El lunes, uno de octubre de mil ochocientos ochenta y ocho, la edición matutina del Daily News mostraba esta carta:
25 de septiembre de 1888
Querido Jefe:
Estoy oyendo que la policía me ha atrapado pero aún no han dado conmigo. Me río cuando ponen cara de inteligentes y dicen que están en la buena pista. Ese chiste sobre Delantal de Cuero me hizo partir de risa. Voy por las putas y no pararé de rajarlas hasta que me cojan. El último trabajo fue grandioso. No le di tiempo a la dama para gritar. Cómo van a atraparme ahora. Me encanta mi trabajo y quiero volver a empezar. Pronto tendrá noticias mías y de mis divertidos jueguecitos. En el último trabajo recogí un poco de jugo rojo en una botella de cerveza de jengibre para escribir con ella pero se puso espesa como la cola y no puedo usarla. La tinta roja será suficiente espero, ja ja. En el próximo trabajo que haga le cortaré las orejas a la dama y se las mandaré a los oficiales de la policía solo para divertirme qué le parece. Guarde esta carta hasta que haga otro trabajito, entonces publíquela tal cual. Mi cuchillo es tan bonito y afilado que quiero ponerme a trabajar ahora mismo si se presenta la oportunidad. Buena suerte.
Sinceramente suyo
Jack el Destripador
Perdóneme por darle mi nombre artístico.
Tenía otra posdata más a un lado, que decía:
No estaba bastante bien para echar esto al correo antes de quitarme toda la tinta roja de las manos, maldita sea. Mala suerte. Ahora dicen que soy médico, ja ja.
La carta había sido recibida en la Central de Noticias el veintisiete, y quedó allí guardada, enjaulada, y cuando vio la luz, ya nada pudo retenerla. Esa firma, ese nombre creció y se propagó impulsado por las muertes y el miedo. Entró en el alma de todos, por todo el mundo, grabando en ella para siempre en tinta roja la verdad sobre el hombre: podemos crear belleza, podemos amar, ser generosos, perdonar y mostrar la misericordia de un santo, pero en el interior, en el fondo de nuestros corazones crece el mal y la locura, y le es tan fácil aflorar a través de esa fina corteza de bondad…
Ja, ja.
En los días siguientes esa misma carta se colgó en pasquines por toda la ciudad, con la pregunta: ¿CONOCE ESTA LETRA?, esfuerzo inútil teniendo en cuenta que gran parte de la población local no sabía leer, o ni siquiera sabía inglés. No importaba, eran palabras del asesino, el asesino hablaba. Jack hablaba. Decir terror es poco. El treinta de septiembre, el secretario del Comité de Vigilancia de Mild End volvió a pedir al señor Matthews, secretario de estado de lord Salisbury, que reconsiderara la decisión oficial de ofrecer recompensas por información sobre el asesino. Fue denegada una vez más. Incluso Lusk volvió a insistir la semana siguiente, pidiendo no solo una recompensa sino que el gobierno garantizara el perdón a cualquier cómplice del asesinato que trajera información útil. Tampoco fue concedido.
El miedo era ya rey.
El día de la carta, la recompensa dada por filántropos y particulares, esa que tanto deseara yo, creció, se multiplicó como las víctimas de Jack. El Financial News ofreció trescientas libras por la captura del Monstruo. El Lord Mayor quinientas. El dinero ofrecido aumentó de un día para otro, decían que para el dos de octubre había mil doscientas libras esperando una información. La prensa hablaba de la muerte, de la incompetente decisión de borrar aquella pintada, postulaban la identidad de las víctimas, la casquería, las vísceras; otra vez. Berner Street y Mitre Square se llenaron de gente deseosos de ver el lugar de los crímenes, formando ríos pese a que permanecía allí la policía en custodia de los sitios. Los periódicos se vendían edición tras edición, la gente los compraba y los que sabían leer los leían en las esquinas, formando corrillos de curiosos horrorizados.
Días después, a mi Liz la enterraron en soledad; era una extranjera y poco atrajo su sepelio, ni siquiera yo fui. Por el contrario, el entierro de Catherine Eddowes fue un acontecimiento. Una procesión de londinenses apenados la siguió, como nunca se vio en esas calles.
Eso ocurrió después. Entretanto, ¿y nosotros? ¿Qué era de Torres y de mí en aquel día tan triste de primero del octubre más frío que se recuerda en Londres? Yo estaba condenado, paseando por mi purgatorio, llorando por media cara. Drummon, Bunny Bob, Lawrence, Liz… hasta cinco veces había visto morir de forma horrible a quien quería, y no había hecho nada, había permanecido quieto, muy quieto, esperando que el horror pasara. ¿Era esta mi penitencia? ¿Así pagaba por las vidas de la dotación de aquella pieza del batallón de Bonaud? ¿Esta era mi recompensa por el dolor, por la carne quemada? Quedaba Torres, él no podía morir, no sin que yo hiciera algo.
El español padecía una conmoción no menor a la mía. El encontrarme en la escena de un crimen, la desaparición bajo la lluvia de Tumblety, la misteriosa mujer que lo acompañaba, la extraña conducta de lord Dembow, las tristes revelaciones sobre Hamilton-Smythe y su trágico final; todo formaba un espeso entramado por el que pasaba un rayo de luz, un rayo de luz en nada tranquilizador.
De entre todos, el hecho más perturbador, a parte de la imposibilidad de detener tanta muerte, eran las terribles deducciones al respecto del Ajedrecista que iban cristalizando en su mente, y que no podía descartar por muy desquiciadas que parecieran, pues ellas vertebraban el orden disparatado de los acontecimientos vividos en la capital del Imperio y clasificaban la información que se acumulaba en su cabeza de modo tan sencillo como difícil de descartar. Este aspecto empeoró por la mañana de ese uno de Octubre, cuando llegó un paquete a casa de la viuda Arias, a su atención.
—Oh, casi lo olvidaba —dijo la señora Arias a Torres tras una larga charla sobre los horrores que acuciaban a la ciudad, y un montón de frases de sincera condolencia por las desdichadas—, un caballero con muchas cicatrices en la cara ha traído esto para usted. —El emisario no podía ser otro por la descripción que Tomkins—. Por cierto, que ha tenido un incidente en la puerta…
—¿Un incidente?
—Dice que alguien lo ha asaltado, que le han intentado robar. No voy a dejar a Juliette jugar más por la calle. Este barrio siempre ha sido un buen lugar y mire ahora… Se lo ruego, don Leonardo, no aliente a la niña en sus fantasías…
—No se apure, querida señora —contestó Torres distraído.
El paquete, que por lo oído atraía la codicia de los amigos de lo ajeno locales, era un bulto cilíndrico, roto en un extremo por el que se dejaban ver los planos que yo intentara sustraer de Forlornhope en mi primera visita, o algunos de ellos. Los esquemas eran de una complejidad abrumadora, y nadie que no fuera Torres hubiera podido sacar nada de ellos, a excepción de quien los hizo.
El diseño de ese ajedrecista, perceptible aunque se tratara de parte del proyecto total, seguía la idea de lord Dembow: había un sujeto humano centro de todo el mecanismo, que recibía información de él y que decidía el siguiente movimiento, movimiento que era matizado por el autómata. Lo extraño era el sistema de comunicación entre máquina y hombre. Los diagramas no eran claros, pero mostraban una relación difusa, íntima en exceso. Además, era mucha más información la que recibía el operario de la necesaria en principio para jugar al ajedrez; datos de temperatura, de luz. Extraño y desasosegador… debiera estar aquí Torres para explicárselo. Si no entro más en detalle, es porque él no lo hizo, atraído más por los planos en sí que por la información que aportaban.
Eran papeles viejos y sobreutilizados, llenos de anotaciones en inglés, alemán y algún otro idioma, hechas por manos distintas. Una de las caligrafías, una letra temblorosa y desmañada, no podía confundirla. Esa mano había sido la misma que escribiera la nota medio quemada que encontró en la estufa de Dembow. Tenía aún ese papel en su poder para compararlo, y no cabía duda.
Si el día anterior fue a la iglesia y rogó por las pobres almas de esas dos mujeres, esa mañana la pasó rezando por la suya propia, pidiendo a Dios nuestro Señor y a su bendita madre que le diera fuerzas, entereza para afrontar los horrores que cada vez veía más claros, y no se refería a los crímenes de Jack.
A media tarde se reunieron los tres inspectores, Moore, Andrews y Abberline, una vez más en la comisaría de la calle Leman. Torres apenas había abandonado en toda la noche de los sucesos la compañía del inspector Andrews, cuyo jovial carácter había desaparecido, diría yo que para siempre, y fue invitado a la mañana siguiente por este a acompañarlo. Durante el trayecto desde la pensión Arias le informó de que los detectives que quedaron custodiando la pensión de Batty Street notificaron que Tumblety había salido, y no había regresado.
El rostro de los tres policías no podía ser más severo. Habían estado desde la noche conferenciando con Warren, Arnold y todas las autoridades policiales, y alguna política. La situación se iba de las manos.
—¿Qué sabemos? —Fue Moore el primero en abrir fuego.
—Nada —dijo Abberline—, o prácticamente nada. Ese asesino es muy rápido. Mata a la una en Dutfield Yard, y tres cuartos de hora después mata en Mitre Square. En Mitre Square se despachó a fondo, y tuvo que tardar menos de un cuarto de hora en hacerlo, diez o doce minutos. Allí había gente alrededor, durmiendo y alguno despierto, guardeses… nadie oyó nada, ni un grito. Y en Dutfield estaban todos esos socialistas reunidos… es como un fantasma.
La que encontraron en la City. —Kate Eddowes, aunque aún nadie sabía su nombre—. ¿No pudieron haberla matado en otro lado y traído hasta allí? Eso explicaría la ausencia de ruido y le proporcionaría tiempo al asesino para hacer cuanto se le antojara.
—No, los doctores Brown y Phillips han sido tajantes en eso. La cantidad de sangre coagulada y su disposición junto al cadáver prueba que todo se hizo allí.
—¿Han identificado a las víctimas? —preguntó Andrews.
—Esa, la de Mitre Square está destrozada, va a ser difícil que alguien la reconozca. La prensa va a publicar datos de ella, eso puede que nos ayude. Llevaba un par de recibos de empeño y en el brazo tenía tatuado las letras «T. C.», espero que con eso alguien la reconozca. Lo lleva la gente de la City, veremos… La de Berner tampoco es fácil. Parece ser una tal Liz la Larga, que residía en el treinta y dos de Flower & Dean, nadie allí conoce su nombre real. Esto es una locura. Ayer una tal señora Malcolm dijo que de noche soñó con su hermana, la señora Watts, y que sintió que la besaba. —Sus tres contertulios se miraron con extrañeza—. A la señora Watts, siempre según la señora Malcolm, la llamaban Liz la Larga, así que vino a ver el cadáver en la morgue.
—Entonces es la señora Watts —dijo Torres.
—No, dijo no conocerla. Sin embargo, ha vuelto dos veces hoy, arguyendo que había poca luz. Esta vez dijo identificarla por una marca en la pierna, una mordedura de animal… otro falso testigo, como tantos otros. Además de contra ese asesino nos enfrentamos a miles de londinenses deseosos de relevancia entre sus amigos a costa de toda esta sangre… Hoy mismo empieza la vista, la de Berner Street.
—¿Se llevó… órganos?
—Sí, de la mujer en Mitre Square sí. El riñón y parte del útero… la destrozó. Le cortó los párpados, la nariz, las orejas… le sacó las tripas…
Callaron. No era asco ni repulsión, no era ira. Era impotencia, una amarga impotencia que los consumía.
—Tumblety no es —dijo Torres.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Moore.
—No tuvo tiempo…
—Hubo más que suficiente para degollar en Dutfield Yard e ir hasta Mitre Square, si no se nos hubiera escapado…
—No, me refiero a que le perdimos a una calle de donde apareció la… mujer, justo cuando la encontraron. No tuvo tiempo.
—Yo no estoy seguro de eso —cortó Andrews—. No pudimos identificar con claridad a esa pareja que seguíamos.
—¿Cómo dice eso? Salieron de la pensión, me ha dicho que la patrona dijo que salieron, no podía ser…
—Lo que debemos pensar —intercedió Abberline—, no es si los vieron bien o mal, si están seguros de que era él o no. Díganme, ¿podrían testificar ante un jurado que vieron a Francis Tumblety a esas horas, en esas circunstancias, sin lugar a duda…? —Ambos negaron con la cabeza, Torres con mucha reticencia—. En ese caso, señores, no descartemos ni confirmemos nada. No podemos permitírnoslo.
—No todo se ha perdido —dijo Moore, el más animoso de los tres—. Ahora tenemos nuevas pruebas.
—Sí —dijo Abberline, que abrió la puerta del despacho para pedir que les trajeran té—. Esta mañana un muchacho ha encontrado un cuchillo ensangrentado en Whitechapel Street.
—Excelente, pero me refería a la pintada. Un tanto enigmática, por cierto. La encontraron a eso de las tres de la mañana, y quince minutos antes no estaba. Si mató a la mujer de Mitre Square a las dos, dos menos cuarto o menos veinte, ¿qué estuvo haciendo durante una hora, desde Mitre Square a la calle Goulston? No se tardan más de cinco minutos en llegar, por lento que fuera.
—¿Por qué escribiría eso…? —preguntó Torres—. ¿Qué quiere decir?
—Si es que lo escribió el asesino —dijo Abberline, y los otros tres miraron inquisitivos—. Sí. El detective Daniel Halse no puede estar seguro de que la primera vez que pasara por allí, cuando no encontró el delantal, no estuviera ya la pintada escrita. Pudo llevar allí desde ayer…
—Dicen que parecía fresca —apuntó Moore.
—No todos afirman lo mismo. Usted la vio, Andrews, y usted también señor Torres, ¿qué opinan?
El español no estaba en disposición de decantarse por opinión alguna respecto a la debatida pintada, y le daba igual. Aunque no tuviera evidencia probatoria, estaba convencido de que a quien siguieron era al doctor indio, y seguro de que igual opinaría el inspector Andrews, de no ser por su empecinamiento en no exculpar a Tumblety. Por tanto, no podía haber matado a aquella mujer, al menos no a la primera, y entonces lo único que relacionaba al americano con los asesinatos era el autómata, en concreto la aparición de piezas de un autómata en Hanbury Street, donde murió la señora Chapman, y era un vínculo extraño, difuso, e inquietante en cuanto a lo que suponía tal relación.
—A fin de cuentas —dijo Moore—, parece que Jack sigue dos pasos por delante de nosotros. —Abberline lo miró irritado—. Sí, y tenemos esa carta. No podemos ignorarla.
—Nos llegan todos los días cartas similares —respondió Abberline—, y ahora…
—Ese «querido Jefe» suena muy americano, y Tumblety…
—Y el circo de cowboys que ha estado por aquí es americano, y hay indios allí que saben de destripar a sus víctimas… tonterías; es falsa —sentenció Abberline—. El asesino la mandaría a un periódico, o a la policía, no a la Agencia Central de Noticias, ¿quién conoce esa dirección?
—No podemos ignorarlo, Frederick.
—Y no lo haremos, aunque sea una pérdida de tiempo, otro foco más para soliviantar a la gente. Ha salido esta mañana y ya no oigo más que ese nombre, Jack el Destripador por aquí, por allá… Jack el Destripador por todos lados.
Entró una persona con el té pedido y un diario en la mano.
Inspector —dijo—, mire lo que trae el Star. —Habían publicado una nueva carta, una postal.
No estaba tomándole el pelo al querido Jefe cuando les pasé el dato, mañana tendrán noticias del trabajo de Jacky el Golfo programa doble esta vez la número uno chilló no pude terminar, no tuve tiempo de cortarlas orejas para la policía gracias por guardar la última carta hasta que volví a trabajar.
Jack el Destripador
—Y me han dicho —continuó tras dar un tiempo a que la conmoción cundiera entre los presentes—, que su Majestad ha llamado al Home Office para expresar su desagrado por lo que está sucediendo.
La Reina lloraba por los más humildes de entre sus súbditos. Si Victoria se interesaba por el caso, pronto rodarían cabezas, había que multiplicar los esfuerzos, aumentar detenciones, interrogatorios, más agentes de paisano por las callejas de East End. Había que capturar a Jack, pero sobre todo, por encima de todo, no podía volver a matar. Así, en esto se conjuraron los tres policías, fuerzas del bien con escaso poder contra Jack. Y en medio mi amigo español.
No entendió su papel en ese concilio de justos, hasta que lo abandonó. Los policías se despidieron, había mucho en qué trabajar. Cogieron carteras con documentos e informes y salieron, cada uno a lidiar con sus propias bestias. Abberline acompañó unos minutos a Torres.
—Me preocupa ese Tumblety.
—Inspector, no pretendo meterme en su trabajo, en absoluto, pero no veo la relevancia de ese hombre con estos crímenes abominables. Creo que nunca la vi, era más una obsesión o…
—Basta, señor Torres. —Quedaron los dos quietos, en medio de Whitechapel Road—. Mire. ¿Cuántas mujeres tienen que morir para que dejemos los juegos de salón?
—Disculpe. —El español se envaró—. En ningún momento creo que me haya tomado a la ligera estos hechos…
—Usted piensa que Tumblety es el Destripador.
—Le digo que no. La noche de las dos muertes lo seguí junto al señor Andrews, entiendo sus reparos a esto, y no puedo probarlo, pero estoy seguro de que era él. No tuvo tiempo de…
—Pues lo creía antes de esa noche.
—No. —Torres examinó intrigado la expresión del inspector. Era la de un hombre decidido, dispuesto a romper barreras por conseguir lo que busca—. Sí. Algo me hizo pensar…
—Pues yo estoy de acuerdo. Creo que es el asesino.
—Usted, como Andrews… parecen obsesionados.
—El inspector Andrews se ve presionado a seguir tras la pista del americano. A él le encargaron específicamente la captura de Tumblety, imagino que hay razones «de estado» detrás, que no me atañen. A usted le parece, o le parecía posible que fuera el asesino movido por un pálpito. No puedo estar pendiente de políticas ni intuiciones, solo me fio de los hechos. Esto es un hecho. —Abrió la cartera que llevaba y extrajo una camisa ensangrentada—. Los detectives de la sección D se la dieron a Andrews, la encontraron en la pensión de Batty Street, la escondía la patrona. Parece que la han usado para limpiar mucha sangre. Esto es otro hecho. —Sacó un pequeño estuche y dos fotografías amarilleando ya por la edad. El estuche contenía material quirúrgico y las fotos eran de difícil calificación. En una se apreciaba un niño muerto, apenas un lactante, clavado a una tabla con el vientre abierto en canal y los órganos diseminados en torno a él. No era una clase de anatomía, había algo pornográfico en cómo habían coronado la cabeza de la criatura con una víscera irreconocible. La otra era más oscura. Sobre un suelo terroso se veían dos cadáveres de varones en muy mal estado, entrelazados, en grotesca postura romántica. Estaban atados el uno al otro por sus tripas.
—Dios nos asista.
—Esto es parte de las pertenencias que Tumblety se dejó en el anterior hotel del lado oeste, donde estuvo. Es un degenerado, con suficientes conocimientos de anatomía para extirpar los órganos como el asesino. Usted es testigo de su afición por coleccionar vísceras, cierto individuo se paseó por los hospitales de esta ciudad tratando de comprar alguna, individuo norteamericano, como él. Los últimos meses ha residido en una pensión en el barrio donde han ocurrido los asesinatos, es huidizo como pocos. Todo me hace pensar que Jack puede ser él. Y además, dos circunstancias hacen que no pueda quitarme a ese maldito yanqui de la cabeza. Alguien, desde muy arriba, presiona a Andrews para que encuentre a Tumblety, alguien capaz de movilizar a la sección D para ir tras un vulgar maleante como él. Y usted. Sí, usted sospechaba de él sin disponer de estos indicios, ¿por qué? —Torres no dijo que era yo quien sospechaba, que él se dejó llevar por mi entusiasmo y que tal vez forzara a encajar hechos que de otro modo parecerían inocuos. No lo dijo, porque había otros motivos para sospechar que quisiera no tener—. Vamos, dígame, ¿es por ese… autómata suyo? Es la única relación que tienen con ese individuo, y sus explicaciones al respecto nunca han sido del todo satisfactorias.
—Tiene razón. Empezó con algo que encontré en Hanbury Street y ha ido cobrando forma… si no he dicho nada es porque temo que no tenga sentido alguno, parece una alucinación, un disparate, no creo que usted…
—Necesito la verdad, necesitamos algo de verdad.
Y Torres habló, tratando de resultar lo más verosímil posible, procurando olvidar el eco siniestro que causaban esas palabras al oírlas en alto, superando a duras penas su propia incredulidad. ¿Cómo podía ser tan sutil, tan esquivo un asesino en medio de una ciudad llena de policías vigilantes? Porque disponía de un sistema para corregir sus decisiones erróneas, una información sobre calles y pasadizos lógica y bien estructurada. ¿Cómo podía ser tan rápido al hacer aquellas intervenciones, a tan poca luz? Porque tenía un modo de depurar sus movimientos, de hacerlos más precisos. Jack era tan bueno en su execrable oficio porque era una máquina.
—¿Un… autómata? —dijo Abberline tras escuchar con paciencia, sin mostrar suspicacia o desprecio en ningún momento.
—No ha de ser más complicado hacer una máquina que mate que una que juegue al ajedrez. De hecho, el hombre ha dedicado mucha energía en idear construcciones destructivas a lo largo de la historia.
—¿Y pudo ir solo, esa máquina…?
—No, creo que es más… una ayuda para el sujeto que la opera, como creo que era el ajedrecista de von Kempelen. No es autónomo. Tumblety iba con la máquina, supongo que entre él y esa mujer que lo acompaña la transportan… —Yo no supe nada de esto. Si hubiera estado allí, no habría sido capaz de entender nada, no puedo en justicia culpar al destino que me separó de mi amigo Torres de lo que después ocurriera.
Lo cierto es que no fue culpa exclusiva del hado nuestro desencuentro, que yo puse también de mí en evitar todo lo que pudiera ser funesto para la única persona que me importaba que siguiera con vida.
¿Que qué fue de mí? ¿No les interesa? Esperen, esperen; es el momento de volver a mi historia. Háganme caso, así es mejor contarlo.
Salí de Dutfield Yard ya en la madrugada, detenido. Mis prendas estaban llenas de sangre, polvo de campo santo enlodado por la lluvia y suciedad, y mi aspecto en general de nuevo hacía que cualquier sospecha considerara mi persona como un objetivo perfecto. El inspector Reid hizo que me llevaran a comisaría. Torres no lo vio, ya había salido hacia la calle Goulston cuando me sacaron de allí.
Mi amigo, el sargento Thick, me reconoció en la comisaría de Commercial. Llevaban todo un día recogiendo cadáveres y atendiendo a heridos que dejaba el conflicto entre las bandas que yo había desencadenado. Sir Charles Warren sacó tropas a las calles, temiendo que la cosa fuera a más, aunque no con la profusión y la energía del Domingo Sangriento, no cuando las críticas contra la policía en general y a su comisario en particular arreciaban como nunca. Si desaparecían algunos delincuentes del paisaje londinense, bien estaba. La prioridad era Jack.
Estuve toda la mañana en comisaría, explicando a Johnny Upright los pormenores de la guerra que se extendía por los bajos fondos. Hablé de los implicados, sin esconder casi nada, ya no temía ser un delator, ni me avergonzaba. El sargento confirmó lo que ya sabía: que había más bandas involucradas en ese pogromo antisemita, incluso otras bandas de judíos del este hartos de la preponderancia de los de Besarabia. Expliqué que mi presencia en aquel patio de Berner Street fue circunstancial. Huía, dije, de mis compañeros salvajes y desalmados y acabé al azar allí, unido a los curiosos que observaban el pobre cadáver de mi Liz. La sangre en mi ropa se justificaba por las peleas, de las que mis heridas también eran prueba, y de las que escapaba cuando me topé con la lluvia, y la muerte. No dije el nombre de Liz, ni me lo pidió, nadie podía pensar que yo hubiera tenido que ver con esa mujer, con cualquier mujer. Me preguntó si había visto algún hombre sospechoso o algo digno de reseñar. Mi vida estaba rodeada de sujetos sospechosos, contesté vaguedades que nadie escuchó.
Por segunda vez era exculpado de los asesinatos, en este caso, había tres razones por las que yo no podía ser tomado por Jack. Primero, mis bien conocidos antecedentes como miembro del Green Gate Gang hacían mi versión mucho más creíble. Además, toda la policía tenía asumido que Jack el Destripador era un hijo de puta muy hábil e inteligente, el polo opuesto al desgraciado de Drunkard Ray. Por último y más importante, el sargento Thick estaba cansado, deseando dedicarse a buscar al Monstruo y no atender a gentuza como yo.
Me soltaron a las doce y media de la mañana. Por allí pasó el joven detective Walter Dew, que se interesó por mi caso.
—¿Le vamos a dejar ir? Ahí fuera se están matando. Estaría mejor encerrado hasta que pase un día o dos. —Y así dormí en calabozo por última vez en mi vida. Thick, en esta ocasión, no llamó a Torres para informarle de mí. Pensó sin duda que el caballero español estaría mucho mejor alejado de gentuza como yo.
El primero de octubre estaba de nuevo en la calle a las ocho de la mañana, un brillante día de otoño, precioso, de no ser por el estado de ánimo con que amanecía la ciudad, ideal para que yo recapacitara dentro de mis posibilidades. Liz había muerto. Mi intento por reforzar el poder de los Tigres y así evitar que Dembow enfocara su cada vez más siniestra atención sobre Torres había fracasado… porque… ¿ese era el plan? Ya no estaba seguro. Los de Besarabia habían perdido, y aunque no tenía idea de cómo había ido la guerra entre bandas, la sensación general era que mis viejos amigos del Green Gate habían triunfado. Decidí ir junto a Torres para ponerle al tanto de… ¿de qué? A decir verdad no sabía nada, seguía dando palos de ciego. Podía pedirle que se fuera, que volviera a su país. Sacudí el viejo traje del señor Arias, ya muy deteriorado, y fui hacia allí.
Quedé unos minutos ante la pensión, no por vigilar ni montar guarda ni nada parecido, sentía algo de timidez, de pudor por volver a ver a mi amigo español con esas trazas. Ahora sé que mi contacto con él me había mejorado, había hecho de mí una persona, no un patán, y no quería que viera que pese a esa mejora moral, seguía sumido en la misma barbarie, viviendo de los mismos trapicheos. Entonces alguien bajó de un coche frente a la pensión. Miró a su alrededor, vigilante, y llamó a la puerta de la viuda Arias. No podía reconocerlo a esa distancia; su porte, esa forma de moverse me eran familiares, eso sí. Creo que no me vio. Siguió mirando hacia atrás mientras esperaba a que le abrieran. Eran las nueve o nueve y media, conociendo los hábitos del español, supuse que ya debía estar despierto. Quien abrió la puerta fue Juliette. El sujeto se descubrió y guiñando mi ojo distinguí una cabeza calva y roturada de cicatrices; era el señor Tomkins. Habló un minuto con la niña, mostrando un paquete en la mano, un cilindro grueso de papel de estraza. Luego Juliette llamó a su madre.
¿Qué quería el lacayo de Dembow de Torres? ¿Qué parte de los siniestros planes del noble para con mi amigo estaba contemplando? No podía con la incertidumbre. Crucé la calle mientras la niña corría a buscar a la viuda, embozado entre mis ropas enlodadas. Me acerqué al mayordomo, y fingiendo borrachera o malestar, choqué contra él, derribándolo, y eché a correr.
—¡Maldito hijo de Satanás… voy…! —Pero ya había puesto yo metros de por medio. Rogué por que no se incorporara a tiempo para reconocerme. En cuanto pude crucé entre los coches, casi acabando bajo las ruedas de uno, y me escabullí por las calles colindantes.
Había una finalidad en todo esto, por supuesto, aparte del placer de golpear a Tomkins. Había rasgado el paquete, que contenía un hatillo de papeles, y arrancado fragmentos de estos. Llevármelo entero hubiera sido una temeridad, y seguro que hubiera iniciado una persecución que en nada me convenía. Me detuve a mirar lo que cerraba mi puño. Unos trozos de papel viejo, ocre, dibujos, trazos rojos y simétricos; planos. Los mismos, estaba seguro que intentara robar de Forlornhope, aquellos que vi tirados en la cocina. Iban a dárselos a Torres, ¿por qué?
¿Por qué?
Lo único que tuve por seguro es que no me gustaba que Dembow le hiciera obsequios a Torres, esa clase de extraños regalos que solo pueden gustarle a hombres de ciencia. Debí entonces entrar, la señora Arias me abriría su puerta, seguro, y hablar con Torres, decir algo. Me fui. Sentí la necesidad de contar esto a Perkoff y lo que quedara de los Tigres, ellos tendrían algo que decir al respecto, ellos podían explicármelo, ellos sabrían cómo abortar los planes del lord.
Había un lugar donde no podían haber atacado los del Green Gate Gang. La Gran Sinagoga de Duke Street, que circunstancialmente está junto a Mitre Square, donde mataron a Kate Eddowes. Era un refugio para los de Besarabia, para todos los judíos Ahskenasim, es decir, del este, que no hacían buenas migas con la comunidad sefardí. Si quedaba un Tigre vivo, estaría allí. Fui caminando por esas calles atestadas de curiosos en busca de recuerdos del reciente asesinato. Estuve merodeando la sinagoga un buen rato, temeroso de entrar, no sabiendo cómo hacerlo ni qué me traía allí. Como es de esperar mi presencia fue reconocida en esa zona cercana a Aldgate, llena de judíos, muchos con tirabuzones y esas ropas negras propias de su raza. Pronto un Tigre apareció en la calle y se me acercó.
—¿Qué haces aquí, Drunkard? —No lo recordaba, para mí un judío es igual que otro. No respondí, porque no sabía qué decir—. Ven conmigo, queremos hablarte.
Entramos a la sinagoga, a un hermoso patio. No iban a meter a un monstruo gentil como yo en el tabernáculo, me llevaron a una dependencia aledaña, que daba al patio. Allí estaba Perkoff y otro par de Tigres con garras en las manos, y Potts.
—Yo n… n… no…
—Sé que no es culpa tuya, Drunkard —dijo Perkoff viendo mi temor—. Le has portado bien y me alegro de verte con vida, creíamos que estabas muerto, o con la policía. Solo me interesa saber algo. Sobreviviste a esa maldita traición, ¿y O’Malley? ¿Sabes de él?
—Muerto. —Todos se miraron.
—Eso se lo buscó él. Y en cuanto a ti, ¿a qué has venido?
Buena pregunta. Había venido a salvar a Torres, y no estaba seguro de qué ni de quién.
—D… D… Dembow tiene ot… otro plan… —Potts no me dejó seguir. Parecía que sabían de lo que estaba hablando, cuando ni yo mismo tenía idea.
—Ray —dijo Potts—, ¿te acuerdas de aquel español? ¿Aquel del Ajedrecista? Creo que está de nuevo en Londres. ¿Tú sabes dónde está?
—Le han llevado planos —lo dije casi por instinto, y fue suficiente. Me atrevería a decir que esas palabras me salvaron la vida, pues seguro que la amabilidad de los hebreos era falsa.
Me preguntaron detalles sobre los planos, y dije lo que pude, los había visto muy de cerca el día que traté de robarlos. Después de un exhaustivo interrogatorio, me hicieron salir. Me pidieron que esperara allí, en la calle, frente a la sinagoga, frente al Club Imperial, donde gente leía con fruición diarios en busca de las noticias más sangrientas. Uno de los judíos me acompañó. Vi cómo los que allí paseaban, pequeños comerciantes, gente normal, ajena a lo que se trapicheaba en el bajo mundo londinense, miraban con reticencia al Tigre y a mí. Seguro que a ninguna de esas personas les gustaba que una banda de criminales así se refugiara en su sinagoga, pero así estaban las cosas.
Al cabo de una media hora vino Potts a verme, con instrucciones para mí. Dijo que sabía cómo ayudar a Torres, cómo mantenerlo a salvo. Tenía que volver a Forlornhope, retomar mis labores de jardinero.
—¿Seguir buscando la cosa esa? —pregunté yo, pero no, parecía que el objetivo había cambiado. Lo único que se me pedían era franquear el paso a alguien, así de sencillo.
—Claro Ray —dijo—. Tu trabajo es en un jardincillo en la parte de atrás, ¿verdad? Y allí hay una puerta trasera a la casa, ¿verdad? Pues eso es todo lo que tienes que hacer. A las nueve de esta tarde llegará alguien por allí, una persona, limítate a abrirle la puerta.
—Hay… hay una ver… una valla, y g… gu…
—De eso no te preocupes. Tú quédate en ese jardín, y cuando llegue alguien, lo dejas entrar en la casa.
—¿Y T… Torres?
—Gracias a ti tu amigo español saldrá sin daño. Volverá a su país como si nada hubiera ocurrido.
No es que le creyera, es que no tenía otra cosa que hacer. Necesitaba alguien que dirigiera mis actos, fuera hacia donde fuese, y Potts valía como cualquier otro.
Llegué a Forlornhope a las ocho. La señorita Trent me saludó y me dijo que la señora De Blaise no estaba, pero se mantenían vigentes sus instrucciones respecto a mí. Tenía trabajo y el jornal prometido al final.
—Señor Aguirre… está herido. —Mis trazas me delataban. Negué con la cabeza—. Usted siempre hecho un desastre… hablaré con la señorita. —Vio que bajaba la vista y puso una mano en mi hombro—. No, me refería a que consultaré con ella si podemos ocuparnos de usted mejor, tal vez acomodarle de algún modo… sí, no diga que no, esas calles, y el licor… Ande, venga a lavarse y cámbiese. —La seguí agradecido y tímido, siempre me ha costado enfrentarme a la bondad desinteresada. Me lavé, me puse ropa de faena y entregué la vieja y rota del señor Arias, que ya no volvería a ver—. Su máscara tal vez… —me negué a quitármela—. Es muy bonita. Ese camafeo que lleva bordado, ¿es de su madre?
¿Por qué tendría que ser de mi madre? La señora siguió hablando, como en medio de una ensoñación, mientras volvíamos al jardín.
—Debió quererle mucho… seguro.
Cogí mis herramientas y quedé allí a solas, entre mis plantas, esperando que viniera quien fuera que debía llegar. Pasé el tiempo nervioso, tratando de ordenar ideas, todo era más difícil desde esa noche, algo se había debilitado en mi cerebro ya débil de por sí.
Oí, pasada ya más de media hora, que alguien llamaba a la puerta principal. Tenía visita el lord, una que venía por delante, no como la que esperaba yo. Dembow era un noble, un industrial, alguien importante, que atendía políticos y dignatarios a diario, así que podía ser cualquiera. ¿Por qué entonces estaba inquieto? Pensaba que era aquel hombre, aquel con quien le oí conversar en la bodega. ¿Por qué no? Debía ir a verlo, tal vez oyera algo importante referente a Torres y su bienestar. Entré en la cocina.
—¿Qué hace aquí, con esas botas sucias? —dijo la señorita Trent, presa de su mezcla de candor y dureza, antes más de lo primero que de lo segundo, y ahora, tras una hora, volvía la veleta de su carácter al sentido contrario. Yo levanté las manos por toda respuesta. La cocinera llamó a una moza para que me llevara al fregadero, a adecentarme—. Si va a entrar, haga el favor de lavarse.
La muchacha proporcionó un paño para secarme y me dejó hacer mis abluciones en la relativa intimidad de la cocina de una gran casa, en la que además había invitados. Ya saben bien de mi habilidad por convertirme en algo anodino e indigno de cualquier atención, gracias a ella empecé a moverme por la cocina atestada hacia fuera, a la casa y al gran salón, donde debían estar las visitas. No necesitaba verlos, con escuchar sus voces desde la puerta me bastó.
—Desde ayer no la hemos visto —ese era el señor De Blaise—, estoy preocupado, usted sabe que últimamente he tenido problemas con cierto… individuo, no quisiera que hubiera decidido hacerme daño a través de ella…
—Casi podría asegurarle que el señor Bowels no ha hecho nada contra usted. —¡Este era Torres!—. Se trata de un viejo enemigo del señor De Blaise, inspector.
—Entiendo —dijo el hombre al que se dirigió el español, no reconocí su voz—, o creo entender. En todo caso no es esto por lo que hemos venido.
Me sorprendió la señorita Trent saliendo del salón, con una bandeja de plata en la mano.
—¡Dios Santo! ¡Qué susto me ha dado! ¿Qué hace aquí…? —Parecía alterada, muy alterada y yo no era toda la causa de ese sofoco, lo traía ya consigo cuando nos topamos. Desde luego, no es habitual que la cocinera acudiera a atender invitados de la casa, ni siquiera tratándose de una cocinera tan querida y que desempeñaba otras funciones añadidas, como era la señorita Trent, pero eso no lo tuve en cuenta, qué sabía yo de protocolo. Lo que me sorprendió es que la esperada reprimenda no existió. Ni un «usted no puede ir a su antojo por esta casa». Se limitó a secarse los ojos con un pañuelo y a indicarme el camino a mi lugar con un gesto.
Volví a mi patio. Estaba asustado y furioso, furioso por no saber la razón de mi miedo. ¿Qué tenía que hacer entonces? Hablar con Torres, claro, y decirle… ¿qué? Andaba podando sin sentido, nervioso, cuando oí los golpes en la cancela. Un hombre arrebujado en su abrigo, ocultando su rostro con un sombrero de ala amplia, llamaba a la verja con insistencia. Acudí.
—Creo que usted y yo tenemos amigos comunes del este, ¿me equivoco? —Era Tumblety. Él no me reconoció, no creo que el recuerdo que tuviera de nuestro último encuentro, diez años atrás, hubiera perdurado en su memoria más que segundos. Yo no olvidaba al Monstruo. No entendí con claridad lo que me decía, aunque suponía que este era el individuo que Potts pretendía que dejara entrar en casa. El Monstruo en casa de Cynthia, cuando estaba Torres en ella, ¿cómo iba a dejarlo pasar?—. Bien, ¿me permite?
—Usted… n… usted n… usted no va a entrar…
—No, claro que no. Es esta dama la que debe entrar. —Apartada había una señora envuelta en un amplio abrigo negro con capucha, todo ribeteado de una sedosa piel marrón. Era muy alta para una mujer, y se mantenía quieta, a distancia y embozada—. ¿Dejarás que ella entre sin que nadie la vea? Será toda una sorpresa para el señor de la casa.
—¿Y T… T… Torres?
—Oh, conoce al caballero español. Sí… ya sé quién es usted. Pierda cuidado. Se acabarán los problemas para el señor Torres. La señora… señorita, viene a aclarar ciertos equívocos con lord Dembow y su familia. Su sola presencia terminará con todos los males de esta casa, y de sus amigos.
—Usted n… no entrará.
Abrí la puerta de la verja procurando hacer el menor ruido posible. Tumblety se apartó y la señora entró en el patio. El olor que exudaba era espantoso. Para mí, con apenas nariz y acostumbrado a los hedores del hombre y su mundo, me resultó repugnante. Creo que no tanto por lo desagradable sino por lo aterrador que supone el mal olor en una dama, que por su elegante abrigo y su andar regio, casi flotando, mostraba ser de rango. Temblé asustado. Cerré la verja a su paso, en la cara de Tumblety. Me volví hacia ella. Su fragancia al acercarme casi me hizo vomitar, aparté la cara y escuché el sonoro ruido de un reloj proviniendo de ella.
—S… si vamos por la co… co… cocina nos verán. Tendrá que entrar por 1… 1… la c… la carbonera.
Asintió con la cabeza. Fui a la puerta de metal que daba a los sótanos, que ya conociera bien, y la abrí. Le cedí el paso apurándola con un gesto, ella me retuvo un instante, alzando una mano embutida en largos guantes de raso. Entonces el tictac cesó, o se atenuó mucho, y con asombrosa agilidad y lentitud a un tiempo entró por el hueco al sótano sin trastocar su figura. La seguí, estaba oscuro.
—La p… la puerta de arriba est… está siempre c… c… cerrada.
Quedó quieta, sin decir nada, sin alzar su cabeza. No sabiendo qué hacer, abrí la llave de la luz del pasillo y la conduje hacia las escaleras que llevaban al primer piso. Entonces me cogió con una mano helada y dura, y me adelantó. Subió el estrecho tramo haciendo crujir mucho los escalones. Probó la puerta, cerrada como yo aventuré. En un momento la abrió, no sé cómo una dama como ella era capaz de forzar una cerradura con esa habilidad. Escrutó el exterior y salió, cerrándola tras de sí. Yo volví al patio trasero. Busqué la funesta figura de Tumblety en el jardín. Había desaparecido.
Corté el tallo de una rosa, y escuché un grito. Desde la casa.
Entré en la cocina, las caras de los que allí estaban eran de estupor. El grito se repitió. Tirando todo a mi paso, no reparé en nada hasta que llegué al salón, y vi el horror. De Blaise tirado junto a una silla, mirando espantado. Un policía, aunque vestido de paisano no se me escapaba que lo era, con expresión no menos atónita. Torres, junto al ventanal, también asustado pero con la suficiente entereza como para estar pidiendo calma, o algo. Y en medio, la fuente de su conmoción: la Abominación.
Un esqueleto metálico, no sé cómo describirlo de otra forma, allí de pie en ese plácido salón Victoriano. No parecía un hombre, ni una mujer, salvo por restos de ropa femenina ensangrentada que acarreaba y lo convertían en un ser grotesco. Sus brazos, sus piernas, el número de sus extremidades; todas sus proporciones eran erróneas, no deformes como las mías, equivocadas. El metal y la madera se fundían en él, en partes móviles que traqueteaban en su pecho de barril, adornado con un rosario enroscado a su delgadísimo cuello. Y la carne. Y la sangre. En medio de esa abigarrada construcción había órganos palpitantes en urnas colgando de su pecho, o incrustados de mala manera en medio de su estructura, rezumando oscuros icores de insoportable hedor. Chapoteaba con sus piernas de insecto sobre un charco de una sustancia placentaria formado sobre la alfombra, y junto a ellas oscilaba una tercera extremidad de carne y hueso, pálida y flácida.
La cabeza era humana y muerta. Una extraña máscara de piel recubría un cráneo cuyas facciones no podían ser las de un ser humano, por cómo deformaba el rostro que sostenía. El pelo rubio caía en magnífica cascada sobre el engendro, un cabello cuyo brillo de vida se había perdido.
Se mantenía en pie, quieta… o quieto, aplíquesele el género que proceda, que yo no lo encuentro. Movió su mano derecha, una de sus manos derechas, pues junto a ella descansaba una blanca mano de dedos finos, inmóvil. El apéndice útil estaba provisto de seis dedos demasiado largos para ser normales. Lo acercó a su pecho y tomó una palanca que sobresalía de él. Empezó a accionarla, dándole vueltas, dándose cuerda como a un reloj.
Habló con la voz de la muerte.
—Ahora soy tuya, por siempre. Ahora soy como quieres.
—Un minuto… —dijo Torres, que parecía el único capaz de hablar aunque con voz trémula—. Debe parar esta locura.
El ser se movió como nunca vi moverse a nadie, con rapidez y decisión, con precisión absoluta, economizando movimientos superfluos. Hacia Torres. Grité. Me eché enloquecido contra él.
La criatura giró hacia mí sin detenerse, haciendo que su repugnante estructura metálica cargada de carroña se moviera con la fluidez de un bailarín. Extendió su brazo, un chasquido y salió de él una enorme hoja afilada.
La clavó en mi pecho, y me mató.