EN LAS FRAGUAS MARCIANAS

Catorce años en Marte no lograron quitarme del todo ni el asombro ni la fascinación, ni ese sabor a exótico —tan intenso para quien pisa por primera vez los planetas exteriores— que dejan los paisajes de ese mundo crepuscular. Son sensaciones únicas, muy fuertes aún en Puerto Marte, ese remedo de ciudad marciana, lleno de concesiones al gusto terrestre.

Lo sé porque pasé mucho tiempo allí, en Puerto Marte, y aún ahora no tengo sino que cerrar los ojos y recordar. Recordar los canales, el cauce de piedra, el agua oscura, el suspiro del viento. Ese sol blanco y pequeño en un cielo casi negro, como una lámpara de carburo ardiendo en el fondo de un estanque. El desierto de arenas rojas, las rocas redondas y los líquenes verde oscuro, los torbellinos de polvo bermejo. La desolación, el frío, esa terrible aridez.

Es un mundo muy viejo, mucho, y la presencia terrestre apenas ha hecho mella en él. Marca e incluso los asentamientos terrestres forman ya parte indisoluble del embrujo de Marte.

Recuerdo los helicópteros armados que revoloteaban sobre las dunas, levantando polvaredas con las aspas. El astropuerto de pistas flanqueadas por estatuas de hierro negro, las naves despegando entre fuego y estruendo. Las caravanas en las carreteras de circunvalación de Puerto Marte, los gigantescos reptiles de cargas serpenteando en hilera, las colas chasqueando contra el asfalto negro… Son imágenes híbridas que aprendí a disfrutar, sabiendo ya que formaban parte de una etapa concreta e irrepetible, un episodio más en la larga historia del planeta rojo.

Piezas de una iconografía fronteriza, que algún día pasará. Como las colonias terrestres, el contrabando de arte, las tribus mestizas. O como los tugurios del Barrio Universitario, en Puerto Marte, tan populares en la Tierra gracias a las películas, aunque luego no sean más que unos cuantos locales nocturnos, bastante tranquilos, pese a su fama.

Pero es verdad que allí se ve un retablo muy amplio del Marte fronterizo; sujetos de toda clase: pintorescos, enigmáticos y alguno que otro inquietante. Y también es cierto que en esos locales se cierran de continuo tratos dudosos; negocios más bien al filo, que ayudan a ir tirando a buena parte de los residentes del barrio.

Precisamente para cierto asunto, me llegué esa noche al W. Jiorke, cerca del canal. Un semisótano amplio, para nada siniestro, de techos bajos y paredes de roca rojiza. Hay estatuas de hierro negro en cada recoveco y del mismo metal son mesas, sillas, barandas, así como de piedra roja son las dos barras de bebidas.

El encargado, conocido mío, me llevó a una mesa apartada, en un rincón discreto, como a mí me gusta, desde la que podía mirar a mis anchas por el salón en penumbras. Había unos cuantos marcianos, mucho terrestre y mestizo, y algún que otro venusino. Aquello estaba medio lleno y casi todas las mesas ocupadas. En una cercana, dos parejas terrestres observaban todo con avidez. También se fijaron en mí, lo bastante descarados como para incomodarme; pero opté por ignorarles porque, obviamente, se trataba de recién casados en viaje de novios.

Era la época, la conjunción, cuando, aprovechando que Marte y la Tierra se hallaban a la mínima distancia, una marabunta de turistas se desparramaban por Puerto Marte. Y esos cuatro, haciendo caso omiso de las recomendaciones —para variar—, habían bajado a los terribles antros del canal, para poder presumir después a la vuelta a casa.

Un camarero me trajo la copa. Las luces se hicieron aún más tenues y se alzó una música vibrante, producida por la percusión de baquetas en el interior de un gran cuenco metálico, mientras una bailarina —una mestiza de poca ropa y mucha bisutería— se arrancaba a danzar en la pista de mosaicos.

Los turistas miraban con avidez, entre cuchicheos. Yo también dejé los ojos en ella, porque se cimbreaba con estilo y en el W. Jiorke sabían jugar con los focos, realzando el espectáculo. Tampoco pude evitar una sonrisa, pensando en esas dos parejitas.

Porque las famosas danzas marcianas son de lo más recientes. Un producto de esas películas ambientadas en un Marte de ficción donde, entre tópicos, solían aparecer bailarinas ejecutando danzas fantasiosas, mezcla de falso oriente y pseudohindú, ajenas por completo a la cultura marciana.

Pero, como los turistas las buscaban, fueron apareciendo por los bares terrestres, luego en el canal y, poco a poco, popularizándose, hasta que los mismos marcianos acabaron por asimilarlas, trasmutando así lo falso en cierto, en un caso de retroalimentación cultural de lo más curioso.

El baile, muy movido, no iba más allá de los cinco minutos, tras lo que la percusión —el instrumento era oriundo, en realidad, de la isla terrestre de Jamaica— cesaba de golpe. Jadeando, la bailarina se inclinó para responder a los aplausos, haciendo destellar sus adornos metálicos. Y, justo al salir de escena, entraba en el local Morocho Banasto, y ambos cruzaron una mirada que era mutuamente apreciativa.

Porque Banasto —con un abuelo marciano y tres terrestres, dos de ellos mulatos americanos— tenía esa superioridad física que, tan a menudo, da la naturaleza a los híbridos. Alto y bien plantado, con la piel dorado oscuro y esos ojos amarillos suyos, era algo así como un apolo exótico y asilvestrado, con ese toque de peligro que tanto suele gustar a las mujeres.

Le acompañaban dos hombres. Uno era Chumpa Caliya, su mano derecha; un marciano que solía vestir a la terrestre, lo que rozaba lo insólito y decía mucho de su temple. Contaban muchas historias sobre él y, mirando en sus ojos verdes y rasgados, de ser capaz de aguantar, uno podría creer la peor de todas ellas.

Al otro, un terrestre entrecano, de rasgos marcado, no le conocía, aunque era fácil suponer quién era.

—El Sr. Balboa —nos presentó Banasto—. Éste es mi amigo Vargas.

Vargas soy yo y Balboa era la causa de que yo estuviese allí esa noche. Pidieron de beber y hablamos de naderías. Sólo cuando estuvieron servidos entró Banasto en materia, aprovechando cualquier giro de conversación.

—El Sr. Balboa es profesor universitario. Es —dudó—, es…

—Me dedico a las humanidades —atajó el otro— y mi campo es Marte; lo marciano, por así decirlo.

—Lo marciano —incliné la cabeza—. Suena bien.

—Pero me han dicho que tiene usted cierta formación en tal sentido.

—Bueno, tengo una licenciatura en Arqueología Marciana, por la universidad de Panamá —y me eché a reír.

Nos reímos todos, incluso el reseco Chumpa Caliya se permitió una mueca. ¡Aquellos títulos panameños! Bastaba con tener el dinero suficiente y seis meses, y ya tenía uno el diploma en el bolsillo. Pero hubo un tiempo en que valían para conseguir el visado a Marte: así llegué yo al planeta. Y no sólo yo, porque de ahí le viene el nombre al Barrio Universitario; jamás se ha visto tanto buscavidas junto, cada cual con su respectiva licenciatura de pega.

Eso distendió y Balboa, más cómodo, abundó sobre su trabajo. Era un generalista, lo contrario a especialista: tocaba muchos campos y se ocupaba de integrar entre disciplinas distintas. Y, de siempre, se había dedicado a «lo marciano».

—Sin embargo —dio un sorbo a su copa— nunca había estado en Marte; lo había ido dejando. Pero, ahora que al fin tengo tiempo…

Dejó la frase en el aire y yo le miré curioso, porque no le había echado más allá de cincuenta y tantos, como mucho.

—No es que me haya jubilado; no soy tan viejo —sonrió, como si fuese telépata—. Pero, por fin, me he decidido a pedir una excedencia.

—Quiere viajar por el desierto, a las ciudades del Mottir —medió Banasto— y va a necesitar un buen guía —se volvió a Balboa—. Vargas lleva muchos años en Marte, es el hombre adecuado y, el que hablen ustedes dos el mismo idioma, es una ventaja añadida.

Todos cabeceamos.

—La tarifa sería la habitual —añadió—, si es que estás disponible y te interesa el trabajo, claro.

—Sí y sí —aquello era teatro, porque ya estaba hablado entre Banasto y yo. Me dirigí a Balboa—. ¿Qué planes tiene en concreto?

—Ninguno: pienso hacer trabajo de campo y decidir sobre la marcha.

Hice un gesto, dando a entender que él pagaba y que por mí podía hacerse el misterioso. En el silencio consiguiente, saqué mis cigarrillos y ofrecí alrededor. Chumpa Caliya aceptó uno.

—Primero, me gustaría ir a Dendera.

—Dendera —le miré a través de las volutas de humo—. Entonces, mejor que nos unamos a una caravana. Si no me equivoco, sale una dentro de un par de días, pero no sé yo si… —Busqué con los ojos a Banasto.

—Ya me encargo yo de que tengáis plaza —sonrió éste, cogiéndola al vuelo.

—¿Va esa caravana a Dendera?

—No: a Turakas y a Jinnaude, pero podemos enlazar en el cruce de… no se preocupe. Y, de Dendera, ¿a dónde?

—Ya veremos —soslayó otra vez.

Yo repetí el gesto. Estuvimos concretando detalles y, cuando el tema comenzaba a languidecer, Banasto llamó al camarero, antes de echar un par de billetes en la mesa.

—¿Qué vas a hacer? Nosotros vamos a dar una vuelta por el canal.

—Os acompaño entonces.

Nos acercamos al canal y fuimos caminando sin prisa por el paseo. Hacía un frío terrible, ese helor de los desiertos marcianos que le congela a uno los huesos, y el viento aullaba, agitando los faldones de los abrigos. En el cielo nocturno, centelleaban millones de estrellas y, en un momento dado, Balboa señaló una gran luminaria, al este.

—¿Harshee?

—Harshee —asentí—: Deimos.

La avenida estaba vacía y sólo de vez en cuando pasaba algún taxi eléctrico, zumbando. El viento nos arrojaba arena, el agua oscura lamía las piedras del canal. En ocasiones, Balboa se paraba a estudiar alguna estatua del paseo; efigies humanoides de hierro negro, sin cara y con huecos en pecho o en vientre, que a mí siempre me han recordado a ciertas creaciones de Dalí. Al otro lado del canal estaba el espaciopuerto, iluminado como una feria, y aún más lejos, sobre el desierto, revoloteaba una luz parpadeante.

—Un helicóptero —indicó Banasto.

—¿Hay guerrilla tan cerca de Puerto Marte? —Balboa se acercó al borde, a mirar esa luz que danzaba en la noche.

—Hum. Ésos están ahí, sobre todo, para reprimir el contrabando.

—¿Armas?

—Armas, antigüedades… —sonrió en la oscuridad.

Reanudamos nuestro paseo. No había alumbrado público y sí de edificios, de forma que, de noche, la ciudad era un carnaval de cúpulas, fachadas, estatuas, asomando en la negrura, mientras las calles se hallaban en una penumbra que casi no dejaba andar sin tropezar.

Balboa se arrebujaba en el abrigo, helado. Banasto me tendió un cigarrillo y yo saqué fuego. Él apantalló la llama con las manos y Chumpa Caliya, a un paso, echó una ojeada en torno, las manos en los bolsillos, las solapas del ropón tapándole la cara y los faldones golpeando contra sus piernas a cada ráfaga de aire.

—Nos siguen —avisó, en marciano.

—¿Seguro? —Banasto dejó escapar una gran humareda, que el viento dispersó apenas formada.

—Seguro.

Afiné el oído: nada. Pero Chumpa Caliya era como los gatos. Seguimos andando, alejándonos algo del borde del agua y, apenas dados cincuenta pasos, el marciano nos alertó de nuevo.

—Ahí hay alguien —siseó—. Ahí.

Nos detuvimos a cercionarnos, y yo, al menos, necesité aún un segundo para discernir algo. Luego distinguí ya una sombra humana en la oscuridad, con las ropas agitándose en la ventolera. Pero, de no ser por Caliya, casi me hubiera dado de narices con él. Banasto, por su parte, no se anduvo con remilgos.

—¡Eh! —le gritó, en inglés—. ¿Qué es lo que está haciendo ahí?

La sombra se movió y, aunque sólo era un borrón, sus intenciones eran claras. Creo que uno y otros echamos mano a la vez a las armas. Estalló un fogonazo en la negrura, luego otro y otro. Chumpa Caliya replicó con su pistola y, casi al tiempo, comenzaron a disparar contra nosotros por la espalda.

Entre los estampidos, Banasto tiró de Balboa, con tan mala pata que, a la vez, yo hacía lo mismo en dirección contraria, de forma que casi le dejamos en medio. Por suerte, al menos, le hicimos caer.

—¡No se mueva! —le había gritado el mestizo, al tiempo que buscaba refugio tras una estatua, disparando a su vez.

Yo, al otro lado, como no vi escondrijo, eché a correr en ángulo, tirando contra los que teníamos detrás. Pero en seguida dejamos de disparar, viendo que éramos los únicos que lo hacían. Nuestros atacantes se habían esfumado y nosotros nos quedamos un rato en la penumbra, encañonando en todas direcciones y sin saber muy bien qué pensar.

—Se han ido —sentenció Caliya, guardando ya la pistola.

Creo que oí pasos alejándose, pero no sé si fue imaginación. Nos acercamos a Balboa, pero ya estaba en pie, ileso y con una luz en los ojos que tardé algo en reconocer: la mirada del que, de golpe, se topa con algo sobre lo que ha oído hablar durante años.

—No se equivoque —pensé que debía aclararle, mientras guardaba el arma, bajo la chaqueta—. Esto no pasa todos los días.

Banasto se carcajeó, Caliya no mudó de gesto. Ellos sí que habían estado en unas cuantas balaceras del barrio; pero eso son gajes del oficio para quien anda metido en los asuntos turbios de Puerto Marte. Yo, en cambio, siempre procuré mantenerme justo al borde de todo eso.

—Vargas tiene razón —convino, no obstante, el mestizo—. Esto no es como en las películas. —Y me miró—. ¿No tendrás cuentas pendientes con alguien?

—¿Quién? ¿Yo?

—Tú. Si a por ti no iban, a por mí tampoco; se lo hubieran montado mejor —volvió a reírse—. Así que sólo nos queda usted. Balboa.

—¿Yo? —nos miró uno a uno, confuso.

—Le seguían a él —medió Caliya, siempre en marciano, las manos de nuevo en los bolsillos—. Cuando les descubrimos, pegaron un par de tiros para cubrirse y se largaron. No le quieren muerto.

Banasto asintió, mientras yo traducía para Balboa, que tenía algún problema con el marciano vulgar. Se quedó pensando, pero no dijo ni mu.

—Muy bien. —Banasto se encogió de hombros—. Vámonos cuanto antes. Por ahí viene un taxi: llámalo, Chumpa, y le dejamos en su hotel. Vargas, nos vemos.

* * *

Aunque hablamos, no volví a ver a Balboa hasta días después, cuando le recogí, a primera hora, en el hotel. Apenas conversamos en el taxi, cada uno amodorrado en su asiento, y sólo cuando el coche enfiló el puente y el canal, y la perspectiva del desierto se abrió ante sus ojos, le vi despabilarse.

El sol, blanco y pequeño, colgaba aún bajo, al este, y un viento frío y seco zarandeaba silbando el taxi. Más allá del canal, a mano izquierda, se divisaban cuatro colosos de hierro negro, aún más imponentes contra el cielo oscuro y las dunas rojas. Se los señalé.

—Punto de Caravanas.

Punto de Caravanas era ya el pandemonio. Entre el rugido del viento y el azote de la arena, los caravaneros ultimaban detalles, dando tirones a las cinchas y asegurando bagajes, mientras los sirrecs —esos grandes reptiles marcianos, de piel correosa, que se usan como bestias de carga— se agitaban entre bramidos ensordecedores, como presintiendo la marcha.

Balboa, mochila al hombro, se quedó al borde del campo, creo que algo amilanado y sin saber muy bien qué hacer.

—Póngase el casco —le aconsejé.

Por suerte, su atuendo era práctico: mono térmico, holgado y con muchos bolsillos, y un aparatoso casco de fibra. Yo en cambio vestía a la marciana, con manto suelto, de color amarillo, y uno de esos capirotes altos, con máscara, que tanto recuerdan a los de los penitentes de nuestra tierra natal.

—Pero póngase el casco, hombre —insistí, viéndole guiñar los párpados, a causa de la arena.

Todavía tardó un momento, como aturdido por tanta barahúnda, antes de hacerme caso. Me calé el capuz, antes de conducirle por entre el maremágnum de hombres y bestias. El ventarrón levantaba nubes de arena y hacía flamear los mantos; los monstruos se agitaban bramando, haciendo repicar sus campanillas, mientras los jefes de caravana iban de un lado a otro, blandiendo sus trompas de bronce.

Balboa contemplaba hipnotizado a los grandes sirrecs de cola nudosa y ojos de culebra. Los caravaneros de capirote y mantos de colores ricos —ocres, óxidos, azafranes— que ondeaban con las ráfagas. El cielo oscuro, el sol chico, los torbellinos de polvo rojo que danzaban en los arenales, agitados por la ventolera. Del otro lado del canal se alzaba Puerto Marte; los rascacielos de piedra rojiza, las estatuas de hierro, las cúpulas de cobre que resplandecían débilmente en el alba oscura.

En lo alto de una duna se agolpaban los turistas, enfocándonos con sus aparatos. Yo les observé a mi vez: parejas, grupos y sí, allí habían dos hombres algo aparte. Les estudié sin sacar nada en claro, hasta que un trompetazo largo y vibrante me hizo apartar los ojos.

Daba comienzo la marcha y, entre toques metálicos de trompa, aquel caos aparente empezó a arremolinarse para desembocar en una larga hilera en movimiento, enfilando ya la larga travesía del desierto.

Así dejamos Punto de Caravanas, al paso serpenteante de los sirrecs, mientras los turistas filmaban como si les fuese la vida. Balboa se había subido a uno de los reptiles y ahora se bamboleaba de un lado a otro. Yo había preferido unirme a los que andaban junto a la caravana, a trancos largos y fusil en mano. Tiempo habría de cansarse y cabalgar.

Cogimos la carretera, que se adentraba unos cien kilómetros en el desierto, antes de esfumarse como por arte de magia en los médanos rojos. A la derecha, una nave despegaba entre llamas y estruendo. La miré mientras subía, con una estela de fuego aún más incandescente en el cielo casi negro. Se elevó, se perdió de vista y nosotros fuimos dejando todo eso atrás, hasta que la torre espacial, los colosos de hierro, las cúpulas de Puerto Marte, se desvanecieron tras las dunas y los remolinos de polvo.

Para navegar el desierto, hay que valer. Los hay que se aburren que desesperan y creen enloquecer con esos viajes interminables; pero eso es porque están ciegos y sordos, son insensibles al embrujo de Marte.

Porque pocos parajes hay más extraños y ajenos que los desiertos marcianos. Pero para entenderlo hay que haber estado allí, en mitad de esos océanos de arenas rojas, bajo el cielo oscuro, con ese viento que aúlla y corre polvaredas entre las dunas. Ver esas formaciones rocosas redondeadas por la erosión hasta parecer gigantescos huevos rojizos, surcados por líquenes como venas verde oscuro. Sentir el frío, la sequedad, la desolación, ese algo a antiguo y moribundo que impregna todo lo marciano.

Los primeros días vimos de lejos algunas tanquetas ONU, patrullando por las laderas arenosas, y algún helicóptero armado nos sobrevoló entre rugido de aspas, cubriéndonos de arena mientras los caravaneros les ignoraban ostentosamente.

También divisamos asentamientos terrestres; alguna de esas pequeñas colonias que son como un enjambre en torno a Puerto Marte, habitadas por fanáticos —religiosos, políticos, sociales— que emigraron al planeta rojo para establecer sus minúsculas utopías en mitad de los arenales. Yo, que las conocía casi todas, se las nombraba a Balboa según iban apareciendo en la distancia.

Él y yo trabamos cierta familiaridad a lo largo del viaje. Al acampar, nos sentábamos ante alguna hoguera de bosta, mirando cómo las llamas se agitaban empujadas por el viento. Hablábamos de Marte y lo marciano, y una noche me preguntó por el nombre que me daban los caravaneros.

—Vargas Camúchal Yun —acepté—. Sí, así me llaman.

—Y significa —lo dejó en suspenso, aunque sabía marciano.

—Vargas, el que bruñe historias.

—Vargas Bruñidor de Historias. —Me miró a la luz del fuego—. Bonito nombre; pero ¿qué significa exactamente?

—Dicen que soy de los que, cada vez que cuentan algo, lo hacen de tal forma que, sin cambiarlo, le dan matices nuevos. Por eso me llaman así.

—Ah.

—Es algo sin importancia en la Tierra, pero para los marcianos es todo un don.

—Ellos no son como nosotros —dijo, tras un instante de silencio.

—No, no lo son.

Cabeceó, con los ojos puestos en las llamas, y se quedó pensando. Yo busqué un cigarrillo y luego algo con qué encenderlo. Ninguno añadió ya nada; ambos lo dejamos ahí.

* * *

No retomaríamos el tema hasta días más tarde, ya en Dendera.

Recuerdo haber estado haraganeando ante la embajada terrestre, en una plaza donde todo rezuma al viejo Marte. Las piedras de las casas, gastadas por el tiempo, las puertas de bronce trabajado, los panzudos flameros de cobre, donde rugen día y noche las grandes llamas. Las ropas de los transeúntes, que el viento hacía ondear. Cada sonido, cada aroma y cada color.

Un marciano alto, de manto marrón y mostaza, me estaba mirando. Clavé los ojos en los suyos, rasgados y amarillos, pero no vi sino curiosidad y él, notándome incómodo, siguió su camino. Respiré. Quizás le había llamado la atención mi mono térmico, con emblemas marcianos cosidos en las bocamangas, o quizás el cuchillo denderano que llevaba al hombro derecho.

Ese arma de acero, con mango de hueso y una gracia insuperable de líneas, había salido de una forja marciana. En su campo, los herreros de Marte no conocen rival, como no lo conocen en el suyo las viejas cerámicas chinas. Y aquella pieza maestra había estado en poder, hasta un par de días antes, de un marciano de Dendera.

Éste, al que yo no conocía de nada, me había provocado en público de tal forma que no me quedó sino retarle. Luego sabría que se trataba de un asesino a sueldo y que, con ese método, ya había matado a varios hombres. Pero, como a todos nos abandona la suerte y yo tampoco había llegado ayer a Marte, esa vez fue él quien dejó la piel en el círculo de arena. Y yo me quedé con el cuchillo.

Por fin, Balboa apareció bajo el arco de piedra de la embajada, pasando entre los guardias ONU con una expresión distraída que perdió apenas verme.

—¿Usted? —me espetó, molesto—. ¿Pero no le he dicho que no me siga? No hace falta que se tome por mí molestias que no le he pedido.

—No es por usted, sino por mí —repuse de malas—. Morocho Banasto me le ha confiado y no es de los que admiten, sin más, un fracaso.

Eso le aplacó algo y yo, con un codazo, le indiqué que era mejor marcharnos: los soldados ONU, de armaduras blancas y azules, nos estaban mirando y, cuanto menos llame uno la atención de esa gente, mejor. Le llevé a un bar terrestre, en un sótano de la misma plaza, y, minutos después, nos acodábamos en la barra de mosaico, él con un café y yo con una cerveza. Había bastante aforo, casi todo de terrestres; nada raro, dada la cercanía de la embajada y lo nutrido de la colonia en Dendera.

—Aquella noche en Puerto Marte —le dije por lo bajo— iban detrás de usted y el duelo del otro día no fue casual: ese marciano era un asesino y alguien le pagó para quitarme de en medio. Y me he enterado de que alguien anda preguntando por usted: menos mal que también tenemos amigos aquí; o, mejor dicho, los tiene Banasto.

Toqueteó su taza, haciéndola tintinear contra el plato; pero no dijo palabra. Suspiré.

—No pretendo saber qué se trae entre manos; eso es cosa suya. Pero quiero que se haga cargo de la situación —saqué un papel del bolsillo—. Tome. Banasto me lo ha enviado por radio hace un rato; dígame si le suena algún nombre de esta lista: no es muy larga.

La leyó y la releyó, guardando silencio aún un rato.

—Del Toro —rezongó por fin—. Del Toro.

Le miré hastiado pero, sabiendo que no iba a soltar prenda, simplemente le aclaré que aquélla era la lista de civiles, del próximo convoy ONU a Dendera.

—Aquí hay una gran colonia y la embajada tiene mucho personal. El Tratado permite cierto número de convoyes a Dendera. —Hice una pausa—. Éste sale de Puerto Marte dentro de cinco días, así que para el sexto estarán aquí.

—Ya —cabeceó, sin dar atisbo de quién pudiera ser ese tal del Toro. Apuró su taza y, entonces, reparó en las bocamangas del mono térmico.

—¿Qué es esto? —casi rozó los bordados con los dedos.

—Usted sabrá, que es el experto.

—Emblemas marcianos, del Metal —me miró con intensidad—. Así que es usted Metal.

—Todos somos Piedra o Metal —recité sonriendo, al tiempo que llamaba al camarero—. Todos, lo sepamos o no.

—Eso enseña la Taggar, pero nunca le hubiera tomado por un creyente.

—La Taggar no es una religión, así que eso de creyente…

—Una filosofía.

—Tampoco. Más bien una tradición.

—Muy bien. Pero ¿es usted seguidor de la Taggar?

—Bueno, son muchos años en Marte…

Salimos. El viento, susurrando, arrastraba polvo rojo por las callejas. Nos pusimos los cascos.

—Hábleme de la Taggar: del Metal y la Piedra —me pidió de repente, según íbamos calle arriba.

—No creo que pueda decirle nada que usted no sepa ya.

—¿Y qué? ¿No le llaman Bruñidor de Historias? Pues venga, cuénteme ésta.

—Como quiera. —Me tomé un segundo—. Es muy sencillo. Según la tradición marciana, hay dos clases de hombres: los que son como de metal y los que son como de piedra. Los unos han de forjarse, los otros labrarse.

Los primeros se forjan poco a poco, a lo largo de la vida, como en un yunque a golpes de martillo. La verdadera naturaleza de los segundos ha de aflorar, como si un escoplo fuese arrancándoles lo sobrante.

—O sea, que los primeros son más dúctiles que los segundos.

—No. La Piedra y el Metal son analogías y, llevadas al extremo, se reducen al absurdo. Pero yo no pienso jugar a eso.

—No es mi intención…

—No es cuestión de dúctil o rígido. La diferencia está en que los de metal pueden llegar a ser y han de hacerse, mientras que los de piedra ya son y, por tanto, han de descubrirse.

—Ya. Y herreros y canteros…

—Todos somos piedra o metal, pero herreros y canteros están por encima del resto, puesto que pueden forjarse o labrarse a sí mismos.

—Ajá —anduvo unos pasos callado—. Y usted es de metal.

—Era fácil de adivinar por mi apodo marciano: Bruñidor.

—Es cierto —admitió—. ¿Y qué hay de los Kismel?

—¿Los Nueve Grandes Herreros? La Taggar no es una religión, pero, si lo fuese, ellos serían algo así como dioses del metal.

—Lo que quiero saber es si usted cree que existieron de verdad.

—Mitad y mitad. Puede que los más antiguos no sean más que fábulas, pero los últimos, por mucho que les haya distorsionado la leyenda, debieron ser de carne y hueso.

—Asha, Melo, Tonkinni —fue alzando en el aire uno, dos, tres dedos— vivieron en épocas y lugares concretos. —Me miró, los ojos ocultos tras el visor del casco—. Hay mucha tradición oral al respecto y usted, con ese nombre que tiene, seguro que la conoce bien.

—Alguna historia me sé.

—Ese campo sí que está aún poco estudiado: quisiera que hablásemos en alguna ocasión de ello —y, según yo asentía, cambió de tema—. ¿Cuándo podemos salir de aquí?

—Cuando usted quiera. Es más seguro viajar en caravana, pero tampoco es imprescindible. ¿A dónde ahora?

—A Jinnaude. Y, cuanto antes nos vayamos, mejor.

* * *

Pese a tanta prisa, pude convencerle para esperar tres días y unirnos a una caravana con rumbo a la misma Jinnaude; una ciudad mucho más sureña, donde los terrestre son contados y en la que Banasto carecía de contacto, por lo que no podíamos esperar protección allí.

Aunque esa protección no me había librado de un duelo, ni de algún que otro mal trago. Como el que me dieron, en vísperas de partir tres terrestres, ya de anochecido. Dos me cerraron el paso, en mitad de la calle, mientras el tercero se ponía a mis espaldas, y lo cierto es que me pegaron un buen susto.

—Estás meando en tiesto ajeno, tío —me soltó uno. En realidad no dijo eso, sino un chascarrillo marciano, bastante equivalente, y lo enunció en inglés, aunque se notaba de lejos que ése no era su idioma natal.

—¿En qué tiesto estoy meando yo? —llegué a replicar, temiendo de un momento a otro una puñalada en los riñones, porque notaba en el cogote el aliento pesado del tercer matón.

—Estás fastidiando a Heitar. ¿Sabes quién es Heitar, tío?

Sí que lo sabía y eso fue como un mazazo. Sin embargo, ya iba pensando en que, al menos, saldría vivo de ésa.

—Yo estoy a lo mío: a mí me pagan y yo cumplo.

—Mal hecho —el matón, siempre el mismo, me apuntó con el dedo—. Vais a Jinnaude, ¿no? Pues desaparece al llegar y deja que tu amigo se las componga como pueda.

Opté por no contestar nada.

—Sabemos quién eres, Vargas, y dónde encontrarte —sonriendo, me puso en el pecho una pegatina de la ONU; así, con un par, dándome a entender que eran de la embajada y que, bajo mano, cobraban de Heitar—. Estás en la lista negra: tú sigue jodiendo, que ya verás.

No le comenté nada a Balboa hasta después, ya en camino, un día que andábamos por las arenas, a un lado de la caravana, yo con el fusil terciado al hombro y él absorto en la inmensidad del desierto rojo.

—¿Quién es Heitar?

—Un mafioso de Dendera.

—Bueno, entre nosotros, Banasto también es un mafioso.

—Eh: hay una diferencia. Banasto es un hombre de negocios —con un gesto, impedí su réplica—. Sí, aunque sus negocios son poco legales y sus métodos acordes a esa circunstancia. Pero a él le mueve el dinero, la pasta. Heitar es un hijo puta y le encanta imponer su ley, que le laman las botas, asustar, matar.

—Ah, ah —cabeceó, ahora pensativo.

—Hasta ahora teníamos la protección de Banasto y, por tanto, de sus socios denderanos: una acción directa hubiera provocado una guerra de bandas. Y suerte hemos tenido de que eso haya contenido a Heitar.

—¿Qué va a pasar ahora?

—En Jinnaude casi no hay terrestres ni mestizos, así que no hay mafias: no tenemos quien nos proteja y Heitar puede mandar a sus hombres a por nosotros. Y está ese amigo suyo, del Toro.

—No es amigo mío.

—Debió aceptar los guardaespaldas que le ofrecieron en Dendera.

Por toda respuesta se cerró en banda, algo a lo que ya me iba yo acostumbrando. Fastidiado, me fijé en la hilera de reptiles que serpenteaban por la arena, así como en sus jinetes de mantos flotantes y capirotes. Hasta donde llegaba la vista, todo eran arenales rojos y rocas redondeadas; el viento arrastraba cortinas de polvo y, muy lejos, se columbraba una cordillera erosionada por el paso de los milenios.

—¿Ocupa usted algún rango en el Metal? —preguntó de repente.

—¿?

—Hay categorías dentro de la piedra y el metal, y a usted le llaman Bruñidor de Historias.

—Ah, ya. Bueno, en realidad todo es más nebuloso: no hay una jerarquía rígida en la piedra y el metal.

—No será rígida, pero alguna hay: los maestros herreros, por ejemplo.

—Sí, pero no lo vea desde una perspectiva terrestre; trate de verlo a la marciana. En el metal, o la piedra, uno es. Pero es, sobre todo, porque los demás así lo aceptan. A mí me llaman Bruñidor de Historias y, porque me llaman así, lo soy. Y eso vale para cualquiera, incluso para un maestro herrero.

—¿Incluso para un Gran Herrero?

—Hace casi quince mil años que no hay ninguno.

Anduvimos un trecho en silencio, contemplando los remolinos de polvo rojo que se agitaban entre las dunas.

—¿Qué opina usted de esas historias de los Grandes Herreros…?

—¿Qué historias?

—Usted ya me entiende.

—Un metal ordinario se hace a lo largo de la vida —me encogí de hombros—. Un herrero puede forjarse a sí mismo y un maestro herrero forjar a otros. Pero sólo un gran herrero es capaz de forjar a muchos, o a la misma historia, a voluntad. Supongo que se refiere a eso.

—¿Y usted cree que es cierto? ¿Que alguna vez hubo alguien capaz de hacer algo así?

—No lo sé. Hace años tenía mi propia opinión, pero ahora me he vuelto un poco como los marcianos y ellos no tienen esa necesidad nuestra de planteárselo todo, de tomar partido a favor o en contra de todo lo que se cruza en su camino. Las historias sobre los nueve grandes: están ahí y eso es lo que vale; lo que yo piense no importa mucho.

—Ya. —Me miró, de nuevo pensativo. Y creo recordar que, durante largo rato, no volvimos a cruzar palabra.

* * *

El viaje a Jinnaude acabó sin novedades, fuera de que uno desapareció en marcha, sin que nadie se diese cuenta hasta después. Debió apartarse unos pasos y ser víctima de alguno de los monstruosos predadores del desierto marciano. Pero, por lo demás, la travesía fue tranquila, cosa que no puede decirse de nuestra estancia en Jinnaude.

Balboa logró acceso a las Grandes Casas, y no sólo a los archivos, sino también a sus salones. Fue allí donde se encontró de lleno con el viejo Marte; el de los linajes vetustos, las piedras milenarias, las tradiciones inmemoriales. Ese Marte entreverado de misterios, de penumbras, de batintines reverberando por los pasillos de piedra. El Marte de los aromas exóticos, de luces y sombras, de sabores únicos.

Él mismo, mientras tomábamos café en el único establecimiento terrestre de la ciudad, me lo comentó.

—Ahora sí —decía fascinado—. Ahora sí que estoy en Marte.

—¡Toma! —sonreí—. ¿Y dónde se supone que ha estado hasta ahora?

—El Marte de verdad, quiero decir —sonrió a su vez.

—Puerto Marte y Dendera también son de verdad.

—Ya me entiende.

—No, no le entiendo. Jinnaude es el Marte de siempre, intacto a la era espacial, es cierto: pero no por eso es más marciana que, por ejemplo, Dendera, sino sólo distinta. Yo, la verdad, cuando veo que igualan viejo a auténtico, es que me parto de risa.

—No voy a entrar al trapo —se zafó con humor—. No íbamos a sacar nada en claro y me da que iba a acabar perdiendo: creo que, como retórico, no puedo competir con usted. Vargas.

Sonriendo, lo dejamos estar. Yo también era así al llegar al planeta y viajé por las viejas ciudades lleno de ideas parecidas. Pero, con el tiempo, aprendí.

En todo caso, si algo había en Jinnaude ajeno al viejo Marte, eso era aquel par al que descubrí siguiéndome. Dos terrestres de malas pintas, desertores de las tropas ONU a los que había visto en visitas previas a la ciudad. Ellos, quizás por mis ropas marcianas, y porque siempre iban colgados de todo, no me reconocieron. Yo, en cambio, a ellos sí, y al ver que me seguían, y conociendo a lo que se dedicaban, supe en seguida a qué atenerme.

Debieron frotarse las manos cuando salí fuera, al barrio extramuros, y a mí no me costó nada sorprenderles en una de las callejas de piedra, porque aquellos infelices estaban comidos por el alcohol y las drogas. Acto seguido, me fui a ver al cónsul.

Cónsul honorario, podría decirse, aunque son los propios marcianos quienes dan tales cargos. En este caso, a un yanqui gordote y malencarado que llevaba por lo menos treinta años en el planeta y que tenía fama de ser más o menos honrado.

—Vargas —resopló, en marciano—. Matar, a tiros y por la espalda, a dos personas se considera asesinato en la Tierra.

—Hace un montón de años que salí de la Tierra. Y que me parta un rayo si vuelvo a pisarla algún día.

Me miró atravesado, rascándose con aspereza la barba de tres días, antes de pegar una calada a su canuto de maría; maría que él mismo cultivaba en su pequeño invernadero. Ya me hubiera gustado enseñar este último a Balboa, a ver que decía entonces del «Marte auténtico».

—Me seguían —añadí— y todos sabemos a qué se dedicaban esos dos.

Él hizo girar un dedo en el aire, invitándome a seguir.

—Estoy haciendo de guía para Santiago Balboa, un investigador de la Tierra, y estamos de gira, Dendera, Jinnaude, pero parece que alguien no nos quiere bien. Anda por medio un tal del Toro, también de la Tierra, y creo que se ha compinchado con Heitar.

—¿Heitar? ¡Ese cabrón! —bufó—. ¿Sabe ése del Toro con quién se junta?

—Supongo que no. Pero él, y seguro que alguno de los hombres de Heitar, vendrán a Jinnaude un día de éstos, buscándonos.

—Vargas —volvió a mirarme, envuelto en una humareda narcótica—, siempre andas en rollos raros.

—Como si uno pudiera elegir. ¿Qué pasa con del Toro y…?

—Esto no es Puerto Marte, ni Dendera, y al que venga por las bravas le voy yo a espabilar —dio otra calada—. En cuanto a esos dos, es cierto que todos sabemos a qué se dedicaban, así que vamos a dejarlo correr. Pero tú, Vargas —me apuntó con el canuto humeante—, no le cojas el gusto a eso de ir pegando tiros por si las moscas.

No esperaba salir tan bien librado y, apenas abandonar la casa del cónsul, fui a poner un par de cosas en claro con Balboa.

—Es la segunda vez que quieren matarme: está claro que el juego está en quitarme de en medio para dejarle a usted aislado.

—Hombre, tanto como aislado…

—Aislado. Usted necesita a uno como yo: un guía no marciano. Puede buscarse a otro, claro, pero puede que mi sustituto no sea muy de fiar. Y eso, teniendo en cuenta lo que va buscando, puede ser de lo más peligroso.

—¿Por qué dice que ando buscando algo?

—Por la cara que se le ha puesto. No, en serio, es cuestión de lógica y usted no es el primero, ni mucho menos, que, tras años de bucear en datos, se lanza a una búsqueda —le sonreí. Unos lo logran, la mayoría no; pero esos buscadores son una figura más en ese Marte fronterizo que tanto quise—. ¿Qué busca? Alguna de las fraguas marcianas, claro.

—¿Las fraguas marcianas? —trató aún de zafarse.

—Venga. Me ha estado preguntando y anotando sobre casi todo, excepto sobre las fraguas marcianas. ¿Le parece que tiene eso sentido?

Eso le dejó callado; parecía contrito y yo le dejé estar. Por si alguien no lo sabe, cosa que dudo, lo que los terrestres llamamos «las fraguas marcianas» son las antiguas sedes de los nueve grandes herreros; allí donde trabajaron y enseñaron. Nadie sabe dónde están, porque, a la muerte de cada uno, se clausuraban y una especie de veto sagrado caía sobre todo lo relativo a ellas. Son algo muy importante para los marcianos y de siempre han fascinado a los estudiosos. Si alguien como Balboa no hacía mención a ellas, ¿cómo no sospechar que trataba, precisamente, de no llamar la atención sobre el asunto?

—Vamos, hombre, decídase.

—Muy bien —suspiró—. ¿Puedo contar aún con usted?

—No veo por qué no.

—Están todos esos tabúes y —aquí dudó— lo cierto es que usted es un terrestre de lo más amarcianado.

—Soy un no-nacido aquí y mi sitio en la sociedad marciana… —agité una mano, para obviar aquello—. ¿Qué fragua busca en concreto?

—La de Tonkinni.

Asentí. Tonkinni, el último de los nueve grandes.

—¿Y del Toro?

—Es un colega de profesión.

—¡Caray! —no pude evitar una sonrisa—. Había oído que los profesores universitarios dedican casi todo su tiempo a apuñalarse unos a otros, pero siempre pensé que era en sentido figurado.

—No del Toro —sonrió a su vez, a medias—. Le come la ambición y, por lo que estoy viendo, no se detiene ante nada.

—Pues nos viene echando el aliento en la nuca. Él y los hombres de Heitar llegarán de un día para otro y ya deben de tener a uno aquí, porque esos dos desertores no actuaban por su cuenta. Tiene que ser alguien de la caravana, porque aquí no hay radio.

—¿Está seguro de eso?

—Y tanto. Hay radio en Dendera, pero en sitios como éste está prohibida por el Tratado y le puedo asegurar que se lleva a rajatabla.

—Me hubiera gustado cotejar aún unos datos —sacudió la cabeza—. Pero las cosas son como son: lo mejor es que salgamos lo antes posible de aquí.

—Me ha leído el pensamiento. Y ahora, ¿a dónde?

—Ahora le toca a usted. Buscamos una de las estatuas del desierto: una muy alta, con el vientre hueco y los brazos alzados a media altura entre el hombro y la vertical —hizo el gesto con la mano.

—Esa estatua ¿está por aquí cerca?

—Si no me equivoco, en algún punto dentro del triángulo formado por el canal Carosto Jinnaude y el templo de Kone.

—Entonces ya sé cuál es. Marca un cruce de caravanas, al este.

* * *

Salimos de Jinnaude al alba y recuerdo que, tras un trecho, nos detuvimos en lo alto de una duna, a echar una última ojeada. El barrio extramuros quedaba al otro lado, fuera de la vista, y la ciudad, con sus murallas de grandes sillares gastados y sus cúpulas de cobre, era como una isla en una inmensidad de arenas rojas, que se abría en todas direcciones, hasta donde llegaba la mirada. Luego, Balboa arreó a su reptil, yo hice lo propio, y Jinnaude fue perdiéndose poco a poco a nuestras espaldas.

Me parece que fue entonces cuando Balboa descubrió lo que es el desierto marciano. Ya lo habíamos cruzado dos veces, es verdad, pero no es lo mismo hacerlo en caravana que de a dos. Uno se ve muy solo, perdido en ese mar de médanos rojos y rocas redondeadas por la erosión, con ese cielo oscuro y ese sol pequeño, y ese viento que sopla y sopla, arrastrando polvaredas, y que ha hecho enloquecer a más de un hombre.

Por primera vez, Balboa exhibía armas: un fusil marciano, cruzado sobre la silla de montar. En parte podía deberse a esa sensación de aislamiento, de amplitud, que da el desierto rojo; ese saberse librado a los propios medios. Aunque también estaba claro que no se fiaba del todo de mí.

Pero bastante tenía yo con llevarnos hasta el cruce de caravanas. Siempre el primero, en una mano las riendas y en la otra el fusil, atento a cualquier señal de peligro, sobre todo por parte de esas pesadillas quitinosas, los eslacures, que son como un cruce de pulga y escorpión, de unos dos metros, y que se entierran a esperar a sus víctimas. Una vez vi a uno en acción y fue como si la arena reventase mientras algo horrible, con un abdomen muy, saltaba para arrancar a un hombre de lo alto de su silla. Desapareció con él por el otro lado, antes de que los demás pudiéramos siquiera gritar.

Al llegar la noche, acampábamos en cualquier roquedal y había un rato, tras la cena, en que nos quedábamos junto a la tienda, charlando y oyendo el silbido del viento nocturno. Yo me sentaba de espaldas a alguna piedra, a fumar con el fusil en las rodillas, mientras Balboa se calentaba las manos sobre la unidad térmica. Recuerdo que, en una ocasión, le pregunté por qué estaba tan seguro de saber dónde se hallaba la fragua de Tonkinni.

—No me lo tome a mal, pero muchos antes de usted han creído conocer el paradero de alguna fragua marciana.

—Y todos se volvieron con el rabo entre las piernas, ¿no?

—Más de uno ni siquiera volvió.

La unidad térmica latía con luz rojiza y, a su resplandor, me miró un instante.

—Ésos que usted dicen las buscaban: gastaron tiempo, dinero y esfuerzo en investigar. Yo, en cambio, casi podría decir que me lo encontré por casualidad.

—No me diga que ha descubierto una especie de mapa del tesoro.

—Nada tan romántico. Todo es fruto de mi trabajo de generalista, al haber estado manejando, durante años, toda clase de datos sobre lo marciano.

—¿?

—Las fraguas marcianas están bajo secreto y, por tanto, los datos sobre su emplazamiento han sido eliminados sistemáticamente —de nuevo, alargó las palmas hacia la unidad calórica—. Pero al mismo tiempo, dado que son un elemento cultural de primer orden, abundan por todas partes las referencias a ellas, y a veces esas referencias… —hizo una pausa—. ¿Me sigue?

—No estoy muy seguro.

—Un ejemplo: nada se dice sobre qué tipo de edificio alberga a una fragua marciana; eso ha sido borrado. Pero pensemos: si la más moderna tiene miles de años y, según la tradición aún existen todas, tenemos que llegar a la conclusión de que son subterráneas. Aquí, cualquier construcción abandonada durante tanto tiempo no sería ahora más que un montón de ruinas.

—Ah —encendí un pitillo—. Informaciones indirectas, ¿no?

—Muy indirectas. Un suma y sigue de ellas, año tras años, en los más diversos campos.

—¿Pero, cómo es que nadie hasta ahora…?

—Casi todos los que podrían son especialistas y se mueven en una esfera mucho más reducida que la mía. Además, ese ejemplo era eso, un ejemplo: la cosa es más enrevesada y, aparte, está la suerte. Aún así, a punto estuve de no caer en la cuenta. Luego ha sido una labor de hormiga, años y años.

—Hasta llegar a hoy —cabeceé. El viento arreció de golpe, aullando en la oscuridad.

—Pero no crea que no lo he pensado, eso que ha dicho antes —se frotó las manos, caviloso—. Más de uno entró en el desierto, a la busca, y nunca más se supo de ellos. ¿Y si alguien, como yo o por simple casualidad, hubiera dado con pistas? ¿Y si los marcianos…? —no acabó la frase.

—Marte guarda lo suyo —observé, dando una calada.

Me miró de soslayo y no dijo nada, pero yo sabía muy bien lo que estaba pensando. Al rato se fue a dormir a la tienda. Yo me quedé un poco, a echar aún otro pitillo, oyendo rugir al aire nocturno en los arenales y viendo centellear millones de estrellas en lo alto. Luego, pensando en el día siguiente, yo también me fui a tumbar.

* * *

Dos jornadas más tarde, y aún a otras dos de nuestro destino, divisamos el viejo templo de Sumau. Allí, a la vista del templo, refrené a mi reptil y llamé por gestos a Balboa.

—Tome —me bajé y le tendí las riendas—. Usted siga hasta el templo y espéreme allí.

—¿Cuál es?

—Sumau.

—Sumau… —se quedó mirando las antiguas ruinas, con sus grandes columnas, el portal adintelado y los cuatro colosos de hierro negro que guardan las esquinas. Después se volvió a mí—. ¿Qué es lo que piensa hacer?

—Voy a quedarme aquí, a ver si nos siguen. Espéreme seis horas, aunque supongo que me reuniré con usted antes. No creo que se aburra ahí dentro: hay mucho que ver.

—¿Qué hago? ¿Me escondo?

—Al contrario. Déjese ver, pero sin exagerar.

Palmeé el lomo de mi reptil, sintiendo con la palma su resuello pesado. Luego hice tintinear las campanillas de su cuello, para llamar a la suerte y le indiqué a Balboa que siguiese. Él arreó a su sirrec y, llevando de las riendas a la mía, se dirigió al templo. Yo me escondí tras una gran roca redonda y, quitándome el capirote, me puse una de esas máscaras marcianas de hierro negro y cobre rojizo.

Esperé dos, tres horas, fusil en mano, oteando la distancia y viendo bailar las cortinas de polvo en las laderas de las dunas, al soplo de las ráfagas heladas, antes de ver aparecer, como me temía, a un hombre a lomos de un reptil, rastreando nuestras huellas.

Uno sólo: fornido, con un manto ocre y amarillo, y un casco con visor que, como esperaba, prestó más atención al templo que a las cercanías. Apenas distinguir las ruinas hizo retroceder a su reptil y se apeó, antes de echarse al suelo y arrastrase a lo alto de la duna para avizorar. Entonces yo, desde mi apostadero, le llamé.

Le hice dejar su fusil y venir manos en alto. Era un mestizo moreno, de ojos almendrados y muy amarillos; uno de los matones de Heitar, según admitió él mismo cuando se lo pregunté. Al parecer, habíamos salido de Jinnaude poco antes de su llegada y Heitar había enviado a los más hábiles de sus hombres a pistear. Supuse, aunque no se lo pregunté, que por parejas y que, apenas nos descubrieron, uno se había vuelto a informar. Así que otra vez estaban detrás nuestro.

—¿Y del Toro? —me interesé—. ¿Viene con vosotros?

—¿El terrestre? —Encogió sus hombros macizos—. Está muerto.

—¿Cómo es eso? —le circundé unos pasos, sin dejar de apuntarle con el fusil.

—Heitar tuvo un par de discusiones con él, así que, en cuanto descubrió un nido de eslacur, le hizo andar hacia allá y el eslacur se le comió —hizo una mueca—. Ya conoces a Heitar.

—¡Qué va!: no conozco a ese cabrón, ni quiero conocerle.

Hubo un silencio, el viento cambió y yo volvía a contornear, de forma que le diera en la cara y le estorbase cualquier intento.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —Me miró directamente, con aquellos ojos tan amarillos.

—Echa a andar —le hice un gesto con el fusil— y allá os las compongáis el desierto y tú.

Asintió, con los labios fruncidos y, sin perder un instante, giró sobre sus pasos y se alejó. Estuve observándole caminar por los arenales, entre torbellinos de polvo rojo, con el manto ocre y amarillo ondeando a los golpes del viento. Luego, cuando estuvo ya bien lejos, recogí su fusil, antes de montar el sirrec, que esperaba pacientemente, a un puñado de pasos.

Balboa, cuando me vio llegar a lomos del reptil, salió corriendo de las ruinas, pero yo agité el fusil, para indicarle que no pasaba nada.

—Yo tenía razón y había uno siguiéndonos.

—¿Qué ha hecho? —palmeó el cuello del reptil—. ¿Es que le ha matado?

—No.

—¿Le ha dejado ir? —Clavó los ojos en los míos, boquiabierto.

—A pie y con lo puesto. —A mi vez, pasé la mano por el lomo rugoso de la bestia—. Alguna posibilidad tiene… Por cierto, ya no tiene por qué preocuparse de su amigo del Toro. Heitar lo ha despachado.

—¿Muerto? —volvió a mirarme, asombrado.

—Y tan muerto. Es fácil acabar mal cuando uno se junta con cierta gente.

—Pues lo siento —y, con una mueca, se apoyó en el fusil, en un gesto que nunca antes le había visto.

—¿Que lo siente?

—Del Toro era un trepa y un canalla, y siempre le tuve atravesado. Pero últimamente me ha dado por pensar: el mundo está lleno de ratas como del Toro, cierto, pero al menos él no era un cobarde y no se detenía, por miedo, ante ciertas cosas, como pasa con tantos.

Un silencio cayó entre ambos y nos miramos el uno al otro.

—Es un punto de vista —ahora el desconcertado era yo. Me llegué a las pesadas columnas cilíndricas, a otear el océano de dunas rojas, rocas redondas y remolinos de polvo. Me ceñí el manto porque el viento, aullando, lo hacía aletear—. Hemos de seguir camino: nos quedan unas horas de luz y aún tenemos a Heitar persiguiéndonos.

* * *

Dos días después, al llegar al cruce, nos encontramos con un nutrido grupo acampado allí: traficantes marcianos en espera de enlazar con otra caravana. Así que tuve que lidiar con los temores de Balboa, que no ocultó su inquietud al divisar las carpas de cuero oscuro, plantadas a los pies mismos del gran coloso de hierro negro.

—¿Pero cómo van a saber ellos nada, hombre? No son más que caravaneros —y le advertí luego—. Cálmese o, de lo contrario, sí que van a sospechar: a ver si nos van a tomar por ladrones de antigüedades… entonces sí que íbamos a estar en verdaderos apuros.

Fuimos recibidos con cortesía antigua, Balboa logró disimular y nadie receló de que el fuésemos otra cosa que un investigador y su guía, de gira por los viejos lugares. Ellos estaban esperando una caravana que iba a Kukaine y nos invitaron al calor de sus fuegos y, al poco, ya tenían embobado a Balboa con sus historias.

—Esto tiene su lado malo —le dije, en un aparte—. Aún falta para que llegue la caravana de Kukaine y, cuando venga Heitar, va a saber por estos hacia donde vamos.

—¿Entonces?

—Entonces nada: quedarnos sería peor. Pero le sugiero que se deje de estudios antropológicos y aligeremos. ¿Hacia dónde?

—He estado haciendo mis cálculos. Si son correctos y ésta es la estatua que buscaba, ahora hemos de ir allá. —Y señaló a lo lejos.

Seguí con los ojos su índice, hasta una línea de colinas bajas y gastadas, apenas columbradas en la distancia.

—¿Allí? ¿A las colinas de los Nisi?

—No sé cómo se llaman, pero tiene que ser ahí.

—Entonces retiro lo dicho sobre el lado malo: tendremos que comprar agua a esta gente. ¿Y después? Lo digo por el agua; en todo ese territorio no hay ni gota.

—Después, nada. La fragua está en esas colinas o yo me he equivocado de medio a medio.

Nos quedamos unos momentos al borde del campamento, contemplando el desierto rojo.

—Ya sabe —le dije— que no hay nada en una fragua marciana.

—¿Nada?

—Que están vacías, que hasta el último enser fue retirado a la muerte del gran herrero.

—Ya. No hay objetos, que no es lo mismo que decir que no hay nada —se puso el casco, porque el viento, helado y seco, le cegaba de arena—. Esos espacios vacíos son una pieza clave en la cultura marciana.

—Ellos y el secreto de su paradero.

—Cierto —asintió, volviendo a contemplar el desierto, así como las colinas, allá a lo lejos—. Cierto.

* * *

La última etapa —el viaje a las colinas de los Nisi— fue, con mucho, la más ardua, entre tormentas de polvo, frío, agua racionada y algún percance que a punto estuvo de ser serio. «Ni que los dioses marcianos estuvieran poniéndonos trabas», comentó sonriendo Balboa; pero a mí me había hecho poca gracia y él lo notó, así que ya no hizo más observaciones de ese tipo.

Por fin, llegamos bastante maltrechos a las colinas y allí fue Balboa quien se hizo cargo, notas en mano. Y aún anduvimos vagando durante tres días por ese laberinto de rocas gastadas. Yo fusil en mano, atento a cualquier sorpresa, y él con su pantalla de datos, pendiente sólo de dónde pudiera hallarse la fragua.

En aquel terreno abrupto, teníamos que andar, llevando a los reptiles de las riendas, y al caer el sol hacíamos noche en algún recoveco, al calor de la unidad térmica, mientras el viento silbaba en la oscuridad. Una vez, mientras nos calentábamos las manos ante la unidad, Balboa me hizo notar un aullido que sonaba y sonaba en la negrura, a intervalos.

—El viento, ¿no?

—O los Nisi —encendí un cigarrillo y, viendo que iba a preguntar, me anticipé—. Son algo así como espectros marcianos: demonios.

—Es la primera vez que oigo hablar de ellos —y ya echaba mano a la pantalla, para incorporar datos.

—Las tribus locales tienen una tradición oral muy rica y muy poco estudiada por los terrestres, y los Nisi son parte de ella… se dice que estas colinas están infectadas de ellos.

—Buen cuento —ladeó la cabeza, caviloso al resplandor mortecino de la unidad—. Una buena forma de espantar visitantes.

—O de advertirles.

—No me venga con que cree en demonios.

—No sé muy bien en qué creo. —Lancé una humareda de tabaco—. Pero ya sé lo he dicho alguna vez: Marte guarda lo suyo.

Al cuarto día, Balboa se topó con algún indicio —algo que a mí me pasó desapercibido—, porque de repente, de lo más excitado y haciendo aspavientos, abandonó su reptil para acercarse casi corriendo a una garganta rocosa, que se abría a poca distancia.

—Por aquí. Tiene que ser por aquí.

Subimos a buen paso, aunque yo le advertía contra las piedras sueltas y las grietas. Pero él sólo se detuvo ya arriba, pantalla en mano, escudriñando con ansiedad en todas direcciones.

—Ha de ser aquí —casi gritó, entre el rugido del viento. Volvió la cabeza a un lado y a otro y, con una exclamación, fue hasta un peñasco próximo. Quitándose de un tirón el guante, pasó las yemas por la superficie rocosa—. Aquí, aquí. —Rozó de nuevo la piedra con los dedos, mirándome.

Asentí. Se notaba que una vez, mucho tiempo atrás, había habido allí relieves, ya casi borrados por milenios de erosión. Me despojé del capirote, antes de llamarle y, con el fusil, señalar la boca de una gruta entre grandes rocas, como a cincuenta metros de donde estábamos.

Recuerdo cómo fue hasta allí y cómo se detuvo a pocos pasos de la boca, dilatando el momento, tal como suele pasar con hombres al final de un viaje muy largo; en su caso, uno de años o, mejor dicho, de décadas. Inspiró hondo, tuvo aún una como una duda y por fin salvó aquellos metros. Yo le seguí un poco rezagado.

Entramos en la penumbra. A unos tres metros de hondo —a salvo tanto de una mirada casual como de la intemperie— las paredes estaban trabajadas en forma de arco y el vano había sido tapiado de parte a parte, sin duda hacía miles de años, con grandes bloques de piedra. En el centro de aquel muro, destacaba una losa elíptica, llena de inscripciones en alto marciano. Pero no seré yo el que revele qué es lo que allí ponía.

Ninguno dijimos nada. Yo permanecí algo atrás y él estuvo largo rato examinando los bajorrelieves. Por fin, retrocedió un paso.

—Ésta es la entrada. Ahí detrás está una fragua marciana.

—Así es.

—Lo hice. —Tenía los brazos en jarras, sin poder despegar los ojos de la losa central—. Lo hice. Lo hice.

Era mejor salir y dejarle a solas. Encendí un cigarrillo, luchando contra el aire helado y, sin impacientarme, estuve esperando que volviera. Pero lo hizo antes de lo que yo pensaba, el casco bajo el brazo y con una luz muy extraña en los ojos. Y, lo que dijo, consiguió romperme los esquemas.

—Bueno —suspiró—. Ya podemos irnos.

—¿Irnos? —le miré boquiabierto—. ¿No va a entrar?

—No: ya tengo lo que quería. Tantos y tantos años… —sacudió la cabeza, sin acabar—. Lo he conseguido, yo lo sé y eso me basta. Así está bien.

No dije nada pero, como le estaba mirando, añadió:

—Usted, Vargas, sabe tan bien como yo lo que estas fraguas y su secreto representan para los marcianos —se detuvo y, al verme asentir, prosiguió—. Es igual que sacarle el corazón del pecho a un hombre. Si es a un muerto se trata de una autopsia; ciencia. Si se le hace a un vivo, es un asesinato. Y la cultura marciana está viva.

—Entiendo.

—Pues vámonos ya. —Y, sin otro vistazo a la cueva, se dio la vuelta.

—¿Y qué le hace pensar que no voy a revelar yo el secreto? Esto supone fama, dinero…

—No lo hará, no. —Alejándose, de espaldas a mí, agitó negativamente un dedo en el aire, riéndose—. Apostaría cuanto tengo.

Bajamos la garganta, hasta donde teníamos los reptiles y allí Balboa me dio otra sorpresa.

—Aquí acaba su trabajo, Vargas, y aquí nos despedimos. Yo seguiré por mi cuenta y usted puede ir a donde le de la gana.

—El desierto es peligroso.

—Lo sé, no se cansa usted de repetirlo. Le daré un papel de despido, por si me ocurriese algo: así no tendrá problemas legales.

—Muy bien. Pero no olvide a Heitar, así que será mejor que vaya en dirección al templo de Kone. —Fui hacia mi reptil—. Coja mi agua: la necesitará para llegar.

—¿Y usted?

—Esperaré a Heitar y los suyos. Ellos traen agua.

—No diga tonterías.

—No son tonterías. Los mercaderes del cruce no tenían mucha agua de sobra y ya les compramos nosotros casi toda. Seguro que Heitar ha hecho regresar a algunos de sus hombres y, con su agua, ha seguido con cuatro o cinco, detrás nuestro. Les tenderé una emboscada, sin problema.

—Vargas…

—Heitar no debe salir vivo de estas colinas.

Ahora fue él quien se me quedó mirando muy fijamente, antes de encaminarse hacia su reptil.

—Una cosa, una curiosidad —le pregunté—. Es sobre eso de no entrar en la fragua. ¿Pensaba usted así al venir a Marte?

—Supongo que no. Pero ¿sabe?, es verdad que Marte guarda lo suyo. —Comprobó las cinchas de su sirrec, antes de volverse a mí—. ¿Y quiere que le diga otra cosa? La verdad. Vargas, es que no estoy muy seguro de que, si hubiera intentado entrar, no me hubiera llevado un tiro en la espalda.

—Qué cosas tiene… —me eché a reír, con ambas manos sobre el cañón del arma.

Allí nos separamos y nunca volvimos a vernos. Yo conseguí regresar a Jinnaude y, respecto a Balboa, un par de meses después, algunos objetos suyos llegaron a manos del cónsul en Kukaine. Unos caravaneros encontraron a su reptil suelto, en las cercanías del canal, y se supone que fue atacado y muerto por algún carnívoro del desierto. Eso se supone.

Pero yo siempre he tenido la sensación de que Balboa está vivo; que simuló su muerte, antes de internarse para siempre en las honduras de Marte. Tengo muy claro que era un hombre de la piedra, que su viaje en busca de la fragua marciana le golpeó con fuerza, hizo saltar cascotes y asomar algo de su verdadero ser. Por eso pienso que no murió en el desierto y recuerdo que una vez, años más tarde, muy al ecuador del planeta, oí hablar de uno que muy bien pudiera ser él.

Porque yo aún seguí unos cuantos años en Marte. Luego vino la guerra, cuando la ONU se otorgó a sí misma un mandato de paz sobre Dendera, con la excusa de suprimir los sacrificios humanos. Yo, como muchos de los viejos residentes, estuve de parte de los marcianos y, durante dos años, se las hicimos pasar canutas a los cascos blancos. Es difícil olvidar los bombardeos, las tanquetas ardiendo en mitad de los arenales rojos, y aún a veces sueño con el hedor que deja la carne quemada. Luego vino el Armisticio y, según lo firmado, más de dos mil amarcianados tuvimos que abandonar el planeta en naves neutrales. No me quejo: hice lo que tenía que hacer.

Ahora estoy sentado en mi choza de Venus, a dos pasos de la jungla, oyendo cómo llueve a cántaros. Llevo ya mucho aquí y es un planeta de veras fascinante; pero yo pertenezco a Marte y cuando sueño lo hago con dunas rojas, rocas redondas, canales de agua oscura y un cielo casi negro en el que arde sin calentar un sol blanco y pequeño.

Por eso espero que, cuando me llegue la hora, mi espíritu se libre del cuerpo y vuelva a vagabundear por esos mares de arena roja, como dice la tradición que ocurre. Y que, ese día, el pájaro de la noche vaya a posarse en el hombro de algún maestro herrero y, muy por lo bajo, en la duermevela, le susurre al oído que Vargas, después de tantos y tantos años, es de nuevo libre y ha vuelto por fin a su verdadera casa.