Una soleada mañana de junio ambos escritores entran en los juzgados, cojeando aparatosamente uno, con gafas de sol que tapan por completo sus ojos el otro. Tienen permisos oficiales para ir a una sala de pruebas, donde se custodian ciertas evidencias. Un funcionario lee la documentación, los obliga a pasar por un arco detector de metales, llama por teléfono hasta a tres superiores y por fin les permite el paso, con molesta retranca. Mientras caminan para allá, Lento habla.
—¿En el Ajedrecista?
—Sí —responde Alto, que ahora en la relativa penumbra de los corredores se apoya en el hombro de su amigo para no tropezar—. Allí está. ¿Qué mejor lugar para esconderlo que dentro de más ruedas dentadas, corredera, aparatos electrónicos y husillos sin fin? Aguirre estaba allí en su última noche junto a Torres, junto a su Ajedrecista. ¿Qué otro lugar para esconderlo sería más idóneo que delante de la vista de todo el mundo, como le enseñara el soldado Drummon?
—¿Usted lo vio?
—Sí, es fácil. El único mecanismo que no tiene utilidad alguna en el autómata, el único que es un cuerpo extraño.
—¿Y por qué no lo coge?
—No me dejaron más que examinarlo, con detenimiento y varios días, pero solo examinarlo. Además, se trata de una memoria física, una memoria en tarjetas perforadas infinitas sobre la vida de una húngara de hace cuatro siglos, no puedo leerla, ni creo que me interese.
—Ya… Supongo que los avances que podría traer el saber que la… analogía…
—Analógica.
—Que la analógica puede llegar a ese…
—En el fondo soy escritor, como usted, no científico. Mire los «avances» que trajo esta ciencia: el mayor asesino de la historia.
—Aquí es. —El funcionario abre una puerta con un «prohibido el paso excepto a personal autorizado» bien visible. Están en una sala pequeña, rodeada de más puertas.
¿Podemos quedarnos a solas? —pregunta Lento. El funcionario parece más que reticente—. Ya habrá hablado con usted el juez, se trata de un…
—Un favor —concluye Alto.
—Sí, como quieran. No toquen nada, ¿eh?, se lo ruego. Luego soy yo quién tiene que responder… esperen un momento aquí.
El conserje entra en uno de las habitaciones anejas y cierra tras de sí, dejando por un instante ver una sala llena de cajas y trastos apilados.
—No parece más limpio que Nuestra Señora del Socorro.
—No me lo recuerde… Oh… ¿acabó el… el folletín?
Sí. Investigué a M. R. William, por cierto. Publicó el Décimo tercer trabajo de Heracles entre mil novecientos uno y mil novecientos dos, con bastante éxito. Su única obra…
—¿Debemos deducir que miss Trent salió de su… internamiento y vivió feliz?
—No sé si lo debemos deducir, pero a mí me gusta pensar en eso. Feliz y con una novela de éxito publicada.
—¿Y el final?
—Oh… mueren todos menos Jim, ¿qué esperaba de semejante culebrón? Incluso Camille, que no estaba muerta sino que se había retirado a misiones durante todos esos años. Vuelve por su hija incestuosa, mata a su hermano cuando este mata a la niña, en la Tour Isolée, la torre se desploma y Jim no puede salvarla. Él vuelve al ejército… lo normal en estas historias.
—Dramático.
—Y divertido, se lo aseguro.
—¿Sigue creyendo que hablaban de ellos… de los Abbercromby?
—Terrible, pero me temo que sí.
El funcionario abre la puerta de nuevo.
—Ya está. No me toquen nada, ¿eh? Y tendré que registrarlos cuando salgan.
—Lo entendemos, lo entendemos.
Entran, cerrando la puerta tras de sí. Encienden una luz y allí, rodeado de estanterías con cajas y viejos papelotes, hay un enorme oso en pie, tuerto y con medio pecho roto y apolillado.
—Ahí está —dice Lento.
—¿Está seguro que es él?
—¿Quién si no? Según la historia que oímos es capaz de tener cuerpo de un oriental, de Maelzel, de Spring Healed Jack y de un elefante… sin contar con el Juggernaut de la batalla en D’hulencourt Tor. Siempre es con nosotros. ¿Recuerda la nota? No pudo pasárnosla nadie de fuera, era el detective… nuestro gordo amigo, que huyo asustado. Este plantígrado de metal, rodó hasta la puerta…
—¿Entonces? ¿Lo hacemos?
—Sí. Nos secuestró, y casi me mata de un zarpazo… no sé qué otra cosa podemos hacer.
—Recuerde las palabras que dijo a Aguirre: «Desapareceré en la noche, lejos del hombre. Solo. Con mis recuerdos», me parece un buen final para esta historia. El amor debe triunfar, amigo mío, como en el cine. Si a usted no le importa, que fue el que llevó la peor parte… de acuerdo. —Saca una nota de papel—. Aquí la tiene.
Lento la lee:
Está dentro del Ajedrecista de Torres Quevedo. Museo
Torres Quevedo. Escuela Superior de Ingenieros de
Caminos, Canales y Puerto.
Universidad Politécnica de Madrid.
Mucha Suerte
Luego, dobla el papel y lo pone con toda ceremonia dentro de la garra del gigantesco plantígrado.
—Venga —dice Alto—. Le doy cuerda y salimos fuera. —Mete la mano detrás de la oreja, encuentra la llave, y le da seis vueltas. Comienza un tictac, muy suave, muy lejano—. Rápido.
Salen. El funcionario, algo perezoso, se extraña de la prisa con que andan ahora.
—No se preocupen —dice mientras pide que enseñen el contenido de sus bolsillos y pasa un detector de metales manual por su ropa—, esto es un formalismo. Ahí no hay nada que valga una mierda.
—Ese animal mecánico es una obra de arte, amigo —dice Alto.
—¡Qué coño! —Los acompaña a la salida—. Si es un juguete japonés de esos. Mi hija tiene un perro robot que hace más que ese oso de peluche. Un juguete increíble, anda solo, ladra, atiende cuando lo llamas… este no hace na.
—No diga barbaridades…
—Barbaridades, dice el «guiri»… pero si el otro día vi la etiqueta cuando lo trajeron, mal cosida a la oreja. Se le cayó. Es una marca china, o coreana o algo así, miren, la tengo por aquí… —Un pequeño trozo de tela arrancada por un débil pespunte, en donde aparece un bordado desvaído:
Non Omnis Moriar
Alto da dos palmadas al funcionario, le sonríe y dice:
—Amigo, usted en el instituto las clases de latín se las saltaba, ¿verdad?
* * *
Al margen de esto, el objetivo de nuestra búsqueda, más que ninguna otra cosa, nos anima en nuestras investigaciones y nos conforta de nuestras privaciones, pues tenemos como meta nada menos que redimir a la generación venidera de los males del veneno mineral y el derramamiento de sangre y a nuestro ejército, armada y otros desafortunados compañeros de los horrores del escalpelo y el cuchillo de amputación.
Francis Tumblety. 1833 - 1903