Cuando en Francia, Inglaterra, Italia no se comprende bien lo que otro ha dicho se dice: ¿Perdón? Es decir, me excuso por no haberle oído bien. El español cree siempre que de esa incomprensión tiene la culpa el otro y dice: ¿Qué? Es decir, exprésese mejor, hombre, si quiere que se le entienda.
Normalmente creemos mucho más interesante lo que decimos nosotros que lo que afirman los demás, y la frase «el diálogo es un monólogo intercalado» ha nacido evidentemente en España. Cuando dos individuos empiezan aquí una conversación no intentan intercambiar ideas, sino afirmar las propias todo el tiempo que le permita el otro. Si alguien comete el error de interrumpirse para respirar —el buen orador alienta sin detenerse— el interlocutor aprovecha la ocasión para arrancar con su párrafo. En otros países cuando intentan hablar dos al mismo tiempo, dicen: «perdón» y esperan; en España dicen «perdón» también, pero es sólo para seguir ambos simultáneamente. Nadie se convence por las razones del contrario, pero, en cambio, reafirma las suyas con el calor de su improvisación. Discutir permite acabar sabiendo más de lo que uno sabía porque lo ha ido descubriendo a medida que buscaba apoyo a sus tesis. «El pensamiento español nace en el momento en que se manifiesta. Mientras que el inglés piensa al actuar, el español piensa mientras habla.» (Madariaga, S. de. Ingleses, franceses y españoles.) Y el derecho a la discusión está libremente acordado a todos los españoles sin precedencia o jerarquía. Quiere decirse que un técnico en cualquier materia no tiene más posibilidades de exponer su opinión sobre ella que el ignaro. He oído a veces: «Yo no entiendo nada de política internacional, pero me parece que la China comunista…», y por espacio de media hora brotan razonamientos sobre la materia que han asegurado desconocer.
«Lo que no se comprende es que una persona sin hablar, ni escribir, ni pintar, ni esculpir, ni componer música, ni negociar asuntos, ni hacer cosa alguna, espere a que por un solo acto de presencia se le dispute por hombre de extraordinario mérito y de sobresaliente talento. Y, sin embargo, se conocen aquí en España —no sé si fuera de ella— no pocos ejemplares de esta curiosísima ocurrencia.» (Unamuno. El individualismo español).
No es raro oír en España a un señor vociferando: «¡Te lo digo yo!», ante la duda de alguien, frase con que parece querer anular todas las posibilidades de error. No se trata casi nunca de un dictamen profesional (un ingeniero ante un puente, un médico explicando una operación a los profanos), sino de un juicio sobre temas generales de los cuales ambos interlocutores pueden saber lo mismo o nada: «¡Te lo digo yo!».
Cuando el español discute, no admite pruebas superiores a su razonamiento. Recuerdo una larga polémica sobre cómo se deletreaba una palabra. Por fin, el que tenía razón, lanzó el proyectil que guardaba para mayor efecto.
—No discutas más. Lo dice el diccionario de la Academia.
El otro no pestañeó.
—Pues está equivocado el diccionario de la Academia.
La costumbre de la conversación ha creado una buena escuela verbal. El orador se da a menudo en la España del café y las tertulias del casino, y cuando había parlamento, la oratoria fácil se conceptuaba importantísima cualidad de un hombre político. Por la misma razón, se exige al especialista (conferenciante, locutor de radio, televisión) una perfecta locución y encadenamiento de palabras y la más leve vacilación basta a provocar el comentario sarcástico sobre sus cualidades.
Quien mucho habla, mucho yerra; pero en algo acierta.
Además de hablar mucho, el español habla muy alto. Llega un momento que emplea el mismo tono de voz que el usado en otros países para disputar. Hace unos años se reunieron en La Haya, y en una tertulia, unos estudiantes españoles; dedicados a su normal intercambio de ideas, no se dieron cuenta que la gente había desaparecido silenciosamente y que estaban solos en el amplio café. Poco después, unos jeeps rodearon el edificio y unos guardias se dirigieron hacia ellos.
—¿Qué ocurre aquí? —fue la áspera pregunta.
Hubo estupefacción, explicaciones, excusas de las fuerzas del orden. Resulta que los demás asistentes al café habían presenciado, primero con curiosidad y luego con paulatino y creciente miedo, el alto tenor de la voz española, sus gestos arrebatados, el fruncir de ceño para subrayar una cuestión difícil. El recuerdo histórico del duque de Alba y sus Tercios remató la sospecha y la policía fue informada de que «un grupo de españoles estaban a punto de sacar las navajas en un café del centro».
Por la misma razón, al español no le gusta escuchar. Va poco a conferencias y no tolera que las funciones teatrales sean demasiado largas. Alguien —Lope, en el Arte Nuevo de hacer comedias— habló de la «cólera del español sentado». Por eso son tan populares los entreactos en España, cuando cada uno puede opinar del autor, de la obra y de los actores. No es casualidad que los espectáculos favoritos del país sean los toros y el fútbol, en los que se puede ver y comentar al mismo tiempo, es decir, intervenir en la representación. Por la misma razón, el español prefiere los juegos «de salón» en que puede hablar y aun gritar a cada jugada como dominó, tute, mus. El silencioso ajedrez tiene, lógicamente, pocos adeptos. En cuanto al diapasón con que los españoles hablan, obedece a las mismas razones de egolatría. Entre esperar a que terminen los que están discutiendo junto a uno o comunicar nuestra valiosa idea a alguien que parece dispuesto a escucharla al otro extremo de la sala, la elección es fácil. Se sube un poco la voz. Este experimento, repetido tres o cuatro veces, basta a llenar el espacio de ruido. Si alguien está atento a la radio o la televisión en el mismo momento, no ruega a los interlocutores que le permitan escuchar el programa porque sabe que sería inútil. Se limita a elevar el tono del altavoz.
*
«En España todos servimos para todo aunque no sirvamos para nada».
La personalización actúa en el trabajo de forma continua. El que llama a una persona para arreglar algo tiene que vigilar para que no le haga un arreglo temporal, una «chapuza», porque no hay en el trabajador ningún orgullo personal para algo tan poco importante…; en cambio, el artesano se esmera en sus creaciones porque está él detrás de ellas, reverberando en su gloria.
Al español le avergüenza preguntar lo que se refiere a su oficio porque, naturalmente, tiene que saberlo todo. Durante varios meses yo tuve un coche que tenía el defecto de escupir la gasolina que entraba a presión. Cada vez que me detenía en una estación de combustible lo advertía, lenta y precisamente, al encargado: «Se trata de un codo mal construido, tenga usted cuidado porque se sale, vaya usted muy despacio…». Normalmente asentían con aire distraído mientras se preparaban a conectar la manga; mi advertencia les parecía totalmente innecesaria, y más de una vez me lo recordaron: «No se preocupe…, llevo muchos años echando gasolina…».
«Pero es que en este caso es distinto —insistía yo—. Escupe mucho». Con aire seguro colocaban la manga en el agujero de entrada y daban al motor. La gasolina surgía violentamente, derramándose por el suelo, y el mecánico se volvía hacia mí, que seguía impertérrito porque lo esperaba. «¡Oiga! ¡Pero escupe mucho!». «Eso es lo que le advertí», decía yo. Volvía a mirar el charco en el suelo, asombrado. «Pero mucho, mucho. Nunca he visto cosa igual». «Es lo que he intentado explicarle». Movían la cabeza como ante un milagro, como Don Quijote asegurando «después» que habían transformado las cosas en el último momento sus enemigos los encantadores. No encontré jamás a un empleado que me dijera: «Tenía usted razón». Parecía que en cada ocasión —y la experiencia se realizó en toda la geografía peninsular— hablábamos lenguajes distintos. Cuando yo decía «escupe mucho» no era lo mismo que cuando lo decía él: las mismas palabras tenían distinto significado al pasar por sus labios. Cuando lo afirmaba él, entonces sí era mucho.
Esto, que parece una exageración —la definición personal dando vida—, lo he comprobado en algo tan sencillo como en los nombres propios. «Esto me lo ha dicho Juan», dice, por ejemplo, un español. Y el otro: «¿Qué Juan? No conozco a ningún Juan». «Sí, hombre, el de la calle Cea Bermúdez, ése del bar…». «Que no, que no…». «Sí, el de la cicatriz…». «¡Ah! ¡Te refieres a Juan!». ¿No era ése el nombre? Al parecer, no hasta que él lo pronunciara.
Eso cuando recuerda el nombre. Porque muy a menudo no se entera. De aquí las situaciones embarazosas que sobrevienen cuando se habla mal de una familia sin saber que está uno de sus representantes. «Ya sabes cómo son las presentaciones —se explica luego—; no se fija uno en los nombres…». Claro, ¿cómo va a fijarse uno en los nombres de los demás?
*
Es español tiene poca consideración y respeto hacia el sabio. Sólo aquí pudo nacer lo de
Cuentan de un sabio que un día
tan pobre y mísero estaba
que sólo se sustentaba
de las hierbas que cogía…
… o repetir como una gracia lo que debía haber sido vergüenza nacional: «Tiene más hambre que un maestro de escuela».
Incluso se venga del que más necesita —el médico— aplicándole nombres como «matasanos» y charlatán. «Médicos y abogados, Dios nos libre del más afamado». En otros ramos de la cultura considera a los que a ello se dedican con la mezcla de conmiseración e ironía con que se mira a los aficionados a cosas poco serias y, desde luego, al alcance de cualquiera. Me contaba Wenceslao Fernández Flórez cuántas veces un amigo le había hablado de sus propias posibilidades literarias:
—Lo que pasa es que no tengo tiempo…; pero sé una historia, algo que le ocurrió a una criada mía…, que le digo a usted…, sería una gran novela…, pero no tengo tiempo.
En ningún momento se le había ocurrido la idea de que no supiera escribirla. Y con el mismo mirar de arriba abajo, un comerciante incapaz de dar a nadie un pedazo de tela, pedirá al autor la obra que acaba de publicar con esta maravillosa muestra de condescendencia:
—Hombre, mándeme ese libro. Le prometo leerlo.
Promesa que imagina volverá loco de alegría al autor. Cuando se trata de pintores, se solicita el producto con otras palabras.
—Mándeme un cuadro. Le prometo ponerle un marco.
No he oído jamás a un español negarse a pronunciar un juicio sobre un libro o una tela con la excusa de que no entendía de ello. Pero cuando más irritada he visto su Soberbia ha sido con motivo de una película. Porque el español puede ignorar la librería o la sala de exposiciones, pero es, en cambio, asiduo a los cinematógrafos. (Es el segundo país de Europa en cuantía de gastos relacionados con el cine). Gusta del espectáculo y gusta de mostrar a la familia que le acompaña su cultura y erudición. No sale una vez en la pantalla la Torre Eiffel sin que en la sala se oiga a seis o siete señores decir gravemente a su esposa:
—París…
… y ella asiente encantada de saberle tan enterado. Pero un día se dio en España una producción de Antonioni: El eclipse. Es, naturalmente, una película distinta y requiere una preparación especial para comprenderla y gustarla. En otros países produjo una doble reacción. Unos se entusiasmaron y otros se encogieron de hombros y salieron dispuestos a no volver a ver nada semejante.
Pero en España esta segunda y más numerosa parte del público reaccionó como si la hubieran insultado. Su proceso mental fue, más o menos, así: «Yo soy un hombre inteligente y culto y entiendo las películas. Esta película no la entiendo. Luego, como yo sigo siendo inteligente y culto, es evidente que el defecto está en la película, que resulta una tomadura de pelo. Una burla». Y yo oí personalmente a un señor que se distingue por su amabilidad y sentido del humor —tiene una perfumería en el centro de Madrid— indignarse ante un joven que aplaudía al fin de la proyección.
—Será usted muy inteligente —observó sarcástico.
En ningún sitio como en España el juicio literario resulta fácil. Una vez oí una retransmisión por radio en la que unos escritores comentaban el Doctor Zhivago, de Pasternak. Los juicios eran duros, tan tajantes y negativos, que una señora del grupo con acento extranjero, probablemente ruso, se asombró y preguntó humildemente:
—Pero ¿cómo puede usted decir…, en qué parte ha leído usted eso? —No he leído el libro, señora —fue la asombrosa respuesta. Resultó que de los cuatro escritores que se habían reunido para discutir la obra sólo la había leído ella.
Igual ocurría hace más de un siglo cuando Mesonero Romanos describe en una librería «las interesantes polémicas de los abonados concurrentes (todos, por supuesto, literatos), que ocupan constantemente los mal seguros bancos extramuros del mostrador: los cuales literatos, cuando alguien entra a pedir un libro, lo glosan y lo comentan, y dicen que no vale gran cosa, y después de juzgado a su sabor, le piden prestado al librero un ejemplar para leerle». (Escenas matritenses).
La cantidad de gente que está «de vuelta» de los sitios sin haber ido jamás a ellos es infinita. Cualquier intento de explicar algo que se conoce vagamente es considerado una vanidad insufrible. He contado en otro lugar la sonrisa de suficiencia con que me despidió un amigo cuando yo me iba a Italia de corresponsal.
—¿No nos irás a describir la Capilla Sixtina?
—No —dije yo—. Cuéntame tú cómo está distribuida.
No lo sabía.
El acusarle un error a un español que está contando algo sirve más para irritarle que para corregirle. Recuerdo a un escritor que hace años me contó el argumento de su novela histórica. Salía en la acción continuamente el rey Jaime I y su corte de Zaragoza. «Y cuando volvió a su capital…, a Zaragoza…». A la tercera vez le interrumpí.
—Perdona. Jaime I no tenía la capital en Zaragoza; en realidad en aquel tiempo no tenían capital en ningún sitio. La corte era móvil.
—Bueno… Pero iba allí muy a menudo.
Y siguió su narración. Luego dijo que yo era un pedante.