____ 49 ____

Château Ravin había envejecido. Los altos sillares, los acantilados, hasta el mar parecía más viejo, más furioso, más amargado, más sabio y más vil a un tiempo. Jim recordó las palabras de aquel tabernero:

—¿La casa del acantilado? Uf… nadie para ya por ahí. Dicen que vive un viejo loco, uno de esos pobres ancianos abandonados a quienes los niños tiran piedras. Otros comentan que quien habita en esas viejas piedras es el hijo del Diablo. Alguien a quien es mejor no molestar, pues acostumbra a secuestrar a quien a su puerta llama, y con él efectuar sacrificios y rituales extraños… ya veo que no me toma en serio. Usted verá, es muy libre de obrar como guste, pero yo no me acercaría a esa vieja casa, ni de noche ni de día. Hubo un tiempo en que fue la principal mansión del país, donde acudían los más grandes, las personalidades, políticos, militares, nobles. Nadie quería perderse una reunión en casa de ese brujo, hasta que sus maldades fueron patentes…

—Era un gran sitio, sí —dijo Jim.

Fue a caballo hasta allí, sintiendo cómo los bríos del animal iban amainando a medida que avanzaban por el camino triste, abandonado, desierto. La cruz, aquella en la que confesara por vez primera y única sus sentimientos a Camille, parecía ahora más un túmulo que un mirador, un memento morí para él, una tumba para ella, la de los dos. Se demoró allí unos minutos, incapaz de dejar de mirar el mar, rompiendo, furioso, exigiendo que le trajera de vuelta a su ninfa que había secuestrado y abandonado en las frías salas de Poseidón, deseoso siempre de robar las beldades de su seco reino rival. Y ahora iba, como reo al cadalso, dispuesto a mostrar su cuello desnudo a merced de la hoja del verdugo, de esos dos verdugos.

¿Cómo hombres tan ajenos al mundo, que habían buscado el enclaustramiento voluntario a perpetuidad, podían estar tan apegados a esa vida que desconocían? Cobardes, ellos y no él la mataron, ellos con sus miedos y su servil protección. ¿Preservarla para qué, para quién?

El repicar de los cascos de otro caballo lo sacó de este ensimismamiento. No reconoció al jinete, un hombre joven, rubio, vestido tan de negro como todo el que habitaba o servía en aquella lúgubre casa, porque de allí venía el caballo.

—Señor Billingham…

—Capitán Billingham.

—… es usted bienvenido. —Jim dudaba de la sinceridad de esas palabras.

—No le conozco, señor.

—Todo lo contrario, me conoce muy bien.

—Le aseguro que no.

Era un hombre joven, mal encarado aunque no exento de cierto atractivo, de rostro vagamente familiar.

—Soy Edmond.

—¿Edmond?

—El mismo, ¿tanto he cambiado?

—Desde luego. —Y esperaba que el cambio no solo estribara en las lógicas marcas del paso del tiempo. Recordaba a aquel niño, cruel y maléfico, que seguía las instrucciones de la pequeña Camille con devoción […]

[…] —Allí le espera— dijo Edmond pistola en mano. Jim miró el puente azotado por el furioso viento marino. Apenas eran unos tablazones encima de las vigas que oscilaban en su intento de alcanzar La Torre del Suicida, en medio de la tormenta, amenazando con desplomarse por fin por el abismo y aislar ese torreón enfermo, lleno de soledades.

—¿Quién?

—¿A quién ha venido a buscar, señor… capitán Billingham?

—Al conde de Gondrin y a su hijo.

—Los dos están allí… o uno de ellos. La verdad, ya no los diferencio. Adelante.

—Se ha vuelto loco, ese puente va a…

—¿Tiene miedo?

—No tengo por qué…

—Lleva días esperándole, no puede negarse. Después de lo que ha aguardado, aquí, soportando con un estoicismo que no imaginaba en usted, capitán. Es solo lluvia, truenos, yo temería antes a lo que hay dentro de la torre.

Subrayó sus palabras con el cañón de la pistola.

—Cobarde —gruñó Jim congestionado de ira.

—Es usted quién no quiere cruzar, no yo.

Puso pie sobre las negras tablas. Años atrás, recordaba que ese paso parecía tan sólido como lo fuera su amor por Camille. Ahora su fragilidad le helaba el corazón. Se agarró a los restos de la barandilla, antes toda una pared y ahora unos simples maderos sin firmeza ni continuidad.

—¡Es una locura! —gritó Jim sobre la tempestad—. Podemos ir mañana, los dos.

—¡No soy yo el que quiere ir, no es a mí a quién se me espera! —Edmond se apoyaba contra el quicio de piedra, mientras apuntaba ya sin disimulo alguno a la tambaleante figura sobre el puente—. ¡Ella está allí, capitán!

Jim se detuvo. Un trueno bramó, el cielo pareció enfurecerse al oír esas palabras lanzadas al viento.

—¿Qué está diciendo?

—¡Lo sabe bien! ¡Siempre lo ha sabido! —¡NO!

—¡Escuche a su corazón, capitán! ¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué ha pasado estas dos semanas así, aguantando las penurias que esta vieja casa se encargaba de infringirle, unidas a mi mal carácter? ¿Para decir a un viejo que su hija ha muerto? ¿Piensa que no lo sabe? ¡No! ¡Ella le espera allí! ¡Ella, una muerta viviente, o las profundidades del mar! ¡Escoja!

Jim tembló, miró al cielo furibundo, negro, del color de los ojos de Camille. No podía ser cierto. La vio morir, vio ese cuerpo caer desmadejado en sus brazos, ese cuerpo que había vibrado junto al suyo. Quiso hacerlo, con fuerza, pero no pudo apartar su imagen, su blancura, su vigor juvenil temblando a su lado, mezclándose sus sudores y su amor. Recordaba mejor su tacto y su sabor, perdido cuatro años atrás, que lo ocurrido esa misma semana o la anterior.

¡Viva!

Imposible.

—¡Siga adelante, capitán!

Así lo hizo. Siguió dando un paso tras otro en la tormenta, hacia la esperanza, cada vez más cerca de la Tour Isolée. Vio luz al final del puente, la Torre del Suicida se abría. En el umbral de luz se dibujaba una silueta, muy alta, firme, de largas melenas blancas; el conde de Gondrin.

—¡Aquí lo tiene señor, como le prometí! —gritaba Edmond—. ¡El final de todas las cosas ya está aquí!

A Jim le causó más esfuerzo el apartar la mirada de la silueta del conde que el que hacía por mantenerse en pie en la galerna. Por fortuna su espíritu templado en la guerra le bastó para librarse del hechizo que esa sombra del pasado ejercía sobre él. Atrás, Edmond ya no tenía una pistola, era un hacha lo que enarbolaba.

—¿Qué…?

—¡Es el fin, capitán! ¡No hay vuelta atrás! ¡Debe escoger! ¡La soledad o el abismo! —Y dio un descomunal golpe a una de las vigas de madera, allí donde se unía con la pared. En principio parecía una locura el pensar que el puente se podía derribar a hachazos, aún teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba. Aun así, a la vista de cómo retembló toda la muy endeble estructura, a Jim no le pareció tal disparate—. ¡Corra, capitán! ¡Corra!

Dio un golpe más. Hubo crujidos que Jim sintió a través de su mano aferrada al puente, porque los enviados de Zeus ahogaban cualquier sonido. El puente iba a caer. Estaba cerca de la Tour, de la puerta que el conde bloqueaba con su impresionante presencia. No había nada que le hiciera creer en las palabras de Edmond, quien le había mentido, quien desde que lo conociera había dedicado cada minuto de su existencia a atormentarlo. Sin embargo, esa sensación… ese pálpito…

Otro golpe de hacha y una de las vigas saltó por los aires.

Si entraba en esa torre, encerrado con quien fuera su maestro, su único maestro, el monstruo del que escapó con Camille, ¿podría salir?

¿Y si era verdad que ella estaba allí? ¿Y si los nefandos conocimientos de ese brujo enloquecido la habían traído del Hades, para él, para siempre?

No cedería ante los caprichos de un niño cruel, ya no. Echó a correr hacia Edmond, le daría tiempo a llegar antes que cortara el otro pilote.

El puente se inclinó, haciéndole perder pie. Las tablas volaban, caían en la lluvia. Se agarró a un travesaño sin apenas ver. Abrió los ojos. Edmond estaba gritando, enloquecido, agitando el hacha en una mano y el revólver en la otra, iluminado por los rayos que rompían contra los muros del viejo castillo. No podía oír qué decía. Solo escuchó una voz que venía de atrás. El conde aullando:

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera!

Sus brazos, fuertes y abultados tras años de penurias, respondieron obedientes a su orden, se hincharon hasta rasgar su camisa, y así Jim volvió a poner pie sobre el puente. Edmond atendía a las maderas ya muy fracturadas. Se arrancó los girones de la camisa y corrió hacia él, olvidando el suelo que cedía a sus pies. Edmond trató de apuntarle, disparó mal, y Jim llegó a él, atrapando la pistola en su carga. Cayeron ambos, medio cuerpo apoyado en los restos del puente que crujían tan fuerte como el colérico cielo que los rodeaba. Jim estaba encima, y pistola en mano, por lo que se levantó rápido. Sin darle tiempo a decir nada, a reducirlo encañonándolo como era su intención, Edmond le propinó un puntapié directo al estómago.

Salió despedido hacia atrás, cayendo de bruces sobre el puente inclinado, que acusó su peso con un sonido nada alentador. Edmond era ahora un niño, aquel niño otra vez, aquel monstruo cruel que obedecía todos los caprichos de Camille y solo deseaba brillar más que Jim ante los ojos de la niña.

—¡Ataque vikingoooooo! —gritó ahora como entonces, pero el arma que enarbolaba en esta ocasión no era de madera.

Jim lo vio correr, abalanzarse sobre él como enloquecido, sin cuidado del firme inestable que pisaba. Alzó la pistola y disparó, y falló, era imposible hacer puntería en esas circunstancias. Edmond apartó el cuerpo por instinto al sentir la detonación, resbaló, cayó hacia el lado que el puente se inclinaba y las maderas a sus pies cedieron.

El hombre más cruel que nunca conociera Jim desapareció entre las brumas de la tormenta, cayendo por el abismo, agitando el hacha, partiendo cabezas de enemigos invisibles para orgullo de su dama, siempre fría y distante, gritando «¡Ataque vikingooo!» con una fuerza que avergonzaba a los rugientes truenos.

Jim se levantó. El puente cedía. La caída de Edmond a través de él había debilitado la estructura de un modo irremediable. En unos minutos todo se vendría abajo. Llegar al castillo parecía imposible. Solo quedaba una gruesa viga dañada que uniera el puente a la pared, el suelo había desaparecido por dos metros. Dar un salto así, con ese viento, era un suicidio seguro. El único camino viable era, a Jim no se le escapó la ironía, la Torre del Suicida. Dio media vuelta y vio que hasta allí el paso por el puente era posible. Pronto desaparecería, pero de momento tenía suelo sobre el que pisar. Corrió hacia allí.

—¡Fuera! —Era la voz del conde, quien ahora tenía una escopeta en mano, cerrando el paso—. ¡Fuera de aquí!

—¡Señor! —contestó Jim—. ¡No puedo hacer otra cosa! ¡No moriré por sus caprichos!

Mientras corría apuntó con su arma. No quería matar a Gondrin, pese a que lo aborrecía no dejaba de ser su mentor, y el padre de ella. Tenía que entrar en esa torre. No había sobrevivido a la guerra y el presidio, al amor y su pérdida, para caer a la nada. El conde iba a hacer fuego sin que el pulso le temblara por un instante, cuando las maderas centenarias se rindieron por fin.

El puente perdió toda sujeción del lado del castillo y se precipitó hacia los acantilados ocultos entre brumas. Jim intentaba seguir corriendo mientras el suelo desaparecía bajo sus pies. El puente era viejo, pero bien construido, y no se desplomó por completo. Se partió por sus tres cuartas partes, quedando el resto adosado a la Torre del Suicida, suficiente para que Jim saltara y tomase un precario asidero, colgando del extremo sobreviviente mientras el resto de la tablazón desaparecía.

Las manos se resbalaban en la madera vieja y húmeda y los gritos de «¡fuera, fuera!» de Gondrin lo empujaban hacia abajo. La voluntad de Jim era ahora inquebrantable. Ascendió a pulso, ignorando cómo las astillas arañaban su pecho y dejaban regueros de sangre por su desnudez, para ver al conde decidido a descerrajarle un tiro si avanzaba un paso más. Era un anciano, no iba a poder con él.

Un oportuno rayo cayó enfrente, sobre la puerta ahora convertida en balcón del castillo. Sonó como el estallido de mil cañones y brilló como la luz de Dios justiciero. El conde, sobresaltado, se protegió con un brazo, inclinando la escopeta. Jim, henchido por el olor a ozono que ahora inundaba todo, impulsado por la fanfarria triunfal que la naturaleza furiosa le ofrecía, cargó sin freno, llevándose por delante a Gondrin y entrando por fin en la Torre.

El conde no perdió pie. Reculó al tiempo que propinaba un tremendo golpe en la espalda agachada de Jim. Por fortuna la escopeta había acabado allí donde estaba ahora el viejo puente, perdida en la violencia de la acometida. Jim, sabiéndolo, se recuperó y trató de reducir al anciano, quien le propino un tremendo puñetazo, otro más y acabó tirándolo al suelo.

—Advenedizo… —gruñía el conde mientras buscaba algo con que ensartar a Jim entre las muchas panoplias que decoraban las paredes de piedra—. Vil esperpento de ser humano… vas a salir de mi casa, ya lo creo que vas a salir.

Jim, de rodillas ahora, no salía de su asombro. El increíble vigor de ese hombre, un octogenario capaz de dar cuenta de él sin que la voz le temblara, le había aturdido más que la fuerza de los golpes. El conde se volvió, espada en mano y la luz iluminó su rostro. Era un hombre joven. El largo pelo blanco, la ropa idéntica, el porte, incluso el enorme parecido facial lo había confundido, pero no era el conde… o era su versión rejuvenecida, un conde de Gondrin de cuarenta años.

—¡Louis! —exclamó Jim—. Eres tú.

—Por supuesto, ¿a quién esperabas?

—Creí que eras tu padre… te pareces tanto.

—Claro, soy… —Su rostro decidido pareció flaquear. La espada bajó hasta que su punta tocó el suelo—. Soy Louis Felipe Faubert, conde de Gondrin… creo.

—No, eres su hijo.

—¿Sí…? —La espada cayó al suelo—. ¿Estás seguro? ¿Recuerdas a mi…?

Se oyó una carrera, pequeños pasos que venían al trote. Por una puerta entró una pequeña, una dulce niñita, rubia, como un ángel encarnado. Estaba llorando.

—¿Papá…? Dijiste que harías callar a los truenos, lo prometiste.