Había asesinos en la terminal de pasajeros, esperando su llegada al astropuerto. O al menos eso suponía el hombre, aunque no pudo localizar a ninguno entre las idas y venidas de la multitud. Si detectó, en cambio, la presencia de un número anormal de guardias uniformados en aquella abarrotada estación. La mayoría vestía uniformes de la policía planetaria, pero los había que usaban ropas dispares y armas de extraños diseños: profesionales de seguridad a sueldo del gobierno de Perepore VI.
El hombre pasó sin problemas los exhaustivos controles de aduana; nadie le dedicó dos miradas, ni los sofisticados sensores de los mercenarios de seguridad zumbaron o pitaron para delatar su presencia. Tan sólo en una ocasión, mientras acarreaba su equipaje hacia las plataformas de los transbordadores, alguien pareció reparar en su presencia. Fue un hombre alto y desgarbado que le dirigió una mirada casual, apartó la vista y, un par de segundos más tarde, se volvió y observó a un lado y otro con el ceño fruncido, como si le buscase entre el gentío. Pero él se paseó delante mismo de sus narices, antes de perderse entre la muchedumbre sin ser detectado.
—¿Ocurre algo, Bam Móler?
Su desgarbado interlocutor se frotó la barbilla mientras escudriñaba desconcertado alrededor. Luego dejó escapar una mueca, medio disculpándose ante el fornido Dagú Dagú, que le contemplaba con mezcla de curiosidad y alarma.
—La verdad es que no estoy seguro. Hace un instante, he visto a un hombre que me ha llamado la atención.
Su guardaespaldas se envaró.
—¿Dónde está ese hombre?
—No lo sé. Le he mirado por casualidad. Ha sido una ojeada, sin fijarme. Luego he tenido la sensación de que había visto algo muy extraño, pero sin saber qué ni quién en concreto me ha causado esa impresión.
—Comprendo. —Dagú enarcó una ceja—. Con esos datos, bien poco podemos hacer.
El analista asintió y ambos reanudaron en silencio su paseo. Fueron abriéndose paso por entre la multitud y acabaron cruzando las puertas dobles de salida. Allí, al sentir el mordisco del frío, Bam Móler se apresuró a abrigarse.
En contraste con la estación de tránsitos, el exterior estaba prácticamente desierto. Volvía a nevar y unos copos enormes danzaban a merced de las ráfagas de viento helado. Bam Móler se detuvo a observar el estrepitoso aterrizaje de una lanzadera espacial, que descendía cubriendo la pista con una marejada de fuego. Luego se enfrascó en contemplar, con gesto pensativo, las evoluciones de las naves aéreas, que revoloteaban entre las grandes estructuras del espaciopuerto, luchando contra el vendaval de nieve. Dagú Dagú, informado del carácter y los prontos del analista, no le molestó.
—Oiga, Dagú —dijo éste por fin, hablando con lentitud—. ¿Tienen ustedes sospechas de que haya algún atentado en marcha?
—¿Un atentado? —El rostro del funcionario permaneció neutral, medio oculto por las grandes gafas de nieve.
—Uno bien grande: el asesinato de alguien muy importante.
Bam Móler observó cómo titubeaba su interlocutor. Cuanto sabía sobre Dagú Dagú era que éste trabajaba para los servicios de información planetarios y que no se trataba de un simple subalterno. Pero su lugar exacto dentro del brumoso organigrama del servicio, así como la autonomía de la que pudiera gozar, eran otras tantas incógnitas para él.
Al cabo, Dagú suspiró ruidosamente y su aliento formó una nube de vaho lechoso.
—Bueno. ¿Cómo se ha enterado?
—Acabo de sentirlo. Soy así.
Dagú Dagú le miró durante unos segundos, cabeceando perplejo.
—¿Lo ha sentido? Se me comunicó que usted es un mutante con facultades especiales, pero…
—Un mutante o un talento muy especial; los especialistas no llegan a ponerse de acuerdo y a mí, la verdad, me importa muy poco. Vamos a trabajar juntos, así que quisiera que lo entendiese, sin lugar a equívocos. Poseo una especie de superintuición: con muy pocos datos, a menudo triviales, puedo pintarme el esquema de una situación y, con frecuencia, puedo deducir qué consecuencias tendrá. A veces no necesito casi ningún dato… mis facultades bordean el terreno de la premonición.
Hizo una pausa, antes de continuar, viendo dudar a su guardaespaldas.
—No es algo que yo pueda controlar a voluntad. De repente me vienen ideas a la cabeza. Y acabo de tener la sensación de que se prepara un atentado contra Cappa Trugro.
Con un nuevo resoplido, Dagú Dagú acabó por asentir a regañadientes.
—De acuerdo. Sí. Según informaciones, que nos merecen la máxima confianza, la Federación ha enviado a un agente, un asesino terrestre, con la misión de matar al presidente Trugro.
Bam Móler se frotó las sienes, pensando.
—Un terrestre. ¿Un hombre de la Agencia Exterior?
—Eso es lo que dice nuestra información.
—Ese hombre, el terrestre, acaba de llegar a Perepore VI. Hace sólo unos minutos estaba en la estación y nosotros nos hemos cruzado con él. Lo sé. Créame.
Dagú Dagú, cruzando las manos a la espalda, le observó con detenimiento durante largos segundo.
—Bien —suspiró al cabo, impresionado—. Si la Central le ha contratado, por algo será. Si usted lo dice, tendré que creerle. Me pondré en contacto con la Central para que tomen las medidas que estimen oportunas. Más no puedo hacer.
* * *
Días más tarde, merodeando por la zona de la revuelta antifederal, Bam Móler y Dagú Dagú volverían a tocar el tema del agente terrestre. El analista había llegado hasta una esquina, arrastrándose sobre la nieve sucia, a tiempo de ver cómo disparaban un proyectil contra los pisos altos de un rascacielos, ocupado por tiradores; una centella incandescente que se elevó, zigzagueando, hasta golpear el edificio, haciendo estallar estruendosamente parte de la fachada.
Aún se combatía esporádicamente, algunos edificios todavía ardían, a pesar de la nieve, y las naves artilladas revoloteaban disparando entre las humaredas negras. En las calles, tropas con armaduras antidisturbios aplastaban los últimos focos de la revuelta, ejecutando sumariamente a cuantos sorprendían empuñando un arma.
A la derecha, Bam Móler tuvo un atisbo de un hombre con el rostro pintado de verde oscuro y blanco, y con un fusil de gran calibre entre las manos. Dagú Dagú le disparó con su arma de energía y el atacante se derrumbó aullando sobre la nieve, convertido en una antorcha humana.
—¿Quién era ése? ¿Una especie de asesino suicida? —Bam Móler observó cómo ardía el caído, ya inmóvil.
Su guardaespaldas le arrastró hacia atrás, sin contemplaciones. Al pasar, le mostró algunos muertos con el rostro surcado de franjas blancas y verdes.
—Quiruz-viruz: radicales —gruñó con desdén—. Van disfrazados como unos salvajes de los primeros tiempos de la colonia. Aquéllos desaparecieron hace siglos; pero, ahora, las bandas antifederales se pintan como ellos para matar emigrantes.
—Éste no parecía muy peligroso.
—Pues lo son. Lo que ocurre es que tienen la costumbre de atiborrarse de fármacos de combate y, al final, les ciega el ansia de matar. Mire a éste, no tiene ni una herida. —Se acercó al cadáver de un quiruz-viruz, acurrucado en un portal, y lo derribó de una patada—. Seguro que se zampó dos puñados de píldoras de combate y se le rompió algo en el cerebro.
Arma en mano, oteó las calles desiertas.
—Hay que salir de aquí —urgió a su acompañante—. Esto está casi controlado, pero quedan francotiradores y grupos aislados.
—De acuerdo. Ya he visto bastante.
Retrocedieron entonces, sorteando vehículos destruidos, escombros y cadáveres despanzurrados por las balas explosivas; todo medio sepultado ya por las nevadas. Buena parte del llamado barrio terrestre de la capital había quedado arrasado por dos días de feroces combates entre bandas antifederales y emigrantes de otros planetas.
La nevada arreciaba y, delante, se oían tiros y explosiones. Dagú Dagú empujó al analista al refugio de un portal.
—Bueno —suspiró el funcionario, sin apartar los ojos de la calle—. ¿Y todo este paseo para qué? Si no es mucho preguntar.
—Ya se lo he explicado. No controlo mis facultades y, por lo tanto, procuro alimentar mi cerebro con todas las impresiones posibles. Y todo este asunto de la revuelta no es una variable pequeña dentro de la ecuación.
—Tiene que haber cientos de muertos —aceptó Dagú con tono de voz preocupado—. La Federación no va a quedarse cruzada de brazos.
El analista asintió con acritud. Porque, como todos los aprendices de brujo. Cappa Trugro había invocado a demonios imposibles de controlar.
Era una historia vieja y repetida. La colonización de un mundo solía suponer gastos inmensos, sólo posibles para un organismo multiplanetario como la Federación. Gastos que, posteriormente, el planeta debía asumir en forma de deuda, gravando durante siglos su economía. Una factura aceptaba con gusto por los primeros colonizadores y aborrecida por sus descendientes. En condiciones así, sólo era necesario un pequeño grupo de imprudentes para atizar el rencor latente contra la Federación, la deuda y los cupos de inmigrantes, y convertirlo en una hoguera rugiente.
—Si la Federación envía a la Infantería Colonial —gruñó Bam Móler—, lo que ha pasado aquí va a parecer una broma. Yo estaba en Carosta Mena cuando esos carniceros la arrasaron de polo a polo, a sangre y fuego.
—¿Será así? ¿Lo ha… sentido? —Dagú volvió la cabeza para mirarle.
—Oh no, no. —Se apresuró a tranquilizarle el analista, viendo su expresión tensa—. Tan sólo era un comentario. Maldita sea. Dagú, no me considere un oráculo. Supongo que la demostración del otro día, en el astropuerto, fue impresionante. Pero tampoco me ocurre todos los días.
El funcionario volvió a observar, en busca de posibles movimientos en la calle, y tardó un rato en volver a hablar.
—Sí que fue impresionante. Me refiero a lo del otro día.
—He estado dando vueltas al asunto; de hecho, no he podido quitármelo de la cabeza —comentó pensativo Bam Móler—. Sentí algo raro, muy raro; algo que me da miedo… En la Agencia Exterior, los terrestres tienen a talentos únicos, gente con facultades tan raras como las mías o más aún. Ese agente terrestre tiene que ser alguien muy especial, lo siento. Y siento también que muy pronto sabremos algo de él.
Dagú apartó de nuevo la mirada de la calle.
—¿Lo va a lograr? ¿Llegará hasta el presidente?
—La verdad es que no lo sé. —El analista abrió los brazos en un gesto de impotencia—. Los sucesos puntuales suelen tener demasiadas variables como para poder ser predecibles. Pero una cosa sí puedo decirle: siento que es capaz de llegar hasta Trugro, perfectamente.
* * *
Esa misma noche, Bam Móler se descubrió vagabundeando por la ciudad. Atónito, se frotó las mejillas ateridas mientras miraba aturdido alrededor y se preguntaba cómo había llegado hasta allí. Nevaba copiosamente y las calles desiertas presentaban un aspecto fantasmal, cubiertas como estaban por un manto blanco que resplandecía a la luz azulada de las farolas. Deambuló por las calles vacías, sintiendo crujir el hielo bajo sus pies y consciente del silencio mortal que envolvía a la ciudad, sólo roto por el susurro de los copos al caer.
Entre el revuelo de copos blancos, distinguió a un hombre que se acercaba paseando por el centro de la solitaria avenida, envuelto en un largo abrigo que las ráfagas de aire hacían ondear. A pesar de la distancia, los pasos de aquel hombre atronaban como campanadas en mitad del silencio nocturno y, de alguna manera, Bam Móler se dio cuenta de que sus pies no dejaban huella alguna sobre la nieve. Sólo entonces supo que ese hombre era el agente de la Federación y que él estaba soñando.
El hombre llegaba con parsimonia, las manos en los bolsillos de su amplio ropón, la cabeza gacha y el rostro en sombras. El analista le aguardó parado junto a la esquina, atemorizado aun a sabiendas de que todo era un sueño.
Ya cerca, a unos pocos metros, el hombre se detuvo y levantó la cabeza, como si hasta entonces no hubiera reparado en la presencia de Bam Móler. Su rostro salió de las sombras y el analista, horrorizado, pudo ver que exhibía una sonrisa inmensa y desquiciada.
Bam Móler despertó, sobresaltado por aquella mueca de siniestro regocijo. Durante largos segundos, se quedó tumbado en la oscuridad de su alcoba, luchando por serenarse. Luego, aún sudoroso, procedió a grabar cuantos detalles recordaba de la pesadilla.
Porque ésa no era la primera vez en la que sus erráticas facultades se manifestaban en forma de sueños. Por eso, desvelado, repasó una y otra vez los pormenores de aquél en concreto. Y, de entre todos ellos, el analista encontró muy significativo el que no pudiera recordar ni uno solo de los rasgos del hombre, enmascarados todos, en su memoria, por aquella malsana sonrisa de oreja a oreja.
* * *
No mucho después, esa misma madrugada, Bam Móler recibió una llamada urgente de Dagú Dagú y, apenas media hora más tarde, este último le recogía en una de las plataformas de su edificio. Mientras volaban hacia su destino, zarandeados por las ráfagas del vendaval, Bam Móler se asomó a las ventanillas, a contemplar el panorama nocturno de calles nevadas a la luz de farolas azuladas, reparando en la gran semejanza que había entre el solitario paisaje de su sueño y el real.
—Estaba despierto —reconoció—. Tuve un sueño en el que aparecía el agente terrestre… pero supongo que todo esto tiene algo que ver con él.
Dagú asintió, de nuevo impresionado.
—Así es. Esta noche, hace apenas un par de horas, han matado a Tompca Tump Caltif.
—Tompca Tu… ¿La amiga de Cappa Trugro?
—Está usted bien informado. Sí: la amiga del presidente. O, más bien, una de las amigas; la favorita, por así decirlo.
—Ya. ¿Y suponen que es obra del agente de la Federación?
—No suponemos nada. Nos ha dejado su tarjeta de visita.
Bam Móler se sobresaltó.
—Desde luego, los tiene bien puestos el tío ése —rezongó pensativo.
La nave descendió trabajosamente sobre un edificio muy alto, ubicado en la zona más cara de la capital. A partir de la plataforma, Dagú Dagú guio al analista por una maraña de pasillos que hervían de hombres armados, hasta llegar al lugar del atentado. Aquel ala del edificio había quedado muy dañada: los tabiques se habían derrumbado y los ventanales habían estallado; el aire apestaba a materiales quemados y metales fundidos y, a pesar del viento helado que azotaba los interiores descubiertos, Bam Móler se encontró con que estaba sudando. Dio una vuelta sobre sí mismo, inspeccionando los restos ennegrecidos.
—¿Qué ha sido? ¿Una bomba de gran potencia?
—Una bomba térmica —precisó Dagú—. Libera gran cantidad de calor y la temperatura se eleva a cientos de grados en unos pocos segundos; todo cuanto cae dentro de su radio de acción resulta calcinado. —Señaló un amasijo fundido e irreconocible, a modo de ejemplo—. Por supuesto, en lugares cerrados como éste, el rápido calentamiento del aire provoca una violenta expansión del mismo… una explosión.
—¿Y Tompca Tump Caltif?
—Estaba a pocos metros del foco de incandescencia; ardió como una tea. Ya han retirado lo poquito que ha quedado de ella.
—Era una mujer muy guapa —comentó, distraído, Bam Móler.
—Por supuesto. Cappa Trugro tiene buena boca y sólo come de lo mejor —comentó con cierto sarcasmo su guardaespaldas, algo más comunicativo esa noche que de ordinario—. De todas formas, ahora ya no es más que un montón de cenizas.
Deambularon por las estancias, procurando no molestar a los técnicos que examinaban las ruinas.
—Se coló en el edificio —apuntó sombríamente Dagú—, puso la bomba y se fue. Así de fácil. Todo este edificio está de lo más protegido; aquí vive gente importante… Hubiera habido aún más medidas si Trugro hubiera venido esta noche, desde luego. Pero, de todas formas, la seguridad era ya bastante importante. Y nadie le vio, ni fue detectado por los sensores.
—¿Tenía pensado Trugro visitar hoy a su amiga?
—Parece ser que no. Suponemos que el asesino de Federación pensaba lo contrario.
—Humm —el analista, escéptico, meneó la cabeza—. ¿Quién era exactamente Tompca Tump Caltif?
—Lo dicho: una de las amantes del presidente. ¿Por qué?
—Porque acabo de tener una idea; una de las mías. —Torció el gesto—. Me da la impresión de que esa mujer tiene, tenía, mucho peso en las decisiones de Trugro.
El funcionario le observó con detenimiento y, después, se cercionó de que no hubiera nadie demasiado cerca.
—La Central la consideraba un juguete caro y punto. Pero bien pudiera ser: los hombres suelen convertirse en títeres sin darse cuenta de que lo son. —Inclinó pensativamente la cabeza—. Es cierto que más de uno había apuntado la idea de que Tompca Tump Caltif estuviera detrás de ciertas decisiones del presidente. Pero, al final, se descartó…
Alguien hizo una seña a Dagú Dagú y este condujo, sin demora, al analista hasta dos individuos, a los que presentó, vagamente, como «representantes del gobierno».
—Queremos que se ocupe de este caso —le espetó abruptamente uno de ellos, el más bajo—. Deje todo lo demás. Queremos a ese asesino de la Tierra y lo queremos ya.
Bam Móler le examinó desde arriba con expresión antipática, aprovechando la diferencia de altura.
—¿Cómo que queremos? Oiga, me confunde —replicó con aspereza—. Yo no soy ningún subalterno al que puedan mandar de aquí para allá. Soy un analista; un experto contratado, por su gobierno, para evaluar la situación política y social de su planeta, así como las posibles consecuencias que de ella puedan derivarse. Ése es trabajo para el que firmé. Lo que ustedes quieran es problema suyo.
—Calma —medió el segundo hombre, sin dejarse intimidar—. «Queremos» significa que estamos interesados en que usted se ocupe de este asunto en concreto. Si es posible y podemos llegar a un acuerdo.
—Claro que es posible; sólo hay un problema. —Bam Móler alzó la mano derecha y frotó lentamente la yema del pulgar contra las de los dedos índice y medio.
—Lo siento. —Su interlocutor le miró desconcertado—. No sé que significa eso. Exactamente, ¿cuál es el problema al que se refiere?
El analista suspiró, de repente apaciguado.
—Es un gesto terrestre muy antiguo y extendido. Significa dinero.
—Entonces, no hay problema alguno.
Bam Móler volvió a reunirse con Dagú Dagú que, aunque mantenía una expresión neutral, parecía perversamente divertido por la escaramuza verbal. El primero se detuvo ante las grandes letras trazadas con pintura roja en la pared de un pasillo.
—«MAGNA GAIA» —leyó pensativo—. ¿Sabe usted lo que significa?
—Están comprobándolo.
—No se molesten: yo puedo decírselo. Significa algo así como «viva la Tierra». Hubo una nave corsaria muy famosa con ese nombre, en tiempos de la Hegemonía de Zubenelgenubi, y actualmente sé de un par de organizaciones extremistas que también lo usan. Pero, en sentido general, es una especie de grito de guerra terrestre.
—El hombre de la Federación se ha asegurado de que supiéramos quién ha sido el autor de todo esto —gruñó Dagú—. Si no es un loco, debe tener un buen motivo; y nosotros ignoramos cuál pueda ser.
—Hay algo que me intriga. Si Tompca Tump Caltif, no diré que manejaba a Cappa Trugro, pero sí que influía sobre él, y eso es algo que presiento con mucha fuerza, ¿por qué matarla si el objetivo de nuestro hombre es el propio Trugro?
—Quizás esperaba sorprenderle con ella.
—No, no me convence.
El gigante se encogió de hombros.
—Los terrestres son gente sanguinaria.
—¡Ja! —Bam Móler esbozó una sonrisa áspera—. No se deje llevar por los prejuicios, Dagú. Los terrestres creen en las virtudes del terror político: quien se las hace, se las paga. Así, los demás se lo piensan dos veces antes de cruzarse en su camino.
—Ya. El problema es que, con esa política, se consiguen también muchos enemigos. De todas formas, habrá que considerar la posibilidad, si es que realmente era algo más que la amante del presidente. Lo cierto es que Tompca Tump Caltif simpatizaba abiertamente con los radicales. Quizás los terrestres, o la Federación, decidieron dar un escarmiento con ella; una represalia por las matanzas de inmigrantes de estos días.
* * *
Dagú Dagú escanció dos vasos colmados de aguardiente local y tendió uno al ojeroso Bam Móler.
—¿Y ese sueño es siempre el mismo?
—En esencia sí. —El analista bebió un sorbo de licor, hizo un gesto aprobador y luego se acercó al grueso ventanal—. Siempre tiene lugar en esta ciudad. Las calles de mi sueño se parecen mucho a las de verdad; son las mismas pero exageradas. ¿Cómo podría explicarlo? Son casi iguales, pero están totalmente vacías; tienen un aspecto más solitario y amenazador, las luces son más azules e intensas… y siempre acaba apareciendo el agente terrestre.
—¿Y siempre sonríe?
—Siempre, siempre. —Agitó pensativo la cabeza—. Esa sonrisa horrible, de oreja a oreja, como de loco. Cuando la veo es cuando me despierto: no puedo evitarlo, me llena de pánico.
El hombrón apuró de un solo trago el contenido de su vaso.
—¿Hasta qué punto podernos considerar que esa pesadilla es una visión en clave de la realidad?
—Lo es; no es la primera vez que me sucede. Por algún motivo, no consigo sacarme al agente terrestre de la cabeza; ya me ocurría antes de firmar el contrato para buscarle. Cuando estoy en un atolladero y no encuentro la solución, a veces ésta me viene en forma de sueños.
Se quedó unos momentos mirando nevar.
—¿Sabe? Es algo muy extendido y no sólo entre los hombres, sino entre todos los animales superiores. Durante el sueño, elaboramos nuevas estrategias de supervivencia, sin la presión de los sentimientos o los prejuicios.
—Pero, en su sueño, nunca ha logrado verle el rostro.
—No, y de eso es de lo que quería hablarle. Ésa es una clave y creo que sé quién, o qué, es el hombre de la Agencia Exterior.
Dagú Dagú se inclinó hacia delante, interesado.
—Adelante.
—Oí hablar de él hace tiempo, en Carosta Mena. Estuvo operando en aquel planeta, justo antes de la intervención federal. Es… es una especie de hombre invisible.
—¡Un qué…!
—No es que sea realmente invisible, hombre. —El analista se sonrió, distraído, ante tal idea—. No: como ya le comenté, en la Agencia Exterior los terrestres tienen talentos casi únicos. Nuestro hombre es un tipo perfectamente anodino; uno de esos individuos que pasan siempre desapercibidos. No sé si se ha fijado en que existen personas que, hagan lo que hagan, son como un cero a la izquierda y nadie les tiene nunca en cuenta. Es como cuando estamos en un lugar público y hay gente que está a nuestro lado y ni nos enteramos. Dagú Dagú rellenó los vasos.
—Siga.
—Este hombre es de ésos.
—Creo entender. Pero usted ha dicho que se trata de un talento único. Sin embargo, hay mucha gente así.
—No, la verdad es que no hay muchos como él. Yo le estoy hablando de un ser perfectamente anodino. Es como, por ejemplo, esas mujeres que son guapas, simpáticas y, sin embargo, no llaman la atención; no consiguen calar. Tienen poco gancho, poco cansina. Bueno, pues nuestro hombre no tiene ninguno en absoluto.
»Parece ser que la Agencia Exterior Terrestre ha estudiado a fondo el asunto, lo han medido y tabulado. Han modificado sus facciones, le han enseñado a vestirse, a hablar, a moverse… todo para conseguir multiplicar esa capacidad innata. Podríamos decir que ese hombre pasaría delante de nosotros y, prácticamente, no le veríamos.
El funcionario, que jugueteaba con su vaso, guardó un largo silencio antes de decir nada.
—No me cambiaría por él. ¿Pero, por qué sonríe de esa forma en su sueño?
—No lo sé. —Ahora, Bam Móler sacudió irritado la cabeza—. Las imágenes de los sueños suelen ser simbólicas, una especie de alfabeto personal. Cada imagen tiene un significado que es distinto según la persona.
—¿Y?
—Normalmente, esas imágenes son traducibles. Mi propio cerebro me está avisando de algo cuando me pone en mi sueño, una y otra vez, delante del agente terrestre y éste me sonríe… es una sonrisa espantosa. Pero no consigo encontrar la clave para descifrar ese mensaje.
* * *
Parsimonioso, el hombre levantó su taza humeante, llena con una infusión de estimulante local. Con secreta diversión, se volvió a observar a los dos personajes de aspecto truculento y expresión hermética que deambulaban por la inmensa cafetería. Eran mercenarios de seguridad; cuscureques, en concreto. Uno de ellos sujetaba la traílla de un gran perro urmanquel: una bestia maligna de cabeza deforme y colmillos envenenados. Pero el hombre ya había tenido que vérselas anteriormente con aquellos sabuesos mutantes, dotados de empatía, y no le impresionaban lo más mínimo.
Los cuscureques rondaban lentamente por el local, seguidos por las miradas recelosas de los parroquianos. Estaban sobre su pista, eso el hombre lo sabía. Ellos y muchos otros: toda clase de mercenarios con sofisticados equipos y perros mutantes. Policía planetaria, telépatas, émpatas, precognitores y demás ralea de mutantes metapsíquicos… todos en pos suyo. La pieza había sido levantada, comenzaba a tener miedo y lanzaba a todos sus cazadores contra él.
El sabueso venteaba inquieto los débiles rastros de sus emociones, demasiado leves como para permitirle identificar la fuente de origen. El hombre bebió un sorbo de su infusión. Los perseguidores se acercaban, unos más y otros menos, daban vueltas alrededor de su pista y acababan por retirarse frustrados, sin conseguir llegar hasta él.
Al fondo del amplio local, detectó la presencia de un sujeto alto y desgarbado, acompañado de un gigante de aspecto marcial. De todos los cazadores, aquél era el único que de veras inquietaba al hombre. Ya se habían encontrado en el espaciopuerto y, en esa ocasión, incluso parecía haberse fijado en él por un instante; algo que nunca, hasta entonces, le había sucedido al hombre.
Luego de eso, sus caminos se habían cruzado en más de una ocasión. El hombre ignoraba la identidad de aquel extraño individuo —alguna clase de mutante metapsíquico, suponía—, pero parecía capaz de prever, hasta cierto punto, su presencia en un lugar y momento determinados.
Le observó atentamente, percatándose de que escrutaba el rostro de los concurrentes. El hombre había ya barajado la posibilidad de matar a aquel individuo, pero había terminado por descartarla. Durante demasiado tiempo se había movido impune —indetectable, invulnerable, sin encontrar nunca un rival de verdadera talla—, así que estaba dispuesto a aceptar, con sumo gusto, aquel nuevo desafío a sus capacidades.
* * *
Pensativo, Bam Móler levantó su taza, observando una vez más a través del local abarrotado.
—Está aquí —susurró—. El perro también lo ha detectado.
—¿A cuál de los tres perros se refiere? —preguntó con aspereza Dagú Dagú.
Bam Móler dejó escapar una sonrisa distraída.
—¿No le caen bien los cuscureques?
Dagú Dagú suspiró, al tiempo que observaba las idas y venidas del par de mercenarios entre la gente.
—En lo suyo son buenos. Pero son unos babosos: matarían por dinero a su propia madre y antes la torturarían gratis.
—Bueeeno. Quizás eso sea algo exagerado, aunque no mucho. Y, por cierto, entre los cuscureques y nuestro hombre hay una cuenta pendiente.
Dagú Dagú, aburrido de aquella inútil cacería, arrastró al analista hasta una mesa recién desocupada.
—A ver; oigamos esa historia. —Sonrió, barriendo con la mano los restos dejados por los anteriores ocupantes.
—Claro. Fue en Carosta Mena, poco antes de la intervención. Allí oí hablar por primera vez de nuestro hombre. La flota federal ya estaba en la órbita y había muchos cuscureques al servicio del gobierno planetario; todo un ejército… sí que es cierto que son unos verdaderos matarifes. Bueno, nuestro hombre llegó al planeta, los cuscureques fueron tras él y, por alguna razón que yo ignoro, acabaron tomándose aquella persecución como algo personal. De hecho, llegaron a derribar un aerobús lleno de pasajeros, creyendo que él estaba dentro.
—¿Me está diciendo que asesinaron a un grupo de ciudadanos para acabar con el terrestre? ¿Pero qué clase de gobierno había en Carosta Mena?
—Las tropas federales masacraron sin piedad a los comeglis, la minoría dominante en Carosta Mena, lo que, automáticamente, les dio a éstos la típica aureola de mártires. Por eso parece que ya todos han olvidado que eran unos fanáticos religiosos, una pandilla de intolerantes, y que cometieron toda clase de atrocidades contra los que no eran como ellos. Los jefes comeglis dieron manos libres a los cuscureques para acabar con cuantos se opusieran a su teocracia y éstos pensaron que, si no podían identificar al terrestre, bastaba con localizarle y matar a cuantos estuvieran en la zona.
—O sea que, si por ellos fuera, hubieran ametrallado a todo este bar.
—Eso es.
—Y derribaron un aerobús. Y él no estaba dentro.
—Más aún. —Bam Móler dejó escapar una sonrisa desagradable—. Un par de días después, nuestro hombre hizo saltar por los aires a todo el Estado Mayor de los cuscureques en Carosta Mena.
—Puede que sea como invisible —gruñó el hombrón—. Pero, desde luego, le gusta hacerse notar.
—Sólo cuando le interesa, Dagú, sólo cuando le interesa. —El analista tabaleó con los dedos sobre la mesa—. Hablando de eso, es extraño que haya habido una fuga de información tan importante en la Agencia Exterior Terrestre. Es verdad que ningún secreto está a salvo, pero tengo la impresión de que ha podido ser una filtración voluntaria.
—¿Una información interesada? Bien, todo es posible. Ya se molestó él en dejarnos tarjeta de visita. Quizás la intención de la Agencia Exterior era que supiéramos lo que se nos venía encima, para ponemos nerviosos. Una cosa así encaja muy bien con esa política de terror de la que antes hablaba.
Hizo una pausa antes de continuar y bajó un poco más el tono de voz.
—Es cierto que él —y señaló con el índice a lo alto, dando a entender a su interlocutor que hablaba de Cappa Trugro— está muy afectado y se encuentra bajo medicación. La muerte de ella, unida al hecho de saber que alguien como nuestro hombre está al acecho, sin que nadie sea capaz de dar con él…
—Pondría a prueba los nervios de cualquiera —aceptó Bam Móler.
—Me pregunto si no será por eso por lo que el terrestre sonríe en sus sueños —sugirió esperanzado Dagú—. Quizás el plan consiste en hacernos perseguirle en vano, y sólo entonces matar al… a él. Para hacer que su sustituto se lo piense dos veces.
—No deja de ser una posibilidad. —El otro inclinó la cabeza—. Pero presiento que no es así.
* * *
A primera hora de la mañana, Bam Móler se encontraba dictando su informe cuando Dagú Dagú irrumpió en su apartamento. Asombrado, el analista reparó en el gesto sombrío de su visitante y se apresuró a franquearle la entrada.
—Ya ha sucedido —exclamó el funcionario, sin más preámbulos.
—¿Qué es lo que…? Ah. —Bam Móler cayó en la cuenta—. He sabido por las noticias que Trugro había sufrido una indisposición. ¿Le han matado?
Dagú Dagú sacudió la cabeza.
—Está vivo. El agente de la Federación ha conseguido llegar hasta él, pero no ha recibido daño físico alguno.
—¿Entonces?
—Antes necesito un trago.
El analista buscó una botella y un par de vasos. Tendió uno de estos últimos a Dagú, que se había dejado caer en un sillón.
—¿Y bien?
—Lo dicho. Nuestro hombre ha logrado llegar hasta el presidente. Habíamos multiplicado las medidas de seguridad, pero lo ha conseguido de todas formas. Se habían cancelado prácticamente todas las apariciones públicas de Trugro; pero anoche asistió a una especie de cena oficial, un acto restringido.
—¿Y qué demonios ha pasado?
Dagú Dagú rellenó su vaso y lo levantó para observar su contenido al trasluz.
—Sonrió —dijo distraídamente.
—¿Cómo?
—Sonrió. Después de la cena Trugro pronunció un discurso y el hombre de la Federación estaba mezclado entre la gente. Cuando Trugro miró en su dirección, de repente, enseñó esa sonrisa de loco que tanto se repetía en sus sueños.
Bebió otro sorbo de licor.
—Yo también estaba allí y pude verlo; de hecho, fui de los pocos que se dieron cuenta. Cappa Trugro se puso blanco y cayó redondo. Ya estaba mal de los nervios y esto… Sí que era una sonrisa horrible; horrible de verdad. Creí que se me paraba el corazón.
Ahora fue Bam Móler el que rellenó los vasos.
—Tiene gracia maldita. Tanto dar vueltas a qué significado podía tener esa sonrisa de mi sueño y, al final, no tenía ninguno. Mis sueños me estaban avisando acerca de esa sonrisa. Supongo que comprende qué es lo que ha pasado.
—Por supuesto. —Dagú Dagú hizo un gesto de cansancio—. Todo ha sido un plan preconcebido: los terrestres y la Federación filtraron la noticia de que habían enviado un asesino a Perepore. Querían que lo supiésemos; era parte fundamental de su plan.
—Luego nuestro hombre mató a Tompca Tump Caltif —volvió a sorber de su vaso—, supongo que por media docena de razones distintas. Y anoche remató el trabajo demostrando al presidente que es vulnerable, que puede llegar en cualquier momento hasta él. Le sonrió de esa forma y él, que estaba al tanto de los informes, supo quién le sonreía.
El analista asintió.
—Cappa Trugro es la cabeza visible de un grupo de poder; vivo vale algo; si muere, simplemente es sustituido. La Federación no gana nada matándole. ¿Cómo no pensé antes en ello? Ahora tienen a alguien vivo y atemorizado, porque sabe que no está a salvo del asesino terrestre.
—¿Puede hacer alguna previsión sobre lo que va a suceder?
—Cappa Trugro se volverá más prudente, coqueteará menos con las bajas pasiones antifederales de la gente y será bastante menos complaciente con los desmanes de las bandas radicales.
—¿Y se alejará la posibilidad de una intervención? —musitó Dagú Dagú, sin poder ocultar su alivio.
—No, no habrá intervención. Con todo lo que pueda decirse de los terrestres, ellos están en contra de ese tipo de operaciones, excepto como último recurso. La invasión de Carosta Mena se hizo en contra de su opinión.
—Pero hay más pesos pesados en la Federación, aparte de los terrestres.
—No habrá intervención; tengo una sensación muy fuerte al respecto. —Bam Móler se incorporó—. Bien, el informe que estaba preparando, sobre la situación planetaria, no sirve ya de gran cosa; todo ha cambiado radicalmente y tendré que comenzar, de nuevo, desde el principio. Yo no sé si todo esto no me va a costar un buen montón de dinero… Por cierto, nuestro hombre se esfumaría en la confusión de los primeros momentos, claro.
—No tuvo necesidad ninguna de apresurarse. Como ya le he dicho, aparte de Cappa Trugro, no más de tres o cuatro personas llegamos a verle sonreír y supongo que el resto no fue capaz de entenderlo. Se tardó cierto tiempo en comenzar su búsqueda y, por supuesto, no hubo resultado alguno.
Dagú Dagú volvió a alzar su vaso contra el trasluz.
—De repente, vi a un hombre con una sonrisa capaz de helar la sangre en las venas. Todo duró un par de segundos, no más. ¿Y quiere saber lo más curioso? No le quité los ojos de encima y soy un profesional. Pero, cuando dejó de sonreír, le perdí un instante entre el revuelo de la gente, un parpadeo.
Pensativo, se llevó el vaso a los labios.
—Y ya no supe decir quién era.