Alto se agarra con tanta fuerza a las viguetas de madera que forman el precario andamio, que empieza a sentir el hormigueo en las manos propio de la falta de circulación. La estructura asciende como una torre de Babel chapucera, oscilando a cada momento. El mismo ha reparado y terminado parte del armazón utilizando maderamen suelto, cuerdas y clavos. Ha arrastrado la estructura hasta quedar justo bajo el agujero del techo, allí ha trabajado y luego tuvo que izar todo el andamiaje. Ímprobo esfuerzo, horas de esfuerzo que ahora parecen revelarse. La construcción y la albañilería nunca han sido disciplinas que domine, y el resultado es de lo más inestable. Aun así, anda ya cerca del techo, a siete metros de altura. El orificio oscuro que allí se ve, ahora con toda claridad desde la altura, daría acogida hasta a dos hombres, si no se descalabran antes de llegar.
—Be… tenga mucho cuidado —le ruega Lento desde abajo, sentado en su silla de ruedas, con el rostro pálido y crispado por los dolores que aún lo acucian.
—Se lo aseguro, no tengo intención de caerme. Esto se mueve… —Los crujidos de la madera resuenan por todo el vestíbulo—. Mejor no… ¿está mirando los teléfonos?
—¿Eh? —Vuelve la atención, que tiene fija en su compañero, hacia la pila de teléfonos móviles y baterías, una decena entre ambos, que se apilan a su lado. Todos los que ha ido encontrando Alto por las habitaciones de la residencia—. Sí. No funcionan.
—Una pena. Preferiría eso que subir hasta aquí…
—Baje. Es peligro. No pueden tardar en venir.
—¿Aún no ha perdido la fe?
—Recuerde que hablé con detective. El puede buscarnos…
—Sí. —Se detiene un instante, estando ya pegado al techo—. ¿Le dio la dirección?
—Sí…
—Claro, para que buscara información… debiera haber… hace diez días o así que no habla con ninguno. No sé.
—Baje.
—No podemos esperar. Usted necesita atención médica. Tal vez encuentre algo en esas buhardillas.
—Es peligroso. ¿Y si entra por agujero y las maderas… caen? Me quedaré aquí solo.
—Sí… ¿Sabe lo que voy a hacer? —Mira el techo decorado, ya a unos centímetros de su cabeza mientras no deja de oscilar sobre el frágil armazón—. Suerte que he subido cuerda y cinta aislante. —Suerte no, previsión. Según ascendía ha procurado reforzar las uniones de maderos y terminar el trabajo en la medida de lo posible—. Voy a atar el andamio a las vigas de aquí, así estará más sólido. Lo dejaré colgando… Sí, eso haré. Vamos…
—Tenga mucho cuidado.
No parece que los amarres den más seguridad. A medida que Alto va atando las endebles tablillas, sin dejar de temblar y tambalear de pasarela en pasarela, el andamio cobra peor aspecto, añadiendo el crujido de las viejas sogas y la cinta que apenas pega al de la madera y los clavos.
—De todas formas… —dice rompiendo el silencio que durante media hora solo ha sido interrumpido por algún «cuidado» y «agárrese bien» ocasional—. Imagino que desde ahí dentro se podrá… No pienso volver a bajar por aquí… hábleme mientras acabo.
—¿Qué…?
—No sé… ¿qué opina de lo que cuenta Aguirre? Cada vez está más estropeado y aguanta menos pero… uy… pero hay… ¿Qué es eso de la conspiración?
—Siempre se habla de conspiraciones en el Destripador… es una… una obsesión. Yo no creo. Hay que ver quién es detrás…
—¿No está claro aún?
—Tenemos dos bandos. Dembow y contactos políticos que parecen llegar a Victoria, y ese Demonio, Dragón con sus maleotes…
—Maleantes.
Eso. Y luego está Tumblety con Jack, el que tenemos aquí. ¿Qué relación…?
—Ni idea. Y no… aquí, una última cuerda aquí y esto quedará seguro… ¿Qué iba a decirle…?
—No sé… ¿Tumblety?
—No. La novela. Esa que nos han dejado. Es de lo más inquietante.
—Parece que al final le entretiene a usted.
La han dejado aquí por algo, de eso estoy seguro. Hay mucho paralelismo entre… entre… Está esa casa vieja y Forlornhope… el viejo conde, su hijo… Además, empieza como una historia romántica clásica, con sus jóvenes atormentados, sus heroínas caprichosas… y luego se convierte en… en terror.
—¿Terror?
—Sí. Es extraño. La obsesión del conde por que su hijo sea idéntico a él, hasta que lo consigue… al final, cuando están los dos aislados en la Torre del Suicida, el joven Louis se comporta idéntico a su padre, de hecho no está seguro él mismo de quién es, asunto este de la confusión de la propia identidad que no es muy habitual en estas noveluchas… Jim encuentra el cadáver enmohecido del conde de Gondrin…
—Sí, parece terror.
—Lo es, en efecto. Hacia el final… y todas esas coincidencias. El ajedrez… esas partidas, ¿se acuerda? Juega partidas paralelas una y otra vez, hasta que consigue que ambos, padre e hijo realicen exactamente los mismos movimientos cuando se enfrentan a Jim, sin hablar entre ellos, claro. Esto casi está. Y el incesto.
—¿También incesto?
—Sí. ¿Recuerda la niña que corría, en lo que le leí ayer o anteayer? Era… la niña de Camille. Jim la creía muerta, a la madre, pero había quedado embarazada y huyó… o algo así, me salto muchas partes. Tuvo la niña y murió. Primero cree que es suya, o el autor se lo hace creer al lector. Luego descubrimos que ambos amantes, envueltos en un paño de castidad, jamás consumaron, y el hijo…
—Es de su hermano.
—Ajá… Esto ya está. —Alto zarandea las maderas un poco y toda la construcción se mueve y se queja, a punto de desplomarse.
—¡No haga así…!
Agarrado con fuerza, espera a que el vaivén termine. Todo sigue en su sitio.
Parece… ha aguantado. No soy tan mal arquitecto como pensaba, ¿eh? Voy adentro. Si esto se cae… creo que las cuerdas lo mantendrán firme.
—¿Le queda alguna? Cuerda…
—Sí, me queda un rollo de cinta. Creo que será suficiente. Voy para dentro.
—Con cuidado…
Se acerca al agujero del techo, justo en el medio del improvisado andamio.
—Está cerrado.
—¿Cómo?
—Sí. —Hace fuerza, cruje tanto la trampilla que tiene ante sí como el pobre sustento donde pisa—. Alguien ha arreglado este agujero, desde dentro y ha… ha puesto unos tablones. —Ceden. Se abre en bisagra hacia dentro, sin dejar caer demasiado polvo o restos—. Una compuerta o… Esto es reciente.
—Seguro que…
—Vamos a ver… el triunfo es de los valientes. —Coge su hongo, atado junto a un martillo y otras herramientas a uno de los travesaños. Sobre el bombín ha pegado varias velas, que enciende.
—Al final estos ridículos sombreros van a servir de algo —dice Alto. Se lo pone y mete la cabeza.
—¿Qué hay?
—Un desván —la voz llega ahora muy apagada, con medio cuerpo metido allí arriba, pero se entiende—, lo que esperábamos. Mesas… trastos. Eso parecen ventanas, cegadas. —Vuelve a sacar la cabeza y se asoma hacia su compañero—. Si puedo forzarlas trataré de salir e iré por ayuda.
—Sí. Tenga mucho cuidado. Ese suelo ya se ha roto una vez.
—Claro. Si hay suerte, le veré fuera…
—Tiene que contarme el final de esa novela.
—La tiene ahí… ya se lo contaré. —Vuelve al agujero. Prueba con las manos si las tablas del techo, el suelo de esa guardilla, son de fiar, y les da su confianza. Con esfuerzo y astillas clavándose en las manos, entra en la penumbra. La voz de Lento lo persigue.
—Ha dicho que el autor… ¿Por qué no autora?
—¿Eh? —Camina con mucho cuidado, ese desván parece ocupar gran parte de toda la planta del edificio y está atestada de trastos, mueble, bidones. Alto sigue fijo hacia las rendijas de mortecina luz nocturna que se filtran de los ventanucos cerrados—. Bueno, dijimos que no era propio de la señora Arias…
—William… ¿Puede ser la señorita Trent? Fue mujer de ese capitán, ¿no? ¿Todo bien?
—Sí. —Está haciendo fuerza contra las ventanas.
—¿Qué piensa? ¿Puede ser una novela de Trent?
—No… no puedo. —Se rinde resoplando. Mucho esfuerzo construir el andamio, trepar, y hace días que no come en condiciones.
—¿Qué?
—Esto es metálico. Las contraventanas.
—Busque una puerta.
—Sí. No voy a probar suerte en esa escalerita de palillos que he construido si tengo otra opción…
Mirando a su alrededor en busca de salida, con la tenue iluminación de las velas que lleva en la frente, se detiene a contemplar su entorno. Esas mesas, esos bultos, herramientas, aparatos… Empieza a deambular entre ellos, golpeándose aquí y allá.
—¿Todo bien? —Es un taller. No cabe duda, un enorme taller, y utilizado. No hay mucho polvo. Las mesas están repletas de artilugios mecánicos, ruedas dentadas, cables—. ¿Qué pasa?
—Parece el taller de reparaciones de… de nuestros amigos. —Coge un puñado de aparatos. Ve otro más grande, con una llave para accionarlo. Sus manos, que se mueven ávidas sobre los bancos de trabajo, tropiezan con un cable, que salta.
Un ruido. Un tictac.
Algo suena tras de sí.
Gira y apenas puede ver un artefacto del tamaño de una naranja hermosa, girando a mucha velocidad, en el aire, zumbando. No lo ve bien hasta que estalla.
—¿Todo bien? ¿Qué ha sido ese ruido?
Está en el suelo. Llorando. Es el miedo, no el dolor. El dolor es mucho, por todo el cuerpo, en especial en la cara, pero el miedo es quien lo tiene paralizado. Su mano derecha no toca suelo, ha caído al lado de la apertura.
—¿Qué… qué ocurre? ¡Por Dios, conteste!
Le duele el cuello. Consigue levantar la mano izquierda, y lo toca. Está húmedo y caliente.
Sangre, muchísima sangre, que cae desde los cielos pintados en el techo hasta su camarada, Lento, en la frente…