La invasión de Burgoyne.
En Gran Bretaña, el general John Burgoyne estaba planeando la victoria británica para 1777. Había estado en Boston bajo las órdenes de Howe, y luego con Carleton, cuando éste realizó su abortado avance por el lago Champlain.
Burgoyne se sentía muy disgustado por la manera como esta campaña había sido conducida. Pensaba que era la clave para aplastar la rebelión americana, el medio para separar a los dos centros rebeldes, Nueva Inglaterra y Virginia. Tal avance aguas abajo y arriba del Hudson debía ser llevado a cabo a toda costa, en su opinión, y no debía haber sido abandonado tan a la ligera.
Presentó su plan al gobierno británico. El mismo, según su plan, llevaría un fuerte ejército desde Canadá al sur, por el lago Champlain y el río Hudson, mientras Howe llevaría su ejército de Nueva York al norte. Se unirían en la vecindad de Albany, mientras un tercer ejército proveniente del este, del lago Ontario, también se les uniría. Todo Nueva York estaría bajo efectivo control británico y Nueva Inglaterra quedaría aislada.
El gobierno británico aceptó el plan, pero, como de costumbre en tales casos, concedió a Burgoyne sólo la mitad del número de hombres que éste juzgaba necesario para la tarea. Burgoyne decidió conformarse.
El 1 de junio de 1777, con 4.000 soldados británicos, 3.000 hessianos y 1.000 canadienses, partió hacia el Sur. El descenso por el lago Champlain era fácil, y el 1 de julio llegó a Fort Ticonderoga, que había estado en manos americanas desde la hazaña de Ethan Alien, dos años antes. No había ninguna posibilidad de que los americanos pudiesen retenerlo contra el ejército de Burgoyne, por lo que la guarnición se retiró juiciosamente, Burgoyne tomó el fuerte el 6 de julio y luego se dirigió a Skenesboro, en el extremo meridional del lago.
Ahora sólo tenía que avanzar ciento diez kilómetros, pero eran unos ciento diez kilómetros duros, porque eran por tierra y a través de una región de espesos bosques. Peor aún, a medida que los americanos se retiraban, destruían puentes y cortaban árboles para bloquear el camino. El ritmo de avance de Burgoyne quedó reducido a alrededor de un kilómetro y medio por día, en parte porque se empeñaba en arrastrar un enorme tren de suministros. Con todo, el 29 de julio estaba en Fort Edward, a sólo sesenta y cinco kilómetros de Albany.
La situación americana era grave, pero aun con Burgoyne a punto de penetrar en el Estado de Nueva York, los americanos hallaban tiempo y ocasión para reñir por el mando.
Puesto que la campaña se realizaba en Nueva York, parecía natural que el oficial neoyorquino de más alto rango, Philip Schuyler, comandase las fuerzas americanas. Por otro lado, Benedict Arnold, aún en busca de un puesto a la medida de sus méritos, quería el mando. Había estado luchando gallardamente a lo largo de la frontera canadiense durante un año y medio, y, aunque había sido derrotado, había conducido muy bien a sus pequeñas e inadecuadas fuerzas.
Pero las rivalidades entre los Estados eran decisivas. Para que Arnold condujese el ejército, tenía que ser hecho general de división, y ya no había más cabida para generales de división de Nueva Inglaterra. De otra parte, las tropas de Nueva Inglaterra se negaban rotundamente a servir a las órdenes de Schuyler. No solamente era un aristócrata sin capacidad para impresionar al soldado común, sino que la mayoría de los combatientes de Nueva Inglaterra eran de las Montañas Verdes y consideraban a Nueva York un enemigo tan peligroso como Gran Bretaña.
En un intento de llegar a un compromiso, Schuyler y Arnold fueron dejados de lado y, el 4 de agosto, se dio el mando a Horatio Gates (nacido en Inglaterra alrededor de 1727). En 1772, había emigrado a América y se había establecido en Virginia occidental. Se incorporó al Ejército Continental y tomó parte en la retirada de Canadá, en 1776.
No había mostrado signos de especial capacidad, pero al menos los hombres de Nueva Inglaterra estaban dispuestos a servir bajo sus órdenes. Arnold no tuvo más opción que ponerse bajo su mando, pero la negativa del Congreso a otorgarle el mando que merecía, lo llenó de rencor. No olvidaría.
Lo que impidió que los americanos perdieran la campaña mientras reñían fue el hecho de que el lento progreso de Burgoyne le estaba causando serias dificultades, pues se había quedado casi sin alimentos. Los campos estaban vacíos de ellos, y tenía que hacer algo.
Esperaba que llegasen suministros con el coronel Barry Saint Leger, quien condujo a su contingente aguas arriba del río San Lorenzo hasta el lago Ontario y luego al este, a lo ancho de Nueva York, para reunirse con Burgoyne. Era un camino tortuoso, pero, en teoría, permitiría rebasar a las fuerzas americanas que se enfrentaban con Burgoyne y se encontrarían repentinamente atacadas por un flanco y por la retaguardia. Esto era muy fácil de hacer en el mapa, pero con cientos de kilómetros de soledades que recorrer y un campo posiblemente hostil por el cual abrirse camino, el asunto era discutible.
Saint Leger llegó al lago Ontario y desembarcó en Oswego, Nueva York, el 25 de julio, aproximadamente cuando Burgoyne se acercaba a Fort Edward. Con una fuerza total de 1.700 hombres, Saint Leger se dirigió hacia el este a través del lago Oneida.
Estaba atravesando territorio iroqués. Los iroqueses, durante más de un siglo y medio habían estado firmemente del lado británico contra los neerlandeses y franceses (véase La Formación de América del Norte). Nunca fueron un pueblo numeroso, pero siempre compensaron su escasez numérica con osadía y habilidad en la lucha de guerrillas.
Pero a través de todo el siglo XVIII, mientras se desangraban en las guerras y apenas podían mantener su fuerza, los colonos se habían multiplicado y expandido a su alrededor. Por la época de la Guerra Revolucionaria, los iroqueses ya no podían dominar la región. Y por si esto fuera poco, por primera vez en su historia reciente estaban desunidos. Algunas de las tribus iroquesas estaban a favor de los colonos americanos, otras del ejército británico. Pero en ninguna de ambas partes las opiniones eran entusiastas.
Era leal al ejército británico el jefe mohawk Joseph Brant, quien estaba junto a Saint Leger. El 3 de agosto de 1777, las fuerzas británicas llegaron a Fort Stanwix, a unos 110 kilómetros al este del lago Ontario y aún a 160 kilómetros del lugar donde esperaba Burgoyne, al sur del lago Champlain. La guarnición que defendía Fort Stanwix se negó a rendirse y Saint Leger se dispuso a ponerle sitio.
Pero en la vecindad había colonos que se estaban reuniendo para luchar contra los invasores. Bajo el mando del general Nicholas Herkimer (nacido cerca de lo que es hoy Herkimer, Nueva York, en 1728), 800 de ellos avanzaron en socorro del fuerte. Fueron cogidos en una trampa por los mohawks de Brant en Oriskany, a dieciséis kilómetros al norte de su objetivo y fueron destrozados; el mismo Herkimer cayó mortalmente herido. Pero la lucha fue fiera y los indios no salieron indemnes. Pensando que ya habían hecho lo suficiente y que sería juicioso conservar sus hombres para otro día, los mohawks desaparecieron gradualmente en el bosque.
Benedict Arnold, al frente de otra pequeña fuerza de unos 1.000 hombres, marchó al oeste siguiendo las huellas de Herkimer. Deliberadamente, hizo difundir el rumor de que su ejército era mucho mayor de lo que realmente era. Saint Leger, sin sus indios, no se atrevió a presentar batalla. El 23 de agosto abandonó el asedio de Fort Stanwix y retrocedió apresuradamente por el camino por el que había llegado.
Así, Burgoyne fue abandonado en las soledades del norte de Albany sin ninguna posibilidad de recibir ayuda y suministros de Saint Leger. Tampoco había ninguna esperanza de que la marcha victoriosa de un ejército británico desde el oeste lograse que los iroqueses y los leales de la región se le uniesen para luchar contra los americanos rebeldes.
Mientras Saint Leger estaba detenido ante Fort Stanwix, el problema de los alimentos obligó a Burgoyne a enviar una tropa de hombres al este con instrucciones de saquear el campo de Nueva Inglaterra y llevarse caballos, ganado y cereales. Unos 700 hombres, la mitad de ellos hessianos, la otra mitad canadienses e indios, fueron destacados para este fin.
Su primer objetivo fue Bennington, en la región de las Montañas Verdes, y allí estaban esperando los Muchachos de las Montañas Verdes, en número de 2.600, bajo el mando del general de brigada John Stark (nacido en Nutfield, New Hampshire, el 28 de agosto de 1728). Stark había tomado parte en casi todos los combates importantes librados hasta entonces en la Guerra Revolucionaria, pues había luchado en Bunker Hill, en Quebec, y había estado con Washington durante la retirada a través de Nueva Jersey.
El 16 de agosto de 1777, Stark se enfrentó con los invasores en Bennington y condujo a sus hombres en una salvaje carga contra ellos, gritando que la victoria sería suya «o Molly Stark sería viuda». La victoria fue suya. Los invasores, sorprendidos y superados en número, fueron muertos o capturados (excepto unos pocos indios que lograron escapar). Una brigada de refuerzo enviada, demasiado tarde, por Burgoyne, fue rechazada perdiendo la tercera parte de sus efectivos.
La batalla de Bennington fue una terrible derrota para Burgoyne, más allá del número de hombres perdidos. Significó que no iba a obtener alimentos y suministros. Además, la noticia de la victoria hizo que grandes cantidades de hombres afluyeran a unirse a la bandera americana, de modo que Burgoyne se halló rodeado por fuerzas crecientes.
Iba a tener que luchar o morir de hambre, y cada día que pasaba aumentaba las probabilidades en contra suya.
La rendición de Burgoyne.
Pero, mientras tanto, ¿dónde estaba el general Howe, quien, según el plan de Burgoyne, se suponía que llevaría su ejército aguas arriba del río Hudson y, así, atraparían a los americanos en las destructivas mandíbulas de un cascanueces?
Increíblemente, Howe había decidido avanzar en otra dirección totalmente distinta. Aun tratándose de Howe, esto es inimaginable.
Hay una leyenda que culpa a lord George Germain, el miembro del gabinete británico a cargo de las colonias, quien dirigía la estrategia global de la guerra. Había aceptado el plan de Burgoyne y se suponía que había informado a Howe exactamente de cuál era su parte. Pero, se dice, se marchó para pasar fuera un largo fin de semana y, en su prisa, metió el mensaje a Howe en una casilla, pensando enviarlo al retornar. Pero, cuando volvió, se olvidó de todo.
Esto parece improbable. Si bien es muy posible que un miembro del gabinete (o cualquiera) sea descuidado aun en el asunto más importante, Howe debía saber, hasta sin instrucciones, que tenía que marchar al norte para reunirse con Burgoyne.
Aparentemente, Howe comprendía esto, pero había algo más en su pensamiento. Sabía muy bien que su manejo de la guerra, hasta entonces, había sido abismalmente malo. Bunker Hill fue una continua pesadilla para él, y ahora su campaña de 1776 en Nueva York y Nueva Jersey era otra pesadilla. Aunque había tomado Nueva York y había infligido varias derrotas a Washington, estas derrotas no eran decisivas. Washington se había escapado de su puño una y otra vez, y lo había puesto totalmente en ridículo con el golpe de Trenton.
Howe quería compensar sus errores pasados con algún brillante golpe militar que aplastase a Washington. Si se unía con Burgoyne podía terminar la guerra, pero el mérito sería atribuido a Burgoyne. Howe parece haber estado convencido de que, si tomaba Filadelfia, podía imponer la capitulación a los americanos, y todo el mérito sería suyo; sobre todo puesto que él tomaría Filadelfia y luego correría hacia el norte para unirse a Burgoyne. Howe consiguió de algún modo convencer a lord Germain, y este tonto, después de haber dicho a Burgoyne que Howe iría al norte para encontrarse con él, luego le dio permiso a Howe para marcharse a otra parte.
Así, el 23 de julio de 1777, mientras Burgoyne se abría camino de manera penosa y jadeante por los bosques al sur del lago Champlain, Howe, quien debía estar subiendo por el río Hudson, tranquilamente embarcó 18.000 hombres en los barcos y navegó hacia el Sur. No tenía ninguna intención de tomar la ruta terrestre a través de Nueva Jersey, donde Washington estaba esperándolo. En cambio, se dirigió por mar hacia el sur, hasta la bahía de Chesapeake, y luego hacia arriba, a través de la bahía, para desembarcar a unos pocos kilómetros al sur de Filadelfia y tomarla por sorpresa.
Por supuesto, no había nada que lo detuviera por mar, y el 25 de agosto de 1777 (después de que la batalla de Bennington y la retirada de Saint Leger dejasen a Burgoyne en una situación desesperada), Howe colocó su ejército en la costa de lo que es ahora Elkton, Maryland, a unos setenta y cinco kilómetros al sur de Filadelfia.
Washington, quien naturalmente esperaba que Howe marchase hacia Albany (¿quién podía prever toda la medida de la estupidez de Howe?), se había dirigido hacia el norte, pero al recibir noticias de la llegada de Howe a la punta de la bahía de Chesapeake, marchó rápidamente hacia el sur con su ejército de 12.000 hombres. Puesto que Howe se movía tan lentamente como siempre, Washington alcanzó a los británicos en Brandywine Creek, a mitad de camino entre Elkton y Filadelfia.
El 11 de septiembre de 1777 se libró la batalla de Brandywine Creek, y Howe, que combatía con el mayor cuidado (pues ahora era la ambición de su vida aplastar a Washington), ejecutó excelentes maniobras de flanqueo. Dirigió contra el ejército americano un ataque frontal y luego envió columnas a ambos lados. Washington no tenía el tipo de preparación militar que le permitiese contrarrestar maniobras enemigas bien ejecutadas, y fue completamente superado. Perdió unos mil hombres y tuvo que retirarse lo más rápidamente que pudo a Filadelfia. El general Greene mantuvo en orden la retirada y evitó un desastre peor.
Ahora no había nada que impidiera a Howe marchar sobre Filadelfia. Una vez más, el Congreso abandonó la ciudad apresuradamente. El 19 de septiembre, sus miembros se reunieron en Lancaster, Pensilvania, a cien kilómetros al oeste de Filadelfia, y al día siguiente se trasladaron a Nueva York, a veinticinco kilómetros más al oeste.
El 26 de septiembre de 1777 Howe tomó Filadelfia y, con el sentimiento de victoria que lo invadió, volvió a ser el viejo Howe. No hizo ningún intento de perseguir a Washington.
Washington, por su parte, pensó que era imposible permitir a Howe mantener el dominio de Filadelfia sin hacer algún intento de desalojarlo. El principal campamento de Howe estaba en Germantown, a once kilómetros al norte de Filadelfia, y, el 3 de octubre, Washington lo atacó de una manera muy complicada. El asalto involucraba a columnas que atacaban desde diferentes direcciones y acudían al apoyo unas de otras, en una maniobra muy intrincada.
Desgraciadamente, las tropas no preparadas de Washington no podían hacer marchas y contramarchas con la precisión adecuada. Además, la mañana en la cual la maniobra iba a llegar a su culminación fue brumosa y algunos destacamentos americanos, irremediablemente perdidos, dispararon sobre su propio bando.
Washington terminó perdiendo casi otros mil hombres y tuvo que retirarse nuevamente, mientras Greene, una vez más, hacía su tarea admirablemente.
Después de esto, Howe se estableció en Filadelfia para pasar el invierno. La región había sido despejada y Washington no osaría molestarlo. La sociedad de Filadelfia lo acogió gratamente; los soldados británicos nunca se habían sentido tan cómodos en América antes.
Sin duda, Burgoyne estaba dando sus últimas boqueadas lejos, en el norte. ¿Se preocupó Howe por esto o sintió un acceso de remordimiento por no hacer al menos un gesto de marchar en su ayuda? Quizá no. Había restablecido su reputación, ante sus propios ojos al menos, derrotando a Washington diestramente en dos batallas y ocupando la capital rebelde. Hasta podía hacerse la ilusión de creer que, estando él mismo cómodamente instalado en Filadelfia, los americanos pedirían la paz.
Ciertamente, por la situación del ejército de Washington, habría parecido que Howe tenía razón. Después de la doble pérdida en Bradywine y Germantown, Washington instaló sus cuarteles de invierno en Valley Forge, Pensilvania, a treinta y dos kilómetros de Filadelfia. Así, su ejército estaba entre los británicos de Filadelfia y el Congreso en York.
Para los americanos, el invierno fue horrible. Fue excepcionalmente frío, con nieves tempranas. El campo estaba pelado y los granjeros no vendían nada al pequeño ejército americano que sólo tenía el dinero «continental» sin valor para pagar. En cambio, los granjeros vendieron a los pudientes británicos de Filadelfia.
Los harapientos soldados se congelaron durante el invierno, con escasos alimentos, prácticamente sin ropa de abrigo y hasta con escasez de zapatos. Unos tres mil murieron por las privaciones y otros desertaron. El hecho de que el evanescente espectro del ejército se mantuviese unido y permaneciese en pie se debía, casi totalmente, a la dominante presencia de Washington.
Pero al menos el ejército americano, aunque sufrió mucho, permaneció en pie. El ejército de Burgoyne, en el norte, estaba en peor situación. Perdida la batalla de Bennington, mientras los americanos acudían en cantidad al ejército de Gates, Burgoyne sin embargo se abrió camino. Logró llegar a Saratoga y pasarla. Gates había fortificado las alturas de Bemis, a veintisiete kilómetros al sur de Saratoga y a sólo cuarenta kilómetros al norte de Albany, y ahora se enfrentó con el ejército que se acercaba de Burgoyne.
Gates tenía 7.000 hombres, y el 19 de septiembre (ocho días después de que Washington perdiese la batalla de Brandywine Creek) envió a 3.000 de ellos adelante, al encuentro de las fuerzas de Burgoyne. Se hallaban bajo el mando de Benedict Arnold y Daniel Morgan. Morgan (nacido en Hunterdon County, Nueva Jersey, en 1736) había estado con Arnold en Quebec, donde combatió bien.
El combate de Freeman’s Farm, a un kilómetro y medio al norte de las alturas fortificadas, no fue particularmente científico. Ambas partes sencillamente arremetieron hacia adelante. Los tiradores de primera de Morgan hicieron estragos entre los británicos, pero los americanos eran superados en número y Gates, aunque sus fuerzas crecían rápidamente, se negó a enviar refuerzos.
Los americanos retrocedieron y Burgoyne mantuvo el terreno, que luego fortificó. Técnicamente, fue una victoria británica, pero los británicos habían tenido mayores pérdidas, y las fuerzas de Burgoyne disminuían con la deserción de los indios, mientras que las de Gates seguían aumentando.
Para entonces, simplemente tenía que hacerse algo desde Nueva York. Howe no había dejado la ciudad enteramente desprotegida, sino que había mantenido allí una pequeña fuerza comandada por Clinton. En esas circunstancias, Clinton llevó a algunos hombres aguas arriba del Hudson, y el 6 de octubre logró tomar dos fuertes al norte de Peekskill.
Burgoyne, que aún esperaba en Freeman’s Farm, sabía que no podía quedarse allí sentado esperando la llegada de Clinton. Tenía que retirarse o atacar, y si atacaba, tenía que ser de inmediato. Las fuerzas americanas ascendían entonces a 11.000 y seguían aumentando.
Mientras tanto, los oficiales de Gates se enfurecían calladamente ante el hecho de que Gates no atacaba. Su falta de coraje les había hecho perder una aplastante victoria en Freeman’s Farm. Además, en sus informes mostró una callada mezquindad al omitir mencionar a Arnold, que era sin duda el oficial más brillante del ejército. Cuando Arnold protestó, recibió el habitual trato injusto que recibía siempre, pues Gates lo relevó del mando.
El 7 de octubre, Burgoyne inició su avance con una fuerza de reconocimiento cuya misión era ubicar exactamente la situación de las tropas americanas. El combate comenzó, pero bajo el mando de Gates los americanos avanzaron cautamente.
Arnold, condenado a permanecer fuera de la lucha, no pudo resistir más. Echando pestes, tomó el mando del centro, de modo totalmente ilegal, y ordenó la carga. Él cargó con la tropa y recibió una herida en el muslo izquierdo que le rompió el hueso. Pero la batalla de las alturas de Bemis terminó con una aplastante derrota británica, gracias a la iniciativa de Arnold, y ahora Burgoyne tuvo que retirarse tambaleando a Saratoga.
No había esperanza para él. Cada día llegaban más americanos que se unían a las fuerzas que lo rodeaban el 15 de octubre Clinton llegó a Kingston, a unos ciento treinta kilómetros al sur de Saratoga y, al hallar resistencia, abandonó y volvió a Nueva York. Aunque hubiera seguido marchando hacia el norte, no habría llegado a tiempo; y aunque hubiese llegado a tiempo, las fuerzas que llevaba consigo no habrían sido suficientes para modificar el resultado.
El 17 de octubre de 1777 Burgoyne finalmente cedió. Ahora estaba rodeado por 20.000 hombres, que lo superaban de cuatro a uno, de modo que se rindió. Trescientos oficiales (incluidos seis generales) y 5.500 hombres convinieron en deponer sus armas, marchar a Boston, volver a Gran Bretaña y no tomar parte nuevamente en la guerra.
Este suceso, que se produjo dos semanas después de la derrota de Washington en Germantown, anuló con creces la campaña victoriosa de Howe. Aunque Howe había derrotado a Washington, éste había salvado a su ejército una vez más y aún rondaba por Pensilvania. Burgoyne, en cambio, se había rendido.
La rendición de un ejército británico en el campo de batalla era un hecho muy poco común aun en las mejores condiciones, pero la rendición a un puñado de rústicos, tan profundamente despreciados por los soldados regulares británicos, era escasamente concebible. Fue una pasmosa humillación para Gran Bretaña, ante los ojos de todo el mundo.
La alianza francesa.
Benjamin Franklin había cautivado a la sociedad francesa, cuando llegó a Francia en diciembre de 1776. Cuatro años antes, había sido elegido miembro de la Academia Francesa de Ciencias, y ahora los sabios franceses se apresuraron a reunirse con el anciano filósofo del Oeste.
Franklin, deliberadamente, se vestía de un modo muy sencillo, como un cuáquero. No usaba peluca, ni polvos ni espada; en cambio, llevaba un sólido bastón. Los aristócratas franceses estaban encantados de esta sencillez. Franklin, quien siempre se había sentido atraído por las damas (y sabía cómo abordarlas), supo muy bien encantar a las bellezas de moda de la sociedad francesa.
Gracias a Franklin, la aristocracia francesa de la corte de Luis XVI estaba totalmente a favor de la ayuda a los americanos, y este favorable clima de opinión hizo posible que el gobierno francés enviase suministros a los americanos de manera discreta. Francia también permitió a los barcos americanos usar puertos franceses en el curso de sus incursiones contra la flota británica. Pero Francia se había abstenido cuidadosamente de ir demasiado adelante en esta dirección como para provocar una colérica reacción británica.
Pero luego, el 7 de diciembre de 1777, llegaron a París las noticias de la rendición de Burgoyne.
El gobierno francés se puso en actividad cuando, por vez primera, pensó que los americanos podían realmente derrotar a Gran Bretaña. Si era así, no iba a dejar que obtuvieran su independencia sin sentir un adecuado agradecimiento a Francia. Sería muy útil para Francia tener un aliado en el continente americano. Si podía convertirse a la nueva nación en una ayuda para Francia, aún podía lograrse el empate con Gran Bretaña.
Además, si los franceses no se movían rápidamente, la rendición de Burgoyne podía llevar a Gran Bretaña a hacer concesiones que los americanos aceptarían. El Imperio Británico en América del Norte se reconstituiría y los británicos y los americanos podían entonces celebrar su reconciliación volviéndose contra un enemigo común, que sólo podía ser Francia.
(De hecho, los británicos hicieron concesiones a los americanos después de la rendición de Burgoyne. Apresurada y casi abyectamente, cedieron en todas las demandas de los americanos excepto una: no concedían la independencia. Si hubieran tomado esta actitud tres años antes, no habría habido guerra y hoy el mundo sería totalmente diferente. Pero los británicos no podían hacer que el reloj marchase para atrás. Ahora los americanos estaban resueltos a mantener su independencia. Y puesto que Gran Bretaña no podía avenirse a aceptarla, la guerra continuó).
Los franceses, ansiosos de estimular a los americanos a resistir las rumoreadas ofertas británicas, ahora concedieron una alianza abierta.
El 6 de febrero de 1778 se selló oficialmente la alianza entre Francia y América. Se establecieron generosos acuerdos comerciales. Francia reconoció la independencia de América y se intercambiaron representantes diplomáticos oficiales. Franklin dejó de ser el jefe de una comisión no oficial; se convirtió en el ministro americano ante Francia.
Tal alianza significaba la guerra entre Francia y Gran Bretaña, por supuesto, y Francia se resignó a ella. El 17 de junio de 1778 hubo un enfrentamiento entre barcos de las dos naciones, y la guerra entre ellas se convirtió en un hecho.
Uno de los primeros frutos de la alianza con Francia fue que los suministros empezaron a llegar al helado ejército de Washington en Valley Forge. El barón von Steuben, el voluntario prusiano que servía en las fuerzas americanas, llegó a Valley Forge el 23 de febrero de 1778 y empezó a entrenar al ejército al estilo prusiano. No fue tarea fácil, y von Steuben tuvo que apelar a toda su reserva de invectivas alemanas para decir a los torpes americanos lo que pensaba de ellos. Se cuenta que, cuando finalmente quedó agotado, ordenó a un ayudante que soltase tacos a los soldados en inglés.
Pero cuando llegó el tiempo cálido, el ejército americano estaba en mejor forma y se parecía más a una fuerza de combate profesional que nunca antes.
Washington tuvo que capear otra dificultad, después de la rendición de Burgoyne. A algunos americanos les parecía que Gates era un gran general que había destruido a un ejército británico. (En realidad, Gates no había hecho nada, y si había que asignar el mérito a una persona ésa era Benedict Arnold, quien fue nuevamente ignorado, como parecía ser su destino inevitable). En contraste con él, Washington parecía un fracaso, y en el Congreso cundía la propensión a reemplazar a Washington por Gates como comandante en jefe.
Ha circulado una leyenda de que había una verdadera conspiración a tal efecto encabezada por Thomas Conway, un soldado irlandés que había prestado servicios en el ejército francés y había llegado a los Estados Unidos sólo en 1777. Contra la recomendación de Washington, había sido designado inspector general del Ejército Continental.
Si realmente hubo tal «conjura de Conway», fue extraordinariamente inepta. Gates carecía de coraje en la lucha política tanto como en cuestiones militares y, cuando fue presionado por Washington, que hervía de indignación, rápida y cobardemente negó toda participación en el asunto. Resultó que, pese a los sucesos de Saratoga y Filadelfia, la popularidad de Washington entre sus oficiales, soldados y los americanos en general era imbatible. El Congreso se vio obligado a apoyarlo, pero lo hizo de la manera más tibia posible. Conway renunció y fue reemplazado como inspector general por el barón von Steuben.
Si los antecedentes y la personalidad de Washington lo mantuvieron en su cargo, ciertamente no sucedió lo mismo con Howe.
En la primavera de 1778, el gobernador británico decidió que estaba hasta las narices de William Howe. Para entonces, era totalmente claro que su acción en Filadelfia había sido un colosal error. Ni siquiera había logrado destruir el ejército de Washington ni había hecho ningún intento de destruirlo cuando se hallaba reducido a la piel y los huesos en Valley Forge. Su hoja de servicios mostraba tal ineptitud que es difícil evitar la conclusión de que hizo más por la causa americana que cualquier general, con excepción de Washington.
El 8 de mayo de 1778 Howe fue relevado del mando y reemplazado por Clinton, quien al menos había hecho el esfuerzo de remontar el valle del Hudson y socorrer a Burgoyne.
Clinton se encontró frente a una seria escalada de la guerra. Francia ahora estaba en ella, y Francia tenía una flota. Los buques franceses siempre habían sido derrotados por los británicos en el curso de la Guerra contra Franceses e Indios, pero no era prudente dar por descontado que los británicos obtendrían batallas navales. Había informes de que una flota francesa estaba cruzando el Atlántico, y Clinton no se atrevió a permitir que sus fuerzas se dispersaran.
Por ello, se dispuso a evacuar Filadelfia (por la cual Howe había arruinado a Burgoyne) y a concentrar sus fuerzas en Nueva York. El 18 de junio los británicos abandonaron Filadelfia e iniciaron la marcha al noreste a través de Nueva Jersey. (El 2 de julio el Congreso retornó nuevamente a Filadelfia después de una ausencia de casi nueve meses).
Washington no era Howe. Inmediatamente levantó el campamento de Valley Forge y se dispuso a perseguir a los británicos. Era su intención atacar a los británicos en la marcha, mientras tenían sus filas extendidas, y envió un destacamento de 6.400 hombres bajo el mando de Charles Lee, para que siguiesen el rastro y atrapasen a los británicos.
Era el mismo Charles Lee que se había insubordinado en la época de la retirada de Washington de Nueva York. Había sido tomado prisionero por entonces, pero, por una colosal mala suerte para los americanos, había sido cambiado por otros prisioneros y vuelto a tomar parte en la guerra. Washington cometió uno de sus raros errores de juicio al confiarle el mando.
Lee aparentemente pensaba que se trataba del mismo ejército que había dado vueltas por Nueva Jersey casi dos años antes y no apreciaba para nada el nuevo profesionalismo que había entrado en sus filas. Estaba seguro de que todo ataque de los americanos llevaría sencillamente a la derrota. Por ello, el 28 de junio de 1778, cuando finalmente alcanzó a los británicos dispersos en Monmouth Court House, Nueva Jersey, a unos ochenta kilómetros al noreste de Filadelfia, sólo atacó cautelosamente. Sus órdenes eran confusas, como si estuviese tratando de que cualquier infortunio que aconteciese fuese atribuido a la incapacidad de sus subordinados, no a él.
Luego, cuando Clinton inició una rápida concentración de sus fuerzas, Lee ordenó apresuradamente la retirada. Para entonces llegó Washington con el ejército principal. Horrorizado ante la vista de los americanos en retirada sin ningún signo de haber presentado una adecuada batalla, Washington le hizo saber claramente a Lee lo que pensaba. Los que sólo conocían su majestuosa reserva y su calma caballeresca le oyeron con espanto proferir toda clase de improperios. (Lee fue llevado ante un tribunal marcial el 4 de julio, y condenado el 12 de agosto. Su carrera militar terminó, y ahora se sabe que, en realidad, era un traidor que había estado trabajando secretamente para los británicos).
Washington ordenó detener la retirada y el enérgico von Steuben reformó las columnas y las envió nuevamente adelante, pero la oportunidad de asestar un golpe apabullante a una parte del ejército británico y de hacer cundir el pánico en el resto había desaparecido. Ahora se entabló una lucha cabal entre los dos ejércitos principales, aproximadamente iguales en número.
Los americanos demostraron su temple resistiendo los ataques británicos y manteniéndose firmes. Ninguna de las partes fue expulsada del campo de batalla y las pérdidas fueron iguales, unas 350 bajas cada uno.
Durante la noche, fueron los británicos los que se escabulleron, por lo que podría ser considerada como una victoria americana. Sin embargo, los británicos estaban tratando de llegar a Nueva York, y lo lograron sin serias pérdidas pese a los esfuerzos de Washington, por lo que podría ser considerada como una victoria táctica británica. La mejor solución sería considerar la batalla de Monmouth como un empate.
Washington sólo pudo conducir su ejército hasta White Plains («Llanuras Blancas») que había dejado dos años antes, y desde allí vigilar a los británicos instalados en Nueva York. Carecía de la fuerza suficiente para atacarlos.
La guerra en la frontera.
Durante la mayor parte de los tres años transcurridos desde abril de 1775 hasta junio de 1778, las batallas principales habían sido libradas cerca de las grandes ciudades de Nueva Inglaterra y los Estados intermedios: Boston, Nueva York y Filadelfia. Pero también la guerra se libraba en la frontera occidental.
La frontera bullía de colonias, y la hostilidad de los indios era grande. Durante todas las disputas crecientes entre americanos y británicos, y pese a la Proclama de 1763, el avance al oeste se había mantenido. Si hubo; un hombre del que pueda decirse que encarnó este hecho, ése fue Daniel Boone (nacido cerca de lo que es: ahora Reading, Pensilvania, el 2 de noviembre de 1734).
Cuando Boone todavía era joven, su familia se trasladó a los límites occidentales de Carolina del Norte. Desde 1767, Boone puso trampas y cazó más allá de los Alleghenies, y el 1 de abril de 1775 fundó un fuerte que llamó Boonesborough, en lo que es ahora Kentucky central. Llevó allí a su mujer y su hija, que fueron las primeras mujeres americanas que vivieron en Kentucky.
El camino abierto por Boone fue seguido por otros. Los especuladores en bienes raíces hasta trataron de formar nuevas colonias a lo largo de los bordes occidentales. Una colonia llamada «Vandalia» se formó en 1769 (y fue aprobada por el rey Jorge en 1775), en la región que es ahora Virginia occidental. En 1774, la mayor parte de la zona de Kentucky fue organizada con el nombre de «Transylvania» por Richard Henderson (nacido en el condado de Hanover, Virginia, en 1735).
Estas colonias nacieron muertas. Las colonias más viejas no permitirían su existencia. Virginia sostenía que todo el territorio en el que fueron organizadas Vandalia y Transylvania (y más allá) le pertenecía.
Pero, perteneciese o no a las colonias marítimas, la tierra de los Montes Apalaches y al oeste de éstos, estaba siendo colonizada. Se estima que, por la época de la Guerra Revolucionaria, había 250.000 colonos en las regiones del interior.
El avance hacia el oeste no dejó de hallar la resistencia de los indios. La tribu shawnee, cuyo centro estaba en lo que ahora llamamos el Estado de Ohio, consideraba parte de sus terrenos de caza a las tierras situadas al sur del río Ohio.
Lord Dunmore, gobernador de Virginia, envió partidas armadas en 1774 contra los shawnees, en lo que fue llamado la «Guerra de lord Dunmore». Después de que una de esas partidas cayera en una emboscada tendida por los shawnees, lord Dunmore reunió a 1.500 colonos de la frontera occidental de Virginia, los puso bajo el mando del coronel Andrew Lewis (nacido en Irlanda en 1720) y los envió al río Ohio. Lewis encontró fuerzas indias en Point Pleasant (nombre dado al lugar en 1770 por George Washington) en el río Ohio, a unos 260 kilómetros al sudoeste de Pittsburgh y sobre la frontera occidental de lo que es hoy el Estado de Virginia.
Allí Lewis derrotó a los shawnees, el 6 de octubre de 1774, poniendo fin a la Guerra de lord Dunmore y convirtiendo la región situada al sur del río Ohio en un sitio suficientemente seguro para la colonización. Fue la última guerra colonial contra los indios. Antes de un año más tarde, lord Dunmore se vio obligado a huir de Virginia y la colonia se convirtió en un Estado independiente.
Pero la Guerra Revolucionaria provocó un aumento de los problemas con los indios; esto fue muy peligroso, en verdad, pues los británicos formaron alianzas con las tribus indias y las estimularon a realizar incursiones en las que se mataba indiscriminadamente a no combatientes. De hecho, algunos «leales» americanos fueron peores a este respecto que los británicos.
Un notorio ejemplo fue el de John Butler (nacido en New London, Connecticut, en 1728). En 1777 reclutó «leales» e indios y formó una alianza con el jefe mohawk Joseph Brant. El 4 de julio de 1778 los «Comandos de Butler», como se los llamó, derrotaron a un grupo de colonos conducido por Zebulon Butler (nacido en Ipswich, Massachusetts, en 1731, y que no era pariente del anterior) en el valle de Wyoming de Pensilvania. Siguió una matanza indiscriminada. La pequeña ciudad de Wilkes-Barre fue totalmente incendiada y los indios reunieron 227 cueros cabelludos.
El 11 de noviembre de ese año, una matanza similar fue llevada a cabo por Butler y Brant en Cherry Valley, Nueva York, a unos cien kilómetros al oeste de Albany Allí fueron reunidos cuarenta cueros cabelludos, tomados de colonos que ya se habían rendido.
Más al oeste, en Fort Detroit, el comandante británico Henry Hamilton suministró a los indios de los alrededores cuchillos y pagó primas por cueros cabelludos americanos. Por ello, se lo llamó «El Comprador de Cabello».
Los americanos, al dirigir la fuerza de que disponían contra los británicos, parecían incapaces de contrarrestar estas incursiones en el oeste, pero George Rogers Clark (nacido en el condado de Albemarle, Virginia, el 19 de noviembre de 1752) elaboró un plan. Había combatido en la Guerra de lord Dunmore y participado en la exploración y colonización de Kentucky.
Propuso conducir una fuerza para tomar puestos avanzados en el territorio de Ohio, puestos que habían pertenecido a los franceses veinte años antes y que ahora ocupaban colonos franceses bajo el mando de oficiales británicos. Argumentaba que los colonos franceses no tenían mucho apego a sus amos británicos y que, al estar Francia aliada a los Estados Unidos, los franceses del territorio de Ohio estarían dispuestos a cambiar de bando. En tal caso, sería suficiente una pequeña fuerza americana para catalizar ese cambio.
Patrick Henry, a la sazón gobernador de Virginia, aprobó el plan y dio a Clark el rango de teniente coronel. Clark reunió 175 hombres y partió aguas abajo del río Ohio el 12 de mayo de 1778. A comienzos de julio estaba en el Mississippi superior y tomó las colonias de Kaskaskia y Cahokia sin problemas, pues los franceses, en efecto, cambiaron de bando. El fuerte de Vincennes, a 160 kilómetros al este del Mississippi, también desertó de los británicos y reconoció la soberanía de Virginia. (La soberanía de Virginia, no la americana, pues Clark luchaba en nombre de su Estado).
Hamilton el Comprador de Cabello reaccionó. Se lanzó desde Detroit con 500 hombres (la mitad de ellos indios) y el 17 de diciembre de 1778 tomó Vincennes.
Clark condujo su pequeña fuerza desde Kaskaskia a Vincennes en febrero de 1779, a través de lo que es hoy el sur de Illinois, abriéndose camino a través de tierras bajas inundadas con un tiempo helado. Avanzaron tiritando y el 25 de febrero de 1779 atacaron Vincennes. Los británicos, tomados totalmente por sorpresa, cedieron.
Lo que hizo Clark con un puñado de hombres fue de la mayor importancia. Mientras los británicos luchaban por una franja de costa marítima, Clark aseguró el dominio americano sobre vastas regiones del interior. América crecía con más rapidez que la que los británicos ponían en someterla.
Y mientras los americanos conquistaban las lejanas tierras del interior, también efectuaban terribles daños en otra frontera, en el mar. Había una Flota Continental, como había un Ejército Continental. Los barcos americanos no podían abrigar la esperanza de derrotar a la armada británica, pero podían atacar el comercio británico y lo hicieron. Fueron tomados cientos de barcos mercantes británicos.
El de más éxito de los capitanes marinos americanos fue John Paul Jones, quien había nacido en Escocia el 6 de julio de 1747 y llegado a los Estados Unidos después de iniciada la Guerra Revolucionaria. Había estado en el mar desde los nueve años, y su experiencia le aseguró una rápida promoción en la Flota Continental. El 8 de agosto de 1778 obtuvo el rango de capitán.
Capturó barcos mercantes con gratificante regularidad y fue él quien llevó las noticias oficiales de la rendición de Burgoyne a Francia. (Aunque las noticias llegaron de manera no oficial antes). A su llegada, en esta ocasión, recibió un saludo de los barcos franceses, el 14 de febrero de 1778. Esto era un homenaje a la bandera de los Estados Unidos, que su barco hizo flamear; fue la primera demostración de reconocimiento de los Estados Unidos como nación independiente fuera de los mismos Estados Unidos.
En la primavera de 1778, Jones recorrió las aguas que rodean a las Islas Británicas, haciendo estragos en todos los barcos que pudo hallar, desembarcando en la costa escocesa y, el 24 de abril, tomando un barco de guerra británico llamado Drake, en honor al gran marino británico de dos siglos antes y que había sido el John Paul Jones de su época (véase La Formación de América del Norte).
En el verano de 1779, Jones estaba al frente de una pequeña flota de la que él ocupaba el buque insignia, el Bon Homme Richard (un viejo barco restaurado y así llamado en homenaje a Benjamin Franklin, quien había usado como seudónimo «Poor Richard» (o «Bon Homme Richard», en francés). Nuevamente, zarpó hacia las aguas británicas.
El 23 de septiembre, Jones encontró una escuadra de barcos mercantes británicos custodiados por barcos de guerra, el mayor de los cuales era el Serapis.
Contando con la superioridad del fuego de sus pequeñas armas, Jones puso al Bon Homme Richard junto al Serapis y los amarró. Durante tres horas, en una noche iluminada por la luna, los dos barcos combatieron cañón con cañón.
El Bon Homme Richard sufrió serios daños, y desde el Serapis gritaron. «¿Os rendís?».
John Paul Jones, según una historia contada cuarenta y cinco años más tarde, respondió resueltamente: «¿Rendirnos? Pero si todavía no hemos empezado a luchar».
Y fue el Serapis el que se rindió, aunque el Bon Homme Richard se estaba hundiendo y su tripulación tuvo que ser trasladada al barco británico.
Las depredaciones de Jones no dañaron seriamente la economía británica y por sí solas no podían derrotar a Gran Bretaña. Sin embargo, sus hazañas humillaron a los británicos. Era de su armada de lo que los británicos estaban más orgullosos, y he aquí que un marino americano merodeaba por sus aguas a su antojo, tomaba barcos de guerra y, lo peor de todo, se mostraba más valiente que los lobos de mar británicos.
El pueblo británico quizá no se inmutaba por una lucha que se libraba a cinco mil kilómetros de su patria, pero con Jones a sus puertas podían ver que la guerra no marchaba bien. Lo mismo otras potencias europeas, las cuales, al descubrir que los americanos no temían el poder marítimo británico, empezaron a preguntarse por qué debían temerlo ellas.