CROMATÓFORO

Con un gesto distraído, el piloto situó la propulsión en compás de espera.

—MundoRan —anunció con voz neutra, volviéndose en el asiento.

Mous Mongea, el único pasajero de la pequeña lancha, sonrió desganadamente y se puso en pie, recogiendo su equipaje de mano. Al costado de la nave, la rampa se abrió con un zumbido. Tras dos semanas en los ambientes climatizados de naves de línea y estaciones orbitales, el calor fue como un golpe.

Mongea buscó sus gafas oscuras, cegado por el gran sol amarillo de MundoRan. El piloto descendió tras él; se quitó el casco y, sentándose en el borde inclinado de la rampa, ofreció tabaco a Mongea.

—Un vicio venerable —comentó, lanzando una gran bocanada de humo. Sujetando el cigarrillo con los dedos índice y medio, señaló hacia dos estructuras de piedra, visibles al otro lado de las pistas—. Esa aguja es la torre de control; el domo es la estación. Vaya directamente allí, a la aduana.

Con la colilla entre los dedos, abarcó los campos circundantes. Un gesto amplio que dejó una estela de humo.

—Aunque no se vean, hay armas autómatas cubriendo el astropuerto. La gente de por aquí es muy peculiar… de todas formas, avisan por los altavoces antes de disparar.

Mongea miró aprensivamente a su alrededor.

—Gracias —dijo simplemente.

—De nada. Que tenga una buena estancia.

Esbozando un gesto de despedida, Mous Mongea se alejó cruzando las pistas. Contó un total de ocho, pintadas de verde jade y anárquicamente distribuidas; todas estaban vacías, excepto la más lejana, ocupada por una nave de carga. Fuera de las pistas y las estructuras de la estación, no había nada. El astropuerto era un islote perdido en una pradera alta y amarillenta —aparentemente interminable, extendiéndose más allá de la vista en todas direcciones—, salpicada por unos pocos árboles aislados.

Pudo distinguir dos viejas naves a medio desguazar, abandonadas sobre la pradera, en el limite del astropuerto. La instalación entera parecía desierta: la maleza invadía el espacio entre las pistas y la única presencia apreciable consistía en la lancha posada a sus espaldas, con la propulsión latiendo sordamente y su piloto recostado a la sombra, fumando un cigarrillo.

Se detuvo un instante para enjugar el sudor, acusando la embestida de la luz y el calor. El aire del planeta dejaba un regusto seco y polvoriento. «MundoRan», suspiró. Una brisa ardiente soplaba a ráfagas, agitando las matas amarillentas. Los únicos sonidos eran el rumor del viento, el palpitar de la lancha y un chirrido inconstante, producido por algún insectoide local.

Siendo muy joven, Mous Mongea había soñado con una vida errante entre las estrellas, llena de viajes a mundos lejanos. Irónicamente, mucho tiempo después, cruzaba las pistas de un planeta así, aunque con un estado de ánimo muy distinto al que acompaña a los despreocupados vagabundos espaciales.

En uno de sus bolsillos guardaba la copia del comunicado; de las Autoridades de MundoRan a Mous Mongea, ciudadano del planeta Ic Trane II. Un comunicado escueto en el que se le notificaba el fallecimiento de la esposa de su viejo amigo Aratum, así como del posterior suicidio de éste.

Pasado el golpe emocional de los primeros momentos, Mongea había releído una y otra vez el mensaje, sintiendo que contenía más de lo evidente; algo oculto y que, sin embargo, se insinuaba detrás del lenguaje plano y burocrático. Un impresión tan fuerte que le hizo tomar pasaje, rumbo al lejano MundoRan, so pretexto de hacerse cargo de los cadáveres.

Mous Mongea encontró la estación tan poco acogedora como el resto del astropuerto; un largo vestíbulo abandonado y en completo silencio, con hileras de sillones vacíos bajo los focos de luz blanca y fría. Cumplimentó los tramites de entrada ante los sensores de la Aduana autómata, obtuvo un vehículo en los monitores de una agencia y abandonó con rapidez la terminal desierta.

A sus espaldas, se apagaron las luces de la estación y las puertas se bloquearon con un chasquido audible. Descendió las escaleras; la pradera comenzaba en el último peldaño y no había ningún árbol sombreando la entrada. Caminó entre las hierbas amarillentas, que golpeaban en sus flancos, a impulsos de la brisa. Enjugándose nuevamente el sudor, escrutó el domo de la estación. La hierba crecía en los resquicios, entre los bloques de piedra, y no pudo encontrar un solo adorno en toda la fachada. Más allá, la torre de control arrojaba su sombra estrecha a lo largo de la pradera.

Sacudiendo la cabeza ante aquel crudo minimalismo arquitectónico, Mongea volvió su mirada hacia la derecha. El vehículo solicitado —una nave rechoncha, compacta y funcional— abandonaba lentamente la oscuridad del hangar, situado bajo el domo de la estación.

* * *

Con un suspiro, Mongea se instaló en el interior del cubículo climatizado.

—Destino: Hospital de Arugascan. Precisiones sobre el aterrizaje: a cargo del cerebro del hospital —informó al cerebro de la nave. Reflexionó un instante—. Comunicación con el hospital —añadió.

Volando hacia el suroeste, a una altitud media de trescientos metros, envió un mensaje de llegada —en una hora, dato de la nave—. Luego, se retrepó en su asiento, para contemplar el paisaje. La pradera de hierbas amarillentas cubría, en apariencia, todo el continente, quizás el planeta entero. En un par de ocasiones, divisó a lo lejos manchas de distinta coloración, que contenían arboledas y edificaciones agrupadas: unidades agrícolas, el soporte económico y social de MundoRan. En una de aquellas granjas había pasado sus últimos años de vida Aratum.

Aratum Mongea, su viejo amigo Aratum, había abandonado Ic Trane II, y lo había hecho para no regresar. Tampoco volvieron a encontrarse los, hasta entonces, inseparables Mous y Aratum. Sin embargo, entre ambos se había mantenido una correspondencia irregular; forzosamente llena de tópicos y lugares comunes, ya perdidos para ambos.

Gracias a esos contactos, Mous Mongea conocía las andanzas de Aratum, vagabundeando de planeta en planeta por espacio de tres décadas. Luego, cinco años atrás, supo que había contraído matrimonio, estableciéndose definitivamente —o así daban a entender sus mensajes— en MundoRan, un oscuro planeta agrícola, poco poblado y apartado de las principales rutas del comercio estelar.

A partir ese momento, la comunicación entre ambos fue algo más regular. Los mensajes de Aratum solían mencionar a su esposa; monólogos sobre un mismo tema: el amor verdadero, la mujer de su vida… El mundano Mongea contemplaba pensativamente —maldiciendo los inconvenientes de la comunicación pregrabada— la imagen de su amigo, mientras éste trataba de trasmitirle la intensidad de sus sentimientos, perplejo ante el hecho de que la vida en común no hubiera diluido el entusiasmo de Aratum.

A veces los mensajes mostraban a la esposa de Aratum. Una mujer agraciada, que sonreía insegura a la cámara y murmuraba unas palabras de cortesía —azuzada por el sonriente hombretón sentado junto a ella—, destinadas a alguien que no conocía.

Luego, repentinamente, llegó hasta Ic Trane II la noticia de su muerte casi simultánea.

* * *

—Cinco minutos para destino —anunció el cerebro de la nave.

Mongea abandonó sus recuerdos para contemplar el descenso sobre el complejo burocrático de Arugascan: una enorme circunferencia formada por construcciones altas y funcionales. El círculo interior, invadido por la maleza amarilla, prestaba a la ciudad un aspecto monumental y abandonado, sólo desmentido por unas pocas naves aéreas que revoloteaban entre los edificios.

El vehículo enfiló hacia un rascacielos de piedra blanca y acabó posándose en una de las plataformas, a media altura del edificio.

Un hombre salió a su encuentro en la plataforma; la primera figura humana que encontraba en el planeta. Aquel hombre era alto, fuerte y de apariencia fibrosa, con un rostro de rasgos marcados y ese aspecto de edad indefinida que producen los sucesivos tratamientos rejuvenecedores.

—¿Mous Mongea? Le esperaba. Su mensaje nos llegó hace una hora. —El hombre avanzó con la mano tendida—. Surban Argorades. —Se presentó.

Se estrecharon la mano derecha: un gesto de cortesía casi universal entre los humanos de distintos planetas.

—Doctor Argorades —titubeó Mongea. Las ropas de su interlocutor le señalaban como un miembro de la clase médica, y no rechazó el tratamiento de doctor.

—Acepte mi pésame por la muerte de Aratum Mongea y su esposa.

Aquello confirmó una sospecha de Mous Mongea. Desde el principio, había imaginado el malentendido.

—No éramos parientes —advirtió—. Mongea es un apellido muy común en Ic Trane II. Pero, Aratum Mongea y yo éramos íntimos amigos desde hace mucho tiempo.

El doctor Argorades carraspeó, algo desconcertado.

—Bien, las Autoridades encontraron su nombre y dirección… evidentemente se ha producido una confusión. Aunque, a fin de cuentas, es irrelevante. He dispuesto los cuerpos, por si desea verlos.

Mongea cabeceó, sintiendo un repentino nudo en la garganta. Argorades le mostró la salida de la plataforma. Pero luego se detuvo bruscamente, haciendo una mueca que parecía un gesto de disgusto hacia sí mismo.

—Hace dos semanas realizamos las autopsias, tal como marca la ley planetaria —explicó cuidadosamente—. Desde entonces, los cuerpos han sido conservados en cápsulas criogénicas. Lógicamente, están desnudos.

Mongea se acarició el mentón, preguntándose cuál era la preocupación del doctor Argorades.

—La desnudez es un asunto sin importancia para un nativo de Ic Trane II. —Le tranquilizó luego, entendiendo al fin el sentido de la observación.

Los cuerpos descansaban dentro de grandes cápsulas de tapas transparentes; en mitad de una sala pequeña de paredes blancas, inundada por la luz del sol, que entraba por el gran ventanal.

El doctor Argorades le dio la espalda y se colocó junto al ventanal, con las manos en los bolsillos, mirando pudorosamente hacia el exterior.

Lleno de melancolía, Mous Mongea examinó el rostro de los muertos, ligeramente distorsionados por el fluido criogénico. Primero los rasgos voluntariosos de Aratum, poco modificados por los años de vida nómada. Luego el perfil hermoso de la mujer, una cara conocida por medio de los mensajes.

—¿Cómo murieron?

—Ella —algo en la pronunciación de esa palabra hizo alzar la cabeza a Mongea— sufrió un accidente. Fue alcanzada en la espalda por el brazo de un autómata agrícola. Le aplastó la espina dorsal… murió en el acto. Su amigo se quitó la vida dos días después.

—Sí. Todo eso lo sé. Mi pregunta es: ¿cómo?

El doctor suspiró, inclinando pensativamente la cabeza.

—Aquí en MundoRan, como en muchos de los planetas humanos, poner fin a la propia vida es un derecho fundamental de las personas. Existen fármacos específicos y de libre disposición… una muerte tranquila, sin angustia, sin dolor.

Mongea volvió a examinar los cuerpos.

—Aratum amaba mucho a su esposa. Podía ser, en ocasiones, muy impulsivo —esbozó una sonrisa desvaída—. Supongo que el dolor de los primeros momentos…

El doctor Argorades le interrumpió, con un tono seco que captó su atención.

—En su momento, realizamos las autopsias, tal como marca la ley planetaria. Ella murió golpeada por el brazo de un autómata fuera de control; sobre eso no hay ninguna duda —hizo una pausa, como buscando las palabras precisas—. La autopsia reveló otro hecho, más allá de cualquier duda. Esta mujer no era humana.

Mongea miró con incredulidad hacia la cápsula.

—No humana… un alienígena.

Argorades pareció cambiar de humor. Abandonó el ventanal y, con las manos en la espalda, dio varias zancadas a lo largo de la estancia.

—No, yo no he dicho eso. No era un ser humano; pero tampoco era un autómata o un alienígena.

El desconcertado Mongea se colocó delante de la cápsula, intentando constatar visualmente la afirmación del doctor. Pero no pudo apreciar nada extraño en el cuerpo de quien fuera esposa de Aratum Mongea.

—No entiendo —desistió—. Quisiera que me explicara… sabía que había algo raro, lo sentí. Por eso vine.

El doctor asintió sobriamente, como si, por alguna razón, hubiera supuesto aquello.

—Por supuesto. Si le parece, hablaremos en mi despacho.

* * *

El despacho del doctor Argorades era un rincón pequeño, oscuro y personal: el refugio de un erudito, atestado de un desorden que fue como un remanso para Mongea, tras de tanto funcionalismo seco.

Argorades le señaló un sillón, mientras él se sentaba detrás del escritorio abarrotado. Rebuscó en los cajones y ofreció un cigarrillo a Mongea. El doctor dio varias caladas en silencio.

—Un vicio venerable —comentó distraído.

Mongea estudió al doctor.

—Usted no ha nacido en MundoRan.

—¿Cómo?… No, no soy de MundoRan —aceptó Argorades con un vaivén de la mano—. Estoy de paso, como quién dice.

—Un alma errante. —Mongea saboreó las palabras.

El doctor le miro sorprendido y luego sonrió de medio lado, con una mezcla de vanidad y azaramiento.

—Bueno. Algo así.

Durante unos instantes se observaron mutuamente en silencio, cada uno buscando en el otro la imagen del hombre que hubiera podido ser, si las circunstancias personales hubiesen sido distintas.

—Bien, veamos —el doctor arrojó una nube de humo hacia el techo—. Hará unas tres semanas examinamos el cadáver de esa mujer. En la autopsia constatamos que era humana sólo en apariencia… Al principio no nos dimos cuenta. El aspecto externo; la forma y disposición de los órganos… todo eso es idéntico al ser humano. Las divergencias son menores y pueden encontrarse en personas normales.

—Bueno —continuó—. La disparidad era ya manifiesta en niveles más básicos. Los órganos son iguales, pero las células que forman los tejidos son totalmente diferentes de las humanas. Lo mismo sucede con la fisiología, la bioquímica… Son procesos distintos, aunque producen resultados iguales, algo que recibe el nombre de homología. No sé si me sigue.

—Sí. Es como un ser humano, pero no es un ser humano. Pero ¿cómo es eso posible?

—Mimetismo tal vez. No estamos muy seguros. Creemos que no tuvo siempre esa forma.

Pensativamente, Mous Mongea unió la punta de los dedos ante su rostro.

—¿Con qué objetivo?

—La tendencia de la diversidad biológica es la de ocupar todos y cada uno de los nichos ecológicos disponibles —sonrió—. Discúlpeme la pedantería; es el enunciado de una ley que suele aceptarse por cierta. El ser que examinamos… parece que se camufla entre los miembros de especies distintas a la suya y consigue ser aceptado por ellos. Supervivencia.

Argorades hizo una pausa, aplastando la colilla mientras examinaba el rostro de Mongea.

—El caso no es nuevo. Hace tres siglos, una expedición científica a Gurgur III descubrió el primero de estos seres: un organismo volador que, exteriormente, no se diferenciaba en nada del resto de la colonia. Fue una casualidad, siempre ha sucedido así. Desde entonces, se han registrado dos docenas de casos, en planetas distintos y con organismos de morfologías dispares. En dos ocasiones fueron seres camuflados como humanos; éste ha sido el tercero. En todos los casos, la base celular de los organismos camuflados era la misma.

Mongea se removió inquieto.

—Un parásito…

—Vulgarmente, se considera al parasitismo como algo destructivo para quien lo sufre. Pero no es así. Los únicos parásitos que causan daño a sus huéspedes son los que están mal adaptados a éste. No se haga ideas raras al respecto.

»No piense que el camuflaje es sólo externo. No, es mucho más que eso, todos los parásitos se aferran a su huésped y en este caso también es así, aunque no utilizara ganchos ni garras ni ventosas.

Argorades hizo otra pausa, mientras encendía un nuevo cigarrillo.

—En todas las parejas humanas existe un vinculo afectivo. En cada caso, se produce un acople mejor o peor… Pero hay quienes encajan de una forma perfecta. Hay una empatía… algo que les hace ser como la llave y la cerradura —movió las manos como intentando aprehender un volumen inexistente—. Hay gente que parece haber nacido la una para la otra. Se ve a veces. A mí me sucedió, hace mucho tiempo; pero es difícil de explicar.

—Entiendo lo que quiere decir. —Mongea cabeceó—. Continúe, por favor.

—Bien, reduzcamos lo que he dicho a un nivel puramente mecánico. Se convierte en un intercambio de estímulos y respuestas entre las dos personas involucradas.

»Hasta donde sabemos de este organismo, suponemos que logra reconocer las necesidades de estímulos y respuestas de su huésped. También es capaz de contestarlas en forma adecuada, reinterpretar las señales, reajustarse y volver a emitir esas respuestas modificadas… un funcionamiento continuo, conocido como retroalimentación. Ésa es el arma de este ser; aunque desconocemos el mecanismo utilizado.

Mongea suspiró, recordando los arrebatados mensajes de su amigo.

—Aratum —dijo lentamente, pensando en la mujer tendida en la cápsula— siempre tuvo debilidad por las mujeres altas y morenas.

—Un dato interesante, que merece la pena ser recordado.

—Todo esto… Aratum, ¿llegó a saberlo?

El doctor Argorades se removió en su asiento, incómodo.

—Es la ley planetaria. Yo no lo hubiera hecho así… La gente de MundoRan tienen pocas burocracia, pocos conceptos. Pocas leyes, pero aplicadas a rajatabla. Son…

—Minimalistas —dijo secamente Mongea.

—En todo.

—Y esa noticia mató a Aratum.

—Probablemente —aceptó Argorades.

—Bien, está hecho. —Mongea sacudió la cabeza—. Respecto a los cuerpos, quisiera que los enterraran aquí, en MundoRan. Aratum aborrecía Ic Trane II y no tiene sentido llevarle de vuelta. Por supuesto, yo correré con los gastos… En otro tiempo, fuimos como uña y carne. Es lo menos que puedo hacer.

* * *

Mongea se inclinó con precaución por el borde de la plataforma. Al oeste, el gran sol de MundoRan se enterraba bajo el horizonte, sin que la temperatura hubiera descendido un ápice.

—No. Ignoro dónde conoció Aratum a su mujer. —Trató de hacer memoria—. Siempre pensé que ella era de MundoRan y que por eso se habían instalado aquí. De todas formas, revisaré nuestra correspondencia. Si encuentro algo, se lo haré saber.

Se apartó de la plataforma.

—Aratum era bastante impulsivo y la noticia debió ser como un mazazo… Pero, pensando fríamente en el tema… Durante estos cinco años, fue muy feliz y no sufrió ningún daño. Entonces, ¿qué diferencia hay?

El doctor Argorades esbozó una mueca, con las manos en los bolsillos.

—Bien… si consideramos que las emociones tienen una base meramente química, no hay ninguna diferencia; de hecho, sería el estado perfecto: comensalismo, necesidades mutuamente cubiertas.

»Pero si hay más, un algo intangible… en ese caso, es un fraude, parasitismo total. Por supuesto, eso queda fuera de mi campo. —Repitió la mueca—. Los aspectos a considerar son tantos…

Se estrecharon la mano: una despedida casi universal entre los terrestres nacido en distintos planetas.

—Una cosa más —dijo repentinamente Argorades—. Un detalle. No sé si desea que los entierren juntos o separados.

Con un pie dentro de la nave, Mongea titubeó unos momentos.

—Realmente, no sé —suspiró al cabo—. ¿Podría dejarlo a su criterio?

El doctor Argorades le miró sorprendido, luego sonrió sin humor.

—Desde luego —dijo con voz neutra—. Yo me ocuparé.