De una tremenda patada Alto abre la puerta de vaivén, golpeando en la cara a Celador. Cae al suelo. La sangre de la nariz rota es un surtidor. Alto corre. Tira una patada a la entrepierna que no llega a acertar, Celador está hecho un ovillo, sangrando y aturdido. Le da otra vez, y otra.
—¡Coja el arma! —grita en medio de toses Lento. El perro ladra, gruñe, araña contra una puerta no muy lejana. Alto agarra la escopeta que ha caído al suelo como a un salvavidas, resbala y cae a su vez.
—¿Dónde está? —dice apuntando a todos sitios a un tiempo—. ¿Dónde…?
Lento asoma por la puerta en su silla, dolorido. Celador se mueve.
—Hijo de puta… me ha roto la nariz…
—¡No se mueva! El oso, ¿dónde tiene a ese oso? —Los ladridos del perro siguen atronando, sin acercarse.
—El oso… —Se ríe escupiendo sangre—. Ese es el menor de… tus problemas… cabrón…
—¡Tenemos que correr, rápido…! —Lento sale con mucho esfuerzo del cuarto. Alto se levanta para ayudarlo. Celador tiende la mano hacia la silla de ruedas y recibe una patada más en el vientre que casi lo levanta del suelo.
—Vamos. —Empujando la silla, traqueteante a la carrera, salen del pasillo estrecho que conduce de la habitación de Aguirre a un distribuidor algo más grande, de allí cogen otro pasillo, iluminado por cuatro velas mortecinas, a través del que se oyen los ladridos con más claridad.
—No importa —gime Lento a punto de caer de la inestable silla—. Por ahí está salida… habrá que matar.
Los velones de las paredes dan poca luz, saben que han llegado al oír ruidos y arañazos. Una puerta, cerrada.
—¡Las llaves! —Alto suelta la silla que va a dar contra la puerta cerrada. El perro ladra con más furia. Da media vuelta—. ¡Espere! La escopeta. —La llevaba Lento en el regazo, mientras corrían. Alto vuelve, la coge, y otra vez echa a correr. Celador parece inmóvil, tendido sobre cuajos de sangre y babas. Apunta con la escopeta, temeroso. Se acerca a él, le molesta el arma. La deja en una esquina. Mueve el cuerpo al registrarlo. Celador gime y no hace nada.
Encuentra un manojo de llaves y de nuevo a correr con ellas en una mano y la escopeta en la otra.
—No puedo… —Al llegar está sin aliento—. Si abrimos, ese perrazo…
—Deme eso. —Señala la escopeta—. Usted abra y yo… aléjeme de la puerta.
No hace falta explicar más. Alto mueve la silla unos metros atrás y da el arma a su compañero, que apunta tembloroso hacia la puerta. Luego vuelve a esta, busca nervioso la llave que encaje en la cerradura.
—Tenga cuidado, por Dios. —Gira la llave. Tira con fuerza de la manija procurando protegerse tras la gruesa hoja reforzada de la puerta. El perro entra como una sombra entre sombras, llena de dientes. Lento dispara. La silla se mueve hacia atrás por el retroceso. Choca contra la pared. Grita de dolor. El rugido del animal se convierte en llanto.
—¿Está bien? —dice Lento tratando de ver algo a su espalda; los nervios, el golpe y la agitación han hecho que se de media vuelta. Las velas se han apagado—. Conteste…
—Buen disparo. Lo ha dejado seco. —El perro gime con la cara y el pecho destrozados—. Vámonos.
Vuelta a empujar la silla. Llegan a las escaleras. Carga con Lento, es una operación que lleva haciendo ya días, siempre en situaciones de menos premura. El enfermo grita dolorido, pero suben los dos tramos sucios y oscuros. Lo deja en el suelo del primer piso y vuelve abajo.
—¡Deje la silla! ¡Salgamos! —Vuelve a cargar con él y Lento se lo impide—. No es… Deje que me apoye.
Así caminan los dos por el primer piso, arrastrando miedo y dolor, hasta llegar al enorme y desocupado vestíbulo de la residencia. El lugar está tan sucio como las dependencias inferiores, y apenas iluminado. Los ventanales enrejados están pintados por dentro. Los papeles, cubos de pintura vacíos y diseminados, andamios, herramientas, son toda la decoración. Dos puertas sólidas cerradas. Ninguna llave del manojo abre ninguno de los candados, siete, como la entrada al infierno.
—Mierda —dice extenuado Alto—. Es muy pesada, no podremos derribarla.
—Yo desde luego no. —Lento se ha desplomado sobre un sillón mohoso, junto a una mesita donde se acumula la prensa de hace semanas. Su compañero suspira, se tranquiliza.
Se sienta junto a él. Miran las ventanas, muy altas cuya pintura gris se ha desgastado y deja pasar una mortecina luz diurna.
—Tampoco veo posible salir por ventana. Tiene que haber… —Un gemido de dolor lo hace callar—. No… tranquilo, soy bien. ¿Dónde son las malditas llaves?
—Je, je… eso es una canción infantil, ¿sabe? O casi. Tiene razón. Las buscaré, espere aquí. —Se va corriendo.
—Si encuentra una forma de pedir ayuda… —Se duerme.
Pasan dos horas.
Lo despierta el traqueteo sobre las cerraduras. Alto está de rodillas, probando una y otra llave. La luz ha menguado, la del exterior. En la mesita tiene una garrafa con agua y una lámpara de aceite encendida.
—¿Salimos…? —musita amodorrado Lento. Tiene un aspecto aún peor que cuando quedó dormido.
—¡Qué va! He encontrado toda clase de llaves tiradas por ahí, ninguna vale. Ahí le he dejado agua, por si tiene sed.
¿Es…?
—¿Potable? Yo la he bebido hace un rato, y aún me encuentro bien, dentro de lo que cabe. —Abandona su esfuerzo y se sienta junto a su compañero, arreglándole como puede los vendajes—. No hay salida.
—Tiene que haberla… no…
—Aguante, seguiré buscando. No creo que tarden en venir por nosotros.
—¿Quién? —Ya no puede contener más las lágrimas—. ¿Quién sabe…?
—El detective que usted contrató…
—¡Le dijo…! —No puede decir más. Abraza a su amigo con la poca fuerza que le queda—. Nunca más quejaré de su… indiscreto…
—Indiscreción. Entretanto descanse, es lo mejor que puede hacer. Esperaremos aquí.
Sirve agua en dos tazas. Las saborean ambos con tanta ceremonia como si fuera el mejor café.
—¿Qué día es hoy? —pregunta Lento.
—Miércoles… no, es Jueves, quince de mayo. Fiesta.
—Vaya —ríe, y al momento se queja de sus heridas—. Su país y sus fiestas… ¿Cuánto hace que somos aquí?
—Quince días o un poco… ¿se refiere a encerrados los dos? El domingo le hirió ese monstruo, desde entonces…
—¿Dónde es? ¿Lo ha visto? —Los dos callan, esperando oír en ese momento algún gruñido—. ¿Encerrado?
—No se preocupe. Ahora descanse. En cuanto nos saquen de aquí…
—¿Y si quién viene es… señor Solera?
—Ya vio cómo reaccionó nuestro amigo al amenazarle con que iríamos con el cuento a él… no creo que estén en buenas relaciones, ni que ese tal Solera, sea quien sea, sepa lo que pasa aquí. Además, aún tenemos la escopeta…
Pasa el tiempo.
La luz que se filtra por los cristales tintados va cambiando su inclinación muy despacio. Alto pasea por la enorme sala. Mira tras el mostrador de recepción, en los armarios. Se va al piso de arriba. Encuentra más basura, más abandono y más llaves inútiles. Sube otro piso y vuelve con varios papeles entre las manos; cartas y capítulos de la novela de R. T. William. Al volver, Lento está despierto.
—Mientras esperamos… —dice—. Podíamos seguir hablando con Aguirre… creo que… sabemos cómo atenderle.
—¿Se encuentra con fuerzas?
—No. Tampoco para quedar aquí.
—Y si llega alguien… Puedo bajarle mientras yo…
—Le necesito, no soy seguro de mi capacidad… si viene… espero que oigamos antes… tenemos…
—La escopeta.
—Sí.
—Como quiera. —Carga de nuevo con él—. No se preocupe, vamos a salir de esta.
Llegando al sótano lo deposita en la silla, ahora el camino es más sencillo.
—¿Cuántos cartuchos tenemos? —pregunta Alto mientras va a buscar una vela que encender.
—Yo… disparé al perro, queda el otro cañón. Habrá más munición.
—Seguimos sin saber dónde es oso. No he vuelto a bajar al sótano hasta ahora, sé cuál es su celda…
—No debemos tener cuidado de él, sin su amo…
Celador no se ha movido de cómo lo dejaron. Respira pesado, en posición fetal. Alto no deja de apuntarlo mientras lo sortean para ir a la celda de Aguirre.
—Átelo —dice Lento. Alto se agacha y lo mueve con mucha cautela. El hombre gime muy bajito.
—Está muy… creo que…
—Átelo. Átelo. Acabemos con… ¿cómo dicen? Pantomima. No puede quedar mucho.