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El sábado trece de octubre, Torres hizo de nuevo el equipaje para volver a España. Juliette Arias lloraba en una esquina, mientras el ingeniero se apuraba en recoger lo imprescindible.

—No se vaya… —decía la niña entre sofocos.

—Tengo que hacerlo, Julieta, mi mujer está enferma y me necesita.

—Pero… pero… ¿y… y el Ajedrecista? —Torres miró a la máquina de la que se sentía orgulloso, por qué mentir. Allí, ocupando la mayor parte de su cuarto estaba el objeto de tantos desvelos y misterios. Miró hacia la señora Arias, que con mucha ceremonia ayudaba a doblar y a empacar sus cosas con la habilidad para estas cosas propia de su sexo.

—Don Leonardo —dijo sin dejar de plegar camisas—. No tenga cuidado con lo que deje aquí. Sus experimentos y todo estarán bien cuidados. No pienso alquilar estas habitaciones, hasta que usted vuelva… para recoger sus cosas, me refiero.

—Gracias, Mary. No sé cómo podré agradecerle todas las atenciones y toda la generosidad que ha derrochado conmigo estos días.

—¡Pero mamaaaaa! ¡No se puede iiiiiir!

—Tiene que hacerlo Juliette, su mujer le necesita.

—Entonces, señor Torres, ¿ya no somos sus amigas?

—Claro que sí, claro… —Llamaron a la puerta con insistencia.

—Anda, ve a abrir.

La niña salió corriendo entre sollozos, dando un portazo tras de sí.

—Está muy enfadada. No se lo tenga en cuenta, le ha cogido mucho cariño.

—Y yo, a ambas, pero entiéndalo.

—Por supuesto, tiene que ir lo antes posible. No sería propio de usted el no hacerlo, don Leonardo.

Se oyeron pasos en la escalera y pronto tronó la voz de bajo de Ángel Ribadavia en la salita.

—¿Qué está haciendo, Leonardo?

—¿Me ha conseguido los pasajes para Calé? —La urgencia del viaje le había obligado de nuevo a recurrir a su amigo de muchos recursos.

—Por supuesto que no.

Bueno, podré tomar el tren y…

—Es una locura que marche para allá así, sin más.

—No voy a jugar con esto, Ángel. Mi mujer… después de lo sucedido y ahora…

Debiéramos confirmar la noticia antes.

—Lo confirmaré allí, en persona. No dormiré hasta que la vea.

—Deténgase un minuto. —Lo apartó por fuerza de su equipaje, ya a punto de cerrar—. Siéntese aquí un instante y escúcheme, no le robaré mucho tiempo. —Así hizo, a regañadientes, los dos sentados al borde de la cama junto a la pequeña maleta que constituía todo su bagaje—. Ayer oí algo, no puedo decirle de boca de quién, he de ser discreto y es cierto que en nada le atañe a usted sino a mí…

—Ángel, seguro que es muy interesante, pero entienda que ahora mismo…

—¡Espere un minuto, rediez!, que no se van a acabar los trenes para Dover en esta maldita ciudad porque me atienda a tres palabras. —Torres suspiró y rindió su negativa ante el inquebrantable diplomático.

—Continúe.

—Sí. Resulta que es muy probable que un unos días llegue una carta oficial, del ministerio, llamándome a consultas a Madrid.

—¿Qué ha hecho?

—Nada, absolutamente nada. O para decirlo de otra forma, he hecho cosas peores y se me han tolerado.

—Lo lamento… quiero decir, que supongo que después de tantos años aquí le gusta el cargo. ¿Qué piensa hacer?

—Leonardo, es usted más listo que yo, mucho más, pero ahora no está centrado. ¿No le parece curioso que a la vez reciba usted ese telegrama lleno de malas noticias y a mí me manden para España?

—Está pensando… ¿Una conspiración? Vamos, no creo que puedan manipular a la diplomacia de nuestro país… sean quienes sean. Pregunte al embajador…

—Don Cipriano del Mazo —el embajador— y yo no estamos en buenas relaciones, nunca lo estuvimos. Pero mi estrecha relación con don Práxedes Mateo Sagasta, y con Canovas, que yo no atiendo a colores en política, y cierta amistad que tuve con su majestad don Alfonso, no voy entrar en pormenores… en fin, estas relaciones y otras me han permitido mantener el puesto. No me serviría en nada recurrir a mi superior, se lo aseguro. Por lo menos mientras sea el señor del Mazo, circunstancia que no va a durar mucho, pues me temo que a don Cipriano le esperan pronto misiones de más enjundia que esta «tranquila legación».

—Me cuesta creer que todo esto… en fin, usted es amigo de ver intrincadas conspiraciones allá donde mira, y no voy a dudar de su experiencia… qué quiere que le diga, muchos hilos habría que tocar.

—Uno o dos, siendo los apropiados no hacen falta más. Pero se lo concedo, ¿le cuesta también creer que ese telegrama lo mandara otra persona, no su remitente? ¿Sería eso una «conspiración intrincada»? ¿Qué mal hay en pedir confirmación con otro telegrama? Podemos hacerlo a través de la embajada; que tenga enemigos no significa que lo sean todos.

Sí, desde luego que podía solicitar esa confirmación, y era lo más razonable. No creo, esto lo digo por mi cuenta, que a Torres le pareciera tan descabellado las intrigas de salón que argüía Ribadavia, más que nada porque como él mismo había reconocido, don Ángel debía bregar con situaciones semejantes a diario. Sin más dilación mandó un telegrama a España, dirigiéndolo a su amigo Valentín Gorbeña, y otro a sus padres, y uno más a familiares de Luz.

No deshizo el equipaje.

Luego, caída la tarde, Percy se presentó en casa de la viuda.

—Mañana a las tres y media de la tarde, lord Dembow ofrece una exhibición de autómatas, una soirée en Forlornhope para un grupo de amigos. —No saludó, ni a Torres ni a la señora Arias, más allá de una leve inclinación de cabeza. Entró y soltó su anuncio, como un pregonero. Su aspecto era espantoso, sin peinar, con la ropa descabalada, los ademanes torpes, desmañados; la que antes era una presencia anodina, ahora resultaba desagradable.

—¿Ha venido para…?

—Podemos ir… no es que me hayan invitado, ni mucho menos. —Se rio exageradamente—. De momento no pueden impedirme entrar en mi casa.

—Verá, en estos momentos no creo…

—Podremos ver ese «ajedrecista» que ha hecho con partes de otros autómatas, y comprobar si es superior al suyo, que lo dudo. —Más risas—. ¿Qué otra cosa tiene que hacer?

Nada, en realidad, nada más que aguardar nervioso a recibir el desmentido desde España. De modo que por la tarde del domingo se plantaron ambos ante el portalón de Forlornhope.

Domingo, dos semanas después de la muerte de Liz y de Kate Eddowes; ni rastro de Jack, si no contamos las cartas truculentas que llegaban a la policía y a la prensa, y los artículos escandalosos que llenaban los diarios. Cierto que empezaba a ser hora de que el Destripador matara de nuevo, dos semanas había sido el intervalo menor entre sus acciones, entre la de Polly Nichols y Annie Chapman (puede que las labores policiales de prevención estuvieran dando efecto), y se sentía una tensión en las calles cercana al motín; cuanto más tardara en matar parecía que sería más espantoso, como si Jack fuera acumulando odio hasta desatarlo sobre alguna puta solitaria. De acuerdo en todo esto, pero yo, de estar vivo, más que preguntarme qué era de Jack, diría: ¿qué era de Tumblety? Estaba en Londres, así se lo diría Abberline a Torres días después. El inspector Andrews seguía tras su pista día y noche, y al parecer había estado involucrado de nuevo en asaltos indecentes contra hombres, uno de ellos ese mismo domingo catorce.

Sí, vuelvo al domingo por la tarde, en casa de lord Dembow. En el fastuoso vestíbulo principal, De Blaise, Tomkins y un par de fornidos hombres se encaraban a los visitantes inesperados.

—Al saber de la exhibición no he podido menos que traer al señor Torres.

Percy exhibía un aplomo inusitado en él. Aún siendo siempre un extraño en su casa, se sentía seguro del suelo donde pisaba, si este era el lujoso pavimento de Forlornhope.

—¿Ha empezado ya?

No cabía temer que los «primos» se liaran en una refriega allí. Se cruzaron miradas pétreas, mantuvieron cauta distancia y el «advenedizo» cedió el paso al heredero de lord Dembow.

—Cómo no. Usted es siempre bienvenido en esta —se dirigió a Torres con la cordialidad que hurtaba a Percy—, su casa.

Tomkins condujo al grupo escaleras arriba. Llegando a la balaustrada se sobreponía sobre la entrada, la que debían recorrer para acceder al vedado segundo piso, Percy se despidió.

—Esto le interesa a usted más que a mí, señor Torres, yo me aburro con tanto cachivache. Voy a mis habitaciones, tengo correo pendiente.

Mi amigo quedó atónito, solo y desamparado. Esa calidez con la que era acogido en la mansión de lord Dembow, no era percibida por el español por mucho que insistiera De Blaise. Cierto que desde que no estuviera Cynthia, el calor debía haber huido de esos gruesos muros. Sin más lo condujeron a los amplísimos salones de arriba.

Ya estaba lleno, lleno de una concurrencia no superior a la veintena de personas. Se habían dispuesto sillas y butacones a modo de platea, en semicírculo, en el centro de la vasta sala. Habían desaparecido todos los autómatas que viera Torres en aquella otra exhibición. Salvo bancos de trabajo y restos medio ocultos tras algunos biombos, la estancia estaba ocupada solo por el nuevo ajedrecista, y visto a distancia era casi un calco del de von Kempelen.

El «casi» era digno de remarcar. El mueble sobre el que descansaba el tablero era mucho más grande, y disponía de tres puertas frontales en lugar de dos. Además, el autómata sentado a la mesa (a decir verdad, ya les he comentado que el autómata era todo el artefacto, incluido el mueble. Claro, siempre que el Ajedrecista de Dembow fuera similar al Ajedrecista de Kempelen, y teniendo en cuenta que había sido construido como Frankenstein a su monstruo, a partir de los restos de mis amigos ya deformados por la atroz ciencia, es difícil de precisar), no era un turco fumador. Era un beefeater, uniformado a la perfección, con su traje rojo y dorado, dos grandes letras en el pecho: «E R», de Elizabhetha Regina, su bonete a lo Tudor y su gorguera blanca y rizada al cuello. En lugar de pipa, a la mano izquierda tenía una alabarda que apoyaba en el suelo, a su lado.

Parecía que todos esperaban a los últimos invitados, en especial lord Dembow, que presidía la reunión en su silla fantástica junto al autómata. Todos los presentes eran caballeros importantes, todos vestidos con más elegancia que la precisa para una reunión informal, parecían asistir a un estreno en el Lyceo. Encabezaba el elenco el mismo secretario Henry Mathews, y tras él muchas personalidades, ancianos, algunos con sus enfermeras atendiéndolos. De muchos guardaba el español recuerdo del almuerzo del pasado septiembre, como era el caso de sir Francis Tuttledore, o el letrado Fulbright. Se fijó en el doctor Greenwood, y en su ayudante, el asustadizo doctor Purvis, cuya expresión de sorpresa al verlo fue casi cómica.

El señor de la casa recibió a Torres con efusión, pero sin energía; en efecto, tal y como le dijeran al ingeniero, Dembow era ahora el espectro de sí mismo.

—Qué agradable sorpresa —extendió los brazos para abrazar al español, mientras su silla avanzaba—, señor Torres, agradable y oportuna.

—No sé… tal vez se trata de una reunión privada. Me temo que su hijo, llevado por su hospitalidad, se haya excedido…

—Ya quisiera que todos sus excesos fueran como este, venga.

—La última vez que estuve aquí, me prohibieron verle, por su estado de salud imagino.

—Niñerías. Señores —se dirigió a la concurrencia, sin poder alzar demasiado la voz, pero un susurro del patriarca fue suficiente para acallar las voces—, contamos hoy entre nosotros con don Leonardo Torres, ingeniero español y experto en autómatas.

—Nada de experto…

—Cómo no, está usted mismo construyendo un ajedrecista, similar al de Maelzel, ¿me equivoco?

—Cómo va a equivocarse. —Si pretendió financiarlo—. Veo que usted también, y parece que con más éxito que yo.

—Por eso es perfecta su aparición aquí. Una más para el equipo de los escépticos. —Esto lo dijo mirando a sir Francis.

—No me permitiría nunca dudar de su talento, señor.

—Dude, dude, que esa es la mejor arma del científico. Quién más idóneo para juzgar esta maravilla aquí construida que usted.

Entre los asistentes había dos personas que desentonaban. El propio sir Francis, porque parecía incómodo en medio de la reunión y un hombre que permanecía cubierto con un enorme bombín, carente de la elegancia del resto, jugando como un bobalicón con un bastón recio y acicalando de continuo sus espesas patillas canosas. Pottsdale, sin duda yo lo hubiera identificado y así se lo dije a Torres cuando me contaba esto que ahora yo les cuento. Entonces era imposible que él lo reconociera.

—Veo que al final no le he hecho falta —dijo Torres en un apartado a Dembow, mientras los dos se acercaban al ajedrecista, invitando a todos los presentes a hacerlo a su vez.

—Su entusiasmo y su empeño dieron alas al mío y afilaron mi ingenio. En todo caso, no apresure el juicio. Comprobemos si esto ha sido un éxito.

Hace una semana le insistía a él para que acabara el trabajo y ahora disponía de un beefeater jugador de ajedrez en perfecto funcionamiento. Al menos buen aspecto tenía. Incluso considerando la información que le diera Percy respecto a la utilización de partes de mis amigos autómatas para construir este, era difícil imaginar que en una tarde lord Dembow había obtenido la habilidad de Vaucanson, de Pierre Kintzing, ni mucho menos la que en los últimos días Torres había descubierto en el genial von Kempelen.

Tomkins, prestando sus manos y pies al impedido lord, fue exhibiendo los entresijos del ajedrecista mientras Dembow recitaba la presentación de su artefacto con un hilo de voz. No se diferenciaba mucho en la exhibición que presenciara diez años atrás de manos del huidizo Tumblety, la actual en lugar más acogedor, y debía reconocer que aquí los presentes rodeaban por completo al artefacto. En esta, como en la otra, había algo que le incomodaba, un «nada por aquí, nada por allá», un «abracadabra» muy alejado de la simpleza y claridad con que debiera presentarse un logro científico.

—Nos encontramos en los lugares más insólitos. —El doctor Purvis había maniobrado con disimulo por el salón hasta llegar junto a Torres.

—Le puedo asegurar que nuestros encuentros son siempre casuales.

—Por supuesto, no pretendía sugerir nada.

—No se apure, doctor, no soy amigo de andar contando chismes, y por otro lado no sé de nada digno de ser contado.

—No quiero parecer empalagoso ni cargante —pues lo era, y mucho—, pero les estoy muy reconocido por su discreción. —Torres quitó importancia al tema con un gesto—. Y no sé si sería abusar rogarle un esfuerzo más a su prudencia.

—No alcanzo…

—La visita del viernes a Bedlam… no quisiera que se me acusara de arrogarme atribuciones que no…

—Descuide, mi memoria es muy flaca, no recuerdo de qué visita habla.

—Se lo agradezco. —Dembow seguía presentando su muñeco entre expresiones de sorpresa de los presentes.

—¿Frecuenta mucho esta casa, doctor Purvis?

—Me honra ser invitado en ocasiones.

—Una especie de club privado… los que frecuentan Forlornhope, me refiero.

—Un grupo de amigos y admiradores de lord Dembow, así prefiero verlo. Sé que mi presencia no es debida a otra cosa que a la mediación de mi benefactor el eminente doctor Greenwood, aun así es un orgullo. Lord Dembow es uno de los hombres más influyentes de este país.

—Eso tengo entendido. Está muy enfermo, ¿no?

—En efecto. Es lamentable. No creo que llegue a navidad.

—Desde luego que no lo hará enfrascado en locuras como esta. —La incursión en la conversación que ingeniero y médico llevaban en el tono más bajo posible, incursión no exenta de cierta impertinencia, fue a cargo de sir Francis, quien se había aproximado a Torres.

—Perdón, sir Francis —se disculpaba Purvis—. No era mi intención ser desconsiderado.

—Ha sido directo y franco, amigo mío, y esas cualidades son tan necesarias en su profesión como la caridad y la misericordia. Señor… ¿Torres?

—Así es.

—Le ruego que trate de disuadir a mi buen amigo de esta locura. Esta obsesión suya por… por las máquinas no puede traer…

—Torres —alzó la voz en lo posible Dembow. Al parecer habían terminado las presentaciones, y llegaba el momento de la demostración—, ¿nos haría el favor de ser usted el oponente del Ajedrecista?

—¿Yo?, mala elección, señor. Si no soy un experto en autómatas, en cuanto al ajedrez soy un principiante.

—Modestia; es muy propio de su carácter. Estoy seguro de que en los últimos días ha estudiado mucho el juego, siendo así, y conociendo la «automática», como dice usted, no hay rival mejor para juzgar a mi ajedrecista.

Era un buen argumento. En el fondo cualquiera hubiera valido para Torres; ya fuera por orgullo profesional o simple curiosidad científica, estaba desando probar esa máquina. Se sentó enfrente, rodeado de los ancianos caballeros allí presentes, que contemplaban escrutadores cada uno de sus movimientos, y de Potts, para quién Tomkins se ocupó de procurarle el lugar con mayor visibilidad. El beefeater mecánico jugaba con blancas. Cuando Dembow dio cuerda y activó el mecanismo, el autómata soltó la alabarda, en eso parecía superar al de Maelzel, y movió el peón de rey. La partida comenzaba, partida que tenía más importancia en el movimiento de los espectadores que la rodeaban que el de las piezas.

El juego no fue como esperaba. Ganó sin apenas dificultad. Torres conocía el ajedrez y disfrutaba de él. No era un gran maestro, desde luego, pero alguien con mucha menor pericia habría detectado que este oponente era muy inferior que él. El ajedrecista de Dembow parecía un jugador demasiado bisoño. Nada que ver con la habilidad que mostrara el otro, el de von Kempelen. Desde luego, si los que jugaban eran mis antiguos compañeros, ahora convertidos en un guardia de la reina británico, poco tenían que hacer, no creo que ni Tom, ni George, ni por supuesto Amanda hubieran siquiera visto en su vida una pieza de ajedrez.

Mientras los invitados hacían sonar sus copas en afectada señal de aplauso y admiración, Torres procuraba que sus facciones no traslucieran el pasmo que lo embargaba. Sí, había ganado a ese artefacto, jugaba mucho peor que el ajedrecista original, sin embargo, durante toda la partida estuvo atento al funcionamiento del autómata, buscando un truco, un engaño, algo que tirara por tierra la imposible evidencia de que en unos pocos días lord Dembow había construido el ajedrecista mecánico perfecto, capaz de jugar una partida entera, perderla, sí, pero jugarla. No vio hilos, trampa ni cartón. Era imposible. Si hubiera sabido entonces, como yo le conté ahora, que mis amigos estaban dentro del beefeater de metal y madera, tal vez hubiera sido más creíble, no lo sé.

—Enhorabuena, señor Torres —decía Dembow—. Como le decía, su modestia no hace honor a su conocimiento del juego. Y ahora, ¿su veredicto?

—No le entiendo.

—Todos estamos esperado, ¿qué le ha parecido mi ajedrecista? Necesitamos su versado juicio.

—Tal vez yo pueda darle un veredicto, padre. —Lejos, en la entrada del salón estaba Percy. Había irrumpido sin contemplación alguna, haciendo que las pesadas puertas de roble chocaran contra las paredes espejadas al abrirlas, rasgando las lunas. Tenía el mismo aspecto desaliñado con el que había llegado a la casa, al que se añadía los evidentes efectos del alcohol recién tomado en abundancia. El mismo aspecto no; empuñaba en su mano derecha la temible Lancaster.

—Perceval, qué estás haciendo. —Incluso en su lamentable estado, lord Dembow resulto un padre severo recriminando a su «disoluto» hijo.

—Oh, no se preocupe, señor —Percy avanzó hacia el grupo balanceando el arma como si de un ramo de flores se tratara. Los hombres que acompañaban al secretario Mathews, así como Tomkins y el mismo De Blaise dieron un paso adelante, lo que no hizo mella alguna en el comportamiento del joven lord—, si es el escándalo lo que teme. Estos caballeros le conocen bien, y no les importa la clase de monstruo que es, y en cuanto a este señor… —Señaló con el cañón de su pistola a Potts, que dio un respingo asustado y dijo:

—Oigan… no he venido aquí para que…

—Maldito imbécil —De Blaise se adelantó, aún más—, tenía que haber…

—Con esto no creo que pueda fallar. —Quedó quieto, apuntando directo a la cabeza de su odiado primo. Todos quedaron quietos.

—Muchacho —dijo sir Francis—, ¿has perdido el juicio?

—Por favor, tire esa arma, señor —rogaba con firmeza Tomkins.

—Deberán disculparnos, caballeros —dijo Dembow sin mostrar temor en la voz—, me temo que mi hijo no aguanta bien la bebida.

—¿Eso crees, padre? Pues a mí me parece que conservo un pulso excelente. —Abrió fuego. En la sala casi diáfana por completo, sonó como el más iracundo de los truenos. Todos se agacharon, los asistentes más devotos de algunos de los presentes trataron de cubrir a sus señores. Torres no tuvo más tiempo que de sobresaltarse. La bala no acertó a nadie, a nadie vivo al menos. Un enorme agujero había aparecido en el frontal del lujoso mueble que formaba el autómata, ante el que solo momentos antes se había sentado Torres—. Vaya, he de mejorar mi puntería… ¿o sí he hecho blanco?

—¡Yo sí voy a hacer blanco en tu…!

—Quieto. —De Blaise frenó en seco su acometida ante la negra mirada de la Lancaster, cuando Percy hizo girar los cañones del arma y apuntó directo al mayor—. Solo estoy practicando con esa marioneta de feria, ese monstruo… no haré daño a nadie, a menos que se interponga. Dígame padre, ¿he acertado? ¿Más a la derecha… a la izquierda?

De Blaise se apartó despacio de la línea de fuego. Percy empezó a hacer puntería contra el autómata, guiñando un ojo y haciendo lo que él entendía como gestos intimidatorios.

—Deja esa arma, hijo y…

—Tal vez usted, señor, podría indicarme un blanco más oportuno. Aunque entre tanta alimaña junta es imposible equivocarse. Acabemos con la mayor. —Apuntó directo a lord Dembow y disparó.

La bala fue a dar contra la aparatosa silla de ruedas, en su costado derecho. Su volumen evitó que al anciano saliera dañado. Todos volvieron a agacharse, menos De Blaise que no se lo pensó. Percy debía volver los cañones del arma si quería disparar de nuevo, en rigor estaba desarmado, y no era rival para su primo. Lo arroyó, y luego a él se le unieron una decena de hombres, ancianos y sus ayudantes, deseosos de acabar con el intruso, como una jauría provecta y furiosa. Garras sarmentosas, bastones, ruedas, bocas desdentadas trataban de despedazar a Percy, sin importar que sus ataques zahirieran también a De Blaise, quien se había hecho ya con el Lancaster.

Torres se preocupaba por el estado de lord Dembow, que muy alterado trataba de comprobar los daños en su silla, ignorando su propio estado.

—Estoy bien… —decía apartando de sí a Torres y Greenwood, que también se había interesado por el noble—. ¡Tomkins! Maldito… ese imbécil me ha disparado y ha destrozado… por el amor de Dios, espero que no haya…

—No parece nada, señor —calmaba el fiel Tomkins a su señor, mientras el doctor trataba de hacer otro tanto con el sobresaltado Torres.

—No está herido, es la conmoción por el disparo, dejémosle descansar…

—Agarrad a ese imbécil —ordenaba el anciano. El caos no duró mucho. Sir Francis, más entero que el resto de los asistentes, consiguió calmar algo la situación, interponiéndose en medio de la horda de ancianos enfurecidos.

—¡Calma, señores! ¡Ya es suficiente! Nadie está herido…

Alguno de los presentes había desaparecido, Pottsdale entre ellos.

—Señor, debemos salir de aquí —dijo alguien al señor Mathews.

—Nos quedaremos hasta que todo quede en orden. —La hidalguía mostrada por el secretario de estado no fue compartida por la mayoría. Hombres apenas incapaces de moverse, ayudados por jóvenes enfermeros salieron del lugar, agolpándose fuera una vez que Percy fue reducido, y no linchado gracias a la intervención del doctor Purvis y sir Francis, que no solo consiguieron apartar al joven lord de los ancianos enloquecidos sino de las más peligrosas manos de John De Blaise.

Terminada la reyerta, quedaron en el salón diáfano el grupo más joven de la concurrencia, en silencio salvo por el lejano eco de las protestas de los invitados exigiendo sus coches, queriendo salir antes que sus compañeros. Purvis sostenía a un maltrecho Perceval, el doctor Greenwood y Tomkins restañaban los daños del trono de Dembow, Mathews, sus ayudantes, sir Francis y alguno más permanecían expectantes. También estaba Torres.

—Sacadlo de mi presencia —ordenó Dembow, muy furioso—, está borracho.

—Señor, esto es un delito, un atentado —dijo un caballero solemne que no había sido presentado a Torres—. La situación política no es la mejor, si esto trasciende, sin que haya la menor respuesta…

—Llévenlo a su cuarto. Tomkins, ocúpese, y llame luego a Scotland Yard.

—Yo me ocuparé de esto en persona, Dembow —afirmó rotundo Mathews.

Torres no vio oportuno interceder por Percy, no veía cómo y eso le causó no poca frustración. A mí, si me permiten la opinión, me parecía un caso perdido. Demasiadas desgracias para un alma cuidada entre rezos y bienestar. Creí, aunque no dije nada mientras Torres me contaba todo esto, que el señor Abbercromby acabaría colgándose, seguro. Entretanto, Torres se dispuso a marchar, nunca se sintió tan extraño en Forlornhope como en esa ocasión.

—Señor Torres —le despidió un Dembow algo más calmado, espantando a Tomkins de su lado con un agitar de la mano—, lamento el espectáculo.

—No era un invitado esperado, así que de poco me puedo quejar.

—Usted es siempre bienvenido aquí. Me avergüenza que haya tenido que contemplar… olvidemos todo este enojoso conflicto doméstico. ¿Qué opina de mi ajedrecista?

—Sorprendente. Espero que no haya sufrido ningún daño irreparable.

No, no lo creo. Un placer verle, como siempre. —Estrechó su mano temblorosa, a Torres le parecía más endeble que nunca—. Si aún sigue en el país, espero que nos visite. Por favor, Franc, si no te importa acompañar a nuestro invitado español a la salida, me temo que me he quedado de momento inmovilizado, por fortuna, solo inmovilizado…

Tuttledore no tuvo mayor inconveniente, a la vista que Tomkins estaba ocupado «encarcelando» a Percy en su cuarto. El hombre del Foreing Office se limitó a acompañarlo con una sonrisa, sin decir nada hasta la puerta. Torres no pudo contenerse, o no quiso, y preguntó:

—¿Agradable su estancia en el «continente», como dicen ustedes? —Ante la mirada de asombro de sir Francis, continuó—: Su hermano me comentó que usted estaba…

—¿Conoce a mi hermano?

—Apenas, me gustaría gozar de la amistad de un caballero tan distinguido, como de la suya.

—El honor sería mío, señor Torres. Adoro España, su cultura, Goya, Cervantes… lástima que no podamos vernos más, pronto vuelve a su país, ¿no?

—En un par de días a lo sumo. Mi mujer no se encuentra bien.

—Espero que se reponga. —Ya franqueaban la salida. Al abrir los portones que daban al salvaje patio, la lluvia los sorprendió—. Pediré un coche.

—No hace falta…

—Un paraguas.

—No, en serio, estoy hecho a lluvias peores que estas.

—Si no puedo hacer nada por usted… —Le tendió la mano despidiéndose.

—Sí puede. ¿Conoce a la señora De Blaise, verdad?

—¿Cynthia? Sí, por supuesto —se entristeció—, la tengo por mi ahijada. Lamento que…

De momento solo está en paradero desconocido.

—En efecto.

—¿Tengo entendido que la vio un día antes de su desaparición? ¿Le preguntó por su padre, el capitán William?

—En absoluto… sí, en efecto la vi, pero… no era eso…

—Así me lo contó su hermano, el coronel Tuttledore.

—No… mi hermano suele malinterpretar… me hizo una visita cortés.

—Vaya, tenía una buena amistad.

—Ya le digo que quiero a esa muchacha como a mis propios hijos, si no más. Ahora tengo que dejarle…

—¿Y por qué le visitó en su despacho y no en su domicilio o en otro lugar? ¿Era en Whitehall, no?

—Cerca pero no… la verdad es que no recuerdo.

—Imagino que su hermano supuso que una dama tiene pocos motivos para hacer una visita al Foreing Office, e hiló esa historia del capitán William. Pero… ¿su hermano estaba al tanto de quién fue el padre de Cynthia? No es que sea un secreto, pero tampoco algo que sepa quién no está muy en contacto con la familia, como usted.

—Sí, supongo que tiene razón… desde que dejó las armas… ¡Ah!, ya recuerdo, quería que intercediera por su marido. Deseaba para él algún puesto tranquilo en el extranjero, eso era…

—Entiendo. Gracias por la conversación, sir Francis, espero que nos volvamos a ver.

El mayor de los hermanos Tuttledore no sabía mentir, de eso no cabía duda. Torres era un elemento extraño en esa pequeña sociedad de amigos y confidentes, y tal vez por eso sir Francis no supo reaccionar bien. No era importante, no debía serlo para él, pues nada de lo que dijo descubría novedades al español. Los secretos de la casa Dembow se habían desvelado días atrás, en una triste habitación del sanatorio Bedlam. Nada a excepción de un detalle, de nuevo una incómoda sensación en la nuca de Torres, algo en la mirada de sir Francis hacia la casa, cuando mencionara a su hermano, tal vez el atisbo de una expresión de sorpresa en el aristócrata.

En casa, era a él a quien le esperaba una sorpresa desagradable, otro eslabón en esa cadena de dolor del otoño del ochenta y ocho. Un nuevo telegrama del amigo Gorbeña. Leyó despacio los cuatro renglones, mientras la viuda Arias aguardaba a su espalda, frotándose las manos hasta dejar sus nudillos aún más blancos de lo que ya de por sí eran.

—Malas noticias.

—Sí. Ha empeorado.

—Cuanto lo siento, don Leonardo…

—Sí… —Torres parecía abstraído, mirando su equipaje hecho sobre la cama—. Mañana por la mañana me iré.

—Por supuesto, le prepararé un almuerzo ligero para el viaje, descuide…

—Me voy, aunque me temo que sea inútil.

—No diga eso, por Dios. Debemos mantener la esperanza…

—Es inútil, porque hace una hora escasa un alto funcionario del Foreing Office, al despedirse de mí dijo: «lástima que no podamos vernos más, pronto vuelve a su país, ¿no?». En el tono, en cómo lo dijo parecía seguro de que mi marcha era inminente.

—No le entiendo.

—¿Cómo sabía que mi intención era irme?

—Piensa que se trata de… —señaló el telegrama. La señora Arias estaba bien al tanto de las teorías conspiratorias de Ribadavia, ya era una más en el grupo— ¿de un engaño para hacerle marchar?

—Puede.

—Entonces no tiene que irse. Los enormes ojos de Juliette asomaron tras el mandil níveo de su madre.

—No, Julieta. Debo marchar, no puedo arriesgarme.

—Pero si es mentiraaaaaaaa…

—No hagas pucheros, Juliette, o se te quedará la cara arrugada para siempre. —Su madre la regañó con ternura. Sonó entonces la estridente campanilla del teléfono—. Anda, atiende a esa llamada. —La niña se fue refunfuñando. La viuda carraspeó, eliminó arrugas inexistentes en el delantal y dijo—: ¿Tiene ya billete? Puedo hacer alguna llamada o mandar a alguien, si es que sus amigos no… —Fue mencionar a los amigos de Torres y entrar Juliette como un alud, voceando la llamada de uno de ellos.

—Es el señor Ribadavia, para usted, señor Torres. —El español se apuró a bajar al vestíbulo y atender la llamada.

—He recibido un telegrama de mi amigo desde España. Mi mujer está muy grave, parece.

—No haga tonterías, Leonardo, no puede ser.

—Lo sé. —Contó al diplomático lo deducido de la breve conversación con sir Francis Tuttledore.

—No creo que Tuttledore esté tras esto. Tengo entendido que es un hombre muy rígido, tal vez sepa algo por el cargo que ocupa y sus contactos, pero no le creo responsable… como sea. Ahora me da la razón, todo puede ser un engaño.

—Aún teniendo en cuenta eso, aún dándole la razón, no puedo dejar de ir.

—Le digo que no. Creo que es importante que permanezca aquí.

—¡Qué despropósito! Yo no tengo ninguna relevancia, por Dios.

—El simple hecho que ellos, sean quienes sean, quieran que se vaya es suficiente motivo. Usted, ustedes me convencieron de lo importante…

—Nada es más importante que Luz para mí, no puedo.

—He mandado a Juan Martínez a España. Ha salido hoy de madrugada, ya andará por allí, y va directo a ese pueblecito suyo.

—¿Cómo…?

—Él nos mandará un mensaje que no podrán interceptar, puesto que nada saben de ese pobre diablo. Visitará a su esposa y nos dirá lo que ocurre.

—¿Cómo se le ha ocurrido…? Por Dios, Ángel, no sé cuántos gracias voy a gastar con usted…

—Ninguno, que la amistad no requiere de pagos. Y no se preocupe, los modales de Martínez son excelentes cuando quiere. Usted no podía ir, somos los defensores del bien, del honor de una dama, de…

—Defensores que han quedado un tanto mermados desde hoy. Abbercromby, creo que todo esto le ha superado. —Pasó a contarle todo lo referente a Percy—. Mañana llamaré al inspector Abberline, tal vez él pueda hacer algo.

—Imagino que sí. Le dejo descansar. Ah, puede que oiga noticias… delicadas sobre mí. No haga caso.

—Nunca hago oídos a lo que se habla de usted, Ángel, solo a sus actos que bien conozco. Gracias de nuevo.

—Le digo que no hace falta.

—Pero no sobra.

La noticia que vaticinara Ángel Ribadavia sobre su persona no pudo ser más desconcertante. Llegó el miércoles siguiente: el diplomático había sufrido un accidente de caza. Torres no sabía de los intereses cinegéticos del gallego, y no estaba versado en este arte, por lo que no conocía bien las temporadas de caza, menos las inglesas.

—Desde primeros de octubre es temporada del faisán. Un descuido —dijo ese mismo miércoles, cuando Torres fue a visitarle al hospital—. Una demostración más de que no se debe ir de caza si se ha trasnochado en exceso.

Se había disparado en una pierna, dañándose el muslo de cierta seriedad. Lo extraño era que no se trataba de una herida de posta, propia para cazar esa ave, sino de una bala. Se encontraba ahora postrado, y por varios meses; el proyectil había rozado el hueso.

—Y mire usted qué fatalidad. Este mediodía mismo, mientras los buenos doctores remendaban este desaguisado, me llega una carta de Madrid, reclamándome para allá. Una carta de puño y letra del Marqués de la Vega de Armijo, en persona… el señor ministro de estado.

—Oh…

—Me va a ser imposible ir, creo que me esperan varias semanas de reposo.

Una enfermera muy fea, que junto a Torres y Ladrón era la única presente en la habitación de Ribadavia, miró extrañada mientras mullía con rudeza la almohada, al ver como todos la miraban inquisitivos; claro, estaban hablando en español.

—Está usted loco —dijo Torres, y con un gesto pidió a la enfermera que los dejara.

—Creo que haré más falta aquí que allí.

—Vaya un disparate, podría… cuando se reponga tendrá…

—No hay crisis que dure dos meses, Leonardo, y de haberla, mejor estar fuera de esta ciudad para entonces.

Torres se encogió de hombros, abrumado por la tozudez y los extraños recursos que una vez más exhibía el diplomático.

—Dejemos mi pierna, que se curará sola. Acabo de recibir otra carta, mucho más interesante para nosotros. Juanillo, haz el favor.

Ladrón tendió a Torres un papel arrugado, garabateado por una letra infame de más infame ortografía. Apenas podía entender nada, pero una frase brillaba más que ninguna a ojos de mi amigo.

La señora del seño Torres está mu bien.

To esto hes mu bonico.

Que gusto da comer aquí.

—¿Qué es esto?

—Carta de Martínez, ha visto a su señora y se encuentra muy bien.

—Se fue hace… cuatro días.

—Menos le hacen falta a ese pájaro para dar la vuelta al mundo. —Cierto, en cuatro días había tiempo de sobra para llegar de Londres a Portolín, si se sabe cómo ir. Otro asunto era cómo podía haber llegado esa carta de vuelta.

—¿Cómo ha recibido…?

—Vino un muchacho con la carta en mano. Martínez es un hombre de recursos, e hizo bien en no fiarse en el servicio de correos. —Por más explicaciones se palmeó la pierna herida, haciendo muecas de dolor—. No cabe duda de que es un mensaje suyo. Nadie es capaz de torturar el español como él.

—Bastante con que sepa escribir, el tormo este —dijo Ladrón y firmó lo dicho con una sonora carcajada.

—Creo que manda recuerdos para usted, su esposa… —En efecto, entre la abigarrada letruja de Martínez había un reglón de la elegante letra de Luz, que con su habitual parquedad cargada de cariño, se limitaba a decir:

Leonardo, aquí estamos bien tu hijo y yo, ¿cómo no se iba

a estar bien en esta tierra bendita? Vuelve pronto, te

añoramos. Tu mujer que te quiere.

Y el murciano concluía:

To está bien, asinque voy llendo pallá, patrón. Con Dios.

—Como ve, y como ya le dije, no es necesario que vaya para casa, todos están bien y es aquí donde se le necesita.

Torres no podía negar el tremendo alivio que su amigo don Ángel le había procurado, ya hacía días que estaba menos que decidido pero más que inseguro respecto a quedarse en Londres. Desde que viera el extraño final al que había desembocado la penosa vida de Perceval Abbercromby. Eso ocurrió dos días antes, el lunes.

Como era de ley en alguien como él, Torres madrugó ese lunes quince para intentar mediar en lo posible en la precaria suerte de Percy. Trató de localizar a Abberline y no pudo. El inspector debía ser el hombre más ocupado del Imperio por esas fechas, aunque mantuviera siempre un oído atento a la llamada de su amigo español y compañero de confidencias.

Optó por llamar a Forlornhope. Tomkins, siempre Tomkins, le dijo que no sabía nada, que los médicos se habían llevado al joven lord, que no había nadie de la familia (imaginó que eso incluía al señor De Blaise) en casa. Que lord Dembow se encontraba muy delicado, y por prescripción facultativa se iba para su casa de campo en Kent esa misma tarde. Evasivas, evasivas, evasivas…

No importaba, si los médicos de la casa «se lo habían llevado», Torres podía apostar todo su capital sin miedo a que el lugar donde estaba recluido Percy era cierto hospital que conocía bien. Ni corto ni perezoso salió para Southwark sin almorzar nada y sin atender ni a los ruegos de la viuda Arias para que probara bocado, ni al reproche de su espíritu inquieto, que le recriminaba que pese a la certidumbre que su mente deductiva le proporcionaba respecto a que Luz estaba tan bien como la había dejado (¡ya iba para dos meses!), no corriera para Santander sin pensárselo dos veces, en lugar de perder el tiempo atendiendo al bienestar de un noble británico amargado y triste. Recuerden que ya sabía que Martínez había marchado para España, pero aún quedaban dos días para que recibiera la carta del murciano con su contenido sosegador.

En apenas tiempo llegó al hospital de Bethlem en coche de alquiler. Entró con decisión preguntando por Percy, y fue conducido a una habitación que hacía las veces de despacho y consulta, donde le recibió el doctor Greenwood.

—Sí, de momento hemos ingresado aquí al señor Abbercromby, tanto por su seguridad como por la de su padre y el resto de la familia.

Torres se había hecho a atender a todo lo que lo rodeaba, y así comprobó por lo impersonal del lugar que este no era el despacho ni el lugar de trabajo habitual del doctor Greenwood, ni de nadie. Parecía un área común, un cuarto dedicado a muchos fines y a ninguno en concreto, espartano y feo, y con la tristeza en sus paredes propia de un psiquiátrico.

—¿Cómo se encuentra? ¿Qué es lo que tiene?

—Usted mismo pudo verlo. —Se incorporó de la silla y sacó una cigarrera, de la que ofreció a Torres—. Es un hombre atormentado, la mente se rebela contra determinadas actitudes, y estalla…

—No acabo de entenderle bien.

—Sin duda está al corriente de los crímenes que están llenando de sangre nuestras calles.

—¿Crímenes? Sigo sin ver relación… —El doctor carraspeó, parecía incómodo.

—Bien… siendo usted amigo de la familia… tenga en cuenta que todo esto está en manos de Scotland Yard, con quien colaboro como asesor forense. —Era urgente el hablar con Abberline—. El señor Abbercromby ha sido siempre un joven… algo pusilánime, pronto a la melancolía y el desasosiego sin causa justificada. He sido médico suyo desde su infancia, hablo con conocimiento de causa. Mostró siempre una devoción por su padre un tanto injustificada, si me permite la indiscreción. Lord Dembow siempre vio a su primogénito como una criatura demasiado débil para sentir un excesivo afecto por él. No digo que no lo quisiera, pero desde la frialdad de su carácter. El muchacho se enmadró por fuerza, y el abandono de su madre…

—¿Abandono? Tenía entendido que enfermó.

—Así es, pero el carácter histérico de su enfermedad hizo que sus últimos días con su hijo, con su familia, no fueran del todo agradables. Perdió la cabeza, su carácter, austero por naturaleza se tornó más… desenvuelto. Trajo el escándalo a la casa, en fin… nunca comentamos esos desagradables sucesos. —Harto le tenían los británicos con tanto melindre a la hora de explicarse—. Así el señor Perceval Abbercromby desarrolló una hostilidad, un odio hacia las féminas, transportando a todo el género la frustración infantil que sentía por el abandono materno. Un odio que lamento no haber tenido más en cuenta. En fin, creció como le conoce, solitario, triste, taciturno, huyendo de toda alegría, sumiéndose en una beatería insana. Soy el primero en alabar los comportamientos piadosos, pero también en esto el exceso es perjudicial. Huía de las mujeres, a su edad no se le ha conocido relación afectiva alguna y es un joven sano de buena posición…

Torres se levantó de golpe, serio, y a la vez sorprendido al constatar cómo le afectaban las calumnias lanzadas contra una persona a la que conocía desde hacía solo un mes.

—Doctor, empiezo a entender a dónde va, y no sé si quiero seguir escuchándole.

—Señor Torres, no le conozco demasiado, pero no le tenía por un timorato. Escuche, y verá que lo que digo es innegable. Perceval Abbercromby es un ser enfermo, solitario, que odia a las mujeres. Es muy fuerte, y su aspecto es tal… que no hay nada remarcable en él, pudiendo bien pasar por cualquier cosa.

—Es absurdo…

—Es médico. ¿Sabe que la policía piensa que el asesino, ese Jack el Destripador, debe tener conocimientos de anatomía? Además, nadie tiene noticia de su paradero en las noches en que al asesino actuó. Eso es normal, siendo de una personalidad tan anodina, nadie repara en su ausencia, pero si miramos las fechas…

—Es suficiente. —Torres se puso el sombrero—. Muy buenas tardes, doctor, gracias por atenderme. Discúlpeme que me vaya así, no puedo permanecer inmóvil mientras se dicen esas monstruosidades respecto a un caballero y un amigo…

—Yo también aprecio al señor Abbercromby, cómo no, le conozco desde niño, pero dígame, ¿acaso hay algo de lo que haya dicho que no sea cierto?

—Todo. No miente, sesga los hechos. Perceval no tiene idea alguna del East End…

—Que usted sepa.

—… se perdería sin remisión allí, y la policía sustenta que el asesino debe conocer el barrio. Puede que su aspecto sea poco reseñable, pero desde luego no parece un extranjero, impresión esta que dio a los testigos que han visto al criminal. ¡Y por Dios!, es un hombre religioso, nadie podría actuar…

—Me sorprende. Parece que está muy al tanto de las pesquisas policiales.

—Estoy muy al tanto de muchas cosas, señor mío. Estoy seguro de que esto se trata de una maniobra para quitarse de en medio a Percy, a cargo de… usted sabrá. Y eso solo puede ser porque estaba cerca de algo que les perjudica, sí… a usted o a sus amigos. Es parte de una conspiración de… sí, es un movimiento más en esta extraña partida de ajedrez, un gambito terrible y cruel… muy buenas tardes, doctor.

—Si no cree mis palabras, hable con Scotland Yard, ellos son quienes lo consideran sospechoso.

—Imagino que no puedo verle.

—No es conveniente, ni creo que la policía se lo permitiera.

Se fue sin atender a más, lamentando mucho el haber perdido los nervios de esa manera. Por supuesto que iba a hablar con Abberline, sentía una imperiosa necesidad de ayudar a Percy. Consiguió citarse con el inspector al caer la tarde, en un pub, el White Hart, cercano a la pensión Arias. Allí, frente a un par de cervezas, en ese agradable ambiente de maderas y licores, le contó su encuentro con el doctor Greenwood.

—Sí, hace unas horas he hablado de eso mismo con el inspector jefe Swanson, hay que considerar al señor Abbercromby como sospechoso.

—No me diga eso, inspector. ¿No ve que se trata de una trampa, una más? A mí me llega ese telegrama, a don Ángel parece que le van a reclamar de Madrid, ahora esto… no le extrañe que en unos días le aparten a usted del asunto.

—No lo creo. —Apuró su pinta—. Entiendo que es una conmoción que su amigo… nuestro amigo Percy se vea involucrado, pero deberá reconocer que es un buen candidato, valga la expresión. Es un sujeto extraño, con conocimientos médicos, de carácter huraño, que no puede justificar sus pasos las noches de los actos…

—Usted y yo sabemos quién es el asesino.

—Ya… lo que vimos en casa de lord Dembow. No estoy seguro de que eso tenga relación alguna con los asesinatos, es un hecho demasiado extraordinario, eso, lo insólito de lo ocurrido, nos hace pensar que…

—Tiene que serlo, tanto esfuerzo en alejarnos de esa casa y lo que significa… Aclaremos: ¿cree de verdad que Percy puede ser el asesino?

—Acostumbro a no creer. No le considero el candidato perfecto, pero no podemos desdeñarlo.

—Desde luego no con los informes de ese médico.

—Utilizamos nuestros propios médicos. Yo no me alarmaría. No creo que le dediquemos demasiado tiempo, y es alguien perteneciente a una familia poderosa.

—Que le ha dado de lado.

—Aun así. Imagino que saldrá sin problemas de esto. No le extrañe si en unos días aparece un indicio exculpatorio y abandona el país.

Las palabras del inspector fueron proféticas. Al día siguiente, el doctor Purvis se presentó a las siete de la tarde en casa de la viuda Arias. Torres andaba con su ajedrecista, alejando entre cálculos y limaduras el runrún de miedo que aún tenía por desoír aquel mensaje desde España.

—Esta vez no puede acusar al azar de este encuentro, doctor Purvis —bromeó Torres al saludarlo.

—No claro. Traigo una carta para usted.

—¿Una carta?

—Del señor Abbercromby.

—Lo ha visto.

—Sí. Se encuentra mucho mejor, ya ha pasado la crisis. Ahora está en su casa.

—Creí que…

—Imagino que todo quedará explicado aquí. —Torres abrió el sobre con «para el señor Torres» escrito en él, y sacó la carta. Una sola cuartilla, cuarenta líneas en elegantes letras a través de las cuales Percy se despedía.

Londres, 16 de octubre de 1888

Estimado señor Torres:

Adiós. Al final no me queda otra persona de la que quiera despedirme que usted. No sé si tal atención le sea de agrado alguno.

Torres tragó con esfuerzo la angustia que se le agolpó en la garganta. En la situación de Percy no era inconcebible que deseara irse, definitivamente, desaparecer, seguir el triste camino de Antígona y Sócrates. Tal decisión radical no era admisible para el español, y menos que por su dejadez el joven lord hubiera adoptado una medida tan drástica. Tuvo que esforzarse en acabar esa carta para comprobar que la sangre no había llegado al río.

Al final usted, un extranjero y un desconocido, es la única persona a la que puedo llamar amigo. No sé qué sabrá de mi situación y no quiero aburrirle con un nuevo capítulo de las mezquindades de los Abbercromby. Baste decir que me voy. Dejo el país y el continente, mejor no decirle cuál es mi destino, le aseguro que allí es el único lugar donde puedo estar; lejos. Espero empezar una nueva vida, al margen de los horrores de esta vieja familia. Mi padre ha hecho algunos acuerdos con algunas autoridades, de modo que mientras esté fuera del país, nada me pasará. No es que mi propia seguridad me importe demasiado, pero el deseo de viajar, de borrar el pasado, ha sido superior a las posibles responsabilidades contraídas con usted y con el resto de ese extraño círculo de amigos justicieros que hemos formado, perdone esta nueva cobardía, una más.

De todas formas no puedo desaparecer sin dejar atados algunos cabos sueltos. Me refiero al señor Bowels. Usted conoce ya la dirección donde se encuentra. Vaya por él y entréguele estas dos libras que acompañan al presente mensaje. Llévele a la estación Victoria y cómprele pasaje en el primer tren que salga para Manchester. Poco más podemos hacer por este hombre, y poco nos puede exigir.

No hay más que decir, y ninguna posibilidad de arreglar nada, aunque mi deseo es cambiar tantas cosas. Adiós otra vez, amigo Torres. Me gustaría volver a verle, aunque no creo que esa circunstancia ocurra, por tanto, quédese con mis mejores deseos para usted y los suyos, atentamente, el que hasta hoy fue:

John William Perceval Abbercromby

—No puedo creerlo —dijo Torres. El doctor Purvis entregó las dos libras mencionadas, diciendo.

—Mañana mismo sale para Francia, y de allí… no sé.

—Le digo que no puede ser —continuaba mascullando el español.

—Yo le aseguro que esta carta me la dio en persona… en fin. Yo he cumplido, y con esto creo que la deuda contraída con el señor Abbercromby queda saldada.

—No sé ahora de qué deuda me habla, disculpe doctor, no estoy yo para aguantar…

—Le digo que ya no tendrá que aguantar nada de mí. No tiene idea de lo que me ha costado llegar a esta posición, o a la promesa de alcanzar posiciones más relevantes y no terminar atendiendo a campesinos coceados… en fin. Veo que no le interesa, me voy, muy buenos días.

Torres no fue muy cortes en esa ocasión, cierto, pero tengan en cuenta lo pesado que llegaba a ser el servil Purvis, y que la carta le había enfurecido más que entristecido. No creía una palabra. Veía ahora en todos lados, como si hubiera sido poseído del espíritu inquisitivo de Ribadavia, hilos de una siniestra trama para alejar a todo aquel que hurgara demasiado entre los trastos viejos de la familia Dembow; ideada… ¿por quién? O lo que era más inquietante, ¿hasta cuán alto llegaban esos hilos?

Por lo mismo, ni siquiera leyó el telegrama que le llegó de nuevo desde España. Lo arrugó delante de la sorprendida señora Arias y la tiró a la estufa.

Ya solo esperaba noticias de manos de Juan Martínez, cosa que ocurriría al día siguiente, como ya he contado.

Muchas cartas llegaron ese día, cartas llenas de mentiras, pero una en especial, una que no leyó Torres, trajo esa misma jornada una húmeda y sólida porción de realidad. El señor Lusk del comité de vigilancia de Mild End recibió ese miércoles un paquete postal con medio riñón humano dentro, y una carta.

Desde el infierno

Señor Lusk

Señor

Le mando medio riñón del que quité a la mujer guardao pa usted la otra mita la freí y me la comí y estaba mu rica le mandaré el cochillo ensangrentado con el que lo corté si se espera un poco.

Firmado: Atrápeme cuando pueda, señor Lusk