Les estaba hablando de Perceval Abbercromby. Sé que hasta el momento lo he presentado como un sujeto gris y antipático. A partir de ahora mucho habrá que contar de él, pues su papel de quintacolumnista fue esencial en esta historia. De todos los valientes decididos a desenmarañar esta trama, sin duda él era el que más sufría. Mantuvo su desabrida forma de ser, pero el martes día dos, tras dejar a sus invitados al club, su frialdad no podía ser más que apariencia. Estaba seguro que el destino de su prima Cynthia era el más fatídico posible, y el hecho de que su padre insistiera en aguardar unos días, ¡unos días!, a dar noticia de su desaparición a las autoridades, cuando él lo apremió al respecto, aumentaba lo fúnebre de su ánimo.
Si la pesadumbre se cebaba en él, había aniquilado por completo a lord Dembow. Su hijo lo vio como la personificación de la decrepitud. Apenas pudo contestarle, sus mejillas hundidas y grises se movían con temblores enfermizos, se acurrucaba en su silla de ruedas que parecía arrullarlo con su mecánico cuchicheo. Un ánima en pena, un triste recuerdo de grandezas pasadas, como quién no pide la muerte porque ya no tiene ni fuerzas para rogar ni esperanzas de que sus ruegos sean oídos.
—Déjame, Percy. No puedo ocuparme de tus quejas.
—¿Ni siquiera puedes ocuparte de tu sobrina desaparecida? Te aseguro que yo lo haría en tu lugar, y contento de quitarte esa carga que tanto te pesa, pero bien te has asegurado de que nadie de esta casa escuche mi voz.
—Vete ya. —Bajó despacio la mano, hasta la maquinaria de su silla. Manipuló allí el mecanismo, casi acariciándolo, y la silla empezó a agitarse un poco más—. Quiero dormir hasta esta noche, hoy tendremos visitas… aún tengo en mis manos el poder… aquí…
—¡Cynthia no está! —Se echó sobre el inválido Dembow y lo zarandeó con violencia—. ¡Nadie sabe dónde ha ido! ¿Vas a dejar las cosas así? ¡Respóndeme! Dile a De Blaise que organice una búsqueda, ya que él es para ti más hijo que yo, ¡haz algo…!
La puerta se abrió y por ella entró Ramrod, serio e imponiendo su personalidad muy por encima de su estatura, como de costumbre.
—Señor Abbercromby. Ya hubo demasiada agitación en esta casa ayer, demasiada para la salud de lord Dembow. Le ruego que le deje descansar, su padre tiene una importante reunión esta noche, y precisa reposo.
Percy respiró profundo e hizo esfuerzos por relajarse. Arregló con parsimonia la ropa y la manta que cubrían el maltrecho cuerpo de su padre, y salió de la vieja biblioteca.
—Cuídele bien, Ramrod, es usted más merecedor de su legado que yo.
Subió hasta el tercer piso, hacia sus habitaciones, buscando un refugio para encerrar su frustración y su pena. Vio las puertas de las dependencias de Cynthia abiertas, y su corazón se aceleró más que el mío con el máximo de cuerda. La esperanza se disipó al atravesar esas puertas. Sobre la cama, quien estaba era John De Blaise, acompañado solo por una botella medio vacía.
—Querido primo —dijo—, si buscabas a mi mujer… no está… no creas que eso me ofende… Su ausencia del tálamo conyugal no es prueba de infidelidad, es la virgen eterna… Cynthia, prístina diosa inmaculada de la luna, ahora… —La tos y la risa se mezclaron para interrumpir su diatriba, tal vez salvando así su vida.
El primer impulso de Percy fue coger esa botella y estamparla en la cabeza de De Blaise, impulso que apenas duró un suspiro, desapareció en cuanto su mirada se extravió por la habitación, entre los objetos de tocador, la ropa insinuada a través de los armarios entreabiertos, los perfumes, el olor de todo lo que había pertenecido a ella.
—Está muerta, Percy —dijo De Blaise, llorando—. No la busques más.
—Así es como deberías estar tú, no ella.
—Si Dios me diera el valor para hacerlo… te juro que…
—No creo que Dios quiera saber nada de ti. Por suerte, estoy yo para escucharte. —Empuñó su Lancaster, de la que desde hacía días no se despegaba. De Blaise abrió los ojos mucho, rompiendo la modorra que el alcohol imponía, mientras su primo político cargaba con parsimonia los cuatro cañones del arma—. Toma —se la tendió—, no hace falta demasiado valor, solo apoyarla contra el pecho y apretar el gatillo.
Muy despacio, Percy puso el arma en la mano de De Blaise, cambiándole esta por la botella.
—Animo De Blaise, un poco de carácter. Es usted un Fusilero de la Reina.
Lo dejó allí, con su arma, y pasó el resto del día rezando, rogando a Dios, o al licor que ahora consumía, por el dulce sonido de una detonación en la habitación del fondo; sonido que no llegó.
A la tarde despertó en medio de los dolores de quien no acostumbra a abusar del alcohol. Tomó la Biblia que reposaba junto a la cama, su compañera de tanta tristeza no le traía ya consuelo alguno. Fuera, el cuarto de Cynthia estaba abierto, De Blaise se había ido y su pistola reposaba en la almohada. La tomó, y un par de cabellos rubios se enredaron entre los dedos. No podía estar un segundo más en esa casa.
Abajo, oyó el timbre de la puerta principal y a Tomkins abriendo. La biblioteca estaba muy concurrida, un grupo de ocho caballeros, nueve incluyendo el recién llegado, eran recibidos allí por lord Dembow. Conocía a muchos, viejos amigos de su padre, próceres del país, magnates, como los muy envejecidos sir Samuel Morton Peto o John Rylands, el industrial textil y filántropo que no paraba de toser, presentando tan mal aspecto, si no peor, que el propio Dembow. Incluso políticos, como el mismo secretario Matthews, el que acababa de llegar. También había un par de extranjeros desconocidos, pero que parecían tratar al resto con familiaridad. Llamaba la atención, no al joven lord, que ya conocía a la mayoría, sino a Torres y Abberline cuando más adelante les contaran de esta reunión, la decrepitud de la asistencia. Salvo el propio secretario de estado, el persistente doctor Greenwood, que parecía mantenerse algo al margen, y el señor Ramrod, todos eran octogenarios, o lo aparentaban.
Percy entró, interrumpiendo la sería conversación con la que los señores agriaban el brandy de sus copas. En ese preciso instante, Matthews hablaba al tiempo que buscaba la conformidad con sus palabras en la mirada de un elegante caballero de innegable origen indio. Estaba diciendo:
—La señora Brown está al tanto de todo, y desde luego nuestra opinión es…
Todos dirigieron sus miradas al inoportuno Percy, pero solo Ramrod fue quién habló.
—Señor Abbercromby, no creo que haya nada de su interés en esta reunión. Seguro que le distraemos de sus lecturas piadosas…
—Puede que sea el secretario de mi padre, incluso puede que se haya convertido en su heredero —ambos se encararon con fiereza, y Ramrod no se amilanó pese a la notable diferencia de estatura—, pero de momento no está usted, señor mío, en disposición de decirme qué o quién no es de incumbencia en esta casa…
—Me limito a cumplir las instrucciones de lord Dembow.
—Es suficiente, Gordon —retuvo el anciano lord a su pequeño perro de presa—. Hijo, por supuesto que puedes andar por donde te plazca en esta casa, que a no mucho tardar será ya la tuya. Dime, ¿qué quieres?
Todos aquellos caballeros poderosos, pudientes y circunspectos, de allí y del continente, miraron a Percy esperando alguna repuesta, esperando que la impertinente interrupción a sus asuntos que causaba su presencia, cesara pronto. ¿Qué les importaba a todos su dolor? Allí, en pie, bajo el feo blasón de los Dembow, junto a todos esos libros de arte y ciencia, como si fueran ellos los que defendían ese mausoleo del saber del hombre, los guardianes de la humanidad.
—Solo… solo quiero decirte… padre. Voy a buscar a Cynthia…
—Claro, hijo. Precisamente es por eso que… —Henry Matthews lo interrumpió posando con cordialidad su mano sobre el hombro de Dembow.
—Señor Abbercromby, acabo de asegurarle a su padre que dedicaré el máximo interés en que su… —miró a lord Dembow—, su prima aparezca. Aunque haya salido del país, le aseguro… pongo mi honor en ello en que la encontraremos. Me ocuparé en persona, le doy mi palabra. Ya ha habido suficiente sufrimiento en esta familia. Pondré todo mi empeño en aliviarlo.
—Una enorme tarea la que se acaba de imponer, señor secretario, titánica. Caballeros…
Esa breve conversación con su padre, el verlo dolido, reducido a un enfermo que movía a la compasión entre sus pares el que fuera Dios entre dioses, no causó ninguna reacción catártica, que hubiera sido muy necesaria a la vista de los acontecimientos que se avecinaban en el horizonte turbulento de la vida de Perceval Abbercromby. La reunión en sí no inquietó al joven lord en absoluto, estaba acostumbrado a ellas, y no veía secretismo alguno en el habitual ninguneo que su progenitor ejercía sobre su persona en lo tocante a… a todo.
Por eso, dos o tres días después, dejó caer el comentario a Abberline y Torres como quien no quiere la cosa. Abberline no dijo nada, la presencia del secretario de estado hacía que evitara todo comentario, sus superiores ya le habían dejado claro que la política era un muro que no podía franquear. Torres tampoco era un animal político precisamente, pero en este caso, su intranquilidad lo obligaba a entrar en territorios inhóspitos para él, y qué mejor guía que don Ángel Ribadavia. Lo llamó y preparó un encuentro entre el diplomático y el inspector Abberline, que necesitaba alguien que pudiera entrar donde a él le era vedado.
—Soy un tipo estrafalario —respondía Ribadavia a la solicitud del inspector ante la mediación de Torres—. No, lo sé y no me lo tomo a mal. Lo considero una virtud en mi situación. Aquí soy un extranjero pintoresco, divertido, inocuo… incluso entre la propia diplomacia de mi país se me considera eso. Así obtengo más en charlas intrascendentes de café que el mejor de los espías.
—Me cuesta creer que nadie le tome en serio…
—Ni siquiera usted, Leonardo. No… no me lo niegue. —De él, Torres y Abberline necesitaban obtener la información «oficial» que fuera posible respecto al ataque de Jack y mi subsiguiente asesinato acaecido en Forlornhope.
Más que de lo ocurrido (ya que eran ellos los mejores testigos), de lo que esperaban noticias era de las fuerzas que allí estaban, esos «agentes especiales», a quién presentaban sus informes, de quién recibían órdenes…
Ribadavia aceptó sin reparo tras justificarse con su consabida apelación al propio honor y a su deber de hacer lo que fuera por conocer el paradero de «tan deliciosa criatura», y demás… aunque por entonces, jueves cuatro de octubre, cada vez había menos dudas de que Cynthia había sufrido un desenlace fatal. No era esto a lo que quería referirme. Ocurrió que en medio de la charla, Torres le habló de la reunión de caballeros principales en casa de Dembow, y del ocultismo con el que llevaban sus asuntos, reuniones similares había yo visto en Forlornhope, ya recordarán.
—Estando Matthews se trata de un grupo de lo más distinguido —respondió Ribadavia—. Sé que muchos asuntos de este país, como de cualquier otro, se cierran antes en salones de próceres locales que en los parlamentos. ¿Pero qué tienen que ver estos señores con… lo que sea que estén ustedes investigando?
Esa era una pregunta sin respuesta, que atormentaba a Torres. Nada salvo su suspicacia, cada vez más desarrollada, le hacía pensar que esa reunión de tanta personalidad tuviera que ver con nada. Dembow era un hombre importante, seguro que pertenecía a grupos de poder…
—¿Lord Dembow es masón? —preguntó Torres.
—No. Ni la mayoría de los caballeros que estaban en esa sala, según me han contado. ¿Por qué?
—A veces creo ver un aura de misterio, de secretismo o disimulo sofisticado en torno a él.
—No sé… cada vez tiendo más en fiarme de sus ideas. Sin embargo, le diré que los masones no son tan enigmáticos como pueda usted pensar.
—¿Lo es usted, don Ángel?
—No. No creo que haya grupo social que me admitiera, si no se ve forzado a ello, por no mencionar lo dispar de nuestros objetivos. Los masones aspiran a la mejora del mundo y a completar la obra de Dios; yo tengo fines un poco más egoístas y mucho menos espirituales.
—Por supuesto, y por ese mismo egoísmo es por lo que va a ayudarnos…
—Ayudo a mis amigos. Necesito amigos felices con los que brindar, Leonardo.
Pero estoy contando los hechos mal y desordenados. Antes de esta reunión informal ocurrieron hechos que no puedo omitir. El día anterior, sin ir más lejos, Torres recibió de nuevo una oferta de manos de John De Blaise. El aspecto del antiguo mayor De Blaise era preocupante, tanto que la viuda Arias se apresuró a ofrecerle un caldo o cualquier cosa para reponer esa fragilidad que parecía dominar todo su cuerpo. Los guardaespaldas que aún lo acompañaban tuvieron que entrar con él y ayudarlo en todo momento a no tropezar y desplomarse en el suelo. Por cierto, el jefe inspector Littlechild ya no estaba alojado en la pensión, era evidente que su labor allí ya no parecía ni necesaria ni fructuosa tras el día del doble crimen, por tanto no hubo que dar explicación alguna del estado de De Blaise. De todas formas, a ojos incluso de alguien no muy observador, todos los males del joven se reducían a los excesos con los narcóticos.
La propuesta en esta ocasión era más sencilla. Una suculenta cantidad de dinero a cambio de que entregara el Ajedrecista, los restos de él. Además, la cuantía de la oferta, que suponía un desahogo considerable incluso para una economía de por sí ya desahogada como la de Torres, incluía el pago de un billete para volver a España, en caso de que quisiera abandonar el país.
—Echará mucho de menos a su familia, imagino —argumentaba un mortecino De Blaise.
Torres se limitó a decir que lo pensaría, de momento, y De Blaise no insistió, parecía seguro de que el español iba a rechazar cualquier ofrecimiento que su tío hiciera. Sin minorar lo preocupante de esta oferta, mil quinientas libras nada más y nada menos, más inquietante, e incluso demoledor para su espíritu, fue lo que en esos días le aconteció a Perceval Abbercromby. Al día siguiente de su despedida con cajas destempladas de la reunión en la biblioteca de Forlornhope, el mismo miércoles en que Torres recibía la oferta para marcharse, tuvo un encuentro aún más agrio con su padre.
Pasó el día en el mismo turbio estado de ánimo de los precedentes, sumido en tan lóbregos pensamientos que el mismo hecho de aspirar el aire que lo rodeaba se le antojaba un trabajo ímprobo. Hora a hora había perdido todo ímpetu por salir de ese pozo, ni siquiera la posibilidad de dañar de algún modo a De Blaise lo animaba. A mediodía, gritos histéricos y jaleo lo sacó de su mórbido estado. La conmoción que surgía por los ventanales de la biblioteca lo sorprendió dando un paseo desganado por los jardines. Corrió hacia allí, entró y el grotesco espectáculo lo paralizó.
La señorita Trent, irreconocible con su pelo siempre recogido y pulcro ahora revuelto, gritaba enloquecida, desbordaba insultos y espumarajos de rabia sobre su señor, el propio lord Dembow, que se limitaba a taparse la cara con la mano, agitado por un llanto incontenible. La violencia había sido mucha, a juzgar por la posición en que se encontraba la silla de ruedas del lord. Ahora, Tomkins y el señor Ramrod trataban de apartar a la desbocada cocinera del anciano, con no poco esfuerzo a pesar de ser ambos hombres fornidos.
—¡Monstruo! —gritaba la mujer—. Has matado a mi niña, por fin la has matado… ¿no podías permitir que a tu lado creciera ni un pequeño brote de felicidad? ¡Asesino! —Sin duda se refería a Cynthia, aunque nadie podía, ni en rigor aún puede, certificar su muerte. Ese mismo día encontrarían el torso desnudo de mujer en Whitehall del que hablara Abberline, cuando reunidos contara ese dato, al parecer ajeno a los crímenes de Jack, junto con otros hechos pintorescos como la oferta de no sé qué vidente para colaborar con la policía.
—Sáquenla de aquí —musitaba el viejo mientras su silla giraba para dar la espalda al conflicto—, por caridad.
—¡No!, enfréntate a tus pecados por una vez en tu vida, ¡monstruo depravado! Ella era inocente, no tenías que…
—Meg —rogaba Tomkins, que la abrazó con fuerza para evitar que hiciera daño a cualquiera o a ella misma—. Cálmate, aún no sabemos…
—Yo sí sé… Alistaire, sé que es un criminal y que debe morir, como debe morir toda su estirpe. —Y mirando con ira al propio Percy, añadió—: ¡Todos tenéis que morir! ¡Mi pequeña…!
—Tomkins —ordenó Ramrod—. Enciérrela en su cuarto. Vamos, dese prisa o acabará por lastimarse.
El fornido mayordomo tomó en brazos a la mujer y se la llevó, sin que ella dejara de forcejear, gritar e insultar. No creo que el silencio que quedó tras su marcha fuera mejor que el ajetreo anterior. Ramrod rehízo su aspecto, y de una botella de brandy llenó una copa que tendió a su señor.
—¿Qué vamos a hacer con ella? —preguntó el pequeño asistente, sin mostrar en su voz alteración ni pesar alguno—. Es un contratiempo… entiéndame lord Dembow, su salud no puede soportar este tipo de desasosiegos.
—Sí… —El anciano bebió apenas un sorbo de su copa, y abrió un cajón del escritorio que estaba a su lado—. Señor Ramrod, ocúpese de encontrarla acomodo.
—¿Va a encerrar a esa pobre desdichada en algún agujero perdido, señor? —dijo Percy—. ¿Cómo hizo con mi madre?
Hacía mucho tiempo, él tendría diez u once años, cuando su madre se puso enferma, y hubo que trasladarla. No volvió a verla, no podía, estaba muy delicada, y siempre le mandaba recuerdos… Él la odió por haberlo abandonado, por no permitir que la visitara, por los rumores que corrieron respecto a que su marcha era motivada por alguna posible infidelidad. Hasta que al cumplir dieciséis le dijeron que había muerto, sola, sola y Dios sabe dónde. Su cadáver avejentado el día del funeral era su único recuerdo. No lloró.
*
—Parece el destino de toda la familia… sí Percy —Dembow había sacado un retrato del cajón, la vieja fotografía de su infancia, en el lago, con su amigo—, allí acabaremos todos, en manos de la locura. —Con su hermana… Su hermana. Su tía Margaret. ¿Qué recordaba de ella? Nada, tenía cuatro años cuando murió, y nunca vio otra foto que esa, esa de niña junto a un joven Dembow y al capitán William. ¿Qué había dicho la señorita Trent? «Mi pequeña… mi niña». Ella siempre había estado, siempre cuidando de Cynthia, con tanto cariño y con esa dignidad. No parecía una cocinera.
Sintió que sus piernas temblaban. Maldijo en silencio su propia arrogancia, su pomposo temperamento que le había impulsado a ignorar a aquella mujer. Recordó la ira en ella, cuando lo sorprendió junto a su prima, su prima. Dijo: «¡No se le ocurra tocarla!». Ahora todo tenía sentido, y todo se volvía más oscuro, más difícil de asimilar. Recordaba los rumores, los cuentos sobre que la tía Margaret se había escapado, sobre que Cynthia era en realidad su prima carnal… a él también le habían llegado, ¿cómo no? Siempre tomados por chismorreos maliciosos y temidos también como tal. En las tinieblas, donde se ocultan los secretos, es fácil convivir con ellos, pero ahora, iluminados por la claridad de una revelación, el miedo y el dolor fueron intolerables.
—Todo era verdad —dijo al día siguiente a Torres—, ahora entiendo su reacción y la de Cynthia al saberlo.
—Eran primos —asintió con gesto comprensivo Ribadavia cuando el ingeniero le contó a su vez lo hablado con Abbercromby—. Todo Londres lo sabía.
—Solo primos.
—Primos hermanos, si le parece poco…
Pero antes, en la gran biblioteca y despacho de Forlornhope, Percy no encontraba palabras que expresaran su dolor, su miedo y su rabia. Pasó cinco segundos como cinco años sin decir palabra, mirando a su padre, para luego murmurar:
—Dios me perdone, Dios nos perdone a todos, señor. No sé cuántos infiernos tendríais que pasar para purgar tanta falta…
—Ya basta, Percy. No soporto más reproches. Hoy no.
El corazón de un hombre tiene un límite de sufrimiento, su intelecto está preparado para resistir los embates de la vida hasta un cierto número de conmociones. Fueron sin duda demasiados para la atormentada alma de Percy. No supo dónde esconder su dolor, cómo paliarlo, y dejó que el whisky lo hiciera por él. Así, a merced de Dioniso, apenas recordaba la aparición de un sujeto de bombín calado y mirada venenosa que exigió, entrada ya la noche, ser recibido por lord Dembow. Ni él ni Torres ni Abberline podían saber de quién se trataba, pero seguro que han apreciado que esa descripción se acomoda a la perfección con Efrain Pottsdale, que ignorante aún de que ese mismo mes moriría en mis manos, tendía sus taimadas redes, o las de su amo.
Al día siguiente, salvo el encuentro en el Marlborough del que ya he hablado, Percy siguió vagando entre trago y trago, incapaz de dirigir sus pasos hacia nada de provecho. Un alma en pena caminando por Forlornhope, un Hamlet decimonónico que en una mano cargaba con la Biblia y en otra con el pistolón, los ojos vidriosos por la bebida, la mirada perdida. Nadie, ni servicio ni habitantes de la mansión se atrevieron a preocuparse por su estado, ni a dirigirle la palabra, lo que puede que fuera afortunado. De toparse con De Blaise, armado y borracho como iba, quién sabe si las funestas circunstancias que pronto iban a colmar su vida, no se hubieran adelantado días.
El viernes se mostraba tan abatido y desalentador como el jueves, añadiéndose a este los malestares propios de quien no está hecho a la bebida. Decidió no pasar ese fin de semana entre sus pinturas, lo que aunque supuso la abstención de uno de los pocos bálsamos que le restaban, fue oportuno. Al atardecer, los guardias, que abundaban discretamente armados desde el atentado, franquearon el paso de la verja principal a un furgón oscuro y lóbrego, cerrado por rejas. Se detuvo a la puerta, y de él bajaron dos hombres fornidos y una enfermera, acompañados de un caballero muy trajeado; el doctor Greenwood. A recibirlos en la puerta salieron Ramrod, Tomkins y seis más del servicio, acompañando a una muy alicaída señorita Trent. Atendiendo al doctor, estaba un gris y mohíno De Blaise, su visión es la que hizo que Percy corriera escaleras abajo, hacia la salida. Al llegar, la señorita Trent, su tía según entendía ahora, subía al furgón blindado.
—¿Qué es esto?
—Doctor Greenwood —dijo De Blaise, sin emoción alguna en su tono—, imagino que ya conoce a Perceval Abbercromby, el hijo de lord Dembow.
—¿A dónde pretenden llevar…?
La trataremos bien, señor —intervino el doctor, que no necesitaba ser alguien muy perceptivo para notar la tensión entre ambos hombres—. Lo mejor…
—No se moverá de esta casa.
—Son órdenes de tu padre. —Se le encaró De Blaise, con firmeza y cierta frialdad en la mirada—. Se va, y nadie ha de saber dónde. No necesitamos chismes sobre la locura de esta mujer cundiendo entre el servicio, ya es bastante…
—Apártate.
No hizo tal cosa, ni mucho menos. De un puñetazo directo al pómulo de Percy, lo tiró al suelo.
¡Por el amor de Dios! ¡Caballeros! —intervino soliviantado el doctor. Su mediación en la pelea, cargada de buenas intenciones, desapareció en cuanto vio cómo Percy sacaba de su cintura su enorme pistola. Quedó paralizado, dio un paso atrás—. Señores, ¿se han vuelto locos?
De Blaise, por otro lado, no se retrajo ni por un minuto. Con esa frialdad catártica que había adoptado recientemente, miró el arma de esos cuatro cañones y se dirigió a ellos como si fueran los ojos de Percy.
—¿Vas a matarme aquí? ¿A las puertas de la casa de tus antepasados?
—Dónde mejor —Percy se incorporó, sin dejar de apuntar al pecho de su primo—, morirás donde tanto daño has causado.
De Blaise se abrió la chaqueta mostrando sin reparo su corazón al arma homicida. No había desplante ni dramatismo es su gesto, sino indiferencia, una profunda indiferencia, que fue más efectiva que las lágrimas del reo de muerte o las arrogancias del suicida para aplacar el ímpetu del joven lord.
—Por Dios… —Seguía asustado el doctor, mirando a sus hombres y la enfermera, que habían desaparecido rápidos tras la cobertura del furgón. Tomkins estaba al acecho, detenido solo por el gesto seco del señor Ramrod, quién con una mirada había convocado ya a una veintena de hombres, expectantes.
—¡Acaba con ellos, muchacho! —Los aullidos sordos de su tía, encerrada ya en el carro enrejado, era el único sonido que acompañaba al metálico amartillarse del pistolón—. ¡Mátalos a todos y quema esa abominable casa! Haces bien en no tener hijos, Percy… vuestra semilla está podrida, maldita…
—No —dijo por fin incorporándose del suelo—. No soy como tú, no te mataré indefenso. No te asesinaré como a un perro, como hiciste con Hamilton-Smythe, aunque merezcas recibir un castigo aún peor.
—No sabes de qué estás hablando…
Lo sé todo. —Se levantó por completo, sin dejar de encañonarlo—. Sé la clase de alimaña cobarde que has sido toda tu vida, sé los crímenes que has cometido y sé que tu existencia en este mundo emponzoña el aire. ¿Te ofende que declare a quien pueda oírme que eres un asesino, un asesino y un cobarde?
—Me ofende que una piel tan blanca, alimentada con leche y miel y que ha dormido toda la vida entre sedas, se atreva siquiera a juzgarme. ¿Qué sabes tú de la vida, si hasta tu madre, conociendo la blandura de tu carácter, te abandonó?
—No hables de mi madre.
—¿Te he ofendido? Para eso es preciso un honor al que faltar, y tú solo dispones de los posos del de tu padre. Anda con tus rezos.
Me has insultado. Has nombrado a mi madre muerta y me has golpeado. Exijo una satisfacción.
—¿Ah sí? —rio De Blaise despectivo—. Creí que ya había escuchado todo, y mira, una sorpresa más. Como desees, cualquier satisfacción que precises de mí, no dudes que la tendrás cuando tú digas.
—El domingo, al alba.
—¿Es que nadie va a hacer algo…? —suplicaba Greenwood, y como convocado por esas palabras, el señor Ramrod se acercó.
—No cometan más locuras, señores. Ahora tenemos que llevarnos a esa desdichada a que la atiendan como es debido y como desea lord Dembow. ¿Va a impedírnoslo, señor Abbercromby? ¿Va a dispararnos a todos?
Percy bajó el arma, y por primera vez vio la conmoción que su actitud causaba en los que allí estaban, servicio, personal del sanatorio, el médico… él parecía el loco, el criminal. Siendo enemigo de excesos y escándalos por naturaleza, se sintió incómodo. En tales situaciones, un inglés bien criado suele limitarse a saludar con corrección e irse, lo más rápido sin perder la necesaria dignidad. Así lo hizo, volviendo al cobijo incómodo que para él fue siempre Forlornhope, ignorando ciertas quejas, o discusiones que se produjeron entre Ramrod y De Blaise. Luego, desde su abuhardillado cuarto, pudo ver alejarse a la ambulancia, con la parsimonia de un cortejo fúnebre.
Pese a la idea que ustedes, jóvenes, tengan del Siglo, el batirse en duelo era ya no solo delictivo, sino demodé. Hacía más de tres décadas que los caballeros empleaban modos legales, menos románticos y mucho más saludables para dirimir las querellas. El reñir estaba algo trasnochado (y digo algo porque siempre hay excepciones, sobre todo si de hábitos sociales hablamos) y fuera de lugar, salvo en los novelones que devoraba la ensoñadora viuda Arias. El carácter atávico de Percy había hecho que canalizara su odio hacia formas de satisfacción del honor personal, no solo fuera de lugar, sino peligrosas para él. Palmarla era la mayor pericia de De Blaise a la hora de tirar, con arma de fuego o con sable. Sin necesidad de haber sido testigo de su tino con los pichones, como más de una vez lo había presenciado en Kent, se notaba que el que fuera mayor estaba más hecho a las armas que el joven lord, amigo de lecturas piadosas y rezos. Percy había optado por ese tremendo Lancaster con el que cargaba desde hacía días para su defensa personal, confiando en que el exceso de calibre supliera la falta de puntería. En el campo de la lid, eso no le valdría de nada. Se supo muerto, y el miedo a su inminente final no fue lo que le desveló las dos noches hasta el domingo, sino el temor a que De Blaise siguiera respirando el lunes, y el martes… ya les comenté: el mayor dolor de la muerte no es lo que termina, es lo que continúa.
Dedicó entonces sus velas forzosas a rogar por el más aciago de los destinos para su oponente, forma nada pía de rezar, por cierto. Pidió que, aunque su muerte era ineludible, se le diera fuerzas para dañar a De Blaise de forma irreparable, con su último aliento. Esta línea de pensamiento lo llevó a Bowels, por supuesto. Ni había olvidado ni abandonado al sargento mayor. Estaba a buen resguardo y fue allí al día siguiente, no estaba seguro con qué fin, al margen de abastecerlo de más vituallas para su encierro. Sin duda se trataba de pedir que matara donde él seguro iba a fallar. Tal acción, ya fuera aparecer oculto el día del duelo y disparar a De Blaise si él erraba el tiro, o atacar a su primo incluso antes de llegar a la funesta cita, no le debió parecer muy noble, así que en la visita a su casa de St. John’s Wood, se limitó a comentarle novedades del exterior, aquellas que pudieran interesarle.
Bowels estaba nervioso. Se encontraba en un estado de extrema indefensión, ahí encerrado, sin poder salir temiéndose buscado por la policía, temor que Percy, ni Torres en su última visita, habían disipado. En esta ocasión, el joven lord trató de apaciguar la inquietud del soldado, y no supo bien cómo. Debía decirle, tal era su intención, que si a la semana siguiente no recibía noticias suyas, se fuera y se procurara la fortuna como bien pudiera. Luego pensó que una vez muerto, que más le daba lo que le ocurriera a nadie, y menos a ese sargento Bowels, al que la única simpatía que le tenía era la paridad del odio de ambos por De Blaise.
—¿Se va a salir con la suya? —decía el sargento, y no pudiendo decir, o no atreviéndose a hacerlo, que al día siguiente se batiría con él, cayó. Preguntó también el hombre por la señorita Trent, que era su socia y benefactora, esto lo sabía ya Abbercromby, y las noticias no le supieron bien—. ¿A dónde se la llevan? Ese bastardo…
—La verdad es que no tengo idea, y no creo que nadie esté dispuesto a decírmelo.
—Podría intentar averiguarlo yo, señor. Le juro que estas paredes me van a volver loco.
No había ningún peligro en que saliera, nadie sabía de él, ni la policía con la excepción de Abberline, quién había consentido en no tomarse interés alguno por el asunto. Más peligroso era ese hombretón allí encerrado, con su rabia y su desamparo macerando en soledad. Por tanto, le dio su bendición para esa empresa, con tal de que procurara no dejarse encontrar por De Blaise ni nadie de Forlornhope.
Después, ya en casa, un caballero joven, tan enlutado como él, con facciones que le resultaron algo familiares vino a visitarlo a mediodía.
—El doctor Purvis desea verle, señor —le anunció Tomkins, un muy alicaído Tomkins.
—¿Purvis? No le conozco.
—Uno de los médicos que atiende al señor.
—¿Y qué desea de mí? Es lo mismo, hágalo pasar aquí. —Estaba en su despacho, en la tercera planta—. Tomkins… ¿usted se encuentra bien?
—No, señor. Son las viejas heridas. —Señaló a las feas cicatrices que roturaban su rostro—. Hay días que duelen más que otros. Gracias por preocuparse.
Salió y dejó pasar al joven doctor, serio, moreno, de encrespado pelo rizado que parecía molestarle de continuo. Quedó sorprendido por el parecido entre ambos, un parecido sutil, no era mirarse a un espejo, pero la sosería que compartían les hacía muy similares.
—Doctor Purvis. No estoy al tanto de los asuntos… médicos de mi padre. Cualquier decisión que sea precisa…
—No es nada de eso. —El médico comprobó que la puerta estaba cerrada, y bajó el tono de voz—. Se trata de… la cita que tiene mañana por la mañana.
—No sé a qué… ¿El duelo? ¿El señor De Blaise le envía para que me excuse?
—En absoluto. El señor Ramrod me ha pedido un favor. Por muy disparatados que sean los actos de un caballero, han de hacerse como es debido.
—No entiendo.
—¿Tiene padrino? Necesitará uno.
—Dios mío. —Por un momento fue consciente de lo absurdo de la situación en la que había desembocado su odio cerval por De Blaise, o más bien, su amor no menos intenso por su prima desaparecida. Luego recapacitó; la presencia del doctor, tratando de hacerle más manifiesto la inminencia del encuentro podría ser una treta de su antagonista para hacerlo flaquear. Él se debía a un nombre, no iba a echarse atrás.
—¿Y bien?
—No, no tengo padrino. —Y no podía pensar en nadie para tal papel. Contó sus amigos y terminó la cuenta en uno, y eso si incluía a Torres, amistad muy reciente y en nada intensa, desde luego. No podía ir al español con semejante demanda.
—Sería conveniente…
—¿Usted es el padrino de De Blaise?
—No, ese papel le corresponde al señor Ramrod. Es él quién ha pensado que usted estaría desprovisto de representación, y consideró que… bien, me ofrezco a mediar por su bando, si está usted de acuerdo.
Dio entonces por fin con quién era ese doctor Purvis. Lo había visto en ocasiones en casa, acompañando al doctor Greenwood, el asistente de este o su pupilo. Elegirle a él era la opción más inmediata, claro. El doctor Greenwood era el único, a parte de los interesados, que estaba al tanto del duelo. Siendo una personalidad de su relevancia no podía verse inmiscuido, aunque Ramrod recurriera a él por algún tipo de lealtad o deuda, de modo que habían mandado a su joven protegido para tan fea labor.
—Me parece bien.
De acuerdo. —Se sentó atendiendo a un gesto de Percy—. ¿Qué quiere que transmita…? Imagino que preferirá pistola. —Sin duda. Si su pericia con las armas de fuego era la de un principiante, con espadas era inexistente. Jamás, salvo de niño, en juegos, había empuñado un sable—. Entonces estamos de acuerdo. En cuanto al lugar… ¿le parece bien en Tothill Fields?
—Si usted lo considera apropiado. —A él le daba igual. Un error, creo yo. Afortunados aquellos que tienen la oportunidad de elegir la tierra donde van a morir.
—Sí. Es solitario y alejado. ¿A las ocho de la mañana? A menos que llueva, si lloviera sería mejor posponerlo… me encargo yo. —Percy ojeaba el periódico encima de su escritorio, despreocupado en apariencia—. ¿A un disparo?
—Si esa es la costumbre…
—Creo que con eso quedarán más que satisfechos los respectivos honores. No hay mucho más que hablar. No hará falta traer un médico, pues estaré yo. Bien. —Se levantó y Percy hizo otro tanto, estrechando la mano del doctor—. Mañana vendré a… ¿las siete? Traeré un coche discreto y…
—No. Nos veremos allí. Preferiría ir solo.
—No creo que sea apropiado.
—Lo prefiero así.
—Como guste. Entonces nos veremos en Tothill Fields rondando las ocho de la mañana. Le deseo suerte. —Dio media vuelta hacia la puerta y se detuvo, dudando un momento allí. Volvió a encarar a Percy con expresión algo azorada—. Vera… espero que no se ofenda… creo que hay forma de solucionar esto sin que nadie salga herido.
—Ya es tarde.
No. No lo crea. —Se volvió a sentar—. Tengo entendido que existen precedentes. Le explico, si usted me indicara instrucciones para el duelo que la parte contraria se negara a aceptar… no sé… un número de disparos exagerado, la distancia, cualquier cosa en la que los padrinos no llegaran a un acuerdo, se podría suspender el duelo y los honores habrían quedado resguardados. Esto ha ocurrido…
—Doctor Purvis, creo que me ha tomado por lo que no soy.
—Mis disculpas. —El joven médico se envaró. Saludó formalmente y marchó—. Nos vemos mañana por la mañana. Sería oportuno, tal vez, que dejara arreglados sus asuntos.
Pobre Perceval. Su estúpido sentido del honor y el decoro le habían hecho rechazar la puerta de escape que se le ofrecía. Respiró hondo, tomó una botella de whisky de su cajón y dio un trago. El resto del día se mantuvo abstemio, no querría llegar a su muerte con mal aspecto. Paseó por el vasto jardín, muy hermoso en ese otoño de sangre que Dios regalaba a los sufridos londinenses.
Vio así entrar por el portón a Torres. Venía a rechazar la amable oferta que recibiera de De Blaise: no pensaba regresar de momento a España, y su ajedrecista no estaba en venta. Pretendía resolver también algunas cuestiones que lo intrigaban, ¿por qué ya no estaban interesados en que acabara el trabajo? ¿A qué esa urgencia que se traslucía entre tanta generosidad? Por desgracia lord Dembow estaba muy delicado, y fue recibido por el seco Ramrod, que se limitó, y no es poco, a aumentar la generosa oferta a cinco mil libras, como quién ofrece un cigarro. Torres insistió en su rechazo.
—¿No les interesan ya mis progresos?
—Me temo, señor Torres, que la salud de lord Dembow le va a alejar un tiempo de sus aficiones por la ciencia. —Ramrod, sentado en la biblioteca, no cesaba de jugar con un ostentoso anillo, un sello con un pato o un flamenco—. Sin embargo, desearía conservar el autómata. En rigor, es de su propiedad.
—No estoy yo al tanto de eso.
—¿Va a litigar por un montón de piezas viejas?
—¿Y usted?
El pequeño hombre se mesó las barbas y cuadró un fajo de enormes billetes que sacó del escritorio que mediaba entre ambos, sonriendo.
—No soy un buen negociador. Sé que no soy agradable para nadie, y no me esfuerzo en parecerlo. Por otro lado soy fiel cumplidor de lo que mi señor me pide, más postrado como ahora se encuentra…
—¿Qué les ha dicho el médico?
—Que va a morir. Eso nos va a pasar a todos, ¿no? El asunto es que su deseo es tener ese autómata para su espléndida colección, pese a que no haya sido capaz de repararlo. Puede recibir una interesante cuantía a cambio y salir todos satisfechos, o si no lo desea, nuestro abogado, el señor Fulbright, puede tomar parte.
—No necesito ese capital ahora mismo, y deseo conservar el artefacto en cuestión. En cuanto a sus amenazas, señor mío, haré como que no las he oído, todo esto se arreglaría de modo más sencillo si pudiera hablar en persona con lord Dembow, si su estado es…
—Imposible. Buenas tardes, señor Torres.
Y así fue despedido el español de Forlornhope. A la salida se topó con el alma en pena de Percy que lo aguardaba desde que lo viera entrar, y estuvo más que dispuesto a hablarle, la primera cara amiga que veía en días.
—Quisiera ayudarle —dijo respondiendo a la petición de Torres de que le facilitara el acceso a su padre—, pero si antes mis palabras no tenían interés alguno para él, ahora nada lo tiene.
—Entiendo. Debiera tratar de hablar con él, tal vez en su enfermedad… y lo que pueda averiguar es importante para nuestra pequeña sociedad. —Sonrió—. Por cierto, sería conveniente que nos volviéramos a reunir, si no lo ve apropiado en su club, estoy seguro que la señora Arias no tendrá inconveniente en que mañana…
—Mañana me será imposible. En cuanto… ¿le hablé de dónde se encuentra ahora el señor Bowels?
—Claro, en una casa de su propiedad en…
—Le daré la dirección precisa. Lo mejor es que no tenga yo solo esas señas.
Y llegó el domingo, una semana exacta tras la muerte de Liz Stride y Kate Eddowes. Como en toda mañana de muerte, el alba vino fría, dando fin a una noche en la que Percy no pudo pegar ojo. Desveló al pobre Albert, ya el único habitante de Forlornhope en el que confiaba hasta cierto punto, y le pidió que preparara un coche, que no lo esperara en la puerta, sino en la calle, fuera de la propiedad, lo más apartado que pudiera. Se vistió, se santiguó y ya en la calle estaba el birlocho aguardándolo. Quería ir antes de que De Blaise despertara, aunque no estaba seguro de que estuviera en casa, o en algún sucio catre entregado a sus vicios.
—¿A dónde vamos, señor?
—Tothill Fields.
De camino cambió de idea, oportuno cambio, como verán enseguida. Antes de acudir a la arena del honor, Percy recordó las últimas palabras del doctor Purvis, y pensó que sería apropiado testar. Ya que su padre vivía, no era potestad suya decidir quién ostentaría títulos y posesiones a su muerte que él no poseía aún en vida. Contaba no obstante con cierta fortuna personal y algunas propiedades, que no quería que fueran objeto de mercadeo en manos de su padre, o peor aún, del hombrecillo de confianza de su padre. Él era un hombre de cuarenta y dos años, noble y rico, no era en absoluto inusual que ya hubiera dispuesto sus últimas voluntades. Pocos cambios tenía en mente hacer. Había legado todas sus pertenencias a Cynthia y a su descendencia, mientras él no tuviera hijos propios. Ahora temía, no, tenía la certeza de que Cynthia estaba muerta, y no le quedaban más seres queridos a quien favorecer.
Aún de noche, despertó a su albacea, el doctor Fenster, su profesor y mentor, retirado no por la edad, que su cerebro aún funcionaba a la perfección, sino por su ceguera. El buen doctor no había abandonado en su retiro Londres ni las cercanías de su querido London Hospital. Fue a buscarlo a casa, soliviantándolo y casi sacándolo a la calle en camisón de dormir. El doctor Fenster estaba acostumbrado al comportamiento simple de Percy, y tanta ebullición lo sorprendió: a las tantas de la madrugada, su pupilo lo requería como testigo para un codicilo que debía añadirse a su testamento cuanto antes. Ambos despertaron a las seis de la madrugada al notario, el honorable señor Barnabi, quién se sobresaltó tanto o más que el doctor.
—Señor Abbercromby —dijo el ojeroso jurista, rodeado de su asustada familia—, ¿se encuentra bien? ¿Es que teme…?
—Un mal pálpito… no sé, tómelo como quiera. Tengo la urgencia de rectificar de inmediato mi testamento. Sabe que mi prima, la señora De Blaise…
—Oh, es cierto —intervino la señora Barnabi, olvidándose de lo incómoda que se encontraba en bata y recién sacada de la cama—. Se ha comentado mucho, qué lástima, un criatura tan adorable… ¿Saben algo? Voy a preparar algo de té…
—No señora, por favor, no es necesario. Discúlpeme el haber irrumpido de modo tan abrupto en su hogar, pero me urge…
—La señora De Blaise… sigue con vida que sepamos —continuó Barnabi—, ¿me equivoco?
—Se lo ruego…
Aceptó. Este notario era de renombre en la ciudad, en todo el reino, y acostumbraba a tratar asuntos con lord Dembow y su familia, y nunca fueron asuntos cómodos ni carentes de exigencias. El resultado, rubricado como testigo por el doctor Fenster, que permanecía como albacea de todos los bienes de Percy, es que legaba la totalidad de su patrimonio a la señorita Margaret Cecilia Trent, que administrado por el doctor o quien este tuviera a bien dejar tal tarea, procuraría todo el bienestar posible de la mujer durante su enfermedad, estuviera donde estuviese. Si fallecía… no había nadie más, nadie más que le importara.
—Estoy solo… no sé… Debe haber familiares del señor Hamilton-Smythe con vida. Dénselo todo a ellos entonces. —Ante la pregunta dibujada en la expresión de asombro de médico y letrado, continuó—: Me gustaría poder paliar todo el daño que mi familia ha hecho. Sé que es imposible…
Terminado de atar todo, dejó al doctor Fenster en casa y salió para Tothill Fields. Despidió a Albert y al coche poco antes de llegar.
—¿No dijo que iríamos…?
—No. Prefiero pasear un rato por aquí. Quiero despejarme. Le veré en casa Albert, muchas gracias.
Marchó caminando a buen trote. El lugar precisado para el encuentro es donde ahora se levanta la catedral de Westminster. Tothill Fields había sido una prisión, derribada tres o cuatro años atrás. El solar aún sin edificar se había convertido en un lugar idóneo para encuentros no del todo legales entre caballeros, como el que se disponía ahora entre sus piedras. Ya el sol señoreaba en un cielo claro y sin nubes; llegaba tarde. No le costó distinguir dos monturas junto a la enorme puerta de la antigua prisión, aún en pie. Allí abajo había tres figuras, una alta y airosa, otra pequeña y recia y la tercera, la silueta del doctor Purvis. De Blaise, de negro de rigor para estos lances, daba cortos paseos, impaciente. El señor Ramrod y el doctor estaban atendiendo a una pequeña mesita de jardín que mediaba entre ambos. Se acercó.
—Caballeros —dijo Ramrod en cuanto vio llegar a Percy—. Esto, además de innecesario es peligroso, sea quien sea el vencedor. Podemos acabar todos en prisión.
—¿Cree que eso me preocupa? —dijo Percy.
—Señor Abbercromby, tal vez se pueda arreglar de otro modo, somos hombres cabales…
—Yo estoy dispuesto a olvidar cualquier ofensa, y a pedir perdón si en algo te he faltado. —Era De Blaise, sin miedo ni servilismo alguno en sus palabras. De hecho parecía adormecido, atolondrado.
—Yo no olvido. A menos que una bala tuya en mi frente me arrebate los recuerdos para siempre.
—Perceval, no sería justo…
—No te tengo miedo.
—Lo sé. No quiero matarte y, no lo tomes como fanfarronería, no creo que tú puedas…
—¿Qué te importa mi muerte? ¿Ya no puedes cargar con otra? La de Cynthia, ¿esa ha colmado tu vaso?
El semblante de De Blaise se contrajo, y suspiró.
—Como quieras. Ramrod, eres testigo de que he tratado de evitar esto.
—Lo soy. Aquí están las armas. —Señaló un bonito estuche de cuero marrón que descansaban en la mesa.
—He sido el retado —dijo De Blaise—, en justicia debiera elegir arma. Tal vez preferiría el sable, las armas blancas son siempre más nobles a la hora de pelear.
—Si eliges espada, será con espada. —Pensaba sin duda en lo que le dijo Purvis, sobre cierta costumbre de evitar que las partes llegan un acuerdo y suspender así el duelo de una forma honorable para todos—. No pararé hasta que tengas que degollarme. Y sabes que eso sí será una lucha injusta.
—A tu gusto, primo. Hemos traído las viejas pistolas de tu padre. Resultará poético matarte con balas suyas.
—Lo apropiado es que tuviera usted un padrino, uno elegido por usted y de su confianza. Como hemos acordado, a falta de otro, ha aceptado como tal al doctor Purvis aquí presente, ¿correcto? —dijo Ramrod—. Bien, hemos confeccionado un documento, aquí está. —Tendió el escrito, del que retiró una hoja de papel carbón y la copia que llevaba pegada—. Se trata de una carta eximiendo de culpa al vencedor de las heridas del contrario, en caso de haberlas. Ambos juran que llegan aquí por propia voluntad y que aceptan los riesgos de este encuentro. Han de firmar abajo. —De Blaise se puso a ello, mientras Percy preguntaba:
—¿Esto tiene validez legal?
—Es una declaración firmada —dijo Ramrod sin mucha confianza en sus palabras—. Yo soy procurador, y ejerceré como testigo, al igual que el doctor Purvis. No se me ocurre otra garantía más, sin que acabemos todos en prisión.
—He traído un coche —dijo por fin el médico, que se había mantenido muy cariacontecido hasta el momento—. Está allí, tras la tapia. Por si hubiera un herido que transportar.
—¡Eh! —El grito vino de detrás de unas piedras. Todos los presentes se sobresaltaron, y a punto estaban de aprestarse a subir a sus monturas y huir, cuando vieron que la figura que se acercaba no era un policía. Era un sujeto algo desaseado, sin afeitar, con aparatosos bigotes, un enorme gabán polvoriento en el que se envolvía y una gorra de marinero de la que asomaban mechones negros y grasientos. Sin dejar de hacer aspavientos se plantó entre los tres y empezó a señalar a Percy y a sí mismo, de forma convulsiva.
—¿Quién es usted? —preguntó Ramrod, y el individuo por toda respuesta siguió señalando, alternativamente a Ramrod y De Blaise y luego a Abbercromby y a él, y hablando en español muy atropellado—. ¿Es su padrino? Creí…
—¿Le conoce de algo? —dijo el doctor.
—Sí… —fue la tímida respuesta de Percy, que no tenía idea de quién era el tipo que no dejaba de mirarlo, abriendo mucho los ojos, como queriendo decirle algo. Hablaba español, eso lo empujaba a seguirle la corriente.
—Esto es muy extraño —dijo Ramrod—, ¿qué…? ¿Quiere que sea su padrino?
—Sí… creo…
—Ya está bien —cortó De Blaise hastiado, y entregó con fuerza un maletín que contendría las armas a su pequeño padrino—. Acabemos de una vez.
Si conoce a este… a este señor, que sea su padrino. Usted se limitará a ejercer de médico, Purvis, si es necesario.
—Como gusten —dijo el aludido.
Ramrod se encogió de hombros, y procedió a montar las armas, viejas y hermosas pistolas de duelo que Percy ya había visto más de una vez. Eran armas húngaras de un siglo de antigüedad, mimadas con tanto cariño que brillaban sus cañones dorados como nuevos y la madera de las culatas parecía recién barnizada. Una vez cargadas las entregó al improvisado padrino contrario para que las examinara, con toda la ceremonia requerida, mientras Purvis medía el terreno de la liza, y marcaba con el pie dos líneas enfrentadas.
—Caballeros, cada uno caminara diez pasos y se detendrán. A mi orden darán media vuelta, apuntarán y dispararán solo cuando yo lo indique. —Sacó un revólver de su levita—. Si alguno de ustedes se adelanta, yo mismo lo abatiré. Adelante. —Volvió a guardar su arma y tomó las dos preparadas para la lucha. Las tendió a De Blaise.
—Elige tú —dijo este. Ramrod dio media vuelta y el sucio padrino de Abbercromby, del que este no había apartado su atónita mirada, tomó una—. ¡Por Dios!, ha de ser él quién escoja. —Se la arrebató de la mano con violencia y se la entregó a Percy—. Adelante señores, que la fortuna les sonría, y que Dios ayude a quien resulte herido.
Ambos contendientes se dieron la espalda y comenzaron a caminar. De seguro el corazón de Abbercromby debería cabalgar desbocado. Iba a morir. No solo era peor tirador, mucho peor; sus nervios nunca se habían templado en situaciones como esta, su pulso temblaría. Si supiera algo de armas y de muerte, no habría estado tan asustado. Esas viejas pistolas de duelo tenían mucho alcance, pero sus cañones eran lisos, apuntar con ellas era un auténtico martirio. Las destrezas de los contendientes se igualaban por la falta de precisión de las armas. Un duelo dependía más de la suerte que de la puntería, y sobre todo y fundamental, de la sangre fría, de la que Percy no disponía en ese momento.
—¡Den media vuelta!
Eso hizo. Le pareció que De Blaise estaba muy lejos, muy pequeño. Hasta eso se conjuraba en su contra: él era mucho más grande, ofrecería un blanco más claro.
—¡Apunten!
Lo hizo, y vio que su oponente amartilló el arma primero. Lo imitó, ya muy nervioso, el pulso le temblaba, mientras que De Blaise alzaba el brazo con firmeza. ¿Qué sería mejor? Apuntar al cuerpo, sin duda. Lo quería muerto, pero la cabeza le parecía un blanco muy pequeño. De Blaise se había perfilado contra él. Claro, así era más fácil apuntar, y la superficie del objetivo se reducía. Hizo lo mismo, mientras veía que a un lado, junto a Ramrod, el desconocido le hacía pequeños gestos extraños. Eso, la misteriosa aparición de ese hombre era tan insólita que le había alejado de los pensamientos nefastos que ahora no podía contener, haciéndole actuar como impelido por una voluntad ajena. Estaba solo, frente a un cañón inmisericorde… ¿o tal vez no? Seguramente De Blaise no se atrevería a cometer un asesinato, y esto es lo que era a ojos de la autoridad un duelo. Tal vez le disparara a una pierna o un brazo, era un hombre de excelente puntería; sí, eso haría, y él dispararía al pecho y…
—¡Fuego!
La voz le sobresaltó de mal modo. Su mano tembló, y no disparó, no antes de que lo hiciera De Blaise. Sonó el percutor al caer… y ya está. El arma había fallado, bendito sea Dios.
—Dispare ahora, señor Abbercromby —insistió Ramrod—. Debe disparar.
Apuntó de nuevo, le temblaba la mano. De Blaise miraba su arma, sin mover los pies un ápice.
—Un momento… —dijo.
—Debe esperar a que dispare, mayor De Blaise.
—El arma está descargada, ¡me han dado una pistola descargada!
—Eso es imposible, ¡un momento! —El pequeño hombre avanzó con no poco valor para interponerse al disparo de Percy, temeraria acción que no lo era tanto, pues el joven lord no había podido aún parar el temblor de sus miembros. Decidió bajar la mano y el desconocido gritó con mal acento:
—¡No! ¡Fuego! —Y sacó del cinto una navaja cabritera, cuyo tamaño y ruido de muelles al abrirse casi ya mataba antes de probar carne. Se echó sobre Ramrod. El pequeño secretario trató de alcanzar su pistola pero cayó rodando al suelo bajo el peso de su agresor, perdiendo el revólver. De Blaise avanzó corriendo, a socorrer a su padrino a punto de ser degollado. Voces y carreras detuvieron la pelea a tiempo.
—¡Alto, detengan este despropósito! —Era Torres, mi amigo Torres. Apareció al galope, acompañado de otro jinete tan apurado como él, don Ángel Ribadavia, quien gritó a su vez en español:
—¡Tente, Ladrón! ¡No me lo rajes!
Todo se detuvo, hasta el aire. Un segundo después, Ladrón (sí, era uno de los pintorescos amigos murcianos de Ribadavia) se levantaba de un respingo, navaja en mano, y ponía distancia con Ramrod, quien con más trabajo se incorporó, enjugando con la mano la sangre que manaba de su cuello y buscando su arma en el suelo, dispuesto a tirotear a su agresor.
—¡Esto es un dislate! —continuaba Torres, ya apeado del caballo.
—¡Ha intentado asesinarme! —decía Ramrod, pistola en mano ya, encarándose con Ladrón mientras mostraba un superficial corte que adornaba su cuello gordezuelo bajo la barba. Esta vez fue Ribadavia quien se interpuso.
—Este hombre trabaja para mí y trataba de detener un duelo ridículo y peligroso.
—¿Y usted es…? —preguntó De Blaise.
—Ángel María Rivadavia de Castro Retrueque, agregado a la embajada española en Londres, para servirle a usted y a su familia en lo que tengan menester.
—No entiendo nada.
—Supimos de este disparate —se explicaba Torres, dirigiéndose más a Percy que al resto. Ramrod había guardado su arma y Ladrón cerraba la navaja, ambos cruzándose miradas heladas—, el cómo no tiene importancia. —Y era sencillo de imaginar. En el último encuentro con Abbercromby, Torres lo encontró extraño, no solo en su aspecto físico. El que le confiara la dirección donde ocultaba al sargento Bowels, arguyendo que «no es bueno que lo sepa solo uno de nosotros», le dio un mal pálpito. Comentó su desazón a su amigo Ribadavia quien, cada vez más implicado en todos estos asuntos por algún trasnochado sentido aventurero y caballeresco, puso a sus «secuaces» a vigilar la muy vigilada Forlornhope. Disimulados en la calle, vieron salir a Percy y oyeron decir al cochero: «a Tothill Fields». Ladrón fue para allá mientras Martínez voló a informar a su amo, y este a su vez a Torres.
—Sé de quien usa ese descampado para batirse en duelo —comentó.
—¿Todavía hay?
—No, no en serio al menos. El último duelo del que tengo noticia es muy anterior a mi época, de hace más de treinta años. Ese señor Abbercromby parece un tipo serio y pegado a viejas costumbres…
No hubo que decir más. Salieron a galope y ya saben el resto. El retraso de Percy en su visita al notario propició la llegada a tiempo de los españoles para evitar la tragedia… pero estábamos con Torres, que decía:
—No tiene sentido esto, es una locura.
—Estoy de acuerdo —afirmó De Blaise.
—No es necesario verter sangre de nadie, sus diferencias…
—Son irresolubles —dijo tajante Percy.
—¿Y cree que un acto como este soluciona algo?
—Es una cuestión de honor.
—Ahora hay más cosas en juego que su orgullo herido, estimado señor Abbercromby.
—Disculpen, les advierto que he llamado a la policía —mintió Ribadavia—, no sabía que podíamos encontrar…
—En ese caso lo mejor es que nos vayamos —dijo Ramrod.
—Nadie se va de aquí —sentenció De Blaise—. Este cobarde ha tratado de asesinarme.
—No te consiento… —Ambos se encararon, con suficiente ímpetu como para sobrepasar a los presentes que trataban de terminar con la riña. Con mucho esfuerzo Ramrod por un lado y Torres por el otro separaron a los dos caballeros, que ya se agarraban de las levitas.
—Vámonos de aquí, rápido —dijo el diplomático.
—¿Cómo vamos a huir? —repuso Torres—. No somos unos delincuentes, con explicar…
—Hágame caso. Si hay algo que explicar, mejor hacerlo otro día. ¡Nos vamos, Ladrón!
—No pienso salir corriendo como un… —Se oyó un disparo, y al momento un:
—¡Alto! ¿Qué significa eso? —Policías uniformados. Vaya, parece que Ribadavia no había mentido, después de todo. De Blaise, sintiéndose traicionado y furioso, había arrebatado en la confusión el arma a Ramrod y con ella abrió fuego contra Percy. El pequeño ayudante reaccionó rápido y golpeó en la mano a su apadrinado, el tiro se desvió, yendo a parar al joven doctor Purvis.
—¡Por el amor de Dios! —rugió Ramrod con el arma por fin en su poder, arrojándola luego al suelo, furioso—. ¿Se ha vuelto loco? Salgamos de aquí…
—No quería… disparaba a…
—¡Traidor! —espetó Percy, y sin más hizo fuego con la pistola de duelo que aún empuñaba. Falló, claro. El único resultado de su disparo fue más gritos de los policías, que apretaron el paso.
Ramrod sacó al cada vez más furioso De Blaise tironeándolo de la manga, ambos llegaron a los caballos en dos zancadas, cuatro en el caso de Ramrod. Buenas monturas por cierto, que apenas resoplaron un poco al sonido de los disparos, y por el contrario mostraron más que nervio a la hora de desaparecer, abandonando en la fuga toda dignidad. El español por su parte corrió hacia el médico tendido, junto al que ya estaba Percy, una vez arrojada el arma al suelo.
—Perdonen que sea tan cargante —dijo Ribadavia—, insisto en que habría que irse ya. —Ladrón, por cierto, ya no estaba, había desaparecido con el sigilo y la oportunidad de quien acostumbra a evitar las situaciones delicadas. En cuanto al resto, poco podían atender ahora a las indicaciones del diplomático, pues los agentes ya estaban encima. Llegaron a incorporar al herido Purvis, cuyo brazo sangraba del roce, no fue más, de la bala de De Blaise, y que se quejaba.
—Señores, estoy acabado. Soy un pobre médico, mi mujer y mi hija recién nacida dependen de mí y ahora me veo involucrado en un delito… no podré ejercer, avergonzaré al doctor Greenwood, que tanto ha…
—¡Quietos ahí! —dijo el sargento que comandaba a los policías, ya junto a los cuatro caballeros restantes—. ¿Qué significa todo esto? —Torres debió verse atrapado; él, un extranjero, sumergido en algo tan rocambolesco como un duelo, duelo con el resultado de un herido. Demasiadas explicaciones que dar, que de pronto parecieron innecesarias cuando Perceval Abbercromby dio un paso adelante, con el arma que disparara el señor Ramrod en su mano, recuperada del suelo con rapidez inusitada en él.
—Señores, ha habido un desafortunado accidente.
—¿Un accidente? Explíquese. —Los policías miraban a un lado y a otro, escrutando a todos los allí presentes.
—Verán —continuaba Percy, serio y firme como de costumbre—, vine a hacer prácticas de tiro. —Mostró el revólver en la mano—. No vi a estos caballeros, por desgracia creo que he herido a uno de ellos, fue algo fortuito, lo lamento.
El sargento hizo un gesto y dos de sus hombres se acercaron a Purvis, comprobando en efecto que la herida era muy superficial, aunque escandalosa por la sangre derramada.
—¿Y qué hacía aquí… disparando?
—Como le he dicho, puntería. Me temo que ha sido una noche muy larga y… soy Perceval Abbercromby. Mi padre está enfermo y me temo que eso me ha afectado.
—Tenía entendido que aquí iba a celebrase un duelo.
—¿Un duelo? Yo estaba solo, ¿con quién…? —El policía miró intranquilo a Torres y Ribadavia, que trataron de transformar sus caras en bustos de mármol.
—¿Ustedes?
—Dábamos un paseo —dijo Rivadavia, con una considerable pérdida de su elegante acento al hablar inglés.
—¿Por aquí?
—Somos extranjeros; hemos debido extraviarnos.
—Repito que lo lamento —continuó Percy, ahora dirigiéndose al doctor Purvis y al resto de los «inocentes transeúntes»—. Desde luego, soy el absoluto responsable de esto, y le resarciré como es debido, a todos ustedes.
—Me encuentro bien —dijo Purvis, más abochornado que dolorido.
—Aun así, vendrán a mi casa. No puedo menos…
—Señor, mire esto. —Uno de los agentes había recogido una pistola de duelo abandonada.
—He traído varias armas para probar —inventó ágil Percy—. Es un arma vieja de mi padre.
—Esto demuestra mucha irresponsabilidad, señor Abbercromby. —El sargento no parecía convencido de la versión de Percy—. No se pueden disparar armas así, sin más…
—Lo entiendo sargento, y me pongo por completo a su disposición. Primero quisiera resarcir a estos señores por el desagradable incidente, y ocuparme de la herida de usted.
—No sé… es algo muy irregular.
—Vivo en Forlornhope, en casa de mi padre, lord Dembow. Permítame llevarles allí y atender al herido…
—No es más que un rasguño —dijo el policía que se había aproximado a examinar al doctor Purvis.
—No irán a detener a un caballero como él —intervino Ribadavia, tal vez demasiado apresurado—. Nadie ha sufrido daño irreparable, y por nosotros no…
—Lord Dembow… —masculló el sargento—. Váyanse todos, si usted está de verdad en condiciones.
—Así es.
—Pues marchen. Ya hablaremos más adelante con usted, señor Abbercromby.
Y así terminó el duelo entre De Blaise y Abbercromby, sin bajas, cosa más habitual de lo que la romántica mente de muchos imagina sobre estos trances. Alejándose ya, hacia el coche de Purvis, el médico herido se deshizo en agradecimientos hacia Percy. Había salvado su reputación; un prometedor médico del London Hospital, el delfín de uno de los más eminentes doctores del reino involucrado en duelos y aventuras.
—En cambio usted, Abbercromby, a puesto aquí su fama y nombre en entredicho —comentó Ribadavia.
—Poco tengo yo que perder. Una frivolidad más de la deteriorada nobleza. En todo Londres ya se comenta que no soy ni la pálida sombra de mi noble y emprendedor padre; lodo sobre lodo no mancha.
—Sin embargo —intervino Torres—, en alguien de su rectitud moral, no es de minusvalorar el sacrificio de mancharse el blasón así.
—Y yo la agradezco de verdad —insistía Purvis—, se lo aseguro. No olvidaré su gesto.
Ribadavia los invitó a comer en su casa, a todos menos al doctor Purvis, al que dejaron en la suya tras su insistencia de que le dejaran a él mismo hacerse la sencilla cura que precisaba. Percy no se negó al convite, cualquier lugar le parecía acogedor comparado con Forlornhope. La casa del diplomático no era nada ostentosa, aunque no adolecía de incomodidad alguna, y la comida española, tenía una cocinera de su país, unida a la amabilidad del diplomático apaciguaron la sed de sangre de Abbercromby. Al mismo almuerzo fue invitado también el inspector Abberline, quien acudió al convite de inmediato.
He oído —comentó—, que Lusk, el del comité de vigilancia, ha pedido al Home Office que se garantice el perdón a cualquier cómplice del destripador que revele la identidad de su socio.
—¿Y cree que aceptarán?
—No. Lo peor es que empiezo a creer que propuestas como esa son lo único con lo que podemos obtener resultados.
—No inspector, nosotros sabemos quién es ese Jack, lo hemos visto.
Cierto, lo habían visto, observación por cierto que no pasó desapercibida para don Ángel, aunque nada dijo de momento. De haberlo visto, a saber dónde estaba o quién era, había un abismo. Esa excelente comida, tuvo que serla tratándose de la cocina de un epicúreo, calmó el tormentoso ánimo de Percy. Torres le hizo ver que matar a De Blaise no le proporcionaría paz alguna. Además, esto lo añadió Abberline, el mayor parecía el eslabón más débil de la cadena. ¿Qué cadena? Seguían a oscuras, sospechando de no sabe bien qué. Para avivar el fuego de esas sospechas, Ribadavia contó lo que había averiguado sobre Cynthia, sobre su desaparición. Desde el veintiocho por la noche, dos días antes al doble asesinato, nadie vio a la joven en Forlornhope, nadie de su familia, pero no era su padre, su primo o su esposo las últimas personas que decían haberla visto. La policía no tenía información al respecto, al menos no la tenía Abberline, cosa que dado el secretismo en que se llevaba todo el asunto, no era de extrañar. Ribadavia tenía otras fuentes de información.
Cynthia había hablado el día veintinueve con alguien bien situado en el Foreing Office, un viejo amigo de su tío, que siempre había mostrado un cariño especial por ella, sir Francis Tuttledore. El nombre le sonaba a Torres de la recepción en Forlornhope del mes pasado. El hermano de Tuttledore, coronel de los Royal Horse Guards, era amigo de Ribadavia, como no. El asunto es que la muchacha estaba interesada en saber más sobre un tal capitán Cardigan William.
—Claro —dijo Percy—. Descubrió, como descubrí yo, que Trent era su madre.
—Imagino que siempre lo supo —dijo Torres—, o lo sospechó. Creo que algunas de mis palabras le hicieron ver que su padre, el capitán William, era aquel cochero… más que creerlo lo lamento. Me temo que esas inquietudes la empujaron a investigar y parece que hay alguien que no quiere que se sepa nada sobre la vida del capitán Cardigan William, más conocido por Sturdy…
—No podemos saberlo —señaló Ribadavia—. Lo único cierto es que ella andaba preguntando por ese capitán. Tuttledore no pudo decirle demasiado, le prometió que indagaría e hizo algunas preguntas, consiguió informes… era fin de semana y el bueno de sir Francis estaba a punto de irse a Francia, problemas de salud, por lo que no le prestó demasiada atención, pensó que serían caprichos de una recién casada, abrumada por la pérdida de una ya rancia soltería… sin ánimo de ofender, señor Abbercromby.
—No se preocupe.
—El caso es que la señora De Blaise le pareció muy nerviosa, y cedió a sus apremios, hizo algunas gestiones, lo suficiente para cumplir con la sobrina de un viejo amigo. Llegó el domingo, y sir Francis se marchaba, así que pidió a su hermano, mi amigo, que se preocupara por la señora De Blaise, que le comunicara de su parte que aunque él se iba al continente, había dejado a hombres competentes a cargo de su solicitud. Su hermano, John Tuttledore, fue a Forlornhope.
—No recuerdo… —dijo Percy.
—Eso aseguró él. Antes de decir nada, Cynthia le pidió que transmitiera sus agradecimientos a su hermano. Dijo que sus gestiones habían sido exitosas, y que ese día mismo iba a tener la información que requería.
—No me consta que Cynthia recibiera a nadie en casa… como les dije, o al menos se lo dije a usted, Torres, la última vez que la vi fue en situación harto embarazosa. —Ribadavia enarcó las cejas interesado—. Después de eso imagino que ambos evitamos el contacto… no puedo servir de ayuda en esto.
—¿Y no hay manera de averiguar qué información iba a recibir, y de quién? —preguntó Torres.
—Me temo que mis muchos conocidos permiten que oiga ruido, mucho ruido —dijo Ribadavia—, pero nada en concreto.
—Y poco puedo añadir yo —dijo Abberline—. No cabe duda de que mis conocimientos de los entresijos políticos de mi país son mucho menores que los suyos, señor Ribadavia, y en cuanto a los policiales, la investigación de la desaparición de su prima sigue sin dar frutos. De darlos tampoco creo que se me informara…
—Vamos, inspector dijo Ribadavia sirviendo algo más de vino de su tierra, le veo muy pesimista.
—Lo soy. Todo es muy turbio en esto, exasperante y turbio. Recuerdan… usted señor Torres, ¿recuerda durante la aparición de… de esa cosa en Forlornhope, los hombres armados que allí se dispusieron?
—Miembros del departamento especial, de la sección D presumió Torres.
—¿De qué departamento especial? No el del inspector jefe Littlechild, desde luego. Moore y yo hemos indagado algo más. Nadie de los que estaban allí pertenece a la policía, a ningún departamento.
—¿Quiénes eran?
—Sé tanto como usted. Algunos de ellos, si mi memoria no me falla, y no suele hacerlo, eran guardaespaldas de lord Dembow, o por lo menos los he visto allí desde el atentado, y nadie de Scotland Yard, o del Home Office, hasta donde yo sé, les había encomendado tal misión, aunque… aunque parecían obedecer órdenes de algunos oficiales, como el propio Matthews.
—¿Eso dónde nos deja?
—En mala… posición, Leonardo —dijo Ribadavia—. Me temo que sin otras fuentes de información, sin menospreciar en absoluto sus… sus… sus capacidades, inspector, no podrán averiguar nada de… ¿por cierto? ¿Qué se supone que intentan averiguar?
—No… —Torres ignoró al diplomático—. Vimos a… lo que vimos, en casa de lord Dembow, y ese es el único indicio… tal vez, amigo… Perceval, si usted pudiera indagar en su padre, sé que no tienen buena relación, pero no alcanzo a ver otra…
—A la frialdad natural de mi padre conmigo, añádale que su estado ha empeorado, poco puedo… lo cierto… lo cierto es que el otro día ocurrió algo insólito… —Cayó… cayó un momento, amedrentado por lo que tenía que confesar. Luego prosiguió. Pasó a comentarles algo que creía sin importancia: la visita que Efrain Pottsdale hizo a su padre. Tal acción no tenía nada de peculiar, salvo que las trazas del sujeto, de mi antiguo patrón, no eran la de la clase de gente que lord Dembow solía recibir.
—¿Iba mal vestido… desaseado? —preguntó Torres.
—En… en absoluto. Su ropa parecía nueva, e iba limpio de pies a cabeza, que por cierto no descubrió en ningún momento. Había algo en él… no quiero… no… no quiero resultar petulante… pero no pertenecía al entorno con el que mi familia se suele relacionar, y fue recibido por mi padre y por su secretario, en la biblioteca…
Ellos no podían saber… no…
Señores… es… toy extenúa…