Batalla en el norte.
El año 1814 se inició con una especie de victoria terrestre americana en el sur. A mediados de 1813, las noticias de los éxitos británicos en el norte indujeron a los indios creeks a romper hostilidades contra los americanos. La Guerra Creek que siguió adoptó la forma de casi todas las guerras indias. Empezó con un ataque por sorpresa y una victoria de los indios. El 30 de agosto de 1813, un par de semanas antes de la batalla del lago Erie, los creeks atacaron Fort Mims, a unos cincuenta kilómetros al norte de Mobile, y mataron a la mayoría de la gente del fuerte.
En respuesta, el extravagante Andrew Jackson de Tennessee (nacido en el límite entre las dos Carolinas el 15 de marzo de 1767), con un brazo temporalmente inútil por una herida recibida en un duelo, condujo una compañía de milicianos al sur en noviembre. En el lapso de medio año, las fuerzas de Jackson avanzaron hacia el sur (contra una dura resistencia de los creeks) hasta que se llegó a una batalla culminante en Horseshoe Bend, en lo que es ahora Alabama oriental, el 27 de mal 20 de 1814. Los creeks fueron obligados a rendirse y e poder indio quedó deshecho en el sudoeste.
Pero una victoria sobre los indios era insuficiente par que 1814 dejara de presentarse como un año sombrío El 11 de abril de 1814, dos semanas después de Horse shoe Bend, Napoleón finalmente fue derrotado, obligado a abdicar y luego exiliado en Elba. Gran Bretaña obtuvo una victoria completa en la guerra europea y su prestigio llegó a una nueva cúspide. Tenía soldados veteranos que habían combatido durante largos años en España y que eran la fuerza terrestre más formidable que la nación había tenido a su disposición en muchos años.
Gran Bretaña estaba dispuesta, pues, a hacer en serio la guerra a los Estados Unidos. Estrechó su bloqueo ahora incluyó también a Nueva Inglaterra, la cual, a fin de cuentas, nunca se había separado realmente de Estados Unidos.
Los británicos prepararon una ofensiva con la que si pretendía aplastar de una vez por todas a los Estados Unidos. Se planearon tres acciones más o menos simultáneas: una en el norte, en el lago Champlain; otra en el centro, en la bahía de Chesapeake, y otra en el sur en Nueva Orleáns.
Considerando cómo se habían desempeñado los americanos en la guerra (en tierra, al menos), podría parecer que Estados Unidos no podría evitar ser aplastado. Sil embargo, los dos años de lucha, mientras Gran Bretaña se hallaba ocupada principalmente en otras partes, habían sido beneficiosos. Wilkinson, por ejemplo, fue finalmente retirado en la deshonra, y su papel en la historia americana terminó. Ahora asumieron el mando los generales que habían mostrado algún talento.
Los americanos eran conscientes, por supuesto, de que debían esperar un reforzamiento de las fuerzas británicas en el norte, donde se habían librado durante dos años los principales combates terrestres. Trataron de atacar antes de que llegasen esos refuerzos británicos.
Una vez más, los americanos cruzaron el río Niágara para penetrar en territorio canadiense. El contingente americano era de sólo 3.500 hombres, pero ahora eran profesionales bien entrenados y estaban al mando del competente general de división Jacob Jennings Brown (nacido en el condado de Bucks, Pensilvania, en 1775).
El 3 de julio de 1814, los americanos tomaron Fort Erie, inmediatamente al otro lado del río desde Buffalo, y marcharon al norte a lo largo del río, hacia el lago Ontario. Los británicos prepararon una línea defensiva en las márgenes septentrionales del río Chippewa, a veinticinco kilómetros al norte de Fort Erie y más o menos a mitad de camino entre los dos lagos.
Las fuerzas de vanguardia de los americanos fueron rechazadas por los británicos y por un momento reinó la confusión, pues algunos de los soldados americanos estaban celebrando el Día de la Independencia. Pero una brigada comandada por Scott logró entrar en acción y fue tan hábilmente dirigida que los británicos quedaron atrapados en una línea americana cóncava que disparó sobre ellos por ambos flancos. Los británicos, que sufrieron 500 bajas por 300 de los americanos, rompieron filas y huyeron.
Ésta fue la primera vez que un número igual de británicos y americanos se enfrentaron en una batalla campal sin ventajas de posición para ninguna de las dos partes, y los americanos ganaron. En cierto modo, la batalla de Chippewa señala el nacimiento del ejército americano como fuerza de combate profesional.
Brown exploró más al norte. Pero los británicos reunieron refuerzos y, a unos cinco kilómetros al norte del campo donde se había librado la batalla de Chippewa, ocuparon posiciones defensivas en Lundy’s Lane, una pequeña aldea situada sobre el lado canadiense de las cataras del Niágara.
El 25 de julio se dio la batalla. Una vez más, las armas retumbaron incesantemente. Los británicos, con 3.000 hombres frente a 2.600 americanos, llevaron ventaja, pero después de cinco horas de dura pelea, en la que participaron todos los hombres, la batalla terminó en un empate, con 900 bajas por ambas partes. Brown y Scott fueron heridos, y lo mismo los dos principales comandantes británicos.
La batalla de Lundy’s Lane fue la más dura de la guerra, y una vez más los soldados americanos demostraron que podían hacer frente a las mejores tropas británicas.
Pero Brown no logró que barcos americanos del lago Ontario acudiesen en su ayuda. No deseando arriesgarse a la posibilidad de tener que enfrentarse con nuevos refuerzos británicos, se retiró a Fort Erie y dejó a los británicos en posesión del campo.
Los británicos ahora avanzaron, a su vez, y pusieron sitio a Fort Erie durante todo el mes de agosto. Los americanos se defendieron con habilidad y, en sus salidas, hicieron considerable daño a las fuerzas de asedio, que finalmente se vieron obligadas a retirarse, el 21 de septiembre. Brown planeó entonces otro avance, pero, nuevamente, no logró asegurarse la cooperación naval y, el 21 de noviembre de 1814, abandonó Fort Erie y volvió al lado americano del río Niágara.
La campaña de Brown, aunque mucho más hábilmente conducida que cualquiera de las incursiones de la guerra, sin embargo terminó en la frustración. Durante dos años y medio, los americanos habían estado explorando Canadá y aún no habían obtenido un solo acre de su territorio. Ni lo lograrían nunca. Después de que Brown cruzase de vuelta el río, nunca pisarían suelo canadiense enemigos extranjeros.
Mientras los esfuerzos americanos se concentraban en el frente del Niágara, los británicos planeaban llevar su ataque principal más al este, en el lago Champlain. Allí, el gobernador general de Canadá, sir George Prevost, estaba al mando de 11.000 veteranos británicos de las guerras napoleónicas. Además, había 800 hombres a bordo de dieciséis barcos británicos en las aguas del lago Champlain. Fue el mejor y el mayor ejército que Gran Bretaña envió a América del Norte en esta guerra. Las fuerzas americanas de la región, por otra parte, habían disminuido, porque la mitad de ellas habían sido enviadas al frente del Niágara. Sólo quedaban 3.300 hombres para hacer frente a los británicos.
No parecía haber nada que pudiese impedir al ejército de Prevost hacer lo que Burgoyne no había logrado hacer treinta y siete años antes: descender por el lago Champlain y el río Hudson hasta Nueva York, separar a la desafecta Nueva Inglaterra y quizá unirla al ejército británico que estaba atacando el corazón de América más al sur. Si se podía llevar a cabo esto, Estados Unidos tendría que rendirse a aceptar los términos que una Gran Bretaña victoriosa quisiera establecer.
Y si al frente del ataque británico hubiera estado un comandante más capaz, podía haber ocurrido esto. Pero era Prevost quien estaba al mando. No quería avanzar demasiado al sur a menos de tener la certeza de que sus líneas de suministros a través de toda la extensión del lago eran seguras. Y no podían ser seguras, en su opinión, si no se eliminaba del lago Champlain una pequeña flotilla americana de catorce barcos.
Por consiguiente, cuando entró en el Estado de Nueva York, el 31 de agosto de 1814, sólo avanzó unas veinticinco millas, hasta Plattsburg, en la mitad de la costa occidental del lago. Allí, el 6 de septiembre, se detuvo y esperó la noticia de que los barcos americanos habían sido eliminados.
Los barcos americanos estaban comandados por Thomas McDonough (nacido en Delaware el 31 de diciembre de 1783), quien había estado con Decatur en el incendio del Philadelphia. Tenía dos barcos menos que el enemigo y seis cañones menos. Pero sus cañones de corto alcance eran más poderosos que los de los barcos británicos, de modo que su tarea era maniobrar de tal manera que el enemigo se acercase.
Por ello, colocó deliberadamente sus barcos a lo largo de un estrecho canal. Los barcos británicos, para avanzar hacia el sur en apoyo de Prevost, tenían que pasar cien metros de los barcos americanos. La alternativa era no moverse en absoluto, y Prevost, atrapado en la trampa del miedo, insistió en que se desplazasen.
Los barcos británicos descendieron el 11 de septiembre de 1814, y durante dos horas las dos escuadras se bombardearon una a otra furiosamente. McDonough maniobró con sus barcos magistralmente, llevando su buque insignia de un lado a otro para poder lanzar mejor sus andanadas sobre el buque insignia enemigo. Finalmente, ambos bandos sufrieron más de cien bajas, pero los barcos de McDonough estaban a flote, mientras que los barcos británicos quedaron reducidos a la impotencia. Como resultado de la batalla del lago Champlain, los americanos obtuvieron el control completo del lago, y Prevost, desesperado, renunció a la ofensiva y, abandonando sus suministros, retornó a Canadá. El gobierno británico lo hizo volver cubierto de deshonra, mientras que McDonough obtuvo una medalla de oro del Congreso, y las legislaturas de Nueva York y Vermont votaron una asignación de tierras para él.
Así, aunque los americanos fracasaron honorablemente en el frente del Niágara, los británicos fracasaron bastante más vergonzosamente en el frente del lago Champlain, y la guerra en el norte llegó a su fin manteniendo cada parte sus posesiones.
Batalla en el centro.
La línea central de la triple ofensiva británica tuvo mejor comienzo.
En agosto de 1814, mientras que los americanos del frente del Niágara se habían retirado después de la batalla de Lundy’s Lane y Prevost se aprestaba a marchar hacia el sur en masa, barcos de la escuadra de bloqueo británica, con 4.000 veteranos británicos a bordo, entraron en la bahía de Chesapeake. Remontaron el río Patuxent y, el 19 de agosto, desembarcaron en Benedict, Maryland, a cuarenta kilómetros al sudeste de Washington, D. C.
Uno de sus objetivos era apoderarse de ciertos cañoneros que estaban al mando del comodoro Joshua Barney (nacido en Maryland en 1759), que había sido uno de los corsarios de más éxito de la Guerra Revolucionaria. El único medio que tenía Barney de impedir que los cañoneros cayesen en manos de los británicos era destruirlos, y esto fue lo que hizo.
Desaparecidos los cañoneros, los británicos pasaron a su siguiente objetivo: marchar sobre Washington. Bajo el general Robert Ross, las fuerzas británicas avanzaron hacia el norte a lo largo, del Patuxent. Presumiblemente, esperaban hallar resistencia, pero no hubo ninguna. Los americanos no estaban preparados en absoluto.
El secretario de Guerra, John Armstrong (nacido en Carlisle, Pensilvania, en 1758), era un hombre incompetente, lo que no es sorprendente cuando se recuerda que era un íntimo amigo de Wilkinson. Nunca se le ocurrió que la larga línea costera de América podía ser atacada por un enemigo que dominase el mar. Peor aún, los Estados Americanos, aunque deseosos de defenderse a sí mismos, no sentían ninguna obligación de defender el Distrito de Columbia.
Unos 7.000 soldados fueron reunidos a duras penas, de los cuales sólo unos pocos centenares eran soldados profesionales, los mejores de los cuales eran los 400 marineros a quienes Barney había hecho marchar por tierra hacia Washington después de haber destruido sus cañoneros. Estaban bajo el mando de William H. Winder, otro de los incompetentes del ejército, mantenido en el mando porque era primo del gobernador de Maryland.
Cuando, el 24 de agosto, los británicos llegaron a Bladensburg, a ocho kilómetros al norte de Washington, Winder se dirigió allí apresuradamente con sus tropas. El presidente Madison y la mayoría de su gabinete acudió a observar.
Y lo que vieron fue una vergüenza americana. Los americanos superaban a los británicos en dos a uno y ocupaban una posición mejor. Pero los inexpertos soldados americanos no pudieron resistir el fuego enemigo. Después de sufrir unas pocas bajas, rompieron filas a los quince minutos y huyeron, dejando abierto al enemigo el camino hacia Washington.
Los 400 marineros de Barney pusieron un toque de gloria a la derrota enfrentando a la retaguardia británica durante media hora, pero eran superados de diez a uno. Barney, herido en la lucha, finalmente ordenó que se retirasen. El ejército británico de Ross entró en Washington, D. C., y por primera y única vez en la historia de los Estados Unidos después de la Guerra Revolucionaria su capital estuvo en manos del enemigo.
El presidente Madison y el resto del gobierno se vieron obligados a huir precipitadamente a Virginia.
El comandante británico había recibido órdenes específicas de destruir la sede del gobierno en venganza por el incendio de York y otros lugares de Canadá por los americanos, cosa que los británicos hicieron con deleite.
Prendieron fuego al Capitolio y a la Casa del Ejecutivo, así como a la mayoría de los otros edificios públicos. Pero no hubo saqueo ni destrucción de viviendas privadas. Al día siguiente, el 25, una fuerte tormenta apagó los rescoldos y los británicos abandonaron la ciudad, habiendo realizado su propósito. Madison y otros miembros del gobierno volvieron sigilosamente el 27, y el secretario Armstrong fue obligado a renunciar por la exigencia popular.
(Sólo por un estrecho margen el Congreso votó la reconstrucción de Washington en vez de establecer una nueva capital en otra parte. La Casa del Ejecutivo fue pintada de blanco para ocultar algunos de los efectos del fuego y desde entonces ha sido llamada la «Casa Blanca»).
Los británicos, mientras tanto, se entregaron a una tarea más importante: llevaron un ataque contra Baltimore.
Baltimore era un puerto importante; había sido atacada en forma directa y tomada inmediatamente. Pero los británicos se habían desviado para tomarse una pequeña venganza contra Washington, y el retraso dio tiempo a los americanos, que era lo que más necesitaban.
El general Samuel Smith (nacido en Carlisle, Pensilvania, en 1752), que era un senador de Maryland, puso a trabajar a los ciudadanos de Baltimore y supervisó la construcción de un formidable conjunto de obras de defensa alrededor de la ciudad. Mientras los británico perdían el tiempo provocando incendios en Washington, Smith reunió 13.000 hombres y apostó mil de ellos el Fort McHenry, que dominaba el puerto de Baltimore.
La flota británica remontó el Chesapeake y, el 12 di septiembre, dieciocho días después del incendio de la Casa del Ejecutivo y un día después de terminar la batalla del lago Champlain, los británicos se lanzaron hacía el norte y llegaron a North Point, a dieciséis kilómetros al sudeste de Baltimore.
Las tropas británicas desembarcaron y avanzaron hacia Baltimore. En Godly Woods, a cinco millas al este de Baltimore, encontraron un contingente de americanos enviados por Smith. Pero no fue como Bladensburg. Los británicos fueron vapuleados y Ross, el conquistador de Washington, fue muerto.
Los americanos, después de infligir 300 bajas y sufrir 200 propias, finalmente se retiraron, pero los británicos comprendieron que no podrían tomar Baltimore por tierra. La ciudad tenía que ser ablandada primero con un bombardeo desde el mar.
En la noche del 13 de septiembre, por ello, los barcos británicos se acercaron todo lo posible a los cañones de Fort McHenry y empezaron un bombardeo que duró toda la noche. A bordo de uno de los barcos había un abogado americano, Francis Scott Key (nacido en el condado de Frederick, Maryland, el 1 de agosto de 1779), quien estaba tratando de negociar la liberación de un anciano médico, un amigo suyo que había sido capturado en Washington.
Tuvo que permanecer a bordo durante el bombardeo, y pasó una noche desasosegada tratando de saber si Fort McHenry se vería obligado a rendirse. Cuando rompió el alba, el viejo médico, igualmente ansioso, preguntó insistentemente: «¿Está todavía allí la bandera?»
Inspirado, Key escribió un poema de cuatro estrofas como expresión de sus sentimientos. Las primeras dos estrofas son las siguientes:
¡Oh!, dime, ¿puedes ver a la temprana luz del alba, lo que tan orgullosamente saludamos en el último resplandor del crepúsculo, cuyas anchas bandas y brillantes estrellas, en medio de la peligrosa lucha, sobre las murallas observábamos ondeando garbosa mente? Y el rojo resplandor de los proyectiles, las bombas que estallaban en el aire, daban prueba en la noche de que nuestra bandera aún estaba allí. ¡Oh!, dime, ¿ondea todavía la bandera estrellada sobre la tierra de los libres y el hogar de los valientes? En la costa, oscuramente vista entre las brumas de las profundidades, donde la arrogante hueste enemiga reposa en mortal silencio, ¿qué es aquello que la brisa, sobre la elevada pendiente, al soplar a rachas, ya oculta, ya descubre? Ahora recibe la luz del primer destello de la mañana, reflejada en toda su gloria, ahora brilla en la corriente: ¡Es la bandera estrellada! ¡Que ondee por largo tiempo sobre la tierra de los libres y el hogar de los valientes! |
Key llamó al poema «La defensa de Fort McHenry». Fue publicado el 20 de septiembre, una semana después del bombardeo, e inmediatamente se hizo popular. Se observó que las palabras se adecuaban a una vieja canción báquica llamada «A Anacreonte en el Cielo», y el poema, cantado de esta manera, y más tarde llamado «La bandera estrellada», se convertiría en el himno nacional de los Estados Unidos.
Como indica el poema, el bombardeo de Fort McHenry fue un fracaso para los británicos. Se renunció a todo el proyecto. Los soldados británicos volvieron a sus barcos y dejaron Baltimore el 17 de septiembre. Un mes más tarde, la flota abandonó la bahía de Chesapeake en dirección a las Antillas. El ataque por el centro, aunque provocó más de un sobresalto al comienzo, fue un fracaso tan grande como el ataque en el norte.
Mientras tanto, continuaron las negociaciones de paz. Cuanto más declinaba la estrella de Napoleón después de su derrota en Rusia, tanto más ansiosos estaban el presidente Madison y el secretario de Estado James Monroe por llegar a una paz de algún género antes de que toda la furia británica pudiera volverse contra los Estados Unidos. La misión americana de paz, que llevaba las negociaciones en Europa, incluía a Gallarin (que seguía siendo secretario de Hacienda bajo Madison) y a John Quincy Adams (nacido en Quincy, Massachusetts, el 11 de julio de 1767, y que era el hijo mayor del ex presidente John Adams).
Durante bastante más de un año los negociadores americanos lucharon por lograr algo que pudieran aceptar. Al principio habían insistido en que cualquier acuerdo de paz debía incluir el abandono por los británicos del derecho de requisa, pero cuando Napoleón, abdicó y la causa americana parecía cada vez más desesperada, se renunció a esta exigencia. Siguiendo instrucciones de su gobierno, convinieron en aceptar un tratado de paz en el que no se mencionase la cuestión de las requisas.
Pero los británicos no eran fáciles de aplacar. En su opinión, los americanos los habían apuñalado por la espalda cuando luchaban contra la amenaza mundial que representaba Napoleón. Los británicos estaban decididos, por ello, a no permitir que los despreciados yanquis salieran de apuros demasiado fácilmente. Exigieron concesiones territoriales de todo género que los americanos no podían conceder. Las noticias del incendio de Washington hicieron aún más arrogante la actitud británica, pero poco después llegaron las noticias de los fracasos en el lago Champlain y en Baltimore, y el orgullo británico se desinfló repentinamente.
El gobierno británico se dirigió al duque de Wellington, que era su más grande general y había contribuido mucho a la derrota de Napoleón, y se le preguntó si se haría cargo de la guerra en América del Norte. Wellington dijo que lo haría si se le ordenaba, pero que sin el control de los lagos, no serviría de nada. Aconsejó firmar una paz sin cambios territoriales.
Así fue. El 24 de diciembre de 1814 se firmó un tratado de paz en Gante, en lo que ahora es Bélgica. El Tratado de Gante no hizo más que restaurar la situación anterior. No se mencionaba la requisa, no se resolvían los problemas comerciales ni se estipulaban cambios territoriales. Sin embargo, terminadas las guerras napoleónicas, era razonable esperar que la actitud británica ahora se ablandase; ya era suficiente con que hubiera paz. Los Estados Unidos, después de dos años y medio de más derrotas que victorias, no estaba con ánimo de pedir más.
Batalla en el sur.
Pero hubo una seria dificultad. El Tratado de Gante no era legalmente obligatorio hasta no ser ratificado por ambos gobiernos y las noticias tardaban seis semanas en llegar a Washington, D. C. Si de algún modo la gente que estaba en los escenarios de combate se enteraba de que el tratado había sido firmado, las hostilidades activas cesarían, en espera de la ratificación, pero en 1814 no había ningún cable atlántico. La lucha continuó.
La tercera punta de la triple ofensiva británica, la dirigida contra Nueva Orleáns, estaba proyectada para comenzar en el otoño de 1814, y así fue.
Más aún, también Andrew Jackson estaba avanzando. Jackson fue con mucho la más colorida personalidad de ese período de la historia americana. En la adolescencia, había sido tomado prisionero por los británicos durante la Guerra Revolucionaria y fue golpeado en el rostro con un sable, de plano, por negarse a lustrar las botas de un oficial. Jackson raramente olvidaba una afrenta, de modo que fue antibritánico por el resto de su vida.
Después de la Guerra Revolucionaria, vivió en Carolina del Norte, se hizo abogado y pronto se trasladó a Tennessee. Formó parte de la convención que elaboró un proyecto de constitución para el nuevo Estado, y luego, en su representación, estuvo un tiempo en cada una de las cámaras del Congreso. Retornó a Nashville, donde fue juez, y se sintió brevemente atraído por las suaves ideas de Aaron Burr. Tan pronto como Jackson se dio cuenta de que Burr planeaba cometer una traición, le retiró su apoyo.
Cuando estalló la Guerra de 1812, Jackson, quien fue puesto al mando de la milicia de Tennessee, echaba espuma por la boca de ansias de enfrentarse con los ingleses. Cuando finalmente se le asignó una tarea, sin embargo, fue la de combatir a los indios creeks.
La triunfal conclusión de esta campaña y el tratado por el cual los indios creeks cedían la mayor parte de lo que es ahora el Estado de Alabama a los Estados Unidos hicieron de Jackson un héroe del oeste. Impacientemente, avanzó hacia el sur para enfrentarse con los británicos.
Era seguro en 1814 que los británicos atacarían en el sur y su objetivo sería, finalmente, Nueva Orleáns. Pero Jackson pensó que la mejor estrategia para los británicos era apoderarse de una base en la costa del golfo, quizá Mobile o, mejor aún, Pensacola, en la Florida española, y desde allí atacar en el Mississippi al norte de Nueva Orleáns, a fin de tomar este rico puerto por sofocación.
Con esta idea, y en contra de las instrucciones (raramente prestaba atención a las instrucciones), estableció una base propia en Mobile y, dirigiéndose al este, invadió Florida y colocó una fuerza de ocupación en Pensacola, el 7 de noviembre de 1814. Su razonamiento era que España, en la guerra contra Napoleón, era la aliada de Gran Bretaña, y el aliado de nuestro enemigo también es nuestro enemigo.
La ofensiva británica se inició el 26 de noviembre, cuando una flota que transportaba 7.500 soldados veteranos británicos abandonó las Antillas y se dirigió al golfo de México. Al frente de esas tropas estaba el general Edward Pakenham, cuya hermana estaba casada con el duque de Wellington.
Jackson tardó un poco en comprender que los británicos se dirigían directamente a Nueva Orleáns y no iban a intentar primero establecer una base en la costa del golfo. Cuando esto estuvo claro, Jackson se abalanzó al oeste, a Baton Rouge, a ciento treinta kilómetros (noroeste de Nueva Orleáns, para esperar los sucesos.
El 13 de diciembre, la flota británica entró en el lago Borne, una entrada del golfo de México, cuyo borde occidental estaba a sólo diecinueve kilómetros al este de Nueva Orleáns. Inmediatamente, Jackson lanzó su tropas a esta ciudad, colocó a ésta bajo la ley marcial ordenó rápidos ataques que desconcertaron a los británicos y construyó una línea defensiva al sudeste de la ciudad.
Mientras las dos partes maniobraban para ocupar posiciones, se firmó el Tratado de Gante. Pero esto nadie podía saberlo. El 8 de enero de 1815, diez días después de la firma del tratado, Pakenham lanzó el ataque. Envió 5.300 hombres contra los parapetos, detrás de los cuales había 4.500 hombres de Kentucky y Tennessee, cada uno con un rifle largo y todos expertos tiradores. Para los británicos, fue un suicidio; sencillamente, eran blancos animados.
Los fusileros americanos dispararon a su gusto y en media hora mataron o hirieron a 2.000 soldados británicos, a costa de 21 bajas propias. Tres generales, incluído Pakenham, se contaron entre los muertos.
Los británicos se retiraron y, después de un período de espera en el que permanecieron aturdidos, se reembarcaron el 27 de enero y se dispusieron a probar suerte en Mobile a fin de cuentas, cuando les llegaron las noticias del tratado de paz.
Aunque la batalla de Nueva Orleáns nunca se habría librado si los americanos hubiesen sabido que se había firmado el Tratado de Gante, en algunos aspectos fue la batalla de mayores consecuencias de la guerra.
En primer lugar, las noticias de la desproporcionada victoria llegaron al público americano antes que las noticias de la firma de la paz, lo cual dio a los Estados Unidos la sensación de haber ganado la guerra. Si el duelo entre el Constitution y el Guerriére había sido el Bunker Hill de la Guerra de 1812, y la batalla del lago Erie había sido equivalente a la de Saratoga, la batalla de Nueva Orleáns fue la análoga de la de Yorktown.
Después de eso, la noticia de una paz de compromiso que no resolvía ninguno de los puntos por los que se había librado la guerra no desalentó ni humilló a la nación. Las noticias del tratado llegaron a Nueva York el 11 de febrero de 1815, y el presidente Madison proclamó formalmente la paz el 17 de febrero. Para entonces, con la batalla de Nueva Orleáns en su haber, los americanos podían mirar a los británicos a los ojos y desafiarlos a que sostuvieran que la Guerra de 1812 había sido una derrota americana.
Otro estímulo del orgullo americano fue el asunto de los Estados de Berbería. El gobernante de Argelia había aprovechado la Guerra de 1812 para declarar la guerra a los Estados Unidos, apoderarse de barcos americanos y poner en prisión a ciudadanos americanos. Tan pronto como llegó la paz, Stephan Decatur fue enviado con diez barcos al Mediterráneo. El 30 de junio de 1815 obligó a Argelia a capitular y terminaron todos los problemas con los Estados de Berbería.
De hecho, las noticias de la batalla de Nueva Orleáns tuvieron un efecto aún más saludable sobre los británicos. En general, el público británico, que se enteró de la paz prácticamente tan pronto como se firmó, estaba muy insatisfecho. La gloria de haber derrotado a Napoleón y el hecho de que los británicos hubiesen incendiado Washington, D. C., les hizo pensar que no era aceptable nada menos que la victoria absoluta sobre los Estados Unidos. Consideraban que una paz de compromiso era una mezquina rendición. Si no hubiese ocurrido nada más, es posible que el resentimiento británico hubiese hecho inestable la paz.
Las noticias de la batalla de Nueva Orleáns tuvieron un efecto sosegador sobre la opinión pública británica. Las exigencias sedientas de sangre de aplastar a los americanos repentinamente parecieron sin sentido. Por añadidura, poco después de que llegasen las noticias de la derrota británica llegaron los informes de que Napoleón había abandonado la isla de Elba y desembarcado en Francia. De pronto, la guerra contra Napoleón se encendió nuevamente y los británicos tuvieron cuestiones mucho más serias en las cuales pensar que los yanquis del otro lado del mar.
El nuevo intento de Napoleón no duró mucho, y el 18 de junio de 1815 fue definitivamente aplastado por el duque de Wellington en la batalla de Waterloo. Esto era gloria suficiente para los británicos, y no necesitaban nada más a expensas de los Estados Unidos.
En verdad, la batalla de Waterloo anunció un período de casi exactamente un siglo en el que sólo hubo guerras locales, por lo general breves y no sangrientas, en Europa. Durante ese tiempo, Gran Bretaña siguió teniendo el dominio indiscutido de los mares y, detrás de la barrera de la armada británica, Estados Unidos pudo, por un siglo, crecer y desarrollarse sin mucho temor a la interferencia externa.
En la medida en que esto fue el resultado de la tolerancia británica nacida del efecto apaciguador de la batalla de Nueva Orleáns, esta batalla fue una de las más útiles jamás librada por los Estados Unidos y, si se consideran los sucesos del siglo XX, también por Gran Bretaña.
Las consecuencias de la paz.
En 1815, puede decirse imparcialmente que Estados Unidos se había demostrado a sí mismo que su nacimiento había sido un éxito y que había sobrevivido a su infancia crítica. Nunca volvería a estar en peligro por causa de una potencia extranjera, y tan ciertamente parecía ser esto el resultado de haber salido a salvo de la Guerra de 1812 que esta guerra es llamada a veces «la Segunda Guerra de la Independencia». Por esta razón, es un punto conveniente para dar fin a un libro titulado El nacimiento de los Estados Unidos.
Durante un tiempo después de 1815, debe de haber parecido que se había logrado internamente un éxito similar, pues, casi milagrosamente, las dimensiones partidistas empezaron a desaparecer y casi todos los americanos se hicieron republicanos demócratas.
Los federalistas habían cavado su propia tumba. Su encono contra la guerra fue suficientemente intenso como para que sus acciones parecieran traidoras. Se negaron a combatir en la guerra y no hicieron ningún secreto de su deseo de aumentar su poder a expensas del gobierno central, al que consideraban que estaba en las garras del sur y del oeste.
Durante todo 1814, cuando Gran Bretaña parecía lista para la cacería, fueron elegidos delegados de los cinco Estados de Nueva Inglaterra y, el 15 de diciembre de 1815, se reunieron en Hartford. La atmósfera nacional era sombría, pues la mayoría de la gente estaba segura de que los británicos pronto tomarían Nueva Orleáns y no había llegado aún ninguna noticia de que los británicos estuviesen suavizando sus exigencias territoriales.
La «Convención de Hartford» se reunió durante tres semanas, hasta el 5 de enero de 1815. Las figuras principales de la convención fueron George Cabot (nacido en Salem, Massachusetts, en 1752) y Harrison-Gray Otis (nacido en Boston, en 1765, y sobrino de James Otis).
La convención adoptó un conjunto de resoluciones que exigían un considerable debilitamiento del Gobierno Federal: un solo mandato para los presidentes, limitaciones a los reclutamientos y embargos militares, derechos restringidos para los ciudadanos naturalizados, etc. La exigencia más importante era la de que cada Estado usase los impuestos federales recaudados dentro de sus límites para su propia defensa.
Naturalmente, si cada Estado era responsable de su propia defensa, toda acción unida en tiempo de guerra sería imposible y la nación se desmembraría al menor roce del exterior. El Gobierno Federal no podía aceptar esto, a menos que ya hubiese sufrido una humillante derrota y careciese de todo poder.
Pero esto era lo que los hombres de la Convención de Hartford esperaban que ocurriera, y designaron a Otis para que encabezase una delegación que fuese a Washington para presentar sus exigencias al presidente Madison.
Como la Convención Constitucional, la de Hartford decidió mantener sus deliberaciones en secreto. Pero, considerando que eran tiempos de guerra y que Nueva Inglaterra era notoriamente desafecta, fue una actitud poco sensata. Los republicanos demócratas proclamaron ruidosamente que la Convención de Hartford estaba tramando una traición, y la nación en su conjunto lo creyó. ¿Por qué, si no, habían de ser tan sigilosos? Y aunque las resoluciones no constituían, en verdad, una traición abierta, es fácil creer que la delegación de Otis pretendía amenazar con la secesión si el presidente Madison no aceptaba sus concepciones.
La delegación de Otis no se preocupó por las acusaciones de traición, pero cuando estuvieron en Baltimore llegaron las noticias de la enorme victoria de Nueva Orleáns. De pronto, pensaron que el presidente Madison no se avendría a razones. Luego llegaron las noticias de una paz que dejaba totalmente intactos a los Estados Unidos y que, junto con la batalla de Nueva Orleáns, podía considerarse victoriosa. Ahora parecía que Madison ni siquiera hablaría con ellos.
Vagaron fútilmente durante un tiempo en Washington y luego, no pudiendo hacer nada, se marcharon. Ellos, junto con la Convención de Hartford y todos los federalistas de todas partes inspiraron algo que era mucho peor que el temor y la cólera: el ridículo y el desprecio.
El Partido Federalista se desvaneció entre las risas provocadas por el gesto más grotescamente inoportuno de la historia americana, y a los pocos años había desaparecido totalmente. Le siguió lo que se llama a veces «la Era de los Buenos Sentimientos», porque parecía que todos los americanos ahora estaban de acuerdo en lo fundamental y avanzarían unidos.
Stephen Decatur, a su regreso del Mediterráneo, era el héroe del momento. Cuando se hizo un brindis en su homenaje en una reunión de Norfolk, en 1816, respondió con otro que parecía rezumar el sentimiento de unidad y seguridad de un pueblo confiado en su propio destino:
«¡Por nuestro país! Que en su intercambio con naciones extranjeras tenga siempre razón; pero ¡por nuestro país, con razón o sin ella!».
Desde la época en que se firmó la Declaración de la Independencia hasta las resonancias del grandilocuente brindis de Decatur, habían pasado exactamente cuarenta años. Cinco firmantes de la Declaración aún vivían. John Adams, Thomas Jefferson, Charles Carroll de Carrollton, William Floyd (nacido en Brookhaven, Nueva York, en Is 1734) y William Ellery (nacido en Newport, Rhode Island, en 1727). Desaparecido el peligro externo, aparentemente asegurada la paz interna, ¿qué podía andar mal?
Sin embargo, algo fue mal. A los cuatro años del brindis de Decatur, se abrió un sonoro debate sobre la admisión de nuevos Estados, debate que señaló el comienzo de una disputa que, por otros cuarenta años, se haría cada vez más acelerado, más enconado, más lleno de odio, hasta que la nación sobre la cual parecía brillar un sol tan resplandeciente hizo lo que ningún enemigo externo podía haber hecho.
Casi se destruyó a sí misma.
Pero cómo ocurrió eso y cómo sobrevivieron los Estados Unidos, debe ser el tema de otro libro.