OJOS DE SOMBRA

Aquel primer encuentro tuvo lugar tras una de esas cruentas batallas que jalonaron buena parte del año 36, cuando el califa lanzó a sus mejores tropas a la conquista de Calatayud. En esa época, yo era soldado con Aboyaya, rey de Zaragoza y aún puedo recordar la forma en que, durante horas, estuve tendido entre los muertos. Y también recuerdo el cielo entrevelado por las nubes de polvo que flotaban en el aire inmóvil, el calor sofocante, los lentos aleteos de los buitres en las alturas, el zumbido de las moscas al apiñarse sobre mi vientre herido y mis labios resecos. Fue entonces cuando vi al hombre de negro merodeando entre los cadáveres y, cuando se me acercó, pensé que había llegado mi hora. Pero él se limitó a mirarme y menear la cabeza, y así supe que debía seguir viviendo. Luego se alejó y yo volví a quedarme solo, abandonado a la sed y a los insectos, hasta después de la caída del sol.

Años más tarde, cuando mis pasos me llevaron de vuelta a casa, el hombre de negro y yo habríamos de encontramos de nuevo. Fue en la costa y, de aquel día, recuerdo un cielo muy azul, recorrido por enormes nubes oscuras, como montañas hirvientes, que llegaban desde el mar, empujadas por un viento helado, para cubrir la tierra de sombras y anegarla con chubascos repentinos. El mar alborotado estaba lleno de espuma blanca, el oleaje retumbaba contra las rocas negruzcas y, casi a pie de playa, había un gran roble de cuyas ramas colgaban racimos de cadáveres harapientos.

Los cuerpos giraban lentamente, agitados por el viento, y la lluvia resbalaba por sus andrajos, chorreando desde los pies descalzos. El hombre de negro estaba parado junto al árbol, soportando el aguacero mientras observaba el balanceo de los ahorcados. Por un instante, se volvió hacia mí, entre las cortinas de agua, para clavar sus ojos oscuros en los míos y, por aquella mirada, supe que me esperaban sucesos portentosos. Luego apartó la vista para seguir contemplando los pausados vaivenes de los muertos, aguardando con paciencia a que las almas se desprendieran de los cuerpos.

El chubasco pasó y yo me alejé de aquel lugar de muerte. El aliento de la destrucción parecía soplar sobre la tierra y no era nada difícil toparse con cadáveres ahorcados por docenas en las encrucijadas, o acuchillados en las cunetas; no en aquellos días, cuando la guerra asolaba medio país. Porque, al igual que las grandes nubes de tormenta volaban negras sobre mi cabeza, así las calamidades sucedían a las calamidades. Primero la rebelión, luego los ejércitos de Córdoba, embistiendo sin tregua contra los pasos, después la gran incursión del propio Abderramán, que llegó hasta la costa. Ni siquiera la muerte de los infantes Bermudo, Eudo y Fortis, caudillos de la revuelta, había traído la paz, ya que los bosques hervían aún de rebeldes al gran rey y los tornadizos condes se hacían perdonar cualquier tibieza anterior aplicando horca y cuchillo a mansalva. Y así, todo el norte de Galicia seguía en armas, se avivaban las contiendas y las poblaciones ardían como antorchas en la noche.

Camino adelante, divisé hombres de armas a caballo. Las grandes monturas chapoteaban ruidosamente en el barro de la senda y las lorigas, las cotas de malla, las lanzas, los dardos, centelleaban al menor roce de un sol que asomaba y escondía tras las nubes negras. El viento tremolaba los gallardetes mojados y, viéndoles, entendí que eran cazadores de hombres al servicio del gran rey de León. También, al instante, supe quién era aquel jinete alto y delgado que cabalgaba a la cabeza de la compañía, con sus ropas negras, un esbelto dardo en la diestra y una gran capucha sobre la cabeza, ocultando las mejillas consumidas por una vieja enfermedad: Froila del Capuchón, vasallo de Guttier Osoriz, conde de Lugo y uno de los pocos verdaderamente leales al rey Ramiro.

Él también me reconoció apenas verme, a pesar de la distancia, los años transcurridos y la capa con la que me cubría, y se destacó al trote para saludarme con voz profunda.

—¡Mouro…! —me miró con atención—. Así que el vagabundo ha vuelto por fin a casa.

—Así es. Ya era tiempo. —Suspiré y, recordando cuánto tiempo había pasado y cómo las hebras blancas iban ya salpicándome la barba, sentí una repentina tristeza.

Apartando la capa, la retorcí para escurrirla. Alrededor, el agua de lluvia goteaba rítmicamente desde las hojas de los árboles a los charcos y resbalaba formando regatos por entre la tierra oscura.

La partida se detuvo a nuestra altura, refrenando los caballos y observándonos con curiosidad. Pude reconocer a muchos de sus integrantes, ya que eran antiguos vecinos míos; aunque el tiempo no había pasado en vano para ellos, como no lo había hecho para mí.

—Supongo —dije— que fuisteis vosotros los que colgaron a todos esos infelices en el roble de ahí atrás.

—Cierto, cierto. —Froila esbozó una mueca desagradable y sus grandes dientes relucieron en la penumbra del capuchón—. Esta noche, las brujas de la vecindad podrán cortar cuantas manos de ahorcado quieran para sus hechizos. ¿Y tú?

—De acá para allá, ya me conoces. Ahora, voy a la feria.

—¿A la feria? —Hizo un amago de sorpresa, antes de apuntar con el dardo a la espalda—. No queda lejos, pero poco de interés hay allá… ¡Bah! Vamos, Mouro, sube conmigo a la grupa: vente con nosotros y, antes de que oscurezca, habremos colgado a unos cuantos rebeldes.

Pero yo negué con la cabeza.

—La verdad es que preferiría no matar paisano. Además, ya te lo he dicho: voy a la feria.

—¿Paisanos nuestros? ¿Éstos? ¡Bah! —Con un nuevo gesto, mezcla de los anteriores, aunó desprecio y sorpresa—. Me gustaría tenerte en mi compañía, pero tú sabrás… ya nos veremos. Con Dios. —Azuzó a su caballo y todo el grupo se alejó al trote por el sendero.

Me quedé observándoles hasta que desaparecieron tras las revueltas del camino. Justo entonces el sol se nubló al tiempo que el aire se teñía de repente de gris, y un nuevo chubasco llegó rugiendo desde el mar. Volví a envolverme en la capa, antes de reanudar mi camino.

* * *

Esa noche estuve sentado junto a una de las hogueras de la feria, entretenido en afilar mi espada: un arma de factura oriental, con la hoja pesada, ancha y curva, que es mi bien más preciado y cuyo manejo aprendí de los eslavos del califa.

En un momento dado, un tratante de ganado se detuvo a mi lado, mirándome con curiosidad.

—De seguro —me comentó— que cuidas mejor a la espada que a la mujer.

Tardé algún tiempo en responder, ya que me costaba entender el habla de la costa, tanto por las diferencias de acento como por todos los años que yo había pasado fuera de la tierra.

—De seguro —acepté al cabo—, porque yo no tengo mujer.

Sonrió de buen humor y tendió las manos hacia el fuego. Y yo seguí sacando brillo a la hoja de mi espada, ligeramente sorprendido. Los feriantes habían valorado de soslayo mi estatura, tez morena y cejas juntas, así como los amuletos que llevaba al cuello, y procuraban esquivarme; pero eso es algo a lo que todos los que llevamos sangre de lobo en las venas estamos acostumbrados.

Me levanté, envainando el acero, y comencé a deambular sin rumbo fijo por entre los fuegos, deteniéndome de vez en cuando a escuchar cómo los charlatanes proclamaban sus pócimas y reliquias. La guerra no había mermado al mercado; antes al contrario, había hecho que se congregara una gran multitud en aquella llanada, porque la gente ha de ganarse el sustento y el número da seguridad. Por eso, la feria estaba abarrotada de mercaderes y buhoneros, y los recintos llenos de ganado, conducido hasta allí por grandes partidas de vaqueros armados.

Había un baile en un extremo de la explanada y la gente giraba entre las hogueras, al compás de una música estrepitosa y chirriante. Ocioso, fui merodeando por los límites de aquella improvisada pista, observando cómo los celebrantes bailaban por parejas, con el cuerpo apartado y un brazo tendido, sujetándose uno a otro por el codo. Había gran número de espectadores, mirando sin participar; Froila del Capuchón y sus hombres también estaban allí, agrupados en una esquina, bebiendo y apartados del resto.

No me uní a ellos sino que, manteniéndome también al margen y apoyando un pie sobre una roca, me entretuve observando la danza, con los brazos cruzados sobre el pecho. Así pasé largo rato, observando las evoluciones. Luego, cuando miré más allá de los bailarines, vi que había una mujer entre las sombras rojizas y oscilantes del otro lado de la pista.

En realidad había muchas, claro, desde campesinas a busconas. Pero ésta iba cubierta con un manto de brocados y ocultaba el rostro detrás de un velo. Yo ya había visto a mujeres de tal clase en el sur, entre los moros, pero siempre a distancia e invariablemente custodiadas por eunucos armados hasta los dientes. No obstante, en esa ocasión, no alcancé a distinguir ningún guardián entre las sombras y, mientras la contemplaba deambular entre la gente, no pude por menos que preguntarme qué hacía una mujer así tan al norte, paseando sola entre aldeanos. Éstos, sin embargo, no parecían inmutarse ante su presencia, así que supuse que estaban acostumbrados a ella.

Mientras observaba intrigado, ella volvió la cabeza en mi dirección y su mirada reparó en la mía. Así las mantuvimos un parpadeo, antes de apartarlas. Pero fue tan sólo para volver a cruzarlas un momento después. Fue en ese instante cuando el viento avivó las llamas de las fogatas, rechazando la oscuridad, y, a pesar de la distancia, distinguí sus ojos oscuros y brillantes. Recuerdo muy bien que, allí plantado, al pie de las hogueras, mi corazón se desbocó sin saber yo muy bien por qué. Y también recuerdo cómo, según mis ojos se perdían en el interior de aquellos otros que entraban y salían de las sombras con el flamear de las llamas, casi pude oír resonar esas invisibles cadenas que, según algunos, unen a ciertos mortales desde antes de su nacimiento, aunque son ignoradas por éstos hasta el instante del fatal encuentro entre ambos. Y quiero pensar que ella sintió lo mismo, pues nos quedamos largo rato así, cada uno con la vista fija en la del otro.

Largo rato. O quizás todo ocurrió en un aleteo, con certeza no lo sé. Luego el viento se aquietó, menguaron las llamas, los bailarines se interpusieron y, cuando se apartaron, no pude verla ya. Crucé la pista, entre la gente que giraba; pero, al llegar al otro lado, ella no estaba. Sé que deambulé ofuscado por las inmediaciones, pero no fui yo quien la encontró a ella. En un momento dado la sentí, más que verla, a mis espaldas. Me di la vuelta y allí estaba, entre las sombras que temblaban, sujetándose con una mano la falda, para evitar que arrastrara por los charcos, y contemplándome con curiosidad por encima del borde de su velo.

—¿Quién eres?

—Andobel, el Mouro. —Cogido por sorpresa, hice una leve reverencia a la manera de los moros de Zaragoza.

Se adelantó un par de pasos, observándome con atención.

—Sólo soy un vagabundo —añadí avergonzado, plenamente consciente de mis raídas vestimentas.

—¿Y esa espada? —Hizo un ademán hacia mi cadera y supuse que había sido mi acero oriental el que había prendido su atención.

—Es Bo Gou Mayac, señora… fue forjada por magos del Cáucaso —repuse, contento de poder hablar sobre lo único valioso de cuanto poseía.

—¿Podría verla?

Con otra reverencia, desenvainé el arma para mostrársela.

—Es una bonita espada. —Con la punta de unos dedos cargados de anillos acarició la hoja, admirando los reflejos que le arrancaban las llamas.

—Es una buena espada —admití, aunque yo sólo la veía a ella.

—Dime. ¿Mataste a su anterior dueño para conseguirla? —Me miró con ojos brillantes.

—Así fue —mentí; pero todo cuanto dije después era verdad—. La obtuve en Córdoba, estando al servicio del Califa.

—Córdoba… —Su mirada volvió a relumbrar interesada—. ¿Es cierto que has estado en Córdoba?

Cada vez más confundido, asentí al tiempo que envainaba la espada.

—Tienes que contarme cosas sobre Córdoba… pero más tarde. Ahora quisiera que me llevases a bailar.

—¿Bailar? —respingué, atónito ante la idea de una mujer de alcurnia codeándose en la pista con aldeanos… y del brazo de un plebeyo, me obligué a recordar.

—Bailar —repitió con calma. Clavó su vista en la mía y hubiera jurado que una sonrisa maliciosa flotaba bajo el velo.

—¿Bailar? —me rendí al cabo, sin poder defenderme de esos ojos castaños.

Pasando al interior del ruedo de hogueras, enlazamos el brazo derecho. La luz de las llamas, a veces, arrancaba reflejos verdes a su mirada oscura; verdes y de unos matices que sólo pueden encontrarse en los ojos de la gente del país. Intrigado, me pregunté qué podía significar aquello; pero pronto lo olvidé. Los músicos eran mediocres y yo, la verdad, nunca estuve muy dotado para el baile. Sin embargo, aquella noche mis pies volaban mientras girábamos y girábamos. Y, de igual manera, al llegar a ese punto, mi memoria sobre esa noche se va convirtiendo en un remolino. Lo último cierto es que la luz de las hogueras flameaba al embate del viento helado mientras nosotros dábamos vueltas en la pista, primero en un sentido, luego en el otro… y a partir de ahí ya no hay hechos y sí tan sólo una vorágine de sensaciones.

* * *

Amanecí caído en el bosque, entre los helechos, cubierto de rocío. Me incorporé tiritando y mareado, sin saber qué podía haber sucedido. No es que mi memoria sobre esa noche esté del todo vacía: recuerdo. Pero esos recuerdos no están ligados a sucesos ciertos, sino que son sólo un resabio a luces, sonidos, tactos, olores, sensaciones, sentimientos. Y resulta de lo más turbador revivir las cadencias de una voz sin poderlas asociar a lo hablado, o el tacto de una piel sin recordar haberla acariciado, o el ímpetu de una emoción sin saber qué es lo que la ha desatado… es desconcertante, pero así fue.

Estuve largo tiempo sentado en el bosque, rememorando aquellos sentimientos que la noche anterior me habían embargado, caldeando mi sangre y abrasándome el corazón. No sabía a ciencia cierta que había pasado y, sin embargo recordaba, recordaba… ¿cómo explicar que tan sólo recordaba lo sentido?

Por último me atusé la barba con los dedos y me encaminé hacia la feria. Deambulé aturdido entre los tenderetes, sin reparar en la gente que regateaba y cerraba tratos, hasta descubrir a un hombre sentado ocioso sobre una valla de piedra; un vaquero al que recordaba haber visto la noche antes en el baile. Le interpelé sin más.

—Dime. ¿No sabrías, acaso, quién era la mujer, vestida al estilo de los caldeos, con la que estuve bailando anoche?

Era un patán grande y colorado que no parecía tener muchas luces. Rumió largo rato mi pregunta.

—¿Qué mujer? —farfulló por fin.

Nos miramos unos momentos, mutuamente desconcertados.

—No importa —suspiré luego.

Después me acerqué a un buhonero rechoncho y malencarado, al que también recordaba de la noche anterior, y le repetí la pregunta. Pero éste se limitó a mirarme de reojo, murmurar entre dientes algo que no entendí y darme la espalda sin mediar más palabras.

Entre dos latidos, pasé del asombro a la ira ciega —algo que aflige como una maldición a los de mi sangre— y, de un empellón, le envié dando tumbos por los charcos. Se levantó de un brinco, cubierto de barro, y se agazapó para pelear. En la diestra sostenía un largo cuchillo y la zurda estaba medio tendida, con el puño cerrado y el pulgar sobresaliendo entre el índice y el dedo medio, en el gesto de la figa.

Empuñando mi pesada espada, la pasé varias veces de mano y la volteé haciendo silbar el aire, al estilo de los fanfarrones de levante, para que comprendiera que no llevaba aquella hoja por azar y supiese que iba a morir.

—Dime, hombre —le sonreí furioso—: ¿Va a espantar tu figa al filo de mi espada?

Reculó unos pasos, gruñendo algo ininteligible, y, cuando yo ya avanzaba dispuesto a partirle por la mitad, se interpuso Froila. El cazador de hombres llegó de repente, con sus atavíos negros agitándose al viento y el cinto repleto de armas, abriéndose paso entre los mirones que se arremolinaban alrededor nuestro.

—Deponed las armas. Ambos. Ya —exigió con sequedad.

Titubeé; pero al fin, a regañadientes, bajé mi espada. Froila del Capuchón no es hombre con quien puedan gastarse bromas. El buhonero guardó su cuchillo en el cinto y se alejó mirándome de soslayo de una forma que no me gustó nada.

—Bien, Andobel —gruñó el oscuro hombretón—, ya veo que los años no te han curado el mal genio. ¿A qué esta pendencia?

—Ese rufián… le pregunté por una mujer —refunfuñé a mi vez, envainando el acero.

—Una mujer, ¿eh? Eso siempre es mal asunto. Apártate de las que tienen hombre.

—No, no —protesté—. Sólo quería saber sobre una a la que conocí anoche. Y ese pelagatos me insultó.

La cabeza encapuchada se agitó distraídamente.

—Pero tú debiste verla —proseguí—, ya que estabas anoche en el baile. Era una mora, o al menos, iba vestida como tal.

—Una caldea, ¿eh? —Ahora interesado, Froila se volvió hacia mí y pude distinguir sus ojos azules fulgurando en la negrura de la capucha.

De repente me agarró por la mano izquierda, con tanta fuerza como si empleara unas tenazas, y me subió la manga de un tirón. Luego me soltó retrocediendo.

—¿Una mujer, eh? —rugió señalando a mi antebrazo.

Atónito, contemplé una herida reciente en mi muñeca. El fiero apretón del cazador de hombres la había abierto y la sangre trazaba lentos regueros por la palma de mi mano, goteando desde los dedos entreabiertos.

—Eso no era una mujer. —Hizo un nuevo ademán hacia mi antebrazo herido—. Anoche fuiste la presa de un demonio; ¡un súcubo bebedor de sangre!

—Un demonio… no es posible —musité.

—¿No es posible? ¡Mira tu brazo!… y eso que dicen que la gente de tu clase espanta a las brujas y el aojo.

—Tan sólo si así lo deseamos, Froila, tan sólo si así lo deseamos —rezongué, sin poder despegar los ojos de mi muñeca lacerada.

—Esto viene ocurriendo desde hace años por estos pagos. Un día cualquiera, un hombre comienza a hablar sobre una mujer cubierta con un velo, una mora a la que sólo él ha visto, y, a partir de ese instante, va languideciendo y se consume, hasta que llega el día en que le encuentran muerto. Muerto. ¡Más seco que un pellejo roto! Con todos es igual, Mouro.

—Conmigo no —dije, recordando aquel carrusel nocturno de sentimientos. Yo…

Pero no añadí nada, porque nada podía explicar. Sin embargo, de alguna forma, fue bastante como para que Froila entendiera, porque a veces era un hombre de lo más perspicaz.

—Ay; no, Mouro. Eres víctima de un maleficio; eres la presa de un demonio y no hay ahí nada real. Debieras cambiar esos amuletos de pagano por una cruz bendita.

—No hay talismán que pueda protegernos de nosotros mismos, Froila —sonreí, recuperando algo de mi temple—. Además, en lo que toca a mujeres, te diré que las hubo que fue como si me arrancaran el corazón de cuajo. Después de eso, un poco de sangre no me parece que sea un precio tan alto, ni el demonio me resulta tan terrible.

—Hechizado, estás hechizado —murmuró sacudiendo la cabeza—. Si no quieres defenderte del embrujo, vas a acabar tan muerto como todos los demás.

Y se alejó de mí con grandes zancadas, aún hablando para sí mismo, haciendo cuernos, cruces y figas para espantar los maleficios.

Oprimiéndome la muñeca para restañar la sangre, me volví a contemplar el bosque. Ofrecía una estampa solitaria y temible: una profusión enmarañada de árboles que se mecían y susurraban bajo el embate del aire marino. Observé pensativamente cómo las hojas muertas daban tumbos entre los troncos y las rocas, a capricho de las ráfagas de viento. Nunca he temido a las profundidades de la fraga: por derecho de sangre, yo pertenezco al bosque. Y, por los dones de mi sangre, supe —mientras escudriñaba aquel laberinto de verdes y pardos, agitado por la brisa— que ella estaba allí, en alguna parte de la espesura, esperando la caída de la noche.

* * *

Al ocaso, fui a sentarme junto a una fogata, al pie del bosque, y, mientras aguardaba, me entretuve en lustrar mi espada, al tiempo que contemplaba el baile de las llamas. Y la noche fue así pasando, viendo cómo una gran luna asomaba entre las ondulantes copas de los árboles y sin impaciencia, porque yo tenía la certeza de que, al sonar la hora, ella volvería.

Repasaba con parsimonia ambas caras del acero, una y otra vez, hasta lograr que sus aguas casi cegaran. Eso es algo que siempre ha tenido la virtud de sosegarme; acariciar la superficie pulida de la hoja y recorrer, con la yema de los dedos, esos extraños símbolos cincelados por los magos herreros del Cáucaso en sus fraguas subterráneas.

Tuve que esperar hasta la madrugada, cuando ya todos dormían y el brillo de las hogueras había menguado al resplandor de los rescoldos. Pero al fin, en su momento, mientras jugueteaba distraídamente con la espada, alcé la vista y pude verla entre los árboles, justo en el límite de la luz de mi fogata. Durante unos instantes, observé aquella figura inmóvil entre las sombras; luego, con un suspiro, aparté la capa y me puse en pie empuñando la espada: Bo Gou Mayac, que, según el búlgaro que me la vendiera, fue templada para medirse tanto con djinni como con mortales.

Con la mano izquierda, palpé mi collar de amuletos, fortaleciéndome para pelear. Sin embargo, aunque no temo a los demonios, mi ánimo flaqueaba. ¿No tuve, la noche anterior, la certeza de haber recobrado al fin mi mitad perdida? ¿No sentí como si los muros del corazón cedieran al roce de aquellos ojos? Pero, por otra parte, ¿qué fue de cuantos se vieron arrastrados al bosque por aquella mirada oscura? ¿Acaso era todo cuanto había sentido un espejismo, fruto del maleficio que obraba para mi destrucción?

Di un paso. Ella me aguardaba al pie de las sombras, inmóvil, envuelta en su manto agitado por el viento, y viéndola allí, en la oscuridad, supe que era en verdad un espíritu del bosque, un demonio nocturno del que no podía esperar sino muerte. Pero, al tiempo, sin embargo…

Volví a rozar los amuletos, pero eso no me trajo seguridad y me detuve a pocos pasos, medio agazapado. Los conjuros flotaban a nuestro alrededor, tantos que casi era posible tocarlos: maleficios y, no obstante, algo más. Entonces, ella salió de las sombras de los árboles, sujetándose el velo sobre el rostro con una mano, y allí, sin poder yo evitarlo, de nuevo encontramos nuestros ojos.

Observando dentro de esa mirada, aquella vez pude distinguir claramente esa avidez de sangre que domina a los espectros. Pero también, al tiempo, pude sentir algo más dentro de aquellos ojos brillantes. Algo más que contuvo a mi espada. Algo más que era mucho más; tanto que no cabría en un centenar de libros, suponiendo que los sentimientos pudieran plasmarse por escrito. Y, ya fuera por obra del maleficio, de mi sangre, o porque realmente nos forjaron el uno para el otro, lo cierto es que, al resplandor de las llamas, volví a perderme en esos ojos llenos de sombras.

Luego, pude ver como la sed de sangre ardía en su mirada, creciendo e imponiéndose sobre todo lo demás. Aún así, depuse mi espada curva mientras nos acercábamos el uno al otro; porque, como le dijera al cazador de hombres, no hay magia que pueda protegernos de nosotros mismos. Y, casi en las fronteras de mi memoria, recuerdo que los resplandores de las llamas volvieron a arrancar destellos verdes a sus ojos castaños, tal y como sucediera la noche anterior.

—¿Pero quién eres tú? —alcancé a musitar desconcertado.

* * *

Sé bien que, al recobrar la razón, aún era noche cerrada y no había nadie a mi lado; también sé que la espada descansaba en su vaina. Aturdido, me tambaleé hasta la fogata moribunda y, avivando los rescoldos con un puñado de ramas, me senté envuelto en la capa. Contemplando los fugaces dibujos de las llamas, no pude encontrar nada en mi memoria, excepto una vorágine de sensaciones y sentimientos. Me sentía enfermo, afiebrado por la picadura de aquellos extraños ojos oscuros, llenos de sombras verdes, y la aflicción y el arrebato ardían juntos por mis venas. Porque recordaba, recordaba emociones que eran como metales candentes.

Allí sentado, al calor de las llamas, en las horas que preceden al alba, ya no pensé en nada: dejé hacer al corazón, tal como aconsejan los sabios, y al fin supe como obrar. Pasé el resto de la noche lustrando la hoja curva de mi espada mientras rogaba, en vano, al espíritu de mis antepasados para que acudiera a mí.

Con la primer claridad, me encaminé al campo de Froila. El tiempo había cambiado y espesos bancos de niebla llegaban desde el mar para cegar la tierra y cubrirla de humedad. El cazador de hombres ya estaba en pie, calentándose las manos junto a una hoguera, e inclinó ominosamente la cabeza encapuchada al reparar en mi aspecto macilento. Con un ademán, me señaló el fuego y ambos tomamos asiento junto a la fogata.

—Ella está en alguna parte del bosque —le dije—. Me está esperando y voy a buscarla.

—Has vuelto en ti —respondió con su voz profunda—. Has decidido librarte de ese súcubo… me alegro.

—Ojalá pudiera quedarme para siempre a su lado —sonreí cansado—. Pero no puede ser.

Me miró y supe que entendía.

—Andobel —dijo gravemente—, todo es falso. Es sólo un maleficio, ilusión.

—Quizás —contesté—. Ya no sé que es mentira y que es verdad. Pero, en lo que toca a mis sentimientos, te juro que todo es muy real.

Agitó la cabeza, guardando silencio durante unos instantes.

—Hay rebeldes… la fraga es peligrosa, más en un día como éste. —Con un gesto amplio, abarcó la niebla que nos rodeaba.

—El bosque siempre es peligroso —me encogí de hombros—, y ella no puede esperar. ¿Vendrás conmigo?

Asintió.

—Si fracasamos, tus hombres avisarán a mis parientes: ellos sabrán que hacer.

—Vamos entonces —asintió de nuevo, incorporándose.

Al poco abandonamos la explanada de la feria para internarnos en la espesura. Yo abría la marcha, correteando entre los retazos de niebla que reptaban entre los árboles, intentando ventear los rastros de la magia. Podía notar esos flecos del maleficio, enroscados alrededor de los troncos, pegados a las rocas.

El espíritu ancestral, que me abandonara tiempo atrás, no había vuelto a mí a pesar de todos los ruegos; así que iba de acá para allá, dando vueltas y revueltas, deshaciendo lo andado; sintiendo la presencia del ensalmo, pero sin poder encontrar su fuente. Froila Núñez me seguía unos pasos más atrás, a caballo, con un dardo en la mano, soportando pacientemente mis titubeos.

—¡Atento, Mouro!

Como conjurados por la voz profunda del cazador de hombres, un número indeterminado de siluetas apareció a nuestra derecha: figuras vagamente perfiladas en la niebla, sombras que llevaban capuchas sobre la cabeza y hachas entre las manos.

Empuñé la espada y me agazapé, acechando sus movimientos. Tras el primer sobresalto, sentí que en mi interior comenzaba a arder la vieja furia. Si eran de mi sangre, ¿por qué me cerraban el paso? Si no lo eran, ¿cómo se atrevían a plantarme cara en el bosque? Blandí la espada y el sol que se filtraba con dificultad entre los jirones de niebla arrancó débiles resplandores de la hoja curva y ancha. La ira hizo hervir mi sangre y atronar el corazón contra mis costillas, y así, repentinamente, el espíritu del primer antepasado volvió a mí.

De nuevo blandí la espada, pero esta vez para dejar escapar un aullido bronco que me brotó de algún lugar más profundo que el pecho. Recuerdo cómo el rugido atronó a través de la fraga, haciendo encabritar a la montura de Froila y desbandar a los rebeldes, que se dieron la vuelta y desaparecieron en la niebla tan bruscamente como habían llegado.

No sé cómo me contuve de ir en pos de ellos y hacerlos pedazos. A mis espaldas, Froila sofrenaba con mano de hierro a su montura, que corcoveaba llena de espanto ante la presencia que me embargaba. Con un gesto de la espada, le indiqué que me siguiera y me lancé con pie firme por el bosque.

Volvía a ser quien fuera en otros tiempos: Andobel el poseso, Andobel el pariente de lobos, al que cedían el paso los monjes de Lugo, atemorizados y haciéndose cruces. Mi primer antepasado había vuelto a mí y podía ver con claridad las trazas de la magia que corrían por la fraga, serpenteando entre troncos y piedras grises, cubiertas de líquenes, remontando las cuestas. Me abalancé por la espesura sin poder contenerme, blandiendo la espada y aullando a cada rato con una voz que apenas era la mía mientras, a mis espaldas, el cazador de hombres azuzaba a su caballo y entonaba el ujujú para espantar a posibles enemigos.

Cuánto duró aquella loca carrera, no sabría decirlo. Tan sólo puedo decir que el espíritu ancestral me abandonó, de golpe, en lo alto de una ladera arbolada, dejándome exhausto y bañado en sudor. Entonces me dedique a husmear por los alrededores, examinándolo todo, y no me llevó mucho tiempo el encontrar lo que andaba buscando. Allí, entre los robles, casi cubiertos por la hojarasca, descubrí un puñado de huesos pelados y enmohecidos, huesos pequeños y delicados, huesos de mujer.

Froila llegó, subiendo a pie la cuesta, para reunirse conmigo. Le señalé, sin palabras, los restos.

—Asesinato —musitó santiguándose. Él, que tiene tanta sangre en las manos y vive sólo para matar.

—Hemos de quemar esos huesos, Lubb —añadió luego de una pausa, y no pude por menos que notar que había usado el sobrenombre que a veces me dan entre los caldeos.

Asentí y le hice gesto de que no se acercara. Desplegué mi capa y comencé a recoger los despojos. El cazador de hombres fue a sentarse en un tronco muerto, a mirar cómo iba sacando las piezas, una por una, limpiándolas de tierra y colocándolas sobre la prenda. De entre las hojas y la turba negra, extraje un cráneo. Froila se adelantó en su asiento y yo di vueltas a la calavera entre mis manos: la parte de la nuca estaba rota, hundida por un golpe violento, y el cazador de hombres volvió a santiguarse.

Con cuidado, la limpié y saqué toda la tierra de las órbitas, y recuerdo haber estado mirando largo rato en el interior de aquellas cuencas vacías, antes de dejarla junto a los demás restos. Un poco más tarde, mientras removía la hojarasca en busca de los huesos pequeños que pudieran habérseme escapado, encontré un jirón podrido. Lo alcé con suavidad ante mis ojos y, viéndolo, al fin lo comprendí todo.

Porque entre mis manos tenía un trozo de tela parda, del color y la textura de los tejidos con que se hacen los sayales de las aldeanas. Recogiendo de nuevo aquel cráneo quebrado, recordé los reflejos verdes que asomaban a aquellos ojos oscuros y supe, de alguna forma supe, que esos despojos eran los de una simple campesina del lugar. Por un breve instante, en mi interior se conjuró la sombra de alguien que había arrastrado la dura existencia de los pecheros; alguien que escuchaba con avidez las brillantes historias de los trovadores ambulantes y los vagabundos, acerca de la vida de los grandes de Córdoba y Toledo. Alguien que soñaba con lujos, abundancia, palacios, vestidos, sirvientes, alardes, fiestas.

Alguien que fantaseaba con ser princesa en vez de aldeana y que acabó muriendo en el bosque, sin que se tomaran siquiera la molestia de enterrarla. Suspiré. Lo ilusorio suele superar a lo real: lo bello resulta más hermoso y lo malo más terrible. Y, sin embargo, a mí tanto me daba quién fuera. Tan sólo sé que nacimos el uno para el otro y que estábamos condenados a encontrarnos, y que todo pudiera, debiera, haber sido muy distinto. Eso era cuanto importaba.

Acariciando aquella calavera de mujer, intenté imaginarme cómo había sido realmente, pero mis dones estaban empañados por la pena y, a pesar de mis esfuerzos, no pude ver nada. Cerca, sentado sobre el tronco muerto, Froila callaba y jamás llegué a saber cuánto comprendió de todo aquello.

Encendimos una gran pira en un claro cercano, acarreando brazada tras brazada de leña. Al principio, la madera mojada prendía con dificultad, levantando grandes humaredas sin llama, y tardamos en conseguir un gran fuego. Entonces, recogí el hatillo formado con mi capa y lo lancé al centro de la hoguera. Nos quedamos contemplando durante largo rato las grandes llamas, que brincaban y rugían; luego, sin mediar palabra, el cazador de hombres me dejó.

Mientras se alejaba por el bosque, entre las volutas de niebla, el hombre de negro apareció junto a la pira. Fijé mis ojos en él, notando que la espesa barba negra desentonaba con la frente y mejillas surcadas de arrugas, dándole el aspecto de un hombre que hubiera envejecido prematuramente. Pero él no me devolvió la mirada; se quedó allí, con la vista clavada en el fuego y yo también puse mi atención en las llamas.

La capa se había consumido y los huesos estaban desparramados entre los leños ardientes. Mis ojos se toparon con las cuencas vacías de aquel cráneo hendido y sentí cómo los recuerdos y la pena me embargaban.

—Ahora, ya no nos veremos más —le musité, sin poder evitarlo—. Y no estaba escrito que fuera así; no lo estaba. Adiós —suspiré—. Adiós.

Y sé que hice bien porque, al poco tiempo, el hombre de negro se marchó y así supe que, al fin, el fuego había aventado el espíritu de los huesos.

* * *

Ahora estoy sentado ante la hoguera, viendo cómo las llamas devoran los huesos y los reducen a cenizas. Éstos ya nada significan para mí, porque ella se ha marchado; pero, sin embargo, siento como si en esa pira se consumiera también mi corazón.

Cuando arda por completo, iré a tomar venganza y, sean quienes sean, pagarán por haberme robado mi destino; porque fuimos marcados el uno para el otro, pero ella se ha ido y yo me he quedado solo.

Después… no sé. La verdad es que ya en ningún lugar hay sitio para mí. Tal es la maldición del vagabundo: quien abandona durante suficiente tiempo su casa no tiene luego a dónde volver. Mis parientes pueden sentarse en la aldea, a comentar durante semanas las anécdotas de las ferias de Lugo. Pero yo he estado en Zaragoza, en Toledo, en Córdoba; he hablado con gente nacida muy lejos, hacia levante, y por eso ahora sueño con Alejandría, con Constantinopla, con Damasco y con las montañas del Cáucaso. Sí, dejaré que mis pasos me lleven a oriente. Porque, mirando la hoguera, comprendo que una parte de mí está ardiendo, asciende con el humo y el viento la dispersa. Por eso, cuando el fuego se consuma por completo, sólo tendré recuerdos, la memoria de unos sentimientos que ya no volverán; mi corazón quedará yermo y, en adelante, la vida no será sino una larga estancia en espera de la vejez y la muerte.