Nobleza

Quizá sea la Soberbia la clave de la actitud española ante la sociedad. Esa Soberbia que permite al humilde hablar de que «no le da la real gana»…

Es muy posible que esa Soberbia sea, como piensa Américo Castro, herencia de una característica judía o árabe, que para el caso de un «pueblo elegido» es lo mismo. El tremendo orgullo del pueblo español, que tanto impresiona al forastero («aquí todos se creen hidalgos»), se fija en la curiosa jerarquía de valores que la España del XVI proyectó y ha llegado fácilmente hasta nuestros días.

«Con la introducción de esta no muy antigua ocupación se ha comenzado a usar que si un criado compra un real de fruta ha de dar medio al esportillero que se la lleva, vanidad y gasto sólo admitido en la corte de España». Fernández de Navarrete, Conversación de monarquías, edición 1926, discurso XXVI.

Una marcadísima escala social provee a cada uno de los españoles con un inferior, al que hacer sentir la propia autoridad y ante el que sentirse jefe. Del mayordomo al mozo de limpieza, del cocinero al pinche, del general al soldado, hay siempre alguien a quien ordenar con la misma voz de ronco mando que ha oído antes en sus propios oídos, alguien en quien satisfacer esa ansia de poder que todos llevamos dentro. El más modesto empleado ve literalmente a sus pies al limpiabotas, y esos muchachos que se arrodillan a dar lustre al zapato tienen siempre la benevolente simpatía del cliente; ahí es nada mirar a alguien de arriba abajo, verle entretejer su operación con sonrisas amables ante el chiste de uno y agradecer desde esa profundidad la propina dada con largueza; largueza fácilmente soportable para la economía de tan amplio margen como la española en que todavía se habla de céntimos y de miles de pesetas en el mismo tono de voz.

¿Y cuándo se llega al final de la escala? Queda el mendigo, a quien el soldado, incluso con su minúscula paga, puede regalar el tabaco que a él le cuesta menos o el pedazo de pan que le dan gratis. Este mendigo, que si ha desaparecido de muchas calles españolas ha sido por iniciativa de la autoridad, celosa de mantener una imagen perfecta de la ciudad con vistas al extranjero, no porque el español como tal se impusiera la obligación de acabar con la mendicidad. Y aun hoy, cuando un guardia arresta a un pobre en un café, el murmullo de la gente manifiesta la simpatía del público hacia el arrestado y en contra del agente de la autoridad. Es en vano que ésta pruebe eficazmente que el detenido es un pícaro sin ganas de trabajar. En primer lugar, esta acusación no tiene valor en España. En segundo, la existencia del mendigo, alguien a quien dar, es esencial para la seguridad interna del español.

No regateo con ello el carácter compasivo de nuestro pueblo. Pero en esto como en otras muchas cosas, el español reacciona ante lo visible e inmediato mientras parece ignorar lo que conoce, pero no es palpable. Por ejemplo, en la católica España ha habido, en los últimos años, casos de miseria espantosa en los conventos de monjas, revelados a veces en la prensa, pero olvidados con la misma facilidad por quienes podían ayudarlas mensualmente. Porque a las monjas de clausura no se las ve ni se las oye por la calle, y el español tiene a menudo reacciones de Polaroid, impresionándose en un minuto y olvidándose luego de lo que ve. A ningún rico español, por ejemplo, se le ocurre mandar ropa o dinero al desgraciado de Corea o de la India. Para el español, todo es instantáneo y hay pocos países en que se piense menos en el futuro. «Lo que sea, sonará». «Dentro de cien años, todos calvos». El «Qué largo me lo fiáis», de Don Juan, en suma.

Lo que al pobre das, Dios con creces te lo pagará.

Al llegar al mendigo parece que hemos dado en el fondo. ¿Ante quién puede ése manifestar su primacía? En primer lugar, ante el mismo de quien recibe la limosna. Es una curiosa prerrogativa nacida entre los árabes, para los cuales todavía el mendigo es aceptado y reconocido en las callejuelas de Tánger o Casablanca como un elemento religioso. Al aceptar la limosna, el pobre hace a su vez un favor: pone al donante en el camino de la salvación, del cielo. Para el creyente se trata de un convenio, con ventajas materiales ampliamente compensadas por las morales, lo que explica para muchos forasteros la asombrosa dignidad con que se extiende la mano y la untuosa respuesta que, al eludir el compromiso, procura no ofender y, más que negar, aplaza: «Otro día será, hermano».

Así estaba seguro de alcanzar su diaria manutención el mendigo protagonista de José de Espronceda; lo que le daban se lo debían, y, por tanto, no necesitaba agradecerlo.

De villanos y señores
yo recibo los favores
sin estima y sin amor.
Ni pregunto
quienes sean,
ni me obligo a agradecer…
…dar limosna es un deber.
…Diosa veces
es mendigo,
y al avaro
da castigo,
que le niegue
caridad.

(Espronceda, El Mendigo).

Comenta Julio Camba: «Fuera de aquí no hay realmente mendicidad. Para mendigar es preciso tocar el violín, la ocarina o el acordeón, cantar romanzas, bailar o hacer juegos malabares. Sólo España ha independizado la mendicidad de las otras artes y sólo el mendigo español llega al corazón del público sin el conducto de musas extrañas». (Sobre casi todo. Sobre la mendicidad).

Pero es que, además, ese mendigo, en compañía del escalón anterior, el de millones de españoles que han vivido y viven en pésimas condiciones, los que saben del frío en casas mal acondicionadas, los que consideran normal tener sabañones en invierno y sudar torrencialmente en verano, los que aun llenando el estómago lo hacen con manjares que producen un desequilibrio fisiológico; todos éstos han vivido durante siglos de la ilusión de poseer una propiedad inalienable e indestructible…

… Es el de la raza concepto que en los siglos pasados estaba, como se sabe, unido a un valor religioso. Sí, por debajo de los más humildes de los españoles, de los más pobres, de los más mugrientos, había todavía alguien: Los moros, los judíos. «Tengo cuatro dedos de enjundia de cristiano viejo», grita el usualmente humilde Sancho, y «no se dejaría empreñar por el mismo Rey que fuera», y Pedro Crespo recordará a su hijo:

Por la gracia de Dios, Juan,
eres de linaje limpio
más que el Sol, pero villano.

Lo primero se lo recuerda para que pueda aspirar a todo. Creo honradamente que de aquí arranca la presunción del más humilde de los españoles, que los siglos han transformado en la hoja sin cambiarle la raíz. Cuando nuevas filosofías quitaron a la raza su importancia, el español trasladó a un patriotismo sin reservas el mismo concepto. Porque la personalidad española se había forjado ya en los siglos cruciales del XVI y XVII y el hecho de que el enemigo desaparezca del mapa con las expulsiones ordenadas por los reyes no cambia el concepto de pueblo elegido por Dios.

«El español ha conservado a veces maneras íntimas y exteriores propias del tiempo en que se sentía miembro de una casta imperial, consciente de su innato mérito y de la virtud operante de su mera presencia.» (A. Castro. La realidad histórica de España, Méjico 1959, pág. 593).

«Muchos se ufanan, pero pocos se afanan.»
«Humos de hidalguía, cabeza vana y la bolsa vacía».

«Uno de los defectos de la nación española, según el sentir de los demás europeos, es el orgullo. Si esto es así, es muy extraña la proporción con que este vicio se nota entre los españoles, pues crece según disminuye el carácter del sujeto […], el rey lava los pies a doce pobres en ciertos días del año […] con tanta humildad […] que yo […] me llené de ternura y prorrumpí en lágrimas. Los magnates y nobles de primera jerarquía, aunque de cuando en cuando hablan de sus abuelos, se familiarizan: hasta con sus ínfimos criados. Los nobles menos elevados hablan con más frecuencia de sus conexiones, entronques, enlaces. Los caballeros de las ciudades ya son algo pesados en punto a nobleza […].

»Todo lo dicho es poco en comparación con un hidalgo de aldea. Éste se pasea majestuosamente en la triste plaza de su pobre lugar, embozado en su mala capa, contemplando el escudo que cubre la puerta de su casa medio caída, dando gracias a Dios y a la providencia de haberle hecho don Fulano de Tal. No se quitará el sombrero (aunque lo pudiera hacer sin desembozarse); no saludará al forastero que llega al mesón, aunque sea el general de la provincia o el presidente del primer tribunal de ella. Lo más que se digna hacer es preguntar si el forastero es de casa solar conocida al fuero de Castilla, qué escudo es el de sus armas y si tiene parientes conocidos en aquellas cercanías.» (Cadalso. Cartas Marruecas. Carta XXXVIII). La diferencia de reacción es lógica. Los individuos mencionados, reyes y alta nobleza, pueden permitirse el lujo de ser afables y aun religiosamente humildes a ratos, porque saben con certeza que su gesto jamás permitirá el salto del inferior hasta sü altura; la confianza es más fácil porque la situación social es bien clara. A medida que disminuye esta seguridad, aumenta el recelo, y el gesto amable es sofocado por temor a provocar la excesiva confianza del otro. Cuanto más bajo económicamente, más precaución toma el noble para recordar su única fortuna, la del linaje. Recuérdese a Don Quijote, llano con Sancho, pero siempre hasta cierto punto, o al noble pobre en José, de Palacio Valdés.

La relación afectuosa entre amo y criado es siempre directamente proporcional a la distancia social que media entre ellos. Por eso en España, el señor que va al café habla con el camarero con una confianza que no se encuentra en Francia o Italia, precisamente porque no teme que acabe sentándose a su lado. (Algo parecido ocurre en el sur de EE. UU. con los negros tratados por los blancos como amigos y mucho más afectuosamente que en el norte mientras sigan «en su sitio»).

La Soberbia española mantiene en vigor un sistema de castas periclitado en otros países donde ha habido, tarde o temprano, una revolución que ningún español acepta si, al adquirir unos privilegios, pierde los que él ha tenido desde la infancia. Todos estarían de acuerdo en acortar las distancias que les separan de la clase superior si no les pidieran, al mismo tiempo, reducir las que les separan del de abajo.

España, en el mundo de la cortesía, es una curiosa isla en la zona románica. Los portugueses, los franceses, los italianos son infinitamente más dados a la frase rebuscada y ceremonial que los españoles y mantienen mucho más tiempo el Vossa Excelenza, el Vous y el Leí, incluso en ambientes como el estudiantil, en que antes parece que debería desaparecer.

He pensado muchas veces si ésta no es otra muestra de la Soberbia española que le impide doblegarse demasiado ante un extraño, la misma Soberbia que hacía que el escudero del Lazarillo mirase a las manos del conocido que se acercaba por la calle y ver si tenía intención de «quitarse la gorra» para, a su vez, corresponder al saludo y no ser jamás el primero.

«Un día me contó su hacienda y me dijo que era de Castilla la Vieja y que había dejado su tierra no más que por no saludar con el bonete a un caballero su vecino.
»—Señor —dije yo—, si era lo que decís y tenía más que vos, ¿no errabais en no saludarle primero, pues decís que él también os saludaba?
»—Sí es y sí tiene, y también me saludaba él a mí, más de cuarenta veces yo le saludaba primero, no fuera malo hacerlo él alguna y ganarme por la mano.
»—Me parece, señor —le dije yo—, que en eso no miraría yo mayormente con los mayores que yo y que tienen más.
»—Eres muchacho —me respondió— y no sientes las cosas de la honra, en la cual, en el día de hoy, está todo el caudal de los hombres de bien. Te hago saber que yo soy, como ves, un escudero; mas si al conde encuentro en la calle y no me saluda con el bonete, otra vez que venga entraré en una casa fingiendo en ella algún negocio o atravesaré otra calle, si la hay, antes de que llegue a mí por no saludarle. Que un hidalgo no debe nada a nadie más que a Dios y al Rey, ni es justo, siendo hombre de bien, descuidarse de tener en mucho su persona».

(La Vida del Lazarillo de Tormes. Tratado 3. Amberes, 1554).

No vale ser marqués, sitio saberlo ser.

La obsesión alcanza a cualquier español, por modesto que sea, y portarse como un caballero es, al menos en la frase, algo muy importante. Rinconete y Cortadillo, los protagonistas de la novela ejemplar de Cervantes, son dos mozalbetes con el vestido roto y casi hambrientos, lo cual no les impide saludarse con expresiones de rebuscada cortesía como ésta: «¿Adonde, señor caballero?»…

Pero aunque los hechos no correspondan con las palabras, queda en el interior de muchos españoles, incluso de los más modestos, la seguridad de que hay algo más importante y por encima de los demás mortales: es el señorío, una serie de cualidades que pueden resumirse en elegancia física y moral, amabilidad con los de abajo y generosidad ilimitada. Ni siquiera la revolución que impuso durante unos años, 1936-1939, en las zonas más pobladas de España, el uso de camarada y compañero, pudo quitarle al título «señor» su aureola y su prestigio y, a sabiendas de ello, la propaganda marxista no aludía casi nunca a los «señores» de la España franquista, sino a los «señoritos». Un señorito es, naturalmente, el hijo de un señor, pero no quiere decir que herede necesariamente las cualidades antes señaladas. Al contrario, al tener desde muy joven el nombre y el dinero, se convierte a veces en una caricatura de su padre, dejándose arrastrar por la vida fácil ausente de responsabilidad.

Las circunstancias económicas han producido en España, como en todo el mundo, una alteración de modelos de vivir, pero en el fondo se ha mantenido idea de las jerarquías. Si una señora va al mercado y se muestra excesivamente reservada con el dinero, y desconfía de la vendedora humillándola, ésta no dice: «Esa señora»…, sino: «¡Vaya gente! ¡Y dicen que son señoras!», con lo que muestra mantener el antiguo respeto por el tipo que la sociedad moderna tiende a mezclar y confundir. Y, sin embargo, es curioso: Las dos instituciones más tradicionales de España son la Iglesia y el Ejército. Y son quizá las que mejor permiten al desposeído de medios de fortuna o de influencia social la subida hasta la cumbre. Numerosos obispos proceden de humildes familias campesinas. Varios generales han subido desde soldados.

En general, la tradición se mantiene. Veamos un cartel de toros. Si actúa un rejoneador, se antepondrá a su nombre el don. Don Alvaro Domecq, don Angel Peralta. Los toreros a pie son a menudo más ricos, más famosos, pero su nombre se anuncia a secas, sin título. ¿Por qué? Porque el caballero es automáticamente un señor, y el hombre a pie, a pesar de haberse convertido en el protagonista de la fiesta desde el siglo XVIII, mantiene una curiosa aureola de humildad que permite a cualquiera arrojarle un cigarro de regalo si su faena ha sido del gusto del público.

«Don Nadie por ser Don Alguien y Don Alguien por ser Don Mucho, ninguno está en su punto».

De este empeño de acercarse lo más posible al de arriba nace el tuteo que tanto sorprende a los extranjeros. Esta fórmula de saludo estaba en épocas pasadas limitada a los nobles de prosapia, los Grandes de España, que, al tutearse, subrayaban una hermandad a la que no tenían acceso los extraños. Se daba a veces el caso que cuando «se cubría» un grande que no tenía derecho excesivo a ello, sus colegas se apresuraban a saludarle con Vuestra Excelencia o Vuestra Merced que, en su aparente reverencial respeto, era de una frialdad tajante; significaba que no pertenecía al mundo que le había acogido —a la fuerza— en su seno.

Con la guerra civil hubo una revolución de costumbres. La izquierda extrema, por un lado; la Falange, en el otro; la camaradería de trinchera, en donde se reunieron todas las gamas de la clase social, hicieron tabla rasa de la tradición. Al llegar la paz e intensificarse la vida de sociedad, alguien que podía haber detenido la tendencia la acogió con cariño y la alentó. Las amas de casa vieron en la nueva fórmula una maravillosa coquetería. Las rejuvenecía. Y, «Baronesa, ¿cómo está usted?», se ha convertido en: «¿Cómo estás, Adela?». Muchachos de diecisiete años dicen: «Hola, hombre», a ancianos venerables que se han resignado por el santo temor de parecer anticuados y, por ello, más viejos de lo que en verdad se sienten.

Pero si la Soberbia ha cambiado la fórmula tradicional de la clase alta y de la media que aspira a serlo, no lo ha hecho, en cambio, con la baja. Lo que es buenas maneras en el salón de la duquesa, no lo es en un baile de criados, donde el «usted» y «señorita» es obligatorio para sacar a bailar a una muchacha. La razón es obvia, porque en ese caso el «tú» no rejuvenece ni moderniza. El «tú» recuerda la forma en que todavía muchos españoles tratan al servicio y es, por tanto, un síntoma de desprecio, no de confianza entre iguales. La Soberbia española, que actúa en forma relativa, pero constantemente, en todas las clases sociales, no lo tolera. (De la misma forma el español de cierta clase presentará a su esposa como a «su mujer», mientras que el obrero, que ha oído esta expresión aplicada a la lavandera o a la criada, se referirá a la suya como «su señora»).

Antiguamente se adoraba al rey porque era un poco propiedad común, y aún hoy el español corriente habla de la casa de Alba como el patrimonio de todos y, por tanto, en cierto modo, parte de sí mismo. Presume de ella y de su prestigio internacional como si se tratara de alguien de la familia. Y lo mismo se vanagloria del torero, del pintor o del músico famoso.

El orgullo humano, individual o colectivo, de una persona o de un pueblo, está casi siempre en proporción directa de lo que posee en bienes materiales. El orgullo español no necesita de este soporte porque es un orgullo interior basado, como hemos visto, en riqueza íntima, racial —la gran España del Imperio o religiosa—, seguidores de la única religión, la católica. Por ello las manifestaciones externas de su orgullo no tienen nada que ver con las de otras personas u otras naciones.

Así lo extraordinario resulta en España menos fuera de lo corriente que en otro país, porque no representa la cúspide de una riqueza. Lo superfluo no tiene necesariamente que seguir a lo necesario; si lo superfluo es bonito, elegante o asombroso, toma derecho de precedencia sobre lo más urgente. Si en un país sensato la gente come primero lo suficiente y después se viste, el español se adorna primero con toda elegancia, aun cuando su alimentación deje que desear, porque esto último no lo ve nadie y lo otro sí.

Lo mismo ocurre en la edificación. Sólo en los imperios del pasado —Egipto, Asiria— puede encontrarse equiparación con el rey que edificó el palacio-monasterio de El Escorial, que si hoy es gigantesco, calcúlese lo que sería comparado con las construcciones de entonces. El Escorial no fue levantado para albergar Consejos de Indias, Castilla, Aragón, Italia —lo que hubiera tenido lógica—, sino para que Felipe II se lo presentara a Dios como muestra de su devoción y de orgullo.

Los siglos han pasado, pero la idea continúa vigente. Después de la guerra civil, cuando la mitad de los españoles no tenían dónde albergarse, se inició la basílica del Valle de los Caídos, horadando la montaña en un esfuerzo de hombres, dinero y material que hubiera bastado para poner techo sobre la cabeza de muchos españoles desahuciados por la fortuna. Y si el Estado hacía esto, la industria privada tampoco se quedaba atrás. Cuando las casas de Madrid dejaban mucho que desear, se erigió en la plaza de España el que durante años fue el rascacielos más alto de Europa, y con las calles llenas de baches, el Ayuntamiento se lanzó a soñar en el parque zoológico más bello de Europa.

Sería muy fácil decir que esas empresas son de una minoría de políticos que actúan sin contar con el beneplácito del pueblo, pero no creo que sea éste el caso. Al español, todo lo grande y soberbio le impresiona, aunque sea inútil o desproporcionado a los medios del país, quizá porque estando en su casa, se lo anexiona, lo hace servir como una prueba más de su grandeza personal. Los campesinos de la España de Felipe II, medio muertos de hambre, se extasiaban ante El Escorial, y yo he oído a muchos enemigos de Franco comentar, orgullosos, la basílica del Valle de los Caídos, especialmente ante extranjeros. «Ustedes no tienen nada parecido, ¿verdad?».

Con la misma falta de lógica los diplomáticos españoles en el extranjero cobran sueldos muy superiores al noventa por ciento de los que representan a países mucho más ricos, como si hablaran todavía en nombre de la España del Imperio y del oro de las Indias.

Las frases famosas acostumbran a serlo porque reflejan el alma del pueblo en una forma concreta y fácil de recordar. Cuando Unamuno (no el más Soberbio de los españoles, pero sí el único que encontró razones intelectuales para explicar esta Soberbia), lanza su «¡Que inventen ellos»!, refiriéndose a la inferioridad técnica de España en relación con países extranjeros, sus comentaristas, hombres cultos y sensibles, hacen esfuerzos de dialéctica para que «pasemos» una frase que, desde todos los puntos de vista, es lo más irracional que pueda decir un hombre que asegura amar a su pueblo. Pero es que en el más cartesiano de sus exegetas hay un fondo español que permite que la frase haga gracia por su desgarro, por su desprecio hacia lo normal, por su Soberbia, en suma. Lo mismo en los versos famosos de Las Mocedades del Cid, de Guillén de Castro:

Procure siempre acertarla
el honrado y principal;
pero si la acierta mal
defenderla y no enmendarla.

¡Sostenerla y no enmendarla sabiendo que uno está equivocado! ¿En qué mente cabe esto? En la que valora más el corazón que el cerebro, la mente que no concibe rectificar porque es humillante…, la española, en suma.

La frase famosa es, a veces, descaro o chiste con que se contesta a una petición razonada. Cuando don Fernando el Católico le pide cuentas a Gonzalo de Córdoba de los caudales gastados en la guerra, el otro contesta con altivez y sorna. Así rezan los capítulos…

«Picos, palas y azadones, cien millones».

Otros apartados hablan de los guantes perfumados «para resistir el hedor de los muertos enemigos en las batallas» o de nuevas campanas adquiridas porque las antiguas «se rompieron de tanto repicar por la victoria».

Todo ello es sonoro y retumbante, pero… no contesta a la pregunta del rey. Por el contrario, da motivo a pensar que don Gonzalo de Córdoba contestaba así tanto porque se sentía ofendido de que le pidiesen cuentas como porque no sabía cómo darlas.

Para su fama da lo mismo. En esa leyenda histórica el español estará siempre de su parte. Por un lado, el rey receloso, desconfiado, mezquino, recontando el dinero…; por el otro, un héroe vencedor de los franceses, al que obligan a bajar de su gloria para atender esta increíble pequeñez. Así se contesta, ¡sí, señor! Y si se quedó con algo que no era suyo, ¿qué? Se lo merecía mil veces.

(Como en la religión, la moral no tiene fuerza general, sino particular, es tela que se aplica a la medida de cada uno. La misma acción puede ser horrible hoy y estupenda mañana, depende de quién la lleve a cabo; en la personalización continua del español, la calidad del hombre es la que determina la gravedad del pecado y no al revés).

Como lo de

Todo lo sufren en cualquier asalto.
Sólo no sufren que les hablen alto…

… con que Calderón definió a los soldados españoles (La rendición de Breda.) Y por el lector corre un escalofrío de placer. «¡Qué tíos!, ¡cómo eran!». La admiración a los Tercios de Flandes, que destruyeron sin construir, que produjeron más leyenda negra que Antonio Pérez y la Inquisición juntos, tiene un fondo de alegría romántica ante el rebelde que mata, pilla y saquea por puro orgullo satánico. Historiadores católicos narran sin una palabra de protesta o censura el saco de Maestrique con el grito de «¡España, España! ¡Mata, mata!». El tipo rebelde, poco sujeto a las reglas de la moral, de la religión, sigue siendo el héroe español por excelencia. Todo bandido es aceptado si tiene prestancia, presencia. Como El Estudiante de Salamanca, de Espronceda:

porque en sus crímenes mismos,
en su impiedad y altiveza
pone un sello de grandeza
Don Félix de Montemar.

Y hoy todavía, tras tanta revolución y guerra, tras tantos cambios sociales, se dice de alguien con admiración: «Tiene mucha clase…» o «Tiene mucha casta». «Arrogante», peyorativo en inglés por ejemplo, es un elogio en español.

Las palabras ampulosas suenan bien en los oídos españoles: «Más vale honra sin barcos que barcos sin honra», «Si no hay cuchillo para matar a mi hijo, ahí va el mío…». Últimamente: «Imperio, misión providencial», por un lado; «El pueblo en armas», «La patria contra la invasión germano-italiana», del otro.

… La frase grandilocuente es como una bandera bajo la cual gusta de refugiarse el español, … aunque no siga exactamente su significado. Curiosamente aquí, en lugar de personalizar los conceptos abstractos, el español mantiene una absoluta independencia de la virtud de que blasona y, muy a menudo, no deja que ésta interfiera para nada en su vida particular.

Veamos el «honor», por ejemplo. A todos gusta de envolverse en los pliegues de esa bandera sonora, enfática, llena de recuerdos de gestas gloriosas. Pero el vivir de acuerdo con ella, en su pura estricta acepción, es otra cosa. Volvamos al protagonista de nuestra literatura… Todos son «hombres de honor» y se ofenden cuando alguien, a la vista de sus engaños, trampas, burlas, blasfemias, traiciones, lo duda. Para ellos no hay ninguna contradicción entre su postura pública y la privada. Son caballeros, luego son hombres de honor. Y basta.

El más noble y respetado de los héroes españoles, el Cid, engañará a unos judíos haciéndoles creer que las arcas que les deja como fianza de la cantidad prestada están llenas de oro y plata cuando sólo contienen arena. Al autor del poema le parece naturalísima la estafa, y se olvidará incluso de decirnos si, al menos, el Cid pagó la deuda cuando ya era rico.

«¡Traición es, más como mía!», grita Don Juan, y cuando Don Luis va a su quinta diciendo se fía de él, contesta:

«No más de lo que podéis
y por mostraros mejor
mi generosa hidalguía
decid si aún puedo, Mejía,
satisfacer vuestro honor.
Leal la apuesta os gané;
mas si tanto os ha escocido,
mirad si halláis conocido
remedio y le aplicaré
».

(Zorrilla, Don Juan Tenorio, IV-6).

Cualquier español resiente como ofensa grave que se dude de su honorabilidad, aunque todas las circunstancias prueben la razón que hay para ello. Pedir un documento, un carnet que acredite el derecho a entrar en un lugar, parece ya una molesta imposición. Un empleado pondrá el grito en el cielo si le obligan a firmar para demostrar que ha llegado a la hora en punto de la mañana: «¡No se puede tolerar esta falta de confianza! ¿Qué se han creído?». Si el observador apunta entonces: «Perdón, pero usted mismo me ha dicho que generalmente llegaba a la oficina a las diez», recibirá una iracunda respuesta: «¿Y eso qué tiene que ver? Yo puedo llegar tarde alguna vez, ¡pero el hijo de mi padre no aguanta que duden de él o le vigilen!». La discusión debe de terminar aquí…

Eso mismo ocurre en otras actitudes que a priori son consideradas innatas en mis paisanos. Por ejemplo, la educación y buenas maneras de la que todos se consideran ungidos desde niños. Una vez, por una calle de Madrid, cerca de la Gran Vía, una muchacha que iba delante de mí fue asediada por un grupo de estudiantes que le dijeron las normales groserías (ver Lujuria), mientras prácticamente le impedían el paso. La chica los esquivó, mientras les lanzaba un «¡Mal educados!» de rabia. Al oírla imaginé que los muchachos reaccionarían con una burla y que, en pocas frases, justificarían su preferencia por la violencia carnal y la libertad de las pasiones en contraste con la sofisticada y anticuada urbanidad. Esto en el espíritu de «¡Hurra, cosacos del desierto, hurra!» hubiera sido, al menos, lógico. Pero asombrosamente, el que parecía jefe de la banda se enrigideció y dijo muy serio: «Somos más educados que usted, guapa».

¿Será que el español vive en dos mundos? El literario, entonces, informaría su pensamiento dándole el modelo ideal. El práctico marcaría sus actos diarios. Cualquier relación entre ellos sería mera coincidencia.