Amor

«Amor sin celos no lo dan los cielos».

Como al español le cuesta tanto «ponerse en su casa», el sentimiento amoroso ajeno es considerado fácilmente como cursilería. Cursi, en principio, es todo sentimiento que uno no comparte y la forma de expresarlo.

Madariaga sostiene que los celos son una muestra de la Envidia española. A mí me parecen más bien fruto de la Soberbia, porque la Envidia presupone un deseo y el español sigue siendo celoso mucho después de haberse dejado de interesar físicamente por una muchacha. Molesta ser suplantado en campo propio, en jardín que fue suyo y por el que se paseó como señor. Si el español medio pudiese, haría con sus exnovias lo que el rey Felipe IV: mandarlas al convento.

Y esta soberbia actúa también en el suplantador, al que le irrita grandemente que haya habido alguien antes que él, en las mismas condiciones de confianza con su amada. Muchas discusiones familiares nacen tras el mero encuentro con el antiguo novio. El español no se atreve a decirlo, pero en el fondo le encantaría que ella saliera de su internado, como en las épocas antiguas, para aprender de «él» y sólo de «él» lo que la vida tiene de importancia.

Y como ha sido observado muchas veces, el español no dice a la mujer «te amo», sino «te quiero», que es un verbo posesivo, de autoridad y propiedad, presuponiendo muchos más derechos que deberes.

En amor como en otras manifestaciones ya vistas, el español personaliza lo objetivo: el ambiente, la edificación, el mundo entero existen sólo para refrendar su sentimiento. «Tu calle ya no es tu calle —que es una calle cualquiera— camino de cualquier parte». La calle vuelve a ser impersonal, de todos, cuando el amor ha dejado de señalarla como única y propiedad particular del amante.

Y quizás esto explique más que razones de moral, que en su vida íntima no atosigan demasiado a los españoles, el que la muestra del amor en la calle sea tan mal visto. Una pareja de novios cogidos de la mano bastan a provocar sonrisas no de amable comprensión, sino de sarcasmo. ¿Tienen que venir a exhibirse? Y, naturalmente, una mayor aproximación provoca el anatema. Aunque han pasado años desde que Fernández Flórez, en su Relato inmoral, mostró las dificultades con que topan dos enamorados ante la indignada reacción de paseantes, cocheros y autoridades de todas clases, el comportamiento de las parejas españolas es probablemente el más «digno» de todas las del mundo civilizado. Insisto en que esto es debido a la imposibilidad del español de sentirse otro…

Porque la máxima razón para comprender a los demás es recordar la propia experiencia. «Todos hemos sido niños…», comentan los mayores ante una barrabasada infantil. ¿«Todos hemos sido jóvenes» ante una pareja de enamorados? ¡No!

Así va de rígido el novio español por la calle.

Si te veo hablar con otro
te lo juro por Jesús
que a la puerta de tu casa
tiene que haber una cruz.

Una soleá andaluza. Una exageración… pero una exageración que lo es sólo en las posibilidades del castigo, no en el sentimiento que la inspira. Nadie puede inventarse algo así si no lo lleva muy dentro.

Tengo celos del aire
que da en tu cara,
si el aire fuera hombre
¡yo le matara!

Si yo supiera de las piedras
que mi amor pisa en la calle
las volviera del revés
que no las pisara nadie.

No afirmo con esto que el español se precipite a la garganta de quien charla con su novia. Para ello han cambiado tiempo y circunstancias. Pero si se volatizara a su vista le parecería muy bien.