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Percy no estuvo presente en esa singular conferencia a la que me refería, en la que su padre recibió a Potts. Tuvo lugar dos días después del incidente con Jack, y no le dio mayor importancia. Quién sabe con qué ralea empezaba a tratarse su padre; si era capaz de entregar a su querida pupila a alguien como De Blaise…

No volvió a pensar en ello hasta dos días después, el viernes cinco de octubre, el mismo día en que la señorita Trent había sido sacada de la casa y tuvo lugar el incidente que condujo al duelo. Tras el reto, aún poseído por la ira, Percy entró como un vendaval de regaños en el cuarto de su padre, esa pequeña celda aneja a la biblioteca. Nadie le entorpeció el paso. Ramrod no estaba presente, ni De Blaise. Suponía que ambos, no podía estar seguro, habían acompañado a la señorita Trent a su enclaustramiento, fuera este donde fuese.

Lord Dembow reposaba, su respiración era pesada y espesa, como el fuelle mal ajustado de una máquina. Contra ese pecho que a duras penas trabajaba, apretaba una fotografía, esa de su juventud, con su amigo y su hermana, la señorita Trent.

—¿A dónde le ha enviado, señor?

—Eh… oh, hijo. Si vienes a atormentarme, pierdes el tiempo. No eres capaz de causarme más dolor ni sufrimiento.

—¡Atormentarle! ¡A usted, el príncipe de la crueldad! ¿Qué piensa hacer con la señorita Trent? Ella ha estado a su lado pese…

—Está enferma, va a reposar. —Miró la fotografía amarillenta una vez más—. Ojalá yo pudiera. —Estaba llorando. Nunca había visto llorar a su padre—. Lo he perdido todo, hijo, todo.

—Creo que hace mucho que lo perdió. —El anciano no podía hablar, y era inútil insistir—. Padre, ¿por qué nunca le he visto con una fotografía de mi madre, de su esposa? —Con el tiempo supo que ella no se había escapado con ningún aventurero, no. Había sido llevada a un sanatorio, como la señorita Trent, recluida cuando él solo contaba diez u once años, apenas le quedaban recuerdos de esa mujer seria y triste, la mujer que lo abandonó en una casa fría, y por la que sintió siempre una confusa mezcla de amor y desprecio. Más tarde, al cumplir los dieciséis le dijeron que había muerto. La vio entonces, amortajada en su féretro. Esa es la imagen que lo acompañaba todos los días.

—Perceval. No te atormentes. Tu madre tuvo una buena vida, la mejor que supe darle dadas las circunstancias.

—¿La mejor? Espero, deseo con todas mis fuerzas que esté sufriendo y el dolor le consuma. Y… —Sintió cómo la rabia de años se acumulaba en su pecho, se abalanzó sobre su padre y le susurró al oído—. Deseo que muera padre, es ya lo único que deseo. ¡Muérase! ¡Desaparezca, y llévese consigo estas palabras! —Luego, añadió en un susurro—: El tiempo que le sobreviva, señor, lo dedicaré a borrar su nombre y su memoria de la faz de la tierra. Acabaré con nuestra semilla, me castraré esta misma tarde para asegurar que no habrá otro lord Dembow manchando este mundo.

—¡No…! —El anciano empezó a gemir y su respiración se volvió algo más agitada.

—Exterminaré nuestra heredad —seguía susurrando Percy—, nuestro paso por esta tierra será un viejo recuerdo que pronto olvidarán todos.

—No me importa morir… Ya nada me importa.

—Entonces, ¿por qué no se muere ya?

En tan pequeña habitación cargada de papel impreso no podía haber eco. Sin embargo, esa petición sonó como un aldabonazo en las puertas del infierno. Oyó pasos fuera, carreras, y vio que el semblante de lord Dembow se recomponía. El viejo dijo, sentenció más bien, con voz de pronto calmada:

—Por el honor y el deber, Perceval, algo que un espíritu blando como el tuyo nunca conocerás, por eso no me doblegaré ante esa vieja arpía. Me debo a mi reina, a mi país. Aún aquí postrado puedo hacer más por mi patria que tú, con tus rezos y tus reproches… ¡Cobarde!

—Les juro —confesó Percy a sus amigos—, que estuve a punto de apretar mis manos en su cuello hasta que dejara de respirar. No hice nada, le dejé hablar y entonces dijo algo sin sentido:

—Tengo que conseguir encontrar al monstruo. ¿Recuerdas al hombre, al amigo de los judíos, el del bombín? —Se refería a esa extraña visita de dos días atrás—. Él quiere ese artefacto, la máquina es lo único que quiere… que se la lleve a la sinagoga… y por ella me ha quitado… ahora es mi turno, es el turno de Inglaterra, de la eternidad… le diremos que es para él, para el monstruo, Minerva triunfará…

Entraron luego Ramrod y algún lacayo, alarmados por las voces, y sacaron a Percy de allí. Ahora, en casa de Ángel Ribadavia, quedó cayado, con los ojos vidriosos.

—Es repugnante mi actitud, lo sé —dijo—. No saben la furia, la frustración…

—Cálmese —dijo Torres—. Debe alejar de su alma tanto odio, su padre parece más digno de piedad que de otra cosa. En cuanto a lo que ha dicho… ¿amigo de los judíos?

—Más inquietante —apuntó Abberline—, otra vez un «artefacto», una «máquina». Parece que ese sujeto del bombín calado era un emisario de…

—No lo sabemos, pero debiéramos vigilar. No disponemos de medios…

—Yo lo haré —insistió Abberline—, no confío en nadie más. Salvo en Godley, puedo convencerlo de que pasemos alguna noche en blanco frente a Forlornhope.

—Usted tiene mucha tarea, inspector —dijo Ribadavia.

—Y aun así paso las noches buscando al asesino, se lo aseguro, como muchos hacemos.

—De todas formas, mis hombres podrán hacer ese trabajo sin mucho esfuerzo, de hecho ya lo han realizado…

—Esos hombres suyos…

—Le juro por mi honor, inspector, que son de fiar… bueno, que al menos podemos confiar en ellos para menesteres como estos.

La comida terminó y cada uno salió a sus quehaceres, habiendo acordado que los murcianos iban a vigilar de nuevo Forlornhope, en espera de que algo significativo ocurriera. Ya en la calle, Torres preguntó algo a Abberline.

—Inspector, disculpe, pero… eso de los hebreos, ¿le sugiere algo?

—Hay varias sinagogas en Londres. El East End está plagado de judíos. Una frase tan ambigua… es difícil de decir. De todas formas, desde hace una semana hay tumultos en el barrio, y una de las bandas de delincuentes más importantes y con más poder entre la comunidad semita está involucrada en una serie de conflictos de no poca envergadura. Mañana habrá noticias al respecto, y no agradables me temo.

—¿A qué se refiere?

—No es conveniente que hable mucho del tema, no porque desconfíe de usted, no creo que contárselo dañara en nada la operación, pero se trata de algo secreto. Lo que me llama la atención es esa referencia a los judíos cuando estamos teniendo tantos problemas con cierto grupo de ellos. En fin, no creo en las coincidencias.

Quién lo haría en esas condiciones. Nadie; como nadie creería que fue una coincidencia lo que ocurrió esa misma noche. Torres dormía. Dedicaba demasiadas energías en recomponer el Ajedrecista, trabajo en el que no iba mal encaminado, y el resto en tratar de desenmarañar misterios, detener al asesino, encontrar a la pobre Cynthia… Aún siendo de buena constitución, no es de extrañar que cayera rendido sobre la almohada a la menor oportunidad.

Un sonido lo despertó. Por entonces había cuatro inquilinos en la pensión de la viuda Arias. En el piso de abajo estaba el señor Bengoada, además de la propia viuda y su hija. Arriba, además de Torres ocupando esas dos habitaciones que la viuda preparara para él y para mí, estaba un joven abogado, Antonio Hernando, recién llegado de España a la ciudad para trabajar como pasante con una firma local, y los Cornell, una pareja madura que había alquilado una habitación desde la pasada semana; por lo que intuía Torres, parecían andar pasando apuros económicos serios. Por tanto había un buen número de personas en la casa, no era de extrañar escuchar ruidos nocturnos, al menos que estos se produjeran en la ventana que daba a la calle del pequeño saloncito que mediaba entre la habitación de Torres y la que debiera haber sido mía, esa misma por la que me filtraría yo dos semanas después.

Torres se levantó de un respingo, no era de sueño pesado, incluso cuando estaba agotado. Alguien hacía ruido en el cuarto contiguo. Siendo un segundo piso no parecía complicado el escalar hasta allí, era cuestión de disponer de cierta agilidad y el firme propósito de obtener algo de aquella casa, o de las gentes que la habitaban. En ningún momento dudó que se tratara de un asalto. En cualquier otra situación, en cualquier otro tiempo, hubiera salido cargado de dignidad del cuarto, para encarar al agresor. Esta vez sintió miedo, el mismo miedo que atenazaba a todo Londres.

¿Quién podía ser? Se preguntó mientras se levantaba en silencio de la cama, atento a más sonidos. Había sido un golpe contra la ventana, eso le había despertado. Tal vez fuera un pájaro volando… fuera estaba lloviendo. Pegó la oreja a la puerta. Nada. Un brillo se coló por el quicio. Alguien había encendido luz. ¿Qué querían? ¿Robar? No era una casa adinerada… ¿venían por alguno de los otros inquilinos?

No. No fue casual que hubieran entrado en sus habitaciones, teniendo en cuenta la disposición de la casa. Venían por él, por algo que él tenía. Fue hacia la ventana de su propio cuarto, escapar no era opción posible. Si pedía ayuda, puede que lo hirieran antes de recibirla, a él o a otro de los que allí dormían plácidamente. Rápido, llegó ante el Ajedrecista que reposaba junto a su cama. Lo encendió. Oyó que alguien chistaba en el cuarto. Eran más de uno. De prisa manipuló los controles. Ahora el artefacto era una mezcla de aparatos, fruto de todas sus horas de apasionante trabajo sobre esas piezas. Además del ajedrecista propiamente dicho, ese que mostrara a De Blaise, había logrado reconstruir el sistema de von Kempelen para generar palabras, aparato con el que disfrutaba sobre todo la pequeña Juliette. Movió una serie de palancas con rapidez, procurando hacer el menor ruido, cosa que parecía intentar los intrusos de más allá de la puerta, por su silencio.

Hubo suerte. Oyó el rechinar familiar de la puerta que daba al que debiera haber sido mi cuarto, y la titilante luz que se filtraba desde allí menguó. Sabían algo de la casa pero no todo, estaban registrando: venían por el Ajedrecista.

Dio cuerda al artefacto y abrió con mucho tiento la ventana, sintiendo que la humedad y el viento empapaban su camisón. Tomó la llave, la de la puerta del pasillo principal, la que cerraba las tres habitaciones que formaban sus dependencias, y salió a la calle. Un segundo piso no es altura de temer, lo sé, pero la lluvia, su desnudez, el frío y la oscuridad sí lo eran. Quedó allí, resbalando, sin ver, colgado del alféizar durante unos segundos demasiado largos para sus manos crispadas sobre la madera, hasta que la máquina habló. Oyó el chasquido del mecanismo de relojería llegando a su tope, el soplido del fuelle al exhalar.

—Jaque —dijo en español.

Era más fácil hacer hablar a la máquina en cualquier lengua latina. Sirvió para sus fines. Donde hubo sigilo, ahora había carreras hacia su cuarto. Empezaba entonces la parte más delicada de su plan. Tenía que alcanzar la otra ventana, aquella por la que habían entrado los merodeadores. Tratar de agarrarse al artesonado era absurdo, incluso si no estuviera lloviendo. Había que balancearse y saltar, y rápido, porque tenía que aprovechar y ocultar todo ruido que pudiera hacer con el desconcierto de los ladrones al oír esa voz mecánica, entrar en su cuarto apurados y ver el Ajedrecista y la máquina parlante. «Son tres metros de caída, Leonardo —tuvo que decirse—, no te matarás. Más altura había en el teleférico». Sin más, se encomendó a la virgen y al santo, y saltó. La distancia no era mucha, pero el asidero era minúsculo.

La ventana que pretendía alcanzar, asomaba más hacia el exterior que la de su propio cuarto. Como ya saben, formaba parte de un pequeño mirador, un saliente que hacía de dintel de la puerta de la calle, el mismo por el que me filtré yo tiempo después. Un balconcillo, dando apenas cabida a una jardinera, con tres lados, los dos laterales tan pequeños que nadie podría entrar por ellos, si hubiera sido posible abrir los ventanucos que lo formaban. Sin duda era el modo más fácil de acceder desde la calle, trepar por las columnas adosadas que flanqueaban la puerta hasta el pequeño dintel, forzar la ventana y entrar. Saltar desde la vecina de fachada… eso era otro asunto más delicado. Torres se impulsó lo suficiente, llegó a la ventana, o por lo menos a su quicio, y allí chocó. Intentó agarrarse a lo que fuera, pero la humedad y la precariedad del asidero lo impidieron. Rodó por el dintel y quedó allí, colgando, en camisón ante la puerta principal.

Se estaba resbalando, y sus plegarias iban más dirigidas a que nadie saliera por esa puerta y lo viera en situación tan humillante. La voz de su máquina parlante, o la de Kempelen reparada por él, no había sido tan fuerte como para que alguien lo tomara por otra cosa que un ruido más de la noche, y la ventana contra la que había chocado estaba muy lejos del resto de las habitaciones ocupadas; solo los intrusos podían haberlo oído. La ventana se había cerrado con brusquedad al chocar con ella, bien pudieron tomarlo por una ráfaga de aire. No podía esperar más, resbalaba. Con esfuerzo consiguió encaramarse a la estrecha repisa a dos aguas de no más de medio metro de ancho que quedaba sobre la puerta, haciendo de pequeño porche. Abrió, y tratando de no hacer ruido, entró.

Los hombres estaban en su cuarto, veía la luz titilar en la puerta ahora abierta, hacían ruido. Él, empapado, dolorido por algún rasguño en las manos al tratar de asirse, musitó un «gracias, Señor» y con el silencio que proporcionaba sus pies descalzos sobre la alfombra, fue a la salida. Eso era todo lo que tenía que hacer: salir, cerrar la puerta y tendría a los ladrones encerrados en su propia habitación, entonces pediría auxilio, y todo arreglado, sin heridos ni pérdidas. Que dañaran cuanto quisieran a su ajedrecista cuando se vieran sorprendidos, le importaba más la seguridad de los que allí estaban y la de él mismo. Dos pasos. Abrió la puerta engrasada a la perfección.

¿Y la llave?

La había sujetado con los dientes, al salir, pero con el golpe, el resbalón… había caído. Hubiera maldecido si esa fuera su costumbre, pues no encontraría en su vida mayor ocasión. Quedó quieto, aturdido, y entonces aparecieron dos tipos vestidos de negro, con gorras y pañuelos embozándolos, tratando de sacar parte de la maquinaria que había construido con dificultad a través de la puerta. Debieron quedar como lelos mirando a un hombretón en camisón empapado, allí en medio, iluminado solo por la luz de la noche y por la poca que ellos habían dejado en la habitación de la que venían.

—Maldita… —dijo uno.

—Mátalo —dijo el otro.

Dejaron caer el aparato con cierto estruendo y el primero de ellos se echó hacia Torres. Podía haber corrido, estaba ya en la salida. No lo hizo, reaccionó de forma por completo distinta. A su vez cargó contra el agresor, él era más grande y prefirió no saber si su oponente iba armado o no. En el golpe, Torres perdió pie, iba descalzo, pero al caer se llevó consigo al ladrón. Con mucha fortuna, porque dio primero en una pared, la estantería de las figuras chinas le acertó justo en las cejas.

No estaba fuera de combate, aunque sí grogui y con la cachiporra que portaba en el suelo, inofensiva. Torres se recompuso a tiempo de ver cómo el otro, que había entrado en su cuarto, volvía con luz. Lo que habían utilizado para iluminarse era una botella de la que salía un trozo de tela ardiendo.

—¡Bastardo español! —rugió—. ¡Reza lo que sepas! —Y alzó el brazo con intención de estampar la bomba flamígera contra el suelo.

—¿Qué significa todo este escándalo? —A la puerta del cuarto estaba el señor Cornell, en traje de dormir, con un orinal en la mano y con expresión tan asombrada como cómica. Todo se detuvo un segundo, y luego fue el propio Cornell quién reaccionó—. ¡Al Diablo! —exclamó, y lanzó sus orines hacia el ladrón.

Este, asqueado y húmedo, gritó casi un chillido femenino, y se tapó los ojos. Sin esperar más, Torres se fue por él y de un empujón lo tiró por la ventana, rompiéndola. La botella corrió mejor suerte. Cayó blanda sobre una silla y luego al suelo. Aunque los meados no habían sido suficientes para apagar el trapo, no hubo tiempo suficiente para que prendieran nada. Torres tomó la bomba, la tiró por la ventana y sacudió el cojín del sillón, algo chamuscado.

El otro intruso se levantó de golpe y corrió hacia la puerta arrollando al señor Cornell y corriendo pasillo al fondo hacia las escaleras. Cornell le arrojó el propio orinal dándole en la coronilla y haciéndole rodar escaleras abajo. Gran jugador de criquet este Cornell. Su mujer, el abogado Hernando, toda la casa miraba atónita mientras el ladrón, a trancas y barrancas, salió por la puerta principal.

—Muchas gracias, señor —agradeció Torres a Cornell—. Dios le bendiga, me ha salvado la vida, a todos.

—No se merecen.

Ambos corrieron hacia la ventana por la que había salido volando el primer ladrón, y vieron cómo el segundo recogía a su compañero herido. Ahora, el del suelo, empuñaba otra botella flamígera, posiblemente abandonada por allí para facilitarles la huida en caso de que, como había ocurrido, las cosas se torcieran. La lanzó contra la fachada, ambos hombres se apartaron y los intrusos desaparecieron corriendo en la noche.

Llovía, así que poco hizo el fuego, para cuando llegaron los bomberos ya no quedaba nada. La policía se personó a su vez y tomó nota de lo sucedido, habló con todos los inquilinos, mientras Juliette correteaba excitada, asegurando a todos que habían sido salvados por el señor Torres, a quien ella siempre ayudaba. Un intento de robo, dijeron, pensarían llevarse todo lo posible, matar a los presentes y quemar el inmueble. Hubo suerte.

—¿Qué ha sido todo esto, don Leonardo? —preguntó ya calmadas las aguas la viuda Arias.

—No lo sé. Me temo que mi presencia aquí se ha vuelto peligrosa para ustedes. Muy peligrosa.

Al día siguiente volvió la sangre a las calles de mi ciudad. Jack no, él hacía ya varios días que no trabajaba. El comisario Warren dispuso una operación para que en la madrugada de aquel lunes terminaran los altercados que ciertos ajustes de cuentas entre bandas estaban provocando. Las apariciones en la prensa de noticias sobre Jack, cartas, detenciones, sospechas, no cesaban y habían eclipsado otros horrores menos evidentes: el hampa estaba alzada en armas. Mis amigos del Green Gate Gang no se habían conformado con el ataque frontal a los Tigres de Besarabia, y ahora provocaban tumultos casi a diario, contra judíos y contra rusos o irlandeses. El Green Gate contra los de Odessa, estos contra los Titanics, los Hoxton Rips Gang contra los Blind Beggards… todos contra todos, incluso los Tigres, o lo que quedaba de ellos, gracias a la provisión de armamento superior que le seguía proporcionando el Dragón volvieron a entrar en la liza. Todos afirmaban andar protegiendo el East End, acabando con ese monstruo de Jack, y de paso extorsionaban y mataban.

Sir Charles no iba a tolerar desmanes así, si era necesario a costa de que su ya muy vapuleada popularidad sufriera embates peores que durante el Domingo Sangriento. Policías de la metropolitana salieron con sables. No era común, en absoluto, pero el gusto por lo castrense había hecho que sir Charles entrenara a algunos agentes en los rudimentos de la esgrima.

Las detenciones comenzaron a las cinco de la mañana, en Benthal Green, en Spitalfields… en todo el East End se contaron por decenas y la mayoría no se practicaron de forma pacífica. Hombres a caballo cortaron las principales arterias, Whitechapel Road, Commercial Road. No estoy criticando la estrategia del comisario Warren, muy al contrario, todos los que en ese día acabaron entre rejas, todos los heridos, menos los agentes de la ley que sufrieron daños (que fueron bastantes), todos se lo tenían bien merecido. Sin embargo, hemos de reconocer que este despliegue policial bien podía tener la intención de desviar la atención de los británicos airados de los fracasos de Scotland Yard en el tema de los asesinatos. Si así fue, no surtió efecto, más bien todo lo contrario. A los pies de mi Christ Church la situación fue más que sangrienta. Sujetos de varias bandas, rivales naturales, se unieron furiosos, gritando contra la policía y la Corona, unidos a muchos vecinos en sus airadas protestas contra los desmanes que, según ellos, se estaban cometiendo contra pobres ciudadanos mientras dejaban que el asesino campara en libertad.

—¡Como ellos son incapaces de hacer nada, tratan de acabar con los que de verdad defienden al pueblo de Londres!

Piedras, palos, cuchillos, ladrillos; fuego. La policía cargó, los sables asomaron. Como era de esperar, sir Charles fue llamado de inmediato al despacho del señor Matthews, su permanencia en el cargo no gozaba de buenos augurios.

Pero no es de política de lo que versa esta historia, volvamos a nuestros protagonistas. Torres quería abandonar la pensión de la viuda Arias. Que el asalto y consiguiente incendio frustrado tenía por objeto a Torres o sus pertenencias resultaba meridiano para cualquiera que estuviera al tanto de los acontecimientos. Así se lo hizo ver el español a su patrona, que insistía en que bajo ningún concepto consentiría que su amigo, así lo consideraba ya, se alojara en otro lugar que no fuera su casa mientras permaneciera en la ciudad.

—Leonardo, es lamentable admitir tal cosa de mis conciudadanos, pero me temo que asaltos así están al orden del día.

—Ya no puedo agradecerle más todo lo que ha hecho por mí, Mary, y aun así tengo que reconocerle esta nueva muestra de valor y desinterés. Bien sabe que si entraron aquí fue por mí. No puedo arriesgar su seguridad ni la de su hija, o sus inquilinos, de ninguna manera. Buscaré otro acomodo.

Tales inquilinos empacaron nada más despuntar el día, abandonando todo lo rápido que pudieron la pensión, con la excepción del señor Bengoada, que de nada se enteró. El abogado Hernando salió espantado, y los Cornell también, aunque el señor Cornell, que tanta valentía había mostrado durante el incidente, se disculpó por su marcha.

—Entiéndalo —explicaba tanto a la viuda como a Torres—, mi mujer… ya hemos pasado demasiadas penurias. —Situación que sirvió como argumento a mi amigo español.

—¿Ve?, estoy perjudicando su negocio, además de haciendo peligrar la seguridad de usted y de su pequeña familia.

—No quiero oír hablar nada de esto, Leonardo. Si valora en algo mi amistad, no me hará este desplante. Le debo mucho, a usted y al desaparecido señor… señor Aguirre, y no me perdonaría si no les ayudara en todo lo posible.

Sin duda, Mary Anne Arias se sentía inmersa en una aventura extraordinaria, propia de sus queridas novelas, ayudando a ese valiente caballero extranjero y a sus amigos. Una aventura que la evadía de la tediosa rutina de una mujer de su siglo, viuda y enterrada en vida en su pequeño negocio hostelero. Por desgracia, la resolución de tal aventura no iba a ser tan romántica como soñaba la buena mujer. En suma, Torres cedió ante los ruegos de su patrona y permaneció en su hogar londinense. Claro está, era consciente de que las cosas se volvían más peligrosas cada día, de modo que optó por armarse. Nada más deshacer la maleta que había preparado para marcharse, llamó a su amigo Ribadavia; no se le ocurrió otra forma de conseguir una pistola.

—Vaya Leonardo, no diré que me sorprenda. Cuente con ello. Con sinceridad, siempre me ha parecido usted una persona de lo más interesante, y ese atractivo aumenta cada vez que hablamos… no, no necesito que me cuente para qué la quiere, confío en su buen juicio.

Pronto tendría un arma, esa misma con la que me disparó cuando irrumpí semanas después en sus habitaciones. Tal vez mejor le hubiera valido el tenerla ya esa misma tarde, pues si la noche anterior fue agitada, el fin de ese lunes no lo fue menos. El sol ya se disponía a descansar cuando Torres recibió la llamada de vuelta de Ribadavia. Pensó que iba a anunciarle que ya tenía su pistola, pero fue algo muy diferente.

—Acaba de llegarme el señor Ladrón saliéndole el alma por la boca.

—¿No estaba vigilando Forlornhope?

—Así es, junto a su compadre. Y vieron cómo el mayordomo, ese de la cara quemada, salía por una puerta trasera, vestido como un tunante, haciéndose el borracho, tratando de pasar desapercibido.

—Y veo que no lo consiguió.

—Poco se le escapa a mis murcianos. En fin. Lo siguieron en un buen paseo, hacia el East End. Allí se separaron, Ladrón corrió a avisarme y Martínez quedó esperando en donde ese Destripador mató a su última víctima —debía referirse a Mitre Square—. Por desgracia me es imposible acudir, imagino que usted…

—Voy para allá de inmediato.

—¿Mando a Ladrón por usted?

—No, nos reuniremos allí mejor.

No parecía oportuno perder el tiempo esperando. Sin embargo, pronto cayó en que no se veía muy desenvuelto a la hora de moverse por esos barrios. Optó por llamar al inspector Abberline. Los dos, el inspector no puso objeción alguna en sumarse, acudieron a la cita lo antes posible, no sin que el español advirtiera:

—Inspector, ya sabe lo que ocurrió anoche aquí —Abberline estaba al tanto del asalto a la pensión por los informes policiales, y de los aspectos que estos no aclaraban nada, lo hicieron las explicaciones de Torres—, no quisiera…

—No se preocupe. Pediré al sargento Godley que se pase por allí mientras nosotros salimos. Es de toda confianza, como ya sabe, y no precisará de muchas explicaciones.

Esa tarde enterraban a Catherine Eddowes, y no fue un sepelio tranquilo como el de mi Liz. La Larga era una extranjera, una solitaria cuyo único amigo fue el tarado de Drunkard Ray. Eddowes representaba a todas las víctimas. El enterrador costeó de su bolsillo los gastos, el carro, los dos caballos negros enlutados con penachos del mismo color y el pequeño cortejo. Toda la ciudad, ya airada por los violentos hechos de la mañana, asistió para despedirse de la pobre Kate, para recordar a la policía, a la indolente policía, que pobres inglesas estaban muriendo en las calles mientras ellos se dedicaban a detener insurrectos políticos y sociales por todas las calles.

Kate terminó descansando a escasos treinta metros de donde Polly Nichols yacía. No tengo idea si se conocieron, si alguna vez cruzaron una mirada en esas sucias calles donde ambas buscaban su sustento, pero ahora se harían compañía por el resto de la eternidad, hasta que el buen Dios vuelva por los suyos y todos los cristianos se alcen de sus tumbas. Menos yo, que he profanado mi cuerpo hasta estos límites…

En una tarde así, ya oscurecido, Mitre Square no estaba solitaria, asediada por curiosos de continuo, y hoy que enterraban a quien pasara sus últimos y espantosos minutos allí, menos. Tal vez eso hizo que el objetivo de Tomkins no se cumpliera. El hombre se hallaba allí, dando muestra de malestar, se sentía incómodo en ese lugar y con esas trazas. Alistair Tomkins no era un maestro del disfraz, ni mucho menos. De pie, junto al callejón de la sinagoga, era el foco de las miradas de los transeúntes, incapaz de ocultar su porte de serio mayordomo fuera de lugar tras ropas viejas, una gorra raída y una bufanda rosa que ocultaba sus características cicatrices.

Vieron cómo Martínez, inconfundible con su chistera raída, les hacía una seña, justo en el lugar donde despedazaran a Kate, donde abundaban los curiosos.

—Espera a alguien. —Todo lo que dijo tuvo que traducirlo Torres al inspector—. El penco no para de mirar a un lao y a otro, como lobo entre ovejas. Aguarda a que le diga uno, pero no sabe quién.

Por la plaza paseaba un agente de la City, atendiendo los posibles desórdenes que pudieran producirse entre la gente que visitaba el lugar del crimen.

—Qué extraño —dijo el inspector.

—¿En qué sentido…?

—Conozco a ese hombre. —Se refería a un sujeto anodino que se apoyaba bajo la trémula luz de la farola. Al momento, la mirada de Abberline se dirigió hacia la desahogada entrada que daba a Mitre Street, allí descansaban dos jamelgos atormentados por moscas que tiraban de un enorme carro negro—. ¡Cristo nos asista! ¡Qué locura!

—No le entiendo…

—Me temo que sir Charles ha perdido el juicio… —Sin explicar más caminó hacia el individuo que dijo conocer, junto a ese coche, quién a ojos vista se percató del avance del inspector, y adoptó la actitud de arrogante obediencia ante un superior propia de los agentes de la Metropolitana, descubriendo así su disfraz.

—Ahí va. —Esta vez era Martínez quién llamaba la atención de Torres. El murciano no se había enterado de nada de lo que dijera Abberline, ni le importaba, mantenía la vista fija en Tomkins y ahora había advertido que alguien se le aproximaba. El nuevo participante en esa grotesca charada era un hombre de edad, que no podía negar su raza, como muchos por aquel barrio, e iba acompañado de un corpulento joven, también de aspecto semita.

Mientras, el policía de incógnito hizo por ignorar a Abberline y dirigirse hacia Tomkins con aire de lo más hostil. El inspector no iba a tolerarlo.

—¡Ni se le ocurra! —ordenó, sorprendiendo a Torres al ver cómo el aspecto apacible de Abberline era capaz de tornarse en la imagen misma de la autoridad. El policía se paralizó, y Tomkins, junto a sus amigos hebreos, miraron pasmados la situación. Entonces sonó un silbato; el agente de paisano contaba con un compañero entre la multitud.

Obedeciendo al son del silbido policial, los transeúntes de la plaza se movilizaron, cada uno según sus hábitos. Hubo quién quedó quieto, quién salió por piernas, quién chilló sobresaltado. Torres fue de los primeros mientras que Martínez lo azuzaba diciendo.

—¡La virgen puta! Estamos aviaos. Si se entera el amo Ribadavia nos mide las costillas bien medías. —No le pasó desapercibido a Torres ni el exabrupto blasfemo, ni el «amo Ribadavia», ni, sobre todo, la mirada de halcón del murciano, que se posaba en la entrada de la plaza. Del vagón oscuro que reposaba en la calle Mitre brotaron ocho policías, sable al cinto. El hombre que los lideraba gritaba en dirección a Tomkins.

—¡Quietos ahí! —Su orden no pareció ir dirigida a Tomkins, sino al par de judíos. ¿He dicho par? No, la vista poco hecha a esos andurriales de Torres había identificado solo a dos; había más, atentos a lo que pudiera pasar. Dos hombres más se adelantaron, interponiéndose entre los policías y el viejo judío, que se unía a los que huían. Los ocho agentes sacaron sus ocho sables al unísono, brillando filosos en la suave lluvia que empezaba a caer.

En ese momento Torres deseó tener ya en su poder la pistola prometida por Ribadavia. En un avemaria la violencia se hizo hueco en la plaza, otra vez. El primer judío, el que escoltaba al anciano, extendió sus brazos con fuerza y dos esferas metálicas saltaron de sus manos. De ellas colgaba un cordel que las unía con las muñecas del tipo; la cuerda de algún sofisticado mecanismo. Las bolas rodaron por el suelo. Un fleje metálico que ceñía las esferas se soltó con un latigazo elevando los extraños proyectiles por el aire que al coger altura estallaron, o más bien se deshicieron en pequeñas agujas de metal. Al menos una de ellas, la otra debió fallar y cayó al suelo inerte. La metralla dio contra la pared, acertó a un par de agentes que cayeron al suelo, a un infeliz de gustos morbosos que pasaba por allí y al propio hombre que la había lanzado, justo en el ojo.

—¡Hay que irse a pijo sacao! —apuraba Martínez a Torres, al murciano le corría un reguero de sangre por el cuello empapando su camisa. Abberline, indemne, alzaba los brazos tratando de parar la carga de la policía. El agente de la City estaba tirado en el suelo, gritando mientras se apretaba la barriga. El segundo judío avanzaba contra los seis policías restantes vara en mano, la metralla había rebotado contra su pecho con un ruido metálico. Otro más había dado un brinco imposible, y se agarraba con un garfio a la pared del almacén de Kearley & Tonge, a cuatro metros de alto—. ¡Acho! ¡Tira palante que nos avían! —Torres tenía más que pensar aparte de su propio cuero.

—¿Dónde ha ido Tomkins? ¿El mayordomo…?

Martínez asintió y tiró de la bocamanga del abrigo del ingeniero hacia el Church Passage, junto a la sinagoga, por allí había salido rápido Tomkins. Detrás dejaron la enorme gresca, los gritos y el incesante pitido de silbatos. Abberline no tuvo más remedio que recular y evitar la imparable carga policial, que se enfrentaba al judío acorazado. El bastón de este fue parado por el filo de un sable, y otros tantos se descargaron sobre su pecho, que desviaba las estocadas con el chillido de metal sobre metal. Una fue a la corva, y otra a la cara; esas no pudo pararlas.

Su compañero, clavado a la pared por garras en su mano y espolones en pies y rodillas, extendió su brazo libre, lo meneó y de él brotaron las llamas del infierno. El chorro no parecía fácil de dirigir, fue a dar al suelo, donde no había nadie. Si la plaza ya había sido desalojada por orden del miedo, ahora los pocos rezagados iniciaron la carrera despavoridos. El judío movió el brazo en dirección a los policías que rodeaban el cuerpo de su compañero caído, al que alcanzó de lleno junto a dos agentes, que rodaron con las casacas ardiendo. Entonces dejó de escupir fuego, las llamas habían prendido su manga y el guante con que se protegía la mano. Sacudió el brazo con fuerza, y de eso se aprovechó el inspector Abberline.

Corrió al centro de la plaza. Recogió la extraña granada mecánica que había caído inerte en el suelo y con muy buen tino la lanzó hacia el judío. El bolazo le dio directo en los dientes, el tipo gritó, se soltó de su agarre y cayó al suelo. Explotó.

A nada de esto atendía Torres. Él y Juan Martínez salieron a Duke Street. Allí, frente al club Imperial el mayordomo y el anciano apretaban el paso.

—Señor Tomkins.

El mayordomo se volvió y sacó un revólver mientras el abuelo se escabullía entre la lluvia. Martínez echó mano a sus riñones, donde sentía la reconfortante presión de su navaja, pero la dejó allí quieta, atendiendo a un gesto de Torres.

—¿Va a dispararme, señor Tomkins? No es mi intención hacerle mal alguno.

—¿Y todo eso? —Señaló con un gesto de cabeza hacia el tremendo jaleo que se oía en la plaza. Por supuesto, bajó su arma.

—No creerá que tengo algo que ver.

—¿Y qué hace aquí?

—Curiosidad, como la de tantos otros, ¿y usted?

—Lo mismo.

—¿Con ese… aspecto? Parece que se hubiera disfrazado.

—Yo no acostumbro…

—Tal vez esté cumpliendo órdenes del señor Ramrod.

El mayordomo mudó su rostro, se estiró aún más si eso es posible, dio un paso adelante y engoló la voz para decir:

—Señor, sirvo a sir Robert Abbercromby, décimo lord Dembow, a él y exclusivamente a él.

—Eso no es lo que yo he oído. Parece ser que el estado de lord Dembow ha empeorado en los últimos días. La desaparición de su sobrina… No parece que esté en disposición de darle órdenes, ni de mandarle al East End, vestido de pordiosero para… ¿para?

—No creo que sea apropiado que yo le dé explicación alguna, señor. Si me disculpa, ahora debo marcharme, ya es tarde. —La trifulca de atrás parecía menguar. Ya llegaban policías de la City a la carrera, no había tiempo.

—No soy su enemigo, señor Tomkins, ni el de lord Dembow. Todo lo contrario. Creo que su señor se encuentra en una lamentable situación, y no me refiero ahora a su salud. Solo le tiene a usted, Tomkins, ¿me equivoco?

El mayordomo se detuvo. Recuperada ahora la compostura propia de su cargo, nada se traslucía en sus facciones desfiguradas por las cicatrices. En su mirada sí, allí había un dolor profundo y secreto, una pena que solo un pecho acorazado por la lealtad y una firme educación podían contener.

—Tal como están las cosas —dijo Martínez, más atento a lo que ocurría alrededor que el resto—, de mientras hablan podíamos ir andando un poquico.

Así hicieron, apurando el trote para alejarse del tumulto y de las necesarias explicaciones que pediría la policía. A Torres no se le pasó por la cabeza pedir ayuda al inspector Abberline; seguro que andaría muy atareado, tratando de justificar la presencia de esos policías de la Metropolitana liándose a sablazos en terreno de la City.

—Dígame, Tomkins —insistía Torres—, ¿qué hacía aquí?

—Le repito que he de irme.

—¿A rendir cuentas ante el señor Ramrod?

Se detuvo, se quitó la gorra que sin duda le incomodaba, y secó la lluvia de su frente calva con un pañuelo. Estaba furioso, muy furioso. Miró a Martínez, que no dejaba de ocultar sus manos tras de sí.

—Señor Torres, creo haberle dicho ya a quién sirvo. Sin duda sé que no pretende ser impertinente, y no sería propio de mi posición ni de la suya el hacerle ver lo… inconveniente de su actitud. Es usted extranjero, y supongo que no sabe…

—Cierto, no sé nada de sus costumbres británicas, sin embargo, aquí o en mi tierra, la clase de trato que Forlornhope da a los que han servido en ella con devoción, como la señorita Trent —Tomkins tensó su mandíbula—, no puede definirse como gratitud.

Guardaron silencio los tres durante un segundo, mientras las palabras del español hacían su trabajo en el alma furiosa y dolorida del mayordomo. Policías corrieron a su lado, se detuvieron y los miraron, no viendo en el trío nada sospechoso, los instaron a que volvieran a sus casas.

—Es mejor que hagamos caso —dijo Tomkins calándose de nuevo la fea gorra—. Aquí tenía que hablar con un caballero hebreo, para acordar cierta transacción comercial… y parece ser que la noche no es adecuada para tratar de negocios. Adiós, señores.

—¿Qué clase de negocios?

—No es cosa mía los asuntos del lord Dembow. Ni me atañen, salvo por lo que él considere que así lo hacen, ni tengo yo conocimientos suficientes para entender de sus máquinas y artilugios.

—¿Máquinas? Autómatas. Va a adquirir un autómata… ¿de un caballero judío?

—Comprar no, vender. Moshem Sehram está interesado en adquirir ese endiablado ajedrecista… ahora me tengo que ir. Caballeros, buenas noches.

Torres quedó pasmado, incapaz de retener o interrogar más a Tomkins. ¿El Ajedrecista? Era él quien disponía de los restos de esa máquina, los restos sumados a sus propios avances. ¿Qué significaba esa venta, qué es lo que se supone que iba a vender lord Dembow, o su secretario Ramrod? ¿Y quién era ese Moshem Sehram, qué…?

Más preguntas, más dudas, siguieron perturbando su sueño y su tranquilidad llegado ya a casa de la viuda Arias. En dos días había sufrido un asalto en su propia casa, ya consideraba su cuarto de la pensión como tal, y había asistido a disturbios en la ciudad, sin contar con la extraña información que le facilitara el señor Tomkins.

Necesitaba recapacitar.

Ningún modo mejor para él que enfrascarse en sus cálculos, en el autómata y rendirse a los cuidados amables y solícitos de la viuda Arias y a la solaz de la alegría que irradiaba su hija.

Pasaron los días. Las noticias de los tumultos callejeros, las críticas contra Warren y la policía llenaban las páginas de los diarios de titulares cada vez más vitriólicos. Warren en persona realizó pruebas con sabuesos en el parque, tratando de probar su utilidad en el caso del Destripador, con suerte dispar, siendo fuente de más burlas. Imagino que hubo más que tirantez entre la Metropolitana y su homónima de la City a causa de la injerencia de una en territorio de la otra, tanto Abberline como Moore expresaron su malestar a sus superiores, según Torres pudo entender de sus discretas palabras. Maniobra esta, la de las detenciones masivas, de dudoso efecto. La guerra entre bandas no había sido sofocada, solo soterrada, oculta bajo el silencio habitual en los bajos fondos.

A todo esto, ni rastro de Jack.

Torres siguió sumergido en sus investigaciones y sus dudas. Su único contacto por tres días con el mundo exterior, aislado como estaba en esa fortaleza de paz construida por la pequeña familia Arias, fue la llegada de Ladrón con el regalo de un pequeño revólver.

Quedó citado con el inspector Abberline y con Percy Abbercromby el jueves por la mañana, una vez más en el club Marlborough. El joven lord era quién tenía más información que compartir. El sargento Bowels había cumplido con su encargo a placer; la señora Trent, su tía, había sido ingresada en Bedlam. El hospital de Bethlem, en St George’s Fields, Southwark.

—Debí haberlo supuesto —dijo tras dar un trago largo de brandy—. Bedlam, donde encerraron a mi madre.

—¿Por qué fue ingresada su madre? —preguntó Torres. Esa conjura con esos compañeros improvisados había generado suficiente confianza en los tres, en los cuatro incluso.

—Yo era muy joven. Siempre pensé que ella había querido irse, abandonarme. Tras su muerte supe que estuvo ingresada allí. Ahora… recuerdo la tristeza y la pena.

Decidieron ir a Southwark a la mañana siguiente, no creían que nadie pudiera negar una visita del señor Abbercromby a la antigua y querida cocinera de su familia, bajo ningún concepto razonable. Abberline declinó el acompañarlos, no veía relevancia alguna en todo este asunto. Torres lo entendió; su propio interés en la querida señorita Trent solo estaba en conseguir algo de paz para el desangelado Percy.

Más importante era la segunda información que Percy traía, información que venía a colación de lo averiguado el lunes. En efecto, lord Dembow tenía un autómata con el que negociar, o lo estaba construyendo.

—Mi padre lleva varios días muy ocupado… desde el fin de semana pasado, según me he informado. Todo el segundo piso es ahora un enorme bazar…

—Disculpe un momento, Percy —interrumpió Torres—. ¿Por qué esa planta está siempre cerrada? Es de una distribución… algo peculiar.

—Eran las estancias de mi padre de niño y llegaron a ser las mías, durante un breve periodo de mi infancia. Creo que él era un joven enfermizo, una fisiología que le ha acompañado hasta la ancianidad, y allí permanecía aislado y fuera de peligro. Se han hecho varias reformas a lo largo de los años, pero parece que el lugar siempre ha traído tristes recuerdos al viejo. Daba igual, hay mucho espacio, casi demasiado en las otras plantas. Ahora sí parece haberle encontrado utilidad, como les digo. Han montado bancos de trabajo, han instalado generadores… un zafarrancho doméstico para el que no creo que el viejo goce de salud suficiente. Lo cierto es que no me importa…

—¿Con qué fin?

—Es un secreto, cómo no. Ese maldito segundo piso sigue siendo inaccesible.

—No para usted, imagino.

—No, no para mí. —Sonrió con tristeza—. Trata de construir un ajedrecista, como usted Leonardo. Están empleando piezas de todos sus otros autómatas, en especial de esos animales «mágicos» de los que está tan orgulloso.

Se refería a mis amigos. Mientras Torres me contaba estos hechos, mientras narraba cómo mis hermanos, mis compañeros, mi amante, todos eran despedazados y sus partes reutilizadas en un nuevo jugador de ajedrez de feria, no dije nada. Sentí pena, mucha pena, no por su vida, que ya se había extinguido hacía tiempo, sino por la última humillación, la utilización de sus partes como si fueran mercadería de ferretero. Yo no quería acabar así, lo crean o no, decidí en ese momento elegir mi propio final.

No comenté nada, claro está, mientras Torres seguía explicando el encuentro en el Marlborough:

—¿Y seguro que semejante trabajo es obra de lord Dembow? —preguntaba entonces el español—. ¿No son órdenes del señor Ramrod?

—Él está presente en todo, sí, pero no posee los conocimientos de mi padre, sin duda es él quién dirige todo.

—¿Y tiene tales conocimientos? —intervino Abberline—. ¿Puede construir un ajedrecista, como usted está intentando? ¿Puede construir un asesino mecánico?

—Lo dudo —respondió Torres—. Si no, no se hubiera mostrado tan solícito al pedir mi colaboración. Estoy seguro de que lord Dembow no es el creador de… del «asesino mecánico» que vimos en Forlornhope.

Decidieron mantener estrecha vigilancia en la casa, prescindiendo ahora de la encomiable ayuda de los murcianos. No porque los Juanes no se hubieran mostrado útiles, al contrario, pero su presencia no podía pasar desapercibida por las inmediaciones de tan buen barrio por mucho tiempo. Prefirieron con buen juicio mantener la «quinta columna» que formaba Percy dentro de la casa. Mientras lo consideraran un beato tonto, lleno de rencor hacia su padre, sería muy útil.

Eso sería luego, por el momento, a la mañana siguiente Abbercromby y Torres salieron para el sanatorio de Bedlam. El viaje no era largo, cruzar el Támesis nada más, lo que suponía la primera vez que mi amigo visitaba el agradable sur de la ciudad. A Southwark se llega con cruzar el London Bridge. Se accede así a un distrito dedicado a la pequeña industria, donde abundaban prisiones y hospitales, como el de Bethlem; al menos así era entonces. Hacía una mañana muy soleada y la ciudad debiera estar alegre por la bonanza del clima; no era así. El día anterior había terminado la vista sobre el asesinato de Eddowes, con el consabido veredicto, aún resonaban en las calles los ecos de los tumultos, el Lunes Sangriento decían, otro más para la cuenta de Charles Warren. Esa misma tarde saldría en la edición del Star un artículo donde se mencionaba la propuesta de convertir Trafalgar Square en un jardín, para evitar más motines allí, pues se había convertido en el lugar preferido para los hambrientos y disgustados londinenses que quisieran gritar su ira al aire.

Para llegar tomaron un coche y al valiente Albert como chofer. En él, Torres y el rudo Abbercromby apenas cruzaron palabras. El joven lord hundía su cara seria en un diario, leyendo noticias del Destripador, y en ausencia real de ellas, bizarras historias de crímenes en Tejas, cuajados de imaginarios paralelismos con nuestro Jack. Torres dedicó el corto trayecto a cavilar sobre su compañero. Con el tiempo y el trato había cogido simpatía a ese hombre, un individuo sin encanto alguno, agrio de carácter, pobre de conversación, ni muy listo ni muy ingenioso; un bruto nacido de buena familia y olvidado por ella y, sin embargo, poseedor de un alma noble, como el Parsifal de las historias, y como este, en pos de un grial perdido, sin saber muy bien la naturaleza de su búsqueda.

El hospital estaba en un magnífico edificio. Toda la natural prevención que un sanatorio psiquiátrico ejerce sobre el común de los mortales, que imaginan sórdidas escenas de locura entre sus salas, desapareció al contemplar la amplia fachada de regio pórtico latino, sus enormes alas extendiéndose a cada lado y sus ajardinados accesos. Traspasaron las verjas sin cuidado y llegaron a la entrada. Hacía veinte o tal vez veinticinco años que el Bedlam había contado con un ala dedicada a los criminales dementes, pero fue derruida. En este siglo de luces, el pasado sombrío de los enfermos mentales había quedado atrás, ya no era el encierro y el hacinamiento lo que se perseguía, ahora eran tratados y cuidados en la medida de lo posible. Esa sensación también fue la que debió tener Percy a juzgar por la relajación de sus facciones, imagino que pensando en que el destino de su madre no había sido, necesariamente, las correas, los maltratos y la malnutrición que era el porvenir único para los locos de antaño.

Aun así, un manicomio siempre será un manicomio, y este no parecía desierto precisamente. Vieron a muchos internos pasear por el amplio jardín de entrada, entre la cerca que circundaba todo el hospital y la entrada misma, deambulando tranquilos junto a impecables enfermeras, y en muchos atisbaron esa mirada de locura que tanto nos espanta y que siempre, por los siglos, procuraremos encerrar entre paredes blancas y estériles. Tememos que la locura nos mire, sin saber que parte de ella siempre está en nuestros ojos.

Dentro fueron atendidos por una atenta enfermera, jefa de enfermeras en su caso, de uniforme blanco y azul, que con sonrisa congelada en una cara demasiado pálida hasta para una británica, miraba al reloj prendido en su pecho y diciendo:

—La señorita Trent… sí. El doctor le ha prescrito reposo absoluto. Me temo que se encuentra en un estado muy excitable, no le conviene recibir visitas.

—Se trata…

—En todo caso, el horario de visitas es estricto, de dos a cuatro de la tarde. Cuando la señorita Trent mejore, podrán verla a esas horas.

Percy se rindió sin oponer apenas resistencia. No así Torres.

—Disculpe, señorita.

—Señora.

—Felicite en ese caso a su esposo de mi parte… bien, creo que no nos hemos explicado bien. Sé que usted debe cumplir un reglamento, y su celo le honra, pero se trata de una situación especial.

—¿Especial en qué sentido?

—Este caballero es el señor Perceval Abbercromby, hijo de lord Dembow.

—Oh, es un placer saludarle, señor. Su padre ha sido un gran benefactor de esta institución. Las obras de…

—Precisamente. Como tal, y conociendo las excelencias del hospital de Bethlem de primera mano, lo ha elegido como lugar de reposo para una pobre amiga suya, enferma, que sirvió en su casa por mucho tiempo. Por eso quisiera visitarla, para comprobar cómo se encuentra.

—Por supuesto, podrá en cuanto el doctor Greenwood dé su consentimiento.

—Por desgracia no podemos esperar. No sé si sabrá que lord Dembow se encuentra postrado.

—¡Cuánto lo lamento!

—Sí, una circunstancia muy desgraciada. Quiere tener noticias de la señorita Trent cuanto antes y traídas por alguien de total confianza, por eso envía a su hijo. El problema está en que el señor Abbercromby sale para el continente hoy mismo. —Percy asintió. Una ventaja de la suma sosería es que no cuesta ser creído cuando se miente—. Habrá notado que soy extranjero…

—Entiendo… yo no puedo hacer nada —la adusta enfermera parecía haberse ablandado, lo que no la hacía en nada más atractiva—, me temo que no sé cómo ayudarles. Tenemos órdenes…

—Se lo ruego. Pongo en sus manos los deseos de un moribundo, que tanto tiene que agradecer a esa pobre mujer.

Estaba desconcertada. El interés que esos caballeros mostraban por una enferma era desde luego una agradable novedad en un depósito de locos molestos, como suele ser un hospital psiquiátrico. Aun así, no cabía esperanza alguna, las palabras «tenemos órdenes» eran barrera demasiado alta para franquear. El peso de la sangre de Percy llegó solo a debilitar la firmeza de la jefa de enfermeras hasta el punto de decir:

—Esperen aquí. Traeré al doctor Greenwood, él hablará con ustedes. —Y allí quedaron, en la amplia y soleada recepción del sanatorio, rodeados del vagar perdido de los internos.

—Vámonos —dijo enseguida Percy.

—¿Por qué? Agotemos nuestra última salva. ¿No quiere ver a la señorita Trent?

—A tía Meg… —Quedó pensativo—. No deseo otra cosa ya, se lo juro. Mi padre habrá dado instrucciones.

—Nada perdemos con esperar un minuto, salvo ese minuto quizás…

—Es inútil, Torres. Parece que quien se ocupa de la señorita… de mi tía, es el doctor Greenwood, ¿sabe quién es? El médico personal de mi padre, amigo personal, presente siempre en sus… en las reuniones de amigos más íntimos. No me consta que sea un… loquero. Trabaja en el London Hospital y, sin embargo, se encarga de los cuidados de una cocinera aquí, en Bedlam. ¿Cree que él permitirá que yo…?

Dios nuestro Señor siempre se mantiene vigilante para ayudar a las buenas personas. Si no me creen, he aquí un ejemplo, pues el hombre que apareció pasillo al fondo no fue el eminente doctor Greenwood, sino su menos notable ayudante, doctor Purvis.

—Señores… no esperaba volver a verles.

—Me alegra ver que se encuentra bien —dijo Torres señalando al brazo izquierdo del doctor.

—Sí, estoy bien, les agradezco el interés, y también… enfermera, ya me ocupo yo. —Tras dejarlos solos, rodeados de locos que poca atención les prestaba, continuó—: Quería reiterarle mi agradecimiento, señor Abbercromby, fue de una nobleza inusitada lo que hizo usted por mí el domingo pasado, lo que hicieron todos, pero usted… señor, ya les dije que soy un hombre humilde, dependo de mis conocimientos y del interés que algunos poderosos pongan en mí. Cualquier mancha en mi persona, cualquier rumor sobre mí, en una sociedad como la médica… sería terrible para mi posición y mi familia…

—No se apure —dijo Abbercromby—, en realidad no me supuso esfuerzo alguno.

Debo disculparme otra vez más, porque no puedo acceder a sus peticiones. Desean ver a esa paciente… Margaret Trent, que precisa reposo absoluto. Está en un estado…

—¿Usted ha diagnosticado a la paciente? —preguntó Torres.

—No, fue el doctor Greenwood, por la amistad que le une a su padre. Se ocupó en persona.

—Pues ahora el señor Dembow quiere saber del estado de su apreciada sirvienta que tantos años ha estado con él, y no pudiendo venir por lo delicado de su estado, ha mandado a su hijo. Y usted va a impedírselo.

—Les estoy muy agradecido… de verdad, pero mi lealtad es para con… —Era mentira, seguro que el doctor Purvis sabía que era mentira, por eso tardó en responder, debía convencerse a sí mismo de que esa peregrina razón era suficiente para desobedecer las instrucciones del doctor Greenwood.

—Nadie le pide que sea desleal, por Dios. En fin, nos vamos. Lo siento Perceval, lamento que no pueda…

—De acuerdo, acompáñenme si son tan amables. —A veces, la bondad recibe su recompensa.

La señorita Trent estaba en una habitación soleada del segundo piso, descansando en la cama, echada, no acostada del todo, con la mirada perdida en la ventana enrejada. No tenía mal aspecto, salvo por el abandono en la mirada y una flojera en la boca que le daba cierta expresión de abulia.

—Está sedada —dijo el doctor—, por lo demás se encuentra bien.

—¿Puede dejarme con ella a solas? —pidió Percy y Purvis dudó, nervioso, inseguro de cuál era el procedimiento correcto. Miró a la paciente, le tomó el pulso y se fue—. No la cansen, se lo ruego.

Quedaron ambos en silencio, contemplando el pausado respirar de la cocinera, no parecía sufrir; sin embargo, la sensación de desamparo que la rodeaba era abrumadora para ambos.

—¿Por qué? ¿Por qué le ha hecho esto…? —Torres no sabía qué contestar. Se limitó a instarle a acercarse a la cama con un gesto—. Señorita Trent, cómo se encuentra. —La mujer no dio señales de estar consciente pese a sus ojos muy abiertos—. ¿Me oye? —Se sentó a su lado y tomó las manos de la cocinera. Ella reaccionó mejor al contacto físico que a la voz—. ¿Me reconoce, soy Percy? Dios mío, la han atiborrado a… ¿por qué? —Sacó un pañuelo y limpió la baba que caía de las comisuras de Trent.

—Perceval, hijo —empezó a hablar como en un susurro—. Siento mucho lo de tu madre…

—No se preocupe, eso fue hace mucho. ¿Se encuentra bien?

—Sí.

—¿Sabe dónde está?

—No… Nunca he salido de Forlornhope, es mi casa, mi casa… siempre jugábamos en el segundo piso, era su castillo… el infierno. Cuando fui a América…

—Le juro que la sacaré de aquí, encontraré a Cynthia —algo en él aún se negaba a darla por muerta—, y la llevaré con nosotros, como sea.

—Cynthia… mi niña. —Empezó a llorar—. Pensé que… me dijo que ella estaría bien, la quería, la quería…

—Parece que se está excitando demasiado —dijo Torres—. Tal vez debiéramos irnos.

—Sí. —Se incorporó—. Nos vamos. Señorita… Nana, lo sé. Sé quién eres, no entiendo cómo no… Dios mío. —Miró a Torres, pidiendo ayuda, pero qué ayuda se puede ofrecer a nadie en semejante situación—. Encontraré a Cynthia, como sea y la cuidaré…

La lucidez llegó a los ojos de la mujer como una descarga, violenta, furiosa. Su mano se aferró a la muñeca de Percy y tiró de él, casi derribándolo, a un hombre que pesaba el doble que ella.

—¡No! —gritó—. ¡No te acerques a ella! ¡Es una monstruosidad…!

—Lo sé, tía, tranquila. No es nada…

—¡No! ¡Estamos condenados, condenados al peor de los pecados por el peor de los monstruos!

Percy esbozó un gesto interrogante.

—¡El incesto! ¡Todos nos condenaremos por el incesto!

—Somos primos… solo primos. —La presa de la señorita Trent se relajó algo, con suavidad bajó la mano y se tendió de nuevo en la cama.

—Está muerta. Gracias a Dios. Lejos de su padre. Estamos todos condenados… todos… desde niños, solos en esa casa…

La puerta se abrió y entró un doctor Purvis apurado junto a una enfermera.

—Les dije que no la excitaran.

—Ya nos vamos —dijo Torres sacando a Percy consigo—. Muchas gracias doctor, y cuídela.

Caminaron ligeros por los corredores del hospital, Torres apretando el paso mientras Percy le seguía aturdido.

—De nuevo… —no paraba de lamentarse—. El mismo arrebato de aquella vez… no lo entiendo. Éramos primos… somos primos.

—Eh… bueno, primos hermanos.

—Aun así. Por Dios, no sería el primer caso y…

—Salgamos de aquí. —Torres estaba nervioso, no quería seguir hablando del tema.

A la puerta los esperaba Albert con el coche. Ya dentro, Percy preguntó:

—¿Y eso que dijo de «su» padre?

—Perceval, no estaba en sus cabales. La medicación, y cierta neurastenia causada por la suerte de la señora De Blaise…

—«Lejos de su padre», claro. Su padre, el capitán William. Bowels nos dijo que era el tal Sturdy de su regimiento. Murió hace años… ¿cómo no iba a estar lejos?

Cayeron ambos en un silencio pesado, una losa de verdad siempre sospechada se cernía ahora sobre ellos. Torres notó la crispación en las manos de Percy, la rigidez, más de lo normal, en su postura, y casi podía oír los esfuerzos de su cerebro para huir de ciertas ideas. Como hecha de los relees y ruedas dentadas de su Ajedrecista, la mente de Percy trabajaba, sacaba con dolor pensamientos ahí enquistados durante muchos años. Pobre Percy, como su homónimo había buscado el enigma del Grial, pero lo que encontró fue el secreto de su propia sangre.

—Puede dejarme antes de llegar a Forlornhope. —Torres intentaba contener la estampida de horrores que abrumaban al joven lord con el muro, siempre fiable, de lo cotidiano—. Si no le parece mal su cochero puede dejarme…

—Dios mío —solo era un susurro—. Por eso… ¿cómo no me di cuenta?

—Percy, hágame caso, ahora le conviene reposar. Descanse, duerma, y luego podrá analizar…

—Encerrado siempre en mis lecturas, odiando a mi madre por abandonarme y maldiciendo el desprecio de mi padre hacia mí, incluso envidiando el trato de favor que siempre tuvo con ella. ¿Trato de favor…? Qué espantoso e irónico eufemismo. Por eso me enamoré, creo que sí, si la tenía a ella, si ella me mostraba el mínimo afecto, tal vez mi padre reconociera en mí alguna virtud… una sola. Dios santo, ¿qué clase de monstruo soy?

—Escúcheme, se lo ruego. —Se giró para encarar a su compañero de viaje, tomándole con firmeza del brazo—. Ahora no puede flaquear, hay mucho en juego…

—¿Cómo iba a sentir amor alguno por mí? Yo solo era en parte de su sangre, mitad Abbercromby mitad «plebeyo»… su maldita sangre…

—No saque conjeturas apresuradas.

—¿Apresuradas? ¿Por qué habría dicho esa pobre desgraciada que la «alejase de su padre»? ¿Qué horrible… tanta atención para la hija de…? Ese monstruo… —¿Y por qué la había comprometido con un invertido a sabiendas? ¿Y por qué De Blaise, fiel lacayo de lord Dembow, huía de su lecho, el cálido lecho de una mujer tan hermosa? Nada de esto dijo Torres, por supuesto—. Cuánto no habrá sufrido esta mujer… ¿por qué se mantuvo en silencio? Con qué crueles ataduras la obligó a permanecer en su casa, al lado de su hija, de su sangre… de su misma… oculta entre la servidumbre…

—Debe reposar las cosas, ahora no es el momento…

—Voy a matarlo.

—No diga locuras. Con eso no hará sino acrecentar su sufrimiento, y el de los que aprecia. Debiera centrar sus energías en procurar el bienestar a… a su tía.

—Mi tía. Su madre.

Las lágrimas corrían ya por sus mejillas sin pudor alguno. Tomó el pañuelo que mi amigo le ofreció, y tal vez quiso decir algo, pero ya no tenía aliento. Torres golpeó con suavidad sobre el techo. Como respuesta, a su espalda sonó la voz de Albert desde una pequeña bocina de cobre que asomaba sobre sus cabezas.

—¿Sí, señor?

—Albert, vamos a casa del señor Abbercromby en St John’s Wood. Conoce la dirección, ¿verdad? —Luego, mirando a Percy preguntó—: ¿Le parece bien?

Dio la callada por respuesta, no podía pronunciar palabra, demasiado dolor. Para allá condujo el coche Albert, y no tardaron demasiado en llegar. La casa presentaba el mismo aspecto de cerrada que ya conociera Torres. Percy, con igual voluntad que uno de los autómatas que tanto adoraba su padre, fue hasta la puerta y entró. Allí escondido estaba Bowels, esta vez reconoció los pasos de su benefactor y salió al encuentro.

Torres habló, sin entrar como es natural en detalle alguno, del mal estado de Percy, y pidió al sargento mayor que lo atendiera y no le permitiera salir de casa sin avisarle a él, o al señor Ribadavia en su defecto. Bowels aceptó sin pensarlo dos veces y sin hacer pregunta alguna, su agradecimiento hacia Percy no era menor que el que sentía el doctor Purvis.

No, no es del todo cierto. Sí hizo una pregunta cuando Torres se iba, dejando a Percy en un sillón junto a la siempre reconfortante compañía de una botella de whisky.

—Perdón, señor, ¿vieron al final a la señorita Trent? Se portó conmigo como una santa y no querría…

—Sí. —No quería ser más preciso, no solo porque no era necesario que Bowels supiera más de lo estrictamente necesario, sino porque no le caía bien ese sujeto. A fin de cuentas, había participado en el execrable hecho de Kamayut, aunque solo fuera por su omisión de auxilio, y si bien ahora les había resultado de cierta utilidad, no dejaba de ser un hombre capaz de terribles acciones, o incapaz de oponerse a ellas por flaqueza de espíritu. A pesar de todas estas consideraciones, siguió hablando—. Nos encargaremos de ella, no tenga cuidado. Usted ocúpese del señor Abbercromby y, por supuesto, no se deje ver por ahí.

Cavilaba Torres mientras Albert le devolvía a casa, cayendo en la cuenta de la cantidad de personas, no todas dignas de favor alguno, que agradecían las bondades del corazón gentil de Perceval Abbercromby, siempre disfrazado de ogro y que en el fondo contenía un alma justa y buena. Parece que eso, la justicia, no es algo que el Señor derrame por el mundo a manos llenas. No soy yo quién para exigir nada al creador, pero son feas las monedas con las que se recompensa la bondad extrema.

Mi amigo incluiría al joven lord en sus oraciones, de eso estoy seguro, aunque pronto, muy pronto debería centrar sus desvelos en su propia persona. Esa tarde, mientras tomaba una merienda a la española, chocolatito y un remedo de churros, ofrecida por la viuda Arias para sus inquilinos, Bengoada y él, y su niña que disfrutaba como loca embadurnándose la cara de dulces churretes oscuros, recibió un funesto telegrama.

Lo remitía su viejo y querido amigo Gorbeña desde España, con quien mantenía una continua correspondencia desde que estuviera en Londres. No quiero matizar ni engrosar la importancia del telegrama recibido con mis pobres palabras, ya es ominoso de por sí sin aderezos. El texto era así:

SITUACIÓN FAMILIAR GRAVE. LUZ MUY

ENFERMA. VEN CUANTO ANTES. AVISA

CUANDO LLEGAS PARA IR POR TI. VALENTÍN.