De la misma forma que los españoles se hacen los trajes a medida porque la apariencia es lo más importante de su vida, crean una religión ajustada a su personalidad. Se establece así una relación directa entre Dios y el español, que, después de ello, no necesita que le aclaren ni le expliquen nada teólogos u obispos. En la cúspide de esa posición espiritual están, naturalmente, los místicos, que encontraban a Dios en su propio corazón sin sacerdotes intermediarios (lo más difícil para la Inquisición española era distinguir entre los auténticos santos y los iluminados de dudosa catadura moral, porque todos tenían la misma pretensión: hilo particular con las altas esferas).
Porque este hilo directo está al alcance de cualquier español, sea cual fuere su categoría intelectual o moral.
«¿Imagináis que hay más de un Dios,
uno para mí y otro para vos?».
Pues sí, en general esto es lo que el español cree. Un Dios propio al que hablarle de tú a tú, pedirle favores y firmar contratos.
Al cielo subí,
hice escritura con Dios,
que el día que tú te mueras
me tengo que morir yo.
La religión envuelve al español desde su cuna, y sus alturas teológicas se aplican a elementos de la vida diaria. Por ejemplo:
Yo te quiero más que a Dios,
¡mira qué palabra he dicho,
merezco la Inquisición!
El final es medio en broma, medio en serio. La conciencia le reprocha una comparación que en otro lugar sería sacrílega. En España basta cubrirse con una observación irónica:
Te quisiera comparar…,
pero no, que me condeno,
con la Virgen del Pilar:
eres un poquito menos.
Las esferas religiosas sirven para justificar las pasiones humanas, que, para el español, resultan más importantes. Bécquer, el más fino de nuestros poetas románticos, lo había dicho ya:
Hoy el cielo y la tierra me sonríen…
Hoy brilla en el fondo de mi alma el sol…
Hoy la he visto, la he visto y me ha mirado…
¡Hoy creo en Dios!
Repetirá la copla anónima:
Es tanto lo que te quiero
y lo que te quiero es tanto,
que el día que no te veo
no le rezo a ningún santo.
Ese matiz religioso subordinado a la mujer no puede ser coartado por la simple prohibición de los ministros del Señor:
El confesor me dice
que no te quiera
y yo le digo:
¡ay, padre!, si usted la viera.
… Y si hace falta se llegará a la ruptura total con la paz del alma…
Por ti me olvidé de Dios,
por ti la gloria perdí,
y ahora me voy a quedar
sin Dios, sin gloria y sin ti.
Pero esto es excepcional. El español en general no cree necesaria esta alternativa por mucho que peque…
«No hay puta ni ladrón que no tenga su devoción».
Ya explicó Cervantes, en el segundo caso, que eso no era incompatible:
—«¿Es vuesa merced por ventura ladrón?
—Sí —respondió él—, para servir a Dios y a las buenas gentes… Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la buena gente.
A lo cual respondió el mozo:
—Señor, yo no me meto en tologías (teologías); lo que es que cada uno en su oficio puede alabar a Dios y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus ahijados… El tiene ordenado que de lo que hurtáremos demos alguna cosa o limosna para el aceite de la lámpara de una imagen muy devota que está en esta ciudad, y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena obra; porque los días pasados dieron tres ansias (tormentos) a un cuatrero que había murciado (robado) dos roznos (asnos) y con estar flaco y cuartanario, así las sufrió sin cantar como si fueran nada; y esto atribuimos los del arte a su buena devoción porque sus fuerzas no eran bastantes para sufrir el primer desconcierto del verdugo».
(Cervantes: Rinconete y Cortadillo).
La prostituta española lleva medallas aun durante su trabajo y el párroco de iglesias situadas en barrios de mala fama está cansado de ver a mujeres rezando a Dios, antes de «hacer la carrera», para que proteja su negocio. Esta incongruencia hizo que Richard Wright, el novelista negro americano, titulara su libro sobre nuestro país Pagan Spain, pero erró el adjetivo. No es que los objetos religiosos sean amuletos y fetiches sin una verdadera fe que los mantenga. La fe de la prostituta es mucho más grande que la de los demás mortales, porque no sólo se basa en la misericordia de Dios, sino en su comprensión. Atención, sin embargo. Esta comprensión no es general; la prostituta no cree que todas las de su profesión serán perdonadas por sus pecados…; todas no, pero ella sí. ¿Por qué precisamente ella? Porque —y ésta es respuesta que he oído muchas veces— Dios sabe la razón de su comportamiento y que no tiene más remedio que seguir por este camino. Se ha establecido, pues, una especie de convenio. Mientras las circunstancias sigan así, ella pecará y Dios asentirá compasivo. Su caso es especial, interesante y único. «Si bien o mal vivo —dice la Celestina—, Dios es el testigo de mi razón.»[1]
(Todas las rameras españolas creen que su caso está mezclado con tan fabulosas muestras de lo extraordinario, que daría tema para una narración literaria. Esta seguridad que ha oído todo el que escribe: «Si te contara mi vida, ¡qué novela podrías hacer!», está basada en la Soberbia por dos lados: a) el caso es único; b) tiene que serlo porque sólo tan asombrosas circunstancias pueden explicar la caída, algo así como si la muchacha fuera una víctima de lo cósmico).
Sí; el español mira a Dios cara a cara, como a un igual. Las promesas a que tan dados son nuestros compatriotas tienen siempre un aire de toma y daca que sólo se concibe entre pares. «Tú me curas a mi hija y yo te doy dinero para cien misas o voy de rodillas de tal sitio a tal otro». El más representativo de los españoles, el Don Juan Tenorio de Zorrilla, concede al cielo una oportunidad de cumplir con él. En el momento en que él ha decidido cambiar de vida, todo debe de estar dispuesto para acogerle y aceptarle. Cuando, con lógico recelo ante su pasado, Don Gonzalo le niega la hija y Don Luis se mofa de su humillación, Don Juan los despacha a ambos con la conciencia tranquila porque, como explica luego…:
llamé al cielo y no me oyó
y, pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, no yo.
Cuando el español se ha hecho su composición de lugar no acepta cambiarla (véase Pereza), aun cuando quien lo intente tenga evidente derecho para ello. Forma parte ya del folklore español la historia de aquellas familias navarras que, cuando el papa León XIII promulgó la bula De rerum novarum, reaccionaron ante esa declaración «izquierdista» rezando todas las noches «por la conversión del papa». Más tarde, durante la última guerra mundial, una amiga mía oyó a una señora reaccionar indignada ante la noticia de que se había suprimido el ayuno y abstinencia como medida temporal por causa de la guerra. «Pues yo seguiré ayunando —respondió iracunda—; si el papa se quiere condenar, que se condene».
Porque el español tiene cada uno a su papa, imagen que resulta ya el original y no la copia. Cuando lo que hace el pontífice no se ajusta con la idea personal que tenemos de él, lo que está mal no es el espejo, sino la figura, que no debe ser así. La frase «más papista que el papa» sólo podía nacer en España.
Las nuevas doctrinas tras el Concilio Ecuménico han provocado reacciones parecidas. Mingote las satirizó en una caricatura donde una vieja beata decía a otra: «Digan lo que digan, al cielo seguiremos yendo los mismos de siempre».
En el fondo, quizá por la reacción contra cualquier mando implícita en el español, la devoción al Pontífice se ha mantenido durante siglos mezclada con un cierto placer en contrariarle. Los historiadores de derechas cuentan sin excesiva angustia algo tan oficialmente contrario a nuestra posición vital como el «saco de Roma» en 1527 y comentan irónicamente la imposibilidad en que el papa se vio de prohibir en España las corridas de toros.
*
Cuando el español va a la iglesia se considera en su casa, no en la de Dios.
A nuestro católico de la Edad Media le parece muy natural, por ejemplo, que una señora de bella presencia baste a distraer a todo el mundo, empezando por el oficiante:
En Sevilla está una ermita cual dicen de San Simón
a donde todas las damas iban a hacer oración.
Allá va la mi señora sobre todas la mejor
[…] a la entrada de la ermita relumbrando como un sol.
El abad que dice la misa, no la puede decir, no,
monacillos que le ayudan no aciertan responder, no,
por decir, amén, amén, decían amor, amor.
(La ermita de San Simón, Menéndez Pelayo, OC VIII-298 J.
La Celestina, vieja alcahueta, entra en la iglesia como en su oficina. Los sacerdotes son sus clientes. «De media legua que me viesen dejaban las Horas (libro de). Uno a uno, dos a dos venían adonde yo estaba… a preguntarme cada uno por la suya. Que hombre había que, estando diciendo misa, en viéndome entrar se turbaba; que no hacía ni decía cosa a derechas …» (La Celestina. Acto IX).
Y en el XVII es lógico que coqueteen en la casa de Dios hombre y mujer, entre otras cosas porque es el único sitio donde pueden verse.
GINÉS: Ya vuesarcé no se acuerda de aquel pobre caballero que el otro día en la iglesia le bebió dos dedos de agua a la pila, porque en ella metió vuesarcé un dedo y suaced dijo: ¿Pudiera en una taza del Prado hacerse mayor fineza?
(Lope de Vega, Quien todo lo quiere).
Los autores del XVII sitúan a menudo su trama amorosa en las cercanías de la iglesia. Años después los moralistas seguían quejándose de que las iglesias son «casas de conversación», y aún hoy el extranjero católico se aterra ante la familiaridad con que se actúa en ellas, desde el saludo en voz alta a la distracción y al intercambio de miradas. El español encuentra larguísimo todo acto en que no tiene intervención ninguna y en ningún lugar del mundo hay misas tan cortas como en la católica España. Por si fuera todavía demasiado extensa, los españoles acostumbran a iniciar la estampida antes de terminar, y el rumor de sillas y el rozar de pies del público es acompañamiento obligado de las últimas oraciones.
… Hablamos, naturalmente, de los españoles que van a misa. Para muchos la iglesia es un lugar «hasta el que ir» los domingos y fiestas de guardar, y en los pueblos españoles es típica la imagen de los mozos a la puerta del templo mientras sus mujeres y los niños están dentro.
«Mozo sermonero
o no tiene novia o no tiene dinero».
Los españoles, he pensado muchas veces al notar el porcentaje que asiste al culto, son más capaces de morir defendiendo la puerta de una iglesia que de entrar en ella. Les gusta que esté allí, es una especie de reserva metafísica para cuando haga falta —hay pocos españoles que no pidan confesor al sentirse cerca del fin—, pero no acuden en la proporción que sería lógica en un país que se ha pasado siglos matando y dejándose matar para conseguir que flamencos, alemanes, indios americanos y filipinos abrazasen la única religión posible, es decir, la católica.
Efectivamente, una estadística reciente publicada en la «Guía de la Iglesia» ofrecía unas cifras de asistencia española a los templos que, aun variando mucho de provincia a provincia (82 por 100 en Avila, 18 por 100 en Lérida), daba una media nacional, aproximada, de un 50 por 100. La deducción sería más pesimista si de los feligreses rebajáramos los que van a la iglesia como obligación social, pero esa limitación podría aplicarse a todas las iglesias del mundo. Lo impresionante en este caso es que en la Católica España, brazo de la religión contra el hereje y el mahometano durante siglos y con una mínima representación protestante o judía, sea devoto sólo la mitad del pueblo.
En el recelo del español ante la religión —realmente entendida y seguida— interviene en gran parte la repugnancia ante la confesión, porque confesarse significa, ante todo, un acto de humildad absolutamente en desacuerdo con nuestra idiosincrasia. El hecho no es nuevo. Ya en el XVI se quejaban del que cree que su nacimiento le pone por encima de esas obligaciones… «Hinca la rodilla como ballestero, persígnase a la media vuelta, que no sabréis si hace cruz o garabato, y comienza a dar de dedo y a desgarrar pecados que hace temblar las paredes de la celda con ellos: y si el confesor se los afea, sale con mil bellaquerías y dice que un hombre, de sus prendas no ha de vivir como vive el fraile y parécele que todo le está bien. Y al fin sálese tan seco… como entró y el desventurado muy contento, como si Dios tuviese en cuenta que desciende de los godos.» (Malón de Chaide. La conversión de la Magdalena, Clásicos Castellanos, p. 104). Y, en fin, de la confianza con que los españoles tratan a la iglesia da fe el cartel que se ve hoy todavía y en el que… «Se ruega no escupir por respeto al lugar sagrado».
Por católico que sea el español, siempre repugna dar a otro lo que más aprecia, la intimidad del hogar. Muchas violentas y graves discusiones de alcoba obedecen al disgusto con que el marido ve su vida conyugal reglamentada, o al menos aconsejada, por el confesor de su mujer[2]. Es probablemente el único reparo para su general aceptación de una situación en la que hay muchas ventajas. Primero, una amplia posibilidad de salvarse… Como siempre, el español ha adaptado sentencia general a su propia necesidad y sentido de la vida. La frase es:
«un punto de contrición da al alma la salvación»,
y la toma como un cheque en blanco que en cualquier momento puede completarse con fecha de muerte y cantidad de pecados.
«¡Qué largo me lo fiáis!», decía el «don Juan» de Tirso a quien le advertía que «hay Dios y hay muerte». Claro que hay un término a esto, pero falta mucho. ¿Cuánto? Todo lo que convenga, porque el español adapta siempre las leyes a su personalidad y nunca lo contrario. Vistas así las cosas, este particular catolicismo permite una total libertad, contando siempre con la caridad de Dios y su capacidad de perdón. Para asegurarse más, el español ha engrandecido la figura de la Virgen como mediadora entre el pecador y su juez, una especie de abogado que en el último momento intercede de la misma forma que se hace en los ministerios: «Por ese señor haz lo que puedas porque, aunque quizá no tenga razón, es muy amigo mío».
Ya en los Milagros de Nuestra Señora, del poeta medieval Gonzalo de Berceo, un clérigo borracho y perdido, pero que encontraba en su disipación tiempo de rezar a la Virgen, es salvado por ésta del demonio, en forma de león, a fin de que tenga tiempo de arrepentirse. En el siglo XI X Zorrilla nos dará en una leyenda a Margarita la Tornera, que pide perdón a la Virgen antes de abandonar el convento, engañada por un seductor. Cuando abandonada por él y arrepentida vuelve al convento, encuentra como tornera a una muchacha igual que ella. La Virgen había tomado su puesto para que nadie notara la ausencia de la pecadora. ¿Cuál será aquí la moraleja?
En segundo lugar, el español gusta de la religión porque ésta representa una garantía de su fama. Me refiero a la actuación de esposas, hermanas e hijas. Muchos españoles que no van a la iglesia más que para cumplir, ven con placer a las mujeres de su familia acercándose a la comunión porque saben por experiencia que el temor a confesar luego su pecado es la mayor barrera de la mujer española ante la tentación. (Salvar esta barrera es parte de la emoción de la conquista, y sin ella la cosa pierde gracia. Como decía aquel español molesto ante la indiferencia religiosa de una sueca en relación con el hecho sexual: «Yo, la verdad, si no se condenan no me divierto»).
*
Unida con la Soberbia está la exhibición religiosa. Procesiones como la de Semana Santa en diversas ciudades españolas, no serían posible sin la demostración de poder y lujo por parte de los que en ella actúan y desfilan. «¡Hay que ver, cómo llevamos a "nuestra" Virgen, a "nuestro" Cristo!». Claro está que siempre se trata de algo propio y esta imagen nuestra es siempre «mejor» y hace más milagros que aquélla. Explicarle a un extranjero por qué la Macarena es más guapa y más milagrera que la Virgen de los Siete Dolores es algo realmente difícil y hay que referirse vagamente a la tradición y a la originalidad de nuestro pueblo.
En unas memorias del siglo XVII cuenta el protagonista que su enemigo derribado le gritó: «No me mates, por la Virgen del Carmen». Y él contestó: «Has tenido suerte…, has nombrado a mi Virgen y eso te salva. Si apelas a otra no sales vivo».
Hasta el siglo XVIII ha habido en las procesiones españolas disciplinantes que se golpeaban rítmicamente las espaldas con una bola de cera al cabo de un cordel, bola de cera cuyos alfileres y trocitos de cristal incrustados desgarraban las carnes. Oficialmente era un deseo cristiano de sufrir por el Señor, ya que Él había sufrido por nosotros. Pero, viajeros e indígenas que escribieron sobre ello, notaron que la presunta tortura era una exhibición de virilidad puesta de manifiesto por el cuidado que tenían los penitentes de que las damas de sus pensamientos vieran de cerca la acción y aun fuesen salpicadas con la generosa sangre de su héroe.
La familiaridad de los españoles con la religión deja estupefactos a muchos extranjeros. Para empezar, el segundo mandamiento «no emplearás el nombre de Dios en vano» parece totalmente inútil al católico español, que casi nunca lo emplea de otra forma. «¡Dios mío!», se dice tan a menudo cuando el delantero ha fallado el tiro a puerta como para reclamar la ayuda divina en un momento realmente angustioso. El «Dios lo quiera» se emplea tanto para cosas dignas como indignas y en realidad es una muletilla más como «Vaya con Dios», «Dios te ayude», «Dios te proteja». Casi todos son heredados de la costumbre de los musulmanes y algunos han pasado con el mismo sonido. «Ojalá», por ejemplo, es sencillamente Aj-Alá o «quiéralo Dios», en lengua árabe. «Olé» dicho en los toros cuando el pase ha salido bien es otra invocación parecida: «wa-al.lá», o sea, «¡oh Dios!».
Pero la confianza llega a más y los españoles usan la nomenclatura de la religión para las más profanas de las situaciones. Por ejemplo, uno de los pases de la corrida de toros se llama «Verónica»; el nombre nació porque la capa extendida ante la cabeza del toro le recordó a alguien el momento bíblico en que la Verónica pasa amorosamente su lienzo por el rostro sudoroso y sangriento del Salvador, quedándose impresa la Santa Faz en el pañuelo. Al más católico de los españoles le parece muy normal citar las dos o tres verónicas, rematadas con media, que le dio el Fulanito al tercer toro de la tarde (que si es suave le recuerda a «una hermanita de la Caridad»).
Una exclamación de sorpresa o una bofetada es «Ostia», quien persigue o entristece a uno «le lleva por la calle de la Amargura».
Si hay un alboroto se explica que «se armó la de Dios es Cristo» (nada menos que un problema histórico-teológico, aplicado quizás a una riña de vecinos); cuando alguien viste de forma que no está de acuerdo con la estética o con su posición social le sienta aquello «como a un Cristo dos pistolas»; las alternativas de la suerte se mencionan como un «A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga»; la confianza absoluta en alguien se ironiza con una «Fíate de la Virgen y no corras»; la relación de dos individuos de dudosa categoría moral se explica porque «Dios los cría y ellos se juntan…». «Dios nos coja confesados» empezó siendo un deseo de que la muerte alcanzase al español en pureza de alma, hoy se aplica a la posibilidad de no estar preparado para cualquier acontecimiento. Una dificultad se define con un «Eso no hay Dios que lo arregle»; quien tiene suerte «Habló con Dios»; un sitio lejano está situado «Donde Cristo dio las tres voces». Hay quien, ante un apuro, mira tristemente al cielo y grita «¡Manolo, baja!», usando el familiar diminutivo para Jesús-Emmanuel.
Y no hablemos ya de la irreverencia concreta y clara. Ante una imagen de un santo en madera puede decirse «¿A mí con eso, que te conocí cerezo?», y esperar el regalo divino sin moverse, es decir, sin hacer nada para acercarse a Él: «Si Dios me quiere hacer bien ya sabe dónde me tiene»; también puédese hacer juegos de palabras entre la Divinidad y la bebida:
Jesucristo ¿por quién vino?,
por todos vino.
¿San Juan vino por aquí?,
por aquí vino.
Esta familiaridad con la Iglesia es tan grande que no ha podido cambiarla el triunfo, en la guerra civil española, de las derechas; ello significó la prohibición de cualquier publicación que atacara los principios de la Iglesia Católica, hiciera burla de los ministros de su culto o los presentara a una luz desagradable. Durante veinticinco años no se ha podido publicar una obra que estuviera en el Indice de Libros Prohibidos de Roma.
Y, sin embargo, durante todo ese tiempo a últimos de octubre y primeros de noviembre los españoles se han aglomerado para ver una obra que se titula Don Juan Tenorio, en la que el protagonista recuerda desde el principio que:
[…] ni reconocí sagrado
ni hubo ocasión ni lugar
por mi audacia respetado;
ni en distinguir me he parado
al clérigo del seglar (1-12).
Por otra parte, don Luis se vanagloria de haber robado el tesoro de un obispo y haber matado de un tiro a un Provincial jerónimo.
Por si lo que se dice fuera poco, llegan luego los hechos. Don Juan asalta el convento y rapta a una novicia. La abadesa queda burlada y encima se oye insultar por el Comendador:
—¿Dónde vais, Comendador?
—¡Imbécil, tras de mi honor que os roban
a vos de aquí! (II1-9).
Aún podría considerarse esto normal en una España oficialmente católica si Don Juan recibiese al fin su merecido con la condena eterna. Pero no; es demasiado simpático para que esto ocurra. Mientras el don Juan de Tirso (como el de Moliere) va al infierno en castigo de su vida escandalosa (aunque el personaje de Tirso no haya raptado a ninguna novicia), el de Zorrilla se salva por la intercesión de su amada. El mismo autor se dio cuenta que el final era un poco extraño, teológicamente hablando, y hace explicar a doña Inés:
Yo mi alma he dado por ti
y Dios te otorga por mí
tu dudosa salvación.
Misterio es que en comprensión
no cabe de criatura;
y sólo en vida más pura
los justos comprenderán
que el amor salvó a don Juan
al pie de la sepultura.
(Escena penúltima).
Los españoles salen muy optimistas del teatro. Se ha confirmado su idea de que siempre se está a tiempo de arrepentirse.
Si a un español algo sofisticado se le pregunta por La hermana San Sulpicio sonríe con desprecio: «Es una novela rosa…, la lee mi hermana que tiene quince años». Desde que se publicó ha sido considerada obra que puede ponerse en manos de cualquier muchachita que asista a un colegio religioso. Y, sin embargo, es la historia de una monja —no ya novicia— a la que enamora un caballero. La hermana San Sulpicio, alegre hasta bailar sevillanas, ¡con el hábito!, se deja convencer por el gallego Ceferino Sanjurjo y contra la voluntad de la Iglesia y de la de su madre vuelve a la vida seglar y acaba casándose con él. Sale también en la novela un clérigo con aire egoísta y malvado.
El autor de la obra, don Armando Palacio Valdés, está considerado un escritor de derechas o al menos conservador. Su obra no implica ninguna tesis contra la Iglesia española. Es sencillamente un ejemplo más de la forma confianzuda con que es tratada ésta por la mayoría de los españoles.
La seguridad, el hilo directo, a que me refería antes, produce en muchos españoles la sensación de que están llevando con el cielo una conversación particular y privada, dicho de otra manera, que el Señor lo deja todo para atenderlos. De esta manera de pensar nace la historieta que me contaron en Madrid y que creo imposible en otros países. Un señor elegante coincide ante el Cristo de Medinaceli —venerada imagen— con un pobre hombre mal vestido y con cara de hambre. Ambos están visiblemente preocupados, obsesionados con su necesidad, y, sin darse cuenta, rezan en voz alta. El rico implora el auxilio del Señor para que el Banco le garantice los cinco millones que necesita para apuntalar un asunto en el que ve grandes provechos posibles. El hombre pobre pide, con la misma confianza y fe, quinientas pesetas que le permitan pagar al casero y que no le echen de la casa en que vive. Las oraciones se tropiezan en el aire, ambos están con los ojos fijos en la imagen.
—Señor, a ti no te cuesta nada… que me garanticen esos millones… —Esas pesetas, Señor, para que no me encuentre en la calle. —Toda mi vida comercial depende de esto, Señor, no me hagas caer en la bancarrota…
—Señor, el frío es intenso, no permitas que me echen de casa. Concédeme ese dinero…
—Señor, cinco millones…
—Señor, quinientas pesetas…
Ya casi están ambos gritando. De pronto el elegante se detiene en sus rezos, abre apresuradamente la cartera y saca un billete de quinientas pesetas.
—¡Tome —le dice al otro—, no me lo distraiga!
*
Contrato, arreglo, «Do ut des», implica naturalmente el sentirse «engañados» a veces. En varios pueblos españoles se recuerda la procesión en la que el Santo Patrono fue sacado solemnemente para implorar la lluvia. Tras pasear horas bajo el sol sin que apareciera una nube, la imagen fue arrojada al río por la indignada muchedumbre.
La unión entre la altura religiosa y la política a que llevó el Imperio resolvió de una vez para siempre, para numerosos españoles, el problema de la religión que es, tiene que ser, la católica. En España se dan tan pocos casos de conversión al protestantismo como al cristianismo entre los pueblos árabes (cualquier misionero en Marruecos habla de su fracaso en este sentido) porque la religión católica tras largos años ha formado una nueva piel más fácil de arrancar que de substituirse. El español vive en católico incluso cuando revolucionario.
«Vamos siempre detrás de los curas; con un cirio o con un palo», decía Agustín de Foxá, y la destrucción de iglesias y muerte de sacerdotes en la España republicana fue vista por algunos observadores como un desesperado intento de romper un círculo que rodeaba, oprimiéndole, al más anticlerical de los revolucionarios.
¿Y qué duda cabe que el blasfemo (y en España los hay a montones con retorcidas y barrocas expresiones) es en el fondo un creyente? ¿Cómo se va a insultar groseramente lo que no existe? Chesterton recomendaba a los que creían eso posible que probaran a renegar, por ejemplo, del dios Thor.
El español defiende la religión católica porque es la suya y, siendo la suya, tiene que ser perfecta. Hay una anécdota reveladora, la del limpiabotas gaditano que se refirió con frases de mofa a un sacerdote que pasaba, lo que produjo gran alegría en su cliente, un obispo protestante de incógnito en España. Entusiasmado ante la posibilidad misionera, el extranjero empezó a explicarle al limpiabotas las diferencias con su propia creencia, el mayor respeto que ésta sentía por la conciencia humana, la libertad política, el permiso, tan natural, de los pastores para contraer matrimonio… En plena perorata fue interrumpido por el limpiabotas:
—No se canse, míster. Yo no creo en mi religión, que es la verdadera, y ¿voy a creer en la de usted?
¿Que esto es un chiste, un desgarro de hombre del pueblo? He aquí lo que decía un español, culto y famoso, en un discurso parlamentario: «Yo, señores diputados, no pertenezco al mundo de la teología y de la fe: pertenezco, creo pertenecer, al mundo de la filosofía y de la razón. Pero si alguna vez hubiera de volver al mundo de que partí, no abrazaría ciertamente la religión protestante…, volvería al hermoso altar que me inspiró los más grandes sentimientos de mi vida: volvería a postrarme de hinojos ante la Santa Virgen…». En el fondo, lo mismo del limpiabotas gaditano dicho más elocuentemente. Para algo su autor se llamaba Emilio Castelar. (5 de mayo 1869).
Hasta tal punto hace el español suya la religión, que por católica debería ser universal, que la obliga a servir incluso a lo regional. Testigo el camarero que ante la duda de unos forasteros viendo el paso de «El Juicio de Pilatos» sobre quién era la figura que se inclinaba al procónsul romano aconsejándole, contestó: «¿Ésa? ¡Ésa es la que por poco nos deja sin Semana Santa!». Para el buen sevillano dos mil años de cristianismo habían existido sólo para que la ciudad del Guadalquivir celebrase su hermosa festividad.
Por lo demás, la religión católica no debe dejarse porque es evidente que, siendo español, tiene uno mucho ganado para conseguir el cielo. ¿Cómo va a tratar Dios con el mismo rasero a un holandés que a un español, a alguien de la tierra de la Virgen del Pilar?
Y en fin, yo creo que el orgullo es el pecado de que más difícilmente se libra el santo español. Santa Teresa se acusa de vanidad en la historia de su vida, y el hecho mismo de narrarla, aunque fuera por orden de su confesor, implica evidentemente una delectación en propia imagen.
¿Y qué mayor soberbia que la de ese auténtico Tenorio arrepentido, Juan de Mañara? Creyó dar ejemplo exquisito de humildad despeñándose desde la vanidad a la sima de la penitencia y mandando que pisaran todos la piedra que cubre sus restos a la entrada del Hospital de la Caridad de Sevilla. Su lápida dice:
«Aquí yace el más grande pecador del mundo».
¿Cabe mayor petulancia?