____ 56 ____

Todo esto fue lo que me contó Torres el día que entré por la ventana de sus habitaciones después de muerto. Recuerda que habíamos dejado la narración de los hechos ahí, hace cuatro días, ¿verdad? ¿Más? Claro, aquí encerrado no tengo noción del tiempo… antes, en las alturas, entonces yo era el tiempo, pero ahora los días empiezan con su llegada y terminan con su marcha… por cierto, ¿su compañero?

Lo lamento. Ambos han tenido muy mala suerte. Transmítale mis mejores deseos. ¿Y usted se encuentra mejor?

Lo celebro. Sigamos entonces. Torres me había contado todo esto, por supuesto, no fue un relato con tanto lujo de detalles como el que yo les he hecho, no hubo tiempo para tal en la hora y media que pasamos juntos antes de ser interrumpidos. Lo he enriquecido con lo que fue contándome a lo largo de tantas noches a partir de entonces, en largas y añoradas conversaciones.

—Es muy tarde —dijo tras un largo suspiro y un estornudo—. Seguro que la señora Arias puede hacernos algo, no estará durmiendo… cierto, usted ya… Perdone mi torpeza, don Raimundo, he pasado toda la noche en vela. —Sí, había pasado toda la noche entre la comisaría y el campo de batalla del río Lee. Los refuerzos solicitados por el inspector Abberline llegaron cuando las ascuas de la refriega ya se enfriaban, se hicieron muchas detenciones, incluyendo la del propio Torres y Perceval Abbercromby. No fue en rigor una detención, pues ellos no habían cometido delito, al menos ninguno que se pudiera probar, puesto que el allanamiento, estando en compañía del heredero del lord, era un cargo sin sustento y su disparo hacia De Blaise… sus bienintencionados amigos policías dieron por buena la explicación de que fue una simple salva de advertencia. Abberline decidió encargarse de ambos en persona, y de poco más podía ocuparse. El oficial de aquellas lanchas se presentó. Pertenecían a un destacamento acuartelado a dos millas río abajo, temporalmente… muy extraño.

El cuerpo de Ribadavia fue encontrado de madrugada, pescado con una red del fondo del canal. Se había hundido, enfermo, herido, tal vez inconsciente por el golpe del hombre de De Blaise. El asunto no iba a suponer incidente diplomático alguno. Ribadavia estaba allí por su cuenta y riesgo, era famoso por su indisciplina y su excentricidad, y a la postre se vio que no tenía tantas amistades influyentes como pensaba. Una pregunta formal del gobierno español y una respuesta no menos formal del británico cerraría el asunto. Torres se ofreció para encargarse de la repatriación del cuerpo, él lo llevaría a España, junto a la familia Ribadavia, que estuvo siempre en buenas relaciones con su padre. Su ofrecimiento fue firmemente rechazado.

—Usted no puede marcharse, Torres —respondió Abberline—. No vamos a detenerle, pero no podemos permitir que abandone ahora este país. Si su pregunta es, si tengo autoridad para hacer tal cosa, no lo sé. Espero que no me obligue a averiguarlo.

No lo hizo, Torres seguía sintiendo que tenía algún deber en esa ciudad. Él y Percy trataron de denunciar el comportamiento de De Blaise, que por cierto había desaparecido de escena, como Bowels, pero no tenían prueba alguna de su intento de asesinato contra Percy. El joven lord insistió y Torres lo disuadió. Había ramificaciones en esa trama demasiado profundas, capaces de traer hasta allí al ejército de su majestad, y de decir que todo aquel desastre era causado por un enfrentamiento contra un grupo de fenians, como dirían las noticias más adelante; De Blaise parecía intocable.

—Usted sabe que no mentimos, inspector —argumentaba Torres—. John De Blaise trató de hacer daño al señor Abbercromby.

—O tal vez defenderse de un ataque de este, vi su actitud durante esta noche…

—¡No! —gritó Percy—. ¡Ese hijo de puta nos tendió una emboscada!

—Tranquilícese, Perceval —continuaba Torres—. La animosidad entre ambos es palpable, y justificable en su caso, si me permite mi opinión personal. No pueden estar los dos en…

—No voy a detenerle, ni a usted tampoco, señor Abbercromby. Caballeros, tenemos ciertos asesinatos entre manos, no hay tiempo para atender a viejas riñas. —El inspector no estaba de buen humor, nadie lo estaría en su lugar, contemplando cómo los movimientos de esa partida se ejecutaban al margen de uno. Luego. Bajando el tono, añadió—: Creo que su lugar hoy, señor Abbercromby, está en Forlornhope pese a sus reservas.

—Tiene razón, inspector, disculpe mis modales. Si tiene la desvergüenza de aparecer por ahí De Blaise…

—No es eso. Lamento tener que comunicarle que ayer su padre sufrió un ataque.

—¿Cómo?

—Desconozco las circunstancias médicas exactas. Una apoplejía, creo.

La furia de Percy desapareció. Pareció triste, triste por el fin de aquel hombre que odiaba, que le había despreciado desde su nacimiento.

—¿Se encuentra bien, Perceval? —se preocupó Torres, ya apartados de los oídos de los policías que recorrían la isla recogiendo heridos y muertos—. Debiera ir a su casa, y mantener…

—Intentó torturarme, ¿sabe?, como hizo su padre con él. Un tormento en aras de una máxima aberrante, durante muchos años.

—No entiendo…

—Y sin embargo… yo deseaba ese tormento. —Respiró largo, paladeando el aire. El agua ya había dejado de caer y la mañana quedó muy fresca. Es extraño cómo la climatología se calma en cuanto hay muertos—. Me voy. Gracias.

Al mediodía, Torres estaba ya en casa de la viuda Arias, y suponía que Perceval Abbercromby estaría en Forlornhope, tal vez junto a John De Blaise. No parecía posible que volvieran a intentar internarlo en Bedlam, pero, desde luego, tras un duelo frustrado y un intento de homicidio, con su padre postrado; con todo esto, el futuro de Percy no era alentador. ¿Quién mandaba en esa mansión de locura ahora? Lord Dembow perdido entre la vida y la muerte, el señor Ramrod muerto por el Monstruo… ¿De Blaise? ¿Un hombre sumido en el alcohol y los narcóticos, amargado por un matrimonio forzado, envenenado por el odio? No parecía el líder apropiado. ¿El doctor Greenwood? Nadie sabía de su paradero.

En cuanto al otro desaparecido, el sargento Bowels, había saltado al agua en cuanto vio acercarse posibles trabas con la ley. Probado nadador como era, negoció sin problemas la situación y terminó de nuevo en su refugio londinense que con tanta amabilidad le proporcionara Abbercromby, la casa de St John’s Wood. Allí lo encontró Percy y allí lo dejó estar. Dijo que marchaba ya del país, harto de tanto tejemaneje que no entendía.

—Señor Abbercromby —explicó—, le agradezco todo lo que ha hecho por mí. Pero ese De Blaise es intocable, nada podemos contra él, yo menos que nadie. Me voy. —Se quedaría allí hasta mediados de noviembre, y luego marcharía a ultramar, a mis américas o a Asia, en busca de fortuna.

Así quedaron las cosas. Mientras Torres almorzaba sin ganas, llegó una nueva visita inesperada, una más. La campanilla de la puerta de la señora Arias se había convertido en los últimos dos meses en heraldo de sorpresas. En esta ocasión era Juan Martínez, el amigo de don Ángel. Tenía un deplorable aspecto, arrugando el ala de su chistera entre las manos, los ojos enrojecidos y oliendo a alcohol.

—Ay, señor Leonardo —se lamentó—. Vine y me fui a putas. El señor Ángel me dio buen dinero, y su mujer de usted también, y pensé en darme a la jarana… ¡ay! Llevo dos días aquí, si hubiera… Fui esta mañana pa la embajada y me encuentro esto. Si hubiera estado… ¡ay!, mi compadre estaría vivo, y el señor Ángel…

—No se haga malasangre, Juan. Nadie sabe qué hubiera pasado de estar usted. Mire, su compadre no pudo ayudar a don Ángel.

—Seguro que lo intentó, ¿verdad?

—Claro, se llevó a un par por delante. Nada pudo evitar lo sucedido, estaba de Dios. Ahora los dos descansan en paz.

—¡Yo tenía que estar con ellos!

—Vamos. Repatriarán el cuerpo de don Ángel. Tal vez debiera usted hacerse cargo de los restos de Ladrón.

—Me da mucha pesambre todo esto, señor Leonardo. Tengo que hacer algo. —Y se quedó allí, en la puerta, de guardia, día y noche. Allí lo vi y él no a mí. Esa falta no se la tuvo en cuenta Torres.

—Creo que debiera irme de aquí, don Raimundo —dijo al fin abatido y sin dejar de moquear—. Ya ve lo que mi presencia ha traído: amigos muertos, desaparecidos, y el asesino, los asesinos siguen en la calle, sean quienes sean.

—Yo me alegro de que esté aquí.

Gracias a mis nuevos oídos escuché pasos en la escalera antes de que llamaran a la puerta. Torres abrió. Era el inspector Abberline, sacudiéndose el frío al entrar. Tras él venía un hombre alto, todo de negro, tanto la ropa como el ánimo; Perceval Abbercromby. Al verme, allí sentado, se echó hacia mí con su aparatosa Lancaster en mano.

—¡No! —Torres se interpuso.

—Ese monstruo…

—No es él.

Abbercromby quedó sorprendido, lo que aprovechó el español para explicar a vuelapluma lo ocurrido; quién fui yo y quién era ahora. Hubiera esperado más incredulidad en ambos, joven lord y detective, pero supongo que estos caballeros ya estaban acostumbrados a lo extraordinario, se habían topado con demasiados horrores para tener en cuenta uno más, horrores que habían mermado su creencia en la bondad del hombre, y hasta sus convicciones religiosas. Los dos me miraron intrigados. Vi en sus ojos una extraña mirada. Estaba acostumbrado a las miradas de miedo, a esa forma de mirar que el hombre reserva a las bestias. Esta vez era distinto, yo era un objeto, lo que veía en esas miradas era el intento de encontrar vida en mí.

—¿Habla?

—Claro que hablo, inspector, mejor que antes. Por cierto, tengo cosas que decirles. —Les conté mi situación. Les dije el peligro que corría Torres, cómo el asesino, Jack, el Dragón… fuera quien fuese, iba a por él. Cómo había escapado de su burdel en el West End y la urgencia de que el español volviera a casa.

—¿Todo eso es cierto? —me preguntó sin atreverse a dirigirse a mí el incrédulo inspector.

—Así lo vi. Y lo escuché. Y está aquí en mi memoria. —Abrí me pecho de lata—. Ya no olvido nada.

—Me va a perdonar, Torres —¿no era a mí a quién debían ir dirigidas esas disculpas? Hablaba como si yo fuera obra de Torres—, pero no sé si en las circunstancias en las que se encuentra… su amigo, no es un testigo fiable.

—Imagino que no en un juicio —respondió Percy—. Para mí es suficiente. Vayamos por ese asesino.

—¿Pretende que entremos…? Ya se le ha tolerado suficientes desmanes, señor Abbercromby, no debiera forzar su suerte.

—¿Suerte? —Las manos del joven lord se crisparon, pensé que iban a estallar en una descarga de violencia, y también debió pensarlo Torres, porque estornudó oportuno para disipar la presión de la furia reinante con una sorpresa—. Como quiera, inspector. Su otra opción es ir con sus hombres, si es que le quedan de confianza, y entrar en un burdel a capturar una autómata pensante que está matando putas en el East End. ¿Podrá hacer eso? ¿Podrá convencer a sus superiores del sentido de esa acción? —Abberline no respondía—. Creo que sería más apropiado que fuéramos los tres, asegurarnos de que lo que dice esta cosa, es cierto.

No hubo objeción por parte de nadie. Les di la dirección de la guarida de Satán en Londres, y para allá salieron. Percy y Torres, este último para mi sorpresa, comprobaron que su arma estaba bien cargada.

—Pase a mi alcoba, don Raimundo —me dijo el ingeniero una vez guardado su revólver en el bolsillo—. No se mueva, nadie le molestará. Volveremos pronto.

—Tengan cuidado. No le miren a los ojos.

Quedé solo, a oscuras. Oí como cerraban la puerta con llave. Me había llevado cantimploras con mi alimento, dos decenas de ellas. Bebí un sorbo. Hice el propósito de recordar a Torres que necesitaba esa bebida, tal vez él sabía lo que era. Con un trago podía aguantar hasta un mes. Necesitaba resistir por toda la eternidad.

A mi lado estaba el Ajedrecista, su Ajedrecista. Yo no lo había visto nunca, y quedé fascinado, mirando, una especie de versión primitiva de mí. Me senté a su lado, tomé las piezas. Si alguna vez tuve una experiencia existencial, fue en ese momento.

Oí la llave moverse en la puerta, no habían pasado ni diez minutos, no podían ser ellos. Me quedé muy quieto mientras escuchaba unos pasos livianos en la habitación de al lado y un suave tarareo. Una lámpara se encendió. Alguien entró en el cuarto. Juliette, el espíritu inquieto de la casa, el diablillo que entraba en las habitaciones vacías de los inquilinos buscando secretos con que satisfacer su hambre de emociones. Ahora imaginaba que su insaciable curiosidad la empujaba a saber qué había pasado en las dependencias de Torres, a qué todo ese trasiego de señores enfadados, todo ese frotarse las manos su madre, nerviosa, todo… se quedó mirándome con los ojos muy abiertos. Yo ni me moví.

—¡Oh! —exclamó, y se acercó—. ¡Cómo has cambiado! —¡Me reconocía! ¿Cómo era posible?—. ¿Jugamos? —Lo entendí. Creía que era el Ajedrecista, y en cierta forma estaba más cerca en la escala evolutiva de esa máquina que reposaba a mi lado que de la niña que me miraba pasmada. Ella manipuló palancas y controles, encendió la máquina de la que creía que yo formaba parte, o creyó hacerlo, y movió una pieza. Yo, despacio, moví mi caballo.

—¡Nooo! —rio divertida—, así no es. —Corrigió mi movimiento, proporcionándose cierta ventaja, por cierto. Así seguimos, jugando una partida. Yo solo movía mi brazo izquierdo, por lo demás, permanecí inmóvil. Juliette reía y movía las piezas, no siempre de un modo legal, y hablaba y se burlaba de mí. Acabó ganando por primera vez en sus encuentros contra la máquina, claro, y salió corriendo del cuarto, festejándolo. Al llegar a la puerta se detuvo, chistó hacia mí, y cerró de nuevo con una llave que sacó de su mandil.

La puerta permaneció tiempo cerrada. Un efecto colateral de mi nueva vida, es lo consciente que era, que soy, del paso del tiempo… mientras estoy despierto, me refiero. No dejo de ser un reloj que habla, nada más, y así cada segundo es uno e irrepetible para mí… es igual, me temo que mi alejamiento de la especie humana ha sido tanto, en modos tan distintos, que ya no soy capaz de comunicarme con ustedes con claridad.

Ya con la luz entrando con fuerza por las ventanas, los tres caballeros regresaron con pocas noticias. Encontraron el burdel vacío, el Dragón había cambiado de nido. ¿En un día?

—No dispongo de mandamiento alguno para entrar en esa casa, solo podía acceder a donde me permitieran —contó Abberline.

Lo lamento —se justificaba Percy sin muestra de vergüenza alguna—. Era preciso que entráramos…

—No se disculpe. He de reconocer que agradezco su actitud.

Percy, según me contó más adelante Torres, estalló y entró pistola en mano por los pasajes secretos del lupanar, de los que yo les había hablado, en cuanto la madame les aseguró que allí no había nadie más que sus chicas y caballeros que no querían ser molestados. Estalló una conmoción entre rameras y encopetados clientes. La mujer dijo que iba a llamar a la policía y Abberline se identificó como tal, dando tiempo a Percy para recorrer las zonas secretas de la casa. Vacío. Herr Ewigkeit no volvió tras la batalla.

¿Qué hacer ahora? Abberline aseguró que seguiría investigando el burdel cuando sus obligaciones se lo permitieran; de nuevo consideraba que el procurar que no hubiera más mujeres muertas en Whitechapel era su principal tarea. Percy se dedicaría a indagar en casa de su padre. Según dijo, ahora Forlornhope parecía un mausoleo. En mi opinión, siempre lo fue. Según el joven lord, la situación había empeorado. Su señor padre era ahora un triste bulto inerte. Había perdido el habla en el ataque sufrido, y solo subsistía por las continuas atenciones de Tomkins y del doctor Greenwood, que sí, había sobrevivido a la batalla de D’hulencourt. En cuanto a De Blaise, también indemne, se había sumido por completo en un delirio de alcohol y drogas. Pensó que tras haber intentado matarlo en aquella isla, seguiría en sus trece y Percy estaba dispuesto a hacerle frente. Nada de eso, apenas salía de sus habitaciones. Tomkins parecía a su vez un alma en pena. La única persona que mantenía alto el espíritu era el doctor Greenwood, cuya presencia era ahora continua en la casa. Se movía con demasiada autoridad, para gusto de Percy, dando órdenes e instrucciones al servicio inapropiadas para quien no era más que el médico del señor. Era más, como se había visto en la isla. Tendría que ponerle en su sitio en algún momento, entretanto, pensaba registrar todo documento de su padre que encontrara. Conocía muy bien al lord, pese a su desapego eran iguales, facsímiles uno del otro, no le costaría averiguar dónde guardaba papeles de trascendencia.

—Espero que se recupere y pueda aclarar muchas cosas —dijo, y había sinceridad en sus palabras—. Mis aspiraciones no son tan altas como para pensar que llegará a pagar por sus monstruosos pecados, demasiado horribles para encontrar penitencia alguna. Tal vez nosotros podamos enmendarlos en parte.

—Olvídense de todo esto, señores —dijo Abberline, no sin cierta tristeza—. Olvídense de ese monstruo de metal, de este que tienen aquí también, olvídense de todo.

—¿Qué está diciendo?

—Estamos solos. No tenemos posibilidad alguna de descubrir nada si hasta las evidencias palpables, como que un gigante metálico ha combatido contra tres brigadas de la Guardia de Granaderos, van a ser silenciadas. —Aquí es cuando nos contó que todo iba a quedar como un enfrentamiento contra terroristas irlandeses.

—¿Y ya está? Piensa dejarlo todo así…

—Pienso capturar a un asesino y, antes que diga nada, Torres, aun pudiendo estar de acuerdo con usted en cuanto a la relación de ciertos extraordinarios acontecimientos, no tenemos certeza alguna. Me limitaré a proteger a esta ciudad, en lo posible.

Dejará que lo humillen, que lo aparten, que le digan lo que tiene y no…

—Trataré de hacer mi trabajo donde pueda ser útil. Buenas noches, caballeros.

Se marchó, y Percy se fue también segundos más tarde, reiterando su interés en no detenerse hasta escudriñar tras la última piedra de Forlornhope. En cuanto a Torres, ¿qué le quedaba por hacer? Era evidente que sus movimientos no iban a ser tolerados con tanta libertad como hasta ahora. Quería irse a casa, ya. Me miró, y a su ajedrecista, con tanta frustración que casi pude sentirla golpeando contra mis ojos de vidrio. Podía ocuparse de los restos mortales de sus dos amigos, al menos de don Ángel, Ladrón no tenía a nadie que lo reclamara, y seguro que a ese trotamundos le daba igual descansar aquí, en Bagdad o en Murcia. Por la mañana había enviado un telegrama a Gorbeña, para que iniciara gestiones desde Madrid y, a ser posible, tratara con los familiares de Ribadavia, los que hubiera.

—¿Está enfadado conmigo? —pregunté, viéndolo tan taciturno.

—¿Por qué? No, no es responsable de nada, amigo mío.

—Parece que mi… situación le incomoda.

—No es por usted, es por ese sujeto. Es… admiro cualquier intento de aliviar el dolor en los hombres. Esto… esto es otra cosa, es antinatural. No quiero parecerme al señor Hamilton, Dios lo tenga en su gloria, pero hay formas de hacer ciencia que atentan contra todo…

—¿Contra Dios? —No contestó. Se frotó los ojos, cansado.

—El resultado de estas cosas, lo que han traído, en eso tenemos que centrarnos, y en la mucha gente que ha sufrido por esto, mucha, y que no paran de sufrir.

—Yo estoy bien.

—Por ahora, don Raimundo, por ahora.

No sabría decirles si las cosas fueron en efecto a peor. Durante la semana y media siguiente, los últimos días de ese octubre, mi universo se redujo a las cuatro paredes de esa acogedora habitación en casa de la viuda Arias, junto a mi hermano el Ajedrecista, quieto, esperando. Torres pasaba mucho tiempo conmigo, en especial por las mañanas, aquellas que no dedicaba a asuntos burocráticos referentes a los funerales de Ribadavia y otros menesteres. Hablábamos, horas seguidas, contándonos lo sucedido estos dos meses, o mejor aún hablando por hablar de asuntos intrascendentes, él de su España y yo… yo prefería oír, mientras él me examinaba, observaba maravillado mi nuevo cuerpo y realizaba pruebas y ajustes. Durante las primeras sesiones, al abrir mi cabeza y pecho, vi en él una mirada de profunda consternación.

—Dios mío —dijo, incapaz de contener su espanto al ver la ya escasa parte orgánica de mi ser rodeada de tubos, ruedas dentadas y extraños mecanismos—, qué pena.

—Estoy vivo —dije yo, no podría precisar qué sentimientos me provocaban sus reparos.

—Vivo… sí. Don Raimundo, esta tecnología es impresionante, increíble que un hombre haya logrado algo semejante, y seguro que puede traer enormes beneficios al ser humano. Sin embargo… existen aspectos éticos.

—¿Es malo que esté vivo?

—Por supuesto que no. Lo que digo es que no es malo estar muerto.

—Pero… su hijo. —Me arrepentí nada más pronunciadas esas palabras.

—Está donde debe estar… —Inclinó la cabeza antes de continuar—. Espero que Dios pueda perdonarnos a todos, por tanta monstruosidad…

Pese a esos aspectos éticos a que se refería, Torres no era un hombre melindroso, y se dedicó con fervor a estudiarme, a describir mi mecanismo, a hacer planos y compararlos con aquellos que le diera Tomkins semanas atrás, e incluso a explicarme con detenimiento todo, comprobando así que mi cerebro, ahora medio mecánico, era muy capaz de asimilar la matemática más compleja.

Yo empecé a hacer preguntas. Mi interés, rayano con la obsesión, era la posibilidad de perdurar. Era feliz, sí, no sentía dolor; mi vista, mi mente, todo era ágil y perfecto. No tenía que dormir, aunque podía hacerlo si quería, y comer, solo necesitaba ese suero que Torres no tardó en analizar.

—Es una disolución azucarada con algunos otros nutrientes. No soy médico, pero —me mostró parte de los famosos planos, recetas magistrales que ahora parecían cobrar significado— no parece algo complicado de elaborar… albúmina, glucosa, el zumo de un limón… vaya, yo diría que puedes alimentarte con el muy británico ponche de huevo. —Nos reímos, aunque yo ya no sabía hacerlo.

Toda esa locura tenía sentido ahora, en ese claustro de ciencia que habíamos creado Torres y yo y el silencioso Ajedrecista. Tenía sentido y era hermosa. Mi futuro dependía del reemplazo de los órganos que aún conservaba, y esa tarea, una vez descritos con detalle, no parecía complicada en exceso. Hasta la memoria, una vez que perdiera por completo mi cerebro, podría mantenerse, en parte al menos, como han podido comprobar ustedes. Se codifica en esos conos grabados que tiene la amabilidad de colocarme en el pecho cuando los necesito. Coja uno… el de ayer… lo tendrá más a mano… sí, ese.

¿Ve? Surcos en escala logarítmica, acompasados con otros de distintas proporciones.

—Un «husillo sin fin» —me explicaba Torres mientras me mostraba uno de esos artilugios de almacenado, como este mismo, creado por él en este caso para su Ajedrecista—. Permite generar gran cantidad de números y, en teoría, se pueden producir algunos mayores, parece que usted dispone de un sistema mecánico de grabación, en su vientre, como un fonógrafo. —Espere que se lo enseñe. ¿Lo ve? Aquí… sí claro, ya conoce bien mis entresijos. Torres siguió diciendo—: Con el tiempo necesitará un almacén… —Guardó silencio, parecía haber caído en algo—. Se lleva órganos…

—¿Cómo dice?

—¿Eh…? Sí, el asesino, Jack el Destripador, se lleva órganos. —Iba ya para el mes que Jack no aparecía en las calles; porque en la prensa y en las cartas morbosas que llegaban firmadas por el asesino estaba presente a diario—. ¿Y si no pudiera reparar sus… mecanismos? ¿Y si tratara de remplazados por vísceras vivas?

Podría ser. Me sentí feliz al notar cómo las ruedas de mi cabeza seguían a la perfección la línea de pensamiento de Torres, cuando antes siempre resultaba un galimatías. Estaba de acuerdo. El monstruo necesitaba órganos para seguir, o sin necesitarlo los prefería al frío metal, y mandó a Tumblety a extirparlos de forma atroz a aquellas desdichadas. Pero… yo había visto al demonio, y no parecía deseoso de humanidad alguna, todo lo contrario. Torres recapacitó en el mismo sentido, aunque por otros datos.

—Sin embargo, lo que vimos, cuando usted… fue atacado.

—Me gusta pensar que morí.

—Como quiera. Esa criatura, tenía todos aquellos despojos colgando, no parecían funcionales y sin embargo… no creo que averigüemos nunca este enigma, don Raimundo. Además, ahora que recuerdo, extirpaba órganos reproductores femeninos… ¿para qué?

—Tal vez quisiera tener hijos. —Torres me miró con espanto, y luego se persignó con una sonrisa, supongo que imaginando la grotesca estampa de uno de nosotros, un Pinocho mecánico, encinta.

Esas eran las mañanas. Las tardes fueron diferentes, casi más agradables. Como es natural, Torres había dado instrucciones precisas a la viuda Arias de que nadie lo interrumpiera cuando cerraba la puerta de su cuarto, aduciendo que estaba realizando algunos experimentos muy delicados, no peligrosos, no quería atemorizar a la buena mujer. El problema era que esos delicados experimentos podían verse alterados, hasta frustrados, de haber interrupción alguna. Nadie podía entrar cuando él estaba, y cuando no, cerraba la puerta con llave. La viuda debía asear la habitación, en esas circunstancias Torres me cubría a mí y a mi hermano el Ajedrecista con una colcha y rogó a la amable señora que no tocara nada, que se trataba de unos mecanismos muy precisos y sensibles, lo que no era del todo falso. Eso acababa con las visitas permanentes de Juliette, y hubiera supuesto un considerable berrinche para la chiquilla que había encontrado un nuevo compañero de juegos y aventuras, de no ser por que poseía llave de todas las habitaciones, o al menos era capaz de entrar en ellas.

Cuando el inquilino salía de su cuarto, el pequeño duende entraba, a veces cantando, a veces solo me saludaba.

—Hola. —Retiraba la colcha que me cubría—. ¿Crees que hoy me vas a ganar? ¿Y por qué iba a jugar contigo? Eres muy malo —y canturreaba—, muy malo, muy malo. Es muy aburrido jugar contigo…

Jugábamos. A veces al ajedrez, a veces a extraños juegos que ella inventaba y cuyas reglas cambiaban a cada minuto. Yo seguía sus órdenes, fingiéndome más mecánico en mis movimientos de lo que era, más torpe, más marioneta, más divertido. Llegó a enseñarme a bailar, a mí, a Drunkard Ray.

Ese fue mi paraíso. Diez días en el paraíso. Por las mañanas, el mundo de la ciencia brillaba para mí, se mostraba sin el velo oscuro que siempre aparece ante los iletrados. Por las tardes todo era magia, fantasía, alegría. Si se fija, si ha escuchado todos estos días los largos monólogos de este viejo, eso es lo que nunca tuvo Raimundo el Cara Podrida; fui siempre un imbécil, y viví siempre sumergido en la más sucia y prosaica de las realidades. Este fue, sí, el pago por mis buenas acciones, el pago por limpiar al mundo de las monstruosidades de Satán, del propio Satán. Ya no espero nada en lo que…

Sí, lo sé, aún no he acabado con Jack, sea más condescendiente conmigo, se lo ruego. Lamento su estado y el de su compañero y comprendo su impaciencia… de acuerdo.

Creo que le he dicho más de una vez que tal o cual cosa fue la más extraordinaria… etcétera. Les dije que nunca conocí tiempo tan feliz como cuando estaba en los pantanos de Okefenokee, o que no encontré alegría como la que llenó mis retinas en la exhibición de Spring Gardens, y tal sitio, y tal otro… y no mentía ni exageraba. Aquellas fueron las felicidades de mi vida, en nada comparables con lo que experimente al morir.

Si Adán fue expulsado de su jardín, yo no iba a ser menos. Pero en lugar de aparecer Rafael con su espada flamígera… era Rafael, ¿no? ¿O Gabriel? Es lo mismo, un arcángel. No, los que aparecieron no eran criaturas angelicales, no. La mirada de Abbercromby y del propio Torres cuando apartaron mi cobertor era seria, comprometida.

—Don Raimundo, querríamos… vamos a necesitar una vez más su ayuda.

—La verdad —apuntó Percy—, la justicia, la bondad; eso es lo que reclama su ayuda, no nosotros.

—Lo que ustedes digan, señores. —Estaba inquieto, intrigado por su actitud y por los bultos que transportaban en varios sacos, pesados y sonando a metal. Si mi corazón no latiera con la precisión de un cronómetro, se hubiera acelerado.

—Queremos que vaya a Forlornhope —aclaró con una sonrisa Torres, sin despejar ninguna en mis inquietudes.

—¿Y qué debo hacer allí?

—Nada —abrió uno de los sacos, había una enorme escafandra de metal, de aspecto familiar—, dejará que los demás hagan, y ya veremos.

El plan de ambos «paladines de la justicia» era ingenioso, aunque algo aventurero dado las escasas opciones de que disponían, y digo escasas por no decir ninguna. Y digo «ambos» porque ya no eran cuatro los mosqueteros. La suerte de Ribadavia ya es de todos conocida. Además de él, había que añadir la «deserción» de Abberline, entregado por completo a su obsesión, encomiable por otro lado, de evitar que ni una puta más apareciera destripada. En cuanto a los esfuerzos tras Tumblety… parece que el trabajo del inspector Andrews había sido infructuoso.

Volviendo al plan: Percy llevaba días tratando de descifrar algo en su casa. Si todas las viejas casas tienen un regusto a enfermo terminal, Forlornhope ahora era ya un cadáver con demasiada historia. El doctor Greenwood seguía ejerciendo de amo y señor de todo. Eso no era tolerable para el joven lord, y si lo aguantó, seguro que fue aconsejado por el más paciente Torres. Llegó a ver cómo se reunían allí el grupo de amigos de su padre, haciendo De Blaise de anfitrión, ebrio y descortés, cuando el verdadero maestro de ceremonias era el viejo doctor. Su primo… o cuñado, como quiera, apenas era un fantasma, que pasaba desapercibido en esa casa encantada. No tuvo ningún mal encuentro con él, aunque a decir verdad los buscó, era imposible tenerlos con alguien que apenas se mantenía en pie, sometido a los dictados de sus vicios. Respecto al doctor, al menos en cuanto a sus aptitudes como galeno no había cuita alguna, pues lord Dembow se había repuesto en parte. Recuperó la conciencia, y parte del habla, aunque su estado débil y febril le impedía abandonar sus aposentos. Percy fue a verlo, para recibir un nuevo rechazo.

—Márchate —le dijo en un susurro desde su cama—. No mereces todo el esfuerzo, todo lo que sacrificaste, para convertirte en un Abbercromby. No lo eres. Vete.

Luego llamó a Cynthia, llorando. Había perdido la cabeza por completo. Si el dolor o la rabia que sentía Percy hubieran sido diez veces mayor, tampoco vería ya satisfacción en vengarse de ningún modo en aquel despojo humano.

El éxito en los esfuerzos terapéuticos del doctor Greenwood no iba parejo a sus otras nuevas actividades. Como aparente líder de esa extraña camarilla de ancianos prohombres, no estaba teniendo igual fortuna. Sin poder asegurar nada porque poco se le permitía ver, Percy entendía que el viejo doctor había quedado desamparado. Vio el resultado de una visita de Henry Mathews, el viernes día veintiséis, y las palabras del secretario fueron reveladoras.

—Doctor, discúlpeme ante nuestros amigos. No podemos ofrecerle más apoyo, sería una irresponsabilidad política, tras los incidentes con esos irlandeses…

—Nada se ha perdido. Nos encontramos en la misma posición que hace un mes.

—Salvo porque el caballero ha desaparecido. No insista, doctor, la señora Brown desea distanciarse de todo esto, definitivamente.

—Tendremos éxito, Mathews, y entonces lamentarán habernos dado la espalda.

Era cierto que Satán, no podían referirse a otro, se había esfumado tras la batalla en el río Lee. Según les comentó Abberline el día anterior, los Tigres de Besarabia habían quedado en nada, y lo que era más significativo, los arsenales de armas habían desaparecido de entre las bandas, quedaban máquinas averiadas que ya no recibían repuestos ni reparación.

—Eso, sumado a la inoperancia de Jack el Destripador en todo octubre —explicaba Torres—, y al no encontrarlo en aquel burdel que nos indicó, nos hace pensar que en efecto, ese… esa criatura se ha marchado, o bien fue eliminado realmente y para siempre en la isla, en aquella explosión. Asunto que no es del todo un alivio… entiéndanme, ese sujeto ha creado… —me miró preocupado— hace uso de su ciencia sin ningún freno, y eso ha generado todo este horror, pero era un genio, un genio tal que no creo se repita jamás, y del que solo tenemos noticias un puñado de personas.

—Vayamos al asunto que nos ocupa sin divagar, se lo ruego —se impacientaba Percy—. Es evidente que ellos siguen esperando encontrar a ese «caballero».

Herr Ewigkeit.

—Exacto. Bien, usted nos lo describió tal y como lo vio en el burdel. El señor Torres afirma que puede darle a usted un aspecto similar. Preséntese allí, en su casa, y finja ser el tal señor Ewigkeit. —No era ningún dislate; recuerden que aquella muchacha en el burdel me confundió.

—Por otro lado —apuntó Torres—, es ya evidente que herr Ewigkeit adopta diferentes aspectos, no será necesario ser muy preciso en el disfraz.

—¿Y allí qué debo hacer?

—Dejarles hacer a ellos, ya se lo he dicho. Trate de negociar, y sobre todo permítales hablar, obtendremos así más información que de cualquier otro modo. Siempre que esté de acuerdo usted en arriesgarse.

—Por supuesto. Me gusta sentirme útil.

—Sobre todo, entre del modo más subrepticio posible, y hable con Greenwood, o con De Blaise o incluso con el propio Dembow a solas. Y márchese de igual modo. No tenemos deseo alguno de que sea capturado. Si le animo a ir, es porque sospecho que sus nuevas aptitudes le hacen una presa demasiado difícil para los medios de que dispone ahora esa casa.

Los dos caballeros quedaron en silencio, ante mí, nerviosos, mirándose, como si cierta vergüenza de tratar con una máquina los turbara.

—Bueno —dijo Torres—. Cambiemos un poco su aspecto, manos a la obra…

—No entiendo una cosa —dije yo, y los dos aguardaron pacientes a que mis ruedas ordenaran mis pensamientos—. Si están ambos convencidos de que herr Ewigkeit ha desaparecido, y de que siendo él el asesino, o estando en estrecha relación con él, los crímenes han acabado. ¿Qué es lo que esperan encontrar? ¿Cuál es el fin de todo esto?

Tras un tenso silencio, Abbercromby habló:

—Señor Aguirre, me temo que todo esto, todo este misterio y esta locura, han destruido, corrompido por completo a mi familia desde hace generaciones hasta hacernos cometer los perores pecados. Debo saber más y acabar con todo, aunque los hilos de esta trama me lleven a lo más alto. No me rendiré.

Percy se puso su sombrero y se fue, prometiendo volver al día siguiente para ver qué había averiguado, y estar pendiente esa noche en Forlornhope, para poder socorrerme en cualquier mala situación que mi aventura me llevara. Torres empezó a trabajar sobre mí, a colocarme ese casco sobre mi pequeño cráneo, y dijo:

—Yo solo quiero saber más. Solo eso.

Así que la última noche del mes volví a Forlornhope. Atravesé Londres entre sus sombras hasta la espléndida parcela de lord Dembow, sin que un alma me viera. Allí estaba, igual que siempre y diferente a un tiempo. Parecía una mancha de salvaje vegetación en medio de la ciudad, oscura, con solo dos o tres lejanas luces provenientes de algunas ventanas dispersas del caserón, invisible en medio de la noche y la espesura. Cualquier paseante casual no notaría nada diferente en el majestuoso edificio, yo no era casual, y mis nuevos ojos veían más allá de las sombras. La diferencia estaba fuera, rodeando la valla. La vigilancia que sobre la casa se ejercía desde el atentado a lord Salisbury, había mermado mucho, si no desaparecido. No podía saber si eso era obra del señor Abbercromby, facilitándome el acceso, o a causa de la pérdida de apoyo de la camarilla de Dembow. En torno a la propiedad, había un par de policías uniformados, pero la multitud de agentes, supuestamente de la sección D, habían desaparecido.

Me quedé allí, mirando atentamente aquella verja cerrada, con dos vigilantes al otro lado, que sin duda habían percibido mi presencia, una sombra envuelta en un gran abrigo paseando arriba y abajo. ¿Qué hacer ahora? Las instrucciones del plan de Torres habían sido escasas, nulas para ser más exacto. Tenía varias opciones, la más atractiva era desvanecerme entre las sombras, saltar la valla, trepar la fachada, entrar como un espectro… ustedes no lo entienden, son hombres, pero dadas mis nuevas facultades, la posibilidad de emplearlas era demasiado atractiva. Claro que se suponía que debía entrar haciéndome pasar por el Demonio y hablar como tal, ¿para qué entonces el sigilo? Torres había insistido en ello; ahora no veía el propósito. Creo que ese sucinto disfraz demoníaco, un casco con dos luces rojas, me confería cierto valor, cierta confianza en mí mismo. El señor del Averno no se anda con tapujos, no los necesita, y menos que él, Raimundo Aguirre.

Mi resolución fue interrumpida por la llegada de un carruaje negro. Se detuvo ante la puerta. Oí al portero decir:

—Nadie puede entrar, señor. Venga mañana.

Un hombre bajó del coche, un militar. Se acercó a la verja y negoció su paso con el guarda en voz muy baja, incluso para mi oído. Lo debió hacer bien, porque la puerta se abrió y él y el coche pasaron. Podía haber entrado con ellos, sí, atendiendo al nuevo visitante el guardés había dejado de vigilarme un minuto, suficiente para colgarme del coche. Yo no necesitaba de tales artimañas. La visita de ese soldado no duró mucho. Cinco minutos después oí acercarse de nuevo el coche sobre el sendero de grava, lo dejaron salir y yo me cansé de esperar.

Tiré mi abrigó al suelo y dejé que mi cuerpo de metal brillara bajo la luna. Caminé decidido hacia la verja, mientras trataba de imitar en mis manos el temblor codicioso del Monstruo. El guardia que permanecía junto a la puerta encendió una luz, su compañero se había ido, él creía que cobijado por la oscuridad, pero mis ojos habían podido ver cómo se alejaba al minuto de verme. El que quedaba, levantó su arma.

—¿Desea algo el señor? —alzó la voz.

—Vengo a ver a lord Dembow.

El individuo me iluminó, y aunque hubo la esperada expresión de sorpresa, no fue demasiada. El hombre no había visto nada como yo, pero sabía que cosas así existían. Me planté junto a la cancela, agarré uno de los barrotes. Ese cierre herrumbroso saltaría ante el menor esfuerzo de mis brazos hidráulicos. El guardés me apuntaba con el arma y la linterna, sin moverse, sin decir nada. Alguien corría a su espalda, Tomkins.

—¿Herr Ewigkeit? —preguntó. ¿Lo esperaban? Eso facilitaba mi paso, parecían hasta partícipes del plan de Torres. ¿Ven cuando les digo que Dios allanaba el camino delante de mí hasta llegar a ese objetivo superior que me tenía reservado? Me habían confundido a la primera, como antes lo hiciera esa Mary Kelly. Asentí, alcé la cabeza y mostré mi cráneo de bronce y mis falsos ojos rojos. El fiel Tomkins ni se inmutó, y abrió la puerta. No había venido solo, diez individuos armados lo acompañaban y ninguno dejó de apuntarme mientras recorrimos el camino a la casa.

Forlornhope estaba en sombras. Conté un par de luces, solo eso, dos habitaciones en las partes habitables de la casa, nada más. Poco a poco, a medida que nos acercamos el segundo piso se iluminó como para una fiesta de carnaval; una versión en negativo de mi primer encuentro con la casa, en todos los sentidos, eso era.

Escoltado por esos muy asustados hombres llegamos por fin, entramos, y sin ceremonia alguna Tomkins me condujo al segundo piso. La misma sala de exhibiciones que mostraran ufanos a Torres el día de aquella fiesta, la misma que fuera morada de mis hermanos, de mi familia de autómatas, amplia y columnata, ahora exenta de aquel maravilloso zoológico mágico y mecánico, pero llena de flautistas y pavos reales dorados, todos en funcionamiento, moviéndose, tocando sus melodías, unos bailando, otros fingiendo combates de metal. Recordé mi antigua tarea impuesta por el viejo Potts. Qué fácil sería ocultar entre ellos la memoria perdida del Dragón, y qué trabajo imposible el encontrarla allí. No, era un lugar demasiado evidente. ¿Y aquel fantástico reloj en la biblioteca de abajo?

Una silla de ruedas avanzaba en medio de todos aquellos muñecos parlantes, sin que nadie la empujara. En ella iba Dembow y a su lado caminaba dando tumbos un desmejorado De Blaise.

—Señor… ¿Ewigkeit? ¿Es… es así como le llaman a… ahora? —Me entró la risa, que no pude manifestar: ahora el viejo lord hablaba como yo antes. Se aceraba en su silla, con la cabeza ladeada de forma incómoda, respirando con pesadez—. Herr Ewigkeit, me… alegro de verle desp… después de tanto tiempo. Tiene un aspecto algo distinto. Es homm… hombre dado a cambiar de fisonomía a menudo, ¿me eq… eq… equivoco? —Señaló a los escandalosos autómatas que nos rodeaban. Asentí. Él continuó—. Bien, ya… ha terminado el baile. Yo le quité algo que apreciaba, cierto, mea culpa. A cam… bio usted se ha resarcido del modo más cruel, demasiado cruel. —Señaló a su izquierda. Ahí había una mesita de mármol junto a una de las columnas, sobre la que descansaba una rosa de plata en una bandeja del mismo metal, con una inscripción:

Cynthia Jane De Blaise - William

1854-1888

—Eso es p… para su tumba —dijo el lord, y vi lágrimas en sus ojos—. Cuando podamos hacer un funeral. No es con… conveniente que frente a las autoridades deje claro que no tengo ninguna… no tengo… mi ángel.

—¡Maldito hijo de Satanás! —rugió De Blaise con voz adormilada, y no sabía lo acertado que estaba al darme esa filiación—. Debía matarle…

—¿Por qué… John? El señor Ewigkeit puede hacer una rep… reproducción de nuestra Cynthia, ¿puede? ¿Cuán fiel sería? —Lord Dembow rio como una marioneta rota. Su sobrino lloriqueaba y echaba espuma por la boca. Yo no dije nada, puede que tuviera un cerebro nuevo y ágil, pero no el mundo necesario para seguir esa conversación con fluidez—. T… t… tenemos un acuerdo, ¿no? Se acabaron los p… pleitos.

—Si me da lo mío —improvisé.

—Ya no puede exigirme nada. No. —Su voz se normalizó. Una furia en su mirada, más terrible que el fuego que viera en la de Satanás, iluminó la habitación—. Le derrotaron, sí, todo su poder no es nada si está solo. En cambio, con nosotros, no… no nosotros; conmigo. Usted y yo, señor, es lo que nunca entendió. Usted y yo debemos estar juntos. Ahora. Juntos.

—Si me da lo mío.

—¡No! —La agitación de su pecho me pareció preocupante, y no solo a mí.

—Señor —intervino Tomkins muy apurado—. Iré por el doctor Greenwood.

—No.

—Sí, señor —dijo De Blaise, que parecía haberse serenado—. El doctor debería estar aquí…

—¡He dicho que no! Esta casa aún sigue siendo mía, aún debe… debe oírse mi voz. ¡Todo esto, todo este sueño es mío! Ni el doctor, ni el p… primer ministro, ni Su Majestad, ni Dios Todopoderoso van a decirme qué hacer, no… no a un Abbercromby y no en Forlornhope, y desde luego, no tú, John. —Poco a poco, en medio del silencio que su autoridad había generado, fue sosegando su respiración, acompasándola a los traqueteos de las máquinas que nos rodeaban—. Discúlpeme, señor Ewigkeit, lam… lamento tener que resolver problemas domésticos delante de usted, mi situación no es… Esto me vale para mostrarle lo decidido que estoy 1… lo… Estamos usted y yo. Solos. Nos han abandonado… No. No le daré lo que quiere. Sé que ahora mismo p… podría matarnos a todos, si no lo hace es por lo que tengo. ¿Me eq… equivoco? Por supuesto que yo seré el primero. No sabe ya el dolor que soporto, no… no me queda mucho tiempo. Luego atenderemos a cuestiones de estado, nos aseguraremos que determinadas personas vivan por encima de su edad, ¿no es maravilloso? Su ciencia mantendrá el Imperio por toda la eternidad. Y tendrá a su…

—Y al señor Torres. Le dejará en paz.

Calló. Miró a su sobrino político, que poco podía ayudarle en su estado. Me había excedido, lo sé, los nervios me superaron. La maldita parte orgánica de mi ser no funcionaba con la precisión del resto.

—¿Y qué le puede interesar a usted ese caballero? —No dije nada, no sabía reaccionar—. Aunque mis intenciones son… f… filantrópicas, aunque solo queremos mejorar este mundo gracias a su ciencia, usted… no ha parecido nunca preocupado por nada, por nadie. Es un egoísta, mi querido herr E… Ewigkeit, y no puedo fiarme de usted como lo hacía antes. —Señaló a su izquierda esta vez. Había otro autómata, este quieto, sin funcionar, con el aspecto de un oriental lujosamente vestido, de una increíble verosimilitud—. ¿Se acuerda? —No dije nada—. ¿Qué le parece?

—Bonito. Un chino. —Estúpido, imbécil, mil veces estúpido. ¿Por qué abrí la boca? La silla de Dembow empezó a hacer ruidos, a resoplar como un caballo, y a moverse hacia atrás.

—¿Quién es usted? —Se acabó mi disfraz. De Blaise nos miraba a mí y a su tío de hito en hito, con gesto abúlico. Tomkins, por el contrario, sacó un arma. Agarré con fuerza mi llave y la giré ciento ochenta grados a la derecha.

—No se mueva. —Tomkins a mi espalda, con su arma directa en mi cabeza. Otro giro; sentí mi cuerpo agitarse.

—¡Dispare, Tomkins! —Si lo hubiera hecho antes, podría haber tenido posibilidades, ahora era demasiado rápido para él. Solté el brazo y mis dedos cortaron el cuello del mayordomo. Con mi enemigo en el suelo, avancé rápido hacia el lord—. ¡John! —No importaba lo que hiciera De Blaise, yo era rápido como los rayos de la cólera de Dios nuestro Señor. Me abalancé sobre Dembow.

Volqué la silla de ruedas mecánicas. Dembow cayó rodando, y la silla quedó destrozada bajo mis pies mientras me cernía sobre el noble. De Blaise no fue hacia mí, y yo lo tomé por cobardía. Quedé por un momento helado ante la mirada del lord, no había miedo en ella, no miedo por mí al menos, miraba a su silla de ruedas. Allí, entre sus trozos del mecanismo de autopropulsión vi un conjunto de conos y husos metálicos ligados entre ellos.

—¡No! ¡Mío! —gimió como un niño al que se le arrebata su pelota, mientras trataba de alcanzar aquello. Ahí estaba, el objeto de todo este dolor y esta guerra. Nadie los hubiera reconocido, nadie que no fuera yo. Me acordé del viejo Drummon.

No hubo tiempo para la sorpresa. Sonó un disparo, y una bala rozó mi hombro dejando una fea raya en su superficie de bronce. Me arranqué el falso cráneo, miré y vi un perro de metal que con torpeza se abalanzaba hacia mí, seguido de un agresivo pavo real. La bala había venido de un flautista, que parecía seguir apuntándome. El perro cerraba sus mandíbulas metálicas sobre mi pierna, y perdió la cabeza, al igual que su volátil amigo; atacaban con voracidad, pero carecían de coordinación para ser enemigos a considerar. No así de puntería, que el flautista volvió a usar su instrumento de cerbatana y me dio en el pecho, sin lesionarme. Fui a por él, cuando se me echó encima un soldadito de plomo de tamaño natural… ¿Qué era toda esta batalla de teatro de títeres?

La respuesta la tenía John De Blaise. El mayor corría por todo el salón, de autómata en autómata, manipulando algo en cada una de las máquinas, algo que las hacía atacarme con desmedido frenesí, una horda asesina de metal, un pelotón de linchadores de relojería. Los que bailaban, los que tocaban instrumentos o hacían cabriolas, todos transformados en torpes verdugos. Era un combate equilibrado en cierto modo. Ambos bandos pertenecíamos a la misma especie, la mecánica. Ellos eran más, muchos más, pero eran obras de lord Dembow, y yo era el hijo del Demonio. Esquivé la bayoneta del soldado, le arrebaté el rifle haciendo rotar mi torso sobre mis piernas, y lo derribé arrancándole las suyas. Luego, una vuelta más a mi corazón, y no pudieron verme.

Corrí por el salón, esparciendo ruedas dentadas y volantes de todo muñeco que me encontraba, los activados por De Blaise como los que no. Era una carrera y yo era mucho más rápido que el inglés. Aniquilé sin piedad a muñecas pianistas convertidas en arpías, polichinelas asesinos y bailarines desbocados. Una danzarina exótica, aprovechando mi exceso de confianza y mi embeleso por su belleza, casi acaba conmigo. Mientras la mataba, quedé de nuevo preso de la delicada figura en tutu que trataba de arrancarme la cabeza, no había un deseo sexual, ya no, sino la autentica y mecánica admiración por la belleza. La rompí, claro, pero me distrajo lo suficiente para que no viera el mayor enemigo entre la tropa automática; un enorme tigre de dientes afilados. Al morderme la pierna oí un desagradable ruido, y vi cómo dos cables saltaban de ella. Es extraño no sentir dolor.

Era más rápido que el tigre, mucho más. Metí mi mano tras el cuello y arranqué un centenar de piezas. El animal se convirtió en un peso muerto, tras una convulsión que me dejó de rodillas e inmóvil.

—¡Monstruo! —De Blaise había cogido el sable que pendía del cinto del chino mecánico, y cargaba contra mí—. ¡Tú mataste a Cynthia, monstruo! ¡Debí dejarte allí, bajo el elefante!

Aparté la estocada con mi brazo, esperando que el empuje desesperado de su ataque obrara en su contra. Mala idea; bebido como estaba parecía conservar reflejos suficientes como para saltar al tigre inerte y no caer. Dio media vuelta mientras yo me esforzaba por soltar lastre.

—Llevas demasiado tiempo vivo. Es hora…

—¡De Blaise! —Era Percy, en pie, entre exhibiciones mecánicas alocadas, que se movían sin ton ni son, con miembros cercenados, ciegos, sin cabeza; una carnicería, eso había creado, aunque tal término no sea apropiado para los míos—. Ya basta. ¿Está bien, señor? —Atendía a su padre, sentándolo en los restos de su silla, arrastrándose hacia una pieza entre todas.

—¡Hijo! ¡Detenlo! —Se echó a toser, escupiendo sangre de sus pulmones dañados.

—Señor… Aguirre —dijo Abbercromby sin inmutarse por el malestar de su padre, ni por la sorpresa que desorbitaba sus ojos—. Espere abajo. Tomkins… —El mayordomo perdía mucha sangre, no creí que pudiera sobrevivir. El joven lord llamó al resto del servicio y pronto corrieron a atender a los heridos. Llegaron hombres armados que acataron las órdenes del joven lord sin hacer muchas más preguntas.

—¿Aguirre…? —preguntaba Dembow mientras era conducido con mimo por varios hombres.

—Descanse, señor —continuaba Percy.

—No… tengo que recuperar… Tomkins… recoja mi silla… ¡Tomkins…!

—Luego iré a verle. Tengo algo para usted. —Agitó un sobre en su mano—. Hoy me ha llegado una carta de Cynthia, qué sorpresa. —La miró ensoñador—. Te la leeré. Muy despacio.

Yo obedecí. Me zafé del felino inmóvil y bajé, cojeando con un andar estúpido, mi pierna estaba seriamente dañada. Quedé en la biblioteca, la vieja biblioteca, con la sensación de que todo estaba cambiando en esa casa, de modo radical. Miré el escudo, y esa frase bajo la Muerte: Mortem deletricem laete vincebo in immota ira iustorum. Yo la había vencido, yo, no Dembow, ¿por qué no encontraba satisfacción alguna en ello?

Perceval Abbercromby llegó veinte minutos más tarde. Yo había frenado mi maquinaria y cubierto mi metálica persona, y me apoyaba en el viejo sillón del lord, que ya nunca usaba, para compensar mis tambaleos.

—Aguirre, imagino que no ha conseguido… —No esperó a que le respondiera—. Mi padre se muere, presa de un delirio enloquecido. Habla del Dragón, como usted nos contó, dice que va a venir por él. Pregunta por su hija… su hija.

—Su padre me tomó por el Dragón sin esfuerzo, como ustedes dijeron.

—¿Quiere un oporto…? Disculpe. He llamado a los señores Fulbright y Barnabi. Creo que mi padre no está ya en situación de disponer nada, afortunadamente. Mientras tuvo capacidades de decisión… ha arruinado a esta familia. Su nombre se ha visto mezclado en esta monstruosidad. —Me daba ahora la espalda, mirando a los ojos de la calavera del blasón familiar—. Ciertos caballeros importantes ya no nos honran con su amistad me temo, resultamos peligrosos. Ya no comparten los objetivos de mi familia. Propósitos que han traído la desgracia a esta casa. —Se sirvió una copa y la tomó de un trago—. Cynthia… ¿Por qué?

Por vivir. Eso es todo. Yo, ustedes, todos queremos vivir, por siempre. La cruel muerte acaba con ilusiones, esperanzas, alegrías y hasta la memoria de uno mismo. Todo. Por eso la perspectiva de prolongar la vida es de un atractivo insoportable. No dije nada de esto, claro está, me limité a contemplar el duelo del señor Abbercromby. Entró De Blaise demudado, aún con la espada en la mano y con más alcohol, o lo que fuera, en la mirada, acompañado con un muy alterado doctor Greenwood, maletín en mano, que acababa de llegar casi en ropa de cama.

—¿Vas a dejar vivir a ese monstruo?

—John —dijo Percy con desconcertante serenidad—. Ya basta.

—Señor Abbercromby —Greenwood se mostraba muy serio—, parece que lord Dembow se encuentra muy alterado, es preciso…

—Vaya a atenderle, doctor.

—Escúcheme. No sé qué ha provocado esta crisis a su padre, pero usted no puede ignorar…

—Doctor. Salga de aquí de inmediato. —No alzaba la voz, era su mirada la que hizo callar a todos—. Suba a las habitaciones de mi padre y ocúpese de él. Ahora mismo. Es usted responsable de su salud, y solo de su salud.

El médico, enrojecido de furia, inclinó la cabeza y salió del cuarto. De Blaise parecía incapaz de cerrar su boca pasmada.

—¿Y esta cosa? Tu padre… puede que hoy mismo… y tú dejas a este asesino aquí…

John. Se acabó.

—¿Se acabó? El pequeño lord se siente ahora importante. No eres nada, Percy, nada aquí, nunca lo has sido.

—Soy lord Dembow, el décimo primer lord Dembow.

—Tu padre, que te aborrece, es…

—Mi padre morirá esta noche —la serenidad de sus palabras, la frialdad de su mirada, mayor que la del mismo herr Ewigkeit, enfrió la temperatura de la biblioteca—, y tú te irás. —De Blaise dio un paso adelante, Percy ni se inmutó—. ¿Vas a pelear, ahora, conmigo? —De Blaise nos miró a los dos, respiró hondo y bajó el arma—. Te vas esta misma noche de aquí.

—No… maldito envidioso. Solo sientes que tu prima fuera mía, y no tuya…

—Te equivocas. Siento que mi prima fuera tuya, y no de Hamilton-Smythe. Te vas. Hoy mismo, no quiero verte.

—Hablaré con tu padre…

—No puedes, está muy enfermo. Cuando muera, no te quedará nada, amigo mío. No tiembles por tu futuro, te tengo menos rencor del que crees. Volverás a la milicia, recuperarás tu rango. No quiero más vergüenzas para esta casa. La semana que viene te unirás al regimiento y partirás para ultramar. De momento… ¡Tomkins! —Entró un criado apurado, que se apuró aún más al verme.

—Señor… el señor Tomkins está…

—Tiene razón, perdone. Bien, encárguese usted mismo de preparar el coche para señor De Blaise. —Entonces, muy despacio, Perceval Abbercromby giró la cabeza hacia mí, me miró y dijo—: Dígale a Albert que le lleve al veintiocho de St. John’s Wood. —Luego volvió la vista hacia su primo—. Allí podrás permanecer hasta que reingreses a tu regimiento. Fuera.

El rostro de De Blaise se congestionó, buscó palabras, y no pudo encontrarlas. Dio media vuelta y salió, para siempre.

Abbercromby se sirvió un trago más, en silencio.

—Aguirre. Puede quedarse aquí si lo desea…

—No. Prefiero volver. El señor Torres estará preguntándose…

—Esta averi… herido, ¿puede caminar?

—Creo que sí.

—Como guste. Dígale que ya todo está bien, que vuelva a casa. Lo demás no importa. —Se sirvió un trago más—. Afortunado el que tiene casa donde volver.

Me fui. Mi pierna desjarretada respondía con pereza a mis órdenes, por lo que atravesar la fresca mañana sobre los tejados de Londres no pareció una medida oportuna. Me refugié en mi abrigo y mi sombrero amplio, tanto de la suave llovizna que caía como de la mirada de curiosos. Cojeaba por esas calles, como cuando estaba vivo, y eso me gustaba, me devolvía al pasado, que no añoraba más de lo que se añora a una vieja herida cuando se observa su cicatriz. Era que de pronto me sentí más humano y mortal; no todo se había perdido.

Ah… por supuesto que llevaba la memoria robada entre mis tripas de metal, en el amplio hueco vacío de mi tórax, destinado a ir almacenando mis propias memorias según las iba labrando. No me costó tomar aquel codiciado tesoro mientras unos y otros se ocupaban de restablecer el orden, ante la mirada aterrada de Dembow, arrastrado por sus criados a su último reposo, me llevé su as en la manga. Bien pudiera ser que yo hubiera sido causa de su final, no es algo de lo que me arrepienta. Ese conjunto de piezas inertes habían traído tanto dolor… no sabía ahora qué debía hacer con él, a quién pertenecía y si su relevancia era alguna. Ya no era nada, un trozo de la vida de alguien que había desaparecido, tal vez muerto en las riberas del río Lee. En eso quedaba la memoria, la vida del hombre, fragmentos que nadie echa de menos.

Llegué a la pensión Arias. Tendría que pedir un esfuerzo a mi pierna, porque estaba fuera de consideración alguna el llamar a la puerta y perturbar en nada más la vida de la viuda y su familia. Tenía instrucciones de buscar al señor Martínez, fiel portero de esa finca desde el fallecimiento de su compadre, que se ocuparía de mi llegada. Así hice, el murciano dio dos silbidos acordados y la ventana de Torres se iluminó. Asegurando que la calle anduviera desierta, subí, ayudado por mis dos amigos.

Mientras restañaba los cables rotos de mi pierna, Torres atendió a todo lo que conté, que fue exactamente lo que le he contado a usted, menos el asunto de la memoria robada, del que no dije nada… no sé, no puedo decir el porqué de mi mutismo al respecto. Mi propia memoria se ha borrado en muchos lugares, o extraviado. Quiero creer ahora que, sintiéndome más cerca de Satán en mi estado inmortal, que Dios me perdone, pensé que no teníamos, que nadie tenía derecho a traficar con esos recuerdos, que lo pasado y perdido ha de descansar, por siempre. También es posible que al mencionar la situación en Forlornhope y la de sus habitantes, más real que trozos de recuerdos grabados sobre metal, olvidáramos todo el resto.

—¿Dijo que su padre iba a morir esta misma noche…? —llegados a este punto, Torres dejó a un lado las herramientas con las que atendía mi pierna herida, para mirarme directo a los ojos—. ¿Qué locura piensa…? Y ha mandado a John De Blaise a…

—¿Qué le preocupa?

—Lo que siempre me ha preocupado, don Raimundo. Me temo que lo descubierto por Perceval Abbercromby ha superado su resistencia, y no le censuro, no es para menos. El problema es que le creo capaz de cometer una atrocidad. Debo verle de inmediato, antes que…

Marchó con más urgencia de la que yo entendí. Le pedí que por precaución se llevara al señor Juan Martínez, y se negó; debía estar vigilando nuestras ventanas día y noche, a ser posible.

A la mañana siguiente, noviembre ya, seguía solo. Torres no apareció. Yo no había dormido, mis ruedas traqueteaban incesantes en mi cabeza, y no quería pararlas. Había frenado el corazón al mínimo, por si aparecía alguien. Lo aceleré y eché mano de la memoria del Demonio. Sí, sé que usted y cualquiera en mi caso habría hecho igual, la tentación era muy fuerte. Me abrí el pecho. Primero debía instalar mis recuerdos de todo lo aprendido con Torres durante esa semana pasada, que fue mucho. Con toda la información traqueteando dentro de mí, me dediqué a la memoria perdida. La disposición del mecanismo en mí fue algo trabajosa, no difícil; al fin y al cabo todas las piezas, las mías y las ajenas, eran obras de la misma diabólica mano.

Y ahora quiere saber qué recuerda un monstruo, Satán, aquello que trajo el horror sobre Londres y casi sobre todo el mundo. Me temo que no es algo tan dramático como le gustaría. Había una mujer, agradable, no sé si hermosa pero sí cálida. Nuestros recuerdos, los de los muertos, son más precisos que los suyos, el metal no se trasforma y se retuerce con el paso del tiempo, como hace su memoria. Así que lo que recordé lo hice tan vivido como si fueran imágenes propias. Recuerdo el frío, boscosos picos rodeándonos y un hermoso salón que daba a un acantilado. La bella mujer, mi esposa, jugaba al ajedrez conmigo. Una consumada jugadora, y yo disfrutaba orgulloso de su talento. Era extraordinaria, mucho más inteligente que yo, seguro, su condición de mujer la relegaba a demostrar su ingenio en esas partidas, no como yo.

Recordé su piel, su aliento, su juventud casi ofensiva. Recordé el dolor de su muerte, la ira y la impotencia. Vi más ira, vi hombres gritando, llamándome monstruo, alejarse de mi castillo, atemorizados mientras yo buscaba formas de recuperar su voz. Sentí fluidos húmedos mezclarse con el metal y la madera, y creí que ese era el camino. Vi al Ajedrecista, triunfando, vitoreado en teatros y salones de toda Europa y América. Oí cómo el mundo se maravillaba de mi amor, si la conocieran… si supieran lo que era, lo que fue… Lloré cuando sus partes iban muriendo, cuando eran sustituidas por burdas copias de relojería. Pedí más tiempo, mucho más tiempo, y lo conseguí; no para ella, nunca para ella.

Por la tarde llegó Juliette, a jugar con su nuevo amigo. Su nuevo amigo había cambiado. Lo noté nada más verla. Empezó a jugar conmigo, y yo actué como de costumbre, pero al mirarla ya no nacía en mí esa extraña sensación de comunión mágica, como si la niña y yo fuéramos parte de un mundo fantástico, más real que la sólida verdad de que yo estoy muerto y ella no. De pronto era para mí alguien diferente, y hasta cierto sentido peligroso. ¿Por qué? ¿Acaso el haber llevado… el llevar todavía las memorias del maldito me habían afectado? Sin duda. Nosotros modificamos y creamos casi de continuo recuerdos nuevos, como ustedes, sin embargo, hasta entonces había creído que roturábamos sobre los conos de metal lo que veíamos u oíamos, lo que ocurría, como vicarios veraces e inequívocos. ¿Pero qué graban esas agujas de acero en realidad? ¿Acaso en esos puntos queda cifrada el alma, y por tanto ahora la mía había añadido a mis faltas los más terribles pensamientos, propios de Satán?

Me maldije, y a él, pues me había quitado mi recién encontrado paraíso. Ese ha sido el precio por la eternidad, me temo.

El siguiente sábado, tres de noviembre, hacía ya más de un mes del último ataque del Destripador. Torres sacó billetes para el martes próximo.

Oí desde mi enclaustramiento, la triste y cordial despedida de la viuda Arias:

—Lamento las muchas molestias que he traído…

—Amistad, Leonardo, eso es lo que ha traído a esta casa. Espero volver a verle.

—Téngalo por seguro.

—Y venga con su familia.

Sazonada con el berrinche de Juliette:

—No se vaya.

—Juliette, no seas cargante. El señor Torres tiene familia, un hijo, no puede quedarse…

—¿Por qué?

—Te prometo que volveré, Julieta —oí decir a Torres—. Somos compañeros de aventuras.

—Sí… yo puedo seguir ayudando… yo sé…

—Juliette, ya basta.

—… conozco esas calles… —sorbía desconsolada—. Tengo amigas… sé quién es Ma…

—Escucha, Julieta. —Oí cómo el español cargaba a la niña en brazos—. Te escribiré nada más llegar a España. Y todos los meses recibirás carta mía. Y el otoño que viene… quién sabe. A lo mejor consigo que tú y tu madre os vengáis para mi pueblo… es precioso. ¿Qué te parece?

Juliette reía.

Luego vino a comunicarme su decisión de marchar ya, y habló conmigo de mi futuro.

—Don Raimundo. Debo volver a mi casa, mi mujer, los míos me añoran y yo a ellos. Parece que el asesino… ha desaparecido, tal vez haya muerto o… no lo sé. Ya poco puedo hacer aquí. No voy a dejarle abandonado. —Hacía dos meses que Torres estaba en Londres, y parecía una vida, en mi caso una vida y una muerte. En todo ese tiempo no estuvimos juntos más de diez o doce días, y vi en sus ojos la pena de abandonar un amigo del alma, y con esa pena, la firme decisión de no hacerlo—. ¿Tiene usted algún… proyecto o… alguna idea de lo que piensa hacer? —Mientras hablaba, percibía él mismo lo absurdo de sus palabras, y fue callando—. He comprobado que puede parar sus funciones… casi completamente. Si lo hace… he encargado un baúl muy grande, podría facturarle para mi casa, y allí…

—Ahora sí soy un monstruo, ¿verdad Torres? —Mi amigo suspiró.

—Monstruo era lord Dembow, usted es una víctima. Su forma de prolongar la vida… no sé hasta qué punto entra dentro de ninguna moral. Sí, he dicho era. Falleció el jueves.

—¿Cree que el señor Abbercromby puede…?

—No sé decirle, don Raimundo, no sé… Esta tarde es el sepelio. Parece ser que tras el miércoles, tras su visita, sufrió otro colapso.

—Que mi presencia desencadenó.

—No se culpe —una muerte más no iba a pesarme mucho, y nada la de Dembow—, sus faltas deben haberse cebado en su débil organismo.

—A menos que el señor Abbercromby hiciera algo.

—Me dijo que esa noche se limitó a subir, a leerle algo y procurar que el doctor Greenwood lo atendiera. El médico dijo que había sido demasiada tensión para su corazón enfermo.

—Lo he matado.

—No… Por si fuera poco, nadie tiene noticia del paradero del señor De Blaise desde el miércoles noche. Quien siembra vientos… Hay quienes criticaban a pobres desgraciados de inclinaciones desviadas, personas que luchaban contra sus pecados, y mientras censuraban el comportamiento ajeno, ellos troceaban a hombres sin su consentimiento, sin rastro de compasión… dejémoslo. ¿Querrá venir conmigo?

—Claro. —¿A dónde iba a ir?

Torres marchó al entierro. Horas después, volvió junto al inspector Abberline, y con malas noticias. Traían tal aspecto que la señora Arias insistió en pedir ayuda, en llamar a un médico, en ofrecerse a lo que fuera. Tuvieron que insistir con vehemencia para que no entrara tras ellos en la habitación donde yo descansaba.

Durante el día anterior se había establecido el velatorio en una capilla ardiente improvisada en el amplio segundo piso de Forlornhope a petición de su hijo, rodeado de todos aquellos artefactos que tanto amó en vida. Por supuesto, el enterramiento de alguien como Dembow, patriarca de familia tan antigua y respetada, o temida, atrajo a un sinfín de personalidades, cuyo lamento se dejó ver en la ya muy sombría casa. A la salida del cortejo se había producido un tremendo incendio.

—¿El Dragón? —pregunté.

—Yo diría que no pudo ser otra cosa —fue el inspector quien me respondió, sin fijar su mirada en mí—, si se refiere a aquello contra lo que el ejército abrió fuego hace dos semanas, o lo que a él hizo… A menos que… usted haya abandonado estas habitaciones.

—Por favor, inspector —intervino Torres, mientras se sacudía hollín de la ropa y ofrecía un cepillo al policía.

—A eso he venido y no a otra cosa. No se altere, sea como fuere, no podría ni creo que desee demostrar nada. —Tomó el cepillo—. Bien, usted estaba allí, ¿vio algo?

—Lo que todos los asistentes; fuego cayendo del cielo. En un minuto prendió en la casa, y en el jardín, fue espantoso.

—Por suerte no ha habido heridos de consideración. Había mucha vigilancia, tropas desplegadas, dada la importancia de los asistentes, e incluso me temo que el señor Abbercromby había preparado guardias, y trató de cazar al agresor. No sabemos si lo consiguió, no he visto restos de nada, pero claro, de haberlos, habrían desaparecido para cuando yo llegué. Ha sido otro ataque fenian, sin duda. —Sonrió con sorna.

—¿La casa ha quedado dañada? —pregunté.

—Mucho, inservible. Cuando llegaron los bomberos ya era tarde.

—¿Y el señor A… lord Dembow?

Esta vez fue Torres quien respondió:

—No pude verle en el jaleo…

—Sí, está con vida —afirmó Abberline—, aunque bastante herido. Dijo haber atacado en persona a ese Dragón. Cargó con sus hombres… en fin, nadie vio nada. Ha perdido el movimiento de un brazo, y tiene tantas cicatrices como su antiguo mayordomo. —Por cierto, no lo he comentado, pero deben suponer ya que Tomkins murió por mi zarpazo, otra muerte a mis espaldas.

—Me alegro. Me alegro de que esté vivo. Entonces, ¿todo ha acabado? Todo con respecto a…

—Roguemos a Dios que así sea.

Los ruegos no fueron oídos. El domingo cuatro nos despertaron los llantos de la señora Arias.

Juliette había sido degollada… degollada… degollada… dego…