EL CENTRO MUERTO

Tumbado en la penumbra azul del camarote, el cigarrillo entre los dedos. Culse Garatán dejaba pasar el tiempo, soñando con párpados entornados. El humo subía despacio en la oscuridad y, entre espirales blancas, danzaban los espejismos. Recuerdos de otros planetas, otras lunas; de mundos, de ciudades exóticas, de espaciopuertos bajo cielos extraños. La memoria de un puñado de astronaves con nombre propia aguardando cargas en pistas lejanas, describiendo órbitas interminables, despegando envueltas en nubes de fuego.

Dejó caer el brazo para rozar la cubierta, buscando ese trepidar sordo y constante que es el latido de las naves; el lento ronroneo de equipos y maquinarias en funcionamiento. Había una débil vibración haciendo temblar el metal, apenas nada.

Incorporándose con pereza, echó una ojeada a la falsa portilla y, poco a poca fue volviéndose hacia esa pantalla circular, irremediablemente atraído por las imágenes del Centro Muerto. La visión del abismo estelar, de grandes soles ardiendo en el vacío, de astronaves muertas flotando inmóviles en la oscuridad. Absorto, se acercó a la portilla sin poder despegar los ojos del cementerio estelar, deslumbrado por el extraño espectáculo de los pecios atrapados en el pantano gravitatorio, suspendidos de la nada.

Soltó una lenta bocanada de humo, atento a la pantalla. A esa negrura que parecía contener toda la inmensidad, la ausencia, la desolación del espacio, provocando vértigo en el espectador. Los astros sin nombre que llameaban en la noche espacial. Los cientos, los miles de naves inertes que relucían entre tinieblas, como minúsculas lunas artificiales.

Y allí afuera, en alguna parte del Centro Muerto, uno entre esa constelación de vehículos perdidos, dormitaba desde hacía siglos el viejo casco de la Milg Meráin, la astronave del capitán Aroga.

Recordar a aquel curioso personaje —muerto hacía casi cuatrocientos años y, sin embargo, aún vivo— le hizo apartarse por fin de la pantalla. Sus dedos revolotearon sobre el sistema de comunicaciones, presintonizado en las frecuencias de la Milg Meráin, y, casi en el acto, el monitor cobró vida. El capitán Aroga estaba a la escucha las veinticuatro horas.

Un hombre alto, moreno y chupado se asomó a la pantalla. Desaliñado, envuelto en humo de tabaco, repantigado tras su escritorio de factura exótica. Un interlocutor locuaz y contradictorio, de ademanes desenvueltos, y ojos oscuros y ardientes. El capitán de la Milg Meráin o, mejor dicho, su fantasma.

En otros tiempos, Garatán había charlado ociosamente, y oído historias, sobre espectros y astronaves. A veces, incluso, había creído entrever siluetas a la luz mortecina de los corredores; atisbos de reojo que se esfumaban al volver la vista. Pero nunca imaginó que llegaría a conversar con un fantasma electrónico; la emulación, vía cerebro de la nave, de un hombre ya muerto.

Garatán solía hacerse cábalas acerca de los últimos días del verdadero Entaunce Aroga. Se le imaginaba atascado en el pantano gravitatorio, en una nave averiada y llena de cadáveres, enfrentado a la certeza de la muerte. La desesperación, la voluntad, el sufrimiento de las cesiones neuronales y los volcados masivos de datos —marejadas de recuerdos, emociones y sentimientos— al cerebro de la nave; todo para esquivar a la muerte y el olvido; el destino común a cuantos naufragaban en el Centro Muerto.

—Buenas noches, sobrecargo. —Sonreía—. La llamada de primera hora, ¿no?

—Así es, capitán —suspiró—. Siempre es igual; día tras día…

—Noche tras noche —le reconvino amablemente el otro—. En el espacio no hay día; sólo noche. Antes teníamos más cuidado con el vocabulario profesional.

—En fin. —Garatán encendió otro cigarrillo—. Supongo que tampoco hoy tiene nada para nosotros.

—Nada, lo siento. —Meneó la cabeza—. No quisiera desanimarle, pero las arribadas al Centro Muerto son algo sumamente raro. Sólo un salto entre millones termina mal; termina aquí. Y, cuando ocurre, su nave llega tan malparada, o aún peor, que la suya.

—Claro. Pero hay que mantener una rutina, una esperanza.

—Por supuesto; lo peor que puede uno hacer es aflojar. Eso mata fácilmente aquí, en el Centro Muerto.

—Bueno, capitán; ahora tengo trabajo. Después, con un poco más de tiempo, volveré a llamar.

—Muy bien. —Aroga dio una honda calada a su eterno cigarrillo—. Quizás entonces podamos echar un par de partidas; algún juego de tablero quizás.

El sobrecargo cerró, despidiéndose con una cabezada. El capitán de la Milg Meráin debió ser un gran fumador, aparte de un jugador empedernido; uno de esos devotos de los lances que requieren suerte y habilidad a partes iguales.

Tras aplastar la colilla, salió para acceder a los túneles de servicio; ese sistema de pasadizos que serpenteaba toda la longitud de la nave, a gravedad cero, entrecruzándose bajo el casco como una red venosa artificial. Por ellos fue vagando sin rumbo, sin prisas, comprobando datos en los sensores e impulsándose con languidez a través de los claroscuros blancos y violetas de las lámparas.

Adelante el maquinista flotaba a media altura, embutido en su pesado equipo, con el visor ante los ojos, trabajando en alguna de las múltiples averías causadas por el salto al Centro Muerto. Lentamente, fue derivando a su encuentro.

—¿Cómo va la cosa?

—¿Cómo va a ir? Podemos quedarnos sin aire en cualquier momento. Los circuitos auxiliares no son de fiar; están diseñados para emergencias, para tiempos cortos.

Garatán asintió en silencio y el maquinista no añadió más. Fue entonces cuando un golpetazo inesperado hizo retemblar las paredes del túnel; un pesado estruendo que se alejó rebotando por las curvaturas de metal.

—¡Coooño! ¿Pero qué ha sido eso? —El maquinista se revolvió, volteando en el aire.

El sobrecargo le pidió silencio con un dedo sobre los labios, antes de ascender para agarrarse al mamparo y pegar una oreja al metal. Así se quedaron largo rato —uno girando despacio en la atmósfera azulada del pasadizo, el otro adherido como un parásito a la pared arqueada—, esperando un sonido que no llegó a repetirse.

Tras larga espera, Garatán se apartó, flotando hacia el centro de la galería.

—Nada. Seguramente, un fragmento ha rozado el caso.

—Seguramente.

Garatán evaluó receloso los mamparos. Aquel último salto había causado daños estructurales a la nave y él pasaba horas y más horas recorriendo las galerías, temeroso de que, en cualquier momento, cediese alguna sección del casco. Luego, se volvió hacia el maquinista.

—Me voy al puente. Supongo que el viejo ya habrá llegado.

—Supongo. Yo voy a seguir con esto, a ver si sacamos algo en claro.

—Si se repite ese ruido, avísame.

—Descuida.

* * *

Vislumbró al capitán entre las sombras del puente, jugueteando con una taza humeante, ensimismado en las pantallas. Se detuvo, tratando de acomodarse a la falta de luz. El capitán siguió inmóvil, la ventilación susurraba quedamente y, por doquier, pulsaban imágenes de negrura, de infiernos incandescentes, de naves varadas en el vacío.

Luego, el capitán advirtió su presencia. Con gesto azarado, le señaló una de las pantallas murales y el sobrecargo comprendió que se había dejado atrapar por la visión de aquella astronave gigante que colgaba arriba y a babor de la Sulce.

Un pecio colosal, grande como una luna pequeña. Niveles y niveles superpuestos, rematados por cúpulas enormes. Plataformas, arbotantes, torres. Una red compleja de estructuras, entre las que saltaban puentes arqueados. Un mundo artificial de matices oro viejo y cobrizos, reluciendo en la noche del espacio como una legendaria ciudad volante.

Contemplar esa inmensa astronave muerta provocaba la inquietud, cierta desazón ligada a las formas, los volúmenes, las dimensiones o a una incómoda sensación de antigüedad; una impresión acentuada por las imágenes que mostraban los telescopios: una erosión milenaria, debida a la lenta lluvia de fragmentos y meteoritos. Sí, concedió Garatán, recostándose en la penumbra para admirar esa alhaja que pendía de la oscuridad: resultaba hermosa, inhumana, aterradora.

Y sin embargo, tras el desastre, con múltiples averías y sistemas vitales fuera de servicio, aquel pecio les había supuesto una esperanza de repuestos, de provisiones y salvación. En aquel momento, buscar allí había parecido una buena idea.

—Treinta años de servicio, diez de capitán, y jamás había perdido un hombre —murmuró el capitán, como si sus pensamientos hubieran seguido rumbos paralelos—. Tampoco una nave, claro.

—No le des más vueltas, no tiene sentido.

Su interlocutor se arrellanó acunando la taza aún humeante, y contempló sombrío la pantalla. En aquel momento había parecido una buena idea que el navegante y el técnico tratasen de abordar la astronave con la lancha, mientras el resto de la tripulación aguardaba en la oscuridad del puente —el capitán en su sillón, sorbiendo café; el sobrecargo y el maquinista dando paseos de acá para allá, empalmando un cigarrillo tras otro— atentos a los cautos revoloteos de la lancha alrededor del gigante.

Recordaba a la perfección las dudas, los tanteos, las demoras. El instante del descenso, cuando la lancha cruzaba lentamente, brillando como una luciérnaga, ante una inmensa ojiva de reflejos dorados, buscando alguna plataforma o boca de aterrizaje. Una corta espera, el aviso de que la nave auxiliar se había posado con éxito, un cruce de comentarios mientras acoplaban esclusas. Luego silencio, silencio, silencio.

—Ojalá hubiéramos establecido contacto con el capitán Aroga. Él hubiera podido avisamos a tiempo.

—No funcionaba el equipo de comunicación —suspiró hastiado el sobrecargo—. Pero si no teníamos ni aire. Mira: no le des más vueltas.

—La maniobra fue correcta, desde luego,… —Calló, porque uno de los monitores se había activado para mostrar el rostro fatigado del maquinista.

—Debe ser para mí. —El sobrecargo se interpuso—. ¿Qué hay?

—Ese ruido, se ha… mira, aquí está otra vez.

Hubo un sonido largo y lento, un retumbar hueco que se repitió casi antes de apagarse los ecos del primero, como un repicar gigantesco. El maquinista permanecía suspendido en la claridad azulada del túnel, meciéndose suavemente en el aire mientras examinaba perplejo las paredes curvadas. El estruendo se reprodujo. Garatán se acariciaba desconcertado la barbilla. El capitán le hizo a un lado para encararse con la pantalla.

—Sal a escape de ahí. Ya.

—Enterado. Recojo el equipo y…

—Ni equipo ni nada. Fuera. —Volvió la cabeza entre las sombras azules—. Vamos a tomar una medida de los campos.

Asintiendo, el sobrecargo se dirigió a los sensores.

—¿Qué puede ser? —comentó intrigado, atento al monitor—. ¿Fisuras en el casco? ¿Algún fragmento exterior?

—No sonaba a nada de eso. Pero enseguida vamos a verlo.

En pantalla, sobre fondo negro, una imagen esquemática de la Sulce giraba despacio sobre sus ejes, envuelta en un halo amarillento, ancho y estable; la representación del campo de la nave. El capitán golpeó con el índice.

—Aquí, aquí… desde luego, hay algo.

La imagen se amplió en saltos sucesivos, ciñéndose al área de la perturbación. Con un respingo, el sobrecargo se echó atrás en su asiento, buscando un cigarrillo. El maquinista llegó y, tras una ojeada, se quedó quieto sin decir palabra.

Parecía haber una gran turbulencia multicolor asentada sobre el casco de la Sulce; una alteración que bullía y se agitaba, como enroscándose perezosamente sobre sí misma.

—Esto son medidas de campo, no imágenes de formas físicas. —Recordó por fin el capitán—. No vayamos a perder los nervios.

Nadie respondió y, en silencio, estuvieron observando la perturbación. Se desplazaba muy despacio sobre el casco, variando constantemente de forma y volumen, y parecía llena de nodos hirvientes que se anudaban y desenrollaban sin cesar. Garatán fumaba sentado en la penumbra; el capitán se inclinaba sobre el monitor, con el rostro iluminado por la pantalla. El maquinista se removía inquieto entre las penumbras del puente, haciendo resonar los amuletos metálicos de Vilgaum III, su planeta natal.

—Míralo —dijo por fin—. Eso es algo vivo, y es muy grande.

—No, Náuim, no —murmuró el capitán—. Estamos pensando todos en lo mismo; pero los monstruos del espacio no existen.

—No, claro —suspiró el otro—. Si no son más que fábulas… igual que el Centro Muerto. Su interlocutor se enjugó el sudor. Antes, era de los que negaban la existencia del Centro Muerto. Algunas naves se esfumaban en pleno salto, eso lo aceptaba; pero no admitía que terminaran reapareciendo en una zona muerta, un área repleta de viejas naves perdidas.

—De acuerdo —admitió—. Sabemos más de los efectos del salto que de sus causas; en esas condiciones, no hay nada raro en que alguno entre millones salga mal. Pero siempre pensé que, cuando eso sucedía, las naves quedaban totalmente destruidas, volatilizadas. La historia del Centro Muerto me parecía una leyenda más de las que se cuentan las ratas de astronave; una versión más moderna de mitos terrestres, muy antiguos… pero lo cierto es que aquí estamos.

—Verdad. —Garatán señaló con la brasa de su cigarrillo la turbulencia en pantalla—. ¿Y esto?

—No voy a cometer el mismo error. —Volvió a secarse la frente—. Admito que puede ser cualquier cosa… hasta un ser vivo.

Hubo un nuevo silencio.

—Estamos listos —rezongó por fin Garatán—. De ésta sí que no salimos.

—No quiero oír esa clase de comentarios. —Cortó con voz suave el capitán—. Cada cual puede pensar lo que quiera, pero que se lo guarde para sí. —Se volvió al maquinista—. ¿Podemos conseguir información adicional?

—Imposible —negó—. Con el cerebro de la nave destruido, estos sistemas no son más que sensores: registran datos, pero no pueden procesarlos ni extraer conclusiones. —Encendió un cigarrillo, pensando—. ¿Por qué no consultamos con el capitán Aroga? Seguro que tiene algo que contarnos. Después de todo, lleva cuatrocientos años aquí y suele estar al tanto de todo.

* * *

—Sí, eso es —corroboró Aroga—. Un monstruo del espacio.

Suspirando, el capitán de la Sulce paseó la vista por las pantallas, saltando de la imagen de su anfitrión a la de aquella turbulencia que parecía hervir sobre el casco de su nave. Se deslizó los dedos entreabiertos por el cabello.

—¿Y por qué no nos ha advertido?

—¿Advertirles? —Sostuvo su mirada con ojos sombríos—. No. Ese monstruo no aparece siempre y ustedes ya tenían suficientes problemas. Hice lo que pensé que era mejor.

—Bueno. Lo cierto es que ya está aquí. ¿Qué puede suceder?

—Depende. —Se retrepó para soltar lentos anillos de humo—. Se quedará ahí fuera, tanteando el casco de su nave, buscando una forma de introducirse.

—¿Y lo conseguirá?

El capitán Aroga se ladeó, demorando el responder.

—Depende. —Titubeó de nuevo, al ver las expresiones de sus oyentes—. Dos de cada tres veces lo logra.

—¿Pero qué es eso realmente? —El capitán de la Sulce manoseaba su taza, intentando controlar el tono de voz—. Comprenda que necesitamos toda la información que pueda darnos, cualquier cosa.

—Claro. —Entrelazó los dedos—. Pero no puedo ofrecerles mucho. Hasta donde yo sé, nadie ha podido verlo; lo más que se ha conseguido es lo mismo que ustedes: una medida de campos. Y tampoco está nada claro cómo consigue entrar en las naves. Yo, personalmente, supongo que se infiltra; el salto al Centro Muerto suele causar daños estructurales, ya les avisé de ello, y no es raro que aparezcan microgrietas en el casco… pero no hay nada seguro.

—¿Qué clase de ser puede ser? —Garatán ojeó aprensivo las pantallas.

—No sabría decirle. La medidas señalan que, en parte, es orgánico. Pero sólo en parte. Carezco de datos suficientes para aventurar ninguna opinión.

En la media luz fría del puente, el capitán de la Sulce le observó sorprendido, antes de agitar la cabeza y decirse que, en los momentos más inesperados, el cerebro inhumano de la Milg Meráin acababa por asomar tras la fachada de Entaunce Aroga.

—Capitán, ¿existe alguna forma de detenerlo?

—Nadie lo ha conseguido, lo cual no quiere decir que sea imposible. Pero será mejor que estén listos para evacuar su astronave, para el caso de que logre acceder al interior. Es el único consejo que puedo darles.

* * *

A partir de entonces, Garatán tuvo sobradas ocasiones de escuchar cómo el monstruo probaba la resistencia del casco exterior. Mientras deambulaba por las galerías de servicio, más de una vez se vio sorprendido por un golpetazo atronador sobre su cabeza, un eco sostenido que retemblaba a lo largo de los túneles, reverberando entre curvas. Y siempre sonaba cerca, como si algún sentido alienígena avisase al ser de su presencia, azuzándole contra el metal que los separaba.

En tales instantes, mientras los mamparos arqueados retumbaban alrededor suyo, se remontaba en la penumbra azulada, buscando los monitores. Y, pegado a las curvaturas del túnel, como un insecto gigante, espiaba cada detalle de ese campo deforme que se adosaba a la astronave; aquel volumen cambiante, recorrido por espasmos multicolores, que crecía y menguaba sin cesar, enroscándose continuamente sobre sí mismo.

Y así se quedaba durante largo rato, olvidando el posible peligro, atado al monitor por un sentimiento que era mezcla de curiosidad y pavor. Una atracción malsana que el capitán Aroga parecía compartir.

—Sí —aceptaba éste, huraño—. Fue ese ser lo que acabó conmigo. O, al menos, ésa es la conclusión lógica; aunque no tengo datos al respecto en el cerebro de la Milg Meráin. Pero, dado que rondaba desde hacía tiempo por el exterior de mi nave, no resulta difícil suponer que, al final, logró entrar.

—Pero no tiene idea de lo que pudo suceder, claro.

—No. Aroga había tomado sus medidas, pero debieron servirle de bien poco. Cuando, una noche, no se conectó al cerebro de la nave, éste, siguiendo sus instrucciones, asumió que estaba muerto y puso en marcha mi programa. Es cuanto sé. —Hizo una pausa, entrecerrando pensativamente los párpados—. Me gustaría echarle un vistazo, descubrir cuál es su aspecto. Nadie ha logrado imágenes suyas, ha escapado a toda clase de trampas y entrado en espacios teóricamente inaccesibles… debe ser condenadamente listo.

—¿Inteligente?

—La inteligencia es un concepto de lo más artificioso. —Remarcó su desdén con un gesto—. No. Estamos hablando de un ser con habilidad, astucia, capacidad de aprender. Hablamos de supervivencia… y ésas fueron las cualidades que, acerca del monstruo, anotó en el cerebro de la Milg Meráin.

—¿Anotó quién?

—Yo. ¿Quién va a ser? En sus últimos días, el capitán Aroga parecía fascinado por el monstruo y reunió cuantos datos le fueron posibles respecto al mismo.

—A veces, capitán, me cuesta seguirle —rezongó exasperado Garatán.

—¿?

—Cuando habla usted de sí mismo, tiende a confundir la primera y la tercera persona. Es de lo más chocante.

—Pero lógico. —Hizo bascular su sillón—. Mis recuerdos, actitudes, mi forma de ser, no son sino un reflejo, un simulacro, de las de Entaunce Aroga; él lo diseñó así. Pero no son exactamente iguales, no pueden serlo. Yo soy él, pero los dos no somos lo mismo.

—Uff. —Lanzó un vistazo a los monitores, antes de volverse a su interlocutor para escrutarle unos segundos, antes de aventurar con cautela—. La verdad, me pregunto por qué lo hizo.

El capitán le examinó a su vez, la cabeza ladeada.

—Para escapar a la muerte.

—Y lo consiguió.

—No, tan sólo he logrado un aplazamiento. No es que Aroga tuviese demasiado apego a la vida. La extinción física es un hecho que más nos vale aceptar, porque acaba llegando, tarde o temprano. No. Lo que me quitaba el sueño era que, con la muerte, llegaría la pérdida total, la aniquilación de cuanto que vivido, querido, sentido… de todo cuanto soy. Nunca he podido soportar la idea de desaparecer, esfumarme sin dejar rastro.

—Por lo que dice, en su mundo natal no creían en una vida tras la muerte.

—En mi mundo natal había seis o siete credos distintos. Era yo el que nunca ha creído mucho en todo eso.

—Le comprendo —suspiró—. Yo también suelo darle vueltas a todo eso. Y más aún —sonrió con desgana— después de nuestra arribada al Centro Muerto.

Encendió un cigarrillo, lanzando grandes bocanadas antes de proseguir.

—Aquí es fácil pensar en ciertos temas, plantearse algunas preguntas. Sé muy bien que no hay escapatoria. Al principio, puede que tuviera alguna esperanza, pero hace ya tiempo que he comprendido que estamos condenados. Ni más ni menos que todos los que han llegado antes que nosotros a este agujero… y, ahora, supongo que se nos está acabando el plazo.

Calló. Ambos fumaban con lentas caladas, contemplándose el uno al otro entre humaredas. El capitán Aroga —o puede que el cerebro de la Milg Meráin— titubeaba. Una actitud que ya le era familiar al sobrecargo de la Sulce: un largo mutismo acompañado de inmovilidad, quizás mientras los programas rectores de aquel espectro electrónico tomaban una decisión.

—Sí —acabó por reconocer a regañadientes—. Opino lo mismo que usted. Yo tampoco creo que les quede mucho tiempo.

* * *

De nuevo se había parado ante una falsa portilla, fumando en la semioscuridad azulada, cautivado por las imágenes del Centro Muerto. Ensimismado en las naves muertas que brillaban en la negrura y en los orbes que ardían en el vacío como infiernos rojos, anaranjados, azules. Entonces, de repente, las alarmas comenzaron a aullar, dándole un vuelco al corazón.

Corrió a las pantallas, aturdido por el rugir de los avisadores. El capitán estaba en imagen.

—El monstruo ha logrado entrar —anunció con voz rápida y tranquila—. Reúnete conmigo en mi cámara.

—Estoy en el Control Auxiliar…

—Sí —se inclinó sobre algún sensor fuera de imagen—. El Corredor Principal es seguro por ahora, pero no hay tiempo que perder.

Garatán abandonó el camarote con un paso vivo que, en seguida, se convirtió en una carrera de cubierta en cubierta, atravesando a toda velocidad la nave sin poder sustraerse a la idea de que adelante, a la vuelta de cualquier esquina, algo enorme y horrible podía estar esperando para abalanzarse sobre él.

Cruzó un sinfín de pasillos solitarios, a través de escaleras, cubiertas, accesos; huyendo de lo que sabía detrás y angustiado por lo que temía delante. Luego de una eternidad, alcanzó jadeante la cámara del capitán.

Le encontró sentado, cara a la puerta, con los pies sobre el escritorio. Entrelazaba las manos sobre el pecho y fuegos desafiantes le asomaban a los ojos, y el sobrecargo comprendió que había estado bebiendo. Con un ademán descuidado, como si fueran a despachar algún asunto de rutina, le invitó a pasar.

—Vamos, adentro. —Con otro gesto, le señaló una gran pantalla.

Garatán, aún sin aliento, se volvió hacia la imagen para estudiar los complejos diagramas de colores. Aquéllos —los reconoció en el acto— eran los planos de la astronave y había una mota brillante, un punto rojo, que centelleaba al desplazarse a lo largo de los esquemas.

—Ahí está: el Kraken.

—¿El qué?

—El monstruo, hombre. —Le contempló tras párpados entornados—. Es una leyenda terrestre; una bestia marina, un ser gigantesco y lleno de tentáculos que atacaba a las naves. Se le conocía como el Kraken… fíjate en esos campos que genera, igual que tentáculos que se retuercen, eso es lo que me lo ha recordado.

El sobrecargo volvió a examinar los planos.

—Viene hacia aquí. —Observó cómo el capitán le daba la razón con un movimiento de cabeza—. ¿Y Náuim? ¿Dónde está?

—No lo sé. No ha establecido contacto y eso que las alarmas están sonando por toda la nave. —Se pasó los dedos por el cabello—. Me temo que le ha cogido.

—Y nos va a coger a nosotros también. —Garatán observó, sudoroso, la pantalla—. Estará aquí en seguida. Tenemos que salir a escape.

—Éste es el sitio más seguro. La Sulce es una astronave vieja y tiene toda una historia a cuestas. No siempre estuvo destinada a la línea entre Vilgaum III y Gui Cuane. Hubo un tiempo en que saltaba de aquí para allá en busca de fletes. Eran viajes más azarosos, había sus riesgos y toda la estructura está acorazada como seguridad adicional. —Con dos dedos, abarcó los mamparos circundantes. Sonrió—. No pongas esa cara, hombre; es uno de los pequeños secretos de los capitanes. No consta en ningún plano ni documento.

Pero el sobrecargo valoraba de vista los mamparos, lanzando ojeadas ocasionales al monitor.

—Viene hacia aquí, no hay duda.

El capitán asintió displicente, sin cambiar de postura y con los ojos en el corredor. Irritado, Garatán plantó un pie sobre un resalte y se encendió con lentitud un cigarrillo, dispuesto a no amilanarse ante la desidia del capitán.

El tiempo fue pasando muy despacio. El corredor parecía alargarse ante sus ojos, vacío y silente, totalmente quieto bajo el resplandor azulado de las lámparas. El capitán se retrepaba en su sillón, el sobrecargo dejaba escapar lentas bocanadas de humo blanco.

Luego, comenzaron a escuchar el estruendo de algo muy grande que se desplazaba por los pasillos, chocando con los mamparos, arrasándolo todo a su paso, haciendo añicos los metales y el cristal. Garatán echó una nueva mirada al punto rojo.

—Se nos echa encima.

El corredor se oscureció de repente. El capitán alzó una mano y chasqueó los dedos, y la compuerta se cerró como por ensalmo, encajando con un sonido hueco y retumbante.

Pasaron seis o siete segundos. Algo muy pesado embistió contra el mamparo frontal, haciendo retemblar toda la estructura de la cámara. Luego, silencio. El sobrecargo y el capitán cruzaron miradas.

—¿Has visto? —musitó aquél—. Las luces se han apagado de repente.

—Es uno de los fenómenos ligados al Kraken, al monstruo. Aroga ya me lo había advertido, pero yo contaba con echarle un vistazo, aunque fuera de pasada.

El mamparo atronó bajo una nueva embestida. La cubierta pareció vibrar bajo sus pies y, en esa ocasión, el metal se combó un poco. Una abolladura, grande como una cabeza humana, apareció cerca de la compuerta. El capitán se incorporó maldiciendo.

—Es fuerte, fuerte de verdad. Ahora sí que estamos listos.

Resonaban más golpes, surgían nuevas abolladuras. En seguida, el martilleo fue haciéndose casi continuo.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Garatán por encima del estruendo.

—No. —El capitán, sacudiendo lentamente la cabeza, con un nuevo gesto, hizo aparecer una salida de emergencia—. Por ahí se va a las cápsulas, ya conoces el camino. Vete tú, yo me quedo.

—Vamos, hombre. —El otro le asió por el codo—. No nos queda casi tiempo.

—No, no. —El capitán se zafó—. Yo no me meto en una cápsula. No pienso encerrarme en una de esas ratoneras, con aire para una semana. Acabas asfixiándote, casi sin espacio para moverte, chapoteando en tu propio sudor. Ni hablar. Hace mucho tiempo que tomé la decisión: de todas las muertes, ésa es una de las peores. Siempre he tenido pesadillas con eso. Me quedo. —Rebuscando en su escritorio, extrajo un arma de longitud corta y grueso calibre. Sonrió turbiamente—. Otro recuerdo de los viejos tiempos. Prefiero aguantar aquí. —Comenzó a cargar, con cierta torpeza, la pesada munición.

El sobrecargo valoró la resistencia del mamparo. La cámara temblaba, resonando como una campana bajo el ataque del monstruo, y el metal se abollaba y deformaba más y más, a cada nuevo embate.

—Yo voy a intentarlo.

—Suerte.

Se abalanzó hacia el túnel y corrió la veintena de metros que le separaban de la cápsula salvavidas. Se detuvo, junto a ésta, un instante, el necesario para volverse y comprobar que el capitán no había cambiado de idea. Nada. El túnel estaba vacío, no había movimientos entre las luces rojas de emergencia y, más allá, los mamparos retumbaban como si algún dios loco batiera con furia un gong gigante.

Entró y se ajustó con dedos torpes el arnés. La catapulta expulsó la cápsula.

Los diminutos propulsores de la cápsula entraron en acción y detuvieron el movimiento. Perplejo, Garatán comenzó a sintonizar monitores, buscando algo que justificase aquella decisión del cerebro de abordo. Resopló. Los sensores mostraban a la cápsula salvavidas flotando ya casi inmóvil, a medio camino entre la Sulce y una masa enorme, grande como una pequeña luna. Sudoroso, reconoció al inmenso pecio de babor. La catapulta le había lanzado contra aquella astronave, obligando al cerebro a anular todo impulso, para impedir la colisión.

Comprobó lo ya intuido: que los motores carecían de potencia para una segunda maniobra. Repasó los datos de los sensores y, con creciente temblor, buscó el brazalete médico, intentando en vano no pensar en que la cápsula se había detenido demasiado cerca de la Sulce, al alcance del monstruo.

El brazalete le disparó una batería de calmantes en sangre. Garatán se recostó en el asiento y entornó los párpados para escuchar cómo el corazón golpeteaba desbocado, sintiendo al sudor frío serpentear piel abajo, en regueros.

Abrió luego los ojos y examinó el cubículo, los instrumentos, el par de asientos vacíos con sus arneses meciéndose mansamente en gravedad cero. Acarició las paredes acolchadas. Recordó pensativo el momento de arribar al Centro Muerto, cuando, en pleno salto, supo que algo iba mal.

Porque lo normal es que el salto sea indetectable, demasiado fugaz para los sentidos; una transición que sólo deja en el viajero el regusto de un espejismo de caída. Pero aquella vez, demasiado asombrado para sentir pánico, el sobrecargo se había encontrado precipitándose en un vacío infinito. Más tarde, al estudiar los registros de la Sulce, descubriría que todo había durado apenas dos segundos. Pero incluso dos segundos se convierten en eternos cuando se está en caída libre, con avalanchas de recuerdos e ideas agolpándose en la oscuridad.

Con esa lucidez torcida de las drogas, volvió al instante en que salieron del salto. Los fogonazos rojos de las alarmas, las sirenas aullando, las grandes pantallas ciegas y llenas de estática. La nave entera se estremecía, trepidando como si fuera a deshacerse en pedazos, los objetos cliqueteaban en sus asideros, la cubierta temblaba bajo sus pies…

Con movimientos que se le antojaron eternos, manipuló la comunicación, buscando los canales de la Milg Meráin. El capitán Aroga apareció en la emulación de su cámara, sentado tras su escritorio tallado, envuelto en humo de tabaco, observándole con ojos como taladros.

—Buenas noches, sobrecargo.

—El monstruo ha entrado en nuestra nave —le informó, articulando con cierto esfuerzo—. El maquinista ha desaparecido y yo he podido escapar en una de las cápsulas salvavidas… es cuanto nos quedaba: perdimos la lancha.

—¿Y el capitán?

—Se quedó e hizo frente al Kraken.

—¿El Kraken? —se detuvo un momento y Garatán comprendió que estaba recurriendo a los bancos de datos de la Milg Meráin. Sonrió pensativamente—. Ah, el Kraken; sí, es un buen nombre… ¿cuál es su situación, sobrecargo?

—Me encuentro parado entre mi nave y ese pecio gigante que teníamos a babor, ya sabe; y me resulta imposible moverme. Me temo que estoy al alcance del Kraken.

El capitán Aroga volvió a inmovilizarse, una pausa muy larga esta vez.

—Sí, el monstruo puede alcanzarle en cualquier momento.

—¿Me queda mucho tiempo?

Otro intervalo.

—No, apenas nada.

—Entonces —balbució, encendiendo un cigarrillo—, qué más da el aire.

Como de mutuo acuerdo, se quedaron en silencio, reanudando ese viejo ritual de contemplarse sin cruzar palabras, como si cada uno buscase una clave secreta en la postura del otro. La cápsula comenzó a inundarse de humo, los filtros zumbaban, una pequeña alarma comenzó a destellar.

Hubo un roce en el exterior, un sonido hueco acompañado por un bamboleo de la cápsula.

—Ya está aquí —el cigarrillo resbaló entre sus dedos y flotó a la deriva. Lo recuperó con esfuerzo.

—Lo he oído.

Hubo un nuevo ruido, algo más fuerte, como si aquel ser tantease la resistencia de la cápsula salvavidas.

—Voy a morir —asumió angustiado, carcomido por un temor que ningún tranquilizante podía anular—. Pero yo también tengo miedo de esfumarme, de no ser nada nunca más.

Asintiendo, el capitán Aroga alzó una mano y, a ese gesto, por primera vez, la imagen emitida por la Milg Meráin cambió. La cámara dejó paso a una gran sala abarrotada de toda clase de gente y el asombrado Garatán pudo ver que, en primera fila de aquella multitud, se hallaban el capitán y el maquinista de la Sulce. También su interlocutor estaba allí, ahora de pie.

—No tiene por qué preocuparse —le dijo con suavidad, al tiempo que le mostraba la estancia con una mano—. Como puede ver, aquí estamos casi todos.

Garatán contemplaba boquiabierto la escena y fue comprendiendo poco a poco que el cerebro de la Milg Meráin capturaba datos de todos los que se comunicaban con ella, creando emulaciones de sus interlocutores. Sonaban más golpes en el exterior y la cápsula se balanceaba mientras el monstruo la iba rodeando con su abrazo.

Aturdido, volvió por última vez los ojos al monitor. La cápsula salvavidas crujía bajo una presión creciente, humo y cenizas revoloteaban en el interior, el capitán observaba desde el otro lado de la pantalla, esperando. Y luego, al final, cuando las curvaturas de metal comenzaron a ceder rechinando, éste se adelantó con la mano tendida, haciéndole señal de acercarse: el gesto del anfitrión, que invitaba su huésped a no demorarse más en el umbral.