EL MISTERIO DE LOS ORÍGENES

Al poco de acabar la carrera, Antonio Huertas hizo algunas suplencias de médico en las UVI móviles del 061. Fue entonces cuando sucedió aquel incidente del mendigo; cuando una noche, ya de madrugada, recibieron aviso sobre un hombre que se había quemado en plena calle. Qué calle en concreto, eso es algo que podemos ahorrarnos decir, ya que cosas así pueden ocurrir en cualquier parte.

En apenas un par de minutos se plantaron allí, con todas las luces destellando. Se trataba de una calle ancha y, a la altura de un pequeño parque, sobre un banco de granito, encontraron a la víctima. Aún ardía.

Fue en una de esas noches de verano, cálidas y asfixiantes, y la calle estaba desierta. Algún vecino debía haber llamado, pero nadie se había atrevido a bajar. El hombre estaba caído sobre el banco, envuelto en llamas; no se movía y el aire nocturno apestaba a gasolina y carne quemada. Entre todo el equipo apagaron el fuego como pudieron, antes de tratar de auxiliar a la víctima. Aunque estaba claro que no había nada que hacer.

El pobre hombre había ardido como una tea y la carne se les desliada casi entre los dedos. Aún así, estaban todavía tratando de reanimarle cuando llegó el primer coche de policía y luego, en un abrir y cerrar de ojos, varios más, todos con las luces azules centelleando. Ellos abandonaron sus esfuerzos al cabo. Quien quiera que fuese, no debía haberse defendido en absoluto y quizás ni siquiera se había dado cuenta de lo que pasaba, hundido en una de esas borracheras de vino barato que tienen más que ver con el coma que con el sueño.

Porque encontraron un par de cartones de vino muy cerca del cuerpo. Se trataba de un indigente y, muy cerca, tenía un chasis de carrito de la compra, de los que algunos de ese tipo de gente suelen usar para cargar sus pocas pertenencias. Huertas y sus compañeros se apartaron, porque el cadáver no era ya asunto suyo, sino de la policía y el forense. El olor dulzón de la carne quemada saturaba la noche y parecía pegarse al paladar. Los destellos de las luces alumbraban la oscuridad a fogonazos azules y anaranjados, y las moscas zumbaban ya alrededor del cuerpo, atraídas por el hedor de la muerte. Los vecinos se asomaban ahora en gran número a las ventanas y no pocos curiosos acudían de todas partes, algunos en pijama y bata, a comentar entre ellos y ponerse de puntillas para buscar algún detalle.

Jamás se pudo saber la identidad del muerto; no era más que uno de esos mendigos sin papeles ni dirección que vagan como espectros por las grandes ciudades, viviendo y muriendo al borde oscuro de las urbes. Tampoco se supo nunca nada sobre sus asesinos. Le habían regado con gasolina, prendido fuego y desaparecido en la noche sin que nadie viera nada. O, si alguien vio algo, nunca lo contó. No era la primera vez, ni mucho menos, en que quemaban vivo a un indigente, y no fue tampoco la última.

Al poco de todo eso, Antonio Huertas abandonó aquel empleo. Tal decisión no tuvo nada que ver con el suceso —de hecho, lo olvidó al poco tiempo— y sí con la naturaleza del trabajo. Las emergencias, la toma de decisiones a tumba abierta, le superaban. La tensión era demasiada para él, como lo es para muchos, y por eso lo dejó.

Después de aquello, fue apañándoselas con trabajos en clínicas privadas, a la vez que se presentaba una y otra vez, sin éxito, a las pruebas de médico interno residente en hospitales del estado. Y así estuvo, casi podríamos decir que dando tumbos, unos cuantos años.

* * *

Fue aquel asesinato, sucedido una lejana noche de verano y ya sepultado en las honduras de la memoria, lo que, cosa curiosa, hizo que le ofrecieran un trabajo de médico en cierta fundación. Aunque eso, claro, él no habría de saberlo hasta cierto tiempo después.

Le telefonearon a casa de sus padres y él, sorprendido, convino en acudir a una entrevista de trabajo al día siguiente. La dirección era la de uno de esos edificios del centro, ya antiguos y ahora destinado a oficinas, y el local era un piso grande, luminoso y bien amueblado, sin ninguna placa en la puerta.

Se entrevistó con una sola persona, un tal Eduardo Viñas; un hombre de unos cuarenta y tantos, fuerte y de manos grandes, con ese tipo físico popularmente llamado de camionero. Su despacho, si es que era el suyo, estaba atestado de libros de biología, psicología y estadística. Había reproducciones de cuadros de Gauguin en las paredes, un gran acuario y media docena de bonsáis, recortados con primor, sobre la mesa y los estantes. El propio Viñas, pese a su aspecto rudo, vestía ropa de marca; bastante más cara de lo que Huertas podía permitirse, al menos en prendas de diario.

El otro fue al grano. Le ofrecía plaza de médico en uno de sus equipos, para trabajar con grupos marginales, y su labor, aparte de la atención primaria, incluiría realizar estudios sanitarios. Eso último, sobre todo, fue para él como un anzuelo; ya que lo que le gustaba de veras era el trabajo de investigación, en un país con muy pocas oportunidades en tal sentido. Aunque, desde luego, también ayudó el que el sueldo, sin ser espectacular, fuera superior a lo que ganaba pasando consulta en clínicas privadas.

—No somos una ONG —Viñas quiso dejar las cosas claras—; somos una fundación privada que se dedica a atender a ciertos grupos de desfavorecidos. —Y puso gran énfasis en la palabra ciertos—. Realizamos una labor social pero, al contrario que otras organizaciones, no pretendemos publicidad de ninguna clase, ya que no buscamos socios, simpatizantes o subvenciones. De hecho, preferimos trabajar con discreción.

—Es una labor legal, ¿no? —Apenas soltar eso. Huertas se puso colorado hasta la raíz, dándose cuenta de lo mal que sonaba—. Bueno…

—Desde luego que es legal. —El otro asintió, interrumpiéndole—. La fundación está inscrita en todos los registros necesarios y, de hecho, cumplimos las leyes a rajatabla. Desde el primer día, si acepta, trabajará con nómina y alta en la Seguridad Social. Lo último que queremos son problemas por culpa de empleo irregular, dinero negro o algo así.

Huertas cabeceó y Viñas se detuvo a encender un cigarrillo negro. Aún estuvieron conversando, pero el primero se había decidido ya. Aquel empleo no le obligaba a cambiar siquiera de residencia, ya que trabajaría con un grupo de indigentes que se habían asentado hacía poco junto a un vertedero, en las afueras de la ciudad.

—¿Cuándo tengo que empezar?

—¿Cuándo puede?

—¿Qué tal el lunes? Así podré dejar lo que tengo ahora sin quedar a mal.

—El lunes pues. A partir de mañana, pásese cuando quiera a firmar los papeles.

—¿Y el lunes? ¿Dónde…?

—Por ser el primer día, lo mejor será que le recoja yo y vayamos juntos; así le presento al resto del equipo. —Se recostó en su sillón, lanzando una nube de humo blanco—. Quedamos abajo, en el portal, a las diez. Por cierto, soy el supervisor de su equipo; del suyo y de otro par más.

—Una cosa —quiso saber Huertas, según estrechaba la mano de Viñas, ya despidiéndose—. ¿Por qué han pensado en mí para…?

—La Fundación tiene sus propios cazatalentos. Buscan gente para la Fundación y aquí nunca se usa otro método de contratación. El trabajo es bastante peculiar, como verá en seguida, y se requieren perfiles muy determinados… bueno, el lunes abajo, a las diez.

—A las diez.

* * *

La mañana del lunes, a la hora fijada, como un clavo, Antonio Huertas estaba en el portal. Sin embargo, Viñas no apareció hasta casi la media, maldiciendo el tráfico y los atascos. Venía al volante de un cuatro por cuatro, con ropa bastante más informal que la que llevaba en la oficina, y tuvo que tocar el claxon para que Huertas se diese cuenta de que había parado en la otra acera.

No hablaron mucho, aparte de algún que otro comentario trivial, más que nada para evitar un silencio incómodo. Viñas era un conductor irascible; uno de ésos que, entre volantazos y acelerones, va despotricando contra las obras, los coches en doble fila y las maniobras torpes; y a Huertas le recordó a esos taxistas iracundos que pueden hacer un trayecto entero sacando defectos a todo.

Enfilaron hacia el este, a lo largo de calles cada vez más rectilíneas, entre torres de pisos nuevas, hasta salir de repente a campo abierto. Sucedió así, sin esa transición natural que se daba antes en las ciudades, cuando uno pasaba de los edificios del centro a los barrios de casas bajas y, de éstos, a casitas y naves cada vez más dispersas entre huertas. De una manzana a otra, desaparecieron los rascacielos y se encontraron en medio de campos resecos, cubiertos de matojos amarillentos y sin un mal árbol en kilómetros a la redonda.

Al poco, Viñas dio un giro de volante para meterse por un camino de tierra que no tenía letrero de ninguna clase. Fueron dando botes por los baches, en medio de una polvareda pardusca, con los últimos edificios de la ciudad recortados a mano izquierda. En dos ocasiones, se cruzaron con camiones que volvían ya de vacío.

El vertedero era un gran descampado cubierto de montones de escombros y basuras que se ondulaban como dunas, con la ciudad al fondo. El viento arrastraba mil olores y, con el calor, el aire temblaba. Algunas pilas ardían lentamente sin llama, aquí y allá, alzando al aire humaredas negras y aceitosas, y las gaviotas aleteaban por todos lados, graznando mientras rebuscaban entre los despojos.

El puesto de la Fundación se hallaba a orillas de ese océano de deshechos: un remolque de camión muy largo y ancho, pintado de verde oscuro y sin logotipos o letras de ninguna clase. Muy cerca de éste, había un par de coches con matrículas bastante nuevas. Y, a una buena distancia, se hallaba el campamento de los indigentes, que habían ido a instalarse bajo un antiguo puente ferroviario por el que hacía muchos años que no pasaba ya ningún tren.

Dos hombres habían salido del remolque y Viñas se los presentó: Moro y Peregrino; así los llamó, usando tan sólo los apellidos. Ambos rondaban la treintena; el primero moreno y de pelo negro, el segundo de rasgos marcados, cabeza afeitada y perilla corta. Tras los saludos, Moro y Viñas subieron al puesto, a revisar el estado de algunos trabajos, en tanto que Peregrino y Huertas se quedaban fuera, al sol, sin saber muy bien qué decirse, que es lo que suele ocurrir en casos así.

—¿Qué tal un primer vistazo a los nuevos pacientes? —Peregrino, con un ademán, le señaló el arco de ladrillo del puente.

—Muy bien. ¿Cuándo quieren ustedes que empiece con ellos?

—Vamos a pasar muchas horas juntos, así que sería mejor que no anduviésemos con el usted a cuestas. —Rebuscó en sus bolsillos, antes de dar con el paquete de tabaco.

—Por mí, estupendo. —Con la mano, rechazó el cigarrillo que le ofrecía—. ¿Cuándo queréis que empiece?

—Ya mismo.

—Vale. Pero me llamaron la semana pasada, firmé el contrato y poco más. Nadie me ha…

—¿Nadie te ha explicado nada? —Lanzó una bocanada de humo, sonriendo—. Eso es típico de Viñas, que nunca se molesta con los pequeños detalles. Bueno: hay material para ti en el tráiler, y también han dejado el protocolo; está todo ahí, no tienes más que aplicarlo. En cuanto a ellos —señaló hacia el puente—, Moro y yo te echaremos una mano al principio, hasta que se acostumbren. Ya nos conocen y no son gente difícil… a veces, se les va la mano con el vino y se ponen un poco peleones; pero no son peligrosos.

—¿Cuánto tiempo llevas en esto?

—Aquí un par de semanas. Con la Fundación, cuatro o cinco años.

Un camión pasó a cierta distancia, con el volquete lleno de escombros, rodando con estruendo por el camino de tierra. Más cerca, las gaviotas escarbaban en lo alto de los montones, con sus picos como garfios, disputándose escandalosamente los restos. Se alzó un golpe de aire caliente, arrastrando hasta ellos una vaharada de malos olores. Huertas arrugó la nariz y Peregrino se echó a reír a carcajadas.

—Ya te acostumbrarás —lanzó una nube de humo—; dentro de lo que cabe, claro.

—¿Cuál es tu trabajo aquí exactamente?

—Soy estadístico.

—¿Estadístico?

—Eso es; realizo, sobre todo, estudios de población… y no te puedes ni imaginar lo cargado de trabajo que estoy; estos grupos son de lo más peculiares.

—¿En qué sentido?

—En todos: en composición, en distribución por sexo y edad, en hábitos. No se parecen a ningún otro grupo social; pero ya te darás cuenta en seguida… Por cierto, Moro es antropólogo.

—¿Y Viñas?

—Biólogo. —Tiró al descuido la colilla y se detuvo a unos pasos del puente—. Bueno, aquí están.

El puente, que quizás datase de los años cuarenta, era de un solo ojo y estaba totalmente construido en un ladrillo que, con el paso del tiempo, iba desmenuzándose poco a poco. El grupo de indigentes vivía bajo el arco, que era lo bastante ancho y hondo como para darles cobijo a todos.

Peregrino entró saludando con desparpajo de palabra y gestos, mientras Huertas le seguía con mayor timidez, pegado a sus talones. Estaba oscuro, fresco y algo húmedo ahí dentro; había cierta resonancia a hueco y olía bastante mal.

—Son un total de veinticuatro. Ahora no están todos; casi nunca lo están: van y vienen, y algunos desaparecen durante unos días, aunque lo normal es que acaben volviendo.

Los moradores del puente no parecían prestarles gran atención, fuera de uno o dos que les devolvieron el saludo; la mayoría se limitó a lanzarles, si acaso, miradas gachas que, a Huertas, se le antojaron bastante torvas. Estaban sentados entre papeles y harapos, acunando sus cartones de vinacho; sus ropas eran viejas y sucias, y los rostros y manos increíblemente mugrientos, luego de décadas sin conocer el agua. Tal como le había dicho el estadístico, y pese a su forma de mirar, no parecían hostiles, aunque sí un poco recelosos.

Curiosamente, muchos de ellos se parecían entre sí: eran todos achaparrados, bajos y muy anchos, con manos grandes, pelo crespo y expresión obtusa. Un tipo de mendigo con el que Huertas se había cruzado muchas veces, sin fijarse en la semejanza hasta ese momento. Pero allí, aquel grupo sucio y maloliente le produjo una impresión muy extraña, casi de raza aparte. Aunque, claro, también había pordioseros de otras clases; desde uno que, de puro flaco, parecía a punto de caerse a pedazos al calvo, grueso y de barba patriarcal que tenía toda la facha de un profeta mugriento.

—Son nueve mujeres y quince hombres —le dijo Peregrino— y casi todos están entre los cincuenta y los sesenta años.

Huertas asintió, recorriendo con los ojos aquella sarta de personajes recostados en la penumbra del puente. Se quedaron unos instantes mirándoles, en silencio.

—¿Nos vamos? —sugirió luego el estadístico, buscando de nuevo su cajilla de tabaco.

El médico asintió y, saliendo al sol, se volvieron a paso calmo, tal como habían llegado. Otro camión cargado de basuras pasaba ruidosamente, perseguido por una nube de gaviotas, casi como si fuese un barquito pesquero en puerto.

—Esa gente tiene que tener toda clase de dolencias —comentó, de pasada, Huertas.

—Todos estos grupos están así. Si no han cambiado el protocolo, supongo que tu primera labor va a ser identificar qué enfermedades, y en qué proporción, padecen.

—Y curarlos, supongo.

—Hombre, claro.

—No parecen muy cooperativos.

—No son ni hostiles ni amistosos; viven en su propio mundo y nosotros no pertenecemos a él. En eso, se parecen a ciertos grupos de animales; nunca te admiten pero, si pasas suficiente tiempo a su lado, acaban por acostumbrarse a tu presencia.

—Ya.

—Moro y yo llevamos un par de semanas con ellos; antes de eso, no teníamos noticias sobre este asentamiento. Ya te digo que te acompañaremos al principio, para darles confianza. Por cierto, procura aprenderte cuanto antes sus nombres; eso ayuda.

Entraron en el remolque. Viñas y Moro revisaban los datos que les mostraba una pantalla y Huertas, con curiosidad mal escondida, paseó los ojos por todo el interior. Había equipo de lo más diverso, libros, carpetas, un par de ordenadores e incluso dos literas plegables. Al final del remolque, había un minúsculo cuarto de aseo.

—Todas las noches se queda por lo menos uno de guardia —le Informó Viñas—. Sobre todo porque no conviene dejar solo el remolque.

Le mostró una serie de paquetes, depositados sobre una de las mesas, antes de desentenderse de él y seguir su conversación con el antropólogo; Peregrino se había sentado ante un ordenador y estaba trabajando. En las etiquetas de todos los paquetes se leía doctor Antonio Huertas, así que fue abriéndolos todos. Contenían material médico y un grueso archivador, con el título de «Protocolo Médico», lleno de hojas impresas.

Se quedó unos instantes con el archivador en las manos, dudando. Pero allí cada cual parecía estar absorto en lo suyo; así que, tras un momento, se sentó en una de las sillas plegables de lona y, abriéndolo, comenzó a leer.

* * *

Las dos semanas siguientes estuvo más que ocupado aplicando aquel protocolo sanitario. Cada mañana conducía hasta el vertedero, para llegar más o menos a las diez, y se marchaba cuando el trabajo del día estaba acabado. Llegó a hacerse, más o menos, a la suciedad y los malos olores, y aprendió a dejar allí un par de vaqueros y camisetas, que era los que usaba para trabajar, porque la peste a basuras acababa impregnando la ropa y no se iba ni con lavados en agua hirviente. Tomaba toda clase de muestras orgánicas —sangre, saliva, orina, epitelio—, en la medida de lo posible, ya que muchos de aquellos mendigos se mostraban sumamente reacios a las agujas. Etiquetaba las pruebas y se las entregaba a Viñas, que era el que las hacía llegar al laboratorio.

También reunía muestras de las basuras entre las que vivían sus pacientes y fue, durante esos paseos con guantes, pinzas y frascos, cuando descubrió que los mendigos del puente y las gaviotas no eran los únicos que rondaban por aquel lugar. Con frecuencia, observaba a otras figuras que hurgaban en los montones de deshechos, buscando cuanto aún pudiera ser útil, entre el humear del aire maloliente. Eran todos negros, flacos y mal vestidos, que se esfumaban cuando él aparecía; aunque también ellos, como los del puente, fueron acostumbrándose poco a poco a su presencia.

—Son inmigrantes; una pobre gente —le comentó Moro, que solía acompañarle al vertedero—. Han montado un campamento al otro lado y van tirando con lo que encuentran.

—¿No habrá peligro, no? —Se inquietó un poco; ya que, después de todo, tenía que internarse a menudo y a solas en aquel desierto de escombros y basuras.

—¿Por ésos? No, pobres. Si fueran agresivos, se dedicarían al robo o al trapicheo, no a la busca.

—¿No están ellos incluidos en nuestro plan de asistencia?

—No; ni ellos ni nadie más. Lo nuestro es la gente del puente y punto; de hecho, tenemos expresamente prohibido atender a otros que no sean ellos. —Vio la cara que se le ponía a Huertas e hizo un gesto de disculpa—. Bueno, mira: si nos ponemos a repartir medicinas y bienes de primera necesidad, tendríamos a una multitud aquí en un par de días.

—Eso no dice mucho del mundo en que vivimos.

—Puede, pero no tenemos otro.

—Hum. ¿Y que pasa si, por ejemplo, me traen a uno de ésos con algo grave?

—Venga, hombre… si pasa algo así, le atiendes y ya está.

Huertas sonrió, porque ya había descubierto que Moro era un hombre bastante vehemente, tanto como Peregrino tranquilo y calmoso. Dos personas bastante peculiares, al igual que el trabajo, que cada día le resultaba más intrigante.

Se pasaba el día reuniendo muestras y datos y, cada dos por tres, Viñas le encargaba nuevas pruebas. La última, una relación lo más exhaustiva posible de la dieta de los indigentes. Y también le habían llegado ya algunos informes de laboratorio. Unos eran lo que cabía esperar, porque esa gente sufría toda clase de males menores; desde carencia de vitaminas a piojos y parásitos intestinales. Pero, así mismo, había otros resultados más enigmáticos.

El que más, el de los análisis de sangre, según los cuales un gran número de aquellos mendigos, al parecer, no pertenecía a ningún grupo sanguíneo normal.

Los grupos sanguíneos se basan en la existencia, en los hematíes, de distintas proteínas con capacidad antigénica —de reacción ante cuerpos extraños—. Hay multitud de tales proteínas, pero las más importantes forman dos bloques. El primero es el factor Rhesus, el Rh, que da positivo o negativo; es decir, existe o no existe en la persona. El segundo está formado por dos proteínas, llamadas A y B, y la existencia de una, las dos o ninguna forma los subgrupos A, B, AB o cero. La combinación de ambos es lo que da los famosos grupos sanguíneos.

Dieciséis de los indigentes pertenecían al cero negativo; es decir, mostraban falta de A y B, y un factor Rh negativo. Pero, según el laboratorio, todos mostraban también la existencia de una tercera proteína a la que daban el nombre de H y con una capacidad de reacción tan virulenta como la A o la B; de forma que la trasfusión de una sangre así a cualquier persona produciría la muerte por rechazo.

Por tanto, era como si esos dieciséis fuesen parte de un grupo atípico, al que el laboratorio llamaba H negativo; aunque el informe no era demasiado explícito; Huertas tuvo que leer entre líneas y, además, descubrir por su cuenta que los dieciséis presentaban todos un mismo tipo físico: aquel achaparrado y robusto que tanta atención le había llamado. Sin embargo, había dos con aquel fenotipo —el tipo físico— que pertenecían a grupos normales: 0+ y AB– respectivamente.

Leyó el informe infinidad de veces, antes de atreverse a comentarlo con sus compañeros. Pero éstos le dieron muy poca importancia, aunque su respuesta logró intrigarle aún más si cabe.

—Ése es uno de los ejes de este proyecto —le comentó Peregrino—; la hipótesis de que parte de la capa más baja de nuestra sociedad, ésa a la que llamamos indigente, es mucho más homogénea y endogámica de lo que siempre se ha creído.

Estaban sentados en la escala del remolque, acabado el día, viendo caer el sol, con latas de cerveza en la mano y, en el caso del estadístico, además, un cigarrillo humeante.

—¿Estamos hablando de que puede haber familias enteras que, durante generaciones, pueden haber sido indigentes?

—Exacto.

—Pero ¿hasta el punto de compartir un fenotipo y, muchos de ellos, pertenecer a un grupo sanguíneo aparte? —Meneó dudoso la cabeza—. Eso indica mucha endogamia y, sobre todo, muchas generaciones.

—Tú lo has dicho.

—Uff. Eso es casi como hablar de una raza de pobres. Y las implicaciones de una idea así son…

—Muchas. —Peregrino lanzó una bocanada de humo y, con ojos entrecerrados, observó como se dispersaba en el aire de última tarde—. Muchas, muchas.

* * *

Sin embargo, el suceso más extraño —el que hizo preguntarse a Huertas en qué estaba metido— tuvo lugar una noche. Moro y él se habían quedado de guardia en el remolque. Había poco que hacer en esas horas, fuera de charlar, leer, revisar los trabajos o dormir. De hecho, el único que sacaba algo de provecho a esas veladas nocturnas era Moro, que tenía aparatos para observar el puente a distancia; casi como si fuese un zoólogo en vez de antropólogo. Una vez que el médico se lo comentó, se había echado a reír.

—No es bueno interferir demasiado con ellos: es el problema del observador que influye en lo observado, sólo que peor. Ya te lo he dicho: esta gente es muy suya y, aunque acaben por acostumbrarse a ti, nunca te aceptan. En eso, sí que se parecen más a los animales que a un grupo humano normal.

El incidente sucedió mientras dormían, pasadas las tres de la madrugada. Fue un zumbido insistente el que despertó a Huertas, que se revolvió y, entreabriendo los párpados, trató de descubrir qué estaba sonando. Pero Moro ya estaba en pie, en calzoncillos, trasteando en sus monitores.

—Hay alguien ahí fuera.

—Será alguno de los negros. —Adormilado, se restregó los ojos.

—No creo.

Saltando del camastro, Huertas se le unió. El monitor, conectado a los aparatos de observación, mostraba en verde a dos figuras borrosas, cerca del puente. El antropólogo había cogido su teléfono móvil y estaba hablando con alguien.

—… Sí, dos. Sí. Mejor no. Vale: de acuerdo. —Bajó el teléfono y sólo entonces se fijó en que la chicharra seguía sonando. La desconectó con un gesto seco.

—¿Qué es eso? ¿Una alarma?

—Más o menos. Se activa si hay movimiento de algo grande en un radio de acción fijado de antemano.

Se quedaron sentados en la penumbra del remolque, observando a las dos figuras del monitor y Huertas, por alguna razón, no se animó a hacer más preguntas. No tuvo que pasar mucho tiempo —apenas cinco o seis minutos— antes de que aparecieran más bultos en pantalla.

Moro salió, seguido del médico. Había movimiento en la noche, en un punto que formaría casi un triángulo equilátero con el puente y el tráiler. La oscuridad y las montañas de basura interpuestas no permitían distinguir gran cosa, pero se oían gritos y unos destellos azules y fríos iluminaban a fogonazos los alrededores; luces de policía. El antropólogo volvió a sacar su móvil.

—¿Viñas? Han aparecido dos merodeadores… No. Sí. Ya los han cogido. Sí. De acuerdo. Buenas noches.

Apagó, estuvo mirando aún unos instantes hacia el lugar del incidente y, por último, se desperezó antes de volverse hacia Huertas.

—He llamado a Viñas; tiene dicho que se le avise al instante, si pasa algo parecido… bueno, ¿nos vamos a dormir?

El otro, aunque asintió, se quedó todavía cierto tiempo fuera, mirando el centelleo azul y silencioso. Porque todo —la existencia de alarmas, la primera llamada y la rapidez con que había llegado la policía, así como el hecho de que Viñas hubiera ordenado que le avisasen en casos así— indicaba que se esperaba que pudiera ocurrir algo parecido.

Las luces azules se pusieron en marcha; se alejaron, alumbrando a destellos los montones de basura. Huertas las siguió con los ojos y, justo en ese momento, recordó aquel incidente del mendigo quemado. Pero después, negándose a dar de momento más vueltas al asunto, entró y se fue también a dormir.

* * *

Unos días más tarde, al llegar a primera hora al vertedero, advirtió que algo no iba bien. El todo terreno de Viñas estaba aparcado junto al remolque y había una ambulancia privada a la boca del puente. Dejó el coche donde siempre y, a paso rápido, fue hacia allá. Había cierta agitación en el túnel y fue el propio Viñas, al verle llegar, el que le salió al paso.

—Tomás ha muerto.

Se detuvo, cogido por sorpresa. Aquél era uno de los indigentes que, tanto por fenotipo como por grupo sanguíneo, parecían centrar el interés de la Fundación. Ninguno de ellos usaba apellido, sólo un nombre, y más de una vez el médico se había preguntado si no sería ése el motivo por el que la gente de la Fundación se llamaba entre sí por los apellidos.

—¿De qué ha muerto?

—Moro le ha encontrado esta mañana. Un par de ellos fueron a avisarle al remolque.

—¿Pero de qué ha sido?

—No lo sabemos: estaba donde solía dormir, tapado con mantas, así que ha tenido que ser durante el sueño.

—Humm… —Huertas se pasó los dedos por entre los cabellos.

—Tranquilo, que no pasa nada. —El supervisor quiso quitar hierro al asunto, viéndole inquieto—. Le harán la autopsia y punto.

—Parecía tener buena salud.

—Bueno, tranquilo.

Moro y Peregrino estaban a la entrada del túnel, mirando. Moro con las manos en los bolsillos y el pelo negro alborotado; Peregrino flaco y con la cabeza afeitada, fumándose un cigarrillo. Dentro, dos hombres colocaban el cadáver en una camilla, ante los ojos de los demás indigentes. Unos observaban con interés y otros con ese recelo, tan teñido de temor, que produce en muchos la muerte. Pero nadie parecía mostrar nada semejante al dolor o al pesar.

Los dos hombres hicieron rodar la camilla y, con la rapidez que da la práctica, la cargaron en la ambulancia. Luego, subieron sin decir una palabra y se pusieron en marcha. Los cuatro se quedaron mirando cómo se alejaba por el camino, dando botes y con las luces apagadas.

—Creo que debieras estar en la autopsia —comentó Viñas, con los ojos puestos aún en el vehículo.

—Me gustaría. ¿Dónde…?

—Tenemos instalaciones propias.

—¿Para autopsias? —Se volvió hacia el supervisor, perplejo. Cada vez se preguntaba más si no se habría metido en algún mal asunto; aunque la presencia de la policía, unas noches antes, parecía descartar, al menos, que todo aquello fuese ilegal.

—Sígueme con el coche. —Viñas echó a andar hacia el suyo—. Vas a conocer al doctor Arroyo; una verdadera eminencia. Él podrá explicarte, mejor que nosotros, unas cuantas cosas. Porque supongo que, a estas alturas, tienes muchas preguntas que hacer.

—Muchas; desde hace un tiempo.

—Menos mal; empezaba a dudar ya de tu inteligencia. —Sonrió—. ¿Y cómo es que no has dicho nada?

—Soy así.

Viñas soltó una carcajada, porque le hizo gracia aquella salida. Sacó la llave de su todo terreno.

—Anda; sígueme.

* * *

Un coche detrás del otro, fueron hasta uno de los barrios del centro, a una de esas calles laterales y tranquilas, llenas de edificios del siglo pasado, palacetes y jardines que son un estallido de verde tras las verjas de hierro negro. Viñas se detuvo ante un paso de carruajes, con el coche de Huertas detrás, y sólo tuvo que hablar un instante por el telefonillo, antes de que el portón se abriera con suavidad.

El garaje no era muy grande. Viñas señaló, con el dedo, un sitio para el coche de Huertas. No había ascensor y sí una escalera ancha y de dos tramos. El doctor Arroyo estaba en su despacho, atareado con montañas de papeles, y no pareció hacerle mucha gracia la interrupción; aunque se suavizó algo al saber que el acompañante de Viñas era también médico.

Él mismo era un hombre de edad —por lo menos ochenta años—, de ésos que parecen ir resecándose con el paso del tiempo, y, con la bata blanca, resultaba casi una caricatura de sabio a la vieja usanza. Alto, flaco y con una expresión entre lo abstraído y lo huraño que llamaba la atención.

—Vamos a ver —gruñó, sin dirigirse a ninguno en particular—. ¿Se lo han explicado ya?

Viñas negó con la cabeza.

—Vaya por Dios; siempre me toca a mí —rezongó, poniéndose en pie y apartando con gesto irritado sus papeles—. Muy bien. Venga conmigo, joven.

Huertas, intrigado —y secretamente divertido por esos modales de ermitaño—, le siguió. Viñas, aludiendo a asuntos pendientes, se fue. Arroyo, haciendo gestos con la mano, le introdujo en una segunda habitación.

El visitante se detuvo en puertas, boquiabierto. No sabía que esperaba, si es que esperaba algo; pero, desde luego, no una estancia de buen tamaño que parecía un museo en miniatura. Había cráneos, huesos enteros o hendidos, un par de esqueletos completos, vísceras y fetos en grandes frascos, archivadores, libros, diagramas y una multitud de fotografías enmarcadas en las paredes.

—¿Qué sabe usted de antropología médica?

—Poco. Puede decirse que nada. No es algo que se estudie en la carrera.

—Y usted no se ha preocupado de aprender por su cuenta. No me sorprende; ustedes, los jóvenes, carecen de cualquier curiosidad intelectual.

—Tal vez no es así —replicó, picado—. Puede que mis prioridades, y las de otros, no coincidan con las de usted.

—¡Bah! —Arroyo hizo un mal gesto, como irritado ante la mera suposición de que pudiera haber cosas más importantes en el mundo—. De acuerdo, ¿cuánto sabe del asunto que tenemos entre manos?

—Casi nada. Me contrataron hace un mes y nadie me ha contado gran cosa.

—Es el método que suelen usar. Pero ya se habrá dado cuenta, supongo, de que ellos —y puso especial énfasis en aquel ellos— no son gente común.

—Desde luego.

—Bien: enumere las características que, a su juicio, les hacen distintos.

Huertas le miró algo atravesado; porque muchas cosas allí, desde las osamentas a la bata blanca de Arroyo, le hacían sentirse de vuelta a los días de facultad y a aquellas espantosas pruebas orales a puerta cerrada. Suspiró.

—Bueno. Muchos de ellos presentan el mismo fenotipo: son bajos, fornidos, algo patizambos, con un acusado prognatismo y, en bastantes casos, un poco contrahechos. Y está el asunto del grupo sanguíneo; casi todos los individuos con este fenotipo pertenecen a uno que no es ninguno de los normales.

—Sí —aprobó Arroyo—. Hace bien en no colocar el tema del grupo sanguíneo en primer lugar: por muy llamativo que resulte, no os sino uno más de los factores a tener en cuenta. Venga —puso la mano sobre una de las osamentas—. Dígame qué diferencias aprecia, a simple vista, con respecto a un esqueleto tipo.

Huertas observó los distintos huesos, pero Arroyo apenas le dio tiempo para pensar. Como molesto por la torpeza de su visitante, le apartó para señalar él mismo las divergencias.

—Fíjese, hombre. ¿No ve lo anchas que son las clavículas? Y mire aquí, a las costillas flotantes, que están reducidas a poco más que vestigios —iba apuntando con el dedo, con rapidez—. Los fémures se arquean de una forma muy característica y las escápulas son muy grandes; es esto último lo que les da el aspecto de ser algo jorobados. Y lo más llamativo está aquí: carece de cóccix. Fíjese, hombre; no hay ni rastro del mismo.

Huertas se inclinó un poco y, asombrado, paseó los dedos por la zona. Su anfitrión no mentía: el cóccix, ese último vestigio de la cola de los monos, que el hombre posee al final de su columna vertebral, bajo el sacro, faltaba por completo.

—¿Es representativo este esqueleto?

—Sí. Podríamos decir que es uno de los mejores esqueletos tipo que existen en el mundo.

El otro cabeceó mientras palpaba de nuevo bajo el sacro; aunque no se le pasó por alto la forma de hablar de Arroyo, que parecía referirse a un gran grupo, mucho mayor que los pocos individuos acampados junto al vertedero.

—Con todo esto, ¿qué conclusión saca?

—Ninguna —replicó Huertas, que ya iba cansándose de que anfitrión pareciera estar poniéndole a prueba—. Sáquela usted por mí, ya que seguro que tiene más datos y, sin duda, ha contado con mucho más tiempo para ponderarlos.

—Humm. —El otro no pareció molestarse ante esa respuesta—. Bueno; está muy claro que nos hallamos ante un grupo sumamente diferenciado. Mucho.

—¿Y a dónde nos lleva todo esto? ¿Qué son? ¿Una especie de raza aparte, producto de la endogamia entre mendigos?

—No, amigo. —Arroyo se rio entre dientes—. Sigue sin darse cuenta de la escala a la que nos movemos. Cuando hablo de un grupo sumamente diferenciado, lo hago en serio. No me refiero a variantes tan pequeñas como las que marcan las razas humanas. Este sujeto —golpeó con el índice el esqueleto— pertenece a una especie distinta de la nuestra.

Huertas se le quedó mirando de hito en hito, durante un momento muy largo.

—¿De qué está hablando? —acertó a preguntar por fin.

—De que éste —volvió a tocar al esqueleto— así como sus parientes del vertedero y muchos más que andan sueltos por todo el mundo, mezclados con el resto, y a los que algunos hemos dedicado casi toda nuestra vida a estudiar, no pertenecen a la misma especie que nosotros. No son Homo sapiens. De hecho, en buena ciencia, no creo ni que pudieran ser catalogados como Homo.

* * *

En días posteriores, Huertas pensaría mucho en todo lo que le había contado esa mañana el doctor Arroyo; aunque sin dejar de notar lo poco que le habían estremecido sus revelaciones. Se quedó atónito, desde luego; pero ni el cielo ni la tierra parecieron rajarse, como se supone que un descubrimiento así habría de hacer sentir a la gente.

Hablaron largo y tendido, claro, ya que una persona normal no podía aceptar, así como así, una afirmación de tal calibre. Y, tal como fue la charla, tuvo la impresión de que Arroyo ya había mantenido otras muchas parecidas antes de ésa.

—No son una mutación —le había dicho—; siempre han estado con nosotros y lo más probable, de hecho, es que sean más antiguos que el Homo sapiens. Pero hasta los años cuarenta, con las nuevas técnicas, fruto de la II Guerra Mundial, y la extensión de la atención sanitaria, nadie sospechaba siquiera su existencia.

Fue entonces cuando se descubrieron los primeros sujetos y, a partir de entonces, habían sido buscados y estudiados con la mayor discreción. Y casi todos los expertos estaban de acuerdo en que ni siquiera se trataba de una especie, una rama, del grupo Homo; sino de un pariente aún más lejano.

—Por eso le pregunté por sus conocimientos de antropología médica; pero, claro, no se estudia en la carrera y no interesa a casi nadie. —Cogió un fémur de una repisa y lo contempló pensativo—. Verá, es muy sencillo. A lo largo de la evolución, ha habido por lo menos dos géneros dentro de la subfamilia de los homínidos: el australopiteco y el Homo. Algunos hablan de tres: australopiteco, parántropo y Homo; y quizás hayan existido más; los fósiles son muy escasos. Nosotros, el Homo sapiens, somos una especie perteneciente al género Homo y siempre se ha supuesto que éramos el único homínido vivo.

—Y no es así.

—No, no lo es. —Le mostró el hueso—. Observe este fémur. Es más arqueado y la disposición interna de las trabéculas distinta; lo que, unido a la forma del sacro y los ilíacos, da una tendencia al arco mayor que en el Homo sapiens. Toda su estructura ósea es más baja y ancha, de ahí la reducción de las costillas flotantes a vestigios. También, en consecuencia, los órganos son en general más achatados.

—¿Y qué dice que son, australopitecos?

—Una especie del género australopiteco; eso es lo que creen muchos y hay argumentos sólidos a favor de tal teoría. —Cogió ahora un cráneo—. Ellos, como los fósiles, presentan un arco dentario con tendencia parabólica y un prognatismo muy acusado. —Pasó la mano por la frente retraída, dando énfasis a sus palabras—. Por supuesto, esto último también se ve en el Homo sapiens: el prognatismo es común en la raza negroide; los caucasiano-mongoloides suelen ser ortognatos, aunque hay dos poblaciones entre éstos con abundancia de prognatos; los españoles y los japoneses, curiosamente.

Devolvió la calavera a su sitio.

—De todas formas hay otros factores que les señalan como algo muy distinto. La presencia de esa proteína, la H, en la superficie de los hematíes. La diferente composición de la saliva (¿se le escapó eso, eh?). Hay muchos datos y, quizás, el más concluyente es el hecho de que la unión entre ellos y nosotros es estéril. Pero la cosa no está del todo clara e, incluso en nuestro pequeño círculo de iniciados, hay debates y enemistades por tal asunto.

—¿Y cuál es su opinión?

—Yo no dispongo de tiempo para esas tonterías, hijo. Raza, especie, grupo, son convenciones arbitrarias, herramientas. Son útiles mientras no se deje enredar uno por ellas; entonces, se convierten en un estorbo de lo más molesto.

Huertas se detuvo ante una de las fotos de las paredes. Era una antigua, de los años veinte o treinta, y mostraba a uno de ellos con su típico aspecto fornido y poco despierto, vestido con un traje barato y una gorra, empujando un carrito de mano al tiempo que miraba a la cámara con una especie de curiosidad desvaída. El trasfondo borroso de los edificios, por algún motivo, le hizo pensar que la instantánea había sido tomada en algún lugar de Centroeuropa.

—¿Les han dado algún nombre científico?

—Sí: ninguno. —Arroyo se volvió hacia él—. No existen; eso métaselo muy bien en la cabeza. No existen. ¿Me entiende?

—No existen —repitió el otro, asintiendo—. Entiendo.

—La gente no debe sospechar nunca nada. Nunca. Nada. Cueste lo que cueste.

* * *

Hablaron largo y tendido sobre el asunto y aún así Huertas, apabullado por la revelación, sólo llegó a plantear unas pocas del sinfín de incógnitas que luego le vinieron a la cabeza. Además, pasadas un par de horas, se realizó la autopsia, en la que él estuvo presente y que demostró, para su alivio, que el mendigo llamado Tomás había muerto de fallo cardíaco. Fallos cardíacos y derrames cerebrales eran la principal causa de muerte en aquella gente, una vez rebasados los sesenta años. Arroyo le había comentado algo al respecto.

—Es casi como si su organismo estuviese diseñado para durar en torno a medio siglo. Se conocen muy pocos casos en los que hayan llegado siquiera a los setenta años.

Más tarde hablaría del asunto del secreto con Viñas, mientras ellos recogían muestras de las basuras del vertedero. Y, al escucharle, el supervisor había sacudido la cabeza, con una sonrisa críptica.

—Tenemos censados a varias decenas de miles, casi todos en Europa y Asia —le comentó mientras, provisto de guantes y pinzas, iba sacando toda clase de restos, para guardarlos en bolsas numeradas—. ¿Te imaginas lo que podría ocurrir si se conociera su existencia?

—Estarían en un serio peligro.

—¿Peligro? Bueno, quizás. —Volvió a sonreír—. Pero, con los tiempos que corren, más bien creo que sucedería lo contrario. Se convertirían en el centro de atención, los medios de comunicación estarían todo el día pendientes de ellos y, sin duda, los biempensantes pondrían el grito en el cielo al conocer sus condiciones de vida. Unos y otros se lanzarían a arreglarles la vida y les convertirían, en el fondo, en un juguete; algo así como la mascota de la humanidad… eso es algo que no podemos permitir.

—Visto así…

—Aunque, claro, no podemos descartar que algún día lleguen a triunfar cierto tipo de ideologías.

—¿Algo así como los nazis? No parece muy probable.

—Hoy en día no; pero la historia humana se mide por siglos y milenios, no por años o décadas. Y el racismo no es la única ideología potencialmente capaz de eliminar a segmentos enteros de una sociedad. ¿Qué pasaría sí, por ejemplo, a algún régimen integrista, del credo que sea, le da por considerarlos abominaciones? Ssss. —Con un sonido sibilante, se pasó el pulgar por la garganta—. Adiós. Millones de años barridos en un solo pogromo.

—Espera. —Huertas estaba haciendo memoria ahora—. Hace unos años, cuando trabajaba en urgencias, tuve que atender a un mendigo al que le habían prendido fuego. ¿Y si…?

—Lo sé. Está en tu expediente y fue una de las razones por la que te ofrecieron el puesto. Los reclutadores pensaron que serías más sensible a la problemática del asunto.

—Ah. —Se quedó un momento parado, cogido por sorpresa—. Oye, ¿no sería aquel mendigo uno de ellos?

—Lo era.

—¡Vamos…! No me digas que alguien lo sabe y está matándolos.

—No estamos seguros —suspiró fastidiado—. Han matado a bastantes mendigos así, quemándolos, y muchos de ellos pertenecían a ese fenotipo en concreto. Es de suponer que no todas las muertes son obra de los mismos ni por igual motivo; así que esto es un lío. Pero sí; es posible que alguien esté en el secreto y se dedique a matarlos.

—¿Pero por qué?

—No lo sé ni me importa, a no ser que el móvil pueda llevarnos hasta ellos. —Hizo chascar sus pinzas en el aire—. Pero te aseguro que, si algún día los descubrimos, no volverán a quemar a nadie. Por cierto, no discriminan demasiado; cualquier mendigo que encaje más o menos con el fenotipo, es una víctima potencial.

—¿Qué quiere decir eso?

—Me extraña que no te hayas fijado. Aquí mismo tenemos a dos con su fenotipo y grupos sanguíneos normales.

—Es cierto. —Le miró, azarado—. Lo había olvidado; pero es que tengo tantas preguntas en la cabeza que unas se tapan a otras. Sí, ¿qué significa eso?

—Pues que no son de ellos, aunque lo parezcan. El fenotipo achaparrado, patizambo, prognato, también existe entre nosotros.

—Así que esos dos son humanos…

—Humanos son todos; eso que no se te olvide jamás. No se trata de aplicar ninguno de esos formalismos tontos tan al uso hoy en día —sonrió con desprecio—; pero sí que es verdad que, a veces, uno piensa según nombra a las cosas. Es por eso por lo que tampoco se les ha puesto nombre científico: no queremos que nuestro personal empiece a verlos como animales. No lo son: son gente.

—Desde luego. Pero entonces esos dos…

—Casi un tercio del grupo no son ellos y, de ese tercio, dos son pseudo-ellos. —De nuevo sonrió—. Todo esto es jerga, ya te irás acostumbrando.

—Ya. Oye, un tercio es mucho.

—Es la proporción normal en un grupo así. No creas que no trae de cabeza a antropólogos y estadísticos, como te podrán explicar…

Se interrumpió y ambos volvieron la cabeza, porque acababa de estallar un pequeño jaleo a no mucha distancia. Un indigente —uno de los del fenotipo achaparrado y prognato— parecía tener una violenta discusión con uno de los negros. Estaban peleando, a grandes gritos, por el derecho a buscar en determinado montón.

Observaron algo inquietos; pero, aunque con muchas voces y ademanes, el incidente duró poco y nunca hubo peligro de que llegaran a las manos. Luego, con insultos y malos gestos, cada uno se fue por su lado.

El negro desapareció en seguida y tanto Huertas como Viñas se quedaron mirando al indigente, que se dirigía con andares bamboleantes hacia el puente, con un saco en la mano y refunfuñando. Después, llegó Moro.

—Ya lo he visto. No es el primer roce que se produce y creo que cada vez son más frecuentes. Se trata de una cuestión fronteriza, de hasta donde llega cada uno. Es lo mismo que una disputa territorial entre dos bandas de recolectores y cazadores; exactamente igual.

—¿Hay algún peligro? —Viñas se quitó los guantes, hastiado, y encendió uno de sus cigarrillos negros.

—Quizás. Ya veremos: estos asuntos no tienen por qué resolverse necesariamente mediante violencia. A veces, las fronteras se estabilizan a base de demostraciones incruentas, como la de hace un momento.

—Estate atento… y tenme al tanto.

* * *

Un par de días después, Huertas fue testigo de un encuentro similar; aunque éste tuvo lugar al atardecer, cuando la luz iba ya decayendo, más o menos en el área central del vertedero. Dos negros y un indigente, que iban rebuscando por los montones, espantando a las gaviotas, tuvieron un altercado a base de insultos y gestos.

Él se mantuvo a distancia, viéndoles disputar y sin saber muy bien qué hacer, en caso de que la cosa fuese a más; por eso, respiró más tranquilo al advertir que Moro también andaba cerca. Pero unos y otro, como la vez anterior, se separaron sin llegar a mayores, yéndose cada uno por su lado y dejando el asunto, al parecer, en empate.

Aliviado de que todo hubiera quedado en eso, salió al encuentro del antropólogo, que iba ya hacia él, con el pelo negro alborotado, el ceño algo fruncido y las manos en los bolsillos.

—Ffff. Creí que llegaban a las manos.

—Yo no. Ya te lo dije: ninguno de esos dos grupos es muy belicoso; las bandas no suelen serlos y éstos no van a enfrentarse físicamente de buenas a primeras. Aunque, desde luego, parece que la situación se encamina a eso; es el cuarto altercado que veo y seguro que ha habido alguno más.

—¿Qué ese eso de que las bandas no son belicosas?

—Me refiero a bandas desde el punto de vista antropológico, que es lo mío. —Se quedó mirando la cara del médico, antes de sonreír—. Te suena a chino, claro.

—Del todo. ¿Quieres decir que todos éstos son algo así como tribus?

—Precisamente, tribu es lo que no son. —Echó a andar despacio entre las montañas de residuos—. De todas las teorías, la que más me gusta es ésa que define a la tribu según el concepto de paz. Paz como opuesto de guerra. Dentro de una tribu hay paz: nadie perjudica a nadie, no se mata ni roba. No hay tribus entre los animales; es una forma social puramente humana y es la base del bienestar material.

—¿Material?

—Sin tribu, no hay progreso más allá de cierta fase. Quien pertenece a una tribu, puede irse de caza o a sembrar con la certeza de que los demás no le van a robar en su ausencia. Una banda de monos no recoge o caza más que lo que necesita; si uno de ellos se aleja un momento dejando abandonados sus plátanos, los demás se los comen. En una banda no es posible almacenar nada. Y está el asunto del liderazgo: en las bandas animales, los machos más fuertes lo acaparan todo, desde las hembras al poder, y, cuando envejecen o enferman, lo pierden todo. En una tribu, la jerarquía basada en la fuerza bruta es algo excepcional.

—¿Y dices que estos forman bandas como los monos?

—No, no. Bandas humanas, que son distintas. Pero, entre ellos, los lazos son menos fuertes y no existe el sentido de propiedad, más allá de lo puesto. Y ya viste el caso que le hicieron a Tomás una vez muerto. Bandas de este tipo son poco más que una agrupación de defensa frente al exterior. Son grupos muy poco estructurados.

—Oye… ¿tienen conciencia ellos de ser diferentes?

—Parece que no. Ya has visto que casi un tercio del grupo está formado por mendigos corrientes y molientes, y se emparejan unos con otros. Creemos que no saben que son otra cosa… pero la cosa tampoco acaba de estar del todo clara.

—¿Y qué pasa con los negros del otro campamento? ¿También ellos forman una banda?

—También. Son un grupo muy poco homogéneo. No sé si te has acercado a ellos, pero muchos hablan entre sí en mal español, porque cada uno viene de un sitio distinto. Les une la necesidad y poco más.

Hubo un silencio. Luego, siempre caminando entre las basuras, Huertas meneó la cabeza.

—Pero eso de que las bandas son pacíficas…

—Yo no he dicho que sean pacíficas, sino que son poco agresivas, que no es lo mismo. —El antropólogo sonrió con rudeza—. Tú estás pensando en las pandillas urbanas. Pero si hablamos de miseria y de guetos, la cosa cambia por completo. Las bandas urbanas de las zonas marginales de Brasil o Estados Unidos, por ejemplo, aparte de tener muy poco que ver con las de cazadores y recolectores, son tremendamente agresivas. Pero igual les sucede a los monos africanos en los parques superpoblados. Las privaciones producen conductas anómalas. Por una razón parecida, los negros de otro lado son algo más belicosos que ellos. Por la miseria.

—¿Y ellos no están en la miseria?

—No: esto es su hábitat natural. En cambio, los negros del otro lado son gente normal, con suficiente iniciativa como para ponerse en marcha ante la presión de circunstancias desfavorables y que no han encontrado en su punto de destino otra cosa que penurias.

—No parecían muy combativos hace un momento: aunque eran dos contra uno, han dejado la cosa en tablas.

—¿No te estoy diciendo que las bandas rehuyen los conflictos armados? Las tribus no: el sistema tribal es mucho más cohesivo, hay mucha mayor identificación entre sus miembros y la dicotomía nosotros-ellos es más radical. Las tribus son belicosas, las bandas no. Las segundas son mucho más pequeñas que las primeras y se muestran más tímidas al conflicto. Casi todos los enfrentamientos entre ellas se resuelven mediante demostraciones y choques muy limitados.

—Pues, aunque sea a nivel de demostración, ha acabado en empate.

—Ten en cuenta que nosotros estábamos visibles. Los negros nos asocian, desde luego, con el campamento del puente, y no sabían si íbamos a intervenir o no. Nuestra simple presencia suponía una presión para ellos.

El médico asintió y anduvieron un trecho en silencio. Seguían vagado, como el que pasea, por el vertedero. El sol estaba bajo, ocultándose ya detrás de las torres de viviendas, al oeste, y soplaba esa brisa fresca que precede al anochecer. Los montones que ardían por combustión espontánea humeaban sin llama, las gaviotas revoloteaban en busca de residuos y, si uno se subía a alguna de las montañas de escombros, podía ver cómo, a uno y otro lado, los hombres revolvían cansinamente en busca de cualquier resto aprovechable. El olor a materia orgánica en descomposición era terrible, aunque todos allí hacía tiempo que habían dejado de percibirlo.

—Una cosa. —Huertas rompió el silencio, observando a uno de los buscadores, a cierta distancia—. Has dicho algo… ¿debo entender que, para ellos, éste es su hábitat natural?

—Todos los que tenemos censados, y son varias decenas de miles, viven de la busca, la mendicidad y cosas así.

—Sí, pero ¿es ése su hábitat?

—Ahora sí: se han convertido en los carroñeros de la humanidad. No siempre debió ser así, claro. Pero, en algún momento dado, hace decenas o cientos de miles de años, entraron en conflicto con el Homo sapiens y perdieron. Cuando dos especies compiten por el mismo nicho ecológico, una de ellas resulta aniquilada… a saber cuantas veces ha sucedido entre distintas especies o géneros de los homínidos.

Se encaminaron hacia el remolque, porque el sol ya había caído y comenzaba a oscurecer entre los montones de detritus.

—Pero ellos no resultaron aniquilados.

—No. Después de todo, estamos hablando de homínidos; seres que, pese a todos sus defectos, son uno de los productos más flexibles de la evolución. En el choque con el Homo sapiens, o su antecesor, salieron perdiendo; pero, en vez de extinguirse, se adaptaron y lograron sobrevivir. Se movieron hacia un nicho ecológico contiguo para vivir de las sobras del vencedor. Seguro que, como pasa con otras especies, su aspecto cambió para pasar más o menos desapercibido entre sus huéspedes… y digo huéspedes porque los biólogos que están en esto, como Viñas, lo consideran un caso de parasitismo.

—¿Parasitismos? ¿Qué mal hacen a nadie?

—¿Mal? Yo estoy hablando de biología, no de moral.

—Yo soy médico, no biólogo.

—Ya. El parasitismo no tiene por qué ser nocivo para el huésped. En los casos de comensalismo, el parásito se beneficia sin que el parasitado gane ni pierda nada. Ellos se han convertido, para sobrevivir, en carroñeros de la humanidad y llevan miles de años a nuestro lado, en ese papel, sin ser descubiertos. Son tímidos y nada combativos, aunque, antes de su confrontación con el Homo sapiens debían ser de una forma muy distinta… cuál, es algo que nunca sabremos.

* * *

Huertas se aplicó a su labor, tomando muestras, tratando a los indigentes de la multitud de dolencias menores que les afligían —aunque sería difícil encontrar pacientes más desidiosos que ellos— y, ya en calidad de iniciado, no dejaba de pedir más y más documentación sobre el asunto a Viñas.

Descubrió que, pese a sus modales despreocupados, tanto Moro como Peregrino vivían para su trabajo y él mismo se encontró con que, según pasaba el tiempo, se absorbía más en él. De hecho, una tarde se animó a comentarlo con los otros; mientras estaban sentados en las escaleras del remolque, al final del día, tomando una cerveza.

—¿Verdad que esto engancha? —El calvo Peregrino se sonrió, al tiempo que cruzaba una mirada con el antropólogo—. De todas formas, los de la Fundación saben muy bien qué clase de gente contratan.

—¿Eso qué quiere decir?

—Suelen reclutar gente del tipo obsesivo. Tipos como Moro o como yo, o como tú. —Volvió a sonreír—. O eso creo, por lo poco que te conozco.

—Bien pudiera ser. —También sonrió.

—¿Cuántos estarían dispuestos a trabajar en una investigación como la nuestra, que durará más que nuestra vida y que, pese a su importancia, nunca saldrá a la luz pública? Piensa en el viejo Arroyo: es una de las mayores autoridades, a nivel mundial, sobre su anatomía y fisiología; pero nunca le darán el Nobel por ello y su nombre no aparecerá jamás en los libros.

—Bueno, yo no soy de los que se vuelven locos por los laureles. ¿Pero cómo es que estamos tan pocos? Un biólogo, un estadístico, un antropólogo y un médico. ¿Cómo no hay psicólogos, sociólogos…?

—Los hay, hombre. Pero no podemos instalarnos en masa a su lado; eso lo alteraría todo. Estás empezando con la Fundación y aún hay mucho que no sabes: en realidad, vamos rotando. Cualquier día nos mandarán a alguno de nosotros a otro grupo y traerán, en vez, a un psicólogo, por ejemplo.

—Ya verás —medió Moro— lo curioso que resulta hablar con unos y con otros. Es entonces cuando uno se da cuenta, en realidad, de lo diferentes que son ellos de nosotros. —Dio un trago a su cerveza—. Justo antes de venir aquí, estuve tres meses en un equipo de Zaragoza, en el que también había un lingüista. Parece que ellos, en algún momento del pasado remoto, debieron tener algún tipo de lenguaje propio.

—Suponiendo que sea verdad, nunca sabremos cómo era ese lenguaje. —Peregrino sacudió la cabeza.

—Hasta cierto punto. Un lenguaje, en sentido amplio, responde a las pautas físicas y mentales de quienes lo usan. Los pájaros y las abejas tienen códigos hechos de giros y piruetas en el aire, ya que están dotados de alas. Y para muchos humanos, dado que tenemos manos, los gestos lo son todo.

Hizo una pausa, dio otro sorbo a su cerveza.

—Daba gusto hablar con aquel lingüista (Vara se llama; supongo que le conoces, Peregrino). Según él, ellos se han adaptado a los lenguajes humanos, pero muestran algunas peculiaridades que son comunes a todos ellos y que resultan de lo más significativo. Por ejemplo, en español, ellos nunca usan el pretérito perfecto simple; en cambio, utilizan el compuesto.

—Nunca se me dio muy bien la lengua —gruñó el estadístico.

—Vale. Lo que quiero decir es que uno de ellos nunca dirá me caí, por ejemplo, sino me he caído; y si tal cosa hubiera sucedido hace treinta años, seguiría diciendo me he caído. Es como si, para ellos, la existencia fuera una especie de línea continua y no viesen el pasado remoto, como nos pasa a nosotros, como algo ya cerrado. O ésa es la hipótesis.

—Hipótesis —volvió a refunfuñar el estadístico—. Eso es todo lo que tenemos siempre al final; hipótesis.

—Pues hazte a la idea de que todos los que estamos aquí nos moriremos de viejos y aún seguirán siendo hipótesis… ¿Qué te responde uno de ellos cuando le preguntas su nombre?

—¿Te lo dicen y ya está? —aventuró Huertas.

—No va por ahí. Cuando les preguntas, te responden diciendo, por ejemplo, me llamo José; nunca mi nombre es José. El verbo ser parece no existir para ellos; nunca son, sino que sólo están, como si todo fuese mutable y transitorio… ninguno de nosotros se ha fijado en ello porque no es nuestro campo.

Apuró la cerveza y se puso en pie.

—Muy bien señores, me voy a casa —dijo con sonrisa maliciosa—. Que tengan ustedes una buena guardia.

—¿Se sabe algo de los merodeadores de la otra noche? —quiso saber Huertas.

—Dos espabilados: andaban dando vueltas por aquí, a ver si podían rapiñar algo del remolque.

—Entonces no… —Respiró algo aliviado, porque había vuelto a recordar a aquel mendigo que quemaron en plena calle.

—No. Nunca han cogido a un exterminador de ellos, si es que de verdad hay una gente que sabe que existen y se dedica a matarles; que es algo que también está en duda. Se supone, pero nada más.

—Hipótesis —el estadístico estrujó su lata de cerveza—. Hipótesis.

* * *

A los pocos días de esa conversación, Huertas volvió a las profundidades del vertedero, en compañía de Moro. El antropólogo se dedicaba a estudiar los movimientos de los indigentes y a entretener al otro con su charla, mientras el médico recogía muestras. A veces, cuando el primero se lo indicaba, el segundo se detenía a observar algún detalle del comportamiento de los mendigos.

El sol caía a plomo, algunos montones humeaban y el hedor era abominable. Las gaviotas revoloteaban gritando, blancas contra el azul, y los camiones pasaban traqueteando. Los plásticos, los metales, los vidrios rotos centelleaban y a Huertas, vueltos los ojos hacia esa extensión y a los hombres que rebuscaban en las basuras, entre el calor y los olores, le pareció estar ante un paisaje extraño y arcaico, un remedo de aquellos inmensos arenales de la edad Secundaria, por el que vagaban criaturas míticas. Y las torres de viviendas al fondo, cuya imagen temblaba en la atmósfera recalentada, no hacían sino reforzar la sensación.

Aquel día había mucha actividad y tanto los mendigos del puente como los inmigrantes del otro lado habían acudido en gran número a la busca. Revolvían por los montones, ignorándose mutuamente y Huertas, en un momento dado, se lo comentó al antropólogo.

—Parece que la cosa se va calmando, ¿no? —Le señaló la abundancia de buscadores, separados unos de otros por escasos metros.

—¡Qué va! —Sonrió el otro con la condescendencia del experto—. El hecho de que estén casi todos por esta zona, que es la fronteriza, indica que el conflicto se agrava. Están aquí, cada uno a su lado, para reafirmar el dominio sobre su territorio. Fíjate —señaló con el dedo—: todos están a la vista de los suyos y nadie quiere quedarse solo. Las dos bandas viven una situación prebélica y la ausencia de altercados no hace sino reafirmarlo: el tiempo de las demostraciones ha pasado ya y cualquier incidente puede desencadenar la lucha.

—¿Tú crees que llegarán a las manos?

—Veremos.

—No sé que pensar de ellos —dijo el médico, pensativo—. No parecen demasiado inteligentes, la verdad.

—Si la inteligencia es la capacidad de adaptación al medio, lo son y mucho; porque era convertirse en esto o sobrevivir.

—No te vayas por los cerros de Úbeda.

—Vale: ellos son diferentes. Si la inteligencia es la suma del instinto y el aprendizaje, ellos tienen más de lo primero y menos de lo segundo que nosotros. Mismos elementos, en distintas proporciones, pueden dar resultados muy distintos. Como ellos y nosotros; es todo.

—Ya.

—Y una cosa: el tema de su inteligencia es algo tabú. —Sacudió la mano, como disculpándose—. A mí me da lo mismo, pero te lo digo para que lo sepas.

—¿Tabú? ¿Por qué?

—Es un asunto delicado y la gente se pone de lo más nerviosa cuando se tocan ciertos temas; pierden los papeles. —Meneó enojado la cabeza—. Desde la época de los nazis, en cuestiones de ciencia hay vacas sagradas a las que es mejor no rozar.

—¿Temas intocables? ¿Lo crees de veras? —Huertas, a sabiendas, se dejó arrastrar a esa digresión, tan propia del otro.

—Y tanto. Con los nazis, hay un antes y un después en la ciencia; aunque pocos se den cuenta de ello. —Se detuvo, con la mirada puesta en los buscadores—. El nazismo fue una mezcla extraña de ciencia, pseudociencia e irracionalismo puro; hizo arder a medio mundo y causó docenas de millones de muertos. Una de las víctimas de toda aquella locura fue la ciencia porque, cuando todo acabó, fue puesta bajo tutela.

El médico le miró con respeto. Porque, en boca de aquel tipo rudo y de pelo alborotado, aquella perorata sobre la ciencia no sonaba a huero, como solía ocurrir tantas veces.

—Bueno, la bomba atómica y todo eso…

—No tiene nada que ver. —Le cortó con gesto indulgente—. Hasta los años cuarenta, la investigación era más o menos libre. Después, debido a la manipulación que hicieron los nazis de la ciencia para respaldar su ideología, se impuso una moral; un dogal. Hoy en día, uno no puede soñar con tocar ciertos temas, establecer ciertas hipótesis de partida, aunque sea para demostrar experimentalmente su falacia… por el simple hecho de hacerlo, los guardianes de la moral se echarían encima del osado sin darle tiempo a explicarse.

—Hombre. Entiendo lo que quieres decir; pero es que las teorías de los nazis…

—Ésa fue la excusa de los censores. Siglos de esfuerzos se han ido al traste. La actitud hacia la ciencia, hoy en día, es la misma que la de los fanáticos que condenaron a Darwin sin escucharle. El evolucionismo iba contra los dogmas, la moral imperante, y por tanto podía ser declarado falso y maligno, y perseguido. ¿Pero no pasa igual en nuestra época? Anda, plantea alguna hipótesis que choque contra las creencias de nuestros días…

Pegó un patadón a una botella de plástico vacía.

—Te diré que, personalmente, creo que ciertas cosas no se combaten con histerias ni con moralinas; con la ciencia basta. En un congreso celebrado en —dudó y se rascó la cabeza—, creo que fue en Estocolmo, los nazis anunciaron que iban a demostrar la menor capacidad craneal, y por tanto mental, de los negros africanos. Como descubrieron que todos los cráneos humanos tienen, más o menos, la misma capacidad, se presentaron con unos cuantos cráneos de gorila bajo el brazo. A eso me refiero: desenmascara las maniobras de ciertas gentes y acabarás con ellos.

—Las falsificaciones, hoy en día, ya no son tan burdas.

—No. —Sonrió—. Y, encima, todos se dedican a tejemanejes para llevar la pelota a su campo, con lo cual todos acaban en entredicho. Fíjate en lo que hacen todos con la estadística. Habla con Peregrino; él puede contarte cada cosa…

Anduvieron un rato en silencio, antes de que Huertas hablase de nuevo, ahora recordando algo.

—Se me ha venido a la cabeza, a propósito de nazis y moral… En la facultad de medicina nos contaron que, en los campos de concentración, a costa de experimentos atroces en personas vivas, los nazis lograron enormes avances médicos. Parece que, acabada la guerra, hubo un verdadero dilema moral sobre sí se debía usar o no algo obtenido mediante tales métodos.

—¿Y dónde está el dilema moral? El pasado ya no puede desandarse y el no usar esos descubrimientos hubiera sido sumar, además, el sufrimiento de los enfermos susceptibles de ser curados.

—Visto así… Pero me alegro de no haber sido yo el que tuvo que tomar la decisión de si destruir o publicar aquellos descubrimientos.

—Yo no. Creo que es mala cosa dejar a otros el trabajo sucio.

Huertas sonrió sin ofenderse, porque ya conocía el temperamento del antropólogo, y éste, notándolo, quiso quitar hierro a su manera.

—Basta de filosofías. Vamos a tomar unas cervezas, que nos las hemos ganado.

* * *

Sólo un día después, se produjo el tan temido enfrentamiento.

A Huertas le sorprendió en mitad del vertedero, enfrascado en su interminable recolección de muestras orgánicas, y la primera noticia que tuvo de que algo iba mal fue cuando se desató un clamor confuso, a cierta distancia de donde él se hallaba.

Se quedó quieto, oído atento, pinzas en mano. El griterío arreciaba aunque, de alguna forma, parecía estar cambiando de cualidad. Echó a andar hacia allí, al principio a paso lento y luego cada vez más rápido, temiendo lo peor. Aún no había llegado cuando resonaron varios tiros, como petardazos, y el vocerío cambió por segunda vez. Apretó aún más el paso, sin pensar muy bien qué estaba haciendo.

A la carrera, zigzagueando entre montañas de deshechos, desembocó en una porción de terreno algo más despejada, para encontrarse de golpe en el lugar del enfrentamiento. Pero ya todo había concluido. A un lado, diseminados y con expresiones que iban de la cólera al miedo, se hallaban los mendigos del puente; por la parte contraria, los inmigrantes huían en desorden. Y en medio estaban Moro y Peregrino, con sendas pistolas en las manos. Según llegaba Huertas, el estadístico alzó su arma e hizo otro disparo al aire.

Los vidrios brillaban al sol entre las montañas de basuras, la atmósfera recalentada vibraba y un soplo fétido corría a bocanadas por todo el lugar. Las gaviotas parecían cubrir los aires, espantadas por los tiros. El médico se acercó despacio, mientras los otros dos deambulaban como a cámara lenta por el espacio intermedio, sin quitar ojo a los fugitivos. Alguno de éstos hizo intención de pararse y mirar atrás; pero los otros dispararon de nuevo al aire, dos o tres veces, haciéndoles reanudar la carrera. En seguida, el último de ellos desapareció tras las dunas de escombros.

Moro, arma en mano, se acercó a Huertas, mientras Peregrino se quedaba vigilando aún un momento. Este último, con la pistola, la cabeza afeitada y la perilla, tenía un aire de bandido sardónico que el médico no había advertido antes.

—¿Qué ha pasado?

—¿Qué va a pasar? —El antropólogo se encogió de hombros—. Han llegado al enfrentamiento directo… a saber como ha empezado todo. Lo cierto es que estos infelices les han durado dos segundos a los negros; hemos tenido que intervenir.

—Creí que nos estaba prohibido.

—Excepto en ciertos casos, como éste. —Viendo cómo miraba el médico su pistola, se la guardó en la cintura, bajo la camiseta—. Será mejor que vayas a echarles un vistazo; hay por lo menos un herido.

—¿Algo serio?

—No. Le han dado un palo en la cabeza y le han descalabrado.

—¿Y los negros?

—Están todos bien; llevaban las de ganar… y nosotros hemos tirado al aire.

Sólo había aquel herido entre los del puente y no era de importancia. Huertas estuvo a punto de acercarse al otro campamento, pese a la afirmación de Moro, porque podía haber también alguna cabeza rota y eso, con las condiciones sanitarias del vertedero, podía acabar en algo serio. Pero tuvo miedo de que los ánimos estuviesen calientes y de ser mal recibido, así que lo dejó para el día siguiente.

No tuvo, empero, oportunidad de hacerlo. Esa misma noche —los tres se habían quedado en el remolque, aunque ni Huertas ni Peregrino tenían guardia— hubo gritos a lo lejos, aullido de sirenas, luces destellando. Salieron y se quedaron en silencio al pie del remolque, oyendo el escándalo y mirando el reflejo de las luces en la oscuridad.

—Se los están llevando a todos. —El estadístico encendió un cigarrillo.

—¿Ha sido la Fundación la que ha mandado a la policía? —preguntó Huertas.

—Sí —asintió Moro—; ellos no pueden competir con el Homo sapiens; no tienen nuestra agresividad y nosotros no vamos a estar siempre cerca, como esta mañana. Mejor prevenir.

—¿Y que van a hacer con ésos? —Señaló a la oscuridad, al otro lado del vertedero.

—Les darán un billete de vuelta a casa, aunque dudo que les haga mucha gracia. —El antropólogo le miró—. Tío, tengo la impresión de que a veces no estás muy seguro de no haber entrado en una especie de organización siniestra.

—Es verdad que a veces no sé muy bien qué pensar. —Se sonrojó.

—¡Bah, Moro! —medió Peregrino—. A mí me pasaba también al principio: conseguí trabajo de estadístico en la Fundación y me encontré con toda esta papeleta. Seguro que a ti te sucedió igual, aunque se te haya olvidado.

—Es posible. —Calló un instante. Lejos, en la negrura, seguía el alboroto provocado por la redada—. Bueno, ¿qué tal si nos vamos a dormir? Mañana nos espera un montón de trabajo.

* * *

A la mañana siguiente, no quedaba ni rastro del campamento de los inmigrantes. Huertas se llegó hasta allí dando un paseo; pero no había ya ni un alma e incluso las tiendas de campaña y los cobertizos —porque no habían llegado a levantar siquiera verdaderas chabolas— habían desaparecido. Se lo habían llevado todo al amparo de la oscuridad y era como si casi medio centenar de inmigrantes nunca hubieran estado nunca allí.

Aquello, de todas formas, no sirvió para nada. Ya ese mismo día echaron en falta a tres de los mendigos del puente; se habían ido con todas sus pertenencias y lo habían hecho para no volver. Esa misma tarde se fueron otros dos, siguiendo un goteo que marcaba la desintegración del grupo acampado bajo el viejo puente ferroviario. En días sucesivos vieron cómo los mendigos reunían sus cosas y se marchaban, en solitario o de a dos. Viñas apareció la primera mañana, vio cómo estaba todo y se fue. Peregrino se encerró en el remolque, con sus datos y sus programas; Huertas iba de acá para allá, las manos en los bolsillos y sin saber muy bien qué hacer. El único que no parecía afectado por todo aquello era Moro, que proseguía sus observaciones de campo como si tal cosa.

—Era de esperar —le comentó a Huertas—. Se suelen comportar así. Son muy poco agresivos y, al menor conflicto, suelen marcharse. Y, cuando eso sucede, lo hacen siempre de esta forma: cada uno se va por su cuenta, nunca en grupo.

—Pero son gente fuerte físicamente; más fuertes que la media…

—No tiene nada que ver; no es cuestión de fuerza, sino de actitud. En el mundo animal, eso se designa como comportamiento paloma. ¿Te suena lo de halcón-paloma? Viene de la etología. Paloma huye siempre y ellos son paloma.

—¿Y a dónde van a ir?

—Tarde o temprano, acabarán por unirse a un grupo similar. Bandas Cementerio de Elefante, las llamamos entre nosotros. Al pasar los cuarenta, se integran en bandas así, formadas por adultos de edad, sin niños, en las que lo normal es que casi un tercio de sus componentes sean indigentes normales.

—¿Por qué?

—Eso es algo que, como tantas otras cosas, aún no sabemos.

—Peregrino tiene razón: esto es frustrante. Tenemos montañas de datos, pero aún son una miseria para poder sacar ninguna conclusión.

—Así son las cosas. —El antropólogo sonrió con suavidad.

—¿Qué va a pasar ahora?

—Poca cosa ya. En dos o tres días no quedará ninguno por aquí.

—¿Y qué hay de nosotros?

—Nos destinarán a otros grupos. A ti también, si es que quieres seguir en esto.

—Si no me despiden.

—Difícil. Lo único, que te manden a otra ciudad.

—Si no queda otro remedio. Bueno, ya hablaré con Viñas.

—Llámale y cuanto antes mejor, que ya sabes lo poco que se preocupa de todos estos detalles.

Se apartaron y Huertas volvió hacia el remolque, a través del vertedero. Era cerca del mediodía, y el calor y los olores eran asfixiantes, un soplo ardiente corría a golpes, arrastrando polvo y papeles manchados, y el silencio colgaba como una losa sobre el lugar, roto sólo por el zumbido de las moscas y el graznar de las gaviotas.

En su paseo, se topó con uno de los indigentes, de nombre Germán, que abandonaba ya el campamento. Un personaje desmesuradamente ancho y con una altura cercana al uno setenta y cinco, lo que le hacía casi un gigante entre los suyos; la frente retraída, el pelo áspero y con grandes entradas, y una expresión que siempre era entre aturdida y recelosa. Vestía un traje gris, lustroso a fuerza de mugre, y al hombro llevaba un saco con sus pertenencias.

—Adiós, Germán —le dijo al cruzarse.

—Adiós, doctor.

Al cabo de unos pasos, se volvió a mirarle. El indigente se alejaba con andares calmosos y zambos, el saco a cuestas. Soplaba el viento cálido, agitando papeles y plásticos, y, viéndole, a Huertas le volvió a la cabeza aquello que había dicho Moro sobre el lenguaje de aquella gente. Porque algo en ese personaje que se alejaba despacio, con su saco y su traje mugriento, transmitía la sensación de uno que tiene todo el mundo y todo el tiempo por delante.

Fue una sensación muy extraña, mucho, y el médico anduvo, el resto del trayecto, rumiándola. Luego, al llegar al remolque, encontró otras cosas en qué pensar, porque Peregrino estaba trasladando sus cosas, desde el interior de éste, al maletero de su coche.

—Saca todo lo tuyo —le advirtió—, que mañana vienen con el camión, a llevarse el remolque.

—A mí nadie me ha dicho nada. —Se paró en seco, molesto.

—Y a mí me acaban de avisar. Tampoco Moro sabe nada aún.

Llenó una bolsa de ropa, libros y efectos varios, y la echó al descuido en el asiento trasero de su propio coche. Se quedó un momento titubeando, mientras el estadístico trasladaba una caja llena de archivadores.

—Oye. —Se decidió por fin—. Mira, hay una cosa que quería comentarte.

—Tú dirás.

—Hay una cosa en la que he estado pensando y, cuantas más vueltas que le doy, menos me cuadra.

—¿Y qué es? —El otro cerró el maletero y se volvió a mirarle.

—Esta gente suma sólo unos pocos cientos de miles a lo largo de toda Eurasia, que es inmensa. Están dispersos entre los Homo sapiens, en una proporción bajísima, y no parecen tener conciencia de ser distintos. Viven a un nivel de subsistencia mínima y así se supone que se han mantenido durante miles de años…

—¿Y?

—Que no puede ser. En una proporción tan baja no pueden dar el número mínimo para sobrevivir… tendrían que haberse extinto. ¿O no?

Peregrino se recostó en su coche y sacó un cigarrillo. Lo encendió, apantallando con la mano, y lanzó una bocanada de humo blanco.

—Es cierto. En esa proporción y sin saber que son distintos, y por tanto sin buscarse, debieran haberse extinguido.

—Entonces tengo razón.

—La tienes. En estas condiciones, no podrían haber sobrevivido milenios, o siquiera décadas.

—Y nadie se ha molestado en contármelo.

—Aquí nadie cuenta nada. También yo tuve que descubrirlo por mi cuenta, en su momento. Ése es el método de la Fundación: los que trabajamos para ella somos como ratas en el laberinto; sabemos lo que somos capaces de descubrir, no más. Los hay que llevan en esto un montón de años y no se han fijado en lo que acabas de decirme… a lo mejor hasta hay alguno que ni siquiera se ha dado cuenta de que no son humanos normales.

—Lo hemos discutido mucho entre nosotros. —E hizo un gesto, con el dedo, que daba a entender que no se estaba refiriendo tan sólo a Viñas o a Moro, sino a esa pléyade de expertos en disciplinas varias, aún desconocidos para Huertas—. Este estudio lo es a nivel mundial y la Fundación es sólo la tapadera de la división local. Quizás nosotros mismos somos también parte del estudio; un factor más: el observador intermedio, observado a su vez.

—Eso es una hipótesis, claro.

—Hipótesis —suspiró el otro—, siempre hipótesis.

—¿Y qué pasa con lo que te he dicho? ¿Cómo es posible que…?

—Es un misterio. —Lanzó un anillo de humo y lo miró volar—. Lo único que sabemos es que es imposible. O, mejor dicho, que las probabilidades estadísticas de supervivencia en esas condiciones son ínfimas. Lo que, en la práctica, equivale a decir lo mismo. Con los datos en la mano, no debieran estar aquí.

—¿Y entonces?

—Está claro: si la ecuación no cuadra con el resultado, es que nos faltan factores en la primera.

—O las matemáticas están mal.

—Quizás. ¿Por qué no? —Sonrió—. Incluso las matemáticas no son más que herramientas y, si algún día conseguimos una mejor, las haremos de lado. Pero no creo que sea el caso: aquí hay elementos que no vemos, que se nos pasa por alto.

—Así que por eso recopilamos y tabulamos como maníacos todo cuanto tiene que ver con ellos, por insignificante que parezca.

—En parte. Pero no te equivoques: el estudio, en lo que toca a las distintas disciplinas, es real, por muy importante que sea esto de lo que estamos hablando.

—No te rías. ¿Y si su supervivencia se debiera a la suerte?

—¿Por qué me voy a reír? La suerte es algo a considerar. Puede ser eso o cualquier otro elemento que está ahí; algo que quizás nosotros tenemos, en mucha menor medida, y que no somos capaces de reconocer.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Ellos, no hay que olvidarlo, son homínidos. Hay animales que son capaces de usar armas, como algunas aves, o construir viviendas, como los castores o las hormigas; y los hay con diversos tipos y grados de inteligencia, como los monos o los delfines. Pero ha sido el Homo sapiens el que ha desarrollado ciertas capacidades que, sumadas, le han colocado muy por encima de los demás. ¿O qué otro animal ha cubierto el mundo de carreteras, presas, puertos, rascacielos, coches, aviones, museos…?

—Y ellos, otra rama de los homínidos, han desarrollado otra suma de habilidades, ese algo que aún no hemos podido identificar y también muy por encima de todo lo conocido. ¿Es eso lo que tratas de decirme?

—Eso es. Quizás.

—Pues tampoco les ha llevado muy lejos.

—Depende de cómo lo mires. Fíjate en el Homo sapiens: por un lado es el amo de la Tierra pero, por el otro, está sumido en guerras, hambrunas, desastres ecológicos… ¿Hablamos de a dónde hemos llegado o de a dónde podríamos haberlo hecho? A ellos, ese factor X les ha sido de lo más útil, pues es el que marca la diferencia entre la extinción y la supervivencia.

—¿Y tú crees que algún día, a base de acumular datos, descubriremos en qué consiste exactamente?

—Quizás.

Guardaron silencio. Peregrino fumaba con fruición, apurando el cigarrillo, y Huertas se miraba las manos, pensando.

—Es un poco frustrante, ¿no? —dijo luego el segundo—. Ya se hace bastante cuesta arriba el estar metido en una investigación que nunca verá la luz… y, encima, la parte más importante de ella quizás no llegará a ninguna conclusión durante nuestras vidas; a no ser que suene la flauta.

—Lo dudo: ya no estamos en la Edad de Oro de la ciencia. —Sonrió—. Esa época de investigadores solitarios, laboratorios caseros e ideas geniales es cosa del pasado. Ahora estamos hablando de grandes equipos humanos, millones en material, trabajo de hormiga, y horas y más horas a la faena. Y, en esto, calculamos que aún nos queda por recopilar muchos datos; estamos en ello desde los años cuarenta y sólo tenemos una fracción de lo que necesitamos.

—Entonces, seguro que nosotros ni lo vemos.

—Quizás. Pero, si hay algo cierto, es que no hay nada seguro. El futuro está hecho de probabilidades y, desde luego, las probabilidades están en contra. Pero, de todas formas… —Dejando caer la colilla, la aplastó. Sonrió, lo que, unido a la cabeza calva y la perilla, le hizo parecerse en todo, por un instante, a un pirata jovial—. De todas formas, ¿quién sabe?