Francia interviene.
Pese a las brillantes perspectivas en el oeste y en el mar, Washington sabía que no era probable que la guerra terminase sin una derrota efectiva de los británicos en la costa marítima. Para esto, sus fuerzas eran insuficientes.
En 1778, los británicos tenían firmemente en sus manos los puertos de la ciudad de Nueva York y de Newport, en Rhode Island. Mientras dominasen el mar, podían reforzar sus ejércitos en ambas ciudades a su gusto y desde ellas como bases atacar cualquier punto de la costa. Si Washington podía romper la línea de barcos británicos, cualquiera de las dos ciudades, o ambas, podía ser asediada y obligada a rendirse por hambre, y los británicos muy probablemente tendrían que renunciar a la guerra.
Pero la destrucción de la flota británica sólo podía ser obra, si es que era posible, por la flota francesa, y los franceses consideraban esta posibilidad. Poco después de que se ratificase la alianza con América, Francia envió una escuadra de diecisiete barcos al oeste, bajo el mando de Charles Héctor D’Estaing. Estos buques llegaron a las cercanías de Nueva York el 8 de julio de 1778.
Mas para entonces los británicos habían evacuado Filadelfia (precisamente porque habían recibido noticia de que estaba en marcha una escuadra francesa) y se concentraron en Nueva York. La flota británica estaba en el puerto esperando, y la cuestión era si los barcos franceses navegarían a través de los estrechos para hacerle frente.
Quizá D’Estaing estaba deseoso de hacerlo, pero sus oficiales y los pilotos locales no. Estaban seguros de que navegar hasta los cañones británicos era suicida. Por ello, la escuadra francesa cambió de rumbo y trató, en cambio, de obtener el premio menor de Newport.
En Newport, estaban a punto de desembarcar, el 29 de julio, cuando se levantó una tormenta. Los barcos franceses se alejaron para eludir las grandes olas y hallaron que una escuadra británica, con refuerzos recientemente llegados, los estaba esperando. Podía haberse producido una batalla, pero la tormenta empeoró y por un momento pareció que ambas flotas serían imparcialmente destruidas. Cuando terminó, los barcos británicos volvieron maltrechos a Nueva York, mientras los barcos franceses se dirigieron con dificultad a Boston y luego a las Antillas para pasar el invierno.
Washington no pudo hacer más que rechinar los dientes. Cualquiera que fuese el valor de la alianza con Francia, la flota francesa, en todo caso, no había logrado nada.
En cuanto a Clinton, con su cuartel general en Nueva York, pensó que, inalterado su dominio de los puertos de mar, podía atacar en otra dirección. Hasta entonces, la cota meridional no había sido tocada por la guerra. Clinton sabía que el sentimiento leal a Gran Bretaña era particularmente fuerte en Georgia y si podía atacar allí, podía establecer una base valiosa desde la cual operar contra el norte.
Por ello, el 25 de noviembre envió al sur a 3.500 hombres bajo el mando del teniente coronel Archibald Campbell, por el océano, que aún estaba firmemente en manos del poder marítimo británico. Se dirigieron a Savannah, Georgia, el puerto americano más meridional. Desde Florida (en poder de los británicos desde 1763), mil hombres comandados por Augustine Prevost marcharon hacia el norte.
El plan fue cumplido a la perfección. El 29 de diciembre de 1778, Savannah fue tomada por los británicos con escasas dificultades. Una fuerza americana de menos de mil hombres fue sencillamente barrida. Desde Savannah, Campbell avanzó al norte, a Augusta, que fue tomada el 29 de enero de 1779.
Los americanos contraatacaron lo mejor que pudieron ganando algunas batallas menores en los lindes (útiles desde el punto de vista moral), pero ni Augusta ni Savannah pudieron ser retomadas. El principal esfuerzo se efectuó el 3 de septiembre de 1779, cuando D’Estaing llevó la flota francesa a Savannah desde las Antillas. Disponía de treinta y cinco barcos y 4.000 soldados. En Savannah, defendiendo la ciudad, estaba Prevost, con sólo 3.000 soldados.
La situación parecía favorable a los americanos. Algunos barcos británicos fueron tomados cerca de Savannah, y se puso sitio a esta ciudad. Alrededor de 1.500 soldados americanos al mando de Benjamin Lincoln (nacido en Hingham, Massachusetts, en 1733), quien había prestado buenos servicios en Saratoga, bloquearon los accesos terrestres y, por supuesto, los barcos franceses bloquearon la ciudad por mar.
Pero la estación estaba avanzada y había posibilidades de tormentas a medida que el otoño se acercaba a su fin. D’Estaing pensó que sus buques estaban peligrosamente expuestos y se puso cada día más intranquilo. El 9 de octubre pensó que era necesario intentar un asalto directo contra las posiciones fortificadas británicas, pero fue como Bunker Hill al revés.
La fuerza atacante fue barrida. D’Estaing quedó herido y Casimir Pulaski, que cargó temerariamente a la cabeza de sus hombres, recibió la muerte. Fue el primero de los voluntarios extranjeros importantes que murió por la causa americana. Había combatido bien en Brandywine y Germantown, y había estado con el ejército en Valley Forge.
D’Estaing, totalmente desalentado, llevó de vuelta su flota a Francia. Había estado frente a la costa americana durante más de un año y no había logrado nada, aunque, para hacerle justicia, había hecho todo lo que pudo.
A fines de 1779, toda Georgia estaba en manos británicas y, después de cuatro años y medio de lucha, los británicos podían decir que habían sometido al menos a una de sus antiguas colonias.
Contrarrestaban la pérdida de Georgia algunos éxitos americanos en el Norte. Clinton había expandido cautamente su dominio de las regiones que rodeaban a Nueva York. Hizo incursiones por la costa de Connecticut y llevó sus fuerzas aguas arriba del río Hudson. El 31 de mayo de 1779 tomó un fuerte americano sin terminar en Stony Point, a cincuenta kilómetros al norte de Nueva York. Colocó 1.700 hombres en el fuerte como guarnición.
La acción siguiente fue emprendida por el general Anthony Wayne (nacido en Waynesboro, Pensilvania, el 1 de enero de 1745), quien había estado con Arnold en la retirada de Quebec, había luchado en Brandywine y Germantown y había padecido en Valley Forge. Se había desempeñado particularmente bien en Monmouth, donde su conducción tuvo un papel importante en hacer que la batalla terminase en un empate después de que Charles Lee hubiese desaprovechado la ocasión.
Ahora su intención era atacar Stony Point con 1.500 hombres. Un desertor que abandonó el ejército para no participar en tal temeraria operación llamó loco a Wayne por soñar siquiera en tal acción. Wayne no sólo la soñó: sino que la llevó a cabo. El 16 de julio de 1779, a la medianoche, lanzó una carga salvaje. Los británicos, demasiado confiados, estaban durmiendo, y toda la guarnición, junto con quince cañones y algunos valiosos suministros, fue tomada a costa de sólo un puñado de bajas de los americanos. El resultado de esta carga supuestamente loca fue que Wayne ha sido conocido desde entonces por los historiadores como el «Loco Anthony».
En el interior del Estado, John Sullivan, que había combatido en Brooklyn y en Trenton, condujo fuerzas americanas contra los leales a los británicos y los indios, quienes habían efectuado matanzas como las de Wyoming Valley y Cherry Valley. Llevó a sus hombres al noroeste desde Wilkes-Barre y se le unió otra fuerza proveniente del suroeste, de Albany. Un total de 2.700 hombres se desplazaron hacia el oeste, a lo que es ahora Elmira, Nueva York. Allí, el 29 de agosto de 1779, los Comandos de Butler y sus aliados iroqueses al mando de Joseph Brant fueron rotundamente derrotados.
Luego las fuerzas americanas procedieron torvamente a acabar con los iroqueses. Los asentamientos indios fueron sistemáticamente destruidos, los huertos segados y los campos de cereales arrasados. La destrucción fue total y el poder iroqués quedó destruido para siempre.
De allende los mares llegaron noticias de una nueva ayuda.
España había combatido con Gran Bretaña, intermitentemente, durante dos siglos, y estaba tan ansiosa como Francia de debilitar a su gran enemiga.
Sin embargo, era más renuente que Francia a hacerlo mediante la ayuda a los americanos. España, como Francia, era una monarquía absoluta. Y a diferencia de Francia, España no tenía un conjunto vigoroso de intelectuales izquierdistas. No había ningún deseo en España de acudir en ayuda de un grupo de bribones que hablaban de libertad y democracia.
Mas si era derrotada Gran Bretaña, España podía adueñarse del territorio situado al este del Mississippi, territorio que, sumado a sus posesiones al oeste del río, habría puesto todo ese rico valle bajo su dominio.
Además, tenía internamente mayores quejas contra Gran Bretaña. Gibraltar, punto fuerte de la costa meridional de España, había sido tomado por Gran Bretaña en 1704 y lo había retenido contra todos los intentos de España para recuperarlo.
El 3 de abril de 1779 España juzgó que Gran Bretaña tenía suficientes problemas como para poder hacerle un pequeño chantaje. Pidió a Gran Bretaña que le devolviera Gibraltar, y la amenazó con la guerra si se negaba ello. Los británicos se negaron. España llegó a un acuerdo con Francia, pues, y el 21 de junio de 1779 declaró formalmente la guerra a Gran Bretaña.
España era débil y, por sí sola, no constituía una amenaza para Gran Bretaña. Pero tenía una flota que, suma da a la francesa, aumentaba las probabilidades de que Gran Bretaña perdiera el dominio del Atlántico. Si esto ocurría, aunque fuese temporalmente, Gran Bretaña podía perder la guerra en América del Norte. El 27 de septiembre de 1779, el Congreso designó a John Jay (nacido en la ciudad de Nueva York el 12 de diciembre de 1745 ministro en España. Hijo de un próspero comerciante Jay había sido miembro de ambos Congresos Continentales, Pero había sido elegido también para la Legislatura de Nueva York y optó por asistir a las sesiones de ésta de modo que se perdió la oportunidad de firmar la Declaración de la Independencia. El 7 de diciembre d 1778 volvió al Congreso y fue elegido su presidente.
En España, la principal tarea de Jay era persuadir esta nación a que reconociese la independencia americana. En esto, fracasó. Después de todo, España también tenía colonias y no deseaba sentar ningún precedente que pudiese alentar los intentos de lograr la independencia d sus propias colonias. En cambio, abogó por una paz d compromiso por la que Gran Bretaña quedaría debilitada pero los americanos permanecerían bajo la férula británica, objetivo casi imposible de lograr.
La entrada de España en la guerra alentó a América a creer que Gran Bretaña podría estar dispuesta a aceptar términos de paz sobre la base del reconocimiento de la independencia americana. Pero Gran Bretaña, estimulada por los sucesos de Georgia, permaneció intransigente, y la guerra continuó.
Cobardía y traición.
Pese a las victorias aisladas de Stony Point, en el territorio indio, y en el mar, y pese a la entrada de España en la guerra, el invierno de 1779-1780 parecía sombrío, en verdad.
Georgia había sido separada y la flota francesa había resultado inútil en todo momento. El ejército de Washington, en sus cuarteles de invierno de Morristown, Nueva Jersey, donde había estado tres inviernos antes, estaba nuevamente en mala situación. Los suministros llegaban con lentitud y la paga se efectuaba con papel moneda emitido por el Congreso, con el cual no se podía comprar nada. Las raciones tuvieron que ser reducidas, y en la primavera partes del ejército estaban al borde del amotinamiento.
Y lo peor aún estaba por llegar, pues Clinton se dispuso a ampliar las victorias británicas en el sur. A ciento treinta kilómetros al noreste de Savannah estaba Charleston, la metrópoli de Carolina del Sur y el más ferviente centro del radicalismo al sur de Virginia. El 28 de junio de 1776 había rechazado a una fuerza británica enviada para tomarla, fuerza comandada por Clinton y Cornwallis.
En enero de 1780, Clinton y Cornwallis condujeron una flota desde Nueva York para borrar esa mancha de su hoja de servicios. Llevaron consigo 8.500 hombres, un tercio de los cuales eran leales americanos a Gran Bretaña. Prevost marchó con su ejército británico por tierra desde Savannah para unirse a ellos (había tratado de tomar Charleston sin apoyo naval, la primavera anterior, pero había fracasado).
Era políticamente imposible abandonar Charleston sin combatir, y Benjamin Lincoln, que había intentado valientemente expulsar a los británicos de Georgia, ahora encabezó una fuerza de más de 5.000 hombres y la introdujo en la ciudad.
Pero las posibilidades de Lincoln eran nulas. El 11 de abril de 1780, 14.000 británicos rodearon la ciudad por tierra y por mar. El 12 de mayo Lincoln comprendió que no tenía otra opción y se rindió. Unos 5.400 americanos fueron capturados en total, entre ellos siete generales, además de cuatro barcos y muchos suministros militares. Fue la más costosa derrota americana de la guerra.
Muy satisfecho, Clinton retornó a Nueva York, dejando a Cornwallis a cargo de la campaña meridional con una fuerza que estaba formada principalmente por leales. El segundo en el mando era sir Banastre Tarleton, quien cultivó deliberadamente una reputación de crueldad y permitió a sus soldados matar prisioneros.
A los pocos meses de la caída de Charleston, prácticamente toda Carolina del Sur estaba en manos británicas, con lo que éstos recuperaron a una segunda colonia rebelde.
Hubo lucha de guerrillas, sin duda, que acosaron a los británicos. Una banda guerrillera estaba bajo el mando de Francis Marion (nacido en el condado de Berkeley, Carolina del Sur, en 1732). Logró escapar de Charleston después de su caída y, ocultándose en las ciénagas, hostigó interminablemente a los británicos. Fue llamado el «Zorro de las Ciénagas». Otros jefes guerrilleros eran Andrew Pickens (nacido cerca de Paxtang, Pensilvania, en 1739) y Thomas Sumter (nacido cerca de Charlottesville, Virginia, en 1734).
Sus hazañas sirvieron para levantar la moral, pero no pudieron debilitar el dominio británico. Tampoco sirvió de mucho que una fuerza española tomase Mobile, sobre la costa del golfo, el 14 de marzo de 1780. (De hecho, esto empeoraba las cosas, en cierto modo, pues era improbable que todo territorio tomado por los españoles volviese a formar parte de territorio americano después de la guerra, aunque Gran Bretaña fuese derrotada).
Para restaurar el derrumbe del espíritu americano, era menester enviar un nuevo ejército para reemplazar al perdido en Charleston y compensar esta derrota con victorias.
En abril de 1780, Washington envió un destacamento al sur bajo el mando del barón de Kalb. Pero el Congreso, contra el consejo de Washington, designó a Gates para que comandase esa fuerza y lo puso por encima de Kalb. Todavía lo rodeaba la aureola de la victoria sobre Burgoyne en Saratoga.
Gates tomó el mando del ejército cerca de Hilisboro, en la parte septentrional de Carolina del Norte, y decidió marchar a Camden, en Carolina del Sur (a 190 kilómetros al norte de Charleston), donde Cornwallis había establecido una avanzada fortificada.
La marcha fue difícil, y lo había sido desde la salida del cuartel general de Washington. Los suministros tardaban en llegar, y los soldados padecían hambre. Cuando el ejército llegó a Camden, había menos de 3.000 hombres capaces de combatir y sólo 1.000 de ellos eran veteranos del ejército de Washington.
Cornwallis, que fue quizá el mejor general británico de la Guerra Revolucionaria, esperaba a Gates con menos hombres, pero mejor entrenados y en mejores condiciones.
El 16 de agosto de 1780 se libró la batalla de Camden. La brigada de Tarleton cargó y, al aproximarse el bosque de bayonetas, los americanos rompieron filas y huyeron. De Kalb y su contingente hicieron lo que pudieron para resistir a los británicos, pero fracasaron. De Kalb fue muerto.
En cuanto a Gates, tomó parte en la retirada. En verdad, su caballo tenía fama de ser el más veloz de América, y él lo lanzó a todo galope. Siguió retirándose, en un pánico absoluto, a lo largo de todo el camino hasta Charlotte, en Carolina del Norte, a cien kilómetros al norte de Camden. Sólo 700 soldados llegaron allí con él.
Esto puso fin a la carrera de Gates, pero la pérdida de un segundo ejército en una deshonrosa derrota era pagar un precio demasiado alto por librarse de un cobarde incapaz.
El destino del «héroe» de Saratoga, sin embargo, fue mejor que el del héroe real, pues ahora, en ese negro año de 1780, Benedict Arnold añadió el capítulo más negro de todos.
Pocos habían contribuido tanto a la causa americana como Arnold, que recibió muy poco a cambio. No obtuvo promoción ni reconocimiento, sino sólo heridas. En el verano de 1778 no estaba apto para el servicio activo a causa de su pierna despedazada y se le dio el fácil cargo de comandar las fuerzas americanas de Filadelfia. Allí vivió bien, resarciéndose de la dureza de sus campañas.
Arnold nunca había sido popular entre los oficiales que poseían menos bríos y capacidad que él, y ahora sus extravagancias en Filadelfia le ganaron una total impopularidad. Fue acusado de violar varias reglas militares y tuvo que pedir un tribunal militar para probar su inocencia. El tribunal se reunió en diciembre de 1779 y fue convicto de un par de cargos menores y sentenciado a recibir una reprimenda de Washington.
Washington, que apreciaba los servicios de Arnold, había hecho lo posible para apoyarlo y a veces había impedido que renunciase encolerizado, en el pasado. Ahora hizo lo posible por salvar el orgullo de Arnold reprimiéndolo tan suavemente que puede decirse que no fue una reprimenda.
Sin embargo, el orgullo de Arnold estaba herido más de lo que podía soportar. Había quedado viudo en 1775, y en la primavera de 1779 se había casado con una bella joven de Filadelfia cuyas simpatías iban hacia los «leales». Fue fácil para ella persuadirlo de que debía hacer algo contra la ingratitud americana, y Arnold comenzó a sondear a los británicos sobre la posibilidad de venderles información por dinero.
Después del juicio del tribunal militar y de su condena, fue más allá. Pidió a Washington el mando de West Point, una importante fortificación a orillas del río Hudson, a unos sesenta y cinco kilómetros al norte de Nueva York. Washington, ansioso de complacer al desaprovechado general, se lo concedió. En la primavera de 1780, Arnold empezó a negociar la rendición del fuerte a los británicos a cambio de veinte mil libras.
El oficial británico que trató con Arnold era el comandante John André. Éste había luchado junto a Howe en la campaña que terminó con la captura de Filadelfia y, después del retiro de Howe, fue ayudante de campo del general Clinton a cargo del servicio de inteligencia. Había estado en el asedio y la captura de Charleston y, cuando volvió a Nueva York, en junio de 1780, le esperaba la oferta de Arnold de entregar West Point.
El 21 de septiembre de 1780, André remontó el Hudson con una bandera de tregua y convino los términos finales del acuerdo. Arnold recibiría veinte mil libras si la entrega de West Point se hacía con éxito, y diez mil si lo intentaba, fracasaba y tenía que huir al campo británico. El barco que había llevado a André aguas arriba del Hudson había sido atacado y tuvo que retirarse, por lo que André permaneció allí durante la noche y luego trató de volver a las líneas británicas por tierra.
No parecía aconsejable tratar de hacerlo con el conspicuo uniforme rojo de los soldados británicos, por lo que se puso ropas civiles. Pero desde ese momento se convirtió en un espía, en términos de derecho militar. Con el uniforme podía ser un prisionero de guerra, si lo capturaban; pero sin él, podía ser ahorcado.
Ocurrió que en su viaje al sur fue detenido e investigado por soldados americanos. En su bota fueron encontrados papeles concernientes a West Point que fueron enviados inmediatamente a Arnold, quien parecía la autoridad apropiada. Arnold sabía que su traición pronto sería descubierta y escapó inmediatamente a las líneas británicas, dejando a André como cabeza de turco.
Evidentemente, el verdadero reo era Arnold y, cuando André fue condenado a muerte por un tribunal militar, Washington ofreció entregarlo a los británicos a cambio de Arnold. Clinton podía haberse sentido tentado a aceptar, pero había dado su palabra a Arnold y su honor exigía que se negase, de modo que André fue ahorcado el 2 de octubre de 1780.
Benedict Arnold no fue colgado, pero habría sido mejor para él que lo fuese. Cualquiera que fuese el motivo de su resentimiento, su traición era inexcusable. En primer lugar, había sido apoyado y apreciado por Washington al menos, y su respuesta había sido usar la simpatía de Washington como medio para montar la traición. Además, no lo hizo por convicción. Se puede perdonar a un hombre por cambiar de lado si realmente ha llegado a creer que la justicia y el honor están del nuevo bando adoptado. Pero éste no era el caso de Arnold. No abrigaba ninguna convicción sobre la justicia de la causa británica; no pensaba que había combatido por la parte equivocada. Sencillamente se había vendido por dinero.
No es de extrañarse, pues, de que, pese a todos los servicios que prestó a la causa americana, haya pasado a la historia como un redomado villano, cuyo nombre, para oídos americanos, ha sido desde entonces sinónimo de «traidor».
Tampoco le fue bien con los británicos. Los oficiales británicos podían, por necesidad militar, estar dispuestos a tratar con un traidor que se vendía por dinero, pero no tenían por qué tener trato social con él después. Además, era considerado moralmente un cobarde por haber permitido que André muriese por él. Aunque Arnold combatió del lado británico por el resto de la guerra y recibió más de 6.000 libras, tierras en Canadá y el rango de general de brigada, su carrera declinó constantemente. Abandonó América un año después de su traición y nunca retornó, viviendo amargado y taciturno los últimos veinte años de su vida, con el sentimiento de haber fracasado en todo.
Sin embargo, lo que fue Arnold antes de su traición no se olvidó enteramente. Un siglo después de la batalla de Saratoga, se erigió un monumento en el lugar. Se construyeron cuatro hornacinas y en tres de ellas se colocaron estatuas de Gates, Schuyler y Morgan. La cuarta quedó vacía, pues hubiera contenido una estatua de Arnold, si éste no hubiese caído en la traición.
Y en otra parte del campo de batalla, en el lugar donde Arnold cayó herido, hay un monumento con la escultura de una bota: un recuerdo de la pierna herida por la causa americana. El monumento habla de «el soldado más brillante del Ejército Continental», pero no menciona su nombre.
Los americanos resisten.
Los americanos tenían mucho que lamentar en 1780. Después del triunfo de la rendición de Burgoyne y la alianza francesa, habían transcurrido tres años de amarga decepción. Habían pasado por las frustraciones de Monmouth, de la flota francesa, de la pérdida de dos Estados sureños, de la vergonzosa huida de Gates y de la traición de Arnold. Hasta una nueva acción naval de Francia (iniciada por Lafayette, quien había visitado Francia en 1779 para urgir a que se emprendiese alguna acción enérgica) había dado muy pocos resultados.
El 2 de mayo de 1780 Francia envió cerca de 7.000 soldados a través del Atlántico, en una poderosa flotilla comandada por Jean Baptiste de Rochambeau. Los barcos llegaron a Newport, Rhode Island, el 11 de julio y las tropas desembarcaron. Pero casi inmediatamente llegó la flota británica y estableció un bloqueo. Los barcos franceses quedaron acorralados en Newport durante un año.
Rochambeau podía haber dejado sus barcos en Newport y marchado hacia el oeste para unirse a Washington. Pero no deseaba abandonar sus barcos, y Washington, a decir verdad, no lo quería sin esos barcos.
Desde que los británicos habían evacuado Filadelfia a causa de la temida llegada de barcos franceses, Washington sentía un saludable respeto por el poder marítimo. En lo sucesivo, mantuvo en un mínimo la lucha por tierra; añadir soldados franceses a los suyos no habría servido de nada y, quizá, sólo habría dado origen a fricciones entre los franceses y los americanos. Washington estaba decidido a esperar hasta que los franceses pudieran poner una flota a su disposición, tanto como hombres.
Sin embargo, hubo algunos destellos de luz, uno de ellos en el sur, donde la situación parecía más sombría.
Allí, terminada la batalla de Camden y con Georgia y Carolina del Sur firmemente en la férula británica, Cornwallis empezó a desplazarse al norte, hacia Carolina del Norte. También al norte y siguiendo una ruta paralela, iban unos 1.400 «leales» conducidos por el comandante Patrick Ferguson. Contra él, acudieron en enjambre los rústicos colonos, cada uno con su largo rifle.
Ferguson decidió detenerse en King’s Mountain, en el oeste de Carolina del Sur y a dos kilómetros y medio del límite con Carolina del Norte. El 7 de octubre de 1780, 900 americanos treparon por la montaña para llegar hasta Ferguson. Normalmente, tendría que haber sido un Bunker Hill, pero los americanos no avanzaron alineados con uniformes escarlatas, como habían hecho los británicos en aquella batalla. En cambio, subieron de roca en roca y de árbol en árbol.
Cuando aparecía un soldado enemigo aislado, era eliminado con los rifles de mortal eficacia. Cuando las fuerzas de Ferguson atacaron, los americanos se esfumaron ante las bayonetas, y luego empezaron a eliminarlos nuevamente. Ferguson fue muerto, y con él pereció la mitad de las fuerzas «leales». Los restantes se rindieron. Los americanos sólo tuvieron 90 bajas.
Como la batalla de Trenton después de la retirada a través de Nueva Jersey, la batalla de King’s Mountain levantó la moral americana y contribuyó mucho a neutralizar la vergüenza de Camden. Persuadió a Cornwallis a postergar el avance hacia el norte para el año siguiente.
El 14 de octubre, una semana después de la batalla, Cornwallis llegó a sus cuarteles de invierno, en Winnsboro, Carolina del Sur, a sesenta y cinco kilómetros al oeste de Camden. El mismo día, el general Nathaniel Greene, quien se había retirado por Nueva Jersey con Washington cuatro años antes, fue puesto al mando del ejército del sur.
Menos vistosos y espectaculares que la victoria de King’s Mountain fueron otros avances hechos por los americanos, económicos y políticos.
Económicamente, la causa americana se hallaba con abismales dificultades a inicios de 1781. Los soldados americanos eran pagados con dinero continental, que no valía nada, y aun esa paga se atrasaba. Cuando se difundió el rumor de que los reclutas eran sobornados con moneda contante y sonante para que se incorporasen al ejército, algunas de las tropas de Pensilvania del campamento de invierno de Washington en Morristown se rebelaron y exigieron que también se les pagase con dinero fuerte. Se hicieron concesiones, pero muchos soldados se marcharon coléricos lo mismo. Otras rebeliones de tropas de Pensilvania y Nueva Jersey sólo pudieron ser sofocadas después de fusilar a algunos hombres.
El 20 de febrero de 1781, el Congreso, desesperado por el problema del dinero, nombró a Robert Morris superintendente de finanzas. (Hoy lo llamaríamos el «Ministerio de Hacienda»). Morris, nacido en Liverpool, Inglaterra, el 31 de enero de 1734, llegó a Maryland cuando era un muchacho de catorce años y luego se incorporó a un próspero establecimiento comercial de Filadelfia. Sólo con renuencia llegó a aceptar la idea de la independencia, pero fue uno de los firmantes de la Declaración.
Hizo todo lo que pudo para mantener en equilibrio las finanzas, pero sólo después de que le dieron los poderes necesarios, en 1781, logró finalmente poner un poco de orden en la economía americana, con ayuda de préstamos de Francia, España y los Países Bajos. También usó su crédito personal para dar apoyo al ejército de Washington, sin el cual éste no habría podido librar las decisivas batallas de 1781.
Otro financiero que fue de gran ayuda a la causa americana, aunque en una posición menos oficial, fue Haym Solomon (nacido en Polonia alrededor de 1740), uno de los varios miles de judíos que vivían en América en la época de la Revolución y que era un incondicional adepto del bando americano. En total, adelantó 700.000 dólares, una suma principesca por aquellos días, al Ejército Continental. Nunca se le devolvió nada, y murió en 1785 prácticamente en la pobreza.
Políticamente, los trece Estados, cada uno celosamente orgulloso de su independencia, lograron alcanzar cierto tipo de unión.
Ya antes de firmarse la Declaración de la Independencia, el hecho de la guerra había dictado algún género de cooperación entre los Estados. Sencillamente, no podían luchar contra Gran Bretaña como trece naciones separadas que tomasen trece conjuntos distintos de decisiones.
El 12 de junio de 1776 John Dickinson fue encargado de elaborar los detalles de tal unión, y el Congreso adoptó el esquema que él preparó el 15 de noviembre de 1977, un año y medio más tarde.
La naturaleza de la unión, escrita en un documento llamado «Los artículos de la Confederación», era débil, en verdad. Los Estados particulares retenían la mayor parte de los poderes, incluido el poder —de suprema importancia— de establecer impuestos, de modo que el Congreso sólo podía obtener el dinero que los Estados quisieran darle. Ésta fue una de las principales razones de que el dinero continental careciese de valor.
Entre las facultades del Congreso estaban el conducir la política exterior y los asuntos indios, regular la acuñación, establecer un sistema postal, pedir préstamos y dirimir disputas entre Estados. Pero aun en aquellos ámbitos en los que podía tomar decisiones, el Congreso no disponía de ningún medio para ponerlas en práctica. El Congreso sólo podía pedir a los Estados que hiciesen lo necesario para ponerlas en práctica, y los Estados, por supuesto, podían optar por no hacerlo.
No había ningún poder ejecutivo. Cada Estado enviaba delegados al Congreso, pero, independientemente del tamaño de la delegación, cada Estado tenía un voto.
Por más de tres años después de que el Congreso aceptase los artículos de la Confederación, éstos, sin embargo, siguieron siendo no oficiales, pues carecían de la aprobación de los trece Estados. La dificultad residía en la cuestión de las tierras occidentales.
Cuando se crearon las colonias, las cartas reales concedidas habían sido muy vagas en cuanto a los límites (por la falta de conocimiento del interior continental) y también muy generosas. En varios casos, se concedía a las colonias una indefinida jurisdicción al oeste. Por ello, varios Estados reclamaban tierras al oeste de su zona colonizada y, en algunos casos, las reclamaciones de diferentes Estados entraban en conflicto. Ocurría esto, particularmente, con las tierras situadas al norte del río Ohio, que eran reclamadas en su totalidad por Virginia y parcialmente por Pensilvania, Connecticut, Massachusetts y Nueva York.
Por otro lado, algunos de los Estados, por la manera como se habían formado y por su situación geográfica, no hacían en absoluto reclamaciones al oeste y tenían límites fijos y definidos. Eran Rhode Island, Nueva Jersey, Delaware y Maryland.
Los Estados que no presentaban reclamaciones eran pequeños en un principio, y parecían destinados a hacerse más pequeños, comparativamente, a medida que los otros Estados engullían más tierras occidentales. Uno de ellos, Maryland, decidió, pues, no firmar los Artículos de la Confederación hasta que llegase el momento en que los diversos Estados renunciasen a sus pretensiones de tierras occidentales. Adhirió tenazmente a esta resolución por más de tres años, pese a todas las presiones de la guerra y pese al hecho de que los otros doce Estados, incluidos los pequeños, habían firmado los artículos.
Todos los americanos deben estar agradecidos a Maryland por esa resolución. Si hubieran subsistido las reclamaciones sobre el oeste, la historia de los Estados americanos habría sido la historia del intento de los Estados más grandes por adueñarse de tierras, y de interminables querellas entre ellos por cuestiones de límites. Finalmente, no habría habido unión alguna, sino sólo diversos Estados independientes tan mutuamente hostiles como las varias naciones de Europa.
Ante la insistencia de Maryland, uno tras otro, los Estados renunciaron con renuencia a sus pretensiones sobre las tierras occidentales y convinieron en que esas regiones no colonizadas fuesen consideradas como propiedad de la unión de los Estados, en conjunto. Connecticut lo, admitió el 10 de octubre de 1780; Virginia, el 2 de enero de 1781; Nueva York, el 1 de marzo de 1781.
Con la admisión por Nueva York, Maryland finalmente se consideró satisfecha, y el 1 de marzo de 1781 firmó los Artículos de la Confederación. Sólo entonces éstos entraron legalmente en vigor. El 4 de julio de 1776 los Estados individualmente se hicieron independientes, pero el 1 de marzo de 1781 empezaron a existir legalmente los Estados Unidos de América, y el Congreso Continental se convirtió en el «Congreso de los Estados Unidos».
Y mientras la situación financiera y política de América mostraba síntomas de mejora, los problemas de Gran Bretaña en Europa seguían aumentado. Durante más de un siglo, desde que había derrotado a las flotas neerlandesas en el decenio de 1660-1669, Gran Bretaña había dominado los mares. Este dominio le había dado poder, un imperio y prosperidad. Naturalmente, esto había causado envidia y recelos en otras naciones.
Ahora Gran Bretaña estaba atascada en una guerra aparentemente interminable con sus antiguas colonias, con su propia gente inquieta y dividida, mientras Francia y España se incorporaban a la guerra contra ella. Otras naciones se sintieron alentadas y adoptaron cada vez más una postura antibritánica.
La primera de ellas fue Rusia. Estaba bajo el gobierno de Catalina II, una mujer capaz interesada en las ideas izquierdistas de los intelectuales franceses. Cuando Gran Bretaña trató de imponer un bloqueo contra Francia y España, Rusia anunció, el 28 de febrero de 1780, que no lo admitía y que los barcos rusos protegerían los derechos de los comerciantes rusos a navegar por donde lo deseasen. Llamó a la formación de una «Liga de Neutralidad Armada», a la que se incorporaron otras naciones. Casi todas las potencias marítimas europeas neutrales se incorporaron a ella en 1780 y 1781.
La Liga de Neutralidad Armada no pudo hacer mucho en el momento decisivo. El 20 de diciembre de 1780 Gran Bretaña declaró la guerra a los Países Bajos, que llevaba un vasto comercio con los Estados Unidos. Este comercio fue reducido drásticamente, y, aunque los Países Bajos eran un miembro de la Liga de Neutralidad Armada, los otros miembros no hicieron nada.
Sin embargo, Gran Bretaña se encontró aislada. La necesidad de vigilar a todas las flotas de Europa obstaculizó las operaciones navales de los británicos contra los americanos; la aversión a la guerra aumentó constantemente entre el pueblo británico.
Decisión en Virginia.
A comienzos de 1781, los ejércitos británicos todavía dominaban Georgia y Carolina del Sur y aún estaban dispuestos a avanzar al norte. La batalla de King’s Mountain había retrasado este avance, pero no lo había detenido. Era tarea del general Greene hacer este avance lo más difícil posible.
Tan pronto como Greene tomó el mando, penetró en Carolina del Sur. No era bastante fuerte para atacar a Cornwallis, pero destacó a 800 hombres comandados por Morgan (quien se había distinguido en Saratoga) para limpiar de británicos el oeste de Carolina del Sur.
Cornwallis envió a Tarleton en persecución de Morgan, quien estaba muy dispuesto a dejarse atrapar, siempre que fuese en un terreno de su elección. Esto ocurrió en Cowpens, en la parte más septentrional de Carolina del Sur. El 17 de enero de 1781 Morgan ubicó cuidadosa mente a sus hombres, cuyo número ahora había aumentado a mil, en tres líneas, con la caballería oculta detrás de una colina. Todos tenían sus instrucciones.
Tarleton se acercó con un número igual de hombres y atacó inmediatamente. La primera línea de fusileros americanos apuntaron con sus mortíferos rifles y mataron o hirieron a varias docenas de los soldados que avanzaban, retrocediendo luego rápidamente. La segunda línea hizo lo mismo.
Los británicos soportaron el castigo y, pensando que la doble retirada significaba que los americanos no resistirían su asalto, cargaron en un total desorden. Pero la primera y la segunda línea sólo se habían retirado para unirse a la tercera, y la línea unificada resistió firmemente mientras la caballería americana cargaba desde atrás de la colina.
Los británicos quedaron atrapados. Sufrieron 329 bajas y todos los supervivientes se rindieron. Los hombres de Morgan tuvieron menos de setenta y cinco bajas. Fue una segunda King’s Mountain.
Encolerizado, Cornwallis condujo su ejército tras los americanos. Rápidamente, Morgan y Greene se retiraron, logrando unir sus fuerzas en el centro de Carolina del Norte, para luego seguir desplazándose al norte. Parecía como si abandonasen Carolina del Norte, un tercer Estado, a los británicos, y buscasen presurosamente refugio en Virginia, que estaba pasando por serias dificultades, Allí, Benedict Arnold, ahora convertido en oficial británico, estaba acosando la zona rural. El 5 de enero, doce días antes de la batalla de Cowpens, había saqueado e incendiado Richmond, que había sido elegida capital de Virginia sólo dos años antes.
Pero, en realidad, Greene había logrado llevar a las fuerzas de Cornwallis a realizar una persecución fatigosa e inútil. Cuando Cornwallis llegó a Virginia central-meridional, sin haber atrapado a los americanos, tuvo que volver para permitir descansar a sus hombres y reunir suministros. Se retiró a Hilisboro, en Carolina del Norte.
Pero Greene no pensaba concederle ningún reposo. Recibió refuerzos y se dirigió hacia el sur nuevamente. Cornwallis se vio obligado a tratar de detenerlo y, el 15 de marzo de 1781, los dos ejércitos se encontraron en Guilford Courthouse, a ochenta kilómetros al oeste de Hilisboro.
Allí, Greene colocó a sus hombres como lo había hecho Morgan en Cowpens. Más aún, Cornwallis arrojó a sus hombres contra los americanos en un furioso asalto frontal, exactamente como había hecho Tarleton en Cowpens.
Pero esta vez las cosas no sucedieron como antes. Los americanos no constituían la fuerza escogida que había seguido a Morgan. Algunos se llenaron de pánico ante el asalto. Greene, comprendiendo que el ejército podía quedar en peligro si permanecía allí, retiró a sus hombres. Esto convirtió el combate, técnicamente, en una victoria británica, pero los soldados americanos que no se habían dejado arrastrar por el pánico dispararon bien, de modo que las pérdidas británicas fueron grandes, considerablemente mayores de lo que Cornwallis podía permitirse.
El 28 de marzo de 1781, Cornwallis llevó a sus hombres a Wilmington, en Carolina del Norte, una ciudad costera en la cual podía asegurarse los suministros mientras los británicos dominasen el mar. Allí esperó refuerzos.
Greene ahora ignoró a Cornwallis y marchó al sur nuevamente, entrando en Carolina del Sur. Allí no ganó ninguna asombrosa victoria, pero logró restablecer la dominación americana del Estado, confinando a los británicos a la ciudad de Charleston y sus vecindades.
Así como la guerra en el norte finalmente sólo había dado a los británicos el puerto marítimo de Nueva York, así también la guerra en el sur, después de casi tres años, había dejado a los británicos solamente en posesión de los puertos marítimos de Savannah, Charleston y Wilmington.
Cornwallis decidió hacer otra jugada. Georgia y las Carolinas habían sido suficientemente vapuleadas como para ser incapaces de resistir sin ayuda del norte. Por ello, decidió atacar a Virginia, la más grande de las colonias rebeldes y la base de los suministros del ejército americano del sur. Si lograba tomarla, los americanos tendrían que abandonar toda la mitad meridional del país.
El 25 de abril de 1781 abandonó Wilmington y avanzó rápidamente hacia el norte. El 20 de mayo se unió a las fuerzas de Benedict Arnold en Petersburg, Virginia, a unos cincuenta kilómetros al sur de Richmond.
En Virginia, realizó vastas incursiones. Tarleton condujo tropas a Charlottesville, a unos cien kilómetros al noroeste de Richmond, donde se reunía el gobierno del Estado de Virginia después de haber huido de la capital. Allí estuvo a punto de atrapar al gobernador Thomas Jefferson y a la Legislatura. Los hombres que conducía Cornwallis ahora ascendían a 7.500, pero las pequeñas fuerzas americanas que conducía Lafayette y se le oponían también estaban aumentando, y los franceses las conducían muy bien.
A medida que pasaba el verano, Cornwallis pensó nuevamente que haría mejor en volver a la costa y asegurarse los suministros y refuerzos. Esta vez decidió establecerse en Yorktown, una ciudad costera situada a cien kilómetros al sudeste de Richmond y cerca de la bahía de Chesapeake. Llegó allí el 1 de agosto de 1781.
Pero con el verano también había llegado el momento de que Washington se moviese. La flota francesa de las Antillas estaba ahora al mando del almirante François de Grasse, quien obtuvo allí algunas victorias menores sobre los británicos. Esto hizo que pudiera trasladarse a la costa americana si lo deseaba.
En la esperanza de que pudiese hacerlo, Washington decidió que podía utilizar a esos soldados franceses. Se reunió con Rochambeau (cuyos hombres aún estaban en Newport, Rhode Island) en Connecticut y lo persuadió de que uniese sus hombres a las fuerzas americanas cerca de Nueva York. El encuentro se efectuó el 5 de julio.
El 14 de agosto finalmente llegaron a Washington noticias de la flota francesa. De Grasse tenía la opción de bloquear a Clinton en Nueva York o a Cornwallis en Yorktown. Eligió Yorktown porque estaba más cerca de su puerto en las Antillas. Hizo saber que podía estar frente a la costa americana sólo hasta mediados de octubre.
De inmediato Washington llevó sus tropas a Staten Island, como si planease un ataque a Nueva York. Cuando los británicos hicieron entrar sus tropas para efectuar la defensa, Washington rápidamente cambió de rumbo y se dirigió al sur con rapidez, demasiado rápidamente para que los británicos tratasen de interceptarlo.
El 30 de agosto de 1781, la flota de De Grasse llegó frente a Yorktown, y Cornwallis contempló espantado un mar en el que los barcos que se aproximaban eran los del enemigo. Fue la primera vez en la guerra que el mar no era un amigo y un aliado de los británicos; la primera vez que una fuerza británica en una ciudad costera fue rodeada, pues Cornwallis estaba frente a De Grasse por mar y a Lafayette por tierra.
Los barcos británicos llegaron casi en seguida, desde luego, para hacer frente a De Grasse. Pero el 5 de septiembre de 1781 De Grasse condujo sus barcos contra los británicos con bastante éxito, pues infligió considerablemente más daños de los que recibió. Cuando llegaron refuerzos para los franceses, los barcos británicos se vieron obligados a alejarse y abandonar a Cornwallis.
De Grasse era partidario de efectuar un ataque inmediato contra Cornwallis, ya que De Grasse no abrigaba ilusiones de poder mantener el dominio del mar por mucho tiempo contra los británicos. Pero Lafayette insistía en que debían esperar la llegada de Washington. Sencillamente, Washington debía participar en la cacería, y el leal Lafayette no tenía ningún deseo de arrebatársela para él.
A fines de septiembre, llegó al escenario de la lucha el cuerpo principal del ejército de Washington, con su contingente francés al mando de Rochambeau, y se montó el asedio en regla de Yorktown.
La posición de Cornwallis era desesperada. El 17 de octubre no vio más alternativa que rendirse. Ofreció su rendición a Rochambeau, pero el francés la rechazó. Cornwallis tenía que rendirse al comandante en jefe americano. El 18, Cornwallis cedió también en esto, y el 19, cerca de 8.000 soldados británicos depusieron sus armas. La espada de Cornwallis fue entregada al general Lincoln, quien un año antes había tenido que rendir Charleston.
Clinton acudió con barcos y hombres al auxilio de Cornwallis, pero llegó una semana más tarde y, al hallar que los americanos estaban en posesión de Yorktown, se apresuró a volver a Nueva York.
Washington habría seguido y lanzado el mismo género de ataque por tierra y por mar contra Nueva York que había tenido éxito con Yorktown, pero De Grasse no quería saber nada de ello. Hasta entonces había tenido suerte al desafiar a los británicos, pero no quería seguir tentando esta suerte. Era tiempo para él de volver a las Antillas, y hacia ellas se dirigió. (En la primavera siguiente, fue derrotado y capturado por una flota británica, con lo que terminó el año del predominio francés en el mar, pero éste había sido suficientemente largo y se había producido en el momento oportuno).
Clinton aún estaba seguro en Nueva York, pues, pero esto realmente no importaba. Las noticias de la rendición de otro ejército británico finalmente convencieron hasta al más tozudo halcón de los legisladores británicos de que la guerra era un completo fracaso.
Cuando lord North recibió la noticia de la rendición de Cornwallis, exclamó: «¡Oh, Dios, todo ha terminado!». Y así fue. El 20 de marzo de 1782, después de haber persuadido con lágrimas a Jorge III de que firmase la paz, aun a costa de conceder la independencia americana, renunció como primer ministro. Fue sucedido por lord Rockingham, el mismo que había subido al poder en la época de la revocación de la Ley de Timbres, y se suponía que la tarea de Rockingham era otorgar la independencia a América y hacer la paz.
El 4 de abril Clinton fue relevado como comandante en jefe de las fuerzas británicas en América y fue sucedido por Carleton (quien cinco años y medio antes había defendido Canadá contra Montgomery y Arnold). La tarea de Carleton era sencillamente hacerse cargo de las tropas británicas hasta que se sellara la paz. Por eso, llevó todas las tropas a Nueva York. Wilmington, Savannah y hasta Charleston fueron evacuadas antes de fines de 1782.
Pero Yorktown no significó la paz para las regiones rurales. Los «leales» y los indios continuaron sus incursiones en las zonas apartadas. Todavía fue necesario luchar contra ellos. Por ello, siguieron las batallas menores, y la última de importancia se libró en el oeste. George Rogers Clark, que había expulsado a los británicos del territorio de Ohio tres años y medios antes, ahora reunió fuerzas y, el 10 de noviembre de 1782, derrotó a los indios shawnees en lo que es ahora el sur de Ohio.
Mas para entonces estaban en su apogeo las negociaciones de paz. Benjamin Franklin, John Jay y John Adams estaban en París, conversando de manera no oficial con representantes del gobierno británico. El 19 de septiembre de 1782 las conversaciones se hicieron oficiales cuando el representante británico recibió la autorización adecuada para tratar con los americanos. En esta autorización se hacía referencia a los «Trece Estados Unidos», lo cual equivalía a un reconocimiento oficial de la independencia americana.
Los negociadores americanos no tuvieron una tarea fácil. Aunque los británicos estaban tan cansados de la guerra que deseaban darle fin casi a toda costa, los americanos pusieron pegas en puntos menores y corrieron el riesgo de agotar la paciencia de los británicos. La posición británica en el mar se hacía cada vez más fuerte, y hay límites para todo. Además, los franceses y los españoles tampoco estaban ansiosos de que la nueva nación se hiciese demasiado fuerte e hicieron todo lo posible por alinearse calmosamente con los británicos contra las exigencias americanas más extremas.
Pero los americanos se mantuvieron firmes en un punto, además de la independencia, y era que su tierra se extendería hasta el Mississippi e incluiría todo el territorio situado al sur de los Grandes Lagos que había sido británico desde 1763. Francia habría querido que los Estados Unidos quedasen limitados a la franja costera al este de los Apalaches, pero los Estados Unidos no querían saber nada de esto, y ganaron. El territorio fue concedido en un tratado de paz preliminar firmado en París el 30 de noviembre de 1782. (Sin duda, los españoles habían tomado la costa del golfo de Gran Bretaña en el último par de años e insistían en conservarla y en tomar Florida, que había sido suya durante dos siglos y medio antes de 1763. Pero España era aliada de América, y Gran Bretaña estaba deseosa de que los Estados Unidos se hiciesen cargo de esta nación por su cuenta).
La paz preliminar se haría efectiva cuando Gran Bretaña llegase a un acuerdo con Francia. Éste se alcanzó finalmente (pese al fastidio de Francia hacia los negociadores americanos, por tratar de obtener los términos más ventajosos para ellos, y más favorables de lo que hubiese preferido Francia), el 20 de enero de 1783.
El 19 de abril, el Congreso, que eligió deliberadamente el octavo aniversario del tiroteo de Lexington para tal fin, proclamó el fin de la guerra. Por último, terminaron las formalidades finales y el Tratado de París entró en vigor el 3 de septiembre de 1783.
La guerra había terminado y los Estados Unidos habían obtenido su independencia.