Camino de levante, uno encuentra campos amarillos y requemados, pueblos a lo lejos, sol a raudales. El calor hace temblar el aire y provoca espejismos de agua sobre el asfalto, carretera adelante. Es por eso que no me gusta conducir por esos lugares; al menos, no a solas y a mediodía. Porque hay demasiada luz, demasiado espacio. Las referencias se pierden y la perspectiva se esfuma, te acomete la angustia del vacío, un vértigo, y tienes que agarrarte con todas tus fuerzas al volante para no perder el control.
Acabé parando un rato en el arcén, junto a un pinar, a echar un pitillo y serenarme un poco. Aún recuerdo ese calor asfixiante del mediodía, el humo rizándose en el aire quieto, el canto de chicharras en medio de un silencio pesado. Me demoré fumando y viendo pasar coches. Pensando en cómo sólo unas horas antes me disponía a un día a solas, una de esas mañanas perezosas de persianas echadas, sin nada ni nadie, escuchando música y viendo danzar las motas de polvo en los rayos de luz que se cuelan por los resquicios. Pero luego había sonado el teléfono.
Di una última calada, pisoteé a conciencia el cigarrillo y me volví al coche.
Acabé llegando a San Juan a las tres de la tarde, más o menos a la hora que habíamos quedado. Aún tuve que dar unas cuantas vueltas, desorientado por aquel laberinto de rascacielos y calles sin rótulo, antes de aparcar a tres o cuatro esquinas de distancia y acercarme andando al apartamento de Román. Fui paseando despacio, bolsa en mano, catando de esas pequeñas sensaciones que, para mí, definen los veranillos en la costa. El calor, el silencio; el viento que arrastra polvo, arena, papeles; las playas casi vacías, los pisos cerrados a cal y canto.
Estuve tocando infructuosamente el telefonillo, una y otra vez, a intervalos, antes de convencerme de que no había nadie en casa. Demasiado acalorado para indignarme, acabé arrimándome a la sombra, a fumar recostado en la pared.
Resguardado de la solana, lanzando anillos de humo al aire de la tarde, eché un vistazo alrededor. Todo seguía igual que en mi última visita, años atrás. La misma tapia enjalbegada de aire vagamente moruno, el mismo jardín mustio, las mismas pitas polvorientas. Los rascacielos devorando el litoral, el sol ardiente, las moscas negras. Esa luz cegadora, el mar azul, el cielo salpicado de nubecillas blancas.
Pasaba lentamente un tren costero, le miré con ojos entrecerrados, se alejó traqueteando cansino. Luego, al volver los ojos a la playa, al otro lado de la carretera y las vías, les vi de regreso ya, atravesando por la arena. Román y, desde luego, él. Ambos con bermudas, camisetas, alpargatas; las toallas al hombro y los ojos ocultos tras gafas de sol. Salí a su encuentro y, apenas verme, él se adelantó abriendo exageradamente los brazos, tan zalamero y falso como siempre. Nos estrechamos sonriendo las manos, tan largamente como se espera de dos viejos amigos ya distanciados. Pero Román se apresuró a impedir cualquier intento de resumirnos nuestras vidas allí mismo, a pleno sol.
—Vamos, vámonos si queremos comer. —Se golpeteaba el reloj con el índice—. Si no, nos van a cerrar todos los sitios.
Tras una pausa, me señaló desganadamente el portal.
—¿Qué? ¿Subimos a que dejes los trastos?
—No, hombre. —Sopesé la bolsa—. Pero si no pesa nada. Venga, vámonos, que yo también traigo hambre.
—¿Qué tal el sitio de las paellas? Ya lo conoces…
—Sí. Por mí, vale.
Él, a su vez, aceptó con un encogimiento de hombros. Y nos fuimos andando hacia allá: Román en silencio; él y yo hablando de nada, cada uno indagando sobre qué había sido del otro en esos años. Maldita la gracia que me hacía darle detalles de mi vida y, mientras esquivaba sus preguntas con otras preguntas, tuve la impresión de que a él le sucedía exactamente otro tanto.
Nos sentamos en la penumbra de un salón grande, casi vacío. Arroz negro para todos, de ése que se riega con la tinta del calamar, cerveza para ellos y vino tinto para mí, y tres vermuts rojos para ir abriendo boca.
Brindamos levantando copas, haciéndolas luego entrechocar.
—Como en otros tiempos, ¿eh? —Él se retrepó en su silla, dando un sorbo.
—Bueno, no exactamente —rehuí aquella trampa. Y sin embargo no pude evitar cierta desazón al oírle decir aquella banalidad. Agité mi vermut, arrancando un tintineo a los hielos. Aquel malnacido siempre fue muy hábil tocando los resortes sentimentales de la gente con sus referencias a lugares comunes, tópicos y cosas así; naderías que, por cierto, no por eso resultaban menos efectivas.
Y es que hubo otros tiempos, años atrás. Entonces éramos siete, todos varones, más o menos de la misma edad, amigos entre nosotros; la típica pandilla de inseparables. Y sí que hubo momentos así, en lugares parecidos. Eran los años de facultad, con esas interminables vacaciones de verano, recorriendo la costa en dos coches de tercera mano, de camping en camping, siempre justos de dinero. Pero todo eso había sido hacía mucho, mucho.
Se había quitado las gafas, descubriendo los ojos castaños con reflejos verdes, y, al mirarle, encontré en ellos esa mirada de falsa cordialidad tan suya. Se le veía cambiado, lo que era lógico, habida cuenta los años transcurridos; esa brecha que media entre los veintipocos y los treinta y tantos. Y había ganado bastante peso, o eso pensé; aunque no era tanto que estuviera mucho más gordo como que me pareciese abotargado, como hinchado. Pero eso tampoco debía sorprenderme; al menos, no si seguía metiéndose de todo —alcohol y pastillas a puñados—, tal y como solía hacer en aquellos últimos años, tiempo atrás.
Entonces llegó la paella. Él apuró el vermut y al poco su jarra de cerveza, antes de pasarse al vino. Y así, sentado alrededor de una mesa, vimos impotentes cómo se repetía una vez más la vieja historia de siempre. Porque si al principio él estuvo cordial y expansivo, luego, a cada trago, fue poniéndose más y más tontorrón, después pesado y por último francamente desagradable.
Yo también bebo mucho, supongo que demasiado, pero es que él las cogía siempre de la misma forma, en cualquier sitio y a toda velocidad. A saber qué es lo que se metía en el cuerpo para que el alcohol le afectase así. No había cambiado en absoluto.
Hay gente que lleva como un demonio dentro, un algo que les puede por más esfuerzos que hagan en contra. Y él tenía un genio interior ramplón y baboso que asomaba con la bebida. Así, ahora, se inclinaba agresivo sobre la mesa mientras barbotaba tonterías con voz pastosa y, cada vez que nos miraba, yo podía ver cómo el desdén, la furia, el rencor, pasaban llameando, como meteoros, por sus ojos.
Román y yo le escuchábamos imperturbables, tratando de no darle pie a exaltarse aún más. Y, como siempre que algo me molesta y tengo que tragármelo, aquello acabó volviéndose en contra mía y llenándome de amargura. Porque de verdad que aquel mamón me fue en tiempos muy querido. Yo le tenía por un amigo de verdad y representaba mucho para mí.
Y es que hubo una época en que fue efectivamente un buen amigo; alguien con quien compartir y en quien confiar. Pero tenía que hacer un verdadero esfuerzo de memoria para recordarle así, porque fue cambiando hasta resultar irreconocible. Tuvo problemas, es cierto; pero la vida no suele ser fácil para nadie. Y siempre que pensaba en él, le veía como en aquel preciso instante, años después; un tío pedo y patético, siempre pendiente de sí mismo, desdeñoso con los demás en los buenos momentos y de lo más rastrero en los malos.
Él se iba calentando cada vez más con sus propias tonterías, nosotros le toreábamos como podíamos, los camareros nos miraban extrañados. Pedimos café y, ya mismo, Román encargó la cuenta, ansioso por salir de allí. Regresamos caminando bajo el sol abrasador, a través de calles desiertas que eran como hornos, asfixiados por un calor que era aún más intolerable con la comida y la bebida atravesadas en el gaznate.
Él se dedicó a pontificar durante todo el camino, soltando opiniones de lo más gratuitas sobre nosotros, nuestros respectivos trabajos y vidas sentimentales, a partir de algunos comentarios que acababa de sonsacarnos. Román le miraba molesto y yo cada vez más furioso. Y luego, de golpe, cambió por completo y comenzó a babearnos con sus historias sobre los viejos tiempos, los viejos amigos, sobre aquella ocasión que… bla, bla, bla.
Resultaba de lo más penoso y, lo que es peor, como siempre, le funcionaba. Aquélla fue, era, su gran baza: te enganchaba con toda esa palabrería barata, con continuas llamadas a nuestra amistad y no conseguías soltarte de él. Nunca habíamos podido, ninguno, y lo único que cabía hacer era esquivarle y huir de él.
Apenas llegados al piso, se fue dando tumbos a su alcoba, y Román y yo pudimos cambiar una mirada que lo decía todo.
—Ya conoces la casa —me dijo—. Así que ya sabes donde te toca dormir.
Asentí. Aquél era un piso pequeño, de los de dos cuartos; Román estaba en uno y él se había instalado en el otro. Si llegaba un tercero, dormía en un sofá-cama, a la entrada.
—Ah: y gracias por venir —añadió.
Ahora sonreí yo con desgana. Ésa había sido como una ley no escrita para nosotros en los últimos tiempos de facultad, justo antes de que cada uno tirara por su lado. Por entonces él estaba tan mal, resultaba tan insoportable que, cuando uno caía en sus garras, los demás íbamos al quite, a repartir el mal trago entre todos. Así que cuando, esa misma mañana. Román me llamó para decirme que se había topado con él en el paseo marítimo, después de todos esos años, cogí el coche e hice trescientos y pico kilómetros hasta San Juan. Porque yo recordaba muy bien lo insufrible, lo agotadora que resultaba la guerrilla emocional a la que te sometía aquel hijo de puta, así como nuestra incapacidad para mandarle a paseo y librarnos de él. Y, por desgracia, nada de todo eso había cambiado.
Román se fue a la siesta mientras que yo me entretenía aún un rato, fumando un último pitillo. También allí todo seguía igual: aquellos mismos muebles desvencijados, tan característicos de segundas casas, ocupadas unas pocas semanas al año, los mismos detalles en las paredes, el televisor antediluviano en blanco y negro… hacía bochorno húmedo y las puertas de cristal del balcón estaban cerradas para evitar las correntadas de aire. Fuera, el toldo chasqueaba a ratos. Una mosca daba vueltas y más vueltas en el silencio del salón. La seguí con los ojos y en alguna ocasión traté de atraparla de un manotazo, pero se me escabulló entre los dedos. Al final me desentendí de ella, apuré el cigarrillo y, asfixiado, fui también a tumbarme.
* * *
Desperté en una penumbra espesa, con una sensación de sofoco y pringoso de sudor, con el pelo empapado hasta la raíz. Una mosca, quizás la de antes, zumbaba invisible sobre mi cabeza y en la cocina sonaba el lento bramido del calentador de gas, delatando que al menos uno se había levantado ya y estaba duchándose.
Tabaco en mano, fui al salón. La alcoba de Román, con la puerta entornada, estaba vacía; la otra seguía cerrada y en silencio. Crucé la sala, sintiendo al andar una sensación extraña y familiar a un tiempo: ese resabio de arena bajo los pies, tan típico de las casas de playa. Abrí la puerta del balcón y la bloqueé moviendo una silla, para asegurarme de que una ráfaga no la cerrara violentamente, haciendo saltar los cristales en mil pedazos.
Me apoyé en la barandilla, a fumar un cigarrillo y mirar afuera pensando en nada. La tarde estaba ya muy entrada, comenzaba a refrescar y la luz iba tiñéndose de esos matices suaves y melancólicos, como dorados añejos, tan propios de esa última hora que precede a la caída y el crepúsculo. Soplaba una brisa agradable, las sombras de los rascacielos casi cubrían la playa, prácticamente desierta, y se adentraban en aquel mal azul, tranquilo, lleno de destellos de luz tardía.
El balcón formaba una especie de ángulo con la playa, orientado al norte, de forma que había que ladearse para mirar al agua. Al frente uno se topaba con rascacielos y más rascacielos, una hilera interminable de edificios que se prolongaba a lo largo de toda la recurva de la costa, como un muro, hasta donde llegaba la vista. Allí, ya al final, podía divisarse esa aglomeración de torres de cemento que es Benidorm y más mar azul, así como un atisbo de ese islote pequeño y triangular cuyo nombre nunca he llegado a saber.
Había un yatecito a muy poca distancia de la orilla, la vela blanca hinchada y resplandeciente al sol en declive. Lo seguí con los ojos, los antebrazos sobre el pasamanos, el cigarrillo entre los dedos. No sé por qué, pero viéndole dar bordadas se me ocurrió que cuánta verdad hay en eso de que no se sabe nunca qué va a ser de uno, ni a dónde nos llevan nuestros pasos. Porque, ¿quién me iba a decir que estaríamos precisamente nosotros tres allí, aquel puente, después de tantos años?
Mirando atrás, ahora comprendo que, para muchos, los años de facultad son un ciclo completo, algo así como una vida entera dentro de la vida. Amistades, asuntos amorosos, formas de ser y pensar, surgen, maduran y, con frecuencia, mueren de golpe al término de ese plazo, cuando uno se ve arrojado del invernadero con un título en el bolsillo. Y, en aquel microcosmos de reglas propias, nosotros no éramos sino uno de tantos grupos autosuficientes. Un lugar común donde refugiarnos de problemas, fracasos, de la interminable guerra con las mujeres. Un lugar cerrado y perfecto, seguro de existir para siempre.
Y, sin embargo, llegó el último curso. Aquello se acababa, el cambio estaba en el aire y, si algunos esperaban con aprehensión el fin de ésa, para ellos, edad de oro, otros afilaban sus armas, aguardando el momento de adentrarse en territorio desconocido.
De todos nosotros, tuvo que ser precisamente Anto el que mejor llegó a junio. Un solo examen y, apenas acabar, cogió el coche y salió para el norte con aquella chica de tercero, ya ni me acuerdo cómo se llamaba. Y ahí, cerca de Tordesillas, adelantando a un camión, se encontró con otro coche que venía de frente. Nunca fue buen conductor y encima le gustaba pisarle. Iban tres en el otro coche; en total, cinco muertos. Debió ser un buen choque, uno de ésos que no dejan más que un amasijo de hierros ensangrentados. Entonces había pocas autovías y no era raro encontrarse con accidentes así: vehículos destrozados y cadáveres tendidos en el arcén, cubiertos con esas antiguas mantas militares, ásperas y grisáceas.
Yo no podía creer que hubiera muerto: hay cosas que no pueden ser. Estuvimos los seis en el entierro y luego nos fuimos todos juntos. Recuerdo que hablamos y hablamos y hablamos, yendo de un sitio a otro; hasta él, al que todos huíamos ya como a la peste, supo portarse como quien fuera en otros días. Por la tarde estábamos ya borrachos, así que de madrugada íbamos todos como cubas. Acabamos montando en aquel coche de Gonzalo, grande y muy viejo, los seis, como sardinas en lata, y, bajando por la calle Génova, Gonzalo perdió el control e hicimos varios trompos en mitad de la calzada. No sé cómo no nos matamos nosotros también esa noche. Lo cierto es que al día siguiente estuvimos llamándonos unos a otros, asegurándonos de que todo el mundo había llegado a casa sano y salvo.
Y creo que ésa fue la última vez que nos encontramos. Por supuesto, quiero decir todos a la vez, los seis. Seguimos reuniéndonos de a dos, de a tres, a veces cuatro. Pero todo corría ya en contra; unos aprobaron en junio, otros nos quedamos para septiembre; así que unos empezaron a buscar empleo y otros nos fuimos de vacaciones con los apuntes bajo el brazo. Las cosas cambiaban con rapidez, concluía todo un ciclo de vida y cada cual iba ya por su lado. La muerte de Anto fue como el pistoletazo de salida para la disgregación del grupo. Unos duraron más y otros menos; yo, personalmente, al cabo de un año ya no me veía con ninguno de ellos.
Llegó Román, recién duchado, distrayéndome de esos recuerdos. Casi diez años después de todo aquello, habíamos vuelto a encontrarnos. Román acababa de divorciarse tras un matrimonio que no le dejó hijos, ni buenos ni malos recuerdos, ni nada de nada, y yo había ido dando tumbos durante todos esos años. Nos sobraba tiempo a los dos, tomamos un par de veces copas juntos y, con la naturalidad de lo que simplemente sucede, habíamos reanudado nuestra vieja amistad. Y ahí estábamos cuando de repente había reaparecido él también.
Me hizo un gesto de interrogación con la cabeza, señalando la alcoba cerrada, y yo me encogí de hombros, dando a entender que no se había movido nada allí.
—¿Vas a ducharte?
—Sí, joder. Estoy todo pringoso. —Me pasé la mano por la piel—. Me he pegado una buena sudada con la siesta.
—Sí que hace calor, sí —asintió distraídamente—. Entonces, métete ahora, antes de que se despierte.
—Sí, va a ser lo mejor.
—¿Tienes toalla?
—Puedo usar la playera; pero si me dejas una, te lo agradecería.
Él debió despertarse al poco, ya que entró en el baño apenas lo dejé libre yo. Pasó junto a mí sin decir nada, con andares torpes y los párpados hinchados; con ese calor, lo que había bebido y cómo le sentaba, debía tener un buen dolor de cabeza.
Sin embargo, la ducha pareció sentarle de maravilla, ya que volvió de excelente humor, reanimado, yo diría que casi rejuvenecido.
Aprovechamos las últimas luces para dar una vuelta por el paseo marítimo. Fuimos caminando a lo largo, lentamente, las manos en los bolsillos y mirando al mar, como ociosos con todo el tiempo del mundo por delante. Aquel puente, a pesar del buen tiempo, San Juan estaba vacío. A veces, es como si todo el mundo se pusiera de acuerdo para ir, o no ir, a un sitio en concreto. Sin embargo eso, allí y a esa hora de la tarde, con una temperatura ya suave, no dejaba de tener su encanto. No como esos horribles inviernos de la costa más al norte, en Castellón, con sus urbanizaciones fantasmas cerradas a cal y canto, y ese viento que silba sin descanso, arrastrando torbellinos de polvo gris por las calles desiertas.
Ya de anochecida, Román nos llevó a un lonja: uno de esos patios comerciales, con más de un nivel. Había un mínimo movimiento de gente y parte de los locales estaban cerrados; pero, además de las inevitables hamburgueserías y pizzas rápidas, pudimos encontrar suficientes tascas como para dedicarnos al viejo arte del tapeo. En esa ocasión, sí que pareció de veras que él volvía a ser el de otro tiempo. Era, y en esos momentos fue, un buen compañero de juerga: ingenioso, ocurrente, con la suficiente desenvoltura como para apañarse en cualquier situación.
Cierto que entonces lo pasamos bien, sí, pero eso no dejaba de llevar aparejado una contrapartida amarga. Porque, viéndole, yo no podía olvidar que estaba ante lo que fue y ya no era. Que no era más que carcasa, fachada; un resto de su antigua forma de ser, carcomida y muerta por… ¿quién sabe por qué? La gente cambia, es inevitable, y no suele ser para mejor. Él, hacía ya mucho, había cambiado por completo: el que una vez fuera mi amigo ya no existía; había desaparecido, sustituido por ese otro que teníamos delante.
Sin embargo, supongo que a ratos logramos creer lo contrario. Fuimos de un lado a otro, tomando cañas y frituras mientras hablábamos de trivialidades. Parecía haber un acuerdo tácito en no tocar temas demasiado personales, así como en evitar cualquier mención a los demás. Nadie lo hizo y, de haber sacado él aquello a colación, supongo que le hubiera mentido.
No es que el pasado no me importe, claro que me importa. Pero llega un momento en que uno empieza a arrinconar partes de él en el fondo de la memoria y, sin llegar a olvidar, casi acaba por no acordarse de que están allí. Además, cuando él cambió, se convirtió en una persona mala y cizañera, uno de ésos que se alegran de las desdichas ajenas. Así que, desde luego, yo no estaba dispuesto a hablar de los otros tres, ni sobre qué fue de ellos.
Porque parecía haber una especie de gafe sobre nuestro viejo círculo. Eso dijo una vez Román, medio en broma, aunque no solíamos tratar el tema. Pero en alguna ocasión nos habíamos devanado los sesos acerca de Fernando, tratando de imaginar qué podía haberle pasado. Por qué él, que de todos era el más político, el que parecía llamado a llegar más lejos, se había matado. Yo lo supe a través de conocidos comunes, un par de años después de que sucediera: por lo visto se pegó un tiro en la cabeza, a la vieja usanza. No quise indagar ni llamar a su familia y, dado que Román sabía tanto como yo, no teníamos sino el hecho en sí, aparte de un montón de especulaciones que eran hablar por hablar.
En cuanto a los otros dos, habían desaparecido. De Esteban nadie sabía nada, ni cómo localizarle; hasta su familia se había mudado de casa, sin dejar nueva dirección. Pero Gonzalo había desaparecido literalmente: salió un buen día de casa y nunca más se supo de él. De nuevo, fueron noticias de segunda mano y, además, Gonzalo fue siempre el excéntrico del grupo, así que aquello no nos sorprendió tanto como la muerte de Fernando. La verdad es que uno no podía estar nunca muy seguro de por donde iba a salir Gonzalo.
Y en cuanto al séptimo, él, también había estado desaparecido hasta hacía tan sólo veinticuatro horas.
Fuimos a un sitio, luego a otro, y luego a otro. Entonces, con esa brusquedad a la que ya nos tenía acostumbrados, cambió de humor: en un momento dado estábamos tan bien y al siguiente le dio por meterse con dos chicas que pasaban a su lado. La verdad es que se puso de lo más faltón y, como ellas estaban con un par de amigos, estuvo a punto de organizarse una buena pelea. Menos mal que ellos parecían tan incómodos y con tan pocas ganas de bronca como nosotros. Román pagó las copas y se disculpó con ellos mientras yo le sacaba a él a empujones, sin el menor miramiento. Aquello hizo que se acabara la noche.
Regresamos por la playa, caminando en silencio sobre la arena. Anduvimos callados un buen rato y no sabría decir quién fue el que al fin dijo algo primero, pero enseguida nos enzarzamos. En realidad, Román casi no intervino, ya que es de ésos que, mientras puedan, prefieren evitar ese tipo de discusiones. En cambio yo, cuando me enfado, soy incapaz de parar; sencillamente, no puedo dejarlo. El altercado fue a más rápidamente, nos llamamos de todo y él acabó por detenerse y plantárseme delante, encrespado como un gallo. Yo, cada vez más furioso, lo rechacé de un empujón.
—Eh, eh, eh. —Román quiso interponerse, viendo que íbamos a llegar a las manos.
Pero, en ese instante, él cedió. De repente reculó tratando de contemporizar, al tiempo que echaba mano de sus artimañas habituales. La verdad es que era de lo más difícil no aplacarse viéndole así allí, encogido como un perro y farfullando excusas. Pero yo estaba rabioso, aparte de que le había visto recurrir a eso demasiadas veces, y lo único que consiguió fue que le gritase aún más.
Y entonces, de golpe, se echó a llorar; cosa que tampoco era, ni mucho menos, la primera vez que nos lo hacía. Román agitaba los pies sobre la arena, incómodo, y yo me aparté algunos pasos, sintiendo como se me escapaba la furia. Le miramos en silencio durante algunos segundos, viéndole hipar entre las sombras, mientras balbuceaba no sé qué tonterías. Y al cabo, como en un arrebato, se enderezó y nos gritó que se iba a suicidar.
Puede sonar estúpido dicho así, pero es que eso también lo había ensayado, y con éxito, en tiempos. Por dos veces nos dijo lo mismo, antes de intentar tirarse, en una ocasión desde un puente y la otra desde un balcón. Y en ambas oportunidades los presentes nos habíamos precipitado a sujetarle. Se trataba de un farol, claro; puro chantaje emocional, muy en su línea; pero es que él estaba realmente mal y, en el calor de la actuación, podía llegar a matarse de veras. Así que habíamos hecho lo que supongo teníamos que hacer: intervenir, aunque eso fuera, en el fondo, seguirle el juego.
Pero esta vez no. Yo estaba aún lo bastante indignado y no sé qué pasó por la cabeza de Román. El caso es que ninguno de los dos hizo amago de detenerle y, en ciertas situaciones, si uno no se mueve al principio, ya no lo hace.
Él ya nos había dado la espalda. Había luna llena y la noche era clara, así que pudimos verle trastabillando por la playa, encaminándose al mar. Todavía me temblaban las piernas, porque había estado a punto de pegarle, y busqué un cigarrillo para serenarme un poco. Román se había detenido a mi lado, las manos en los bolsillos, y recuerdo que no nos dijimos nada. Él llegó al borde y, sin titubear, se introdujo en el agua. Le vimos avanzar contra el vaivén de las olas, chapoteando como un búfalo; se adentraba más y más, y en seguida le perdimos de vista.
Estuvimos allí un buen rato, mirando y sin cruzar palabra. Soplaba una brisa templada y, en la oscuridad, el agua formaba largas líneas de espuma blanca, que iban a morir contra la arena, batiendo la orilla con ese rumor tan característico que es del oleaje en mitad de la noche. Esperamos. Nada.
—¿Nos vamos? —dijo Román al cabo.
—Claro —asentí—. Vámonos.
Regresamos caminando lentamente, en completo silencio, y, ya arriba, Román sacó un cubilete de dados. Jugamos seis o siete partidas de carreras, de las de a dos vueltas, una libre y otra obligada, con los ases de comodines. Fue pasando el tiempo; los dados repiqueteaban una y otra vez sobre la mesa, el aire entraba a ráfagas por la puerta de la terraza, alborotando los papeles, mientras en el casete sonaba la música, suave, muy suave. A veces, uno de nosotros echaba un vistazo disimulado al reloj. Supongo que ambos estábamos esperando lo mismo: que sonara el timbre del telefonillo de abajo y apareciera aquel payaso patético, totalmente empapado.
Al fin supongo que fue Román el que se dio por vencido, apartando los dados y sirviendo, sin preguntar, dos güisquis con hielo en vaso bajo. Salí al balcón en busca de algo de aire fresco; me apoyé en la barandilla, agité mi vaso, haciendo tintinear los hielos contra el cristal.
—¿Y qué tal con tu chica? —le pregunté a Román, por decir algo.
—Hemos cortado… ya sabes cómo son estas cosas —añadió, como si eso explicara algo.
—Sí, claro. —Le miré, pero él no parecía con ganas de hablar y yo no suelo meterme donde no me llaman.
Seguía sonando la música y yo volví a entrechocar los hielos. Ya sólo quedábamos nosotros; los demás, de una u otra forma, se habían marchado. Me miré en el cristal de la puerta y no puede evitar el pensar en aquella época: cuando éramos siete y quien más quien menos iba a comerse el mundo. Pero ya no. Ahora, años después, los supervivientes no éramos más que náufragos, esperando indefensos la llegada de la mediana edad. Me miré de nuevo en la puerta entornada, di un sorbo. Bueno, me dije, pero el mundo tampoco había logrado comernos; al menos, todavía no.
Román apuró su copa y me indicó por señas que se iba a dormir, yo le hice un gesto de asentimiento. Me quedé un rato más en el balcón, con los codos sobre la barandilla, el vaso en una mano y un cigarrillo en la otra. Había un silencio total y soplaba la brisa nocturna, cargada de aromas marinos. Una luna blanca y muy grande colgaba a levante, iluminando las aguas oscuras.
Contemplando el reflejo de aquella luna, no pude evitar el imaginarme un cuerpo flotando allá, mar adentro, en mitad de la negrura. Él se había ido al agua y nosotros no hicimos nada para impedírselo. Y yo no sentía nada. En realidad, bien mirado, él no era más que un parásito, un vampiro eficaz. Uno de ésos que se te arriman y acortan distancias, creando una falsa intimidad para obligarte después con llamadas a una pretendida amistad, arrancándote respuestas que son actos reflejos, no el fruto de unos afectos que en realidad no existen.
Ésa fue su baza durante aquellos dos últimos años de facultad, la misma que había vuelto a usar en esta ocasión, cuando irrumpió de nuevo en nuestras vidas. Pero nosotros habíamos cambiado y a él, como a cualquier jugador que fía todo a la misma carta, una y otra vez, ésta había acabado por fallarle. Eso era todo. Yo no le debía nada, no hice nada, no sentía nada. Lo contrario era sucumbir a su chantaje emocional, aunque fuera a toro pasado, y darle a él la victoria.
Miré otra vez al mar oscuro. Él no había sido siempre así, no; en otro tiempo, fue un buen amigo. En otro tiempo. Suspiré sin poderlo evitar. Mi vaso estaba ya vacío, así que retiré los codos del pasamanos y, un poco a desgana, acabé yéndome yo también a dormir.
* * *
Al día siguiente, ya entrada la mañana, bajamos a tomar el sol. No había ni una nube en el cielo, el calor era terrible y la gran extensión que es la playa de San Juan estaba prácticamente vacía de gente. Fuimos dando un paseo hasta el borde del agua, sintiendo la quemazón de la arena caliente bajo las plantas de los pies.
—Hoy me gustaría comer ligero —le comenté a Román mientras extendíamos las toallas—. Después de la siesta, quiero salir para Madrid.
—Sí —me dijo tras una pausa, como si acabara de tomar una decisión—. Yo también me vuelvo hoy; se me han quitado las ganas de playa.
—¿Esta misma tarde?
—Sí, después de la siesta; igual que tú.
—Ah. ¿Y qué pasa con él? Tiene sus cosas en tu casa.
Román se encogió de hombros. Apenas habíamos hecho mención a lo sucedido la noche antes y ambos, como de mutuo acuerdo, actuábamos como si todo fuese una más de sus gansadas; como si, en medio de un berrinche, él se hubiera marchado y anduviera por ahí. Sin embargo, cada vez que nos mirábamos, yo podía ver muy bien en los ojos de Román que los dos pensábamos lo mismo.
—Mira —replicó no obstante—. Yo, esta tarde, me voy para Madrid. Él, si no ha vuelto para entonces, que se busque la vida.
Asentí lentamente. Román se puso los cascos y se tumbó boca arriba, a tomar el sol. Yo me volví de costado, buscando un cigarrillo. Mientras lo encendía, protegiendo la llama con la mano, pasó a nuestro lado una chica verdaderamente escultural. La contemplé con ojos entornados y fue entonces, mientras la seguía con la vista, cuando, más allá de ella, le vi de repente a él, viniendo hacia nosotros.
Sí que se me erizó el pelo del cogote y tuve frío a pesar del calor asfixiante. Aquello no podía ser: ni siquiera vestía la misma ropa que el día antes —ahora llevaba bermudas y camiseta, y una toalla playera en la mano— y yo sabía de seguro que Román no le había dado llave de su piso.
Observé cómo se acercaba, sin prisas, con los ojos escondidos tras gafas negras y esa sonrisa falsa en el rostro, y poco a poco fui comprendiendo. ¿Cómo? No sé. Pero supongo que una buena venganza no puede serlo si la víctima no sabe al final quién, cómo, por qué.
No se había ahogado la noche antes, cuando se echó al mar. No podía, porque ya estaba muerto. Mirándole mientras atravesaba por la arena, supe que lo estaba desde hacía años, quizás casi desde que acabamos la carrera y cada cual se fue por su lado.
En medio de su catástrofe personal, había intentado agarrarse a nosotros, sus amigos; pero le habíamos abandonado y él se fue a pique, culpándonos a nosotros. Recordé a Fernando, a Esteban, a Gonzalo; ahora, todo estaba muy claro. Él había vuelto para vengarse, llevaba años haciéndolo; había ido enganchándonos uno a uno, con la tenacidad de un sabueso. Le miré: un fantasma ruin, empalagoso. Volví a sentir frío.
Román, quizás alertado por algún instinto, también se había incorporado y le estaba mirando. Supe que él también había comprendido; se había puesto pálido y viéndole, de alguna forma se esfumó mi propia parálisis.
Lo hecho, hecho está; y yo, personalmente, no me arrepiento de nada. Es como en algunas manadas de mamíferos: los machos se respaldan unos a otros y acuden en ayuda de los que están en apuros; pero si uno de ellos resulta malherido, más allá de cualquier salvación, entonces lo abandonan a su suerte. Exactamente igual que nosotros: cuando él empezó a tener problemas, de verdad que hicimos cuanto pudimos por él. Soportamos incomodidades y todas su bajezas y tonterías; sólo le dimos de lado cuando nos convencimos de que no tenía remedio, de que su principal problema estaba en él mismo.
Era él el que estaba en deuda con nosotros. Él, que nos había vampirizado durante años sin escrúpulos, manipulando lo poco que de bueno le va quedando con el tiempo a la gente. Le observé, enconado, y quizás él entendió a su vez, porque la sonrisa le tembló por un instante.
—¿Qué vamos a hacer? —Román echó mano a sus gafas de sol, intentando que no le temblase el pulso.
—Creo que lo mejor es que nos volvamos a Madrid, como habíamos hablado.
Asintió lentamente.
—Sí. ¿Y después?
Le miré y entonces entendí. Él había aparecido allí, así que ahora iba a por Román; yo, de momento, estaba a salvo. Pensé de nuevo en Fernando, en Gonzalo, en Esteban. Habían pasado quince años, había tardado todo eso en acabar con ellos, uno detrás de otro; una venganza muy lenta y cruel, una venganza perfecta.
—Tendremos que plantarle cara. Es lo que siempre hacíamos, ¿no?
—Claro —volvió a asentir, aliviado por aquel «tendremos».
Yo podría ponerme a salvo si quisiera, de momento. Hasta que acabase con Román; luego vendría a por mí y, durante todo ese intervalo, por muchos años que fuesen, yo lo sabría y viviría temiendo el momento en que volviese a mí. Dos siempre pueden más que uno. Además, recuerdo que pensé mientras daba una calada, huir sería hacerle el juego. Porque yo no soy de los que abandonan a sus amigos en apuros. Porque fue él el que nos traicionó a nosotros y no al revés. Él, él.
—De todas formas —quise ser sincero con Román mientras le contemplábamos, ya muy cerca; aunque no creo que le dijese nada que él no pensase—, me parece que esta vez sí que estamos jodidos. Jodidos de verdad.