cada uno de los componentes tiene que abandonar parte de su propia personalidad para encajarla mejor en la general. Es mucho pedir del español.
Esto creo yo que explica la aparente incongruencia de que tanta soberbia individual acepte por largo tiempo una dictadura (entre blanca, roja y blanca hay español que lleva cuarenta años así). En el caso presente, el Gobierno ha comprendido dos características nacionales. La primera, que es imposible callarle la boca. Y desde hace muchos años en los cafés, en los teatros (público), en las reuniones, se habla con un tono que no hubiera sido posible bajo los regímenes de Hitler, Mussolini, Stalin o Perón.
Y el gobierno lo ha permitido porque sabe —la otra característica— que este desahogo es puramente verbal y que el español, después de haber contado con tajantes y casi siempre obscenas palabras sus ideas sobre la materia, termina con ello su protesta cívica. Y se queda con la conciencia tranquila. Que sus frases no se reflejen en cambio alguno, es problema secundario porque es ajeno. Él ya ha dicho lo que pensaba.
(Y mientras no le toquen a él precisamente, lo que ocurra a otros le tiene sin cuidado. Y los demás piensan lo mismo, cada uno es una «mónada», una unidad al margen de la colectividad que como tal no tiene conciencia propia. Ni siquiera en la guerra civil hubo dos bloques. Diez grupos de un lado peleaban contra diez grupos del otro. Cada uno pensando que combatía por su propia y única causa «y que ya verían lo que era bueno» los aliados del momento).
¿Y la censura? La censura ataca a una persona determinada, no a la masa. Esta deja de ver o de leer algo, pero como no sabe lo que es, no reacciona. Y tampoco hay la admiración al escritor que en Francia, por ejemplo, hace sentir a todo el país el daño causado al intelectual, tipo en España mirado todavía con cierto recelo; «uno de esos que escribe, un vago, ¡vamos!», como decía la portera en una comedia de «Tono».
Al patriotismo grande sucede naturalmente el chico, y en algunos casos le sustituye como cuando el español va al extranjero y en lugar de reunirse con sus compatriotas en una «Casa de España» lo hace en la de Galicia o de Asturias. Es la solución intermedia, el compromiso entre el afán disgregador del individualismo y el deseo de «alternar» con sus paisanos. Madariaga sostiene que las dos constantes del español son el separatismo y la dictadura, que se dan, aún con mayor virulencia que en la península, en los países hispanoamericanos. En las gestas más famosas de la historia española no se defendía una tierra, sino una ciudad: Sagunto, Numancia, Zaragoza, Gerona. En otras guerras —decían admirados los generales napoleónicos— bastaba ganar una batalla para que el país entero se diera cuenta de lo inútil de seguir combatiendo. La falta de cohesión española producía, en cambio, isla tras isla de resistencia; lo que el indígena defendía estaba unido físicamente a él y merecía luchar hasta la muerte. Lo que en muchas ocasiones hizo.
El extranjero no debe hablar mal de España, aunque el español acabe de maldecirla, pero tampoco el vecino de San Juan de Arriba puede permitirse bromas sobre San Juan de Abajo frente a un nativo de este último pueblo. Los pleitos entre vecinos y enemigos se asoman a la literatura desde el episodio de los rebuznos del Quijote a la lucha entre los de Lorio y los de Entralgo en la Aldea perdida, de Palacio Valdés.
Cuando hay autoridad dividida entre poblados (la capital de la provincia y la ciudad más industrial, sede del obispado y jefatura política) se producen odios que hacen risibles los de los Capuleto y Montesco. Me contaba Paco Vighi que con ocasión de las ferias de Palencia, momento en que la más arisca ciudad se abre gozosamente al forastero, apareció en la rebosante plaza de Toros una pancarta que decía: «Palencia saluda a todos los forasteros, excepto a los de Valladolid».
El orgullo local no necesita de apoyaturas para manifestarse. Si la ciudad o pueblos son feos se elogia su riqueza minera, si no la hay, el viejo castillo o ruinas de un convento (de los que se presume muchas veces sin hacer nada para evitar esa ruina) y, naturalmente, las hazañas del equipo local de fútbol. Si en la actualidad no hay nada, queda siempre la historia y los ilustres hijos de la villa. España ha sido tan pródiga en santos y héroes que siempre hay una figura de que echar mano en momentos de apuro si alguien ofende a los vecinos.
Cuando Víctor de la Serna realizó su Viaje por España, presentaba cada uno de los villorios que encontraba con bellísimas descripciones. En general los habitantes de esos pueblos no escribían agradeciendo esas palabras porque las encontraban naturales y lógicas. Pero si un día, al final de un párrafo encomiástico, decía, por ejemplo: «Lástima que esa belleza quede empañada por el estado de las calles del pueblo»…, recibía misivas indignadas: «¿Cómo se atrevía a hablar así del lugar donde nació fray Benito de los Cantos? ¿Quién se había creído que era?».
Las capitales españolas tienen la sensibilidad a flor de piel, entre otras cosas porque la censura de los últimos treinta años no ha permitido enturbiar con ironías el que debe ser perfecto estado de la nación ante propios y extraños. Así saltan a la menor alusión considerada ofensiva y no hay bula ni en lo humorístico. El semanario «La Codorniz» publicó en una ocasión un artículo en que de pasada y sin darle importancia a la frase se refería a una señorita que no hacía distinción «entre un rubio de Londres o un moreno de Murcia». El director del periódico, Alvaro de Laiglesia, recibió docenas de cartas indignadas de esta ciudad y para remate un telegrama que decía: «Si eres hombre, ven a Murcia».
«Nosotros… (habla Baroja de los vascos, pero el concepto es extensible a todos los españoles) solíamos tener discusiones interminables por las cosas más tontas: por ejemplo, cuál de nuestros pueblos era mejor, y llegábamos hasta a contar las casas que había en cada uno.» (Las inquietudes de Shanti Andía. O.C.,IV, p. 1086).
Y en otro libro da más ejemplos.
«Fuimos tres o cuatro amigos… a Granada… Hacía frío. Una mañana estuvimos en la Alhambra. Yo dije: "Si aquí en estos salones, en tiempo de moros no había cortinas o cristales o algo por el estilo, los Mohamed y los Boabdiles se morirían de frío." Esto, sin duda, ofendió al patriotismo local, y unos días después me mandaron una carta, con pretensiones de ironía, y unos calzoncillos pequeños de lana.» (Memorias de Pío Baroja. Madrid, 1955, p. 576.)
«… En casa de la marquesa de Villavieja… me preguntaron a mí qué me parecían las obras del novelista Pereda. Yo dije que no me gustaban nada: que los paisajes parecían de cartón y los personajes falsos y amanerados. Entonces un señor que estaba en la reunión se levantó y me dijo: "Nos está usted insultando a los santanderinos."» (Baroja, Memorias, p. 177).
Cuando hace unos años un sacerdote escribió un libro poniendo en duda que Santa Teresa hubiera nacido en Avila, la cólera en esta ciudad fue extremada. Ninguno de los que hablaron o escribieron sobre la obra mencionaron los documentos presentados. Santa Teresa era de Avila ¡y basta!
El orgullo local se extrema cuando circunstancias políticas hacen del lugar en que se vive centro del país al que tienen que acudir los demás habitantes si quieren resolver sus problemas. Este es el caso de la Ciudad-Estado conocida por Madrid. (El orgullo de Barcelona o de Bilbao es más regional y casi racial. Se vanaglorian más de ser catalanes o vascos que de ciudadanos de una u otra urbe. Y Sevilla es diferente. Mientras Barcelona y Bilbao se pasan el día comparando sus características con Madrid, Sevilla vive completamente al margen de la polémica. Para Sevilla, lo mismo es Madrid, que Bilbao, que Barcelona, ciudades sin «duende» ni gracia, ciudades con el grave defecto de no tener un barrio que se llama Triana ni estar junto al Guadalquivir).
El orgullo de Madrid se inicia prácticamente cuando Felipe II lo declara capital y no ha parado de subir desde entonces. Desde el refrán «De Madrid al cielo» (y añade otro: «y en el cielo un agujerito para ver Madrid»,) al increíble sermón en que el sacerdote advirtió que, cuando las tentaciones de Jesucristo, éste tuvo suerte con que los Pirineos le ocultasen a Madrid, porque, si no, hubiera probablemente aceptado el regalo humillándose ante el diablo. Lo cuenta el francés Bourgoing en el siglo XVIII.
Y aún hoy se ven unos cartelitos en algunos coches particulares, pero especialmente taxis, que pregonan: «Madrid, pórtico del cielo».
A medida que ha crecido la población española, ha aumentado Madrid, y en su suelo hay muy pocos que sean madrileños de dos o tres generaciones. Pero no importa. El hijo del asturiano se siente totalmente madrileño e igualmente ocurre con el que, nacido en Galicia, llegó a la capital de pequeño. La sensación de que se trata de un club importantísimo de la vida española, un club al que acuden de todas partes los españoles pidiendo protección administrativa, ha dado al madrileño una extraordinaria vanidad que los triunfos en su fiesta nacional (el fútbol hoy y no los toros) redondean. El hombre más modesto de Madrid se burla del millonario catalán o vasco. Y surge a veces en los labios, tanto del golfillo de Vallecas como de la duquesa, una expresión tan petulante como graciosa cuando alguien ha intentado engañarle sin darse cuenta de la imposibilidad de hacerlo debido a su milagroso origen.
«¿A mí? ¿Con éstas a mí? ¡A mí! ¡De Madrid!».
La palabra provincias o provinciano en boca de un madrileño tiene un increíble sentido despectivo. Quiere decir: pequeñez, cursilería, aburrimiento, tristeza… La verdad es que en muchos casos tiene razón. Este Estado, aún más que los anteriores, ha volcado su protección a la capital, y edificios y parques en Madrid renacieron después de la guerra con increíble diferencia con el resto de España. Igualmente, dado que era la ciudad a la que acudían preferentemente los extranjeros, Madrid recibió permiso antes que nadie para ofrecer espectáculos que seguían prohibidos en otros lugares. En una extraña jerarquía moral que establecía la posibilidad de pecar para los residentes en Madrid y no para los provincianos, hubo durante años autores permitidos por la censura para la capital (Tennesee Williams, por ejemplo), pero no para otras ciudades españolas, aunque alcanzaran el medio millón de habitantes. (Asombrosamente no se pedía a la puerta del teatro la partida de nacimiento).
En todo el mundo hay un éxodo del campo hacia la ciudad. En España, hay, además, el éxodo de la provincia a la capital. Funcionarios de todas clases sufren en su «destierro» soñando con el ansiado día en que llegarán a Madrid y la marcha de los inteligentes y ambiciosos ayuda a empobrecer la vida de las provincias. La incorporación a la vida madrileña representa un nuevo nacimiento para muchos provincianos que procuran ocultar su acento regional y convertirlo, si no en un estilo madrileño, al menos en un castellano aséptico, y lo que más les encanta es oír: «¿De Galicia?…, ¿de Cataluña?…, no tienes acento». Sólo hay una excepción entre los que así intentan fundirse en el mundo nuevo, y es la de los andaluces. Para ellos madrileñizarse es perder, no ganar, y todo el esfuerzo que hace el otro tipo de provinciano para ocultar su acento original lo hace el meridional para conservarlo y que se le note a las primeras de cambio.
«Más orgullo que don Rodrigo en la horca».
La Soberbia del español no se detiene ante la muerte e incluso ésta tiene que ser de acuerdo con su categoría. No es lo mismo morir por la cuerda que por un hacha. Cuando Pedro Crespo, «El Alcalde de Zalamea», ejecuta al capitán el Rey le pregunta por qué al tratarse de un caballero no le ha mandado degollar, a lo que el alcalde contesta que el verdugo del pueblo no ha aprendido a hacerlo porque los nobles del lugar son gente que no da motivos a la justicia.
En este concepto, todos los españoles, cristianos o musulmanes, tenían idéntica preocupación. Cuando Al-Hakam se preparaba para combatir una difícil rebelión de Córdoba quiso perfumarse. «¿Es esa hora de perfumes, señor?», le preguntó un criado. «Éste es el día en que debo prepararme a la muerte o a la victoria —contestó el emir— y quiero que la cabeza de Al-Hakam se distinga de los demás que perezcan con él.» (Sánchez Albornoz, La España musulmana, 1-124.)
Se ha dicho alguna vez que los españoles saben morir mejor que vivir. Especialmente si hay testigos… Los casos de hombres habitualmente poco valerosos que asombran por su serenidad en el momento de afrontar el pelotón de fusilamiento, se han repetido en nuestra historia y multiplicado en la última guerra civil. Algunas veces la actitud se viste de elegante ironía como la del condenado a muerte que mostró deseos de hablar cuando ya le estaban apuntando. El oficial que mandaba el pelotón detuvo la orden de «¡Fuego!». «¿Qué quería?».
—No, sólo advertirle que el tercer fusil, empezando por la derecha, tiene un taco en el cañón y puede ocurrir una desgracia.