Nuestra soberbia puede apoyarse en un concepto general —raza, nación— sin abandonar su principal característica tremendamente individual. No hay «nosotros» en español, sino «Yo». El cristiano viejo o el español que vive de las glorias pasadas, «hay que ver lo que hicimos en América» o «cuando vencimos en Lepanto», está siempre pensando en los derechos que esa herencia le ha dado a él, en la posición inalcanzable para los demás que esa historia le confiere. Por eso elige del pasado o aun del presente lo que conviene a su «ego» rechazando inconscientemente lo que puede producir daño a la imagen que gusta de crear de sí mismo.
Si el español es tan reacio a la autocrítica como para resentirse de los comentarios adversos se debe a que no se cree en absoluto solidario de nadie. Creo que ésta es la explicación por qué gente normalmente sentimental no siente todavía hoy el menor disgusto o remordimiento por los crímenes cometidos en la guerra civil. En primer lugar, nadie acepta responsabilidad alguna por los horrores del «otro lado», como si los hubiera cometido gente procedente de otro planeta. ¡Esos eran los enemigos!, capaces de todo. ¿Pero no eran también españoles? La respuesta puede ser algo así como: «¡si lo eran, no merecían serlo!». Ya veremos a lo largo de este trabajo lo fácil que resulta al español deshacer los nudos gordianos que se le ponen por delante en la dialéctica. Con cortarlos…
Pero es que ese individualismo llega a más. Los del propio bando son también, a la hora de la verdad, extraños, y no se trata, como podría ocurrir en otros países, de evitar responsabilidades. Es que de verdad cuando el español se retrae a su concha no admite hermanos ni correligionarios. Si se le enfrenta con una realidad, «en tal pueblo hicieron esto y aquello los tuyos», se encoge de hombros… Ah, bueno, serían unos locos… Son «otros», están aparte, a él no le toca nada…
El español vive con una sociedad, pero jamás inmerso en ella. Su personalidad está recubierta de pinchos que se erizan peligrosamente ante el intento de colaborar en cualquier empresa. En ciencia esto se llama labor de equipo y su falta ha sido muchas veces reconocida como determinante de la lentitud del progreso español (las lumbreras son geniales en el sentido de únicas y raramente proceden de una escuela determinada). La actitud general está reflejada en una frase: «Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como».
En el español, dice Américo Castro [3] «la reacción del dinamismo vital va del objeto a la persona por ser así la realidad de su estructura». Esto es cierto hasta tal punto que el español se apropia todo lo que le toque de cerca o de lejos. El español, cuando cuenta su jornada, dice: «tomé mi desayuno, leí mi periódico, encendí mi cigarro, subí a mi autobús», pero, curiosamente, cambia al referirse a la «oficina» (véase Pereza).
«Ésos, los que me dirigen esa pregunta (cuál era su religión), quieren que yo les dé un dogma, una solución en que pueda descansar el espíritu en su pereza. Y ni esto quieren, sino que buscan poder encasillarse y meterse en uno de los cuadriculados en que colocan a los espíritus… Y yo no quiero dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena, soy una especie única. "No hay enfermedades, sino enfermos", suelen decir algunos médicos, y yo digo que no hay opiniones, sino opinantes». (Mi religión. Unamuno O. S., p. 256, Madrid 1960).
El español siente, en general, una instintiva animosidad a formar parte de asociaciones, y lo que ocurrid en la guerra civil a cuantos militaban en varias de ellas no ha contribuido precisamente a cambiar sus puntos de vista. Compárese con Inglaterra o Estados Unidos, por ejemplo, en donde es normal para un ciudadano ser miembro de cinco o seis organizaciones patrióticas, benéficas, religiosas o recreativas. Cuando el español se «apunta» a un casino, no va a colaborar con otros para resolver problemas, sino a encontrar un sitio cómodo en donde él pueda contar a los demás lo que piensa del mundo en general y de la familia de Sánchez en particular.
Por ello, la organización a la que no hay más remedio que pertenecer, la del Estado, es mirada con suspicacia. El Estado es un ente aborrecible que no se considera como vínculo necesario entre el individuo y la sociedad, sino como un conglomerado de intervenciones que tratan de reglamentar la vida de Juan Español, con el único propósito de perjudicarle. Las características del Estado no tienen en este aspecto ninguna importancia y lo mismo da una República que una Monarquía o una Dictadura. Siempre se trata de un fiscalizador de la vida al que hay que hacer el menor caso posible. Las leyes que el Estado promulga tienen valor mientras está la tinta fresca y lo pierden cuando pasan unos meses. Ante un proyecto he preguntado a veces: Pero ¿cómo, no hay una ley que prohibe esto? «Hace mucho que no hablan de ella», es la respuesta. El silencio, para nosotros, equivale a la abolición. Ya el encomendero que vivía en América conciliaba el respeto por el rey y su propio juicio contrario, poniendo el decreto real sobre su cabeza y pronunciando solemnemente —sin ironía—: «Se acata, pero no se cumple».
Todo español está autorizado a engañar al Estado procurando evadir el pago de los impuestos. Hay que subir mucho en la escala moral de los españoles para encontrar a uno que equipare la trampa hecha al fisco con el apoderarse del dinero ajeno. Muchas personas incapaces de quedarse con diez pesetas de un desconocido, no vacilarían en burlar al Estado en miles y miles. Muchos que verían con horror la primera acción, sonreirían con admiración hacia la segunda. Lo primero es robar, lo segundo ser listo. Porque al fin y al cabo «quien roba a un ladrón…».
«Lo que hay en España es de los españoles».
Por eso es tan aceptado en España el contrabando, considerado normal actividad incluso entre los más católicos de los españoles: los vascos. Ya lo decía el personaje de Pérez Galdós: «para él, Estupiñá, lo que la Hacienda llama suyo no es suyo, sino de la nación, es decir, de Juan Particular, y burlar a la Hacienda es devolver a Juan Particular lo que le pertenece». (Fortunata y Jacinta. Capítulo III).
Y por extensión, este desprecio a la propiedad del Estado se amplía a cualquier gran organización que quizá por ello, por su deshumanización, no requiere ser respetada. Todos tenemos amigos que coleccionan ceniceros de hoteles y restaurantes o que se llevan como una gracia recuerdos de los grandes almacenes. Muchas veces he preguntado dónde estaba el límite, es decir, cuándo empieza un robo a ser robo, en qué precio, y me han mirado como a un demente. Para ellos está clarísimo. Depende del tamaño (lo pequeño siempre vale) y del lugar (jamás en una casa particular). Moral única.
… que en otros aspectos es más internacional. Por ejemplo, en lo que se refiere a libros. Al más honrado de los españoles le parece muy lógico quedarse con un libro de un amigo durante años. Técnicamente siguen considerándolo prestado, con lo que al parecer su conciencia queda tranquila, pero su intención de devolverlo es nula. Y el que lo presta, lo hace a sabiendas del tremendo riesgo que corre, pero con el afán muy español de poder comentar algo que ambos conozcan.
Una vez, era un sábado, me llevé de casa del humorista «Tono» un libro. Era corto; el lunes por la mañana lo había concluido y se lo devolví con un «botones». Al mediodía me llamó por teléfono:
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfadado?
Era la única explicación que se le había ocurrido ante mi insólito proceder.
*
¿Y cuando el español forma parte del Estado?
… Observa Ortega y Gasset con su habitual perspicacia…
«Compare el lector un funcionario alemán y un funcionario… español. Notará en el comportamiento del primero que el hombre oculto tras el «role» oficial ha aceptado radicalmente éste, se ha sumergido por completo en él, ha inhibido de una vez para siempre su vida personal —se entiende "durante el ejercicio de su obligación"—… Hace lo que hace el oficio —con verdadera fruición—, cosa imposible si al individuo no le parece, ya como individuo, un ideal ser funcionario.
»… Contraponga el lector a este caso el del funcionario español. Al punto advertimos que el español se siente dentro de su oficio como dentro de un aparato ortopédico. Diríamos que constantemente le duele su oficio, porque su vida personal perdura sin suficiente inhibición y, al no coincidir con la conducta oficial, tropieza con ella. Se ve que el hombre siente en cada situación unas ganas horribles de hacer algo distinto de lo que prescribe el reglamento. Resulta conmovedor adivinar el sufrimiento del guardia de la circulación madrileña, por no serle lícito suspender el orden normal del servicio para dejar pasar a la buena moza[4]».
Esto es cierto, pero ¿cómo se explica entonces que haya al menos un mínimo de organización, de servicios públicos, sobre todo si añadimos a este desinterés original la Pereza del español medio? La razón es que al fallar el interés colectivo se mantiene el orgullo particular… Cuando un empleado español interroga sañudamente a quien le parece que intenta entrar sin derecho en la sala que él protege, cuando un revisor de tranvía descubre, en la masa de pasajeros, al distraído a la hora de obtener los billetes, no le mueve casi nunca el deber, sino su prestigio personal; los intereses del Estado y los de la Compañía de Tranvías le tienen bastante sin cuidado; pero a él, a Él, nadie le toma por tonto. La lucha no se desarrolla entre un ente abstracto y un individuo, sino entre dos seres humanos. Una vez más, el español personaliza los casos…
El Estado, en general, es el enemigo. Por eso cuando el «espontáneo» de la plaza de toros es conducido por la policía, la gente aprovecha el anonimato para silbar a la fuerza pública y aplaudir al que de tal manera ha intentado burlarla. Los guardias municipales de servicio en mercados y sitios populares saben por experiencia que un ladronzuelo conducido por la autoridad provoca siempre expresiones de simpatía hacia el preso y de censura al agente.
Este despego hacia una disciplina superior sólo actúa, sin embargo, cuando «Uno» está a salvo. Basta que cualquier individuo provoque —cuesta muy poco— al español, para que la apelación al Orden público sea inmediata y urgente. «¡A ver, guardias!, ¡que venga la policía, que detengan a ese hombre!». Cualquier pequeño incidente en un teatro, algo que en otro país bastaría a solucionar la amistosa intervención de un tercero, provoca en España gritos desde todos los lados: «A la cárcel, que lo lleven a la cárcel». Muchas veces quien grita no sabe de qué se trata, pero no le importa. Acaban de molestarle, de interrumpir su diversión. A la prisión con él. Mazmorra, grillos, a pan y agua. «¿Qué se ha creído, hombre?».
Pero, en principio, toda ordenación legal de la vida le parece al español una intromisión en sus derechos, que él no denomina en plural, sino en singular. «No hay derecho», grita cuando alguien le perjudica, es decir, no hay ley; al herirle a él han anulado toda la ordenación jurídica del país. Basta observar a un ciudadano español guiando un automóvil por las calles, para cerciorarse de la animadversión con que contempla cualquier intento de coartar su sana libertad de ir a la derecha o a la izquierda, pararse a hablar con un amigo o para ver cruzar a una señorita. La costumbre no cambia esa reacción, y los taxistas, que deberían estar hechos a las prohibiciones de la Ley del Tráfico, son los que más encarnizadamente se manifiestan contra ellas. Hay conductor que da infinitos rodeos por calles estrechas e insuficientes sólo para evitar el semáforo, y no se trata, como algún viajero receloso pueda creer, de alargar el viaje. Si le paga usted por horas será lo mismo. En cuanto se tropieza con la luz roja, la paciencia del hombre chirría con la misma violencia que los frenos. Parece que se trata de una ofensa personal, de algo que la Sociedad le hace a él, Jesús Fernández, para herirle, para humillarle, para atormentarle. «¡Vamos!», se le oye murmurar mientras espera, los ojos fijos en el semáforo. «¡Vamos!, ¡a ver si nos quedamos aquí todo el día!». En cuanto aparece el disco ámbar sale disparado hacia la otra calle para repetir el mismo agónico monólogo.
En principio la idea que predomina es que la inteligencia de cada uno es muy superior a la reglamentación anónima. Las luces y los guardias —he oído a menudo— no sirven más que para complicar las cosas. Esto está bien para la gente de cabeza cuadrada como los alemanes, pero nosotros… Si los quitaran todos de golpe la circulación sería mucho mejor.
Con todos los defectos posibles del sistema, me temo que esto representaría una jornada de luto. Se ha estudiado últimamente en el mundo la transformación que sufre el individuo normalmente apacible, tranquilo y respetuoso de los derechos ajenos cuando se encuentra con el poder de un automóvil en sus manos. Si esto ocurre en gente tan cívica como americanos y alemanes, júzguese lo que será en elementos como los españoles, inclinados a considerarse en posesión de la supremacía desde el nacimiento. «A un hombre le basta con sentirse montado sobre ruedas a transmisión, al menos en un país pobre como el nuestro, para que su fatuidad comience a inflarse como sus neumáticos» (Trotski). Ir sentado al lado de un ibérico por la carretera o calle es oír una retahíla de tremendos juicios sobre los demás conductores: «Increíble torpeza», «Falta de responsabilidad», «Locura temeraria».
Como España es uno de los pocos países que presume de sus defectos, no es raro que a la queja de alguna autoridad sobre la indisciplina de la calle española se conteste con una sonrisa de orgullo: «La verdad es que no hay quien nos meta mano…, ¡somos únicos!».
La irritación del español ante todo lo que se pone en su camino, no se reduce a los hombres o sus instituciones. Abarca también a la naturaleza. Hay que ver, por ejemplo, la forma en que reacciona verbalmente contra el calor y el frío en cuanto pasan del punto perfecto para su organismo:
«¡Esto no hay quien lo aguante! ¡Vaya día! ¡Es horroroso!»; se quitan el sudor con gesto rabioso, maldicen el agua que cae del cielo. Sorprendido por esa actitud, algún extranjero me ha preguntado si se trataba de una temperatura desconocida hasta entonces en el país, algo así como una plaga inesperada. Cuando le digo que no, que es el clima normal de la estación, se quedan asombradísimos. ¿Pero por qué se quejan entonces? ¿No están acostumbrados? ¿No ocurre a todos lo mismo?
No —le respondo—, el español no se acostumbra nunca al malestar y el hecho de ser uno entre los miles que están sufriendo en estos momentos, no le consuela en absoluto. Por el contrario, se ve a sí mismo como al único al que, sin razón alguna, castiga la naturaleza de forma desagradable (y humillante porque no puede vengarse).
*
La escena ocurrió hace muchos años en la plaza de Manuel Becerra, hoy Roma, de Madrid. Era cabecera de línea y la gente se preparaba a subir al trolebús. Estando ya en la plataforma, pasó casi por entre mis piernas un niño de unos doce años. Su madre, detrás de mí, le había lanzado como un «comando» a buscar sitio. Cuando yo entré estaba sentado, con los brazos y las piernas abiertos para cubrir más espacio y me miró con unos ojos en que había tanto desafío («¡atrévete a quitármelo!») como miedo («es más grande que yo y a lo mejor me echa»). Lo que desde luego no había manera de encontrar en su expresión era respeto a los derechos de los demás, pero la culpa no era suya. Sus padres, sus hermanos mayores, sus tíos, le habían presentado la sociedad como una selva en la que nada se obtiene si no se piensa primero en sí mismo y luego en nadie. Guardar cola era «ser un primo», dejar pasar a quien estaba delante «hacer el tonto», considerar los derechos ajenos «estar en la luna».
Aquel niño, ya mayor, aplica probablemente a la circulación, a los negocios, al trato diario con sus semejantes, la misma teoría que le lanzó como una bala por entre las piernas de los pasajeros para quitarles la precedencia. Su madre lo contaría luego en la casa… «Si no hubiera sido por éste no me siento…, pero es tan listo…».
«Como apenas se han socializado estos individuos ni se ha convertido en juego de su querer la ley de comunidad, se afirman con altivez, porque el que cede es vencido: hacen todos del árbol caído leña y ayúdate que Dios te ayudará, que al que se muere lo entierran.» (Unamuno, El espíritu castellano, IV).
En política esta seguridad individual ha llevado lógicamente a candidaturas infinitas para puestos que en otros países se consideran vedado propio de los que han dedicado años y estudio a la administración pública. La historia de los pronunciamientos españoles es una prueba clara de que el mando de una división da automáticamente la sensación de que igual puede gobernarse un país. En el fondo, el general que se subleva, no hace más que llevar a la práctica —porque tiene medios para ello— el sueño de la mayoría de los españoles. Gobernar, no para hacer la felicidad de sus súbditos, sino para satisfacer una ambición propia, no tanto para regir como para no ser regidos, no tanto para guiar como para que nadie pueda guiarnos.
(Típicamente «pronunciamiento» ha pasado a otras lenguas. El Time Magazine del 19-1-65 lo utilizaba. Lo curioso del general que ha alcanzado el poder a través de una sublevación es que considera increíble que otro militar intente lo mismo contra la nueva autoridad. Narváez, jefe del gobierno en 1844, advierte severamente al general Zurbano: «Al quebrantar la ordenanza, como yo la he quebrantado en otros tiempos, camina usted derechamente a un abismo sin fondo»).
No es casualidad el que el individualista tenga en España más fuerza que los grandes organizadores. España no da Napoleones o Alejandro Magnos, pero sí Indibil, Mandonio, Cortés, Pizarro, Cabrera, Viriato, Daoíz y Velarde. La Guerra, con mayúscula, presupone una reunión de voluntades que repugnan al carácter español y el guerrero da paso al guerrillero, el de la guerra pequeña con el menor número de hombres posible, agrupados bajo caudillos que luchan muchas veces entre sí aunque tengan objetivos comunes. Un escalón más abajo tenemos al bandido generoso del que el vulgo olvida la crueldad para alegrarse sólo de su desafío a la sociedad y especialmente al gobierno. La leyenda del ladrón que roba al rico para ayudar al pobre es muy posible que haya nacido subconscientemente para tener otra razón de admirar y elogiar al fuera de la ley.
Cuando se dice «España es un país romántico» significa que, en los principios del romanticismo, encontró este país muchos de sus rasgos característicos puestos como modelo literario. El elogio al rebelde en primer lugar (Don Juan es sobre todo esto), al pirata, al soldado sin piedad de los Tercios de Flandes, a la prostituta víctima de una sociedad injusta. El elogio a quien se deja arrastrar antes por la Pasión que por la Razón. El ver en la religión, no un conjunto de leyes que seguir, sino una belleza, estética por un lado y dramática (salvación-condena) por el otro… El culto a la muerte tan entrañado en el alma hispana, etc.
Cuando la sublevación nacional de 1808 contra los franceses, el hecho de que surgieran «Juntas» en cada región se explica por la necesidad de actuar de forma autónoma. Pero es más difícil de comprender —no siendo un español— porque cada Junta quiso titularse «Suprema». No sólo aparte, sino por encima de las demás.
Ya que me siento capaz
escribiré sin reparo…
—Mira no te cueste caro
tu numen acre y mordaz
—No, señor, ¡qué desatino!
¿Acaso hay uno que lea
sátiras que no las crea
hechas contra su vecino?
Pablo de Jerica, 1781-1833.
Hace años tuve ocasión de servir en una oficina militar a la que llegaban numerosos reclutas. Para descongestionar y facilitar la tarea habíamos constituido unas como sucursales a las que se mandaban los mozos ya organizados en grupos. Llamaba yo a quince o veinte, designaba a uno de ellos para dirigirlos y terminaba diciendo:
—Ahora todos ustedes irán con ese señor que he nombrado para que les tomen la filiación. Ya pueden salir. Empezaba la marcha. Y siempre, siempre, se quedaba uno con una sonrisa de mofa hacia el grupo, hacia el «rebaño».
—Pero usted… ¿no ha oído que salieran todos?.
—¡Ah! —decía—. ¿Yo también?
El porqué «él» no estaba incluido en ese «todos», sólo se explica en España.
*
Incluso en algo tan vociferante y colectivo como es el público de una plaza de toros, se da el superindividualista. Cuando el torero va dando la vuelta al ruedo devolviendo prendas y agradeciendo sonriente los aplausos, hay comúnmente un espectador por tendido que, de pie como los demás, nueve su dedo índice de lado a lado, con expresión sombría, mientras repite: «¡No-se-ñor! ¡No-se-ñor!». Luego mira alrededor con aire satisfecho y seguro de sí mismo. A él no le ha engañado la faena destinada a la masa, él sabe muy bien lo que es torear y lo que no es torear. En fin, está encantadoramente solo.
*
En el baile, en el canto, la tendencia al individualismo crece de norte a sur. Por encima de la Mancha, los españoles cantan normalmente a coro y bailan en grupos la muñeira gallega, la sardana catalana, el zorcisco vasco… al sur de Despeñaperros el canto es individual y el baile también. Incluso en las sevillanas bailadas por parejas, cada bailarina levanta los brazos y mueve los pies con personal sello y probablemente les irritaba que alguien dijese que los movimientos eran tan iguales, que no podía distinguírseles. Se dirá que tan españoles son los norteños como los meridionales, y es cierto; pero el baile «español» por excelencia en todo el mundo, el más característico, es el andaluz; por algo será.
Pero hay una organización que necesita, si quiere sobrevivir, romper esa libertad individual. Es el ejército, que sencillamente no podría sacar jamás batallones, regimientos, del independiente español si confiara sólo en él. Para compensar esa tendencia disgregadora, la disciplina de nuestro ejército es de las más severas del mundo, comprendida la alemana del Kaiser y Hitler. Para admitir esta afirmación hay que recordar que el alemán corriente tiene en su vida diaria un espíritu colectivo que le hace adoptar cualquier reglamento como Libro Santo que guía sus pasos. Para ellos el taconazo, el cuadrarse ante un sargento, no representa más que el énfasis un poco mayor de una obediencia para la que han sido acondicionados desde niños. Para un español acostumbrado a derribarse sobre los bancos y apoyarse en las paredes, el estar firmes, inmóviles y sin hablar, es un «choque» psicológico que recuerda toda su vida. Y si notamos cierta rigidez respetuosa al hablar con un campesino u obrero, podemos estar seguros de que la ha adquirido en el servicio militar.
El español, hemos dicho, puede estar por encima de la Sociedad o fuera de ella, pocas veces colaborando con ella. Desde que terminó el respeto al Rey, «que era distinto», los españoles se sintieron incómodos formando parte de una colectividad. Y así, muchos que no tenían medios políticos o económicos para mandar, se negaron a obedecer y declararon la guerra a toda la organización social existente. Eran los anarquistas. No es casualidad —no hay casualidades que duren tanto— que España haya dado los grupos de anarquistas más activos del mundo, hasta el punto de matar a tres presidentes del Consejo, herir a otro y atentar contra el rey tres veces en veinticinco años (1896-1921). Los anarquistas italianos se distinguieron individualmente, pero no llegaron a dominar una sola ciudad. Aquí se calcula que sus dos millones de votos dieron el triunfo al Frente Popular en febrero de 1936. (Los anarquistas habían sido más fieles al individualismo en las elecciones anteriores cuando gritaban «¡Trabajadores, no votéis! ¡El voto es la negación de la personalidad!». Tierra y Libertad, Madrid, 10 de septiembre de 1933). Yo he vivido en un pueblo catalán con régimen anarquista en las primeras semanas de la guerra civil y vi de cerca el establecimiento de sus sistemas. Abolición de moneda, intercambio de productos, quema de iglesias, amor libre… El anarquista es la extrema consecuencia de la Soberbia española, rechazando a la Religión, al Estado y a la Sociedad, entes todos que preconizan normas colectivas de comportamiento. El anarquismo se ha convertido en una agrupación política con reglas y programas, pero yo estoy convencido que lo que llevó a millares de españoles a inscribirse en él, era el sueño de la mayoría de los habitantes de la península: Hacer lo que uno quiera.
«Tenía una gran preocupación por los anarquistas y, según aseguraba, él también lo era, no vagamente anárquico como somos la mayoría de los españoles que no tenemos un buen destino o una cuenta corriente en el Banco, sino del partido anarquista.» (Pío Baroja, Final del siglo XIX y principios del XX, Madrid, 1951, página 318).
Cuando el español se reúne con otros para formar una agrupación política, no hace más que ampliar, obligado por las circunstancias, su «yo» personal, y así el partido es tan vociferante y refractario al compromiso, como lo es cada uno de sus componentes; las reglas del juego democrático, que se supone aceptadas por todos los que concurren a él, son generalmente despreciadas. Antes de las elecciones de 1936, el jefe del partido Socialista Español, el jefe del Bloque Nacional Monárquico, el jefe del Partido Comunista y los Anarquistas, afirmaron en público que respetarían el resultado de las elecciones en caso de victoria, pero nunca —grandes aplausos— en caso de derrota. La incongruencia de esta declaración con la llamada campaña electoral no se le ocurrió a ninguno. A todos, incluso a los enemigos, les pareció lógica, porque es actitud común a todos los extremos españoles. La sublevación de la izquierda en octubre de 1934 fue, la consecuencia de haber perdido las elecciones de 1933. La de la derecha en 1936 se debió a haber sido derrotada en la votación de unos meses antes.
Sólo a la Soberbia, a la gigantesca Soberbia hispánica, puede atribuirse el juicio que de su adversario político hace el español. «Fulano piensa distinto que yo, luego Fulano es un cabrón». Es en vano argumentar que el hecho de que Fulano sostenga principios diferentes y vea el porvenir del país mejor enfocado por sendas de otro tipo, no le hacen automáticamente equivalente al tipo del marido engañado y consentidor. El único consuelo que queda al intermediario es pensar que Fulano tiene la misma enérgica opinión de vuestro interlocutor.
Toda conciencia de colectividad se apoya en la posibilidad de que Uno pueda en su día ser el Otro. En el fondo, las reglas de los individuos que forman una sociedad civilizada están basadas en un egoísmo inteligentemente entendido y ordenado. Es lógico que a mí me impidan hacer lo que quiera a Fulano para que Fulano no tenga el mismo derecho sobre mí. Mi limitación significa su limitación y, refrenándome yo, le refreno a él.
Este razonamiento no existe para la mayoría de los españoles, que materialmente no conciben verse en el puesto ajeno. Reflejado en refranes tan elegantes como «El que venga detrás, que se jorobe» (eufemismo), el español tiende a considerar cada ocasión de su vida como total, definitiva e irreversible. Por ejemplo, sólo el temor de la multa impide al conductor el natural impulso de dejar su coche bloqueando la salida de otro. Ya esperarán hasta que él yuelva. La posibilidad de que el caso sea contrario, es decir, que el coche acorralado sea el suyo, no se le ocurre. El chófer del camión que abandona en mitad de la carretera la piedra que le sirvió para calzarlo: ¿piensa jamás que pueda él ir conduciendo el coche siguiente?
Viendo, por ejemplo, al automovilista gritar iracundo al peatón porque no se apresura a dejarle el paso no puedo por menos de preguntarme: ¿Se le ocurrirá a ese conductor que en este mismo momento otra persona al volante le está gritando a su mujer, a su hermana, a su hijo pequeño? Como en el caso del piropo (véase Lujuria), me imagino que es incapaz de desplazar así su propia experiencia.
Llama uno a cualquier número de teléfono y —humanamente— se equivoca. En el noventa por ciento de los casos el individuo del otro lado dirá: «¡Aquí no es!». Y colgará dejándole en la duda de si ha marcado usted mal o el número de teléfono ha cambiado de dueño con la consiguiente molestia. Si pregunta: «¿Dónde es ahí?», le contestará: «¿A usted qué le importa?». Es evidente que al señor o señora que responde tan abruptamente no se le ha ocurrido nunca imaginar que podría suceder al revés, que el error fuera suyo y la respuesta antipática del otro. ¿Cómo va a equivocarse «Él»?
Sin embargo, este mismo español o española hará mil gestiones para ayudar a alguien conocido o «de quien sea amigo». Porque se trata de alguien concreto, no un ser vago, amorfo, parte de la Sociedad que da derechos y exige deberes.
Pero aun así siempre será con la presencia, con el trato directo. Por ejemplo, el español contesta pocas cartas y lo explica diciendo: «No tenía mucho que contarte». Es decir, el cometido tenía que llenarle a «él». El hecho de que el otro espere impaciente la respuesta no parece preocuparle demasiado.
El español considera las relaciones humanas como una prolongación de su propia personalidad. Cuanto más lejano esté el otro de ella, menos interés despierta. Quien esté cerca, física, moral o familiarmente entra automáticamente a formar parte de ese círculo mágico y es, por tanto, bien considerado y cordialmente tratado. Si vive fuera, no tiene valor ninguno, prácticamente no existe. De ello procede la estrecha unión entre los miembros de la familia española. Los ancianos de la misma viven con hijos y nietos y se da poco el caso, corriente en otras sociedades más ricas, de llevarlos a una residencia para viejos «donde estarán mejor».
Esto explica lo que para muchos extranjeros es un enigma. La increíble diferencia entre la cortesía del español visto en una reunión y la que muestra en la calle. El mismo individuo que se inclina galantemente a besar las manos de las señoras, que se levanta apenas entra alguien, que ofrece su casa, que se desvive por atender y complacer, resulta fuera un ser cerrado y egoísta que trata a los demás que comparten el mundo como enemigos. Choca a menudo sin pedir perdón. Si en el Metro se lamenta alguien de que está apretado, le dirá que «¡Tome un taxi!»; adelanta otro coche por la parte prohibida a riesgo de matarse, insulta y es insultado. Todos los hombres son sus enemigos e incluso las mujeres al volante oyen del «caballero» anterior malevolentes alusiones a su capacidad mecánica. A veces ocurre que, tras uno de esos incidentes en que se suelta la palabra malsonante, los protagonistas se reconocen y, como por arte de magia, surge la sonrisa, el grito amable…
«¡Pero hombre, si eres tú! ¡Haberlo dicho!». Ya está en el círculo mágico, ya es un amigo. Al desconocido no se le podía perdonar nada, ni siquiera la equivocación de buena fe; al amigo se le perdona todo. Para eso es amigo, ¡caramba!
El inglés dice que su casa es un castillo. Se refiere a sus derechos individuales frente al gobierno. El español considera también su casa un castillo, pero frente a todo el mundo, un castillo erizado de cañones, rodeado por profundos fosos. Por ello no da fácilmente su nombre ni su dirección. Cuando en los últimos tiempos, siguiendo la costumbre norteamericana, veo en las oficinas de los Bancos un cartel con el nombre del empleado, pienso que la nueva medida habrá sido acogida con disgusto y recelo. Al menos en mi experiencia, cada vez que tras unos minutos de charla intentaba enterarme del nombre del interlocutor para futuras gestiones, recibía la misma vaga respuesta: «No es necesario… llame usted y ya le contestarán».
Y si no le gusta dar su nombre, ¿cómo va a dar algo más íntimo que es su personalidad? Obsérvese la falta de Autobiografías o de Cartas de Amor en la literatura española. El español, que llevó por tantos años una capa para ocultar los remiendos del pantalón, no va a desnudarse espiritualmente ante gente desconocida. (Tampoco el clima político de que disfruta generalmente el país permite contar francamente la «circunstancia» de uno, que era quizá muy distinta y, por tanto, hoy peligrosamente pasada de moda, hace unos lustros. El hecho, sin embargo, se remonta a mucho más lejos).
Los juicios de los españoles sobre sus semejantes son eminentemente subjetivos, al margen de conceptos generales. Una persona aquí puede ser un malvado, pero si es simpático, si «cae bien», es mucho más aceptado en sociedad que el bueno, pero soso. Si se les recuerda las condiciones morales del individuo en cuestión, se contesta con una sonrisa: «Bueno, hay que conocerle… Él es así», palabras que cancelan irremediablemente cualquier otra observación. Por el contrario, un Premio Nóbel puede resultar un «pesado», adjetivo concluyente con que un español elimina de la vida civil a otro sin importarle méritos o inteligencia.
A todo español le hace gracia leer la respuesta de la obra de Valle-Inclán: «Los españoles nos dividimos en dos grandes bandos; en uno el marqués de Bradomín, en el otro todos los demás». Ningún lector se coloca entre «todos los demás», claro. Igualmente, la frase dramática más recordada de nuestro tesoro literario: «España y yo somos así, señora», de Marquina, se recuerda más por el Yo que por la España.
Cuando la sociedad ayuda mínimamente a razonar esa soberbia, las consecuencias son extremas. Por eso el escritor español que ve un par de veces su nombre en el periódico, se remonta en la Vanidad a extremos que le obligan —porque nadie es alto en España si no hay alguien más bajo— a despreciar a todos los demás. Hablar con cada uno de los escritores españoles, lleva a la ingrata deducción que no existe uno bueno, ya que uno de ellos ha destrozado verbalmente a todos sus rivales (ver Envidia).
«Estaba un enjambre de treinta y dos pretendientes de un mismo oficio aguardando al señor que había de proveerle. Cada uno hallaba en sí tantos méritos como faltas en todos los demás. Cada uno decía de sí que eran locos y desvergonzados los otros en pretender lo que merecía él solo. Mirábanse con un odio infernal, tenían los corazones rellenos de víboras, preveníanse afrentosas infamias para calumniarse…
»Los quebrantahuesos que veían se dilataba su despacho, se carcomían considerando que el oficio era uno y ellos muchos. Atollábaseles la aritmética en decir: "Un oficio entre treinta y dos, ¿a cómo les cabe?" y restaban: "Recibir uno y pagar treinta y dos no puede ser"; y todos se hacían el UNO y encajaban a los otros el NO PUÉDE SER.» (Quevedo, F. de: La hora de todos y la fortuna con seso, c. XXL).
Cuando don Miguel de Unamuno fue a ver a Alfonso XIII para agradecerle una condecoración advirtió que se la merecía. El rey sonrió exclamando: «¡Otros condecorados dicen siempre que no se la merecen!». «Y tienen razón», contestó Unamuno.
El «póngase usted en su lugar» es una frase sin sentido para el español, porque éste jamás se pone en el lugar del otro. ¿Para qué va a hacerlo? No se encontraría.
Entran en un cine unas señoras o una pareja. Entran tarde porque la puntualidad no es un defecto español[5]. Ha empezado ya la película y, taconeando por el pasillo central, los recién llegados comentan en voz alta las escenas que aparecen en la pantalla: obsérvese bien: no es que intenten molestar a la gente que está ya sentada atenta a lo que ocurre en el lienzo. Es que la ignoran. Es que entre la película y ellos se ha establecido una comunicación inmediata, que en ninguna manera matiza la sociedad que les rodea, pero que no existe. El hombre que siente un deseo, se pregunta casi automáticamente hasta qué punto éste podrá hacerse efectivo teniendo en cuenta a los demás. Esta observación no se le ocurre al español.
Pero pronto surgen unos siseos del público sacado de su atención por esos comentarios en alta voz. Los recién llegados miran a su alrededor, murmuran unas palabras de disgusto ante «la mala educación de la gente» y se sientan… Pasan unos minutos, sus ojos se prenden de lo que ocurre en la pantalla, sus bocas están cerradas. De pronto entra otro grupo por el pasillo central. Llegan taconeando, comentando en alta voz lo que aparece en la película. Arrancados de su estupor, la pareja de antes se vuelve al mismo tiempo, sus labios se fruncen: «¡Pssss!, ¡qué barbaridad!, ¡hombre!, ¡qué falta de consideración a los demás!».
Es una observación al alcance de cualquiera y sin más explicación lógica que recordar que el español vive siempre en tiempo presente y con su Yo a cuestas. Cualquier parecido entre la situación en que se encuentra ahora y la de hace unos minutos, es pura coincidencia. ¿Cómo va a ser lo mismo ellos que nosotros?
(España es el único país en que un político, Antonio Maura, puede decir en público como lema y bandera de su grupo que: «Nosotros somos nosotros» sin que la gente pensara que eso era una bobada).
Cuando el conductor de un coche situado en quinta posición ve aparecer en el semáforo la luz verde, oprime automáticamente el claxon. Es la reacción sujeto-objeto a que me he referido antes. El verde le autoriza a pasar, luego él tiene que pasar. El hecho de que su principio ideal tenga que afrontar la realidad de otros cuatro automóviles que están delante y que no pueden volatilizarse en una décima de segundo para que él salga a toda velocidad no basta a detener su impulso. ¡La luz verde! ¡Me toca a mí! ¡Fuera todos esos desgraciados!
Ese mundo cerrado en que el español en general vive se puede notar en mil detalles de la vida diaria, incluso en los más superficiales. Por ejemplo, va uno caminando por una acera y de pronto —atracción de un escaparate, recuerdo súbito de algo que tiene que hacer— cambia de rumbo y cruza diagonal-mente hacia la derecha o hacia la izquierda. En cualquier lugar del mundo al que esto intenta, se le ocurre que está entrando en la trayectoria de otro ciudadano que hasta entonces iba paralelo a él. El español —como en el caso del cine— no deja que entre sujeto y objeto se interponga la barrera de la sociedad… Cruza imperturbable, obligando a detenerse a los que de pronto le ven aparecer. Algunas veces, he fingido no darme cuenta y he tropezado con el intruso. La mirada que me ha lanzado ha sido de extrañada molestia: «¡Pero, hombre!, ¿qué le ocurre?, ¿es que no ve?». Lo torcido resultaba derecho, lo irregular corriente… si él cambiaba de ruta, esa dirección era la que debía tomar y no otra. Y exactamente la misma teoría mantiene el que conduce su automóvil por las calles españolas que a veces, máxima concesión, saca una mano en el momento de torcer el volante, mano a la que evidentemente atribuye el poder taumatúrgico de Moisés separando las aguas del Mar Rojo.
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El español utiliza tan a menudo los adjetivos que acaba gastándolos en salvas y haciéndoles perder su auténtica significación. La palabra amigo, por ejemplo, es tan usada que cuando se quiere uno referir a un amigo de verdad, tiene que usar «amiguísimo» o «íntimo amigo mío». Los nombres corrientes llega un momento en que no representan nada y para precisar hay que repetirlos. Por eso hoy en España se habla del café-café, que significa sencillamente café bueno en contra del café pronunciado una sola vez, que es malo. Igual se habla del toro-toro cuando ese animal alcanza las características de bravura que sería lógico tuvieran todos los toros de lidia.
En otros casos la exageración con que el español habla, hace que la auténtica interpretación se descubra sólo al repetir la palabra. Por ejemplo: «Fulano está loco»…, sólo significa que hace cosas con las que no está de acuerdo el que habla. Teniendo en cuenta que el que habla siempre es sensato, inteligente y cuerdo, lo del otro es desvariar. Ahora bien, si se quiere advertir que Fulano es realmente un caso psicopático habrá que insistir: «Fulano está loco, pero no loco… sino ¡loco-loco»!.
La exageración sirve al español para afianzar sus razones multiplicando las pruebas favorables por mil y dividiendo las contrarias en la misma proporción. Cuando fray Bartolomé de las Casas quería demostrar la crueldad de los españoles en las Indias no mencionaba datos precisos que hubieran bastado para su tesis. No. Los indígenas asesinados en una isla alcanzan fácilmente las decenas de millares aunque en la isla quepan sólo decenas de centenares. Y es que como siempre en España, para el sacerdote escritor el hecho abstracto debe subordinarse a un principio concreto y a una voluntad humana. Para el español SU Verdad tiene un valor mucho más grande que La Verdad, aunque ésta se escriba con mayúscula.
El sentido de la exageración aumenta de norte a sur, con los andaluces como maestros indiscutibles. «Si no vamos a poder exagerar un poquillo», dijo un sevillano cuando alguien le hizo notar la imposibilidad de meter las cinco mil personas por él mencionadas en un teatro en que cabían mil. El buen andaluz se negaba a dejarse esclavizar por la aritmética o por la geometría.
La tradición es antigua. Al Juzani (siglo IX) cuenta que Al Habid ben Ziyab, famoso juez de Córdoba, interrogó a un testigo: «¿Desde cuándo conoces tú ese asunto?». El testigo contestó: «¡Oh, mucho!, desde hace cien años». «¿Cuántos años tienes?». «Sesenta». «Y ¿conoces ese asunto desde hace cien años?, ¿te figuras que lo conociste cuarenta años antes de nacer?». «Eso —contestó el testigo— lo he dicho como comparanza, es un decir». «En las declaraciones de testigos —contestó el juez— no deben emplearse figuras retóricas». Y mandó azotar al testigo, recordando que otro juez, Ibrahim ben Asim, había hecho crucificar a un hombre porque varios dijeron que «era tan malo que merecía que lo mataran»; luego resultó que ese desahogo no significaba que le tocara tal castigo ni mucho menos. (Ver Ira. Sánchez Albornoz. La España musulmana, 1-199).
En los dos casos, los jueces eran andaluces excepcionales. Hoy en Sevilla, Córdoba y Málaga se puede hablar así sin consecuencias tan graves porque, a la misma velocidad con que se aumenta, el que escucha, automáticamente, resta… Si un magistrado oye en un juicio que alguien asegura conocer el asunto «desde hace cien años» interpreta sin esfuerzos: «Hace bastante…».