OSCURO CANDENTE

A media mañana, la partida de caza merodeaba sin rumbo por los arenales costeros, esa sucesión de dunas que se agolpan a lo largo de la bahía, como un oleaje de arenas resplandecientes, al este de Cósig Venus. Surban Argorades abría la marcha, el fusil perezosamente terciado al hombro, un visor ante los ojos, rastreando al azar por las largas cuestas arenosas. Sus cuatro compañeros le seguían en silencio a algunos pasos, zigzagueando con lentitud por entre los médanos, remontándolos, deteniéndose a veces en lo alto para otear aquella franja desértica interpuesta entre la jungla y el mar.

El inmenso sol amarillo de Asarag II llameaba en un cielo azul intenso, ascendiendo hacia el mediodía, y el mar, a cierta distancia, centelleaba lleno de reflejos de luz. Grandes libélulas revoloteaban sobre las dunas, el calor estremecía las imágenes y una brisa ardiente, cargada de aromas marinos, arrastraba fugaces torbellinos a lo largo de las laderas.

Cerca del límite oriental de los arenales los cazadores dieron con una pista reciente, un rastro continuo y sinuoso que delataba el paso del monstruo. Aquellas señales, algo emborronadas ya por el viento, serpenteaban por las pendientes de arena blanca hasta perderse de vista en dirección al mar. Nadie dijo nada; se demoraron unos instantes sopesando las armas, cubriéndose mutuamente mientras escudriñaban las cercanías a través de los visores, buscando cualquier indicio que pudiera indicar la proximidad de la bestia.

Al fin, seguro de no hallarla allí, el doctor Argorades hizo una seña a sus compañeros y, con el pesado fusil entre las manos, comenzó a seguir las huellas. La pista daba vueltas interminables por las dunas, culebreando sin fin y acercándose poco a poco a la orilla del mar. Los cazadores iban siguiéndola, caminando despacio, parándose en alguna ocasión a observar alrededor, sin descubrir nunca otra presencia que no fuera la de las libélulas gigantes.

Algo más tarde hallaron un segundo rastro; pisadas que, procedentes del este, iban a superponerse con el surco ondulante del monstruo. Argorades se arrodilló en la arena caliente, estudiando con atención todas aquellas marcas revueltas. Duge M. M. Lus —fuerte, corpulento, renegrido— se le aproximó, inclinándose a su vez.

—Son tres; seguramente siguen también al monstruo… y no debe hacer mucho que han pasado por aquí —comentó Argorades en voz alta, avisando a los demás cazadores.

—Una media hora —convino Lus.

—No me gusta —ése era Cozo Jujanlo, unos pasos más atrás—; me huele mal.

El doctor se ladeó para ojear a aquel sujeto enjuto, de grandes bigotes negros y talento natural para la caza, que ahora se removía empuñando su fusil de dos cañones, girando la cabeza a todos lados, como un ave de presa intentando avizorar el peligro.

—Quizás tengas razón —aceptó a regañadientes. También él había sentido un roce helado; uno de esos presentimientos que, con el tiempo, había aprendido a respetar—. No, a mí tampoco me gusta todo esto, aunque no sabría decir por qué… Bien, vamos adelante, pero con cuidado.

Ambos rastros se entremezclaban, culebreando por entre los médanos blancos hasta llegar al mar, allí donde los arenales desembocaban en grandes playas abiertas. La avalancha de luz era cegadora, el calor aumentaba sin cesar, la evaporación hacía humear las pozas creadas por el reflujo de la marea. El oleaje chapoteaba en la orilla y las ropas de los cazadores se agitaban a impulsos del viento cálido. Un sombrero de ala ancha daba lentas volteretas por la playa desierta y Argorades corrió a cogerlo, sintiendo crecer sus temores.

Las huellas giraban allí hacia oriente, paralelas al mar, y, a unos doscientos metros, no lejos de donde la selva se agolpaba contra las dunas, en una erupción de vegetación, se columbraban dos bultos caídos en la arena.

—¡Eh! —gritó Cozo Jujanlo—. Pero, si eso son personas… ¡Hay muertos ahí delante!

Sintiendo un latido en las sienes, Argorades enfocó su visor sobre el área, en zoom, y constató que, en efecto, se trataba de cuerpos humanos, de dos hombres caídos junto al agua.

—Ojo, ojo. —Manoseó su fusil—. Puede que esté aún por aquí.

Durante largos segundos observaron alrededor, respaldándose unos a otros. El doctor paseó los ojos a través de la playa inmóvil. El aire recalentado vibraba, alterando las formas; ráfagas ardientes removían las arenas, alzando pequeños torbellinos: el silencio, la quietud, el bochorno, lo presidian todo. Se enjugó el sudor y, deslumbrado, contempló la jungla que brotaba al pie de las dunas con un estallido de tonos verdes. Pesadas nubes blancas volaban lentamente en el cielo tropical y, mar adentro, las aguas azules espumeaban en torno a las grandes moles coralinas, rojo sangre, del centro de la bahía.

—Bueno, hombres. —Se decidió—. Vamos allá; mantengan las distancias.

Fueron acercándose muy despacio, desplegados en abanico. Al girar la cabeza, datos alfanuméricos, marcaciones, biogramas, surgían y se esfumaban en el campo de los visores, avisando de la presencia de artrópodos en las dunas, así como la de una multitud de formas de vida que abarrotaba las aguas litorales.

—¡Hay algo muy grande! ¡Allí, allí, a las diez!

Surban Argorades se giró siguiendo las indicaciones de Alco Gracama, el bisoño de la partida. Había, sí, una gran forma de vida bajo las arenas, a unos cuarenta metros a la izquierda. Dedicó algunos instantes a valorar el torrente de datos que le suministraba el visor.

—Calma; sólo es un escorpión real. No es lo que buscamos.

—Eh —dijo entonces Jujanlo—. Uno de esos sigue vivo.

Sorprendidos, dirigieron la mirada adelante; a esa distancia, los visores ya alcanzaban a suministrar algunos datos, todavía confusos.

—Aún vive, sí —corroboró Duge M. M. Lus, antes de señalarles los animalejos acorazados que rondaban junto a los cuerpos: crustáceos rechonchos, grandes como melones, con caparazones verdosos erizados de espinas—. Así que será mejor que nos demos prisa en sacarle.

Argorades dudó otro momento, observando una vez más las arenas circundantes.

—De acuerdo —aceptó—, vamos a por él antes de que se lo coman.

Apuntando a todos lados, acudieron con rapidez junto a los cuerpos. Tel Orecuí y Lus la emprendieron a puntapiés con los crustáceos, cubriéndoles con una lluvia de arena. Las bestezuelas —artrópodos disimétricos, con una pesada pinza en el lado izquierdo y dos más pequeñas en el derecho— retrocedieron hacia el agua blandiendo sus defensas. Jujanlo estudiaba con avidez las señales impresas en la arena, mientras Argorades atendía ya al superviviente.

Con un ojo en aquellos seres blindados, cuyas pinzas podían quebrar con facilidad la pierna a un hombre, el doctor examinó al herido. Sufría fracturas y laceraciones terribles, la mitad del rostro se había abrasado al contacto con la arena ardiente y, del otro lado, el ojo estaba abierto y giraba enloquecido en su órbita.

—Es Vassa… —Desazonado, el fornido Lus se pasó los dedos por el cabello—. ¿Pero qué te han hecho, hombre?

Los labios del herido aleteaban, pero el doctor no supo si era debido a un temblor involuntario o a algún intento de hablar; ni siquiera pudo decidir si estaba o no consciente.

—Tranquilo, tranquilo —musitó de todas formas, acomodándole—. Vamos a pedir ayuda.

Se incorporó, haciendo gesto de secarse el sudor, antes de reparar en que tenía las manos ensangrentadas. Se las restregó en la ropa, acercándose a la orilla. Tel Orecuí ya estaba allí, entablando comunicación con la ciudad.

—He contactado con la seguridad; ya vienen.

—Está muy mal. —Agitó la cabeza, rebuscándose en los bolsillos. Al otro lado de la bahía, visibles gracias a la curvatura de la costa, resplandecían los rascacielos de piedra blanca y las cúpulas cobrizas de Cósig Venus. Con gesto ausente, se colocó un cigarrillo en los labios, apartándose del agua. Duge M. M. Lus le hizo reparar en el cadáver.

—Mira, ése es Tralle Mom, creo; está hecho trizas.

Cabeceó de nuevo, soltando una larga bocanada de humo y Cozo Jujanlo, que iba de un lado a otro, le señaló entonces en una huella zigzagueante que salía del mar.

—Estaba en el agua, al acecho; cuando pasaron, atacó. —Le mostró un área pisoteada y revuelta, señalándole los despojos: armas caídas, restos de equipo, un visor roto.

—Pero, si eran tres. —El doctor se inclinó intrigado sobre las huellas—. ¿Dónde está el otro?

Jujanlo se pasó el fusil de mano, acariciándose el espeso bigote. Luego le llevó algo más allá, hasta donde una gran cantidad de sangre se había secado al sol, apelmazando la arena en gruesos terrones oscuros. Un nuevo rastro, ancho y ondulante, nacía en aquel punto, dirigiéndose a la jungla.

—Mató a uno e hirió a otro, pero al tercero se lo llevó.

Una nave de la Seguridad Planetaria llegó desde el mar para sobrevolar la zona e, ignorando las señales de los de tierra, comenzó a inspeccionar las dunas con sus sensores. Casi simultáneamente, otros dos aparatos particulares hicieron acto de presencia.

—¿Quiénes serán ésos? —Argorades torció el gesto al ver como, primero uno y luego el otro, abandonaban el área para dirigirse a la selva.

—La competencia, claro. —Lus los estudiaba a través del visor.

—Habrán oído nuestra llamada —Jujanlo esbozó un gesto de resignación—, y ahora tratan de levantarnos la pieza: normal.

—Bueno; la alternativa era dejar morir a Vassa.

—Eh, nadie ha dicho eso.

La nave artillada aterrizaba lentamente, alzando cortinas de arena. Dos hombres saltaron a tierra, empuñando sus armas; luego, bajó un tercero. El doctor contempló sorprendido a este último; un personaje de gran estatura, ataviado con ropas verdosas y algunas piezas de blindaje corporal, con los ojos ocultos tras un pesado visor.

—¿Dagú Dagú?

—Surban… —El hombrón cambió un rápido apretón de manos con el cazador—. Ya tenía noticias de que estabas en el planeta. Pero luego hablaremos.

Asintiendo, Argorades le mostró la historia impresa en las arenas.

—Seguían las mismas huellas que nosotros, sólo que con una media hora de ventaja. —Resumió—. Está claro que el monstruo les tendió una emboscada; acabó con ellos.

—Y, entonces, el tercero…

—Se lo ha llevado consigo, seguramente para devorarlo.

El hombre de seguridad acarició su arma, ojeando receloso los alrededores. A pocos pasos, su gente introducía al cazador malherido en una cápsula vital. Le señaló con la cabeza.

—¿Quién es ése? ¿Le conoces?

—Vassa Andren: alimañero, como yo. Un viejo conocido.

—Maldito bicho —suspiró, dedicando un último vistazo a los arenales—. En fin, vámonos; apretándonos, cabremos todos.

—¿Irnos?

—No pensaréis quedaron aquí; el monstruo puede estar todavía al acecho.

—Ojalá. —Sonrió sin humor—. Mira, hemos salido de caza: todo esto es parte del oficio.

Desde la nave artillada, alguien les hizo gesto de listos. El capitán Dagú aún dudó unos instantes, volviendo los ojos hacia la línea de selva, a unos trescientos metros de distancia.

—Muy bien, allá vosotros… pero, nada de locuras; sé prudente.

—Tranquilo. Después, si quieres, podemos tomar una copa, charlar un rato.

—Claro. —Se encaminó al aparato—. ¿Te parece bien en el Continental, a las nueve? ¿Sí? Estupendo, allí estaré. —A medio camino de la nave, se volvió a gritar—. ¡Y ten cuidado, hombre!

Sonriendo, su interlocutor agitaba una mano para tranquilizarle. La nave despegó entre nuevos torbellinos de arena, ganó altura, se alejó a gran velocidad en dirección a Cósig Venus. Argorades sacó su paquete de cigarrillos, ofreciendo. Duge M. M. Lus y Tel Corecuí aceptaron.

—Bueno amigos. —Se apoyó en su fusil y, envuelto en una humareda de tabaco, contempló abstraído las dunas blancas, el mar, la selva—. Vamos a dar un paseo por la selva, aunque no creo que encontremos nada.

* * *

Minutos antes de la hora convenida, Dagú Dagú se presentó en el bar del hotel Continental. El capitán sentía cierto apego por aquella sala agradable, de claroscuros tenues, amueblada con ese remedo de arte aborigen que los pobladores de segunda oleada llaman Venus Colonial. El público estaba formado, como de costumbre, por una extraña mezcolanza: empleados de corporaciones espaciales, exiliados de otros planetas del sistema, incluso algunos pobladores de primera oleada —los llamados aborígenes—, codeándose con toda clase de aventureros con pintorescos oficios, propios de las fronteras de la expansión estelar: exploradores, prospectores independientes, traficantes, mercenarios, buscadores de tesoros…

Surban Argorades ya estaba allí, haciendo tintinear los hielos de su vaso mientras contemplaba ensimismado el espectáculo de los grandes terrarios, llenos de exóticas formas de vida local. No parecía haber cambiado con los años; seguía siendo aquel personaje alto y fibroso, de carácter algo truculento, que el capitán conociera tiempo atrás. Aún llevaba ropas de caza, cómodas y holgadas, y, aunque había dejado su fusil, una pistola de gran calibre colgaba ostentosamente de su axila izquierda. Dagú, por el contrario, poco amigo de hacerse notar, había sustituido el uniforme por ropas de civil, caras y discretas.

—Surban, hombre, ¿cuánto hace?; y te veo igual que siempre.

—Y yo a ti. —Le estrechó la mano—. Milagros de la ciencia, al menos en mi caso.

Se sonrieron mutuamente y, en el silencio posterior. Argorades señaló al terrario: tras el cristal acorazado, bullía un hervidero de tallos gruesos y flexibles, en continuo movimiento. Durante algunos segundos, miraron el lento serpenteo de aquella maraña, agitándose como un nido de culebras vegetales; bajo ella, podía entreverse un gran bulbo leñoso, de casi tres metros de diámetro, hundido a medias en la tierra negra.

Gorgofitas… una especie interesante.

—No para toparse con ellas en la jungla.

—No, claro. —Esbozó una sonrisa—. Hablaba desde un punto de vista científico.

—Ya. —Absorto, el capitán admiraba el pausado vaivén de los tallos; aquellos extremos, gruesos y carnosos, con hendiduras repletas de espinas, recordaban a rudimentarias cabezas de ofidios—. Me pregunto por qué las crearían los terraformadores, qué utilidad pueden tener. —Con un ademán, abarcó el resto de los terrarios—. El planeta entero está lleno de seres así.

—Bueno; se suele hablar mucho de ecologías viables, de la necesidad de predadores para mantener el equilibrio. Pero todo eso no es más que una sarta de mentiras. La expansión espacial no obedece sólo a la necesidad; toda clase de personajes y grupos se lanzan a colonizar mundos, con toda clase de ideas en la cabeza… y a saber cuál era la filosofía de los que hicieron habitable este planeta. Desde luego, debían ser gentes de lo más curiosa.

—Se nota que has sido profesor. —Sonrió distraído, apartando los ojos de aquella planta carnívora, similar a una vieja cabeza cubierta por una cabellera de serpientes—. No es bueno mirarlas demasiado —murmuró—. Tienen algún poder de seducción; emboban a sus víctimas y las atraen a su muerte. Al menos, eso se dice por aquí.

—Lo he leído. —El doctor se inclinó interesado sobre el cristal—. Pero parece que no es más que una tradición popular; nunca se ha probado científicamente.

—Quizás, pero para la gente de Venus es un hecho.

—Venus, eh… qué curioso.

—¿Por qué? Aquí siguen la vieja nomenclatura terrestre. Nadie llama al planeta Asarag II; para todos es Venus Asarag, o Venus a secas; igual que Asarag I y IV son Mercurio y Marte Asarag… pero, hombre, éste no es el único sistema donde se usa tal terminología; no sé de que te sorprendes.

—De nada. —Agitó su vaso—. Sencillamente, me estoy preguntando hasta que punto el hecho de llamar Venus a este mundo influyó en que se le diera esta ecología: junglas, artrópodos gigantes, grandes reptiles. Después de todo, entre los antiguos terrestres, circulaba cierta mitología al respecto. Sería interesante indagar en el tema.

Mientras se apartaban del terrario, se colocó un cigarrillo en la boca.

—Oh, por cierto. —Dagú ladeó la cabeza, azarado—. Tu amigo ha muerto, no sé si lo sabías.

—No era amigo mío; simplemente, nos dedicábamos a lo mismo. —Se reclinó contra la barra, lanzando una gran humareda, lenta y espesa—. Pobre, pobre hombre.

—No pudieron hacer nada. Si sólo hubieran sido heridas… pero parece que las garras del monstruo segregan tóxicos muy activos. —Se encogió malhumorado de hombros—. Ya ha pasado un par de veces: alguien que sobrevive a un ataque para acabar muriendo envenenado.

—Lo sé, ya he visto los informes.

—Caray; acabáis de llegar y ya estás manos a la obra. Eso sí que es dedicación.

—Amigo, yo no tengo una nómina como tú. Tengo que despabilar si quiero comer.

—Procura no ser tú la comida del monstruo, como les ha pasado a otros.

—Sí. —Agitó la cabeza—. No sé si tienes algún dato al margen de los informes.

—Nada. Apareció un día y comenzó a matar, eso es todo. Ya ha habido aquí casos de asesinato realizados mediante bioarmas, claro; pero ninguna de esas alimañas era tan feroz, ni de lejos, como ésta. —Se acodó en la barra—. Respecto a quién la ha enviado, ya sabes lo difícil que resulta averiguar algo; quizás con el tiempo, analizando acciones, se pueda deducir algo; pero eso a ti no te sirve de nada.

—No —murmuró, asintiendo para sí mismo—. He consultado la lista de víctimas y no parece haber relación entre ellas, y eso es malo. Las alimañas, si no buscan a alguien en concreto, matan a cuantos se cruzan en su camino… un verdadero baño de sangre.

Hubo un silencio, el capitán cabeceaba lentamente; Surban Argorades se había fijado en otro de los terrarios, ocupado por un escorpión real. Una pesadilla de placas amarillas y negras, grande como un buey, que se bamboleaba haciendo oscilar en el aire su pesado aguijón.

—Es lo que más temen los administradores: Cósig Venus depende en buena medida de los residentes extraplanetarios y todo esto puede espantarlos. La verdad, espero que podáis cazarla.

—Por eso no te preocupes; al final, siempre lo hacemos. El verdadero problema está en saber cuanto tiempo nos llevará.

* * *

Alco Gracama hizo un alto junto a la esquina, el fusil en las manos, vigilando aburrido las proximidades. Algo más atrás, el doctor Argorades se había recostado en la pared, fumando con gesto ausente, y Cozo Jujanlo trataba de enjugar el sudor, acariciándose la frente para, acto seguido, contemplar disgustado la humedad que le brillaba entre los dedos.

Alrededor, dormitaban las calles de Cósig Venus, abandonadas a la luz y el calor de la media tarde. Las naves aéreas surcaban lentamente los aires, sobrevolando las plataformas, mientras loros de plumaje azul y amarillo revoloteaban en torno a las gárgolas de las cornisas. Una brisa húmeda corría a ráfagas, los lagartos se deslizaban por los muros y, allí donde uno volviera la vista, podían ver iguanas enormes dormitando al pie de las escalinatas.

Multitud de cúpulas cobrizas centelleaban al sol, deslumbrantes, y los jardines elevados eran como explosiones de color —verdes salpicados de rojo, amarillo, azul— entre la piedra blanca de los rascacielos, allá, en lo alto. Al igual que en tantas otras culturas de clima tórrido, las gentes de Asarag II parecían sentir predilección por lo grotesco y lo barroco; un regusto que les llevaba a cubrir cada palmo de las fachadas con una infinidad de semblantes, monstruos, figuras semihumanas; una profusión tan densa, tan enmarañada, que a veces, incluso, llegaba a causar algo parecido al vértigo en ciertos espectadores.

—¿Y ahora qué? —suspiró Gracama, sacando al doctor de su ensimismamiento—. ¿Cuánto tiempo vamos a seguir así?

—Todo el que haga falta. —Dio una calada, notando la mueca desganada de su interlocutor—. Amigo, aquí está el meollo de la caza: seguir rastros durante horas, esperar y esperar, y, casi siempre, volverse de vacío. Este oficio está hecho ante todo de paciencia, suele ser aburrido y a veces peligroso.

—Humm. —Gracama se situó a su vez en la sombra, estudiando el rostro de sus socios—. Vamos a ver, ¿en serio esperáis encontrar algo siguiendo las instrucciones de ese pobre tarado?

—Querintomélud no es ningún tarado —gruñó Jujanlo—; es un mutante, un gran adivino.

Gracama, inseguro, optó por callar. En silencio, observó de nuevo las calles inundadas de luz, recordando la entrevista con el vidente: las tinieblas punteadas por el resplandor de las velas, las estatuillas lacadas, los tapices entrevistos en las paredes. El propio Querintomélud arrellanado en las sombras, rechoncho como un ídolo, bamboleando sin cesar su cabeza deforme. Se acarició la barba, corta y bien cuidada. Personalmente, había contemplado con escepticismo al mutante; pero sus compañeros le habían mostrado el mayor de los respetos, bebiendo ceremoniosamente sus infusiones y prestando gran atención a sus balbuceos, como atesorando cada una de sus palabras.

—Mira —dijo Argorades—. No te lo tomes a broma, porque no lo es.

—Simplemente —volvió a dudar—, resulta difícil de creer que estemos dando vueltas, con este calor, sólo porque un vidente nos dijo que era aquí, a estas horas, donde debíamos buscar al monstruo.

—Te queda mucho que aprender. —Jujanlo se alzó irritado de hombros.

—Bueno, bueno —medió el doctor—. Mira: a falta de más pistas, ¿por qué no seguir ésta?, ¿qué tenemos que perder?

No hubo más comentarios. Gracama meneó de nuevo la cabeza, sopesando su arma, un fusil de cañón chato, gemelo del de Jujanlo. Argorades, por su parte, tan sólo llevaba su pistola de gran calibre, aún enfundada bajo la axila. Tras un intervalo de mutismo, el doctor dejó escapar una última bocanada y, enderezándose, indicó que debían proseguir.

Continuaron su desganado vagabundeo por la ciudad desierta, examinado la sombra de los portales, la vuelta de las esquinas, los recovecos entre las efigies de los muros. Argorades, distraído, palmeó al pasar el lomo de una gigantesca iguana verde que remoloneaba en mitad de la calzada, haciendo chasquear su cola contra el pavimento.

Entonces, desde alguna calle adyacente, les llegó retumbando un gran grito, un chillido horrible que reverberó una y otra vez entre aquellos acantilados de piedra blanca, con ecos que parecieron vibrar durante un tiempo insoportablemente largo. Los alimañeros se sobresaltaron, arrancados del sopor. Cientos de loros asustados alzaban el vuelo desde las cornisas, rompiendo la quietud de la tarde con el batir de multitud de alas.

—¡Quieto, loco! —Jujanlo contuvo al impetuoso Gracama, que ya se lanzaba a la carrera.

—Pe-pero, ese grito…

—Ante todo, calma. —El doctor cambió de mano la pistola, se pasó el dorso por la boca y, por último, volvió a empuñar el arma con la diestra—. No olvides que perseguimos a un monstruo artificial: suelen ser unos ladinos. Además, formamos un equipo; si actúas por tu cuenta, nos pones en peligro a todos. —Con la memoria, volvió a escuchar aquel chillido, dejándolo resonar en su cabeza. Se humedeció los labios; había habido miedo, dolor, muerte, en aquel grito interminable—. ¿Estamos? Bueno, pues vamos allá.

Doblaron una esquina, luego otra, antes de encontrarse con una plaza escalonada, una especie de rellano que enlazaba vías a distintas alturas. Los loros volvían poco a poco a sus asideros, entre las gárgolas de pisos intermedios, devolviendo el silencio a las calles. Empuñando sus armas, los alimañeros se adentraron en la glorieta; sólo para detenerse casi en el acto, consternados por la visión de la sangre a escasos metros.

Asiendo la pistola con ambas manos, Argorades examinó minuciosamente el lugar. Apenas nada se movía en la plaza; los insectos sobrevolaban zumbando la sangre y, más allá, una iguana subía unas escalinatas, serpenteando con pesadez, la lengua bífida azotando incesantemente a todos lados. Se levantó un aire repentino, agitando las ropas holgadas de los cazadores. El polvo del pavimento, alborotado, se arremolinaba enturbiando el ambiente y, por doquier, los semblantes de los muros sonreían enigmáticos mientras grandes lagartos verdes se paseaban sobre los rasgos de piedra blanca.

—¿Veis algo?

Primero Jujanlo, después Gracama, contestaron negativamente.

—Pues no debe andar lejos. —Inquieto, escudriñaba la plaza, sintiendo resbalar el sudor por las sienes—. Acaba de matar a alguien hace un momento, aquí mismo.

Con una voz, Jujanlo les hizo ver un rastro sangriento, igual al que dejaría un cadáver arrastrado. Con un gesto, Argorades indicó que siguieran. Sin embargo, la huella llevaba sólo un poco más allá, hasta una estatua masiva y oscura de hierro pavonado, para desaparecer en la boca de una alcantarilla. Los alimañeros se acercaron con cautela; la tapa estaba a unos metros y había manchas rojizas en el reborde circular. Por fin Jujanlo se decidió a asomarse, encañonando a las tinieblas del pozo.

—Eso es —rezongó el doctor—. Agáchate más, hombre; a ver si te engancha a ti también.

Como dándole la razón, un gran golpe, hueco y sostenido, resonó desde las profundidades, haciendo brincar a Jujanlo. Furioso, disparó luego varios tiros contra la oscuridad abierta a sus pies. Los estampidos retumbaron como cañonazos por toda la plaza, haciendo que de nuevo inmensas bandadas de aves multicolores alzaran ruidosamente el vuelo.

Retrocedieron lentamente; Jujanlo unos pasos detrás, aún mascullaba por lo bajo. Inspeccionaron de nuevo los alrededores, buscando cualquier dato que pudiera serles útil. El doctor se colocó un cigarrillo en los labios y se detuvo al advertir la sangre que salpicaba los muros. Inclinándose, lanzó una pensativa bocanada, absorto en la visión de los regueros que resbalaban despacio por los semblantes de piedra, dejando grandes lagrimas rojas en las comisuras. Luego, al advertir un zapato de mujer caído en el pavimento, se acercó a recogerlo y lo hizo saltar en la palma de su mano.

—Una mujer —dijo Gracama—. Ya me pareció aquel grito… pero no estaba seguro.

—Sí. —Melancólicamente, dio vueltas al zapato entre los dedos; anaranjado y de calidad, tan terso y brillante como un juguete—. Escucha: perseguimos alimañas, seres de laboratorio, y no sería la primera capaz de imitar gritos humanos ni la última que matase para atraer nuevas víctimas.

Su interlocutor asintió en silencio.

—No es bueno precipitarse, es peligroso. Si una alimaña ha cogido a alguien, bueno, resulta estúpido aumentar su ganancia; no se debe correr nunca hacia la muerte.

—Entiendo —murmuró por fin, acariciándose la barba—. Es sólo que ese grito…

—Lo sé, lo sé; mira, no pienses más en ello. —Descartó el asunto con un ademán—. Bien —ladeó la cabeza, contemplando los charcos de sangre como si acabara de descubrirlos—; será mejor que avisemos a la seguridad.

* * *

Surban Argorades se había asomado a la ventana, tratando en vano de captar algún soplo de brisa marina. Nada; la atmósfera nocturna colgaba inmóvil sobre Cósig Venus, húmeda y pesada. Con un suspiro se sentó en el antepecho y, apoyando la espalda en el muro, fumaba lanzando ojeadas distraídas a la calle en sombras.

Se entretuvo con aquel maremágnum de azoteas, el resplandor de las luces amarillentas y anaranjadas, los árboles ornamentales que formaban galerías de vegetación. Rehuyendo el centro, se habían alojado en la Suu Fan Tan, un barrio periférico, donde aún se construía al viejo estilo venusino; con casas de planta cuadrada, de gruesos muros de barro plastificado, tres o cuatro alturas y amplios patios centrales. Allí también, las fachadas mostraban infinidad de figuras fantásticas, modeladas en las paredes, más profusas y grotescas aún, si cabe, que las esculpidas en la piedra de los rascacielos del centro.

Dagú Dagú se le acercó vaso en mano y Argorades no pudo dejar de fijarse en el rostro sudado, en el gesto de sofoco. Violento, esbozó una disculpa, mostrándole la palma de las manos.

—Tranquilo, hombre. —El hombretón dejó escapar una sonrisa cansada—. También ocurre en mi casa; aquí la refrigeración falla cada dos por tres. Éste es un mundo con pocas manufacturas y siempre andamos escasos de piezas, a no ser que uno sea rico y viva en el centro.

Un mosquito nocturno, con casi dos palmos de longitud y un par de enormes alas membranosas, surgió como un espectro de la oscuridad. Entró aleteando con pesadez y, casi en el acto, del otro lado del cuarto, le salió al encuentro algo parecido a una centella azulada. El capitán alzó los ojos, atento. El recién llegado —Dagú lo sabía— era uno de los animalillos de Duge M. M. Lus; una especie de halcón, feroz y valiente, diminuto como un colibrí.

Pudieron ver como se enfrentaban en pleno vuelo, a media altura. Ambos guardaban las distancias, batiendo frenéticamente las alas; el pequeño halcón prácticamente inmóvil en el aire; el insecto gigante volando en círculos, arriba y abajo. Después, sin previo aviso, se enzarzaban en rápidas escaramuzas que les llevaban zigzagueando a gran velocidad de un lado a otro de la habitación, haciendo difícil seguir sus evoluciones.

El capitán se enderezó interesado. Los contrincantes habían librado ya tres, cuatro asaltos de resultado incierto, separándose cada vez para revolotear uno en torno al otro. Valoró las formas estilizadas del mosquito, su tamaño, la envergadura de alas, sabiendo que aquellas ventajas resultaban meras apariencias ante la menuda ave de presa.

Hubo una última refriega, muy breve esta vez. Luego el mosquito fue a caer desde lo alto como un titán abatido, siguiendo una larga espiral. Se estrelló contra el suelo y quedó allí tendido, inmóvil, estremeciendo aún las alas a intervalos, con débil zumbido.

Argorades miró de nuevo hacia la calle. Dagú se ladeó, buscando al vencedor del combate aéreo. Pero el minúsculo halcón, matador de insectos, ya se había refugiado entre las sombras de una esquina del techo, perdiéndose de vista.

—¿No se lo come? —preguntó chasqueado.

—Si tuviese hambre, lo haría.

El capitán cabeceó, desviando su atención hacia los tres hombres que aún se afanaban entre datos e imágenes, intentando lograr un modelo del monstruo.

—¿Y vuestro amigo? —trató de recordar el nombre—. ¿No interviene en esto?

—¿Quién, Jujanlo? —Lus manoteaba ante el rostro, tratando de airearse—. No; ha salido a rastrear por su cuenta. Y, la verdad —añadió sonriendo—, es lo mejor.

Hubo un coro de risitas cómplices. El doctor arrojó la colilla a la calle, siguiendo con los ojos la estela rojiza de la brasa.

—Jujanlo —aclaró—, es buen alimañero… y poco más. Sobre el terreno, es de los mejores; pero cuando se trata de usar la cabeza, es mejor no contar con él.

—Es buen tipo —añadió Lus con otra mueca maliciosa—. Pero si se le saca de un par de temas, el hombre no da mucho de sí.

El capitán mostró una sonrisa fugaz, mera cortesía, antes de señalarles la proyección que flotaba entre los tres hombres; la simulación del monstruo, aún incompleta.

—Bueno, algo hemos conseguido —dijo Lus—: simetría bilateral, torso humano o humanoide, cola de serpiente… un tipo de alimaña bastante común.

—Cierto. —Argorades, aún instalado en el alféizar, asintió pensativo—. Yo mismo perseguí a una de éstas en Asegabug IV, hace ya años. Era igual, aunque no tan feroz. Solía matar ganado; todo lo más, alguna vez atacaba a pastores, a viajeros solitarios, cosas así.

—Ah, yo también cacé una así, una vez. —Tel Orecuí se arrellanó—. Pero fue en Cormunya III, y sólo robaba niños: al menor descuido se colaba en las casas y, zas, se los llevaba.

—No serían como ésta. —Lus señaló al simulacro—. Ésta tiene demasiados medios, parece capaz de engañar a cualquier sensor… no, no es lógico.

—¿Por qué no? —Se opuso Dagú—. Este mundo es el refugio de unos cuantos fugitivos con dinero. Las ciudades como Cósig Venus están llenas de exiliados políticos y económicos de otros planetas del sistema. Esa gente suele tener enemigos poderosos y se protege en consecuencia. Si alguien les enviara una alimaña, usaría algo así. Id a ver las mansiones del Caalú, o algunas de por aquí, en la Suu Fan Tan; son verdaderas fortalezas privadas, prácticamente inexpugnables.

—Sí, Dagú. —Argorades sacó otro cigarrillo—. Ya lo sabemos; se supone que somos expertos, hombre. Y, según las listas de víctimas y sin contar alimañeros, la bestia ha matado ya a seis personas; pero sólo dos eran «alguien» y ninguna de ellas excesivamente importante.

—¿Y?

—Que en esto, como en todo, rige un principio de economía. Una alimaña no es más que un arma de alta biotecnología; sus creadores la diseñan por un precio y con un fin. Y, para matar a un par de pelagatos, no hacía falta tanto; a no ser que haya matado ya a alguna pieza mayor y las autoridades lo estén ocultando.

—De ser así, tampoco yo tengo noticias. Y —sonrió sin humor—, también nosotros somos expertos en lo nuestro: ya lo hemos pensado. Quizás el objetivo no sea nadie en concreto, sino la propia Cósig Venus. Aquí las ciudades son entes independientes y no todas están en buenas relaciones: esto puede ser una variante de la guerrilla; no sería la primera vez, ¿no? O puede que el monstruo tenga un blanco múltiple: varias piezas medianas en vez de una grande.

—O —sugirió Lus— que esa grande esté aún por caer.

—También. —Meneó la cabeza—. Lo único cierto es que todo esto tiene muy nerviosos a los administradores y nos están dando bastantes problemas.

—¿Problemas? —Argorades le miró intrigado, dejando escapar una nube de humo—. Pero si todo este asunto no toca a la seguridad más que en un sentido general.

—Por supuesto. Está en las cláusulas de mi contrato: un caso así desborda las competencias de seguridad y la administración habrá de recurrir a especialistas. Pero —añadió con gesto hastiado—, eso no impide que nos estén presionando a base de bien.

El doctor dejó escapar una sonrisa de comprensión, sin decir palabra, y, agitando su cigarrillo, arrojó un revuelo de cenizas a las sombras. Entonces, súbitamente, se desencadenó una gran tormenta, refrescando el ambiente. En pocos instantes, la lluvia caía rugiendo en tromba, en gruesas gotas, y anegaba las calles, difuminando el resplandor de las luces. Se oía golpetear el agua en la oscuridad, el olor de la tierra mojada subía a oleadas y todos acudieron a la ventana abierta a reírse de los peatones que corrían bajo el diluvio.

* * *

Algunas noches más tarde, Cozo Jujanlo aún perseguía en solitario a la bestia. La había rastreado a través de todo Cósig Venus; por el centro, por los barrios, a lo largo del borde de la jungla; por todas partes, apegado a las pistas con la tenacidad de un antiguo sabueso.

Se detuvo en un cruce, haciendo un barrido con el olfateador; un cilindro chato, de aspecto poroso. Nada. Aquella madrugada sofocante, las huellas llevaban a trompicones hasta la Suu Fan Tan; pero, allí se esfumaban. Sin inmutarse, continuó haciendo molinetes con el sensor hasta lograr captar un vestigio oloroso del monstruo en el aire.

Esperó. Al cruzarse, los transeúntes le miraban de soslayo; una ojeada, apenas más. Ya había pasado el tiempo en que la aparición de alimañeros con sofisticados equipos desataba alarma y expectación. Apoyando el fusil en la cadera, se limpió el sudor. Después volvió a agitar el cilindro, esperando mientras el procesador calculaba tiempo y procedencia del olor.

La estima apuntaba a un lateral, tal y como esperaba: la bestia solía frecuentar aquella red secundaria —tórrida, oscura, poco transitada— que serpenteaba entre las principales arterias urbanas. Según el sensor, hacía aproximadamente una hora desde que estuviera allí. Atisbando desde la esquina, el alimañero vaciló un instante ante las sombras, antes de aventurarse en la callejuela, de nuevo sobre la pista.

Allí las luces casi desaparecían bajo una vegetación exuberante que se aferraba a los muros, sumiendo los pasajes en claroscuros verdosos. El bochorno, la humedad, parecían condensarse en las callejuelas, haciendo irrespirable el aire, y los insectos zumbaban por todos lados, entrando y saliendo de los resplandores.

Ahora se movía con lentitud, vigilando las sombras. Él, como veterano, prescindía de la visión nocturna, temiendo que un dispositivo anulador de la bestia le cegase en un momento crítico, dejándole indefenso en medio de una repentina oscuridad. De vez en cuando, se detenía para alzar el olfateador, valorando cuidadosamente los dados que centelleaban ante sus ojos. Luego, seguía adelante.

Se paró de golpe, mientras los sistemas del visor le alertaban sobre un gran bulto en la oscuridad, a pocos metros. Se mantuvo así durante largos segundo, encañonándole, hasta cercionarse de que aquellos registros pertenecían a un ser humano; vivo, según las lecturas. Después maldijo, a caballo entre la indignación y la risa, comprendiendo que no se trataba más que de un borracho tumbado en el suelo.

Fue acercándose, oyéndole ahora roncar. El visor había detectado una mancha térmica a su lado, una huella residual de la bestia. Se secó el sudor, atónito; ya que todo indicaba que la bestia se había demorado unos instantes junto a aquel beodo, quizás observándole mientras su cerebro inhumano decidía si despedazarle o no.

—Has vuelto a nacer, dormilón. —Se rio en voz alta—. Y, encima, jamás llegarás a saberlo.

Continuó, dejándole atrás, para, al cabo, salir empapado a una calle mayor, de regreso a las vías principales. Perplejo, descubrió que la búsqueda le había llevado, tras un sinfín de giros, casi al pie de la casa que ocupaban sus socios y él en la Suu Fan Tan.

Miró alrededor, inquieto. Los sensores advertían de la presencia de la bestia allí, quizás en esa misma esquina, tan sólo minutos antes, y el ansia de la caza comenzó a adueñarse de él. El visor señalaba de vuelta a las callejuelas. Alzó la vista hacia su alojamiento; las luces de la sala estaban encendidas, la ventana de par en par. Entonces, con dos dedos en la boca, profirió un silbido formidable, digno de un pastor de Asegabug IV, intentando llamar así la atención de sus socios.

La silba consiguió sobresaltar a los peatones, y poco más. Esperó unos segundos sin que nadie se asomara, sin dejar de vigilar al tiempo en torno suyo. Allí plantado, sopesaba indeciso su fusil, diciéndose que Cozo Jujanlo había cazado grandes bestias feroces en su planeta natal, a solas y con muchos menos medios técnicos a su disposición.

Reanudó la búsqueda, redoblando precauciones. Aplicarse sobre las huellas, medir cada paso, comprobar que nada se escondía en esa oscuridad, tras aquel recodo. El calor era asfixiante y las luces, filtradas por la vegetación, teñían de verde los relieves de los muros. El visor mostraba pistas sueltas —un resto de olor, un trazo térmico— mientras avanzaba sintiendo la vieja comezón: la que erizaba sus cabellos y le crispaba los nervios, avisándole así de la proximidad del monstruo.

Llegó a una encrucijada, una especie de plazuela entre callejones, y escrutó detenidamente los contornos. A pocos pasos, una mancha de calor indicaba dónde la bestia se había detenido unos momentos, minutos atrás. Realizó otro barrido con los sensores, y la estima comenzó a señalar hacia una calle a la derecha, muy cerca ya.

Al otro lado del cruce había vislumbrado previamente a una mujer entre las sombras y ahora volvió su atención hacia ella, fijándose en cómo se arrimaba a la pared, el semblante muy pálido, quieta en esa oscuridad. El visor delataba respiración agitada, pulso rápido, ¿miedo?, haciéndole preguntarse si no habría presenciado el paso de la bestia, quizás un momento antes.

Atravesó la encrucijada muy despacio, alerta. Deslizó el índice por el bigote, antes de posarlo de nuevo en el gatillo, y se detuvo. Sofocado, escudriñaba las calles adyacentes, sintiendo que el monstruo estaba allí mismo, al alcance de la mano y, con cautela, se fue acercando al recodo que servía de refugio a la mujer.

Se miraron en silencio. Ella no se había movido; seguía sumida en tinieblas, fijando en el alimañero unos enigmáticos ojos rasgados. Éste titubeó de repente, intimidado por esa extraña mirada. Manoseó inquieto su fusil, lanzando rápidos vistazos a la penumbra circundante, sintiendo cómo el sudor le resbalaba por el cuello, y se acercó un poco más.

—¿Se encuentra bien? —susurró—. Oiga, ¿qué es…?

Entonces se detuvo, estupefacto. Un momento antes, ella apenas le llegaba a la barbilla; sin embargo, ahora crecía con rapidez: sus rostros ya estaban a la misma altura, le rebasó. En las tinieblas, se escuchaba un roce largo y áspero contra la piedra; el sonido de lo que se arrastra. Jujanlo reculó presa del pánico, pero ella parecía flotar en la negrura, mirándole desde lo alto. Sus labios se habían distendido en una sonrisa enorme, llena de dientes afilados, haciéndole perder buena parte de su apariencia humana. Por un fugaz instante, todo pareció quedar quieto; después, cuando la bestia alzó unas garras como guadañas entre las sombras, Cozo Jujanlo chilló aterrorizado.

* * *

Apenas un puñado de gente acudió al velatorio; alimañeros en su mayor parte, más o menos conocidos de los difuntos, que fueron dejándose caer por allí a lo largo del día. Iban a la casa mortuoria, cambiaban apretones de manos y algunas palabras con Surban Argorades, deteniéndose pensativos ante los cadáveres, y, tras un tiempo más o menos largo, se marchaban.

El doctor estuvo toda la mañana allí; cuidando detalles, atendiendo visitas o, casi siempre, a solas con los cuerpos. Y era entonces, en esos lapsos muertos, cuando fumaba sin tregua y, mientras el humo giraba en volutas perezosas, recorría con pasos lentos la longitud de la sala, una y otra vez, volviendo con la memoria a la escena del desastre.

El calor, la humedad, aquel aire espeso. La policía planetaria con sus pesadas armaduras antidisturbios y el abrirse camino entre ellos, obligándose a mantener el paso tranquilo. La gente en las azoteas, asomada en silencio a la calle. Las naves artilladas sobrevolando despacio la oscuridad, con todas sus luces destellando.

Los cuerpos despatarrados, uno a pocos metros del otro, sin que nadie hubiera pensado aún en cubrirlos. El centelleo de las naves, alumbrando el cruce con fogonazos azules e intensos. Insectos monstruosos aleteando en el calor de la noche y los hombres de seguridad que trataban en vano de ahuyentarlos a manotazos.

Fue a sentarse en una jardinera de piedra, ante los cadáveres, colocándose a duras penas un cigarrillo en los labios, y Duge M. M. Lus se le había acercado, fumando también con manos temblorosas.

—Jujanlo —suspiró—. Rastreaba por su cuenta, ya sabes cómo era. Pero, por fin se ha encontrado con la horma de su zapato.

Argorades asintió sin comentarios, antes de señalar los restos mutilados de Alco Gracama.

—¿Y él?

—Estábamos en casa y de repente salió corriendo: decía que había visto a Jujanlo por la ventana, que nos había llamado. Nosotros, Orecuí y yo, bajamos detrás, pero no se paró a esperamos. No sé; supongo que oyó los gritos de Jujanlo y fue en su ayuda; así debió cogerle el monstruo.

—Mira que se lo tenía dicho. —Estuvo contemplando en silencio los cuerpos; luego se había puesto la cabeza entre las manos—. Maldita, maldita sea.

El bochorno, la atmósfera sofocante, las sombras. La quietud de los cadáveres, las mejillas yertas; el olor de la sangre, el sudor pegajoso, el zumbido de los insectos…

También Dagú Dagú tuvo un instante para visitar la casa mortuoria, a media mañana. Lo hizo de paisano, acompañado de una amiga; una mestiza, hija de aborigen y emigrante, con los modales ostentosamente lánguidos de su gente. Se había recogido el pelo, pintándose símbolos fúnebres en el rostro, en señal de duelo, aunque era evidente que todo aquello la aburría. Era delgada, exótica y, pese a las circunstancias, el doctor se descubrió admirándola de reojo, diciéndose que todos aquellos enrevesados dibujos blancos favorecían su piel morena.

—¿Y tus socios? —El hombrón hablaba en susurros, siguiendo esa inmemorial costumbre humana de bajar la voz en presencia de los muertos.

—Lus vendrá esta tarde; vamos a turnarnos.

—¿Y el otro?

—¿Quién, Orecuí? Ya ha salido del planeta. En esto, uno acaba volviéndose supersticioso y a él le ha dado por pensar… es lo mismo, se ha ido; estaba en su derecho.

—No es asunto mío, claro. —El otro se puso las manos a la espalda—. Pero a mí eso me parece dejar a los amigos en la estacada.

—En parte, a mí también. —Sonrió débilmente—. Pero le había entrado el miedo y, en esas condiciones, tampoco iba a servir de mucho, excepto de estorbo. Así que quizás sea lo mejor.

Dagú cabeceó y, tras un silencio, hizo una seña a su amiga, que se distraía contemplando los símbolos funerarios lacados en blanco sobre el negro reluciente de las paredes. Oprimió el brazo del doctor y se fueron, dejándole otra vez a solas con los muertos.

* * *

Los alimañeros vagabundeaban por la Suu Fan Tan, fusil en ristre, dejándose guiar por los revoloteos de un rastreador autómata; un dispositivo volador del tamaño de una sandía. Una nave de policía fue a descender en silencio desde la oscuridad, yendo a posarse tras ellos. Volvieron la cabeza. Dagú Dagú se apeaba ya calmosamente, con un gesto de saludo, vistiendo un atuendo holgado de color verdoso, un casco con el visor oscuro ante los ojos y algunas placas de armadura antidisturbios sobre el cuerpo; todo en el estilo irregular y algo truculento de los mercenarios de seguridad.

Palmeó el fuselaje del aparato y éste se elevó trazando una gran parábola. Cruzó un saludo informal con el doctor —un guiño, un cabeceo—, mientras Lus cambiaba de mano el fusil, adelantándose a estrecharle la diestra.

—Sí, esta noche estoy de refuerzo. —Se ajustó el equipo, ojeando alrededor—. Andamos algo escasos de personal: ya son unos cuantos los que han rescindido contrato y se han largado.

—Ajá. —Argorades hizo una mueca de comprensión; en la última semana, la bestia había atacado a dos patrullas de seguridad, matando a cinco agentes—. ¿Y tú?

—¿Yo? —El hombretón sonreía desdeñosamente—. En mi vida he cancelado un contrato; es fatal para la cotización profesional. —Al girar la cabeza, las luces de la calle resbalaron sobre el cristal negro del visor—. Bueno; y, ¿cómo va la caza esta noche?

—Bah. Pistas sueltas, poco más… ¿Quieres conexión? —añadió, advirtiendo el interés de su interlocutor por las evoluciones aéreas del autómata—. ¿Sí? Vale, te doy sintonía.

Deambulaban lentamente. Duge M. M. Lus algo retrasado, acunando pensativo su fusil. Dagú valoraba en silencio las lecturas del sensor: datos, cálculos, estimaciones que surgían y se esfumaban ante sus ojos. El bochorno pendía como un velo sobre la ciudad, los vapores nocturnos enturbiaban el ambiente, nubes de mosquitos aleteaban enloquecidos en torno a los resplandores anaranjados y amarillentos de las luces callejeras.

—Datos insuficientes, como de costumbre —rezongó por fin—. Se le intuye, pero no se le ve; se nos escurre entre los dedos… nos tiene a todos en jaque, maldita sea.

—Eso no es casualidad, sino algo muy bien estudiado. —El doctor se colocó un cigarrillo en los labios—. Se pueden crear modelos matemáticos de casi todo y existe una relación entre la capacidad de matar de un ser y sus posibilidades de supervivencia; hay una proporción óptima y, si una aumenta, la otra disminuye. Los biotecnólogos lo tienen muy en cuenta a la hora de realizar sus diseños. Esta alimaña actúa al límite, pero dentro de esa relación óptima; en la banda estrecha, como decimos en la jerga profesional.

—Interesante —admitió—. Ya sabía de eso, pero pienso estudiarlo de nuevo y comentarlo, de paso, con unos cuantos. Últimamente, hay muchos nervios y los hay que parecen olvidar que la bestia no es más que una máquina biológica.

—No te equivoques: todo ser vivo es una máquina: las diferencias vienen dadas por la experiencia, la capacidad de aprendizaje, la flexibilidad de fines y medios. Y las alimañas de este tipo suelen poseer mucho de todo eso. En cuanto a eso de los nervios… existe todo un subgrupo de modelos que manejan factores psicológicos y sociológicos: las variables del miedo. Y no me cabe duda de que esta ciudad, como grupo humano, es uno de los objetivos.

—¿Y los otros?

—Los propios alimañeros. —Agachó la cabeza, mirándose los pies al caminar—. Está claro.

—La población, los alimañeros; ¿es ésa la razón de tanta ferocidad?

—En parte. La crueldad sólo es una estrategia, un arma más. Lo que pretende es provocar el pánico: ésas son las variables del miedo de las que te…

Le interrumpió la agitación a sus espaldas, un tiro suelto, los gritos. Giraron sobre los talones; Dagú con el arma ya en las manos; Argorades levantando el fusil, el cigarrillo olvidado en la comisura de los labios. Algo había atacado a Duge M. M. Lus, arrebatándole del suelo, y ellos, de reojo, alcanzaron a entrever horrorizados cómo desaparecía a través de las copas de los árboles, chillando y pataleando desesperadamente en el aire.

Olvidando cualquier precaución, Argorades se abalanzó adelante para, alzando los ojos, escudriñar la vegetación entrelazada sobre su cabeza. Apuntando alto, buscaba ansioso en la espesura, las sombras, cada resquicio del enramado. Nada. El follaje había vuelto a la calma, todo estaba quieto y tan sólo algunas hojas sueltas caían revoloteando en la semioscuridad.

Dagú Dagú continuaba inmóvil a unos pasos, arma en mano. Una brisa húmeda y pesada mecía las copas, haciéndolas susurrar; el rastreador autómata giraba desorientado en círculos; los segundos iban pasando despacio, muy despacio. Luego, de repente, se reanudaron los gritos; el ramaje se estremecía violentamente y, desde lo alto, comenzó a caer sangre en grandes goterones, como lluvia roja.

Una gota dio al doctor en la frente, resbalándole cálida por el entrecejo. La tocó con la yema de los dedos, aturdido, y luego, rugiendo, comenzó a disparar. Iba de un lado a otro, fuera de sí; los tiros atronaban bajo la bóveda de los árboles; cortezas, ramas, hojas, volaban en todas direcciones. Dagú Dagú acudió a la carrera y le redujo, le arrastró atrás. Cientos de aves de colores se lanzaban a los aires, llenando la noche con el batir de alas. El capitán había desarmado a Argorades y ahora forcejeaban, vociferando sin entenderse, mientras aún se oía chillar en lo alto, cada vez más lejos, más débilmente.

* * *

—Has perdido a tus socios, estás solo y, la verdad, no tienes muy buen aspecto. —Dagú Dagú sacudía con lentitud la cabeza mientras paseaban por las afueras de la Suu Fan Tan—. Quizás lo más prudente fuera que dejases todo esto.

Surban Argorades sonrió sin alegría, dando una larga calada al cigarrillo. No contestó nada y el capitán tampoco añadió más. Siguieron deambulando ociosamente bajo los árboles de sombra y Dagú observó de soslayo a su interlocutor: las mejillas enflaquecidas, los ojos ocultos tras el visor; el sombrero de ala ancha, adornado con largas plumas amarillas y violetas.

Adelante, los edificios se espaciaban y desaparecían, dando paso a la selva; la calle desembocaba en una senda, y letreros a ambos lados advertían de que se estaba abandonando el casco urbano y, por tanto, la protección de las defensas autómatas. El alimañero les dedicó una mirada casual, sin detenerse, y Dagú se abstuvo de comentar nada.

Aquel sendero se internaba en la selva de los arrabales: húmeda, tórrida, oscura; apenas menos exuberante que la jungla profunda. Anduvieron despacio entre las criptógamas de troncos escamosos y los helechos gigantes. Llamativas libélulas volaban entre la vegetación, el sol ardiente brillaba en cada resquicio de la espesura; el calor subía a golpes, arrastrando vaharadas de olores. El agua estancada humeaba, los vapores danzaban en la penumbra y el rostro de ambos hombres relucía con la intensa transpiración.

—No te engañes —dijo bruscamente Argorades—. Por «alimaña» se conoce a una gran variedad de armas biotecnológicas, desde teratoplagas a monstruos de laboratorio. Este trabajo no es, normalmente, ni la mitad de espectacular o peligroso de lo que la gente cree. Ya me dirás que tiene de emocionante el control de una plaga de los cultivos… —Se demoró para encender otro cigarrillo—. Pero sí; a veces, se pasa mucho miedo.

—Entonces, déjalo; búscate otra cosa.

—Ya lo he hecho, pero siempre vuelvo. —Esbozó una mueca desganada—. Me gusta mi trabajo, como a ti te gusta el tuyo; además, a veces, puede ganarse mucho dinero con esto.

—Dinero, dinero… los administradores no hacen más que aumentar la recompensa y la ciudad está llena de locos dispuestos a ganarla; salen de caza y no vuelven. A saber cuantos han muerto ya aquí. —Con las manos, abarcó la vegetación circundante—. Ni siquiera necesitan toparse con la bestia, la jungla de Venus es suficientemente mortífera de por sí.

—No todos los muertos eran aficionados, algunos eran profesionales y de los buenos. —Apoyó el pie en un tocón, dejando escapar una espesa bocanada de humo—. No me cabe duda de que uno de los objetivos del monstruo somos los propios alimañeros.

—Pensaba que eso estaba de sobra establecido.

—Bueno, no; antes creía que entre sus estrategias de supervivencia estaba el revolverse contra sus perseguidores, no sería la primera vez. Pero ahora pienso que siempre hemos sido uno de sus objetivos primarios, desde el principio.

—La población, los alimañeros… ¿a dónde nos lleva todo eso?

—Dímelo tú; eso es parte de tu trabajo, no del mío.

—Yo no estoy en la investigación. —Se encogió de hombros—. Además, ya sabes lo difícil que es resulta averiguar nada en casos como éste; me temo que jamás lograremos nada. De todas formas, si eso es cierto, ahí tienes una razón de más para dejarlo.

—No, no. —Fumó con gesto de cansancio—. Ya vamos hasta el final, hasta que yo le coja o él acabe conmigo… si es que nadie se me adelanta, claro.

—¡Bah! —El capitán meneó hastiado la cabeza. A unos metros, dos escorpiones gigantes, marrones con pintas amarillas, combatían estruendosamente, o quizás realizaban una parada nupcial. Las libélulas revoloteaban alrededor y, lejos, entrevisto en la bruma humeante, un reptil inmenso y primitivo chapoteaba entre los helechos—. Tú sabrás que es lo que tienes que demostrar. Yo, desde luego, nada; así que salgamos de aquí; esto es peligroso, peligroso de verdad.

—Claro, perdona. —Sonrió distraído—. Vámonos.

* * *

Una noche más, Surban Argorades buscaba al monstruo. Pistas sueltas le habían conducido al centro, dando vueltas y más vueltas, y ahora se arrimaba contra una esquina, fusil en mano, observando las calles desiertas. Las naves aéreas volaban entre los rascacielos, brillando como luciérnagas, los focos iluminaban fachadas de piedra blanca, estatuas, cúpulas cobrizas, y los jardines elevados resplandecían en lo alto como islas de verdor suspendidas en la nada.

Se asomó con precaución, examinando cada pórtico, cada arcada, las luces y las sombras. Todo estaba quieto, en silencio; el aire nocturno colgaba inmóvil, enjambres de mosquitos danzaban al resplandor de las farolas, los reptiles se escabullían por los muros. Giró la cabeza, haciendo surgir nuevos datos en el visor. Había, sí, más huellas; pistas olorosas y térmicas que conducían a las callejas, el terreno favorito de la bestia.

Pasando el dorso de la mano por los labios, se internó en los claroscuros de los pasajes; despacio, muy despacio. La atmósfera era allí asfixiante, estancada; cada arco parecía albergar una amenaza, el revuelo de insectos hacía bailar sombras monstruosas al reflejo de las luces; los rascacielos alrededor eran como paredes de desfiladeros, pareciendo juntarse en lo alto y acentuando la sensación de agobio.

Se detuvo a considerar la situación: el olor de la bestia estaba en el aire, había rastros infrarrojos en el pavimento y el procesador señalaba a una callejuela de la izquierda. Fue hasta la bocacalle. Cerca de la esquina, una salamanquesa color rojo sangre, larga como un brazo, culebreaba a lo largo del muro. Durante un momento, tratando de dejar la mente en blanco, se distrajo viendo cómo se deslizaba por entre las tallas. Después, arriesgó un rápido vistazo.

Volvió a asomarse, demudado. Había cuerpos tendidos allí delante, inmóviles en la semioscuridad, y no necesitó más que otra ojeada para saber que estaban muertos. Se limpió el sudor de la frente y anduvo hacia ellos extremando las precauciones.

Se detuvo ante los cadáveres; el fusil entre las manos, el dedo en el gatillo. Eran dos, uno de ellos mujer, y habían usado armas y sensores; alimañeros quizás, aunque él no reconoció a ninguno. Debieron morir con rapidez, casi en silencio; una media hora antes, de acuerdo con las lecturas del visor.

Los sorteó tratando de no fijarse demasiado en ellos. Uno, el hombre, había caído sobre el otro; la boca abierta, las manos crispadas alrededor del vientre, los insectos agolpándose encima de las entrañas al descubierto. Escudriñó a todos lados, el visor le ofreció nuevas estimas y, lentamente, fue dejando los cuerpos atrás.

Una polilla enorme, saliendo de repente de la oscuridad, fue a estrellarse contra su rostro, dándole un susto de muerte. Apenas pudo contener un grito de terror. Lanzó varios manotazos contra el insecto, que aún aleteaba enceguecido alrededor, y se recostó resollando contra la pared, las piernas temblorosas, sintiendo el golpeteo desbocado del corazón.

Avanzaba lentamente, cuidando cada paso, cada gesto. Las callejas se alargaban sin fin ante sus ojos, túneles de luces y negruras entrelazadas; no había sonidos ni movimientos; el calor era intolerable y la humedad creaba una especie de bruma leve, alterando las perspectivas. Realizó otro barrido con los sensores: el monstruo había estado allí hacía tan sólo minutos, y las estimas señalaban hacia delante.

Sopesó el fusil, dudando. El aire viciado le era casi irrespirable; transpiraba tan copiosamente que desbordaba los drenajes de su equipo y el sudor le corría por todo el cuerpo. Consultando de nuevo el visor, miró a un lado, al otro, a la espalda. Y entonces, sintiendo erizarse todos los cabellos, captó con el rabillo del ojo un movimiento arriba y atrás, e intentó apartarse de un salto.

La bestia había estado oculta en las sombras de lo alto, entre las tallas, inmóvil, asiéndose a la pared como una sabandija gigante, y ahora descendía como una exhalación sobre él. Las garras aceradas le erraron por muy poco, arrancando surtidores de chispas a la piedra de los muros. El choque le hizo caer, aunque se las arregló para rodar sobre el hombro, al estilo de los luchadores. El aguijón caudal azotaba alrededor, alzando nubes de centellas en la semioscuridad; los serpenteos de la cola volvieron a derribarle: salió despedido por los aires, el fusil por un lado, el visor por otro.

Fue dando tumbos hasta estrellarse contra la pared y, casi sin darse cuenta, empuñó su pesada pistola. El monstruo ya se le echaba encima con un bramido espantoso, las uñas como hoces por delante, surgiendo de la negrura con aquel rostro sonriente y aterrador, vagamente humano. Apretó el gatillo. Los estampidos eran atronadores, el arma se encabritó en sus manos; sangre y pingajos le salpicaron con fuerza la cara, cegándole.

Se limpió apresuradamente los párpados con el antebrazo, manteniendo la pistola ante sí. Guiñando los ojos, miró en torno. La munición explosiva había parado en seco la acometida de la bestia; cabeza, tórax, abdomen, habían reventado bajo los impactos, y los despojos se desperdigaban en un radio de metros. Algo más allá, la cola de serpiente, de unos cinco metros, aún se retorcía y saltaba espasmódicamente, chasqueando contra el pavimento.

Dejando caer la pistola, se paso las manos por el rostro, pringoso de sudor propio y sangre ajena. Fue a incorporarse, pero una arcada repentina le derribó de nuevo y, arrodillado entre las sombras, tuvo que enjugarse las bilis que le churreteaban el mentón, sintiendo aún los espasmos de un estómago vacío.

Se puso en pie apoyándose en las tallas, enfundó la pistola, anduvo con piernas aún temblorosas hasta los restos del monstruo. Luego fueron llegando las naves de seguridad, iluminando a ráfagas azules las callejuelas. Y mirones, autoridades, otros alimañeros.

Se hurgó en los bolsillos buscando tabaco y Soris Lan, un viejo conocido, le dio fuego en silencio. Fue a recostarse contra la esquina a fumar ensimismado, y entonces vio llegar a Dagú Dagú, de civil y con un visor ante los ojos, caminando con parsimonia.

—Bueno, bueno, aquí está el gran hombre. —Sonreía sin humor, las manos en los bolsillos—. Lo has conseguido, ¿eh? Pero igual podías estar ahí tirado, como esos dos, con las tripas fuera.

Argorades esbozó una mueca ambigua, sin responder. Todavía reclinado, dejó escapar una gran bocanada, viendo como el humo ascendía y se dispersaba. Luego, sonrió a su vez.

—Sí que estuvo cerca. —Asintió con lentitud—. Tal como pensé, dejaba pistas falsas a sus perseguidores; así se metían de cabeza en la trampa. —Hizo una pausa para ahuyentar a los mosquitos—. Era capaz de crear olor y temperatura a voluntad, en cantidad variable, y engañar así a los procesadores… por eso yo había reprogramado el mío; para que pudiera darme las distintas opciones.

—Y así fue como la cogiste.

—No, no. —Se reía entre dientes—. No es tan sencillo: sin duda, el monstruo ya había previsto esa posibilidad, porque se movía sumando engaños, tendiendo trampas que escondían otras trampas. De haber seguido las alternativas que me brindaba el procesador, ahora estaría muerto.

—Pero eso, a su vez, ya entraba en tus cálculos. La clave está en suponer que es lo que supone el contrario, ¿no? —Movió muy despacio la cabeza—. Amigo, eso es juego peligroso; un fallo y adiós.

—Bien; ha sido una cacería de las de antes. —Volvió a reírse por lo bajo—. Uno cuenta consigo mismo y con nada más… bueno, y con la suerte; si uno no tiene un poco de suerte, no tiene nada.

Hubo una pausa. Las naves aún revoloteaban destelleando sobre sus cabezas, policías de armaduras antidisturbios rechazaban con contundencia a los fisgones y algunos técnicos de la ciudad ya estaban sobre el terreno, investigando entre los restos dispersos del monstruo.

—Cómo siento haberla hecho saltar en pedazos… —murmuró Argorades, viéndoles recoger los despojos—. No es fácil encontrar una así y hubiéramos podido estudiar… ¡Eh, cuidado ahí, idiotas! —vociferó, sobresaltando ligeramente a Dagú Dagú.

Como por reflejo a algún roce, la cola de la bestia comenzó a culebrear violentamente, derribando hombres como bolos, mientras el aguijón caudal se alzaba igual que una látigo, no hiriendo a varios por poco.

—¿Pero por qué, hombre? —dijo luego el capitán—. ¿Tanto querías la recompensa? ¿O ha sido una especie de venganza, por prurito profesional?

—No, no; más bien, es cuestión de hábito. En estos casos, con la vida en juego, los nervios están a flor de piel, los sentidos de punta —le miró—; y las sensaciones son tan intensas, únicas… violencia, miedo, tensión; uno acaba por acostumbrase a ellas, por necesitarlas. Es igual que esto —sostuvo en alto el cigarrillo humeante—: al principio nos da algo; después, adquiere valor por sí mismo… pero no sé si entiendes lo que estoy diciendo.

—Sí, claro —suspiró—, perfectamente.

—Si es así, ¿qué puedo explicarte que ya no sepas?

El capitán meneó lentamente la cabeza, las manos aún en los bolsillos, mientras Argorades apuraba su cigarrillo y entornaba los párpados, dejándose llevar por todas las sensaciones de aquel momento: el revuelo de polillas en torno a las luces, el zumbido de los mosquitos, el olor a sangre. El sudor pegajoso, las sabandijas en las paredes, la atmósfera irrespirable. La humedad, la quietud, las tinieblas, el calor…