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Lo más triste de la muerte es que el mundo permanece cuando ya no estás en él. Las cosas siguen su curso, ignorando nuestra previa existencia. Una lección de humildad nada agradable. Al que más y al que menos les gusta pensar que con nuestro partir llega el término de todas las cosas, que nada quedará por ver e incluso hay quien sueña con que llegado el último día, todo nos será relevado. Mentira. La vida sigue siempre, sin importarle los que la padecen o no. Así, tras el uno de octubre de mil ochocientos ochenta y ocho, mi último día en este mundo, los acontecimientos siguieron precipitándose.

No tardaron en identificar a las dos mujeres, Elizabeth Stride y Catherine Eddowes, el tatuaje de la última publicado en la prensa atrajo a su pareja habitual, triste forma de conocer el final de los tuyos. En cuanto a la Larga, la señora Watts apareció viva y recriminando que su hermana, la señora Malcolm, la tachara casi de prostituta. Hubo otras identificaciones erróneas, pero al final el propio Kidney reconoció a mi Liz.

Ya no existía dique que contuviera al miedo. La prensa, incluso la más conservadora, criticó la inoperancia policial. Se airearon los problemas entre Warren y Matthews a raíz de las peticiones de recompensa y sus diferencias en general, así como la ausencia del doctor Anderson, jefe del CID, de retiro en Europa mientras las inglesas morían destripadas en las calles de Londres, convirtiendo el caso en una guerra política, para lamento de lord Salisbury.

El esfuerzo policial, pese a las críticas, se centuplicó. Gran cantidad de agentes fueron desplazados a los distritos H y J, a todo el East End, patrullando las calles, muchos vestidos de mujer, aunque las tallas mínimas para la policía metropolitana hacían los disfraces poco creíbles. El Comité de Vigilancia contrató por fin a detectives y organizó patrullas propias, uniéndose a ellos otros grupos. Se intentó conseguir la ayuda de sabuesos entrenados, pero de nuevo la política impidió que se obtuvieran fondos para tal fin, y una prueba fallida unida a la mala fe de algún periodista irresponsable, trajo más mofas públicas para sir Charles. La vuelta urgente de Anderson desde Suiza no mejoró el clima, y no podía ser de otra forma con ideas tan peregrinas e imposibles de ejecutar como la detención de toda prostituta que se viera por las calles a altas horas de la noche.

Se llegó a hacer un registro exhaustivo del barrio de Whitechapel, contando con todos los efectivos posibles. No pudiendo entrar en la propiedad de nadie sin una orden, fueron casa por casa pidiendo la colaboración ciudadana, que en general fue mucha; la gente quería coger a Jack lo antes posible. Registraron armarios, cocinas, bajo las camas. Nada.

El miedo era parte de todos, Jack se convirtió, para siempre en la personificación de las oscuridades del hombre. Crecieron los rumores, las leyendas. Decían que de noche se veía brillar con un fulgor fantasmal el suelo donde yacieran los restos de Polly Nichols, que se oían gritos y el arrastrar de un cuerpo en Mitre Square, los gritos de Kate Eddowes. Hasta los niños cantaban canciones en sus juegos:

Jack the Ripper’s dead

and lying on his bed.

He cut his throat with Sunlight soap.

Jack the Ripper’s dead

Por supuesto, llegaron cientos de cartas firmadas por Jack el Destripador, cada una más falsa que la anterior. Incluso la autenticidad de las dos primeras no era compartida por toda la policía. La postal bien podía haber sido enviada cuando ya en las calles corrían los rumores del doble asesinato, más si, como pensaban muchos detectives, el autor de la irresponsable farsa era un periodista con ganas de aumentar tiradas. Incluso las referencias a los asesinatos que hacían no eran creíbles. Las orejas dañadas fueron heridas antiguas, o solo cortes del lóbulo en el caso de Eddowes; más niebla para oscurecer la noche. Ya acabando el mes se llegó a procesar a una tal Maria Coroner por falsificar varias cartas de Jack que aseguraban que el próximo «trabajito» del asesino sería en Bradford. Patrañas, mentiras, mendacidad…

Hubo muchas detenciones. Se buscaron cirujanos, estudiantes de medicina, taxidermistas, carniceros; todo el que supiera manejar un cuchillo y conociera la situación aproximada del riñón en el cuerpo de una mujer. Se buscaron extranjeros, judíos, polacos, inmigrantes, norteamericanos sobre todo; llegaron a interrogarse a tres cowboys del circo del Far West que pasaba por Londres. La prensa estadounidense se lanzó a la caza de la noticia como la inglesa, sabiendo que la pista americana era importante, y en Nueva York y en Baltimore, no se dejaba de imprimir «Jack el Destripador» en los diarios, como en los de todo el mundo. Un vidente ofreció su ayuda a la policía. Miles de declaraciones, miles de papeles sin indicio alguno, cientos de noches sin dormir para cada policía involucrado. Y eso en la Metropolitana, el caso de Mitre Square lo llevaba la policía de la City, y esta ofrecía recompensa; la desinformación debía ser aún mayor.

Ni rastro de Jack. Las putas siguieron en la calle, valientes por necesidad, algunas armadas. Hubo amenazas, locos que se creyeron Jack y se entregaron a la policía o agredieron a otras putas, sinvergüenzas que amedrentaron a mujeres haciendo del miedo su aliado. Toda clase de locura y pillería, pero no amaneció un día con las tripas de una zorra exhibidas impúdicamente sobre el suelo.

Nadie sabía nada. Se especulaba con los motivos: un loco, un demente, el yanqui que intentara adquirir órganos, judíos, haciendo caso a lo escrito en la pared de la calle Goulston, extrañas organizaciones o sectas; hasta había quien imaginó que se trataba de una banda de ladrones alemanes que fabricaban soporíferos a partir de úteros femeninos… ni un solo policía en todo Scotland Yard tenía idea alguna, ni pista que seguir.

Salvo Frederick Abberline.

Él sabía quién era Jack el Destripador.

Lo había visto allí, en Forlornhope.

Pasaba los días coordinando las operaciones de todos los inspectores del CID en Whitechapel, y al terminar su turno, salía a la calle, paseaba hasta las cuatro o las cinco de la mañana, patrullando, vigilando, deseando encontrarlo. Luego se acostaba, y apenas dormía, pues los telegramas anunciándole nuevas detenciones llegaban a diario. Su aspecto fue empeorando día a día, casi a cada hora. Como el de mi amigo Torres, su compañero de paseos nocturnos, y como sus otros dos camaradas en la lucha contra el monstruo.

No, yo estaba muerto, no puedo estar seguro de quién era Jack, aunque llegué a verlo, ya se lo dije, ni del porqué del secretismo impuesto entre estos compañeros, por qué nada dijeron a las autoridades y siguieron la caza del asesino, a solas o casi en solitario. No supe nada hasta que el veinte de octubre abrí los ojos.

—¿Me escucha? —Esas fueron las primeras palabras que oí. La voz era extraña, pausada, grave, como si paladeara cada sílaba al decirla, y con un color parecido al de un viejo fonógrafo—. ¿Ve algo?

Veía luz, una suave claridad. Oía, claro está, y por encima de esa voz, con una contundencia que me asustaba, escuchaba un palpitar, un sonido martilleante, que llenaba todo.

—Diga su nombre.

—Raimundo Aguirre. —No reconocí mi voz, no solo porque sonara diferente, era la facilidad con que las palabras salían de mi boca Raimundo Aguirre— repetí, rápido. Las palabras fluían con solo pensarlas.

—Trate de incorporarse. Muy despacio. —Obedecí. Empecé a pensar, a recordar. Estaba en un hospital, no podía ser otra cosa. Por supuesto, estaba en Richmond, el doctor me había curado y ahora volvería a casa. Me condecorarían y…

Me levanté. Una habitación apenas iluminada por la azulada luz de arcos eléctricos que crepitaban a mi alrededor, sin ventanas a la calle, llena de mesas con herramientas, piezas y cables sobre ellas. Solo había otra persona, la que hablaba. No era un médico, ni siquiera un ser humano. Una criatura grande, de más de dos metros, con una cabeza con forma de cubo o barril, sobre la que brillaban dos ojos rojos y redondos, y una boca, más una abertura enrejada haciendo el efecto. Tenía que ser un hombre, un hombre muy alto con un enorme casco cuadrado. Eso tenía que ser, salvo por esos ojos que parecían vivos.

—¿Cómo se encuentra? —Me sentía… bien. No creo que pueda explicarles mi situación, para eso tendrían que haber muerto y resucitado, y eso no lo harán hasta el final de los tiempos, cuando Dios nuestro Señor venga a pedirnos cuentas. Imaginen que desaparecen todos sus dolores, hasta el más mínimo, todas las molestias y taras, en un instante. No es una sensación de alivio, es vértigo, asombro ante un abismo de vacío sensorial—. Perfecto. Por esto hago todo, a esto he dedicado mi vida. Camine. —Di un paso, luego otro. Anduve por toda la habitación, sin cojear, sin balancearme.

—Santa madre de Dios —susurré—. ¿Qué…?

—Dios ni su familia tienen nada que ver. He aquí que había un hombre enfermo, tarado, mutilado, y por obra de mi saber, ahora es un ser completo y pleno. —No parecía hablar conmigo, declamaba.

—¿Quién es usted?

—¿Nombre? He tenido muchos, antes, cuando era un simple hombre, y con el tiempo gané más. En Inglaterra me han llamado Armero, Dragón y Jack. A ustedes los británicos les gusta llamar a sus pesadillas Jack… —¡El Destripador!, estaba junto a él.

—No soy inglés.

—Aquí me llaman herr Ewigkeit.

Una puerta se abrió y la cruzó Pottsdale, que se plantó ante mí, mirándome de arriba abajo. La luz al aumentar me hizo notar algo extraño en mi vista. Veía más. Veía por mi ojo izquierdo.

—¿Ray? ¿Eres tú? —Asentí, notando cierta rigidez en mi cuello—. Tienes buen aspecto. ¿Quieres verte? —Miró a herr Ewigkeit, buscando aprobación. Él movió un brazo hacia la puerta, un brazo largo y no humano que asomó por debajo de sus mantos, a golpes secos, como los fotogramas de una película cinematográfica.

Salimos fuera. Era una casa elegante. La sala a la que me condujeron no se parecía nada al frío taller donde renací. En ese cuarto, todo tapizado en rojos y dorados, iluminado por una lámpara espléndida suspendida del techo y más luces en cada esquina, había un gran espejo, de pared a pared. Tardé en comprender que ese maniquí que veía impreso sobre el azogue, ese muñeco de costurera sin vestir, era yo. Mi cuerpo era más pequeño, un barril metálico en lo que antes era mi pecho, lleno de palancas y ruedas, y un fuelle ascendiendo y bajando sin parar. De él salían largas piernas y brazos y… bueno, ya me tienen muy visto, esto es lo que vi, algo parecido a lo que contemplan ustedes aquí postrado, ahora viejo y herrumbroso.

Un muñeco de cuerda.

Un autómata.

—Pude salvar todo el cuerpo —dijo el señor Ewigkeit—. La estocada limpia atravesó el pericardio, corazón y pulmón izquierdo. Certera y eficaz, el organismo apenas sufrió. No es tiempo para los escrúpulos, necesitaba un cuerpo perfecto para lo que ha de hacer.

Era feliz. No sé si esa es la reacción que debiera tener, puede que el disfrutar con semejantes actos contra natura me condenen definitivamente, da igual, no pude evitarlo. Ahora veía, me movía, oía como una persona normal, mejor que una persona normal. Y pensaba, mi mente era rápida, tanto que me mareaba.

—¿Qué es lo que he de hacer?

—Matar a quien le ha matado, acabar con la más miserable criatura de entre las que hollan esta tierra, devolverme lo que es mío, corregir mis fracasos… hercúleas tareas para un simple hombre, y para un tullido como era usted. Por eso necesitaba de alguien perfecto, de su nuevo ser. —Potts me puso un abrigo por los hombros, y un sombrero de ala ancha, como aquel que llevara Burney. Parecía un hombre, más que cuando estaba vivo. Si me viera Torres…

—Dios mío… —Una extraña sensación me convulsionó, una emoción que mi nuevo cuerpo no podía sacar, quise llorar y mis ojos broncíneos no me dejaron.

—Esta es la diferencia, esto es lo que no entendieron, este fue el error. Me dieron un hombre fraccionado y yo lo he completado, y es feliz. En cambio, con un ser completo, un hombre enfermo por su completitud, no pude sino agravar sus defectos. Entonces destruí la perfecta obra de la naturaleza, ahora la he mejorado.

¿Matar? ¿Había dicho matar? Mi cerebro reparado hacía juegos malabares con los pensamientos a tanta velocidad que no podía seguirlos. ¿Quién me mató?

—Yo no voy a matar…

—Le he devuelto a la vida, debe hacer lo que le digo. —Sí, era cierto como cierta era la gratitud que sentía hacia él. Se acercó y puso su mano sobre mi hombro—. Ahora es una máquina perfecta, eterna, la muerte y la vejez le han olvidado. Se alimentará con esto. —En su otra mano había una cantimplora con una caña de madera—. Contiene el azúcar y los nutrientes que requiere el buen funcionamiento de su cerebro. Su cuerpo no precisa más.

Cogió la palanca de mi pecho y la hizo girar. Tic, tac, tic, tac. Sentí que el tamborileo que llenaba mi cabeza aumentaba, aumentaba aún más, mis pulmones, o el fuelle que hacía su función, dobló su cadencia.

—Así puede hacer cuanto quiera, incrementará su fuerza, su destreza alcanzará una precisión matemática. Puede detenerse hasta casi parecer muerto, inerte. Es perfecto, incansable, ajeno al dolor y al placer que distraerían sus pensamientos. A cambio de todo esto, solo tiene que matar a quien quiso matarle.

—Gracias. —No supe decir otra cosa.

—Muy bien. Veo que su mente funciona a la perfección. Él le trajo aquí, él y ese yanqui repugnante, y luego cuando hice lo que debía, cuando devolví las cosas a su sitio, rectificando lo que su Dios había permitido que se estropeara, él, ellos se fueron, me dejaron, insultándome, amenazándome una vez más. Ahora van a morir. No pueden escapar, incluí en él, sin que lo supiera, el veneno que lo matará, que lo atraerá hacia el final como a un néctar de fragancia ineludible… sí. Ese hombre es quién ha sumido a esta ciudad en el horror, el asesino más grande de la historia, es un monstruo al que hay que parar, y solo usted puede. Es Jack, el otro Jack, el que llena de sangre las noches, el mayor horror que ha salido de vientre materno, y que clavos y martillos han perfeccionado en su vileza. ¡No lo hice yo! ¡Su creación no puede pesar en mis faltas! ¡Fui forzado por aquellos que ansían el don que solo puede pertenecer a unos pocos!

Se apartó de mí, caminando furioso, o eso interpreté yo viendo sus convulsiones, su temblor, como un dragón herido.

—Usted lo hizo, como a mí…

—¡No! Me obligó él. Él me forzó. Dijo que necesitaba una prueba, algo que mostrar a sus importantes amigos deseosos de una vida eterna que no merecen. Pues ya tienen su demostración, la tienen corriendo por las calles de Whitechapel.

—¿Cómo le obligó?

—Con mi amada. Yo la rescaté de las garras de la muerte, y él me la arrebató del modo más cruel…

—¿Era su esposa?

—No lo sé. No recuerdo apenas nada. ¿Lo entiende? Eso es lo que me quitó. Primero me la robó, en América, en el fuego. Lo perseguí hasta aquí, la busqué con todo mi empeño, y me fue fácil. Él quería que lo encontrara, me quería a mí, me tentaba con ella. Tomé mis precauciones, tengo demasiados años para dejarme engañar. Tenía conmigo a uno de sus hombres, uno que abandonó medio muerto entre las llamas y que yo devolví a la vida, lleno de odio hacia él. Lo tenía, y entonces la mató, la… la asesinó desp… despiadadamente. —Las convulsiones apenas le permitían moverse o hablar. Echó mano a su pecho, semejante al mío, y se dio cuerda, hasta que su voz se convirtió en un susurro calmado—. Creí que eso era lo peor, mi infierno. Pensé que la ira hacia él me quemaría hasta morir. Su crueldad no se detuvo en eso. Cometí un error. Llevado por una furia devastadora destruí todo lo que era suyo, o eso intenté. La rabia me cegó, me equivoqué y me atrapó. No me mató, eso sería una nimiedad para una mente nacida para causar dolor, como la suya. Me quitó su memoria, su memoria. Entonces conocí el verdadero odio, la cólera sin origen, sin motivo, que lo quemaba todo. Sé que la amaba… pero no recuerdo su cara, su voz, no queda nada del tiempo hermoso que debimos pasar juntos. ¿Cuál era su nombre? ¿Qué sueños compartimos? ¿Cómo era su caminar, su sonrisa…? Solo hay vacío y dolor, años de vacío y dolor. Me tendió una trampa, me derrotó, después de ser explotada, manoseada por ese Tumblety… la habían asesinado y borrado su paso por la tierra. Me volví loco. Juré venganza, exigí su vuelta, seguí quemando cada uno de sus proyectos. Él se negó a devolvérmelo a menos que accediera a sus peticiones, a asegurarle la vida a él y a su cuadrilla de megalómanos…

—¿El monstruo? ¿Tumblety?

—Un hombre despreciable —pareció más calmado—, aunque útil. Su odio hacia mi enemigo me ayudó. Lo utilicé, a él y a la frustrada creación que ellos me proporcionaron, a su «Jack», para forzarlo a devolverme mi pasado; no cedió. Ahora ha pagado, le he quitado a su querida niña, por siempre. Venganza por venganza… esto tiene que acabar, usted lo va a acabar.

—¿Por qué no lo hace usted?

—Me lo impediría. Tiene mi voluntad atrapada junto con ella… si solo pudiera saber cómo era, cuál era su nombre, el color de su pelo… Usted, usted es perfecto, puro, no podrán detenerlo. Mate a Jack, acabe con mis errores. —Volvió a girar la palanca de su pecho, despacio—. Ofrecieron a un pobre desgraciado al sacrificio, estaba dispuesto a inmolarse por salvar a su amor, ¡cuán importante es el amor, y a mí se me niega hasta su recuerdo…! Pero otro fue la víctima, un enfermo, y ahora un asesino. Acabe con él. Luego vaya a su casa y traiga la memoria de mi amada.

La memoria de su amada; sin duda se refería a aquel artilugio que me pidieron localizar, cuando aún estaba vivo, ahora todo quedaba claro. Siendo algo tan valioso para Dembow, algo que le mantenía a salvo de ese Dragón, debía tenerlo muy cerca de él, con él. Creí saber dónde la escondía, conocía Forlornhope, recordaba las máquinas, mis congéneres. Sin embargo, dije:

—No iré.

—Puede que no sea necesario ir a ningún sitio. —Giró su abominable mirada hacia Potts, que sonrió asintiendo—. Parece que ellos vendrán a nosotros, en dos días, y usted será mi arma secreta. ¿No es así?

—Así es —contestó Potts—. Aunque tras mi última visita… creo que andan algo desquiciados.

—Mejor para nuestros fines.

—No lo haré —interrumpí.

—Pues mataré a su amigo español. Este caballero —señaló a Potts—, me ha sido fiel desde hace muchos años, no le importará asesinar por mí, ¿verdad, herr Pottsdale?

—Todo lo contrario, herr Ewigkeit. Siempre es un placer y un honor atender a sus deseos.

—Por otro lado, no me parece mal acuerdo, el evidente talento del señor Torres juega en mi contra, empiezo a no ser necesario ni indispensable para mi amigo, y eso es lo único que impide que destruya lo que más deseo.

Salvar a Torres, ahora podía salvar a Torres, y estaba en un peligro por encima del que nadie había estado. Proteger a mi amigo, mi único amigo, y pagar la deuda contraída con mi benefactor, mi mayor benefactor.

—Si le ayudo…

—Desapareceré en la noche, lejos del hombre. Solo. Con mis recuerdos.

Claro que acepté, a nadie en la historia se le ha ofrecido trato tan ventajoso, tanto para él como para el resto de la humanidad. El hombre que me diera una nueva vida me pedía que salvara a mi único amigo, consiguiendo para él su amor perdido, y entonces se iría, sin más. Por si no fuera suficiente, como parte del trabajo impuesto, habría de acabar con Jack el Destripador.

—Lord Dembow no me permitirá…

—Para eso le he hecho perfecto. Nadie puede detenerle.

—Debiera probar mi perfección. —Miré a Potts. Él rio.

Herr Pottsdale —continuó Ewigkeit—, ¿está todo acordado?

—Así es. —Potts parecía tan arrogante que hubiera vomitado de tener estómago—. Tras el mal trago del incidente en su salón, nos dejamos engañar, como usted indicó, y se han avenido a razones. Se creen muy listos. Mañana nos han citado en… —decidió omitir el lugar ante mi presencia—, y como usted planeó, encontrarán algo más de lo que esperan. Me mostré sumiso y complaciente con ese Dembow, aunque en el estado en que lo encontré no creo que…

—En ese caso, herr Pottsdale, sus servicios ya no me son necesarios. —Nos dio la espalda. Potts dejó de reír y yo lo maté.

No fue una venganza, no por Lawrence, ni por mis camaradas de la parada de fenómenos. No hubo tiempo para pensar en ellos, ni en las humillaciones que me hiciera pasar, en las exhibiciones impúdicas, en el dinero tintineando en sus manos, en las risas ante la muestra de vergüenzas y deformidades; nada de eso. Fue el convencimiento, la sincera certeza de que por una vez en mi vida hacía algo bueno, algo por el resto de la humanidad. El mundo iba a ser más hermoso cuando esa criatura dejara de respirar. La cara de asombro de Efrain Pottsdale antes de su final, su mirada fija en la espalda de su amo, y su cuello crujiendo, todo en un segundo, me hicieron comprender que él no sería el último estigma que eliminaría con mis manos. Ahora eran poderosas, como las de un oso, ahora tenían un propósito: un monstruo que acabaría con todos los monstruos.

Herr Ewigkeit ignoró el cadáver de quien había compartido su suerte durante diez años. Ahora, que sin alcanzar su edad me aproximo algo más, sé que una muerte es una cuenta más en un rosario; se reza un avemaria y se pasa a la siguiente. El Dragón se limitó a apartar el cuerpo y explicarme cómo cazar a Jack el Destripador. Había perdido el contacto con Tumblety. ¡Con Tumblety! ¡Era él! En sus palabras se fundían ambos nombres en uno, Jack y Tumblety. ¿Tenía yo razón? ¿Era el doctor indio el asesino? Cómo deseé hacer partícipe a Torres de la confirmación de mi éxito entonces.

—Tumblety es… ¿es Jack? —musité, y herr Ewigkeit rio con ese remedo de risa propia de quién no ha nacido para reír, como la mía ahora…

—Todos somos Jack, en cierto modo —respondió enigmático como parecía ser su costumbre. Dijo suponer que Tumblety estaría refugiado en algún antro, como había estado los últimos meses, un nido de fieras desde el que iniciar sus carnicerías.

No me explicó la causa de la marcha del sujeto, mi nuevo cerebro me llevó a pensar que Tumblety escapaba de donde no veía beneficio económico alguno, ni satisfacciones a sus apetitos. Cualquiera que fuera el trato que tenía con herr Ewigkeit (y siendo este un hombre con los talentos del Armero, podía ser muy provechoso), debió ver que no iba a cumplirse, o se modificó de modo muy desagradable, y escapó. Herr Ewigkeit tenía hombres buscándolo. Cuando averiguara dónde se escondía, me lo haría saber. Toda la policía, el comité de vigilancia, el barrio entero había fracasado en encontrar al asesino, ¿y lo iba a hacer él?

Entretanto tenía trabajo para mí, al día siguiente mismo. Sin duda lo que más le interesaba era la memoria perdida. Al parecer, tal como dijo Potts antes de expirar, habían concertado una reunión con Dembow para la noche siguiente, pare renegociar y obtener de algún modo los recuerdos que tanto ansiaba. Debía estar allí, no se me dijo con claridad para qué. Seguro que no para ninguna actividad pacífica. Yo tenía mis propios planes. No iba a dejar la vida de Torres en el aire, dependiendo del ánimo de un enamorado mecánico enloquecido.

Pasé esa tarde de sábado, mi primer sábado en mi nueva vida, acostumbrándome a mi ser, bajo la tutela de mi creador. Otra vez como un niño, aprendiendo a andar, a moverme con mis nuevos miembros. Ewigkeit aseguraba que el aprendizaje sería rápido, y aunque en un principio temí que esa opinión fuera más fruto de la urgencia por que cumpliera con mis tareas, lo cierto es que no tardé en hacerme a mi situación. Lo único que me resultaba difícil y aún me espanta, aunque con lo años he aprendido a vivir con ello, era la falta de sensaciones. Veía con necesidad de muy poca luz, oía el menor de los susurros, pero no sentía nada, o lo sentía de forma diferente. Mis manos no percibían lo que palpaban, aunque era consciente de que tocaba algo, y notaba si mi presión era excesiva o no. Había perdido calidades, sensaciones. Todo era como si fuera un espectador de un cinematógrafo donde se proyectaba mi vida.

El domingo continué con mis ejercicios, esa tarde, según se me dijo, sería mi debut. En ese fin de semana de aprendizaje no tardé en descubrir que me encontraba en un burdel, un burdel de lujo. Permanecía confinado en los aposentos de herr Ewigkeit, un complejo de pasillos y habitaciones secretas, al margen del lupanar, pero en ocasiones, en descuidos, pude ver a las chicas ligeras de ropa reírse y escuchar la música, y disfrutar desde la distancia con el correr de los licores y la fiesta. También oía las peleas, los castigos a las muchachas más díscolas, los abusos, que en los estamentos más altos de la prostitución se daban, igual que en los más bajos.

Estuve la mayoría del tiempo solo. Andando por esos pasillos, cogiendo objetos, comprobando mis capacidades tal y como me instruyera herr Ewigkeit. Al mediodía mostré lo aprendido ante mi amo, el amo de todos los que en ese lupanar vivían. Vi en este Jack a un hombre muy solitario, el más solitario de la cristiandad me pareció, sin contar con mi persona. No estoy seguro si esta intuición mía era fruto de mi nuevo cerebro de precisión relojera, o si cualquiera que hubiera visto al Dragón en persona hubiera sacado similar conclusión. Lo cierto es que era un hombre, o lo que quedaba de un hombre, deseoso de hablar con alguien, y en mi cara de metal veía ahora un hermano.

Me examinó en aquel laboratorio donde naciera. Allí había dispuesto una mesa, sobre la que había tallado un intrincado laberinto en el que se movían bolas de madera, de las usadas en el criquet. Me tendió un taco, y me hizo conducir con él a las esferas a través de recorridos diseñados. Mi brazo temblaba, mis golpes eran muy bruscos.

—No está preparado —dijo una vez juzgados mis progresos—. Es muy pronto, no es culpa suya. No importa, esta tarde no creo que le necesite. Podemos esperar. Lo he hecho durante décadas, ese monstruo ya ha pagado con lo que más quería, tomar su vida puede…

—¿Tanto le odia? —pregunté.

—¿Acaso no se lo dije? Me robó lo que más amaba, y del modo más despiadado que puedas imaginar. Mi candidez… sí, aún con mis años soy presa de un corazón tierno, ¿cómo no serlo cuando se está tan solo? ¿Cómo no confiar en la mano que se te tiende cuando el pasar de los días se vuelve un calvario? Le encontré en América. Había cambiado de ser. Alguien como yo ha de comportarse como las serpientes, esos animales malditos del creador, que han de mudar de pieles de tiempo en tiempo. Así yo me había transformado, pero con el tiempo cada vez era más difícil encajar en cada nueva piel, en cada nueva vida.

»Llegó a mí en Filadelfia, atraído por mis exhibiciones, que hacía tiempo ya no realizaba. Mi amada enfermaba cada día más. Los añadidos, las prótesis que sobre un cuerpo vivo como el mío aseguraban la eternidad, no podían devolverle el alma, no del todo. Aún debían pasar dos décadas para que alcanzara en mi arte la pericia que he mostrado con usted, y que he derrochado con el otro. Llevaba años tras de mí, aseguró, interesado en los autómatas, en la posibilidad de crear vida y belleza, en la eternidad. Me recordaba a mí en mi juventud, anhelos similares nos movían, o así me lo hizo ver.

—¿Era Dembow?

—Sí, ese despreciable ser… —De nuevo las horribles convulsiones agitaron su cuerpo. Trató de ocultaras colocando objetos y alienando herramientas. Había un montón de aparatos mecánicos diseminados, uno de ellos, del tamaño de un ser humano, estaba cubierto por un lienzo rojo—. Entonces era más joven, más audaz, y disfrazaba su identidad con otro nombre, como camuflaba sus verdaderas intenciones con fingida curiosidad.

—¿Así le engañó?

—No mein freund, le he dicho que entonces era un alma Cándida, deseosa de sentir el calor de aquellos con los que antes compartiera especie, lo que no me hacía un imbécil. Todo lo contrario, la cautela era obligada en mi situación, y así procuraba alejar mi persona todo lo posible de la luz reveladora, manteniendo mi disfraz perpetuo, salvo para hombres de confianza, pocos, y siempre reemplazables. Algunos años atrás, diez, quince, el tiempo deja de tener importancia ya, había orquestado mi propia muerte una vez más, durante un viaje a cuba. A bordo de ese barco morí, y renací luego como el doctor John Kersley Mitchell.

»El doctor era hombre principal en Filadelfia, y no me costó convencer a mis amigos, conocidos, compañeros de club, de conseguir un acomodo apropiado a mi amada. Allí, en el Museo, estuvo tranquila, mientras yo investigaba, trabajaba en ella, para dotarla de más vida… Con una pequeña fracción de la que tuviera antes, con un pedazo de su alma del tamaño de un grano de mostaza me hubiera bastado para ser feliz por siempre. Mis conocimientos médicos eran ya más que considerables, muy superiores a cualquier galeno de mi época, y por tanto podía ejercer bien las labores de doctor, atender a grandes prohombres y, en algunos casos, acabar con intelectuales entrometidos que habían hecho peligrar en el pasado la vida de mi amada.

»Entonces llegó el monstruo, haciendo preguntas, requiriendo mi ayuda, hablando una y otra vez del futuro, el bien del hombre, la fuga de la muerte cruel… eludí su molesta presencia en lo que pude, dándole evasivas e invitándole a una exhibición de ajedrez, aún hacía alguna por entonces, para acallar sus intereses. No solo era mi habitual miramiento con todo el que se me aproximaba de nuevas, es que me era difícil dilucidar cómo había sabido de mí, qué le había llevado, a través de los cuatro años que había pasado investigando en mi entonces país de origen, a concluir que yo era una autoridad en las disciplinas objeto de su desbocado interés.

»Forcé mi débil memoria, creía recordar su rostro, acompañado de otro mucho más hermoso de mujer, oculto entre el público de varias de las demostraciones que realizara tiempo atrás… no estaba seguro. En todo caso mostraba habilidad y conocimientos encomiables, parecía el ayudante perfecto, y la efímera existencia del resto del género humano me obligaba a mudar rápido de asistentes, ante lo imposible de depender solo de mí, en mi situación. Lo tomé a mi servicio, le descubrí mi condición y le instruí en los modos para mantener el secreto en medio de la entrometida sociedad de Pensilvania. Fue una dichosa asociación en un principio, la pericia en ciencias y tecnologías de mi joven aprendiz me daba esperanzas, ambos podríamos devolver la luz a los ojos de mi amada… —un violento espasmo y sus dedos fustigaron su cuerpo con sonoro retemblar de campana, como un monje flagelándose— pobre tonto petulante con corazón de metal.

—¿Le traicionó entonces?

—No.

Con eso parecía dar por terminado su relato. Me hizo más pruebas: malabares con esferas de distinto peso, detener el paso de extraños móviles lo más rápido posible… para concluir por fin si, como parecía, el dominio de mi nuevo cuerpo no era el suficiente como para cumplir bien con mis objetivos fijados. Yo aún sentía curiosidad, y dije:

—Aún no entiendo cómo pudo…

—Apelando a mi única flaqueza. —Temblando, acercó sus dedos afilados a su pecho y girando una llave redujo el ritmo de su permanente ronroneo—. Este corazón mecánico es frágil, más que ningún otro que bombee sangre. Ese inicuo ser estaba casado, y tuvo pronto descendencia estando ya a mi servicio. Su esposa no era otra que esa exquisita criatura que recordaba yo de entre la bruma de caras insulsas de mi enojoso público, mujer que en nada combinaba con su repelente persona. Aquel año… recuerdo que la urbe estaba pletórica, hermoseada por bailes y acontecimientos sociales que celebraban la importancia cobrada por la ciudad. En medio de aquella felicidad, alguien entró en casa de mi ayudante, secuestró a su familia y a él le tiroteó.

»Mientras la policía buscaba al asesino, temiendo lo que hubiera podido hacer con los suyos, trajeron al herido a mí; sabiéndome médico y su patrón, no había iniciativa menos natural. Presentaba dos heridas de bala, en un costado y el bajo vientre, le habían sesgado su virilidad de un disparo. Lo curé, en lo físico no me fue costoso, pero una perdida así no es soportable para el hombre común. Yo he trascendido la humanidad, y he sublimado el amor alejándolo de apetitos sexuales que enturbian, pero él, más miserable, penaba por su masculinidad perdida por siempre, por su progenie cercenada más que por la pérdida de su hijo recién nacido o de su esposa. En los delirios del postoperatorio creí ver que la poda de su linaje le preocupaba sobremanera, mucho para ser un hombre humilde, educado por sus propios medios como se había presentado. Incluso así, no desconfié, ¡verdammt nochmals! Ni siquiera cuando a los veinte días, ya repuesto gracias a mi ciencia, me rogaba que cambiara su cuerpo, que lo hiciera como yo, eterno, por siempre joven.

»Me negué, no podía condenar a nadie a mi vida, a nadie sin la pasión, la firme decisión de dedicar la eternidad a recuperar el amor. Él no lamentaba el destino de su esposa, no como era de esperar, solo deseaba lo que yo tenía. Creí, sin embargo, que la perdida de los suyos lo había trastornado, y eso me irritó. Con mi humanidad había perdido también toda contención, ya lo comprobará usted en breve, así la ira que sentí por el infortunio de mi ayudante, por la vileza del asesino y secuestrador, fue desmedida. Soy sensible a las pérdidas románticas, pese a lo que puedan hacerle pensar mis recientes actos. De modo que cuando la policía me dio parte de sus pesquisas, asegurando que una pareja de características similares, con un bebe a su cargo, había abandonado con prisas la ciudad y acababa de encontrar cobijo en un pueblecito cercano a Nueva York bajo un nombre falso, me decidí a intervenir.

—¿Ella estaba con él? No trató de… ¿consentía?

—Yo ignoraba todo al respecto. El sujeto, el secuestrador, parecía ser un inglés llamado Williams, o algo así. Un delincuente buscado ya en su país. Estas fueron mis averiguaciones, junto con las de la policía, y todas ellas se las comuniqué a mi paciente, y él, grosse scheisse, clamó venganza. Me rogó, suplicó con lágrimas en los ojos que ya que no le concedía el don de la inmortalidad, triste perpetuidad la que quería, acabara con la vida del contumaz criminal y le permitiera ver, aunque solo fuera por una vez antes de morir, el rostro de su amada. Accedí.

»Era un hermoso verano cuando fui, enardecido como el ángel de la muerte, hasta Nueva York. El criminal era joven, muy joven, apenas un niño, pero astuto y capaz por encima de su edad. Había convencido a los propietarios de una pequeña granja para que le dieran un techo a cambio de trabajo. Entré a sangre y fuego, dispuesto a ejecutarlo, castigándolo por su terrible falta. No era entonces como soy ahora, y aun así, era un enemigo en nada desdeñable. Arrasé la granja, maté al ganado raquítico que mugía como paupérrimos heraldos de la justicia que se cernía en esa casa. El joven asesino no tuvo tiempo de reaccionar, lo encontré en el granero, desarmado salvo por tres herramientas herrumbrosas que no tuvo tiempo de utilizar. Lo tiré al suelo y lo apuñalé en la espalda hasta dejarlo inmóvil.

»—Vas a pagar por la vida que has destrozado —debí decir algo semejante, no lo recuerdo. Dispuesto a decapitarlo estaba cuando oí la voz suplicante de la muchacha, la mujer retenida, abrazada al niño. Parecía temer por la suerte de su captor, con sinceridad, estaba sana y bien cuidada pese a su economía de prófugos desesperados.

»—No es suyo. —Se refería a la criatura que sostenía entre los brazos—. Es de él. —De Williams—. Por favor, no… —No estaba dispuesto a aguantar más embustes, necio… si hubiera escuchado a esa muchacha. Entonces apreciaba a mi ayudante, y viendo su estado, cómo ese asesino lo había dejado, no pensé sino que tal vez aquella adúltera había urdido esa traición con su amante, asesinando a su esposo y huyendo a refugiarse con en los lúbricos brazos de Williams, ella y el fruto de su pecado. Aun así, ella aseguró que vendría conmigo, sin oponer resistencia, que volvería resignada a los brazos de su esposo capón si permitía que ese muchacho sobreviviera.

»¿Cómo no comprendí la situación? ¿Cómo alguien que ha vencido sobre la tirana de la vida no pudo entrever el miedo que el retorno al orden conyugal infundía en sus bonitos ojos? Me la llevé, dejando al tullido a cuidado de aquellos muy espantados granjeros. Regresé, antes de lo que el traidor había calculado, desconocía las capacidades de mi cuerpo. Era julio, por la tarde. Cuando fui a presentar su familia rescatada a mi ayudante, él ya no estaba. Había salido, me dijeron, con una veintena de mis hombres. Habían ido al Teatro Nacional, que estaba junto al Museo Chino, donde mi amada dormía, y ese día no había función alguna, menos a altas horas de la noche.

»Corrí, que digo, volé hacia allí despavorido, ignorando cualquier precaución, olvidando a la mujer y el crío que me acompañaban. Los encontré en el teatro, pensaban atravesar sus instalaciones y acceder a través de ellas al edificio colindante, el viejo Museo Chino. La quería a ella, ya que no obtenía su transformación contra natura directamente de mí, pensaba utilizarla, amenazarme quitándole la poca vida que había logrado darle. Jamás.

»Entre por el techo, atravesando la bóveda que coronaba el patio de butacas, arrastrando con mi ímpetu la lámpara de mil cristales que colgaba de ella y escupiendo fuego, por primera vez en mi vida. La furia es mala consejera, en especial si el asunto son temas tácticos. Mis rivales, más sibilinos y cobardes, iban bien pertrechados en espera de cualquier sorpresa. Me recibieron con una descarga de fusilería que me dejó tendido en el centro del escenario. Tendido y escupiendo fuego sin control. La lámpara se estrelló en el suelo con el estruendo de la cristalería de Dios cayendo desde el firmamento, espero que alguno ascendiera a ese cielo entonces. Mis llamas saltaron a los palcos y las butacas de patio, al telón y la tramoya, todo ardió en segundos.

»Tardé en recuperarme, mi persona no era todavía perfecta, y nunca, hasta entonces, había preparado mi cuerpo para el combate. Estaba en medio del infierno, las llamas me lamían, habían calentado mis fluidos, la presión dentro de algunos de los pistones era alarmante; y estaba solo. Iba a dejar de existir, no de morir, eso ya lo hice, sino de pasear por este extraño limbo que yo mismo me creé.

»Su recuerdo me hizo reaccionar. Tenía la sensación de haber estado allí, en el cetro del escenario, durmiendo acunado por el fuego durante horas. No podía ser, el fuego hubiera calcinado ya del todo las tablas sobre las que me incorporé. Corrí entonces, derribando paredes a mi paso, a la calle, al Museo. También ardía; los dos edificios eran antorchas, hermosas luminarias en la noche de Filadelfia. Los bomberos ya se aprestaban con valor y disciplina cuando entré en la guarida de mi amor. Los asesinos escapaban, creo que los vi huir, indemnes. Estaba desnudo, ardiendo, expuesto al asombro de los ciudadanos, pero tenía que entrar.

»Ella solo era un amasijo de madera y metal ardiendo. La habían quemado, o lo que es peor, mis propias iracundas llamas, desbocadas, habían causado esto. Vi sus restos consumiéndose, incluso puedo jurar que la oí musitar: “¡Échec! ¡Échec!”, por última vez. Desee morir otra vez y ya no podía.

Se sentó, agotado. Frustrado porque su cuerpo artificial ni toleraba ni expresaba con propiedad todos esos recuerdos, esas emociones. No tuve que insistir esta vez para que prosiguiera.

—Sin embargo, aún la recordaba. Aún podía decir su nombre y tal vez ver el color de su pelo en el reflejo del sol, o en la noche estrellada, no lo sé. No recuerdo cómo nos conocimos, ni el día que encontré valor para confesar mis sentimientos, ni siquiera las causas que hicieron germinar ese amor, ni el tiempo que lo regó e hizo madurar. ¿Nos casamos tal vez? ¿Tuvimos descendencia? ¿Fue un amor largo y reposado o por el contrario una pasión desbordada que quemó pocos días de nuestra vida? Nada. Entonces sí, entonces su recuerdo era dolor. La rabia me llevó a volver con el muchacho que abandonara tullido en Nueva York. Lo curé, suplí las partes dañadas por mi ataque a cambio de que me contara lo que fuera sobre el asesino que la había incinerado.

—¿Le salvó?

—Sí, el daño no era mucho. Reparé ciertos desperfectos en su médula, mi primer trabajo de reconstrucción, después del de ella y el mío propio. Perdió toda sensibilidad, pero vivía. Entonces me contó la verdad. Me dio su nombre, el odiado nombre de Dembow, y me habló del monstruo que era. Desde entonces dediqué mi vida a arruinar la suya. Ataqué como las siete plagas cada proyecto, cada esperanza de su familia.

—¿Y él? ¿Aquel hombre…?

—Odiaba tanto a Dembow como yo, si no más, y se unió a mí. Entró en el ejército británico, era inteligente y capaz, así que pronto ascendió, aunque su amargura le impidió medrar lo que sus habilidades prometían… cuánto sufrimiento en torno a mí, siempre… Imagine mi sorpresa cuando, tras años de hostigar a mi enemigo, llegan a mis oídos noticias de la resurrección del Ajedrecista de Maelzel. Increíble, ella estaba viva. Dembow la había robado y dejado en su lugar un señuelo para confundirme, esperando obtener de ella la tecnología que yo le negaba. Incapaz de sacar provecho de su robo, decidió airearlo, como cebo para atraparme.

—Y usted se dejó atrapar.

—Por supuesto. Reclamé el favor que me debía Williams, que con inesperada facilidad, ya le dije que era hombre de muchos talentos, se incorporó al servicio de lord Dembow, como mi espía. Con el tiempo conseguí averiguar el paradero de ella, y ataqué. El resultado fue su muerte.

—De nuevo.

—En efecto. El dolor de la esperanza rota, una vez más, fue excesivo, y aun así me reitero en que aún me aguardaba uno mayor. Mi alocado temperamento, mi rabia infinita me hizo descuidado. Ataqué otra vez y fui capturado, no sin arrasar todo lo que encontré a mi paso. No me mataron, ni siquiera me tomaron prisionero. Dembow había aprendido mucho en estos años. Me robó mis recuerdos de ella, así de cruel puede ser este hombre, que no solo mata el amor, si no la memoria del amor. Me los devolvería, dijo, si yo reparaba su cuerpo de viejo enfermizo y castrado. Tendría a mi amada si le daba la eternidad. Accedí a hacer una demostración, ya le he contado, pero siguió exigiendo más. He luchado por ella con todas mis armas, he seguido zahiriendo al noble mezquino tanto como he podido, he soltado las furias sobre esta ciudad sin resultado. Hasta hoy. Hoy es el día de mi venganza, en el que me temo, querido amigo, que usted no participará.

Dejé caer las seis bolas que mantenía en el aire, con emociones combinadas de frustración y alivio; no quería entrar en esa vorágine vengativa que era la vida de este Dragón. Él se acercó al bulto cubierto de tela roja, y apartó el lienzo. Un maniquí, un muñeco de aspecto humano y digno quedó mirándome, con soberbia. De no ser por su rostro de porcelana y su mirada de hielo, parecería un hombre vivo, el único vivo en esa habitación.

—Esta noche será el triunfo. El triunfo y el dolor.

—¿Yo he de esperar aquí?

—Sí. Cuando sea preciso irás por el monstruo.

—¿Cuándo, cómo lo sabré?

Dio media vuelta.

—¿No le sientes? —dijo.

—No.

—Eso es que duerme… lo notarás en tu corazón. Lo hice para eso, un fuerte corazón con un cohesor de Branly… cuando llegue el momento lo sabrás, y encontrarás a Jack.

El resto de la jornada detuve mi cuerpo. No del todo, pues todavía conservaba demasiadas partes humanas. Entré en una noche sin sueño, ese descanso innecesario, vacuo, que ahora conozco tan bien.

La mañana del siguiente día, el veintidós, seguí ejercitándome. Las dependencias secretas del lupanar parecían desiertas y el silencio excesivo. Por la noche, hubo jaleo en la casa. Los lunes suelen ser jornadas de mucho trabajo en un burdel, la forzada abstinencia de la víspera desbordaba. Al margen del bullicio habitual, ese lunes en concreto ocurrió algo. A través de pasadizos secretos y tabiques falsos oí como la gobernanta del lupanar buscaba a alguien. Oí voces de hombres, también ocupados en registrar la casa de arriba abajo, algunas de ellas me resultaban familiares, incluso juraría que una era la de Perkoff, el líder de los Tigres. Lo ignoré. Me ocupaba de lo mío, esperando mi ocasión, que llegó de forma inesperada.

Entrando en un cuarto, me topé con una joven. Una muchacha pelirroja, que por su expresión de susto, parecía ser el objeto de la agitación de la casa.

—¡Señor Ewigkeit! —dijo sorprendida al verme. Iba envuelto en mi abrigo, como me había acostumbrado a ir en esos días, y sin duda por mis andares me había confundido con el diabólico señor de la casa—. ¿Se acuerda de mí? Todos le están buscando… —Se estiró para mostrarse. Era muy joven, atractiva y parecía algo bebida. Había llegado hasta allí, las dependencias secretas del burdel, y eso no podía hacerlo cualquiera—. Soy Mary Kelly. Estuve con usted en París, ¿recuerda? Siempre cumplí con mis obligaciones bien, nunca hice preguntas…

—Sí —dije siguiéndole el juego.

—Necesito ayuda. ¿No podría entrar de nuevo con usted, a su servicio? Necesito dinero, ya no bebo —mientras lo decía estaba tambaleándose—. Por favor…

—No sé…

—Estuve ya aquí hace casi un mes, ¿no se lo dijeron? Atendí a una amiga suya… —Se puso de rodillas de pronto, tomándome por los faldones de mi gabán—. Por amor de Dios, señor, ayúdeme. —Me aparté, temía que oyera mis latidos, que abriera el abrigo y viera… me enfurecí. Otra vez temiendo por mi aspecto, por las reacciones que mi apariencia pudieran provocar. Me acerqué rápido a un buró que había al lado, el mismo que registraba la muchacha cuando entré. En él había un abrecartas, de plata parecía. Lo cogí y se lo tendí.

Ella se levantó, con media risa alcohólica.

—¿Un regalo? Pfff… Gracias señor… pero…

—Sácame de aquí. —La chica quedó muy sorprendida, luego volvió a reír.

—¿Quiere hacer una «escapadita» con Mary? Claro… sin que le vea nadie, como en París… venga.

Conocía muy bien el lugar y, en efecto, fue capaz de sacarme de allí por una puerta trasera, sin que nadie se diera cuenta, pese a que toda la casa la buscaba. Sospecho que no sabían que la tal Kelly conocía tan bien las partes secretas del lupanar.

Fuera encontré tanto follón como en el interior, si no más. Carros se agolpaban en la fachada delantera, podía verlo a través de un callejón, y el trasiego de bultos era continuo. Había otra chica esperándola. Kelly la abrazo y la besó en la boca casi con violencia, mientras me miraba.

—Maria —dijo—, este señor me ha regalado este cuchillito. —Se reía mientras enseñaba el abrecartas, acariciando con su filo la cara de su amiga—. Me lo ha dado para que me defienda de Jack, ¿verdad? —Al hablar del asesino, su diversión terminó, su semblante palideció aún más. La otra muchacha parecía más sobria y tímida, y ahora muy apurada—. ¿Viene con nosotras, señor? Podríamos divertirnos…

—No —procuraba hablar lo menos posible—. Otro día. Te daré dinero.

—¡Cuánta generosidad! —No podía seguir con ella, tenía que irme, no paraba de reír y estaba a un paso de volverse escandalosa—. No creo que pueda volver por aquí, esas putas envidiosas… perdón.

—Yo te buscaré, mañana. —Y me marché andando rápido.

—¡Estoy en el trece de Miller’s Court! ¡Pregunte allí por mí! —me gritó mientras me iba.

Era de noche, una noche muy fría, pero las inclemencias del tiempo ya no eran de mi incumbencia. Caminé sobre los tejados de todo Londres. Mis extremidades aceradas se aferraban a las paredes, trepaba, saltaba, corría feliz viendo las calles de mi ciudad, a las gentes que por ellas caminaban ocultándose en paraguas en cuanto empezó a llover. Estuve en el Puente, en Westmister, viendo todo lo que antes solo veía a la mitad, oyendo la lluvia cayendo a mi alrededor, no solo a mi derecha. Fui feliz. Descubrí el inmenso placer de mirar Londres desde lo alto, por encima de sus olores y miedos, por encima de su asesino, y comprendí que pasara lo que pasase, esa ciudad sobreviviría al Destripador, a todos nosotros.

Llegué a la casa de la viuda Arias ya de madrugada. Me pareció más hermosa y acogedora de lo que recordaba. No podía llamar a la puerta, no con mi nuevo aspecto, y menos viendo al torvo sujeto que la rondaba. Un hombre recio, tocado de chistera vieja y medio rota, que no se esforzaba en disimular su misión de vigilancia. ¿Quién era? ¿Por qué custodiaba la pensión de la viuda? Tampoco tenía una idea clara de lo qué pensaba hacer, no todas las lagunas mentales se han de solventar con la resurrección. ¿Seguiría Torres allí? Lo natural es que no, que hubiera vuelto a su patria, sin embargo, el Dragón había hablado de él… Si no seguía allí, ¿a qué ese guardia? ¿Un policía? ¿Un hombre de Dembow? ¿Qué sabía yo? Sabía que tenía que, de seguir aquí, pedir a Torres que se fuera, que volviera a España, a la paz de sus montañas.

Esperé a que el vigilante se ausentara, él tenía necesidades de las que yo carecía. En efecto, pasado poco tiempo me dio mi oportunidad. Trepé por una de las paredes, hacia la ventana del saloncito junto a la habitación del español, por ahí podría entrar. Estaba oscuro, no me costó esfuerzo alguno llegar hasta allí arriba. La ventana tampoco se me resistió. Era nueva, la habían cambiado, y tuve cuidado en no estropearla.

Entré en el cuarto. Encaramado en el alféizar, con los faldones de mi largo abrigo agitados bajo la lluvia, giré la llave de mi pecho hacia la izquierda. El mundo se hizo muy rápido, las gotas parecían relámpagos a mi lado. Entré tan despacio que el polvo, el poco polvo que la hacendosa viuda dejaba en la casa, no se dio cuenta de mi presencia. Mis pies tardaron una eternidad en posarse en el suelo y no me costó esfuerzo quedar así, en posición tan antinatural, agarrado con los brazos al marco de la ventana.

Cerré con igual lentitud. Miré a mi alrededor. Todo parecía como siempre, impoluto, tranquilo. No debía dispersar mi atención. En algún momento tendría que despertar a Torres, que anunciar mi presencia. Entonces, un terrible pensamiento me invadió: y si, como era de esperar, ya no se alojaba allí, ¿qué pensaba hacer? Si eso suponía que había vuelto a su país, bien, ¿pero y si le había perdido la pista, y solo la recuperaba cuando lo viera entre las garras del Dragón o en medio de las maquinaciones de Dembow?

La puerta de su cuarto se abrió. Aún estaba lento. Mi sombrero había caído, mi cabeza calva y metálica brilló a la luz de una vela. Alguien disparó. No sentí dolor, supe que me había alcanzado por el ruido metálico en mi cuerpo.

Me dejé caer, era lo único que podía hacer rápido. Oí una carrera y otra puerta se abrió, la que daba a la escalera. Por allí entró una niña, que chilló.

—Juliette —dije mientras echaba mano a mi tórax, tratando de acelerarme antes de que me acribillara a tiros. Oí la voz de Torres, repitiendo mis palabras con mucha más fuerza y autoridad.

—¡Julieta! ¡Sal de aquí!

—Señor… yo…

—¡Sal inmediatamente y cierra la puerta! —La niña obedeció. Él se dio la vuelta, sin dejar de apuntarme, se acercó a una lámpara. El haber pronunciado el nombre de la niña salvó mi vida, si es que estaba vivo—. No se mueva, sea lo que sea —dijo en inglés.

—Soy… yo… señor… Torres —dije yo en español. Se quedó parado, bajó algo la pistola con imprudencia. Abrió la espita del candil, mientras se oían voces fuera, subiendo la escalera.

—¿Quién es?

—Yo… don Raimundo —dije otra vez en español, sin dejar de girar la llave de mi corazón. Se persignó. Su pistola cayó al suelo. Creí ver sus ojos lagrimear.

—Cristo redentor… ¿qué han hecho con usted? —No me dio tiempo a responder. Me indicó que me quedara allí mientras rápido acudió a la puerta. Fuera estaba ya la viuda.

—Don Leonardo —era la viuda—, por el amor de Dios, hemos oído…

—No sucede nada…

—Qué pasa, patrón… —Esa era una voz de hombre, que hablaba en español, y en español le respondió el ingeniero.

—Nada, un accidente sin consecuencias. Vuelva abajo.

—¿Seguro? Pa mi que…

—Vaya, Martínez, haga el favor. —Escuché pasos remisos bajando la escalera, y luego, oí ahora en inglés—: Estoy bien, Mary, uno de mis experimentos… Por favor, esperen abajo, yo les explicaré.

—Sabe que estoy a su disposición, y que les he ayudado a usted y a los otros caballeros con lo que he tenido a mi alcance, pero entienda…

—Le prometo que le aclararé todo, aguarde abajo, se lo ruego. Yo estoy bien, nadie está herido. —Y cerró la puerta. Yo había aprovechado el tiempo para incorporarme y comprobar que el disparo solo había abollado mi pecho. Dio la luz—. Qué… ¿Quién le ha hecho esto?

—Señor Torres. Tiene que marcharse. Jack…

—Espere. —Abrió de nuevo la puerta, solo un poco para evitar que los de fuera pudieran verme—. Señora Arias. Necesito que me haga un favor. Llame a la comisaría de la calle Leman. Diga que le pongan con el inspector Abberline o deje recado para él. Dígale que… —me miró—, que venga de inmediato. —Cerró la puerta sin atender a las preguntas de la viuda y volvió a prestarme su atención. Quedó en silencio, solo se escuchaba el traqueteo suave de mi cuerpo—. ¿Necesita sentarse?

—No.

Ya no necesitaba casi nada. Torres no me hizo caso. Acercó dos sillas, avivó la estufa y me invitó a acomodar mis huesos metálicos lo mejor que supiera. Empezó a examinar mi cuerpo, buscando la bala que me había disparado, encontró el impacto en mi costado, fue a su alcoba por herramientas y más luz, y con pericia de relojero se ocupó de restañar el poco desperfecto hecho. Mientras, hablaba como siempre me había hablado, como si aún estuviera vivo. Sin prisas fue contándome todo lo ocurrido en el mundo durante mi ausencia. Poco a poco, el miedo y la sorpresa fueron desvaneciéndose, me convertí otra vez en su testigo, en el receptor mudo de sus deducciones. Poco a poco, estaba otra vez sentado frente a mi amigo, hombre y hombre-máquina, juntos.

Tras ponerme al día de la actualidad, de lo que se respiraba en las calles y entre las páginas de la prensa escrita, hizo una pausa reflexiva.

—Han ocurrido hechos extraordinarios, y muy graves, don Raimundo. Cosas terribles que escapan casi a la comprensión y por completo a la tolerancia del alma más endurecida.

—Y va a contármelas.

—Por supuesto, siendo parte central, tiene el derecho de conocer.

Me miró largo, una vez más. Hombre práctico como era, seguro que calculaba el problema que yo suponía. ¿Qué podía hacer por mí? ¿En qué variaba mi presencia y mi estado la ecuación a la que se enfrentaba? Todo a su tiempo, debió pensar, y comenzó a hablar, a contar los hechos que ocurrieron tras mi muerte. Para referirnos a ellos hemos de retrotraernos varias semanas, de nuevo al lunes uno de octubre de mil ochocientos ochenta y ocho.

Como ya debo haber mencionado, el ingeniero, fruto de sus deducciones, su trabajo con el ajedrecista, la lectura de aquellos planos y demás indicios que fue acumulando, llegó a la conclusión de que el asesino, Jack, utilizaba un mecanismo automático para cometer sus crímenes, o al menos que había una relación entre los autómatas y los asesinatos de Whitechapel. Así se lo dijo al inspector Abberline en la conversación que ya referí, y este, desesperado por encontrar pistas y frustrado por cientos aspectos del caso, decidió ir de inmediato a ver a lord Dembow, poseedor de los planos citados así como de una interesante colección de autómatas.

Fueron los dos entonces a visitar al lord. Se encontraba indispuesto, y les recibió John De Blaise. Torres podía pensar que el joven estaba al tanto de los asuntos de su tío, pero aun así no era el encuentro ideal, querían hablar con el propio lord. Cuando preguntaron, por cortesía, por la señora De Blaise, su esposo contestó:

Desde anteayer no la hemos visto, estoy preocupado, usted sabe que últimamente he tenido problemas con cierto… individuo, no quisiera que hubiera decidido hacerme daño a través de ella.

—Casi podría asegurarle que el señor Bowels no ha hecho nada contra usted —dijo Torres, inquietando a De Blaise, que debió considerar inoportuna la mención de ese nombre ante el policía—. Se trata de un viejo enemigo del señor De Blaise, inspector.

—Entiendo, o creo entender. En todo caso no es esto por lo que hemos venido —eso dijo entonces Abberline. Al día siguiente en un encuentro improvisado no pudo resistirse a su olfato de sabueso, y preguntó—: Por cierto, ¿qué es de ese tal Bowels?

—Está a buen recaudo —respondió Percy Abbercromby, también presente en esa entrevista, a la que más tarde haré referencia—. Es un hombre furioso, mataría a la hiena De Blaise sin dudar. Por cautela, aunque me importe poco la salud de mi querido primo, creo que es mejor tenerlo por ahora a buen recaudo. —Abberline asintió ante esa medida, pero era policía y no iba a dejar pasar su pregunta sin respuesta. Ante su mirada, Abbercromby tuvo que continuar—: Está escondido en una propiedad mía que nadie conoce —afirmación que Torres no desmintió—. Ahí estará seguro y será inofensivo. Creo que estamos de acuerdo, inspector, que viendo las implicaciones de este caso, entregarlo ahora…

—Inspector —terció Torres—, sé que le incomoda esta situación, que es un hombre recto y celoso de su trabajo, por eso le ruego que confíe en nosotros, en mi palabra o si no fuera suficiente, en su intuición; seguro que si se deja guiar por su saber, coincidirá con el señor Abbercromby y conmigo que cuanto menos personas sepan de esto más seguro estamos todos, y al decir todos no me limito a los aquí presentes. —El policía dio por zanjado el tema con un gesto de incomodidad.

—Y… ¿Cynthia? —preguntaba ahora yo. Torres apretó los puños.

—Según el inspector Abberline —contestó—, se encontró el torso de una mujer joven decapitada en Whitehall. No ha habido identificación posible, estaba desnuda, desmembrada… en todo caso, se han estado encontrando miembros cercenados por todo Londres en las últimas semanas… —Dudo que mis facciones puedan ahora expresar intención alguna, pero Torres notó cierta confusión en mí ante lo que decía—. Don Raimundo, la señora De Blaise ha desaparecido… debemos considerar que ha fallecido. Siempre siguiendo la docta opinión del inspector en estas cuestiones, parece que no es desatinado el pensar que el cuerpo hallado en Whitehall son sus restos mortales. En cuanto a lo que vimos en su casa… nada podemos asegurar, si eran… si se trataban de extremidades de la señora De Blaise, no hubo modo de identificarlas. En fin, parece ser que Cynthia había hecho ciertas indagaciones, buscando a una supuesta hermana secreta de Hamilton-Smythe. Tenía una cita con alguien del gobierno esa misma noche, según me informó un amigo con buenos contactos —el señor Ribadavia, no podía ser otro, el cuarto mosquetero en esta conjura de caballeros contra el Monstruo—, a la que no nos consta que acudiera. Puede que esa gentuza se adelantara y la matara allí.

—¿Por qué buscaba entre el gobierno? ¿Qué información…?

—Me temo que en eso tengo yo que ver. —La pausa que vino a continuación era muestra de profunda contrición—. Es algo que no dejaré de lamentar el resto de mis días, y el hecho de que mis actos solo hayan sido impulsados por la mejor de las intenciones no menguan mi pesar. Amigo mío, creo que soy en parte responsable del destino de Cynthia De Blaise, sea este cual sea.

—No entiendo.

—Creemos, es una especulación del inspector y mía, que indagando sobre «la señorita perdida» que yo debía encontrar, una supuesta hermana de Hamilton, Cynthia descubrió algo terrible de su pasado y del de su familia, a lo que sin saberlo ayudé yo. Fue con preguntas a lord Dembow quien debió negarlo, y por algún motivo ella pensó que si su protector tenía información, la habría conseguido de sus poderosos aliados en lo más alto del gobierno del país. El asunto de esos contactos entre lo más alto, también debe ser aclarado. En fin…

—¿Pero qué pasó? —insistí.

—Sí —sentenció Torres—. No es momento de divagaciones.

Abandonó un instante el cuarto y pidió ayuda a la siempre solícita viuda que, sin entrar, obsequio a su inquilino con una botella de vino. Se sirvió un vaso y puso una copa ante mí también, aunque había sido ya privado por toda la eternidad del placer de paladear licores.

Entonces, por fin, Torres volvió a retomar el hilo y contó lo sucedido en el salón principal de Forlornhope, que era tal y como yo lo recordaba. Hizo su aparición el monstruo de Tumblety, Jack, ese al que había abierto yo el paso. Me lamenté por ello.

—No es culpa suya —dijo Torres—. ¿Qué podía saber? Más responsabilidad tengo yo. Debí buscarle, atenderle, en vez de enfrascarme en eso. —Señaló su cuarto, donde aguardaba el Ajedrecista, casi abandonado durante el último mes. Continuó con el relato. Todos quedaron estupefactos al ver el monstruo, en especial el señor De Blaise, que cayó en un lloroso estupor del que apenas había salido. Llegué yo, vi cómo la criatura suplicaba atención a De Blaise y morí.

Tras esto aparecieron Percy y Tomkins. El fiel mayordomo se echó contra el monstruo desoyendo las advertencias de Torres, que mientras trataba de parar el torrente de sangre de mi pecho, pedía calma. Tomkins recibió un golpe que lo tumbó. Abbercromby quedó estupefacto, sujeto por Abberline, horrorizados ambos, incapaces de hacer nada, observando la cabeza muerta que recubría la del monstruo.

—La ha matado —dijo Torres, y Jack contestó:

—No quería matar a nadie. He venido por ti —se refería a De Blaise—, solo por ti. No quiero más muertes, ya estoy cansada. Este pobre hombre… —Se acercó a mí. Abberline y Percy exigieron que se detuviera, pero los ignoró. Torres se apartó asustado y el Destripador cogió mi cadáver—. No más muertes —dijo por último, y se marchó conmigo en brazos. Percy sacó su pistola e intentó abrir fuego sin conseguirlo; en el nerviosismo había olvidado cargar el arma.

Forlornhope era un bastión inexpugnable, cuajado de hombres armados de lord Dembow, así como de agentes «especiales» del Home Office, destacados allí desde el pasado atentado a lord Salisbury. La incursión tan impune de Jack era difícil de explicar, y su salida no podía ser tampoco sencilla. El Monstruo lastrado por mi peso muerto, trepó por las blancas paredes de la casa, que pronto fueron acribilladas a disparos cuando cundió la voz de alarma.

—Repuestos de la conmoción, al menos en parte, salimos al jardín en pos de su raptor —contaba Torres—, los dos. Abbercromby iba armado, Abberline no nos acompañó. Primero debía encontrar el modo de avisar, necesitábamos que se presentaran agentes cuanto…

—¿No estaba lleno de policías?

—No, no de hombres de Scotland Yard. Don Raimundo, todo esto, o parte de esto, tiene más calado del que parece. No es hora de entrar en detalles, sobre todo porque son conjeturas. Baste decir que todos los hombres que estaban allí obedecían a lord Dembow, con independencia de quién pagaba su jornal.

Percy y él vieron trepar a Jack hasta lo más alto, a las negras buhardillas de Forlornhope, brillantes por la suave lluvia que caía, perseguido por el aguijoneo continuo de los disparos. Era noche sin luna, apenas se veía nada pese a las luces que la veintena de hombres que ahora corría por la propiedad portaba, ni los fogonazos de sus armas revelaban demasiado. Desde las alturas, la sombra que era Jack dio un salto imposible por encima de las cabezas de todos, hasta hundirse entre la espesura. Voces, gritos, disparos, hombres corriendo, y junto a ellos Abbercromby y Torres.

—Ni rastro de la bestia. Encontramos a dos cadáveres apuñalados entre los setos. No habían tenido tiempo de abrir fuego, apenas de gritar. Lo que fuera esa criatura, se escapó. Y allí empezó todo. —En efecto, empezó la desazón y el miedo, no solo fue saber que se enfrentaban a lo desconocido, sino que estaban solos. Se organizó una batida por todo el barrio, un barrio tranquilo, acomodado, al que nadie le preocupó importunar sin la menor mesura. Todos bajo las ordenes del señor Ramrod, tanto los hombres de su señor, lord Dembow, como los agentes especiales. Abberline trató de ejercer su autoridad, con el sincero propósito de ayudar, pero se le dio de lado, con amabilidad y firmeza, con la mayor educación fue ignorado—. Desde que nos honró con su presencia lord Dembow, una vez que esa cosa desapareció, el tal Ramrod pareció hacerse con todo, con una autoridad que desde luego no le corresponde, no al menos con el inspector.

—¿Cómo… de donde apareció lord Dembow?

—En opinión del desdichado Abbercromby, su padre debía estar allí desde el principio.

—¿Y él?

—¿Perceval? Según contó acababa de llegar. Andaba ahogando su dolor por Cynthia, pintando todo el fin de semana en su apartado estudio, así se relaja, para al final encontrar al volver aquel espectáculo macabro.

Dejando penurias de amor frustrado, lo importante es que la ley, la Corona, no parecía tener jurisdicción entre los muros de Forlornhope, lo que enfurecía no solo a Abberline, también a Torres, y puede que a Percy Abbercromby, de no ser porque en él la pena y la sorpresa dominaban entonces sobre toda emoción. El inspector llamó por fin a la comisaría, pese a la insistencia (amable por parte de De Blaise y fría por la de Ramrod) de que todo se condujera con la mayor discreción, sin dar causa de a qué obedecía ese secreto. Se presentó el propio comisario Warren, y exigió que el inspector ignorase todo. No había cadáver, no había nada que investigar puesto que el señor de la casa negaba todo.

—Ese Warren —opiné sin saber en realidad de qué hablaba—, también está involucrado.

—Lo dudo mucho. El inspector cree que está siendo presionado para ignorar a la familia, pero no sabe nada. Demasiados problemas tiene.

Tan terrible día terminó sin ninguna conclusión, sin luz alguna para encontrar camino libre en medio de tanto misterio y secretismo. De entre todos los presentes durante el incidente, seguro que el inspector Abberline fue el más turbado, hasta el extremo de quedar citado por la mañana con Torres; necesitaba aclarar todo lo visto esa tarde. El español creyó ver esa tarde algo en Abbercromby, una inquietud similar a la que él sentía, aunque en su caso movida por el amor, que sin duda enturbiaría su juicio. Decidió invitar a esa reunión al joven lord y este ofreció su club, el Marlborough, como lugar para la cita. Así fue, pues el inspector se mostró más que deseoso de ver al noble, y la mañana del martes tuvo lugar ese desayuno tardío del que ya he hablado algo.

En él los tres caballeros compartieron sus experiencias, poniendo todo en común. Abberline se mostró tajante en asegurar la limpieza e independencia de Scotland Yard, empeñaba su palabra, y con ella su honor, en que la policía no estaba implicada en lo que fuera que rodeaba a lord Dembow y a su familia. La independencia con la política era norma para él y los suyos, según afirmaba, y respondía por todos. Pese a lo que no podía negar que había algo extraño en el modo en que se procedió la noche anterior en los jardines de Forlornhope.

Perceval Abbercromby manifestó a su vez su total desconocimiento de los asuntos en que su padre estaba involucrado. Siempre había sido apartado de todo en su familia, el pequeño Ramrod actuaba más de hijo primogénito que él mismo. No era su padre sobre el que descargaba todos sus reproches; su odio hacia John De Blaise era inquebrantable.

Abberline, ya cuando se despedían, aseguró que indagaría entre las fuerzas policiales lo ocurrido anoche, quiénes estaban allí y a quién rendían cuentas. El inspector era un hombre estricto en su proceder, no por hábito, por tradición o por cumplir a rajatabla lo que ha aprendido, sino porque creía a pies juntillas que los procedimientos, la jerarquía y el buen hacer se sustentaban en verdades, que las cosas había que hacerlas de una determinada forma no porque sí, sino porque de ese modo el peligro siempre era menor, sufría menos gente, moría menos gente. Entonces, ¿por qué se atrevía a confiar es dos extraños, un noble diletante apartado de los suyos y un extranjero de estrafalarias ideas, en lugar de obedecer y callar? Bien podemos atribuirlo a su experiencia y a su instinto de investigador, cualidades estas que se mostraron inútiles al día siguiente, sin ir más lejos, cuando Frederick Abberline fue en persona a visitar a su superior, sir Charles Warren.

El comisario, sobre cuyas espaldas llovían tantas críticas, tuvo que afrontar también el serio y decidido temple de Abberline. Warren fue un hombre de acción desde su juventud, y el mar de la política se le antojaba, no bravo, sino incomprensible. Pese a la cordialidad con la que recibió al detective del CID en su despacho, se notaba que se sentía incómodo ante lo que tenía que decirle. Pues para las preguntas de Abberline solo tenía una respuesta: lo ocurrido en Forlornhope era ya asunto pasado, carpetazo y a archivarlo.

—No es asunto nuestro, inspector.

—¿Cómo no, señor? Hubo un asalto y…

—Se trata de una situación especial. Cuestiones políticas, no de orden público. No tenemos más que decir en el tema.

—No estoy de acuerdo, señor. Lo que vimos allí merece una investigación…

—Y los departamentos pertinentes la estarán llevando a cabo, imagino. Inspector Abberline, sé tanto de esto como usted, tal vez con la salvedad de que yo conozco cuál es mi lugar, y desde luego no está dentro de la casa de lord Dembow… —La fruición con la que limpiaba su monóculo mientras decía estas palabras, entre dientes, daban a entender que ese sitio que decía corresponderle le había sido indicado por alguien, alguien ante el que no se podía discutir, y Warren no era precisamente sumiso.

—No puedo creer lo que estoy oyendo, señor, no viniendo de usted. ¿Me está diciendo que cerremos los ojos?

—Le estoy diciendo, inspector, que usted y yo tenemos asuntos más importantes que atender, como la captura de ese maldito asesino.

—Tengo claro mis prioridades, señor, y lo que ocurrió ayer está relacionado con el caso. Ese individuo que entró, con tan extraño equipamiento, tengo fuertes indicios de que es el asesino…

—¿Un individuo que salta como un maldito canguro y trepa por las paredes, envuelto en carroña es Jack el Destripador?

—Prefiero no utilizar ese nombre señor, pero sí, tengo casi la certeza de que anoche nos enfrentamos al asesino, y que algo tiene que ver lord Dembow y su familia, que, y en esto estoy seguro que coincidirá conmigo, por mucho abolengo que tenga, no va a quedar al margen de la ley.

Sir Charles carraspeó. Un aventurero que había llevado peligrosas excavaciones en Jerusalén, que había peleado en África contra nativos y boers, que había mediado en reyertas tribales, se veía torpe e incómodo entre confabulaciones políticas y secretismos.

—Abberline, ese Destripador, llámelo como usted desee, es un loco, un carnicero, un judío asesino, un profesor homosexual y degenerado que abusaba de sus alumnos; lo que sea, pero en nada tiene relación con lo ocurrido ayer ni con lord Dembow. De ese asunto, nos guste o no, se encargan otros. Ahora, seguro que tiene mucho que hacer. Ese caballero extranjero…

—Señor Torres.

—Sí, se irá a su país pronto. Olvídese de él. Atrape al asesino.

El inspector se levantó seco y enfadado. Ni siquiera le había preguntado cuáles eran esos indicios que había manifestado tener. Era evidente que habían apartado a Warren como le apartaban ahora a él. Tuvo entonces un atisbo del futuro, vio como antes o después un chivo expiatorio, algún pobre desgraciado de los muchos que se autoinculpaban, sellaría el silencio de las autoridades. Antes de irse, Warren lo detuvo. Era un hombre que sabía de secretos, no en vano era masón desde muy joven, y sabía cómo motivar a los suyos. Dijo:

—Inspector… si le dijera que de la firme adhesión a un compromiso depende la seguridad de… la Corona, ¿se sentiría más cómodo en mirar hacia otro lado y ocuparse de su trabajo?

—Por supuesto, señor. Si me disculpa, voy a capturar a un asesino. —El problema es que Abberline sospechaba que la Corona no tenía que ver en nada con esto, al menos no su seguridad. No había por tanto lugar para apelar a altas instancias, acudir a su superior, Swanson, o incluso al subcomisario del CID, doctor Anderson, ya en Inglaterra, no surtiría efecto alguno. Estaba solo. Podía confiar en sus compañeros, Moore, Andrews, pese a que este andaba de los más atribulados en su obsesiva caza tras Tumblety. Godley, Dew… cualquier inspector del departamento H, cualquier agente de la Metropolitana, pero apuntar más arriba era inútil, y empezaba a pensar que peligroso.

Por su parte… durante el desayuno del martes en los vetustos salones del Marlborough, el joven lord se ofreció a mantener los ojos abiertos entre los suyos, y hacer de espía para ese grupo de juramentados que espontáneamente se había formado. En efecto, sin mediar palabra formal entre ellos, los tres caballeros decidieron unir sus fuerzas y despejar la bruma que oscurecía Londres ese otoño. Así… los pasos de estos tres camaradas a lo largo de ese octubre tormentoso fueron siempre puestos en común, y los planes a seguir fueron decididos en conciliábulo, en asamblea improvisada por fugaces llamadas y encuentros. El enemigo parecía poderoso, o… eso intuían, y ellos, solo tres, eran poca fuerza para enfrentarlo, y con todo en ningún momento contemplaron la posible rendición. Tenían que conocer la verdad… debían acabar con Jack.