____ 54 ____

Y esto es lo que ocurrió mientras yo estaba muerto.

Cuatro días después de la llegada de esa carta y el medio riñón que la acompañaba, volvía a la vida, o como quieran llamar a esta existencia mecánica que el Dragón me proporcionó. Aunque entonces… sí, Torres hizo la misma pregunta al inspector Abberline cuando hablaron de la carta «From Hell» sentados en el White Hart.

—¿También cree que esa es falsa como el resto? —dijo.

—No estamos seguro. El riñón parece ser de mujer, y está enfermo como los de Eddowes, no podemos apuntar más. La carta parece la de un irlandés medio analfabeto, y eso lo aleja mucho de alguien con conocimientos suficientes de anatomía, si es que son necesarios para hacer semejantes carnicerías. Dejémonos de tonterías, no creo que esa cosa que vimos escriba cartas…

No, ahora no se refería a la cosa que vieron en Forlornhope semanas antes, a ese congénere mío cargado de los órganos putrefactos de las víctimas de Jack, es de «otra cosa» de lo que hablan, otra que vieron después.

Le estoy confundiendo demasiado con mi forma de contar los hechos, seguro. Discúlpeme, hace siglos que no hablo con alguien. Centrémonos, ¿qué le estaba diciendo? Sí, mi renacimiento… claro, algo pasó en esos cuatro días, entre el dieciséis y el veinte. Torres cumplió con las instrucciones que le diera Percy en su carta. Fue por Bowels el mismo martes en que recibió la misiva de manos de Purvis, por la tarde. Le encontró allí en St. John’s Wood y le entregó las dos libras. Todo como Percy había querido, hasta llegar al asunto de proporcionarle un billete de tren para salir de Londres, en ese momento el sargento se mostró tajante.

—No. No me iré mientras ese bastardo siga vivo y disfrutando de su fortuna. Siento lo que le ha ocurrido al señor Abbercromby, y a la señorita Trent. No soy su criado, y no creo que ya me deban nada. Agradezco su intención —se guardó el dinero en el bolsillo, eso sí—, pero no me voy de aquí.

—No es oportuno…

—¿Acaso me busca la policía?

—No… no lo creo. No es de la policía de quién debiera temer, cada vez parece que sus… nuestros enemigos son más dignos de precaución.

—Puedo cuidar de mí mismo, lo llevo haciendo desde los nueve años.

No hubo modo de convencerlo, ni ganas de empecinarse por parte de Torres. Su ánimo estaba ensombrecido, ni siquiera las ruedas traqueteantes de su máquina lo abstraían lo suficiente como para hacer desaparecer esa desazón que le secaba la boca. La fuente de ese malestar era la sensación de impotencia. No sabía qué hacer, ni siquiera si tenía algo que hacer y su permanencia en Londres se empezaba a convertir en una pesada carga. Tenía un deber contraído con esa ciudad que no lograba concretar, su mente analítica se revelaba contra eso.

El buen inspector Abberline no era alguien con quien contar. Habló con él y su única intención era cazar al asesino, que por cierto ya llevaba tres semanas sin dar muestras de vida. Para él la aparición de un esqueleto de metal animado con órganos supurando entre su armazón, no suponía prueba alguna, o si lo era, al ver que cualquier camino en esa dirección chocaba con muros de misterio y secretismo, optaba por ocuparse de proteger a los londinenses, antes que capturar al asesino. Abbercromby perdido y en cuanto al entusiasta de Ribadavia… él sí. El viernes recibió su visita, cojeando aparatosamente en la pensión Arias. La aparición de don Ángel fue refrescante en ambiente tan cargado. Juliette no dejó de reír toda la tarde. Abrió mucho los ojos al ver la insólita melena gris del diplomático, que soltó de su habitual lazo, y no paró de balancearse y hacer piruetas en el bastón de don Ángel, quien la subía y bajaba como a un monito en feria. Bastón que parecía serle muy necesario con su nueva herida.

—Vamos, querida —regañaba con una sonrisa la madre—, no molestes a los señores, que tendrán cosas importantes que tratar. Puedes hacer daño…

—En absoluto, señora; ella no molesta ni usted tampoco, nada es tan importante como atender a dos bellas damas.

Torres no supo qué pensar en ese momento respecto a la relevancia o no de lo que venía a contarle, era algo un tanto extraño, una vez más.

—Parece que la herida ha sido más que superficial —dijo el ingeniero.

—Eso me temo. En fin, gajes del oficio, dejo definitivamente la caza. —Cojeaba con dolor, y a cada cabriola que hacía con la niña, su gesto mostraba una leve mueca de dolor.

—¿No debiera seguir reposando?

—Seguro que sí, pero entonces no podría contarle esto que le voy a contar, se le va a encanecer toda la barba de la historia con que me ha venido el Juanillo.

—¿Martínez? ¿Ya…?

—¡Quia! Ese se fue con dinero y va a disfrutarlo antes de llegar, se lo aseguro. Me refería a Ladrón. Por su cuenta y riesgo, que conste, ha seguido rondando Forlornhope, a pesar de la cantidad de vigilantes que andan por ahí y de lo difícil que es disimular su aire panocho. El viernes hubo un auténtico zafarrancho por ahí. Tres furgones enormes se plantaron en la puerta y empezaron a cargar bultos, todo con prisas y echando cien ojos a un lado y otro.

—¿Qué cargaban?

—No lo pudo saber, él estaba en la verja y ya sabe lo poco que se ve desde allí con tanto terreno y tan boscoso. Todo lo dirigía ese hombre tan menguado como desagradable…

—El señor Ramrod.

—Sí, que con su tamaño no sé yo cómo Juanillo pudo distinguirlo. El asunto es que estuvieron un par de horas cargando, y luego salieron de Londres. Escoltados por hombres que aunque no de modo aparente, seguro que iban armados. Ladrón los siguió.

—¿Cómo?

—Eh… pues… no lo sé. Qué costumbre tiene usted de preguntar nimiedades, por Dios. Él es de campo, imagino que corriendo y con una bota de vino bajo el chambergo puede con cualquier penco de tiro. Lo importante para nuestra empresa —ah, ¿tenían una empresa en común?— es que salieron para el norte, hasta llegar al río Lee. Está canalizado y es navegable hasta Hertford, así que tomaron dos barcazas a vapor que les aguardaban, las cargaron de toda esa impedimenta y siguieron río arriba. Ladrón se las ingenió para agarrarse a un cabo perdido y seguir arrastrado por esas aguas heladas, y el pobre murciano no sabe nadar, no tiene poco mérito la gesta. Recién pasado Tottemhan el río deja en su centro una pequeña isla; ahí atracaron los barcos y comenzaron a descargar. Apenas tardaron en llegar allí, por fortuna para Ladrón, y menos tardaron en montar una enorme carpa, blanca y roja, justo bajo una antigua torre circular de la que apenas queda media fachada.

—¿Para qué?

—Se quedó por allí, espiando, y no sacó nada en limpio. Muchos peones trabajando, metieron sillas en la carpa, mesas, y algo que le escamó mucho, y que seguro que alguien más despierto que Juanillo embotado en vino podría reconocer: un muñeco, el de un guardia de la torre, un beefeater, según he deducido a duras penas por lo que me describió el murciano. Lo llevaban tapado con lonas, pero se cayeron en el trayecto, así pudo verlo. ¿Tiene sentido esto para usted?

Ribadavia sabía de la afición de lord Dembow por los autómatas, por supuesto, había estado en aquella cena donde el noble hizo su exhibición, y se hacía idea de lo importante que eran para Torres, sabiendo que este era un docto experto en la materia. El asunto no estaba claro. ¿Una nueva exhibición del «Ajedrecista de Dembow»? ¿Ante quién, y por qué allí? ¿Por qué todo ese despliegue, montar una feria…? Si el ingeniero hubiera reconocido a Potts en casa de Dembow, y supiera de la relación de este con los hebreos, con el Armero, y sabiendo como sabía de ese trato frustrado con Moshem Sehram podría haberse hecho una idea de la transacción que iba a producirse bajo la carpa. Aún en la situación que se encontraba, creo que lo sospechó. Fuera como fuese, no le cabía duda de que oculta en esos toldos estaba la verdad, la razón de todo lo que había ocurrido en los últimos meses.

—Debiéramos ver lo que pasa ahí.

—Leonardo, no creo que yo esté en condiciones de ir hasta esa isla, del modo en que piensa ir, porque esta vez no creo que le inviten.

—No. Por supuesto, usted debe reposar. Si supiéramos cuándo…

—Lo sabremos, déjeme a mí. —Y así fue, en efecto.

Al día siguiente resucité. De eso ya le he hablado.

Domingo, veintiuno de octubre, tres semanas ya sin Jack. No es que nadie lo echara de menos, que seguía sin dejar de asomarse a la prensa, alimentado por el afán de vender periódicos de unos y el de saber más sobre el lado oscuro de otros. Yo ya carecía de tales ansias. Llevaba un día entero vivo cuando Ribadavia volvió a hablar con Torres: John De Blaise y el señor Ramrod habían aparecido juntos en el canal que accedía al río Lee. Allí los esperaba una gabarra en la que embarcaron. Ladrón era un hombre listo, seguir aguardando en la puerta de Forlornhope supondría hacerse ya notorio, y era poco saludable para el murciano. Además, de esa casona no cesaban de entrar y salir gentes, difícil sería determinar lo relevante de lo cotidiano. Pensó que si había más trasiego hacia la misteriosa carpa, habrían de pasar por allí, y entre las empinadas y herbosas riberas del canal, era fácil esconderse.

—¿Cómo puedo ir allí?

—Su impaciencia no me defrauda. Iremos en tren, por supuesto, no queda lejos.

—¿Iremos?, no puede…

—Lo que no puedo es permitir que usted, Leonardo, se lleve los laureles de esta aventura. Imagine que encontramos por ahí a la dama. —Seguía con esperanzas respecto a Cynthia, parece que era el único que las conservaba—. Yo soy Ángel Ribadavia de Castro, de quien se habla en la corte y en el claustro…

—Aquí no hay guasa, Ángel, aquí…

—Ande, ande. No olvide traer la pistola.

El entusiasmo del diplomático no era en nada alentador, Torres no compartía su deseo de aventuras. Decidió buscar a alguien con más sensatez y menos ganas de formar parte de las noticias del día siguiente. Abberline mostró claramente su disgusto de todo ese asunto.

—Eso… sea lo que sea, está ocurriendo en terrenos pertenecientes a lord Dembow, ¿me equivoco?

—Lo ignoro. Imagino que sí.

—No es necesaria por tanto la presencia policial allí. De hecho, si usted y su peculiar amigo de su embajada entran allí sin permiso, es entonces cuando se cometerá un delito.

—Hay una veintena de hombres armados, eso es sospechoso.

—Lord Dembow, o amigos de lord Dembow, han sido víctimas de cierto atentado político recientemente.

—Ninguno de los cuales está en ese río. —Salvo tal vez De Blaise, pero no lo dijo—. Lord Dembow está en su finca de Kent, o eso tengo entendido. ¿Qué hace ahí esa gente armada? ¿En este país se puede reunir un pequeño ejército como si nada?

—Torres, eso que dice sí parece sospechoso. Debió empezar por ahí.

—Tiene razón. —Un buen policía como él necesita de un motivo, no diré excusa, para atender un asunto. Abberline telegrafió a la policía de Tottemhan, solicitando ayuda y así se presentaron en la estación Victoria, a eso de las cinco de la tarde, Abberline, acompañado del inspector Moore y el sargento Godley, Ribadavia con su cojera y su murciano, este también torcido y con un ojo medio cerrado a golpes; y por supuesto Torres.

—Señores —dijo Moore terminados los saludos y las miradas incómodas—. Vamos al campo, a comprobar que no se altera el orden y que cierta familia eminente no sufre más percances. Se trata de un asunto policial, del que ustedes quedan por completo al margen.

—No es nuestra intención involucrarnos en nada —replicó Ribadavia—, mis amigos y yo vamos a una agradable excursión campestre, y circunstancialmente coincidimos en el trayecto y destino con ustedes.

Subidos ya al tren en dirección a Hertford, Abberline fue más específico.

—En ningún caso entraremos en propiedad privada, ni nosotros ni ustedes. Iremos allí, miraremos desde la orilla y nos volveremos.

—Una vez comprobado que no ocurre nada extraño —puntualizó Ribadavia.

—Por descontado.

El trayecto fue breve. Se bajaron en el apeadero de Diglintown, donde cinco agentes de la policía de Tottemhan los esperaban, ataviados con capotes para la lluvia, aunque el cielo no parecía muy amenazador.

—Lloverá —dijo el sargento Mabbott tras saludar con esforzada marcialidad a los detectives de Londres, y mirar con suspicacia a los civiles—. Esta noche casi seguro, si se quedan hasta entonces, claro.

El sargento les puso en situación, mientras salían del andén, abandonando la pequeña estación por un camino rural, apenas un sendero, los agentes locales empujando sus bicicletas.

—El lugar del que hablan está ahí al lado. —Señaló hacia el río, que se veía nada más traspasar el edificio simple y sobrio del apeadero. El camino seguía de cerca los raíles del tren, adentrándose en una agradable campiña hecha de suaves desniveles. Varios setos al fondo custodiaban el contorno de un acogedor cotagge, del que salía el ladrido de un perro—. En efecto, en esa isla hay más actividad que de costumbre, mucha más. Mandé un hombre para ver qué ocurría en cuanto recibí su telegrama, con la discreción oportuna, por supuesto. —Eso era una respuesta a la mirada de Abberline, que se había endureció por momentos—. Es Curly, el agente de Diglintown. Pasó allí en su ronda habitual. No es que suela ir por allá, pero solo tenía que desviarse un poco. Se plantó allí y le dijeron…

—Es una isla en el río, ¿no? —interrumpió Moore al gárrulo Mabbott—. ¿Hay un puente o algo semejante?

—No. Dos embarcaderos, uno de ellos muy pequeño, dos tablas flotando al río. En ese islote no hay nada salvo esa ruina vieja. Curly se acercó, había dos hombres, charlaron, como quien no quiere la cosa, Curly es un buen policía, sabe cómo…

—Sargento, por favor —interrumpió Abberline.

—Sí. Dijeron que se trataba de una excursión. Un picnic.

—No creo que sea oportuno acercarnos así, a las bravas —dijo Ribadavia, y entonces Abberline se detuvo.

—Ustedes se quedarán aquí.

—¿Aquí? ¿Dónde?

—Volverán a la estación, luego les informaremos de lo que…

—No es necesario, seguro que no hay peligro en…

—No hay discusión posible a este respecto, señor Ribadavia. Usted está herido, lo veo, y no podemos permitir…

—Nosotros podemos identificar a ciertas personas —intervino Torres—. Inspector, sabe que es necesario.

—Por eso usted nos acompañará, pero sus dos amigos deberán aguardar. —Torres se encogió de hombros y Ribadavia le devolvió a cambio una mirada acerada, una de esas que yo conozco bien, de esas que dicen: «para qué has traído a la bofia»—. Y desde luego, se mantendrá detrás de nosotros.

Ribadavia y Ladrón volvieron a desgana sobre sus pasos, el resto siguió hacia el río. Superadas las pequeñas fincas con sus jardines bien cuidados, el terreno ascendía con suavidad hasta un pequeño bosquecillo que coronaba una loma. Desde allí el Lee era visible por completo.

—Imagino que… no sé, que tendrán a alguien allí. Si es tan buen puesto de vigilancia… —especulaba Torres.

—Ahora no —dijo Mabbott—. También supuse que habría alguien, así que mandé para allá a Curly. Encontró a dos tipos, charlaron, supongo que esperando que el viejo irlandés se largara, pero es tranquilo y tozudo cuando quiere. No podían justificar más su presencia, así que acabaron por irse. Ese otero está ahora a nuestra disposición.

—De todas formas no sobrará ir con cautela —dijo Abberline—. Mantendrán un ojo en ese bosque, si saben que estamos en él.

—Suponiendo que de verdad estén involucrados en alguna actividad delictiva, cosa de la que no tenemos evidencia alguna —dijo ahora Godley, mirando con cara de pocos amigos a Torres. El sargento no estaba muy contento con ese viaje, ni al parecer con que su amigo Frederick Abberline, hombre cerebral por antonomasia, hiciera tantos oídos a un civil, y extranjero por más señas.

Llegaron a la loma en cuestión, allí estaba el obeso agente Curly, que con rapidez ocultó una petaca que le servía de compañía, y que Abberline ignoró a conciencia. Los condujo hasta un grueso roble tras el que ocultaba su bicicleta. Desde allí vieron la isla, a unos trescientos metros, con toda claridad. Era una piedra reseca, una lágrima de roca en medio del río, no tan pequeña como había insinuado Mabbott, que sus buenos doscientos metros abarcaba de punta a punta. De forma ahusada en dirección a la corriente, la carpa, bien grande, ocupaba casi toda la superficie, y estaba rodeada de hombres paseando que no se molestaban en disimular las escopetas que cargaban al hombro. La punta sur parecía adornada por un bosquecillo, y al otro extremo, corriente abajo, la isla quedaba rematada por una vieja torre abandonada, casi metida en el agua.

—Se han pasado todo el día así —explicó Curly—. Ni entra ni sale nada de esa tienda grande, más que algún tipo. No tengo idea de lo que hacen, no se parece a ninguna fiesta campestre que haya visto, se lo juro.

—Aguardaremos aquí —dijo Abberline.

—¿Hasta cuándo? —dijo Godley—. ¿A qué se supone que esperamos?

—Estoy casi seguro de que va a ocurrir algo —dijo Torres—. Allí están De Blaise, y Ramrod —miró a Curly buscando corroboración a lo que decía, y el agente se limitó a encogerse de hombros—, y puede que el propio Dembow. Para lo que sea que han montado ese tenderete, va a ocurrir hoy, o quizá esté ocurriendo ahora mismo.

—Y ahora empieza a llover.

Chispeaba, en efecto, y amenazaba con arreciar más, como había asegurado la policía lugareña, y como parecía a punto de arreciar el mal humor del sargento Godley, y la incómoda incertidumbre de Moore y Abberline. El único que estaba seguro de lo importante de estar aquí, era mi amigo Torres.

Ya caía la noche, y las ramas del roble eran precario refugio para el aguacero, pero allí permanecían. Varias luces se habían encendido en torno a la carpa.

—¿Podríamos ir allí? —preguntaba Torres, que de verdad temía que bajo esa lona estuviera ocurriendo algo importante—. Ir con una barca, preguntar…

—Tenemos una preparada abajo —dijo Mabbott.

—Una que no usaremos —aclaró Abberline—. A menos que pase algo.

—¿Y cuánto tiempo tenemos que aguardar para que…? —El ruido del tren acalló las protestas de Godley. Llevaban oyendo ese sonido toda la tarde, pero esta vez no venía de su espalda, sino de enfrente, y más lejano.

—¿Qué pasa ahí? —Señaló Moore a varias luces que aparecieron en la ribera opuesta. Algo se movía allí, algo voluminoso—. Por ahí no pasan las vías del tren, ¿no?

—Claro que no —respondió Mabbott. En la isla hubo movimiento. Las luces corrían de un lado a otro. Se oyeron voces, y respuestas desde la orilla que la distancia y el molesto repique del agua cayendo ya más intensa, hacía imposible distinguir.

—Hacen señas con una luz, allí, en la orilla. —La vista de Moore parecía la mejor del grupo.

—Les dije que algo iba a ocurrir.

—¿Quiénes son los del otro lado? —preguntó Abberline.

—Judíos. —Todos miraron a Torres, sacudiéndose el agua de los sombreros y abrigos—. Lord Dembow, o enviados suyos, negociaron con alguien a través de un hombre de la comunidad hebrea, y esto es el fruto de esa negociación, estoy seguro.

—¿Negociaron el qué?

—La venta de un ajedrecista, lo que ignoro es lo que pedirán a cambio.

—Miren —dijo Moore. El embarcadero principal de la isla no era visible desde donde estaban, estaba justo al otro lado. Ahora, asomando por el horizonte que formaba la oscura joroba de la carpa, vieron aparecer luces—. Es una gabarra, han salido de la isla a recoger a alguien.

—Vamos para allá —terminó por decidirse Abberline—. Esto es muy extraño.

—No veo nada extraordinario…

—Algo están tramando, y desde aquí no nos vamos a enterar. Adelante Mabbott, vamos por ese bote suyo. Usted no —dijo a Torres.

—Abberline, por el amor de Dios…

—No voy a discutir. Se quedará aquí. Ha sido de mucha utilidad, pero no voy a arriesgarme. Vendremos enseguida. Supongo.

Torres quedó así, mojándose bajo el roble mientras los policías iban loma abajo, hacia el río canalizado. Sin duda estaba frustrado, pero según me confesó, allí, bajo la lluvia, comprendió que el origen real de su malestar era no poder ver otra vez ese muñeco con su traje de guardia de la torre. Había albergado la esperanza de que el resultado de todo ese paseo y ese calarse, fuera cual fuese, condujera a un posible examen más minucioso del Ajedrecista de Dembow, el falso Ajedrecista, de eso estaba seguro.

Desde su atalaya, más seguro ahora de no ser visto con la lluvia y la noche conjuradas para ocultarle, pudo ver cómo esa barcaza llegaba a la otra orilla. Por lo poco que se distinguía en ella, notaba que allí había una multitud, luces, humo dispersándose bajo el agua, tal vez animales… mucha gente. Las luces se movieron, alguien subió a la embarcación y de nuevo zarpó para la isla. No podía esperar más. Su curiosidad superaba ahora cualquier prevención. Un sonido a su espalda lo detuvo.

—Supongo que no pensará ir nadando hasta allí. —Ribadavia y Ladrón parecían muy desvalidos allí, empapados y escondidos entre los árboles.

—Apenas sé nadar.

—Yo no sé en absoluto, pero tenemos modos más fáciles de alcanzar esa isla. No podrá imaginarse a quién me he encontrado bajo la lluvia. —Hizo un gesto y tras un tronco muerto asomó un hombre corpulento, arrebujado bajo un capote, que se quitó el sombrero para mostrar el rostro de un algo desaseado Perceval Abbercromby.

—Al final me quedé por aquí, señor Torres.

—¡No abandonó el país!

—A decir verdad, fue el doctor Purvis el que tomó el vapor por mí, bajo la escrutadora mirada de los lacayos de Ramrod.

—Vaya. Espero que por fin haya saldado su deuda el buen doctor.

—Desde luego, se le gratificó bien por las molestias. En cuanto a usted, ¿no quiere ver lo que el viejo tiene preparado allí dentro? No podemos perdernos esa fiesta.

Según le contó Percy mientas caminaban hacia la orilla junto a Ribadavia y Ladrón, su alma atormentada se había sosegado en los últimos días. Su ira no había desaparecido, se había encauzado, como el caudaloso Lee, hacia formas más productivas de venganza. Esta situación no auguraba nada bueno, pues Torres temía que alguien del escaso ingenio e iniciativa de Perceval podía ser peligroso si desataba su furia, pero más aún si trataba de llevar a cabo planes maquiavélicos.

Una vez concluido su arrebato, contaba Percy, abortado su intento de… de lo que fuera durante la exhibición en Forlornhope, recapacitó, seguro que con la ayuda de los muchos calmantes suministrados por el doctor Greenwood, durante su breve estancia en Bedlam. Vio que no había salida si tomaba el camino de la locura y la desesperación, por desgracia, era un hombre solo, con pocos recursos aparte de ese de la ira desatada. Cuando pensaba que el resto de su vida la pasaría en esos jardines, babeando por los efectos de las drogas que no dejaban de suministrarle, recibió la visita del señor Ramrod, que por una vez fue esperanzadora. Traía una oferta irrechazable: se le aseguraba una suculenta renta de por vida si abandonaba de inmediato el país y no volvía hasta que su padre falleciera.

—Lo que no tardará mucho en ocurrir, creo —consiguió murmurar entre el espeso sopor de los narcóticos—. No podrán quitarme lo que es mío… seré el décimo primer…

—Nadie le quitará nada —le dijo Ramrod—. No podría hacerlo aunque así lo quisiera. Cuando su padre fallezca, podrá volver y tomar posesión de su legítima heredad. Hasta entonces permanecerá en ultramar.

Aceptó. No porque confiara en las palabras de ese pequeño intrigante, seguro que había formas de arrebatarle su herencia, y lo que es más fácil, estaba siempre presente que durante su exilio sufriera un desafortunado accidente. Necesitaba tiempo y espacio para pensar, y la sangre limpia de drogas. Quien lo atendía era el propio doctor Purvis, no parecía que confiaran en otro, lo que fue un error, pues no sabían de su exigente sentido del honor y de esa deuda contraída. Percy le pidió que entregara aquella carta a Torres, esa que le pedía que se encargara de proporcionarle algún dinero al sargento mayor Bowels. Después, cuando salieron para Francia acompañado de Tomkins, quien iba a asegurarse de que tomara el transbordador, también fue con ellos el joven doctor, pues debía ocuparse de su estado de su salud y de mantenerle sedado para evitar un inconveniente arrepentimiento respecto al pacto acordado.

La fortuna jugó una vez a favor de Percy. Sin entrar en detalles, contó a Torres que ya en Dover pudo quedarse a solas con Purvis unos instantes mientras Tomkins atendía a los billetes y el embarque. Los dos esperaban en un agradable hotel que daba al puerto, con un esplendido mirador acristalado lleno de mesas y sillas desde donde se veía el ir y venir de los barcos. Mientras tomaban un té el pesadísimo doctor le preguntó si podía hacer algo más por él, esta vez por mera cortesía, me temo. Le reiteró su agradecimiento, esta vez por no mencionar su visita a Bedlam, su primera visita, y el consentimiento del galeno en contradecir las instrucciones de su mentor, Greenwood. Percy vio su ocasión y ejerció cierta presión recordándole lo que le debía.

—Mis lealtades están en conflicto… entienda.

—Ignoro la naturaleza de esas lealtades, pero si le obligan a mandar a un hombre a la muerte, no veo bajo qué condiciones pueden ser honradas, sin pecar.

—No le entiendo, usted va…

—Yo sé menos que usted de este asunto, estoy seguro, así que me pongo a su merced. Si me dice que una vez que abandone este país, no me pasará nada, que dejarán que viva y que vuelva con el tiempo a Inglaterra a reclamar lo mío, entonces tomaré ese vapor sin miedo. Pero si alberga alguna duda, si piensa que allí en el continente me espera la muerte… —Purvis bajó la mirada, incapaz de contestar—. El problema es cómo hacerlo sin causarle perjuicio alguno a usted, doctor.

—Creo que es posible.

Acordaron cambiar identidades, dado el relativo parecido físico entre ambos. Purvis escribió unas cartas rápidas, apenas dos líneas explicando su ausencia a familiares y parientes, que Percy enviaría a su debido momento. Luego, buscaron a un mozo del hotel y le pidieron que diera un recado urgente dentro de veinte minutos, preguntado por el doctor Purvis. Tomkins llegó con los billetes. Consiguieron convencer sin esfuerzo y con disimulo al mayordomo para que quedara allí, en el hotel, mientras Purvis acompañaba hasta el barco a Percy. No costó hacerlo. El doctor dijo que preguntara por si había recado alguno del lord para ellos.

—Quedamos en que esperaríamos por si se producía un cambio de planes, —mentía el doctor—. Vaya usted Tomkins, pregunte si hay un mensaje para nosotros. Yo me ocuparé de embarcar al señor Abbercromby.

—No sé…

—Demos una oportunidad más a ese anciano para reconciliarse con su único hijo. —Eso convenció al mayordomo.

Ya fuera de la vista de Tomkins, ambos conspiradores cambiaron de ropa con rapidez. Purvis subió por la pasarela, saludando desde allí con la mano a Tomkins cuando este llegó a la terraza, preocupado por verse solo. Siendo en la distancia la viva imagen del joven lord, el engaño estaba servido. Luego llegó Percy, vestido con las ropas de Purvis, saludó también, rodeado de los viajeros y paseantes que andaban por el hotel, cuando el mozo apareció oportuno.

—¡Mensaje para el doctor Purvis! ¡Mensaje para el doctor Purvis!

Percy alzo la mano, el mozo se le acerco con una nota sobre una elegante bandeja de plata, la leyó, fingió estupor, volvió a saludar desde lejos y se despidió rápido, sin dar oportunidad a Tomkins para acercarse.

—¡Tengo que irme…!

Y salió corriendo. Más tarde, en las cartas que enviaría Percy se explicaba que una desgracia familiar de la naturaleza más dramática había caído sobre el doctor, y debía ir de inmediato a Escocia… perfecto, ahora Perceval era un fantasma en Londres.

—¡Menudo plan! —dijo Rivadavia.

—Alguna vez debía sonreírme la suerte.

—Diga que sí; fortuna audaces iuvat —Después, lo primero que hizo fue ir a su casa de St. John’s Wood, y allí encontró a Bowels.

—¿Cómo? —Ahora el sorprendido fue Torres—. Se había marchado, estuve con él…

—Decidió volver. Tenía una llave, imagino que quería robar algo. No se lo tengo en cuenta, robarme no sería lo peor que alguien ha tratado de hacerme. Me alegré de encontrarlo, me ha vuelto a ser de mucha utilidad en cuanto le sugerí que pensaba acabar con De Blaise para siempre.

—¿Y dónde está ahora?

—Allí, claro. —Señalaba a la isla. No, era en la orilla más próxima del canal. Un hombre agazapado hacía señales.

—¿Cómo…?

—Me ratifico en lo dicho: Dios no abandona nunca a los valientes, Leonardo —apuntó Ribadavia—, al menos nunca ha abandonado a Ángel Ribadavia.

—Si pregunta cómo hemos llegado hasta aquí, no es sencillo —continuó Abbercromby con la extraordinaria historia de su falso viaje a Francia. En pocas palabras, no pudo extenderse mucho mientras se dirigían al bote que tenía preparado Bowels, explicó cómo, una vez encontrado al sargento, pensó que aquella casa no sería ya el lugar más discreto.

Permanecieron dos días allí encerrados, hasta que la inquietud de Bowels fue ya insoportable. El exsuboficial insistía en que debían hacer algo, cualquier cosa, para agriar la existencia de De Blaise. Cuando vieron a alguien rondar por los aledaños de la casa, pusieron punto final a su encierro, al menos en St. John’s Wood. Decidió acudir al almacén de Foster Street, en Benthal Creen, ese escondite para sus tímidas aficiones pictóricas tan cercano a donde falleciera Polly Nichols, que trajo nubes oscuras hacia su persona, haciendo de él un más que buen candidato a asesino. Allí descansarían y pensaría qué hacer, cómo acabar con su padre, hablando en plata. Imaginaba que el lugar seguiría en el mismo estado que lo dejara el fin de semana pasado, cerrado y polvoriento, con sus viejas pinturas perdiendo color, los retratos de Cynthia amarilleando, desvaídos como la propia muchacha. Sin embargo, ese viejo lugar estaba siendo utilizado por la familia en su ausencia. Alguien, no lord Dembow, debió pensar en el disparate de dar otros usos menos artísticos al almacén ahora que su dueño andaba rumbo a Francia, como el de escarmentar a invitados no deseados y tal vez así los excesos que de seguro se podían cometer en tales prácticas podían ser siempre atribuidos al habitual usuario del local: Perceval Abbercromby, más conocido como Jack el Destripador. Era viernes por la tarde, y del edificio que suponía vacío salían voces apagadas, y algún grito.

Utilizó su juego de llaves y entró con la mayor cautela posible. Allí, un grupo de hombres golpeaban con frialdad al señor Juan Ladrón. No, no se sorprendan tanto, ya les conté que el murciano había seguido a De Blaise y compañía la mañana de ese mismo viernes hasta el río Lee y lo que vio allí, y les he comentado lo magullado que se mostró ahora, al acudir a la «excursión campestre» que los caballeros habían organizado. Lo sorprendieron rondando, lo capturaron y entonces, por la tarde, cuando Percy y Bowels entraban en el almacén frente a la destilería en busca de refugio, trataban de sacarle a golpes lo que sabía. Inútil, ya les dije que Ladrón no hablaba palabra de inglés. Nada habría traído este rocambolesco juego del azar, de no ser que entre los golpes y las voces de esos tres torturadores, hombres del servicio de lord Dembow que Percy pudo reconocer, surgió la palabra «D’hulencourt», en preguntas del tipo:

—¿Qué hacías rondando D’hulencourt?

—¿Qué has visto allí?

Luego en el viejo torreón de D’hulencourt, la posesión más antigua de los Abbercromby, había algo que ver. Los dos espías salieron a la carrera hacia allá. De nuevo la suerte jugó a favor de nuestros amigos, pues esa fuga fue de todo menos discreta, llamó la atención a los tres atormentadores que se sorprendieron y distrajeron por unos segundos, suficientes para que el muy rápido y peleón murciano tuviera oportunidad de escapar, devolviendo en el trámite algunas de las gentilezas recibidas. Ahora, siguiendo con los devaneos de la fortuna, cuando los inspectores mandaron atrás a Ribadavia y compañía, estos, como era de esperar, no bajaron las orejas. Fueron hacia la orilla, y se toparon con Perceval Abbercromby.

—¿Y cómo vamos a llegar allí? —preguntaba ahora Torres—. Supongo que los guardias…

—Sí, está todo bien vigilado —contestó Percy—. Estamos aquí desde ayer. Nos ha costado conseguir un bote y permanecer ocultos. Eso no puede arredrarnos; si queremos saber algo más, tendremos que ir allí. Conozco esa isla desde siempre y el lugar mejor para acceder es por la torre. Miren. —Ya estaban junto a Bowels y la barca. Percy señalaba el bulto oscuro que era la isla en medio de la noche y la lluvia—. La vieja D’hulencourt está pegada al agua.

De hecho, se está cayendo porque sus cimientos ya están anegados. Por ahí será más conveniente acercarse.

—También lo sabrán ellos —dijo Ribadavia—, supongo que conocerán los puntos débiles de su posición tan bien como usted, y los habrán reforzado, vigilado…

—Sin duda. Aun así sigue siendo el lugar de más fácil acceso. Debemos arriesgarnos, yo lo voy a hacer al menos, ¿vienen conmigo?

Torres miró la pequeña embarcación con aprensión, los cinco iban a ir muy apretados en ese esquife ridículo. Un plan desesperado, si es que puede considerarse plan. Observó al renqueante Ribadavia, incluso al murciano; en la oscuridad no podía encontrar una mirada de cordura, con una hubiera bastado. Hay momentos en que los hombres deciden anteponer el coraje a la razón, el valor al sentido común, son momentos hermosos la mayoría de las veces, y siempre son definitivos.

—Vamos —dijo, y todos subieron a la barca.

Mientras se persignaba, Torres pensó que si Dios estaba con ellos era posible que algo bueno saliera de esa locura. Los capturarían nada más llegar, ese hecho era ineludible, como también lo era que de tal captura obtendrían alguna información, verían algo. Ni al señor Ribadavia, ni a él le darían el mismo trato que a Ladrón, por supuesto. En cuanto a lo que hicieran al ver por allí a Percy, ahí si había lugar para albergar algún miedo.

El agua casi rebosaba la borda de la barca, muy hundida con tanto peso. Torres se aferraba con fuerza hasta dejar los nudillos blancos, ignorando una astilla de madera que insistía en clavársele en el dedo. Temía que volcaran, aunque el río no podía mostrarse más calmo, y empapados ya estaban, el miedo por la pulmonía era el menor de todos. Ladrón y Bowels bogaban muy despacio, tanto por el sigilo como por el miedo a zozobrar. La oscuridad de la isla, aliviada aquí y allá por las luces de los guardias iba creciendo amenazadora. Sintió a su lado cómo Ribadavia se agitaba en un escalofrío.

—¿Le duele su herida?

—Sí —susurro el diplomático—. Y este frío…

—Puede que tenga fiebre, es una locura.

—Miren. —Atendieron a la voz de Percy, las pequeñas luciérnagas titilantes que señalaban a cada guardián, empezaron a moverse, a abandonar la sombra alta del torreón. Al tiempo, voces lejanas, alteradas, apagadas por el sonido de la lluvia sobre el río.

—Dios bendiga al inspector Abberline —dijo Torres tras creer entender aquellas voces.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Percy.

Torres reclamó silencio e hizo que todos aguzaran los oídos. El sonido de voces se hizo paso entre la lluvia.

—Esto es propiedad de lord Dembow, no pueden entrar…

—… somos Scotland Yard, necesitamos…

Por fin los inspectores habían decidido acercarse abiertamente y pedir explicaciones. Explicaciones que los guardias se resistían a facilitar.

—¿Dónde están? —preguntó Ribadavia.

—Hay un pequeño embarcadero al sur, en el extremo, junto al bosquecillo —explicó Percy. El embarcadero principal daba a la otra orilla, ese al que habían llegado los visitantes desconocidos—. Vamos, tenemos el camino abierto.

Bowels y Ladrón aumentaron la cadencia. En efecto, las luces que se veían en las cercanías del torreón de D’hulencourt desaparecieron. Pronto estaban bajo la sombra de esa vieja construcción, que se inclinaba sobre el agua amenazando a caer, cosa que según Percy no tardaría en ocurrir a menos que se llevara a cabo alguna restauración. Eso no iba a suceder, se trataba de una vieja torre sin historia alguna más que la de sus años, o sin historia conocida al menos, apenas una fachada a medio derruir, con sillares cubiertos de vegetación. Embarrancaron el bote a la protección de esas viejas piedras, el muro estaba a escasos dos metros del agua, más en realidad, pues toda la cara del edificio que daba al río estaba derrumbada. Ya con los pies en tierra firme, metidos en el refugio que las tres paredes restantes proporcionaban, Bowels preguntó, entre las peticiones de silencio de unos y otros:

—¿Se puede subir arriba?

—Sí —contestó Abbercromby—. Eso es una vieja escalera roñosa. Si se tiene cuidado, se alcanzan trece metros de altura.

—Pues sería bueno, podremos otear desde allí la situación.

Así decidieron hacerlo, todos menos Ribadavia, cuya pierna ya le dolía demasiado. Se negó a que nadie la examinara.

—Vayan ustedes —dijo—. Yo les espero abajo. Ni con mis dos piernas sanas me atrevería a subir por ahí, dejo eso a los jóvenes y aguerridos, yo guardo la fortaleza.

Se quedó abajo, junto a Ladrón que tampoco quiso ascender. Los otros tres treparon siguiendo siempre los pasos de Percy. Los crujidos de la madera vieja y lo resbaladizo de las piedras húmedas convirtieron al corto ascenso en casi una proeza. Llegaron a una terraza apenas sujeta por viejos arcos de piedra. Desde allí, bien agarrados para no perder pie pudieron ver toda la isla. Enfrente estaba la carpa, iluminada desde el interior y de cuyo centro salía una columna de humo, que no tardaba nada en disiparse entre la lluvia. Por las sombras que se dibujaban sobre la lona, había bastantes personas allí reunidas. Fuera, el número de guardias abrigados y con faroles cubiertos era también considerable, más de una docena, y todos se movían hacia el incidente del pequeño embarcadero. Había un porche allí, iluminado, y podían distinguir bajo él figuras que debían ser las de Abberline, Moore, Godley y seis policías locales discutiendo con todos los guardias que se iban acumulando allí. La distancia era mucha, y la oscuridad y la lluvia, pero Torres gozaba de buena vista, y gracias a ella creyó reconocer la silueta rígida de Tomkins entre todas aquellas figuras.

—Vamos allá —dijo.

—¿Dónde? —preguntó Percy, y luego, entendiendo las intenciones de Torres, continuó—. ¿Dentro de la tienda?

—Desde aquí no veremos más, y como bien ha dicho, no hay mejor oportunidad.

No hubo que convencer al osado Percy. Bajaron con menos cuidado que al subir, a punto de caer en ocasiones, y unidos a Ribadavia y Ladrón rodearon agazapados la torre. Apenas veían nada a sus pies, solo se guiaban por el brillante faro que era la carpa iluminada. Ribadavia cayó un par de veces, aún ayudándose del bastón tenía muchas dificultades, sus dolores no remitían. Agachados, muy agachados, llegaron junto a los vientos que tensaban la lona. Ni rastro de vigilancia. Ladrón sacó su navaja y rajó la tela con cuidado. Había una doble capa, que también rasgó. Todos no podían mirar por la ventana improvisada, no si querían mantener el sigilo. Ribadavia despejó las dudas del grupo con su habitual sentido común.

—Ustedes dos, venga. —Se refería a Percy y a Torres—. Me temo que son los únicos que obtendrían algo de lo que vieran.

Dentro, toda la escena estaba iluminada por altos faroles, que temblaban como lo hacía el techo que los cobijaba bajo el torrente de fuera, haciendo que la iluminación fuera extraña, fantasmal. En medio estaba el beefeater ajedrecista, y frente a él, como su oponente ante el tablero, aquel viejo con aspecto de rabino, Sehram. En torno a ambos había unos graderíos de madera, a través de cuyo entramado miraban Torres y Percy. Sobre este había hombres sentados, cinco o seis caballeros abrigados hasta la cabeza. También había a un lado, sin sentarse, un grupo grande de judíos, Tigres sin duda, que rodeaban, custodiaban a un sujeto envuelto en un hábito de monje. Apenas podían verle la cara desde donde estaban, cubierta por la casulla, parecían sus facciones cinceladas en piedra. Junto a los jugadores estaba De Blaise y el doctor Greenwood. El primero no podía parecer más ufano.

—¿Y bien? —decía dirigiéndose tanto a Sehram como al resto de los Tigres—. Lo que les prometí, aquí está.

Torres no podía ver la disposición de las piezas sobre el tablero desde donde estaba. Si la partida había concluido, y si había sido similar a la que tuvo él, no creía que nadie pudiera estar satisfecho. Sin embargo, el viejo judío dijo:

—Excelente.

—Entonces, como… —Los tirones de Ladrón lo apartaron de allí.

—Podemos entrar. —Percy miró confundido, y Torres tradujo.

—Dice que podríamos entrar, por esta abertura.

—Cierto —afirmó Percy—. Bajo esos graderíos podemos pasar inadvertidos, vamos.

El valor y el deseo de aventura son contagiosos y se estimulan uno al otro con facilidad. Así, habiéndose atrevido ya a algo, no costó aumentar la apuesta a esos cinco valientes. Ladrón sacó de nuevo la navaja e hizo la abertura más grande. Entraron con cuidado, el interior de la carpa estaba mucho menos concurrida de lo que parecía desde fuera, la luz oscilando y jugando con las sombras, como en un teatro chino, era engañosa. El entramado de las gradas era suficientemente espeso como para ocultarlos. Dentro todos atendían a De Blaise, quien se dirigía no al viejo judío, sino al monje.

—… si todos estamos conformes, no hay más que hablar, señor. Comportémonos como caballeros y hagamos honor a la palabra dada. Cuidaremos de usted el tiempo que esté con nosotros.

—No —dijo el anciano Sehram—. Primero debe darnos…

—No hay tiempo. Está fuera de toda lógica que les regaláramos nuestra única garantía sin que el acuerdo quedara cumplido. Somos caballeros, debiéramos poder…

—No quiero un jugador de ajedrez. —La voz era la del monje, una voz tan clara y musical que sorprendió a todos, hasta a la lluvia, que durante unos segundos pareció calmarse. En ese instante, por la entrada de la carpa, justo enfrente de donde ahora los cinco intrusos se agazapaban bajo la tablazón de asientos vacíos, entró un muy apurado Tomkins.

—¿Dónde está Dembow? —preguntó el monje, sin preocuparse de la intrusión del mayordomo.

Tomkins corrió hacia el centro y dijo:

—Señor —dudó a quién dirigirse y al final optó por hablar a un punto medio entre De Blaise y Greenwood. Más que hablar, susurró, pero parece que no fue lo suficiente sutil para los finos oídos del monje.

—¡La policía! —La voz de cristal creció e incluso pareció generar un eco imposible en las paredes de tela. Su ciudad se va a anegar en sangre.

—¡Maldita sea!, rugió De Blaise.

—Ocúpese, John —dijo el doctor Greenwood—. ¡Ocúpese! —De Blaise salió corriendo, acompañado de Tomkins. Parece que Abberline había roto la línea defensiva de los conspiradores gracias a su tozudez, como tozudo parecía ser el doctor—. En cuanto a usted señor, podemos continuar con nuestro acuerdo.

—¡No! —dijo el monje.

—Puede que tengamos una intromisión inesperada, pero no va a frustrar esta entrevista, en absoluto. Aquí tiene lo acordado, ahora usted…

—¡Dónde está Dembow! Yo no quiero un jugador de ajedrez. Eso no supone nada para mí…

—No es un ajedrecista, no ofendería su genio con tal pretensión. Es su Ajedrecista. Examínelo, adelante. —El monje, avanzó, se deslizaba sobre el suelo como un fantasma.

—Percy —chistó Torres—. Esos movimientos. Recuerdan… En su casa… el día…

—¿Es el asesino? ¿Eso cree?

—Necesitamos a los inspectores ahora.

—Ahí fuera hay un buen jaleo. —Ladrón andaba mirando hacia el exterior por el corte que él mismo practicara, atento a lo que pudiera ocurrir, y debió ver que los policías se aproximaban a grandes zancadas capitaneados por Abberline, zafándose con autoridad de cuantas pegas le ponían los hombres de De Blaise… o de Greenwood, o de quien estuviera al mando. En esto el monje había llegado junto al Ajedrecista de Dembow, estaba muy quieto, mirándolo. Algunos de sus secuaces judíos se acercaban, con claras muestras de nerviosismo por lo que ocurría afuera, sin atreverse a dirigir palabra a su amo. El anciano rabino Sehram se incorporó de su sitio, apartándose.

—¿Qué hacemos? —preguntaba Percy. Torres se dio cuenta que de pronto se había convertido en el líder del grupo, un líder sin ningún plan establecido.

—Tendremos que esperar. —Luego añadió en español—: Usted, Juan, siga mirando fuera.

El monje empezó a hablar, en alemán.

Meine liebe…

El beefeater se movió, despacio, traqueteando, y respondió con una voz demasiado humana:

Ist… dass sie?

La cabeza cubierta giró hacia Greenwood, despacio.

—¿Qué broma es esta? ¿Dónde está Dembow?

—Enfermo. Por supuesto que no es exactamente ella, eso sería imposible. Sabe que fue destruida, y sus restos no los tenemos, pero…

—Todo el mundo va armado. —Era Bowels quien distraía a mi amigo de la conversación que ocurría en el centro de la carpa.

—¿Qué?

—Todos esos están armados, y miren. —Los Tigres se movían nerviosos, metían sus manos en sus amplias vestiduras triangulares y accionaban cuerdas y palancas. Eso no era lo más preocupante: los del otro bando se movían hacia las gradas, hacía la parte baja de las gradas.

—¡La Virgen! —exclamó Ribadavia—. Van a vernos. —Entretanto, Greenwood seguía explicando.

—… hemos reconstruido una forma parcial de ella, una réplica limitada si quiere. Usted podrá mejorarla.

—No… no es posible…

—No sabe toda la información que contenía, lo preciso que era, debe contar con el talento de lord Dembow.

¡Schwein!

—Venga, se lo enseñaré. —Greenwood invitó al monje a ver más de cerca el mecanismo del ajedrecista.

—Hay que moverse. —Era Bowels preocupado viendo cómo todos los compañeros de Greenwood, diez a lo sumo, se empezaban a meter bajo las gradas, increpados por los Tigres, que no sabían qué ocurría, y eran incapaces de hacer que su monacal jefe prestara atención a otra cosa que a la marioneta de ajedrecista.

—Mejor fuera —dijo Ladrón, pero la mitad del grupo no le entendía, y la totalidad no estaba organizado como una unidad militar precisamente. Ladrón salió por la abertura, a la lluvia, mientras el resto se agazapaba más hacia el fondo de las gradas, donde el entramado era más espeso.

—¡Eh!, ¡intrusos! —alguien los había visto.

—¿Para qué pondrían unos graderíos así, si no se va a sentar nadie? —preguntó Torres.

—Esto no lo han hecho para sentarse —respondió Percy.

Un chirrido de metal enloquecido detuvo el tiempo por un instante. Torres había apartado la vista de la escena principal preocupado por el resto, y cuando volvió, todo había cambiado. No había rastro del doctor Greenwood. Moshem Sehram temblaba asustado, sin saber si correr o quedar en el sitio. El sonido desgarrado venía del monje, estaba allí de pie, atrapado por un enorme tentáculo que había brotado de la espalda del beefeater, que estrujaba su cuerpo menudo que, desde luego, no era humano. Al igual que asomaba esa cola de serpiente, del pecho le habían nacido dos siniestras patas metálicas de insecto.

Aquí la narración de Torres casi causó que mi corazón de reloj se acelerara sin que le diera cuerda. Sí, eran partes de mis amigos, de mis compañeros. L’exhibition de Phénoménes et d’Horreurs de toutle monde du monsieur Pott, por fin unidos después de tanto tiempo, formando una sola cosa. Ahora casi me parece hermoso.

No quiero que los recuerdos sensibleros de este viejo alteren la intensidad de lo que le estaba contando. El monje, el monstruo, Jack, lo que fuera estaba atrapado, cogido por los restos de la feria de monstruos de Pottsdale ensamblados por el talento de lord Dembow. La quimera de metal hablaba con voz muy humana y familiar:

—No tiene sentido que se oponga a lo inevitable, señor. Si se niega a colaborar, acabaremos con lo que le queda de ella, para siempre. No nos importa ese asesino… —El monstruo no parecía intimidado y gritó:

—¡Aniquiladlos! ¡A todos!

Los Tigres se erizaron de lanzas, pinchos, garras, ametralladoras; buscaban objetivos que ya se ocultaban entre los escalones. La voz de mando de Greenwood, que debía haber corrido hasta la protección de las gradas, sonó imperante:

—¡Fuego!

Y llegó el infierno. Toda la carpa ardió como una tea embreada. El agua debía haber frenado tamaña combustión, para eso estaba el doble tejido que componía todo el pabellón. El espectáculo del cielo ardiendo era hermoso y terrible a un tiempo. Extraordinario hasta el extremo de detener toda acción, incluida la de los sicarios de Dembow, que ya estaban al lado de los cuatro intrusos.

Un segundo, y toda la tela incendiada cayó, liberada de sus poleas y vientos, hundiéndose como una mortaja flamígera sobre los sorprendidos Tigres de Judea.

—¡Era una trampa!

—¡Para eso sirve este falso anfiteatro! —Los hombres de Dembow, ya bajo el graderío y conocedores del engaño, alzaron sus bufandas rosas para cubrirse la cara. Los gritos de los Tigres quemándose llenaban todo, además del humo.

—¡Vamos a morir abrasados! —gritaba Bowels.

—Asfixiados antes, me temo —dijo Percy mientras con un gesto instaba a sus tres compañeros a que se cubrieran la boca con algún pañuelo.

—Tenemos otros problemas. —Ribadavia señalaba a dos hombres de Dembow que estaban a su lado, agachados para evitar el calor y el humo bajo la estructura de metal. Al tiempo, el diplomático manipulaba su bastón, desenroscando la caña del mango y poniendo otro en su lugar; era una pistola, que no tuvo reparo en disparar, abatiendo al primero de ellos. Su disparó recibió el eco de más detonaciones, a lo lejos.

Torres no atendió a su seguridad. Miraba la lona ardiente, lo empapado de sus ropas les permitía soportar los calores de ese horno y analizar lo que veía. La carpa había caído como un cepo flamígero sobre todos, salvo en el centro. Allí el pabellón terminaba en una apertura, por donde escapaban los humos de la estufa calefactora. Ese agujero de espacio libre coincidía en vertical justo donde se «abrazaban» el beefeater y el monje. No era probable que el fuego destruyera a esas criaturas mecánicas, aunque bien podía dañarlos. La trampa estaba bien ideada: calcinaba a los sicarios del monstruo, mientras aislaba por el fuego a la presa, atrapada por esa construcción híbrida.

—Hay que salir de aquí —dijo Torres—. Si nos quedamos vamos a arder, o nos van a…

Bowels y Percy estaban ya armados, el segundo con otra de sus queridas Lancaster, e hicieron fuego a discreción contra los hombres bajo el graderío, que estaban corriendo hacia fuera. Esa estructura estaba bien pensada, al caer el lienzo ardiendo, dejaba la parte trasera del tendido, más alta, al descubierto; era fácil salir.

—Vamos fuera —dijo Ribadavia.

Fuera tenía que ser un caos, pero un caos lejos de las llamas. Corrieron agachados. Torres, empujado por Percy, no dejaba de mirar hacia atrás, entre las llamas, a través de jirones de tela ardiente, y pudo ver cómo el monje era alzado en vilo, cómo del mueble sobre el que estaba el tablero surgían seis patas metálicas, y el beefeater de fábula atravesaba las llamas llevándose a su presa.

A campo abierto todo eran disparos, bengalas, llamas. Los guardias de lord Dembow disparaban sus escopetas a los Tigres que quedaban en el exterior, a quienes también les había brotado miembros extra, o zancos, o armas de la cabeza… Bajo la lluvia y el miedo solo se veían detonaciones, fuegos y gritos. Se detuvieron nada más salir del circo de llamas, a sacudirse las pavesas que no podían prender con tanta agua.

—Vamos de vuelta a la torre —dijo Ribadavia mientras volvía a cargar su bastón pistola—, es lo más seguro. ¿Dónde se habrá metido…? ¡Juan!

A la voz no acudió un murciano, sino un sicario del lord armado corriendo hacia ellos mientras metía dos cartuchos en su escopeta. Alzó el arma y alguien a su lado le dio el alto. Se dio media vuelta dispuesto a disparar, y recibió un brutal bastonazo en la frente. Cayó descalabrado, disparando al aire, y el dueño del bastón de metal que lo había derribado, el inspector Moore, dijo:

—¿Qué hacen aquí? ¿Qué demonios…? ¡Abberline!

El inspector apareció enseguida, tras él se podía distinguir a los agentes de policía, impotentes tanto por número como por encontrarse desarmados, aunque arrojo no les faltaba. Abberline se limitó a mirar con severidad al grupo de intrusos.

—Hay que salir de aquí —dijo Godley, que acababa de reducir a mamporros a un Tigre.

—Detenga a John De Blaise —dijo Percy. No era mala idea, De Blaise parecía el eslabón más débil de la cadena, pese a sus aires de autoridad.

—Le he visto. Sería… —Abberline miró a los civiles y a lo lejos, a las fuerzas de que disponía—. Demasiado arriesgado. ¡Agentes, vengan! —Los hombres, más asustados de lo deseable, rodearon al grupo solo con sus defensas. Eran policía local, acostumbrados a poco más que alguna trifulca por lindes, deseando volver a casa. Torres se sintió de todo menos protegido—. He mandado a Curly para que envíe un telegrama a Londres, necesitamos más hombres. Me temo que ha sido un error, nos hemos quedado sin transporte.

—Nosotros tenemos un bote —dijo Bowels, que recibió la inquisitiva mirada de los policías.

—Los Tigres están listos —decía Godley—. Debe estar aquí todo lo que queda de la banda. Frederick, no nos harán nada. Mejor quedarnos, esperar.

—Sí…

—Inspector —interrumpió Torres—. Mire. —Señalaba al centro de la acción. El monstruo híbrido paseaba a su trofeo andando sobre la lona ardiente que ya se extinguía, una figura mitológica, envuelta en humo y llamas que ignoraba la batalla que crecía a su alrededor, sabedor de ser el núcleo de todo el drama. Mientras, las muy mermadas fuerzas de los Tigres trataban de llegar a ellos sin éxito aparente—. Aquello, ¿no le recuerda a…? La criatura que vimos en Forlornhope, también era mecánica…

—No sé… es difícil de decir. —No le interesaba lo que Torres trataba de decirle. Incluso ante lo extraordinario, el inspector mantenía una tensa vigilancia, dando instrucciones y animando al sargento Godley y a Moore a que mantuvieran firmes a sus hombres en sus posiciones. Bien es cierto que no sufrían de momento ataque alguno, ahora que los hombres de Dembow se ocupaban más de los judíos que de la policía, pero aún quedaba la posibilidad de que los Tigres tuvieran más hombres en la ribera del canal, lanzándose en barcazas al asalto de la isla—. Hay que buscar refugio, ¿qué tal ese torreón…?

—¡Miren!

El resto apenas lo vio, solo Torres no había apartado la vista de los autómatas. En medio del paseo triunfal del beefeater, el monje cautivo sufrió una convulsión. No podía saber la causa, si la presión de la cola de serpiente, del resto de mi Amanda, le había dañado algo, o el calor, o alguna bala perdida había destrozado los mecanismos; lo que sea, el resultado es que la cabeza del monje salió disparada. El beefeater giraba la suya sorprendido a un lado y otro, incapaz, creo, de mirar hacia arriba. Alguien gritaba a su lado, el doctor Greenwood, o a él creyó reconocer Torres. La cabeza ascendía como expelida por un resorte, y no solo ella, del cráneo encapuchado del monje colgaba algo, del mismo tamaño, pero formado por cables y ruedas y piezas, algunas de ellas llovían hacia la isla. Cuando alcanzó casi treinta metros, pareció estallar. No, algo brotó de ella, esa capucha que la envolvía creció, se infló.

—¿Qué es eso?

—Un dirigible. —Torres sabía de qué hablaba. La cabeza se había transformado en una pequeña nave aerostática semirrígida, incluso de las piezas que colgaban como tripas desgajadas de su tronco, surgió un rotor, y bajo la lluvia, la nave cabeza empezó a navegar hacia el oeste.

—¡Disparen! ¡Arriba! —gritaba Greenwood. El globo negro y alto era un blanco imposible para las escopetas de sus hombres. Por otro lado, tenían otros problemas.

—Y diría que eso es una auténtica batalla naval —añadió el inspector Moore reclamando la atención de todos hacia la costa oeste de la isla. Tres o cuatro barcazas grandes se dirigían hacia la isla, y eran recibidos a tiros por los hombres de Dembow, alguno lanzándose también en embarcaciones hacia algún abordaje tan romántico como enloquecido. Tras el río, en la oscuridad de la costa, crecía una humareda, y el movimiento de grandes estructuras oscuras y la agitación que vieran antes al llegar aumentaba.

—¡No se queden aquí, embobados! —dijo Abberline—. Vayamos de una vez a esa torre hasta que aparezcan más hombres…

—Lo que tardará al menos una hora —dijo Torres.

—Dos como poco —apuntó Moore.

—No podemos perder ese tiempo. Inspectores, es necesario que sigamos a esa cabeza.

—¿Por el aire? —intervino Godley—. Señor, no sé cómo son las cosas en su país, pero aquí no somos capaces de volar.

—Veamos a dónde se dirige. —En ese momento algo estalló en el dirigible, que ya sobrevolaba el cauce del río. Un par de pequeñas detonaciones, y luego aumentó la velocidad, mucho, mientras el tamaño del globo menguaba—. Diría que ha disparado unos cables, unos cabos de amarre, y ahora va a tomar tierra.

—¿Dónde?

—Allí, en la otra orilla, hay algo.

La oscuridad fuliginosa que formaba el horizonte empezó a agitarse, a moverse no más que antes, sino con más intención. Allí fue a caer la cabeza del monje, y desapareció, y segundos después, mientras las barcas se acometían en el río, la oscuridad creció.

—¿Qué es eso…?

Y se iluminó con cien luces, y un espantoso retumbar metálico anunció su nacimiento. La descripción que de esa cosa me dio Torres fue bastante difusa, debido a la distancia, la lluvia, la noche y el asombro, por lo que deberá disculpar cualquier inexactitud en lo que viene a continuación. Tenía la altura de un buque de buen tamaño. Por seis chimeneas agrupadas en pares formando uve, emitía bufantes columnas de humo, y tenía ocho piernas, cada una dividida en dos a partir de la última de sus tres rótulas. Su cuerpo era un largo torso articulado en dos secciones; un cruce entre un tren, un barco y un insecto mitológico, una nave que reptara por el suelo. También tenía ruedas, como pudieron comprobar cuando el coloso de metal se abalanzó contra la isla. De hecho esas extrañas patas, más émbolos y pistones que piernas reales, terminaban en cuatro rieles de acero de hasta cincuenta metros cada uno, que iban colocando a su paso, para que las veinte ruedas de metal de la criatura cruzaran cualquier obstáculo con vertiginosa velocidad. Una vez superados, los brazos levantaban los rieles, los volteaban por encima del cuerpo del titán y volvían a dejarlos ante él. Esa criatura creaba y acarreaba su propia vía férrea. Con esos cuatro raíles era bastante para propulsar al descomunal tren, que tras dos bufidos de sus chimeneas salió hacia la isla más rápido que nada que hubiera visto el ingeniero español.

Dios nos ayude —dijo Abberline—. Va a hundirse en cuanto llegue al río. —Nada de eso. Una sirena, que más parecía el aullido de una bestia marina, anunció sus intenciones, y las barcazas de los Tigres, ya casi derrotados, trataron de apartarse rápidos, no todas con suficiente celeridad. Al llegar el agua, dos de sus brazos crecieron, se convirtieron en enormes puntales que se clavaban en el fondo… en unos segundos había construido una suerte de pontón, que desaparecía con él a medida que lo cruzaba—. ¡Vámonos!

No tuvieron tiempo en cruzar los veinte metros que los separaban de la torre antes de que el coloso llegara a la isla, arrasando a su paso el embarcadero mayor y a todos los hombres que tiroteaban desde allí a las barcas de los judíos. Todos en la isla corrían espantados como Torres y sus amigos, hacia el antiguo torreón D’hulencourt, pues la ira de Satán caía sobre ellos desde el cielo. El gigante de metal estaba cuajado de protuberancias, que se sacudían como esporangios escupiendo semillas. No eran esporas lo que expelían, eran mortales fuegos de artificio, cohetes que describían lucientes parábolas hasta caer, quién sabe si al azar sobre propios y extraños. El fuego del cielo unido a los restos de judíos envueltos de lonas ardientes, los armazones al rojo del anfiteatro trampa, los gritos, el pavor; era el infierno y esa cosa era Satanás, mi Satanás, así se lo dije a Torres según me lo relataba.

Él, mi amigo, se mostraba renuente a ocultarse, a alejarse de esos diabólicos prodigios, maravillado por ellos. Los pobres agentes de Tottemhan no tenían moral suficiente para insistir en que corriera, y él quedaba allí en tierra de nadie, rodeado de centellas y muerte, dudando. Necesitaba apoyo, alguien que le dijera que esa idea no era una completa locura, ajena a todo juicio de la razón que él tanto valoraba. Una voz así solo pudo venir de Ángel Ribadavia.

—Si no lo ve ahora, lo lamentará toda la vida. ¿Para qué hemos venido aquí?

No necesitó oír más. Perseguido de las protestas de los inspectores, salió corriendo hacia el monstruo, con el renqueante Ribadavia, Percy y Bowels tras él. Abberline no se quedó quieto. Dio órdenes oportunas a los temerosos agentes locales para que corrieran en protección de los osados civiles, y tanto él como Moore o Godley no permanecieron atrás. Toda prevención, el hecho de huir o hacer frente, perdió sentido ante la magnitud de lo que vieron en el centro de la isla, justo donde las llamas de la carpa ya se extinguían.

Todos, hombres de Dembow y Tigres de Besarabia, habían encontrado ya algún refugio, algún parapeto desde el que hacer fuego, por precario que fuera. Quedaban allí los dos artefactos mecánicos, enfrentados, preparándose para un combate desigual en peso, sin duda. El coloso, que había frenado su carga, aún seguía escupiendo fuego por los costados con menor cadencia. Había estirado las dos patas frontales en toda su longitud. Los apéndices centrales habían colocado los rieles delante, apoyados en el suelo como un par de muletas. El esfuerzo del metal sonó como si fuera a partir en dos el mundo, al incorporar la parte anterior de su torso con la ayuda de esos dos enormes bastones, alzándose sobre la muerte y la desolación que lo rodeaba. Entonces se detuvo, sus chimeneas tosieron, y quedó en silencio; solo se oía el sonido del agua repiqueteando contra el metal. Allí abajo, diminuto, empequeñecido por la sombra del monstruo, aguardaba el Ajedrecista de lord Dembow. Ahora estaba erizado de lo que fueron los miembros metálicos de mis amigos torturados. En un ataque de ira había destrozado el cuerpo metálico, los restos del monje. Terminada la tarea, se desplazaba gracias a las patas de las siamesas, que se movían nerviosas atrás y adelante. De su espalda surgía el serpentino cuerpo de Amanda, del costado las manos y la cola de un mono, brazos de cerdo, los propios brazos del beefeater armados de su alabarda… un horrendo aborto hecho con restos de abortos. Tenía voz, muy potente. La parte superior del mueble, donde estaba pintado un tablero de ajedrez, ahora sin una pieza en él, se abrió, y por él surgió una bocina de fonógrafo.

—Abandone toda lucha. Ya no hay más esperas ni más oportunidades. Ella desaparecerá a menos que deponga su actitud y venga conmigo.

El monstruo permaneció quieto. Respiraba, o eso parecían sus chimeneas bufando. Luces, candiles, antorchas se encendieron aquí y allá sobre su superficie irregular de catedral gótica. Su voz sonó como proviniendo de todos lados, de arriba y abajo.

—¿Dónde está Dembow?

—Él ya no importa. Nosotros tenemos…

—Vosotros no importáis. Nadie importa. —Un millar de flejes metálicos brotaron de su frente, agitándose nerviosos.

Al contármelo Torres, recordé lo inquieto que siempre me pareció Satán. El beefeater respondió al envite. Las puertas frontales del mueble se abrieron y de ella salió una pequeña ametralladora tipo gatling, que enseguida se puso a girar y a escupir su fuego contra el coloso. Graneaba los disparos por la enorme superficie, sin objetivo alguno, pues esa cosa no tenía cabeza, ni ojos, ni parte diferenciada alguna que hiciera pensar en un punto débil. El repiqueteo inocuo contra el metal no hizo nada, salvo apagar alguna de las lámparas diseminadas por su faz y, quizá, enfurecerlo. Satán movió esos resortes largos y brillantes con violencia contra el ajedrecista.

No soportó el primer embate. Los restos de mis amigos, del ajedrecista, volaron por los aires y cayeron a pocos metros de ellos. De entre las tripas desvencijadas, salió rodando el cuerpo del señor Ramrod; raro no haberle visto todavía por allí, claro, hombre tan pequeño era el idóneo para ocultarse dentro del ajedrecista y conducirlo. El secretario de lord Dembow se levantó trastabillando y sangrando por la frente. En medio de la conmoción sacó un revólver, pensando que lo que no pudo hacer su ametralladora lo haría esa pistolita.

—Hijo de perra —gruñó Percy—. Ya tienes lo que te mereces.

—Y puede que nosotros nos llevemos lo nuestro —dijo Ribadavia al ver cómo el monstruo aceleraba sus turbinas y se preparaba, lento y furioso, para cargar.

—¡Corramos! ¡Hacia la torre!

—¡No! —Detuvo Abberline a Torres y a Ribadavia que ya empezaban a correr hacia allí—. Para allá va ese hombre, Ramrod. La máquina va a perseguirlo. —En efecto. El señor Ramrod cojeaba trotando hacia la supuesta seguridad de la torre, disparando al tuntún su arma—. ¡Rodeemos la isla! ¡Hay que tomar su espalda! —Instintivamente, Abberline debió pensar que el monstruo veía por delante, aunque ningún ojo o aparato óptico era visible. Todos siguieron sus órdenes, salvo dos agentes pueblerinos demasiado asustados, que ya adelantaban en su carrera a Ramrod. El coloso se movió con torpeza para colocar de nuevo los raíles a su paso, pero una vez hecho, tras un espectacular resoplido que llenó el cielo nocturno de humo, salió como una exhalación; no tardaría ni diez segundos en llegar a la torre, y no pensaba frenar.

—¡Brown! ¡Harnet! —llamaba Mabbott a sus hombres ya perdidos.

—¡Inspector! —dijo Godley a Abberline mientras todos corrían por la línea de costa de la isla—, espero que esos refuerzos que has pedido vengan con artillería. No sé cómo vamos a parar eso.

—¿Cómo puede desarrollar esa potencia? —se preguntaba en alto Torres al ver cargar a aquel vehículo—. Tan rápido, esas calderas… —El monstruo llegó hasta la torre y no se detuvo allí. La vieja ruina normanda no pudo soportar el empuje de la criatura de metal. Con tremendo estruendo el edificio fue arrollando, la más antigua posesión de los Abbercromby, el origen de su blasón, quedó reducida a nada, y los que se habían refugiado en ella no corrieron mejor suerte. Ramrod y los dos agentes perecieron. Un ímpetu así era imposible de detener, apenas frenó con él derribó de la torre de D’hulencourt. Los raíles de ese tren frenético se hundieron en el agua, y medio cuerpo de metal detrás—. Puede que tengamos suerte, un vehículo así debe de haber quedado embarrancado allí, no creo…

—¡Adelaaaaaante! —La orden, gritada en perfecta entonación militar, venía de los pulmones de John De Blaise. Avanzaba desde la parte sur de la isla rodeado de una compañía de hombres, secuaces de Dembow, organizados con perfecta marcialidad, y esta vez no iban armados con escopetas o viejas pistolas; todos portaban modernos fusiles Lee-Metford, fusiles de repetición.

—Llegó la hora de ese hijo de puta —rugió Percy, y fue con paso firme hacia ellos, seguido de Bowels—. Hoy es el día en que todos van a pagar…

—No dé un paso más, señor Abbercromby. —La voz autoritaria de Abberline fue suficiente para detener al joven lord, que ya apuntaba a su primo en la distancia con la Lancaster. Luego, se dirigió a De Blaise—: ¡Señor, deponga las armas! ¡Usted y esos hombres deberán acompañarlos!

—Es usted un terco, inspector. —La veintena que lo seguía apuntó con sus flamantes rifles a Abberline. Moore, empuñando su bastón y Godley de brazos cruzados se pusieron a su lado—. Ya le dije que está usted pisando propiedad privada, no tiene…

—¿Está amenazando con esas armas a tres inspectores de Scotland Yard, señor De Blaise? ¿Es eso lo que está haciendo?

—Claro que no, inspector, le estoy diciendo que podemos quedarnos aquí, a discutir, o podemos enfrentarnos a eso. —Torres había seguido las evoluciones del monstruo. En efecto pareció embarrancado, el terreno donde se levantara D’hulencourt debía ser una trampa, más bajo la lluvia que no cesaba. Se movía lento y sus chimeneas parecían cansadas, muertas. Luego, dos de sus patas cobraron vida, se agitaron, y de nuevo utilizando los raíles adosados como palancas, empezó a alzarse, a desenterrarse del río y del barro. Su parte delantera emergió de golpe, y empezó a girar, despacio. Si había sido difícil salir, hacer virar a ese enorme cuerpo en el tortuoso terreno lleno de barro y sillares de la torre lo era aún más.

—¿Piensa hacer frente a eso con sus fusiles?

—¿Qué otra cosa nos queda, inspector? Si vamos a construir Jerusalén en las plácidas y verdes tierras de Inglaterra, primero habrá que acabar con esas oscuras máquinas de Satán. Si no tienen armas, no pueden ayudarnos. —Miró de soslayo a Percy, que sí tenía arma y bien visible, seguro que se preguntaba qué hacía allí—. ¡Adelaaaante! —Algunos más iban armados, Ribadavia y Bowels, pero Abberline no les permitió moverse.

—¿Va a dejarle ir así? —protestaba Percy—. Ese hombre es el causante de…

—¿De qué, señor Abbercromby? No es asunto mío sus problemas familiares. Ahora apartémonos, y tratemos de buscar el modo de salir de aquí.

—Y sacar a toda esta gente —añadió Moore.

—Vamos. Agentes, tenemos que encontrar botes, ustedes dos recorran la orilla. Ustedes dos busquen heridos o gente escondida por ahí, tiene que haber más de uno. Godley, no les quite ojo a nuestros amigos españoles. Usted, señor Abbercromby y su criado, no se separen de mí.

Es digno de reconocimiento el modo de comportarse de De Blaise y todos aquellos hombres. Se acercaron a paso decidido al monstruo, que por fin liberado de la trampa de piedra y agua, empezaba a encararlos, despacio, tal vez con la lección de cautela aprendida tras su última carga. De Blaise dispuso a sus hombres en dos filas de diez, marchando con entereza hacia la cosa. A cien metros dio la voz de alto, la primera línea puso rodilla en tierra, la segunda de pie, todos apuntando a un blanco nada difícil. Esa disposición no era necesaria gozando de la cadencia de tiro de rifles con mucha autonomía, como esos Lee-Metford, yo diría que De Blaise estaba disfrutando de un último momento de gloria. El monstruo mostró de nuevo los flejes, y a ellos los acompañó con dos enormes hojas, dos guadañas de seis metros cada una que surgieron en su parte frontal, como navajas de jabalí. La cosa se pegó al suelo; iba a cargar.

—¡Fuego! —Se adelantó De Blaise. La andanada fue certera, muy mala puntería era necesaria para fallar ese blanco. Y aunque el repiqueteo en el acero del monstruo parecía tan inocuo como el del agua que insistía en caer sobre él, lo cierto es que algunas luces estallaron, y que no atacó. En su lugar, de nuevo, empezó… a escupir pirotecnia a través de una decena de agujeros de su torso.

—¡Fuego! —seguía ordenando el… el mayor, aunque los disparos ya continuaban a discreción. El fuego que caía del cielo parecía disparado… disparado al azar, cayó sobre algunos grupos dispersos que se ocultaban, incluso sobre el embarcadero destrozado, donde lo poco que quedaba de los… Tigres había desembarcado siguiendo a su monstruosa arma secreta.

—Esto es una locura, en cuanto acelere los arrollará —decía… Torres cuando uno de las erráticas granadas cayó junto a ellos. El estruendo los lanzó por los aires. Él se vio en el suelo, aturdido, rodeado de chispas que caían y se mezclaban con la lluvia. Oía gritos, disparos… no sé… sí… el estruendo de las granadas cayendo.

Y lo dejamos por hoy aquí.

Sí, empiezo a estar cansado… Creí que preferiría esperar a su compañero… como desee. Le veo muy interesado hoy, tomando todas esas notas… ya sabe lo que hay que hacer…

Gracias.

Como le decía, Torres había rodado loma abajo, aturdido, hacia la punta sur de la isla, cerca del agua. Eso lo supo porque lo primero que vio al abrir los ojos eran los reflejos de los fuegos artificiales de muerte sobre el agua. Se levantó en ese estado que algunos veteranos conocemos, no sé si usted… bien, no sabía si había quedado inconsciente, y si lo había estado si llevaba horas o minutos caído. Con seguridad era la conmoción por el impacto y no habrían pasado más de unos segundos desde la explosión que los separara. Corrió hacia el punto donde creía haber estado, temiendo por la vida de sus compañeros y esta vez empuñando el arma que había mantenido oculta hasta el momento. Andaba por el lugar más boscoso y alejado de la contienda, la vegetación no prendía con el fuego del monstruo gracias a la humedad; aquel era un buen sitio para esperar los posibles refuerzos. En dos zancadas volvió de nuevo a donde les cayó la bomba, justo a tiempo para escuchar otro tremendo estallido. Esta vez la granada había caído en medio de la disciplinada formación de De Blaise. No se detuvo a mirar la suerte de esos hombres, en el lugar de la explosión, de su explosión, vio el cuerpo caído de un agente, Mabbott, y Bowels estaban junto a él. El policía estaba achicharrado.

—¡Bowels!

—Mierda… El sargento mayor se levantó aturdido. Mabbott parecía inconsciente y vivo.

—¿Dónde está el resto? —preguntó mientras cargaba Mabbott.

—No tengo idea… —Un estruendo llamó su atención. El monstruo estaba cargando de nuevo, persiguiendo a los hombres dispersos aquí y allá, segándolos con sus guadañas, sin dejar de disparar.

—Corramos, al agua, ayúdeme. —Los dos salieron cargando con el policía inconsciente. No tardaron en ver, desperdigados, al resto del grupo recuperándose. A unos metros, creyeron reconocer a Godley atendiendo a un inconsciente Moore. Hacia el otro lado, entre los árboles distinguió el pequeño embarcadero a donde llegaran Abberline y el resto de la policía, y en él estaban Ribadavia y Abbercromby.

—¡Perceval! —No parecía oírlo, mucho ruido. Por los movimientos de los dos hombres, debían haber encontrado alguna clase de embarcación. Corrieron para allá, cuando tres figuras más aparecieron en escena: De Blaise, magullado, encañonando directamente a Percy, acompañado de dos hombres con sendos rifles.

Oyó un: «¡cobarde!», y un: «es hora de acabar», y vio a don Ángel Ribadavia incorporarse con torpeza, gritando un «¡Santiago y cierra España!», enarbolando su bastón, y cómo uno de los hombres de De Blaise lo golpeaba con su arma; y salió corriendo.

—¡Vamos, Bowels! —Dejaron caer al pobre Mabbott y, pendiente abajo, oyeron disparos y gritos. Tropezaron, rodaron, temió perder su revólver, o la vida si chocaba con uno de los troncos.

Al llegar, la escena había cambiado. Un hombre en el suelo, sangrando por el cuello como cerdo en san Martín. Percy también había caído, tenía la cabeza ensangrentada, aunque estaba consciente, sentado sobre la tablazón del muelle, y sujetando el Lancaster en mano temblorosa, sin apuntar a quien tenía a su lado, que no era otro que De Blaise, sangrando a su vez, aunque manteniendo el revólver en mano, diciendo:

—Vaya, primo, ahora tenemos los dos un recuerdo de guerra. —Pero no le estaba apuntando a él, apuntaba a dos hombres que peleaban sañudos en el suelo. Uno, de los hombres de De Blaise, cuyo fusil andaba caído en el suelo, revolcándose con otro sujeto que apretaba un cuchillo contra su pecho—. ¡Tú! ¡Suéltale si no quieres que le vuele la cabeza a tu amo! —El sujeto no podía hacerle caso, pues no entendía nada. Era Juan Ladrón.

Hicieron ruido al llegar. De Blaise miró hacia ellos sobresaltado, apuntándolos. Ladrón apuñaló a su oponente. El hombre gritó antes de morir. De Blaise giró y disparó a Ladrón, derribándolo. Percy disparó a ciegas, a la nada. Torres y Bowels dispararon a un tiempo. De Blaise cayó al agua, o se tiró.

—¡Alto! —Era Moore, corriendo seguido por Godley y Abberline.

—Deje de disparar, Perceval —dijo Torres mientras corría hacia Ladrón, que se agarraba el estómago. Oyó un cuerpo más caer al agua. Bowels había desaparecido.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó sin resuello Abberline.

—¡John De Blaise! —gritó Percy parpadeando nervioso, tratando de ver a través de la sangre que caía en sus ojos—. Ese canalla al que no podía detener, ha intentado matarme.

—¿Quién era ese hombre que ha saltado al agua? ¿Qué…? Usted, señor Torres. —Mi amigo trataba de ver la magnitud de la herida de Ladrón, quién solo decía:

—El amo… el amo… —Cierto, ¿dónde estaba Ribadavia?—. Sa caído al agua… uno desos cabrones… —Y Ángel Ribadavia no sabía nadar. Y estaba herido, enfermo.

—¡Ayúdenme! —gritó Torres—. ¡El señor Ribadavia ha caído! —Todos, incluido los dos heridos miraron al río. El muelle se adentraba casi cinco metros en el agua, agua negra, en la que se reflejaban los fuegos artificiales del monstruo que seguía escupiendo detrás de ellos.

Nada, no veían nada. Godley incluso bajó al pequeño bote que allí había, sin resultado. Ribadavia había caído como un plomo. Muerto.

—Ay, la Virgen —gemía Ladrón—. Ay, señor Torres, que se ha matao… yo llegué de un salto, les vi ahí, encañonaos. Rajé a ese, y me tiré contra el otro y no me di cuenta que… le dije que no viniera, ay, le dije que estaba mu nervioso. —Torres lo abrazó, tratando de ocultar en ese gesto su propio desconsuelo.

—Debiéramos atender a nuestros problemas —dijo Moore—. Esa cosa sigue asolando la isla como loco, y creo que le falta por segar esta parte…

—El bote está bien —dijo Godley—. Vamos amigos, podemos esperar a los refuerzos en la otra orilla.

—Sí. ¿Cabremos? —preguntó Abberline—. Llevamos dos heridos. Ya hablaremos luego de lo que ha pasado aquí, señor Torres.

—Yo he visto a De Blaise, puedo jurarlo… vi como le disparaban, aunque no creo que le dieran…

—Y ese bastardo sabe nadar, se lo aseguro —dijo Percy, poniéndose un pañuelo ofrecido por Abberline en la frente, donde había sido herido.

—Solo llevaremos a un herido, Frederick —dijo Moore, que estaba ayudando a Percy, mientras señalaba a Ladrón—. Ese hombre está listo.

—¿Qué dice? —estalló Torres, que miraba atónito el cuerpo que abrazaba—. Por el amor de Dios…

—Que tendríamos que llegar a un hospital en nada para coser ese balazo en la barriga. Está muerto, Torres.

—Qué… pasa. —Ladrón estaba temblando, sin fuerzas—. ¿Está el amo? ¿Lo han… lo han encontrao…?

—Tranquilo.

—Dígale a Juan que no se olvide de… —No dijo más. Durmió y no tardaría en morir. Torres se persignó, tembloroso.

—Vamos, Torres —dijo Abberline—. Nos llevaremos el cuerpo de este hombre si quiere…

—No. El cabo Mabbott, está allí entre los árboles. Es más necesario evacuar a…

Al señalar, por encima de las copas de los árboles apareció la oscura sombra del monstruo, escupiendo fuego que brillaba en sus afiladas hojas, ahora manchadas de sangre.

La intención de huir a cubierto se les quedó a la mitad. Sonó una detonación a su espalda, y a eso le siguió el inconfundible impacto de un obús contra el monstruo, retumbando en la noche. Subiendo por el río venían cuatro barcazas a vapor, la que encabezaba la pequeña flota llevaba un cañón de doce libras emplazado en la proa, y dos Nordenfelt a cada borda. Otra de ellas iba equipada igual. Las dos restantes estaban a reventar de hombres.

—Pues al final sí que traían cañones los refuerzos que pidió, inspector —dijo Godley, a quien el fuego y el peligro no le menguaban su habitual retranca.

—Yo no he llamado al ejército.

Porque eso era lo que venía, el ejército de su majestad, dispuesto a acabar con ese monstruo. Y no parecía un intento vano, porque la criatura reculó, por un instante. Luego abrió fuego. Pese a que ya era evidente que disparaba andanadas casi al azar, y que la munición había menguado durante el combate, uno de sus cohetes cayó sobre una de las barcazas, haciéndola zozobrar. Solo fue un acicate para que esos bravos recrudecieran el ataque. Sonaron las ametralladoras, y el cañón también habló, volviendo a impactar, y haciendo saltar una de las terribles guadañas sin en apariencia dañar seriamente al monstruo.

La nave capitana roló hacia babor cuando se acercó al agudo cabo sur, desde donde ellos contemplaban toda la acción. La otra artillada fue por el brazo contrario, y la cargada de hombres se detuvo para recoger a los naufragados, pero por sus voces y gritos se les veía ansiosos de combatir.

—Agradezco su llegada, desde luego —dijo Moore—, pero me temo que el blindaje de eso es mucho para esa artillería.

—Pueden acabar con él —dijo Torres. Hizo la señal de la cruz sobre la frente de Juan Ladrón, lo dejó en el suelo y salió corriendo, costeando tras la barcaza capitana.

—¡Torres! ¡Aguarde!

No hizo caso, corrió cuanto pudo, por suerte esas barcas no eran rápidas, y minoraban su velocidad para mejorar la puntería de sus artilleros. El cañón tenía ahora difícil hacer blanco, estaba desenfilado. Dispararon las ametralladoras que nada hacían contra el monstruo más que irritarlo. La criatura estaba girando, rápido, y pronto se puso a acelerar, corriendo como un expreso hacia el norte, disparando sin fortuna para cubrir su retirada. Se marchaba. Temía a los cañones. Iba escorándose hacia la parte occidental, ofreciendo su flanco poco a poco. Torres se puso a gritar.

—¡A las patas! ¡Disparen a las patas!

Mi amigo me dijo que seguramente el oficial de aquel barco había pensado lo mismo, su natural modestia. Lo cierto es que la velocidad del monstruo era mucho mayor que la de la barcaza, en unos segundos llegaría al río, y aunque allí se frenaría para cruzarlo, escaparía. Tenían un solo disparo.

Así fue. Cuando ya clavaba los rieles para montar el puente al igual que llegara, los británicos hicieron fuego, y acertaron. Las patas eran en efecto la parte más endeble de la estructura, y más estando en maniobra tan compleja. La cosa cayó con gran estruendo al río, medio cuerpo fuera y medio dentro. Las balas se cebaron en él. El cañón volvió a disparar, a impactar en el blindaje, y la otra barcaza apareció por el norte, rodeando la isla.

Entonces, cuando ambas embarcaciones arrecieron el fuego, el monstruo estalló en mil pedazos. Las calderas reventaron, la explosión hundió a uno de los barcos perseguidores. Tal como llegara con su fuego y su destrucción, se fue, creando un temprano amanecer en la campiña londinense.

Nadie pudo verlo, todos acabaron en el suelo o en el agua, aunque alguno aseguró que de nuevo, un pequeño dirigible había aparecido en el aire momentos antes de la deflagración. Torres no podía asegurarlo. Él miraba al agua, el agua que se tragara a Ángel Ribadavia.