Alto mira a su carcelero, al que fue su carcelero. Ayer lo acarreó hasta una de las celdas, y allí quedo tendido, sudando. Algo pasó en la pelea, un mal golpe, cada vez se mueve menos. Toca su frente. Está helado, su respiración se hace más pesada.
—¿Me oye? —No hay respuesta. Coge un vaso de agua de la mesa, e intenta que beba un poco. Lo hace, dormido—. Hay poco que comer. Tenía usted una lata de judías y una cesta de manzanas. Y galletas. ¿Quiere una? —No responde, ni abre los ojos—. Lo siento. De verdad. Si usted no hubiera…
Arropa a Celador, apartando la cara ante el olor a orines, y lo deja allí. Al salir escucha la música de concertina mal tocada, es como el llanto de un niño, un niño insoportable. Camina a desgana, sube las escaleras y llega al vestíbulo iluminado por la luz del día que entra sucia a través de las ventanas enrejadas. Allí, sentado en su silla de ruedas, Lento trata de sacar alguna melodía a ese viejo instrumento, que chilla y resopla en disonancia. En medio de la sala está el oso. Ahora, a esa tenue luz se ve claro su edad. Parte de su piel ha desaparecido, asomando la estructura metálica que lo sustenta, y la maquinaria de precisión que le insufla vida traqueteando en su interior. Se mueve de un modo extraño. A cada bufido del fuelle que abre y cierra Lento, el animal levanta una pata, o abre la boca o se agita, todos movimientos sin coordinar.
—No es fácil, ¿no? —pregunta Alto.
—No sé música. Este… instrumento es extraño, no sé cómo… —Lo deja caer con desidia, y el sonido hace que el oso ruede por el suelo, hasta chocar con la puerta, quedándose allí quieto panza arriba—. Es prodigioso, el animal, una obra maestra. —Le cuesta hablar, suspira incómodo—. La fuerza que tiene… —Señala sus heridas—. Es un muñeco. No tengo idea, tal vez usted…
—No, solo soy un curioso, un aficionado. Eso deberá estudiarlo un ingeniero de verdad, cuando salgamos. Aunque ya nada me sorprende. ¿Se encuentra mejor?
—Algo… yo… used to pain…
—Se acostumbra al dolor.
—Sí.
—Tiene menos fiebre. ¿Está hambriento? —Saca una manzana fea del bolsillo y se la da.
—No. —Muerde la fruta a desgana.
—Lo estará, lo estaremos. Por el agua no hay que preocuparse. He encontrado muchas garrafas, y en caso de necesidad hay un grifo que parece potable. Si esto dura…
—Yo sigo… necesito médico. ¿Y él?
—No creo que sobreviva a otro día. Debí romperle algo en una de esas patadas…
—No es su culpa.
—Nunca he matado a nadie.
—Nunca ha tenido que hacerlo.
Un ruido en la entrada. Ambos se miran esperanzados.
Alto corre para allá, tropieza con el oso y golpea con fuerza la puerta. Los dos empiezan a gritar, a pedir socorro.
—¡Por Dios, aparte la cosa esta!
—No sé… —Echa mano de la concertina, aprieta los botones y empuja el fuelle, suena una desarmonía chirriante. El oso se levanta a dos pasos, ruge y avanza por la habitación.
—¡Espere! —grita Alto—. Calle un momento. —La concertina se detiene. Algo se aleja. Pasos—. ¡Mal…! Se ha ido. —El oso queda quieto en pie, en silencio—. Estamos locos, puede que fuera… yo qué sé, algún compinche de ese… Ahora estamos acabados…
—Hay algo. Mire.
—¿Cómo?
—En el suelo. —Hay un trozo de papel junto a la puerta. Una nota. Alto la abre.
Me quitaron a mi amor. Encuéntrenla y saldrán de aquí.
—La ha deslizado bajo la puerta. ¿Qué significa esto? —pregunta tendiéndosela a su compañero.
—Hora de ver al viejo.
—No está en condiciones desde que… «dimos vacaciones» a su cuidador. No creo que dure mucho…
—No tengo tiempo para pena por ese… cadáver. Hay que verlo otra vez. Y otra más. Y las que sean…