La honra

Más vale ser cornudo que no lo sepa ninguno
que, sin serlo, pensarlo todo el mundo.

El temor al ridículo está firme, duramente enraizado en la personalidad española y preside la mayoría de sus reacciones. Muchos actos no se cometen por su intrínseco valor, sino por el que la sociedad ha de darles. Lo grave no es que algo sea malo, sino que así lo considere el vecino, y aun lo malo no es tan grave como lo risible. La mera posibilidad de la burla ajena lanza al español a la violencia (véase Ira). Automáticamente se deduce que la ofensa es mayor si pública, es decir, si Juan sabe que Pedro conoce sus flaquezas y entiende que además Pedro sabe de este conocimiento de Juan.

Pues muerte aquí te daré
porque no sepas que sé
que sabes flaquezas mías.
(La vida es sueño, 1,3).

… dice Segismundo a la aterrada Rosaura, que ha oído el monólogo en que se lamentaba de su suerte; es una obligación, un deber sacrosanto cuando la honra está envuelta; el temor al ridículo es herencia del que empujó a los españoles de otros tiempos al asesinato de la mujer culpable en los dramas calderonianos; sólo la apariencia de esta culpabilidad bastaba a desatar la venganza. Lo que dirán es mucho más grave que lo que ha ocurrido, la resonancia del hecho que el hecho en sí. Cuando un español se entera de que su mujer le engaña, no se angustia tanto por la confianza traicionada como porque se siente inerte, como desnudo ante el mundo que le rodea. Le han arrebatado su Dignidad, el lujoso vestido con que los españoles tapan sus defectos y manchas.

Evitar el ridículo es concepto amplísimo. Por evitar el ridículo el español paga, apenas sin leerla y con aire indiferente, la nota del restaurante, porque estudiarla es señal de mezquindad. ¿Por qué? Es tradición de derrochador, considerado de buen gusto. Recordemos.

Sé cortés y lisonjero.
Sé liberal y esparcido,
que el dinero y el sombrero
son los que hacen los amigos.
(Calderón, El Alcalde de Zalamea).

Dos siglos después Larra nos da una patética descripción:

«Aquel joven que entra venía a comer de medio duro, pero se encontró con veinte conocidos en una mesa inmediata; dejóse coger también por la negra honrilla y sólo por los testigos pide de a duro. Si como son sólo conocidos fuera una mujer a quien quisiera conquistar la que en otra mesa comiera hubiera pedido de a doblón. ¡Necio rubor de no ser rico! ¡Mala entendida vergüenza de no ser calavera!» (La fonda nueva).

Y por evitar el ridículo, las protagonistas del escritor Taboada se encerraban en su casa para fingir un veraneo que sus medios no podían cubrir y las mujeres se mataban cosiendo en casa para evitar el bochorno de que «mis hijas trabajen» pública y abiertamente. Hoy esto es normal, pero la trinchera siguiente se mantiene con el mismo tesón (y las mismas perspectivas de derrota que la anterior). «¿Trabajar mi mujer? ¿Qué dirá la gente?».

«Cubrir las apariencias» es una frase de mucha entraña en la psicología española, y el escudero del Lazarillo de Tormes, que se paseaba con el mondadientes en la boca para fingir que había comido, es un ejemplo sintomático. El uso de la capa, mantenida tantos años contra viento y marea, representa el compromiso entre la Soberbia y la Pobreza, ambas hermanas en muchos casos españoles. Porque la capa es la solución ideal para aparecer elegante sin necesidad de gastar más que en ella; ¿quién sabe lo que hay debajo, qué zurcidos, coderas gastadas, camisas rozadas? La capa comunicaba elegancia, dignidad, pero sobre todo seguridad.

«Todos esos graves personajes (habla Teófilo Gautier de la Puerta del Sol de Madrid) están en pie envueltos en sus capas, aunque haga un calor atroz, con el frivolo pretexto de que lo que defiende del frío, defiende también del calor».

… defendía, sobre todo, de la vista curiosa y crítica de los demás.

«Un hombre bien vestido, en todas partes bien recibido».

La desaparición de la capa complicó la situación, pero los españoles la afrontaron heroicamente. La apariencia es sagrada en España, y quien juzgue la vida de los pueblos por el aspecto humano de sus calles principales, creería que aquí tenemos uno de los más altos niveles de vida del mundo. En proporción con sus ingresos, los españoles gastan en vestir más que los ciudadanos de otros países, y quien pensara establecer relación entre esa apariencia y su vida diaria se equivocaría, porque los domicilios no están casi nunca a la altura del aspecto de sus dueños. Muchos extranjeros se extrañan de la reluctancia del español a invitar al forastero a su casa, mientras está dispuesto a llevarle a los mejores espectáculos y a los más caros restaurantes. La razón es que las habitaciones del hogar son a menudo tristes; y la comodidad, muchas veces, inexistente. Durante muchos años, en la casa había un salón para visitas herméticamente cerrado para la familia. Era la habitación más hermosa y se usaba sólo para impresionar a los de afuera.

«¡La sala!, ¡hipotecar algo de la sala! Esta idea causaba siempre terror y escalofríos a doña Pura, porque la sala era la parte del menaje que a su corazón interesaba más, la verdadera expresión simbólica del hogar doméstico. Poseía muebles bonitos…, sillería de damasco…, cortinas de seda… Tenía doña Pura a las tales cortinas en tanta estima como a las telas de su corazón. Y cuando el espectro de la necesidad se le aparecía y susurraba en su oído con terrible cifra el conflicto económico del día siguiente, doña Pura se estremecía de pavor diciendo: "No, no; antes las camisas que las cortinas." Desnudar los cuerpos le parecía sacrificio tolerable, pero desnudar la sala…, ¡eso nunca!».

¿Para qué quieren una habitación así? ¿Para complacerse en su apariencia? No. La sala sólo se abre para limpiarla y prepararla para el momento que justifica su existencia.

«Los de Villaamil, a pesar de la cesantía con su grave disminución social, tenían bastantes visitas. ¿Qué dirían éstas si vieran que faltaban las cortinas de seda, admiradas y envidiadas por cuantos las veían?» (Pérez Galdós, Miau. Buenos Aires, 1951,p. 35).

«Hay unas personas muy honradas que aunque mueran de hambre lo querían más que no que los sientan de fuera», ha escrito Santa Teresa, y su referencia no se detiene históricamente en su tiempo, que es el del ejemplo más conocido de pobreza encubierta, el hidalgo del Lazarillo.

El terror del español pobre «de buena familia» a mostrar su necesidad ha llegado hasta nuestros días, y el nombre con que son designados tiene una aceptación corriente en el vocabulario de la caridad. Son los «vergonzantes», los que tienen vergüenza de pedir limosna y siguen en una casa vieja, con renta antigua, esperando que alguien se acuerde de ellos sin que tengan que afrontar cara a cara a la persona que los socorre.

El miedo al ridículo retiene y frena la fantasía del español para el vestir. Lo primero es «la gravedad y el temor de Dios», decía una frase del XVI. Como entonces, los españoles van a remolque de los cambios en forma y color de ropa y sólo acceden a ellos cuando estos cambios han perdido impacto y truculencia. El ideal del traje del español es ser el primero entre los que a primera vista pasan inadvertidos (eso no reza con las mujeres, ávidas de atraer las miradas en todas partes del mundo), pero «llamar la atención» sigue siendo pecado.

Esta tradición sobria viene de antiguo. A propósito del turbante usado en Oriente, alguien propuso al cordobés Yahya ben Yahya que lo introdujera en España, asegurándole que el pueblo español le seguiría.

«No lo creo —contestó Yahya—. Ben Baxir llevaba vestidos de seda y el pueblo no le ha imitado, y eso que Ben Baxir era hombre de prestigio, a propósito para imponer la moda. Si yo me pusiera turbante, la gente me dejaría solo en este uso y no me imitaría…» (Al Juxani, siglo IX).

Nueve siglos más tarde, un ministro intentó cambiar la forma de vestir del pueblo de Madrid. Éste se ataviaba con capa grande y sombrero de ala ancha; ambas prendas cubrían gran parte del cuerpo, dificultando la identificación de criminales. El marqués de Esquilache decidió que todos los habitantes de Madrid debían cambiar su atavío por la francesa de capa corta y tricornio. Se puso el bando… y no lo obedeció nadie. Insistió el ministro, sacando a la calle a la tropa en patrullas que iban acompañadas de un sastre; cada madrileño encontrado con el vestido antiguo era empujado a un portal por los soldados. El sastre le recortaba la capa y apuntaba con alfileres el ala del sombrero, convirtiéndolo en tricornio. El pueblo se irritó tanto que se lanzó a la calle, en un movimiento de protesta armado que se conoce con el nombre de motín de Esquilache, y este ministro tuvo que dejar su puesto. Aunque hubo en el movimiento causas políticas ocultas, la masa reaccionó por puro espíritu de indignación ante una orden general contra la individualidad del vestir típico. Es quizás el único motín del mundo nacido a consecuencia de una moda.

(El nuevo traje se impuso poco después; otro ministro actuó más políticamente que su predecesor, y ya que no podía hacer simpático el traje nuevo, procuró hacer antipático el viejo. El verdugo de Madrid, personaje siempre odiado por el vulgo, se paseó ostentosamente por las calles de la capital con sombrero ancho y capa flotante. Bastó la exhibición para que muchos madrileños empezaran a odiar el estilo tradicional).

El uso tan repetido de la expresión «qué dirán» ha llegado a sustantivar la expresión. En masculino «el qué dirán» influye, dicta, previene los actos de la mayoría de los españoles.

Al «caballero de Olmedo» le matan porque «siendo quien es» no puede retroceder al oír la canción que predice su muerte: «En mi nobleza — fuera ese temor bajeza.» (Lope de Vega, El caballero de Olmedo. Acto III).

Deberían tomarse más en serio los chistes que circulan en un país. Toda narración que llega a hacerse popular se explica por la identificación del público con el retrato que en ella se hace de un tipo. Esto me parece clarísimo en una historieta que ilustra la importancia del «qué dirán» entre los españoles. Es la que describe a paracaidistas de diversas nacionalidades que se tiran del avión sólo cuando el sargento logra hacer reaccionar su sensibilidad. El español, según el cuento, se niega a lanzarse y las apelaciones a su patriotismo y a la lealtad al jefe del Estado son inútiles. Finalmente, el sargento exclama: «¡Lo que pasa es que eres un cobarde!». «Yo, ¿un cobarde? Mira, ¡sin paracaídas!». Y se arroja. Cada vez que he oído contar esta historia he visto a mi alrededor sonrisas beatíficas, asentimientos. Sí, señor, así somos.

A todos les parecía muy bien que una decisión tan grave como la de jugarse la vida se tomase no para cumplir un deber de lealtad, patriótico o cívico, sino para que el nombre no quede empañado.

Yo estoy firmemente convencido de que el valor del soldado español en la batalla se debe mucho más a este concepto negativo que a cualquier otro positivo, tal el amor a la patria o la fidelidad al juramento prestado. Cualquier excombatiente de la guerra civil os dirá que el grito más eficaz para arrastrar a la gente al combate era siempre el posible juicio de los demás. ¿Qué pensarán de nosotros? ¿Vais a tener menos… que la compañía C? ¿Vais a permitir que os dejen atrás? El español solo, en general, procura «no meterse en líos». Los casos de gamberrismo después de la guerra, en que la gente era agredida a vista y paciencia de los transeúntes, es buena prueba de ello.

(El italiano, en cambio, es todo lo contrario. No siente ninguna emulación, y evitar que la compañía C se adelante a la suya le parece pura estupidez. Sin embargo, por espíritu deportivo, es un extraordinario héroe individual, y durante la última guerra aviadores y submarinistas italianos ofrecieron un curioso contraste con ejércitos rindiéndose en masa).

«Muera yo, viva mi fama», decían los antiguos españoles, y estos parecen repetir el eco.

Uno de los españoles más representativos de su tiempo —siglo XVII— fue el capitán Alonso de Contreras, que dejó unas Memorias tan increíbles como verídicas. En ellas cuenta lo que le mueve a ayudar a un compatriota en una pelea sin saber quién tiene razón ni cómo ha empezado la cosa. «Nosotros, por no perder la opinión, dijimos: ¡Vamos, voto a Cristo!», y casi pierde la vida en el incidente.

Cobra buena fama y échate a dormir;
cóbrala mala y échate a morir.

Se lamentaba Quevedo de esa esclavitud…

«Pues ¿qué diré de la honra? Que más tiranías hace en el mundo y más daño y la que más gustos estorba. Muere de hambre un caballero pobre, no tiene con qué vestirse, ándase roto y remendado o da en ladrón; y no lo pide porque dice que tiene honra, ni quiere servir porque dice que es deshonra. Todo cuanto se busca y afana dicen los hombres que es por sustentar honra. Por la honra no come el que tiene gana donde la sabría bien. Por la honra se muere la viuda entre dos paredes. Por la honra, sin saber qué es hombre ni qué es gusto, se pasa la doncella treinta años casada consigo misma. Por la honra la casada se quita a su deseo cuanto pide. Por la honra pasan los hombres la mar. Por la honra mata un hombre a otro. Por la honra gastan todos más de lo que tienen. Y es la honra, según esto, una necesidad del cuerpo y alma, pues al uno quita los gustos y al otro el descanso. Y porque veáis cuáles sois los hombres más desgraciados y cuán peligro tenéis lo que más estimáis, hase de advertir que las cosas de más valor en vosotros son la honra, la vida y la hacienda: y la honra está junto al culo de las mujeres, la vida en manos de los doctores y la hacienda en la pluma de los escribanos.» (Quevedo, F. de, El sueño del Infierno. Prólogo, 1608).

En el XVIII lo hacía Cadalso…

«Uno de los motivos de la decadencia de las artes en España es sin duda la repugnancia que tiene todo hijo a seguir la carrera de su padre. En Londres, por ejemplo, hay tienda de zapatero que ha ido pasando de padres a hijos por cinco o seis generaciones, aumentándose el caudal de cada poseedor sobre el que dejó su padre hasta tener casas de campo y hacienda considerables en las provincias, gobernando estos estados él mismo desde el banquillo en que preside a los mozos de la zapatería de la capital. Pero en este país cada padre quiere colocar a su hijo más arriba, y si no el hijo tiene buen cuidado de dejar: a su padre más abajo; con cuyo método ninguna familia se fija en gremio alguno determinado de los que contribuyen al bien de la república por la industria, comercio o labranza, procurando todos, con increíble anhelo, colocarse por éste o por otro medio en la clase de los nobles menoscaban el estado de lo que producirían si trabajasen.» (Cadalso, José, Cartas Marruecas. Carta XXIV).

Esto sigue aún hoy. Recuerdo el entusiasmo con que el chófer de una familia amiga mía me hablaba del porvenir de su hijo. «No será mecánico como yo, no, señor; ha entrado a trabajar en una oficina». Le pregunté el sueldo que ganaba y, como imaginaba, estaba muy por debajo del suyo. Pero al padre eso no le importaba. El chico llevaba corbata y traje de calle en su trabajo. Era ya de otra clase social.