Vaya, me alegro de verle de nuevo. Ya me tuvo al tanto de su situación su amigo… No tiene buen aspecto… pero quién soy yo para juzgar el aspecto de nadie. En fin… sí, continuamos.
Dos asesinatos en la misma noche, uno de ellos el más sanguinario y repulsivo hasta el momento. Imaginen cómo disfrutó con eso la prensa. Aquella pintada escrita en el portal que daba a los números ciento ocho al ciento diecinueve de las viviendas Wentworth, en la calle Goulston, encontrada justo sobre un trozo de delantal manchado de sangre y materia fecal, fue borrada de inmediato por el propio comisario Warren, antes de que pudieran fotografiarla. No tardaron en comprobar que el jirón de delantal correspondía a una de las finadas, Catherine Eddowes. Se copiaron esas crípticas frases, por dos veces, pues el lugar estaba justo en medio de las competencias de la Policía Metropolitana y la de la City, y quedó por tanto constancia que la palabra «judíos» había sido mal escrita, aunque dentro de una frase de tan dudosa gramática, no desentonaba. Por supuesto, el borrado trajo un aluvión de críticas sobre la policía en general y sir Charles en particular. Para desgracia de Torres, no pudo comparar la letra con la nota que aún conservaba en su poder, ni el CID pudo hacer lo mismo con la que tenían de Tumblety.
El fotógrafo se retrasaba demasiado, no se atrevieron a esperar. Aquel edificio de Goulston estaba lleno de judíos, como todo el barrio. No era la primera pintada antisemita que aparecía por esas calles, y no sería tampoco la primera vez que algo así provocaba un tumulto peligroso. Una frase que tal vez implicaba a los hebreos en los asesinatos, podía levantar más que ampollas.
La presencia del comisario Warren y el superintendente Arnold en las escenas de los crímenes les dará una idea de lo crítico que se había convertido este caso. Si ya se habían tomado medidas especiales, a raíz del doble incidente se multiplicaron por diez, y aún a principio del mes siguiente iban a llegar más sorpresas de carácter morboso. Solo yo, en todo el mundo, sabía que al menos uno de los asesinatos del treinta de septiembre no lo cometió el Monstruo. Imagino que están preguntándose qué hacía ese día en Dutfield Yard, y cómo salí de allí. Para eso tengo que retroceder algunos días.
Si hacen memoria, la última vez que hablé de mis andanzas estaba a las puertas de la casa de lord Dembow, acababa de ser sorprendido por el fiel Tomkins en un pequeño hurto. La suerte hizo que no me despojara de todo y así tenía algo que mostrar cuando Burney dio conmigo. Esa noche, de camino a mi pensión, el bosquejo filiforme de un hombre me abordó.
—Ray —dijo Burney bajo su enorme sombrero—. Potts quiere verte. —Mi antiguo colega resultaba hasta digno desde su altura y envuelto en su gabán largo y oscuro. Dignidad era algo nuevo en él, nunca la tuvo, y se notaba la felicidad que eso le daba en el tono de sus palabras. Sin embargo, en lo que decía, mostraba que seguía siendo un esclavo, una clase distinta de esclavo—. Espero que tengas algo para él.
Así era, algo tenía, me giré rápido hacia el Esqueleto, y el pobre Burney dio un respingo, asustado. Seguía siendo un cobarde, el miedo es lo más difícil de olvidar. Junto a Burney acudí con mi botín al encuentro con los Tigres de Besarabia, hasta una barbería de Stepney. Allí me esperaba Moses, sentado ante un vaso de vino, sin ese órgano de tubos que cargaba a la espalda cuando había jaleo.
—Drunkard —me saludó—. Sigues entre los vivos y con buena salud, tienes mucha suerte.
Miré alrededor, buscando algo o alguien que pudiera preocuparme. No había clientela alguna.
—Ray tiene algo para vosotros —dijo Burney, con ese nuevo tono espectral que había aprendido a emplear.
—¿A sí? Acaso… —interrumpí a Max Moses. No tenía ganas de bromas ni juegos entre matones.
—Ya l… l… lo tengo. —El enorme judío me miró entre sorprendido y divertido. Creo que en un primer día solo esperaban que trajera algo de información, nada más. Se levantó exudando pereza y voceó:
—¡Eh, vuestro monstruo dice que ya lo tiene!
A través de una cortina que daría a la trastienda o algo semejante asomaron el Bruto y Potts. Los dos parecían furiosos y yo acababa de llegar, luego el problema no tenía que ver conmigo, de momento.
—¿Qué dices? —preguntó Potts. Antes que el judío volviera a insultarme, prefería hablar.
—Ya lo t… t… t… tengo.
—¿El qué?
—La c… la cosa. —Saqué el cachivache que cogí prestado de Forlornhope. Nada más mostrar el artilugio O’Malley dio una sonora palmada y gritó:
—¡Bien! Vamos a ver a Perkoff, ahora quiero lo mío. Dios te bendiga Drunk…
—No vayamos tan rápido —interrumpió Potts—. ¿Qué es esto? —Expliqué que lo había conseguido en casa de lord Dembow, como me habían indicado. No dije nada de los papeles que me arrebató el mayordomo, lo que no veían no podían echármelo en cara—. Esto… no sé si se parece en algo a lo que tenías que traer.
—Es un… un ap… un trasto elec… eléctrico.
—A mí se me parece —dijo O’Malley.
—Lamento decirte, Bruto, que tu opinión no es relevante en nada. Solo importa lo que diga el Dragón, y no estando él, quedo yo. Tendré que hacer la prueba.
Los cuatro, los cinco conmigo, quedamos en torno al mostrador donde había dejado el artefacto, rodeado de peines, tenacillas y navajas. Un quinteto de imbéciles asombrados y atemorizados por esa maravilla tecnológica.
—Hazlo —dijo el Bruto—, haz esa prueba. —Los dos miraron al judío, que sonriendo se encogió de hombros. Luego me miraron a mí, que no hice nada.
—Muy bien —terminó por acceder Potts—. Ayúdame, Burney. —Se quitó el bombín que parecía tener clavado a la cabeza. Lo que sí tenía enquistado a la parte superior de esta era una especie de enorme remache broncíneo que le ocupaba desde la coronilla hasta la frente, marcando justo la línea de nacimiento del pelo—. Aquí no habrá alguna toma de corriente o semejante, ¿no? Lo imaginaba.
—Me adelanté a ese posible contratiempo —dijo Burney. ¿Dónde había aprendido a hablar tan bien? Entró decidido en la trastienda sin que yo pudiera apartar la mirada de ese hierro clavado al cráneo con que se coronaba Potts. Volvió con una maleta y otros cacharros, herramientas y cables. Se quitó el sombrero y mostró su cráneo calvo, sus ojos negros sin pupilas que exudaban unas lágrimas sucias continuamente y un artefacto similar al de Potts, más pequeño, brotando también de la cima de su cabeza—. ¿Prefieres que lo haga yo?
Mi antiguo patrón negó con la cabeza. El esqueleto pidió una silla y dispuso en el mostrador todo ese equipo, junto a mi aparato robado. Allí tenía una batería, que descubrió pavoneándose, como quien exhibe conocimientos recién aprendidos frente a ignorantes. Eso creo que era, Burney había hallado con el paso del tiempo que tenía cerebro, y lo sabía utilizar. Me temo, no obstante, que esa «carrera intelectual» empezaba con treinta años de retraso. Con gestos de prestidigitador y rodeado de las miradas de un idiota (yo, y dos salvajes boquiabiertos), conectó los bornes al aparato de Cynthia, que empezó a zumbar y a moverse por la mesa.
—¿Qué es eso?, preguntó el judío. Potts lo cogió, el cacharro no dejaba de vibrar en sus manos mientras lo examinaba.
—No lo entenderías, ni hace falta.
Paró el artilugio y de inmediato empezó a conectar y enganchar a su cabeza cachivaches y piezas que había traído Burney, haciendo girar palomillas, tuercas y palancas ayudado por este, hasta convertirlo en una suerte de casco, abigarrado y estrambótico, lleno de pistones y relés. Coronaba la estructura un complejo de dioptrios y catadióptricos colocados sobre un raíl que se asomaba hasta medio metro por delante de la frente de Potts, y por último, como empenacho en tan estrambótico yelmo, cuatro pértigas se alzaban, como patillas de anteojo y desplegaban un lienzo, un paraguas blanco y cuadrado sobre su cabeza. No podía cerrar la boca de asombro, en cualquier momento esperaba que mi antiguo patrón empezara a soltar fuegos por la cabeza y echara a volar, o algo peor.
—¿Duele? —preguntó el Bruto.
Potts y su socio se rieron con suficiencia. El primero sacó una llave y dio cuerda a su cabeza. Pensé que le envidiaba, qué irónico me parece ahora, deseé poder dar cuerda a mi cerebro, para que corriera más. Los añadidos metálicos a la cabeza empezaron a moverse a ritmo, a traquetear y a hacer suaves ruidos chirriantes. El dispositivo óptico empezó a emitir una luz titilante, Pottsdale parpadeó con fuerza, más un tic que un gesto, puso un segundo los ojos en blanco, y luego dijo:
—Veamos. —Conectó una llave, y el lienzo descendió ante sus ojos, quedando iluminado por la luz de su cabeza, la primera vez que algo luminoso brotaba de semejante testa enfermiza. Burney cogió el artefacto robado, lo examinó una vez más, sin dejar de hacer ocasionales contracciones y muecas. Abrió el aparato, y conectó parte de la máquina a la cabeza de Potts. Entonces lo encendió.
Ahora lamento mucho, no se hacen idea de cuánto, no saber en ese momento lo que sé ahora: que Efrain Pottsdale se estaba metiendo un consolador en el cerebro. El dildo empezó a vibrar, la máquina de la cabeza de Potts empezó a vibrar, la luz parpadeó, emitiendo extrañas imágenes, manchas sobre la pantalla, que a su vez se agitó como una vela mal izada, y con ella todo su cuerpo convulsionó. Cayó de la silla, todos nos apartamos mientras se agitaba en el suelo, con los ojos en blanco y espasmos propios de un loco. Burney me lanzó una mirada furibunda con sus ojos metálicos sin pupila, y se arrodilló junto a su amo, apartando las lentes y piezas rotas y diseminadas ya por el suelo. Echó mano a su cabeza y le arranco la pantalla ya hecha jirones y luego con fuerza hizo otro tanto con el consolador, junto con un par de piezas más. Potts dejó de agitarse. Ayudado a duras penas por el Esqueleto, se incorporó y se sentó babeando y guiñando lo ojos como un anormal.
—¡Qué es esto! —dijo, tirándome el consolador a la cara.
—Yo… es elec… elec…
Me agarraron de malos modos, yo no opuse resistencia alguna, me temo que estaba demasiado confundido para enfadarme. Me dejaron en la trastienda, a solas, y allí me quedé, sin hacer nada, mirando los restos del artefacto que había robado, ahora muerto, arrancado de los cables que lo alimentaban.
Un par de horas pasé mirando le percuteur, maravillado no sé muy bien de qué, pues nada entendía, ni de ese artefacto ni de lo que acababa de ocurrir. Lo único que tenía claro es que había salvado el pellejo, pese a los gritos y zarandeos.
Después volví a ver a Potts, ahora con su sombrero bien calado y el genio encendido. Había sido objeto de la burla de todos sus amigos judíos, no porque tuvieran la menor idea de lo que había pasado o de qué era ese aparato vibrador, pero Moses y el Bruto no habían ahorrado detalles en cuanto al espectáculo de la barbería, incluso aderezándolo con algo de su propia cosecha. Las mofas de esa gentuza no eran la causa principal de la irritación de Potts. Parece ser que su jefe, ese Dragón al que se referían, se había enfurecido mucho, por mi torpeza y la de él. En lo que a nuestra historia atañe, lo importante es que Potts descargó su ira contra mí. No con violencia, me gritó y me insultó, nada que me perturbara en lo más mínimo, y me volvió a mostrar el dibujo de aquello que querían, aquel conjunto de cilindros o conos labrados, que desde luego en nada se parecía al aparato terapéutico del doctor Granville.
Para contentarle, a él y los Tigres, les dije que había conseguido un puesto de jardinero ocasional.
—Jardinero, ¡tú! —exclamó el Bruto al enterarse. No dije nada de que había sido sorprendido en un robo, y que por tanto veía complicado mi regreso a Forlornhope. Con esas me dejaron salir a la calle ya de madrugada, una vez prometido que iba a seguir buscando allí el extraño tesoro.
Ese sábado por la tarde vi a Liz en el Ten Bells, por fin, y todas mis angustias desaparecieron. Estaba viva, y bien, aunque muy borracha. La venganza del Green Gate hacia mí no se había producido. ¿Se habían olvidado de esa desdichada o Potts y los judíos me la habían cuidado? Me dijo que esa misma mañana había conseguido ayuda de la iglesia sueca, y empezaba a gastar esa ayuda.
—D… d… debieras pagar con ess… eso a los ch… ch… chicos del G…
—¡Qué dices! Que lo pague Mike. —Se refería a Kidney. Además, con lo que me dan no tenía ni pa…
Y siguió bebiendo, y yo con ella. Allí, escuchándola, tuve la vaga sensación de que su salud dependía de lo que estaba haciendo. No me refiero a mis acuerdos, sé que en el fondo esa puta les traía sin cuidado tanto a los judíos como a los de Benthal Green. Intuía que había un delicado equilibrio entre el Green Gate Gang, los Tigres, Pottsdale y ese Dragón, y que mis acciones y el objeto tan codiciado de lord Dembow eran las piezas clave.
La dejé sin que pudiera convencerla de saldar sus deudas con Dandi y sus camaradas. Los judíos se habían ofrecido a darme alojamiento, peligro este que pude eludir. Seguía manteniendo mi habitación en Flower & Dean, de hecho tenía para dos semanas en ella, no era un tipo despilfarrador, alguna virtud he de tener, la bebida me la pagaba Liz, o los judíos, y poco gasto más necesitaba, por lo que el dinero que le sacara a Dandi me podía durar bastante.
Empecé a idear cómo volver a casa de lord Dembow. Lo más fácil, lo único posible era apelar al buen corazón del ángel que vivía allí. Consumí todo el domingo tratando de encontrar el valor para enfrentarme a Cynthia, pedir perdón por mi «frustrado robo» y continuar espiando en su casa. Al día siguiente recibí la visita del Bruto. No fue una visita formal, como seguro supondrán. Pasé la tarde con Liz, mirándola. Al caer la noche nos separamos. Quedé caminando no muy sobrio, él me abordó. Debió haber sabido de mi deambular a través de Burney el Sigiloso. No lo vi. Al entrar en Flower se me echó encima por mi lado izquierdo.
—Bueno Drunkard, tenía ganas de verte.
—Q… qué quieres.
—Recordarte que te salvé la vida. Que me debes una. —Estaba solo, no le tenía miedo. Sé que era un formidable luchador, pero yo no era ningún pelele—. Tienes que hacer lo que te dicen…
—Déj… déjame en paz. —Seguí caminando y me cortó el paso de nuevo.
—No sé si entiendes bien la situación. Si dejas a esos judíos bastardos contentos, ellos estarán contentos conmigo. Me ayudarán a acabar con Dick, y entonces todo será mío, y yo seré generoso con quien me ha ayudado, ¿entiendes? —Y si por el contrario desairaba a esos rabinos, O’Malley estaría vendido, para los Tigres y el Green Gate Gang, no era difícil de entender.
El miércoles siguiente al mediodía fui a Forlornhope. Mis esperanzas se cristalizaron mejor de lo que esperaba y de lo que auguraba el aspecto de la finca. Estaba rodeada por hombres vigilando. Un par de detectives caminaba por los alrededores, haciéndose ver por cualquier posible intruso sin resultar ofensivos para el barrio y seguro que media docena más andaría por ahí, a cubierto y sin perder de vista la calle. Pensé que estaban por mí, pero era a causa del pasado atentado, del que yo no tenía idea.
Con solo aproximarme a la verja, algo deteriorada y derribada en su puerta, dos individuos hediendo a policía se interpusieron.
—¿Qué estás buscando aquí?
Antes de decidirme a correr, atacar a esos tipos o tartamudear alguna excusa alguien abrió la puerta de metal. No fue Tomkins, por suerte. Un mozo del servicio aclaró a los policías que me estaban esperando, y me acompañó hasta la trasera de la casona. La cocinera me atendió allí, en el jardincito que me habían pedido cultivar, y nada más verla di el nombre de la señora De Blaise. Esperaba temeroso la acusación de robo por parte de ella, contuve la respiración.
—Claro —dijo fría pero amable la señorita Trent—, la señorita le espera. —Parecía incapaz de elevar el tratamiento a su Cynthia, para ella, como para muchas niñeras, sus pupilas jamás crecían.
Cynthia estaba en casa, me saludó y se mostró gratamente sorprendida por mi vuelta y aún más amable que la cocinera.
—¿Viene por el jardín? ¿Va a quedarse con nosotros? —Asentí—. Bienvenido sea, que a esa jungla le hace falta una buena mano. —Hizo que me dieran herramientas y ella misma me acompañó de nuevo hasta el patio trasero—. Si necesita cualquier cosa, pídamelo a mí o dígaselo a Nana. Cualquier cosa. No es necesario que se moleste usted en buscarla, o coja lo primero que encuentre. Pida lo que precise. —Enrojecí de vergüenza. Cuánto más daño hacen suaves palabras de reproche dichas por una hermosa cara que el más mordiente látigo.
Pronto estaba escarbando en los rosales con las herramientas que me habían proporcionado. Un lacayo no me quitaba la vista de encima, y escuchaba los comentarios de él y el resto de servicio respecto a la peligrosa excentricidad de su ama, que yo ignorada enfrascado en el trabajo. He nacido para jardinero, ahora lo sé, nunca nada me distrajo de mis penurias como eso.
De inmediato me di cuenta de que si seguía siendo continuo objeto de tan estrecha vigilancia sería muy difícil satisfacer los requerimientos de Potts. Por fortuna había trabajo de sobra que hacer en esa casa, y llegué a estar a solas en el pequeño jardín. En cuanto me dejaron con mis rosas me puse a buscar, no encontraría otro momento mejor. Descubrí que había paso franco a la casa a través de la puerta de la carbonera. Entre por allí, y eso me condujo a los sótanos. No me costó orientarme, y pronto encontré una escalera que conducía hacia el piso superior. Como es lógico, viendo que el sótano estaba acondicionado como almacén y despensa, supuse que esa puerta estaría cerrada y la llave en poder de Tomkins, la cocinera, el propio lord y algún otro personal de confianza. De modo que mi acceso por allí estaba cortado. Pensé en volver al jardín y entrar por la puerta trasera, la que conocía bien, fingiendo buscar algún apero para mi labor si era sorprendido. Entonces se me ocurrió, chispas de luz que a veces deslumbraban en mi cerebro oscuro, que si ese tesoro que buscaba era de tanta importancia, bien podría estar en el sótano escondido. Todo esto lo cavilaba junto a la puerta que daba al primer piso, esa que imaginaba cerrada, y que por algún impulso probé. Estaba abierta. Alguien andaba por los sótanos, junto a mí. Bajé con mucha cautela, y vi la luz del pasillo a mi derecha. Luz que salía de una puerta abierta, frente a un recodo del corredor que daba a un amplio cuarto lleno de bultos cubiertos con lienzos y mantas. A través de la puerta entreabierta mi casi ceguera vislumbró, casi imaginó, los anaqueles de una bodega. Allí había al menos dos hombres conversando, lord Dembow y alguien más. No sé si fue afortunado el que me quedara a escuchar la conversación; sin duda fue revelador.
—… ese americano… se ha convertido en más que un ligero contratiempo. —No reconocí esa voz, sí la de quien respondió: lord Dembow.
—Lo sé. Ya hablé con Matthews y saben que es prioritario capturarlo, es el eslabón más débil, el que…
—Un eslabón que usted incluyó, este asunto…
—No me diga lo que hay o no que hacer, señor mío. —La voz del lord se volvió un susurro amenazante, como el de una serpiente—. Yo soy el motor de todo esto, es por mí por lo que hemos llegado a donde estamos, y a través de mí se abre el futuro. ¿Acaso usted, o sus amigos pierden más que yo de no conseguirlo?
—Ya no se trata de nuestros intereses, ni mucho menos de su pelea personal; si involucramos a la policía…
—Matthews me ha explicado que solo harán falta algunos hombres de confianza de la sección D. Ese simpatizante de los irlandeses ya ha tenido problemas con ellos, no levantará ninguna sospecha.
—Y una vez capturado… ¿Acabará todo?
—Empezará todo, querido amigo, todo para todos. Él nos conducirá a nuestro enemigo, y todo seguirá como debe ser. —Escuché un sonido mecánico, un zumbido irreconocible para mí. Luego el descorchar de una botella, y el licor alegre corriendo sobre una copa—. Hay otra posibilidad. —Un prolongado silencio, imagino que cargado de significado, precedió de nuevo al sonido del cristal y el vino—. Una solución más a largo plazo, quizá intolerable para mí y mi estado, pero en mi mente siempre está el bien de mis buenos amigos, y de mi patria.
—No le comprendo.
—Es mi regalo para todos ustedes, una muestra de agradecimiento por la confianza con que me han obsequiado durante tantos años. Un español.
—¿Español…?
—Un ingeniero. Tiene las capacidades necesarias para suplir al enemigo. Está construyendo un ajedrecista.
—¿Cómo el de…?
—Dele tiempo. Yo me ocuparé en orientarle, y pronto no necesitaremos a ese monstruo…
—Tengo entendido que aglutina a ciertos criminales de baja ralea a su alrededor, bandas.
—Lo lleva haciendo desde tiempo atrás. ¿Qué esperaba?, se une con los de su calaña de modo natural. Esta situación incómoda acabará cuando mi amigo español obtenga resultados, y confío que no tardará demasiado. —Guardaron silencio, el tiempo suficiente para que yo comprendiera que ese español no podía ser otro que Torres—. Me mira con escepticismo.
—Si un simple ingeniero es capaz de asegurar el futuro del reino, no sé por qué andamos perdiendo el tiempo, por qué hemos perdido más de veinte años en…
—He dicho que es una posibilidad, y que requiere tiempo, y algo de suerte. Ambos somos jugadores, ¿cierto? —Sonaron copas entrechocando.
—¿Y si a su español no le gusta? Hay ciertos aspectos que pueden escocer a los escrúpulos menos exigentes.
—Solo hombres con poca visión de futuro, o con escaso compromiso con la Corona, pueden tener reservas ante nuestra empresa. Yo me ocuparé de «mi español», hoy mismo he puesto manos a la obra. Ustedes encárguense de Tumblety. —El Monstruo… su nombre resonó en esa bodega como tañer de muertos.
—¿Por qué? Parece que esta segunda opción es más segura que su lucha interminable con ese sujeto…
—Me muero. Pese a mi confianza en mi amigo mediterráneo, no puedo esperar. Les doy otra opción, pero no dejemos lo que tenemos en mano. Eso es seguro. Subamos.
Escapé al jardín. Torres estaba en peligro, eso creí entender. Ese «Yo me ocuparé de mi español» dejaba poco espacio a otras interpretaciones. De nuevo sentía que yo era la pieza clave de algo que no entendía. Me fui, cobré mi jornal de manos de la cocinera y corrí a casa de la viuda Arias. Estuve ahí vigilando, y no vi nada. De Blaise había estado esa misma mañana allí, tiempo después lo sabría, pero ahora no vi rastro de nadie. Excepto de Juliette, paseando sus fantasías. Me vio antes que yo reparara en ella.
—Señor Aguirre. —Me sorprendió y se echó en mis brazos de golpe—. ¡Qué alegría verle! El señor Torres…
—Shhh —chisté—. No q… q… quiero que me vea.
—¿Pero por qué? Seguro que le da una alegría. No entendió por qué tuvo…
—¡Déjame niña! —gruñí. Sus enormes ojos verdes se abrieron sorprendidos más que asustados—. Ad… adiós —dije algo avergonzado por arruinar tanta alegría. Di media vuelta para irme y ella me detuvo, tocándome el brazo con la suavidad de un colibrí.
—Señor… entiendo que no quiera vernos… ¿pero qué le diré al señor Torres? —Tenía lágrimas en los ojos, aunque hacía esfuerzos por contenerlas. No me siento mal por ello ahora, sé que ese sofoco era más por el susto de mi grito que por pena real. Esas lágrimas me hicieron pensar; ¿por qué no quería ver a Torres? ¿Era de verdad mi intención alejarlo de peligros que yo atraía, o era yo quien pretendía eludir todo problema? De una forma o de otra, ahora se me ofrecía la oportunidad de hacer algo por él.
—D… dile que tenga cu… cuidado con D… D… D… Dembow y los suyos. ¿Lo harás?
—Claro.
Me marché. Tenía que hablar con Potts, sabía cómo dar con él. A la noche siguiente me demoré algo antes de entrar en mi pensión. Caminé con mis andares ebrios, que me granjearan mi sobrenombre en el bajo mundo. Había pasado el día de jarra de cerveza enjarra de cerveza, lo que no menguaba mis actitudes en gran medida. Quedé sentado en el suelo, fingiendo estar adormecido. Cuando noté la calle desierta, hablé.
—B… B… Burney…
Surgió de las sombras, no muy lejos de mí. ¿Cómo podía hacer semejante cosa? Sé que yo ya no veía bien, de hecho el velo que nublaba mi vista iba tupiéndose día a día. Contando con mi progresiva ceguera, la invisibilidad de Burney era excesiva. Parecía que su abrigo estuviera hecho de la misma sustancia que la noche, y se envolvía en él y se hacía parte de ella. Avanzó hacia mí, con un aire temeroso que me recordó al Burney de siempre. Le rogué que me llevara con su jefe, tenía algo que decirle.
Potts se paseaba entre los Tigres como por su propia casa, no parecía que cayera bien, más bien le tenían alguna clase de respeto basado en no sé qué origen. Burney me llevó a Stepney, territorio de los de Besarabia. Recibimos el saludo incómodo de los miembros de la banda, armados hasta los dientes, que nos franquearon el acceso de malos modos. Pottsdale pasaba la noche en un burdel, que también los tienen los judíos. Era una taberna vieja y abandonada, que hacía las veces de casa de citas, humilde y sin lujos, pues la estricta moral hebrea impedía que fuera de otra forma.
Al verlo, no supe qué decir; mi habitual dificultad con las palabras y las ideas. Algo me bullía en mi sesera, y no estaba seguro de qué. Lo único que sentía como cierto, era que Potts era el enemigo, mi peor enemigo, y que lo que le dijera no debía ser tan claro como para que descubriera mis planes, si es que tenía algún plan. La forma más sutil que fui capaz de pergeñar fue preguntarle si el robar esa máquina a Dembow perjudicaría de alguna forma al lord.
—A quien van a hacer daño si no lo consigues es a ti, viejo Ray. Tu única posibilidad es hacerlo y rápido.
—P… p… pero. ¿Le hará d… daño?
—¿Le tienes ganas, eh Ray? —Asentí, por dejarle hablar—. Lo entiendo, esos ricachones siempre te han mirado por encima del hombro, ¿verdad? Echas de menos a los tuyos, claro. Sí Ray, joderemos a ese viejo entrometido, y todos saldremos beneficiados. —Todos menos Torres. Si había entendido las palabras de aquel caballero de la bodega del lord al decir: «… aglutina a ciertos criminales de baja ralea a su alrededor, a bandas…», el enemigo de Dembow era Potts, y los Tigres de Besarabia, y el Green Gate Gang, y los Blind Beggars y todo el hampa londinense. Y si a ellos les iba bien, la otra opción del noble era Torres, eso había dicho. Si yo hacía lo que me pedían, Torres se convertía en el objetivo de los extraños planes del lord, su codicia recaería sobre él, y si no lo hacía Liz estaría muerta. Mucho que decidir para tan poca materia gris.
La solución fue la que se espera de los ignorantes: decidí ayudar a todos los que me interesaban, a los que quería, sin prestar atención a cómo los destinos de unos y otros se oponían. No iba a colaborar con Potts, eso no era ningún esfuerzo, el saber que mi fracaso podía, además de beneficiar a Torres, hacerle algún daño me satisfacía. El resto del plan era más delicado: escapar con Liz, ir a América. Sé que es una idiotez, sé que ninguna mujer, por muy desesperada que estuviera, vería en mí otra cosa que alguien de quién apiadarse. Sé que era ilusorio tratar de eludir a la banda más poderosa de Londres, y sé que he demostrado a lo largo de esta historia que era incapaz de ceñirme a un plan que durara algo más de veinte minutos.
Y con todo esto no lo hice tan mal. Sabiéndome imbécil en general e incapaz en el aspecto más concreto de la intriga, me agarré a lo que hacía bien, mejor dicho, a lo que me funcionó en el pasado. Si lo hice entonces, cuando enfrenté al Green Gate con los chicos de la Dover, bien podía repetirse. Tenía que ver a Dick Un Ojo, y eso era imposible si una sombra me seguía por todo Londres.
Un cerebro completo y un alma completa hubieran tomado otro camino, hubieran tratado de no enlodar más mi espíritu. Puede que debiera haber intentado convencer a Burney, hacerle abandonar su vida de esclavo, volverlo de mi bando. Yo, como las bestias, solo pude pensar en el asesinato. Que Dios me perdone una vez más. Justificaciones para este nuevo pecado tengo muchas.
Burney había sido un ruin lacayo de Potts toda su vida, incluso cuando fingió su amistad en Pentonville seguía a las órdenes de su amo, seguro. Además, por mi causa era probable que murieran muchos hombres. Uno más, aunque la sangre de este manchara mis manos directamente, no podía aumentar demasiado mis faltas… tales excusas me sirven para sosegar las quejas de la conciencia ahora, entonces, si he de ser sincero, solo pensaba en Liz y en mí, en Torres, mi único amigo; a la vista de eso, otra vida no era algo que me resultara difícil arrebatar. Pese a no ser la gran mente criminal del siglo XIX, no se me escapaba que si aparecía Burney muerto en un callejón, yo sería el primer sospechoso. Debía idear algo.
Ese mismo jueves Liz recibió de nuevo ayuda de su iglesia, y lo celebramos como de costumbre. Ella estaba muy contenta, más que lo que de natural causa la cerveza. Decía que iba a ver a sus hijas, que eso le habían dicho en la iglesia, donde afirmaba que cuidaban de ellas. No creí que fuera verdad, como mucho de lo que contaba Liz sería fruto de su imaginación o sus deseos. Sin embargo, esa confidencia me animó a explicarle mi plan, parte de él, mi deseo de irme con ella de Londres, a Liverpool.
—¿Y qué hago yo allí? ¿Contigo…? —Vi entonces desprecio. Pienso ahora que más del que en realidad puso en sus palabras, años de escarnios alteraban mi percepción, seguro. Lo que para mí era la única puerta, no digo a la felicidad, sino a la supervivencia, a cualquier persona con el cerebro entero le parecía por fuerza un disparate. Me marché furioso, sin detenerme a explicarle lo precario de su situación.
Al momento me calmé, bendiciones que trae la escasa capacidad de concentración. Solo era un berrinche, claro, ya se hará a la idea. Eso pensé, y volví mi atención a mi complot y al infausto destino de Burney. Primero, debía hacerme habitual a ojos de los judíos, conseguir que me tomaran por un simple, tarea no muy difícil tratándose de mí, que vieran en mí un tipo inocuo, un bruto asustado y atrapado entre sus garras. Al día siguiente, en cuanto me sacaron de la pensión, acabado el tiempo que tenía de cama, fui de nuevo a Stepney, al burdel hebreo. En esta ocasión no busqué la ayuda de Burney, tenía que empezar a moverme sin él. Antes de llegar, el Esqueleto se plantó a mi lado; era tan esquivo a la luz del día como de noche, cosa nada desdeñable, pues su aspecto no era en absoluto común.
—¿Qué haces aquí, Ray? —me dijo.
—T… tengo que p… que hab…
—No puedes venir cuando se tantoje.
Yo insistí, dije que quería ver a Potts, a alguien, que necesitaba ayuda que… lo que fuera. Burney no era barrera suficiente para cerrarme el paso. De modo que llegué a la puerta de la casa y allí se me interpuso un Tigre blindado; eso era otro cantar. Insistí, protestando, diciendo que no sabía qué hacer… Potts no estaba, pero el centinela, cansado de mi queja, entró y salió con Moses, a medio vestir.
—Drunkard, ¿qué demonios quieres? ¿No te dijeron que fueras a esa casa…?
—No… p… p… puedo. Ya sabrr… sabrán que les he r… robado y no me dej…
—No mientas, Ray —dijo Burney—. El miércoles volviste, y no parece que te hayan causado problemas… —¿Ven como tenía que eliminarlo? Con él pegado a mi espalda era imposible hacer nada.
Seguí protestando, pidiendo ayuda, diciendo que necesitaba dinero, procurando resultar molesto e insignificante a un tiempo. Le fui, con la cargante advertencia de Burney, exigiéndome que recurriera a él siempre que quisiera contactar con mis nuevos patronos, y con el desconcierto de Moses, que no estaba muy seguro de lo que quería. Nada, solo que me vieran.
Y por supuesto no me arredré, esa misma tarde volví por el barrio de los de Besarabia. Era imprescindible hacer de mi estampa parte del entorno, ser algo frecuente, alguien en el que no pensaran más que como un estorbo o una herramienta manipulable. No, no me volví inteligente de un día para otro. Aunque la necesidad, el miedo y, por qué no decirlo, el amor agudicen el ingenio, no obran milagros. Lo que ocurría es que esto era lo que sabía hacer, conseguir pasar desapercibido, ser ignorado, llevaba más de veinte años haciéndolo.
Tampoco pedí esta vez ayuda a mi guía y escolta, me presenté allí, y Burney no se materializó para amonestarme. No sé si no me seguía o si había desistido pensando que mi pequeño cerebro no daba para más. Me planté en la puerta del lupanar, y se me dejó pasar. Pregunté por Potts, que no estaba de nuevo. Esta vez ni siquiera vi a Moses, alguien de la banda, que no conocí me aclaró que Perkoff estaba cansado de mí y que había dejado un recado.
—Trae lo que se te ha pedido, no vuelvas otra vez por aquí sin ello a no ser que quieras problemas.
Era una bronca a un subordinado cargante, nada más, lo que quería conseguir. Dos días de insistencia y ni los hombres de confianza se dignaban en hablar conmigo, el jefe dejaba recados para mí. No era conveniente apurar mi suerte y arriesgar mi cuello en exceso, en mi estupidez, ahora creía tener una mujer que dependía de mí. Tenía que volver a Forlornhope, en busca del dichoso aparato.
La señorita Trent me atendió con su habitual mal carácter lleno de bondad. Habían preparado ropa de trabajo para mí y me hizo cambiarme en una alacena de la cocina.
Haga el favor de darme esos harapos que lleva —me gruñó con cariño tras la puerta cerrada del improvisado vestidor—. ¿Cómo puede ir tan sucio? Ande, que se la lavaremos. Alguien que trabaja en Forlornhope debe ser ejemplo de aseo y compostura, señor Aguirre. —Era cierto que las ropas del difunto señor Arias andaban ya muy sucias—. El señor Tomkins es muy estricto en cuanto al aspecto y los modales del servicio de esta casa. Siempre dice: «Representamos a nuestro señor en nuestro ambiente. No debemos consentir que se diga ni esto —marcó el gesto con las manos— de lord Dembow por nuestra desidia».
Vestido de faena, con mis herramientas y en mi jardín, sentí algo extraño, peligrosamente confortable. La vida se presentaba perfecta, para alguien como yo. Tener un trabajo, ropa limpia, puede que con el tiempo un techo, servir donde vivía un ángel como Cynthia, terminar con la calle, las peleas, la muerte… Todo parecía ideal, de no ser porque el dueño de la casa era lord Dembow, enemigo a todas luces de Torres, con el que tenía contraída más de una deuda. También estaba Liz, y Potts, que tenía mi cuello y el de ella en sus manos. Maldita mi suerte… ¿por qué la vida te muestra lo mejor que puede darte, para al instante negártelo? Dios es un ser cruel, cada vez estoy más convencido.
Me puse a trabajar con las plantas. Así pasaría la mañana para por la tarde volver con Liz, y con mi mundo. Pasadas un par de horas de tarea, ocurrió algo. Entró en el jardín desde la cocina un hombre pequeño, con barba poblada y rubia, impecable en el vestir, de la edad de Tomkins y con su misma autoridad, aunque algo más enérgico que este.
—Señorita Trent —dijo—, este hombre parece fuerte, nos puede ayudar.
—Se está encargando del jardincillo de momento…
Bueno, no habrá problema. Tú —se dirigió a mí—, ven, necesito que nos eches una mano.
—Señor Ramrod, el señor Aguirre está a mi cargo y…
—No pretendo meterme en sus pucheros, señorita Trent —el hombre encaró a la buena mujer, y cualquier observador mediocre, no yo, hubiera visto cómo la tirantez entre ambos era mucha—, no se entrometa usted en mis asuntos. Esto es un encargo directo de lord Dembow, y tiene que hacerse hoy. Ahora.
La señorita Trent torció el gesto, sacudió su mandil siempre luminoso, y se fue. Y yo hice caso al señor Ramrod. Entré en la casa y, junto a una cuadrilla de cinco lacayos, me condujeron al sótano, lugar que ya conocía a causa de mi subrepticia incursión días antes.
Fuimos frente a la bodega, a esa otra dependencia en el dédalo de pasillos que era el subsuelo de la casa, que entreviera como un trastero abandonado.
Era amplia y bien iluminada por una decena de lámparas que brillaban con buen tiro de gas. Una vez en ella, parecía más taller que un almacén, lleno de herramientas, recipientes, cables y toda utilería mecánica, electrónica o artesanal que cualquier amigo de estas disciplinas deseara. Le hubiera gustado a Torres. Siendo lord Dembow ingeniero de talento, este podría ser su antiguo taller o laboratorio. Estaba limpio, aunque no parecía muy usado. Allí había una serie de objetos, grandes objetos que debíamos trasladar al piso superior. Estatuas de metal, que al cargarse sobre nuestros sufridos hombros hacían notar las piezas móviles que llenaban sus entrañas. Eran figuras de animales, animales fantásticos de una hermosura inusitada, mi memoria viajó al verlos de un salto hasta el sobrecogimiento que sintiera diez años atrás, en los altos salones de Spring Gardens. Había un gracioso monito vestido de árabe que portaba un tambor. Una mantis del tamaño de un perro mediano, con dos cabezas, con hermosas joyas engarzadas en sus élitros y formando sus ojos facetados. Un sapo coronado, gordo y orondo como un gorrino, y un cerdito vestido de tirolés que se mantenía a dos patas, con una jarra de cerveza unida a una de sus pezuñas delanteras. Había una preciosa serpiente de casi dos metros de largo, costó lo indecible sortear puertas y pasillos cargando con ella, que tenía cara de mujer, de bellísima mujer, toda ella de metal dorado decorado con filigranas verdosas. Espectacular.
—Muy despacio, y con mucho cuidado —ordenaba severo Ramrod—. Son objetos de artesanía, preciosos y muy caros para el señor. El que les haga el mínimo arañazo, se las verá conmigo.
Tuvimos que subir, en varios viajes, dos pisos con nuestra carga. Montacargas había en la casa, me constaba, pero sin el espacio suficiente para aquellos bultos. En el piso superior había un gran salón, era todo él un gran salón… en efecto, veo que goza de excelente memoria: el mismo que visitara Torres durante el almuerzo de la semana pasada, cuajado de pájaros cantores, flautistas, móviles diversos, animales, soldados, bailarinas; todos de metal, como el zoológico fantástico que traíamos nosotros… cierto de nuevo, veo que están atentos a mi relato. Sí, estos animales de metal serán los que romperá Cynthia en su ataque de histeria días después… pero no adelantaré acontecimientos, cierto que ya lo he hecho, pero déjenme contarlo a mi manera, se lo ruego.
En ese salón todo era tan hermoso, brillando entre los espejos…
No tuve mucho tiempo para la contemplación. Ahora lo lamento; si no hubiera tenido tanta prisa, si hubiera dejado que mi espíritu se dejase dominar por el embeleso de esos objetos, de ese lugar… Me limité a hacer de mulo de carga. Terminé el trabajo, me fui con el dinero bien ganado, escamoteé una herramienta del jardín y decidí matar a Burney. Nunca fui un hombre paciente, y el tiempo jugaba en contra de Torres. Esa noche, de nuevo, no hice uso de mi cama ya pagada con anticipación. Callejeé, buscando la soledad y el silencio, y seguro de que no estaba solo.
Llegué a Christ Church, con el reloj, tan alto y tan serio, a punto de señalar las dos de la madrugada. Quedé por un instante ensimismado contemplando las alturas de la iglesia contra la noche clara, con el cuello casi partido de tanto mirar hacia arriba sin apenas ver el capitel, oculto por la opacidad de los humores de mi ojo. Me pareció tan majestuoso, llevaba una vida viéndola allí, rigiendo el tiempo en Spitalfields, mirándonos con desprecio y de pronto la vi hermosa, acogedora, como si la precisión de su reloj calmara todos los pesares. No importaba lo que yo hiciera, el futuro de Liz, o incluso el de Torres, no importaba las veces que el asesino matara; Christ Church seguiría marcando las horas, haciendo avanzar el tiempo, hasta que Londres se hundiera bajo sus pecados.
Dieron las dos y yo me libré de su hechizo.
—¿Burney? —dije. El Esqueleto Humano apareció junto a mí, envuelto en sus ropas de espectro.
—Ray, llevas horas andando por ahí, hace frío. ¿Qué es lo que quieres?
—¿C… c… crees que dejamos L’exh… la…? ¿Crees que salimos del c… del callejón?
—¿Qué estás diciendo? ¿El callejón…?
No le dejé acabar. Mi mano izquierda se cerró con violencia en torno a su cuello. Le cayó el sombrero y su calva blanca y enferma brilló en la noche, junto con la excrecencia metálica que brotaba de su coronilla. Sus ojos pitañosos, esferas perfectas más negras que el cielo que nos cubría, se abrieron de par en par. Boqueo. Iba a morir. Miré mi reflejo en sus corneas metálicas, mi ojo real tan abierto como el camafeo que ocupaba el perdido, no parpadeaba, aquel rostro medio enmascarado que se deformaba por la curvatura de sus globos oculares, me pareció más propio de la muerte que el cadavérico de mi víctima. Entonces vi que sus lagrimales exudaban una substancia oleaginosa. De pronto sus ojos estallaron.
Me vi envuelto en un polvo que me llenó los pulmones y me hizo llorar, toser, soltarle. Era humo de hollín. Agité la mano, golpeando al aire; se había ido y no había oído ni un movimiento. Abrí el ojo soportando el escozor como pude, no podía dejarlo escapar, si salía con vida de allí, yo estaba muerto.
Lo vi, intuí una sombra correr Commercial Street abajo, una sombra negra que dejaba tras de sí una estela de humo fantasmagórica manando de sus ojos y manos. Debía estar delirando, un ciego cegado. Si se hubiera detenido, esa nube de oscuridad le hubiera hecho prácticamente invisible. Corrí tras él, sacando la hacheta sustraída en Forlornhope de entre mi abrigo. No avanzó mucho, subió por las escalinatas de la iglesia y llegado a la esquina, donde da al Itchy Park, comenzó a trepar, con la velocidad de un insecto, convertido de verdad en el Hombre Araña que Potts inventara para él, pegándose a la pared, subiendo hacia el cielo mientras derramaba tras de sí velos de negrura.
Lo iba a perder allí arriba, viendo cómo subía podía llegar con facilidad al agudo y eterno capitel y desde allí ascender al cielo, ser noche, yo qué sé. Estaba aterrado, no por lo que veía, sino por lo que iba a venir si Burney se desvanecía allá arriba. Christ Church es mi iglesia, siempre lo será, y no iba a traicionarme. A eso solo puedo atribuir el error que el Hombre Araña cometió. Si hubiera subido hasta el reloj, y más arriba, yo no podría haberlo atrapado, imposible. Allí hubiera podido desaparecer entre sombras, con sus propias brumas. Que digo tal vez; seguro, ese sería el plan de escape de alguien con más serenidad, pero Burney era un cobarde. Estoy convencido de que no pensaba más que en salir de allí, lo más rápido posible, y delatar mi traición a Potts y sus socios circuncidados. Siendo así, no se le ocurrió otra cosa que bajar, y entrar en el muy concurrido jardín, donde una veintena de desdichados pasaban la noche del modo más económico que permite la ciudad.
Itchy Park estaba rodeado por una alta verja metálica, con los postes terminados en puntas de lanceta, como todos los parques de Londres, para evitar que entraran indigentes en ellos. Claro que algunos indigentes sabían saltar y no temían al frío, o temían otras cosas más que al frío. De modo que si de día el jardín estaba abarrotado por familias enteras de pordioseros, de noche se colaban a dormir un buen número de gentes. Guardé mi arma y trepé por los barrotes metálicos, sin la habilidad de Burney, pero con suficiente solvencia.
Hice ruido al caer dentro, vi cómo los cuerpos allí amontonados se agitaban, pero la sorpresa desaparecía pronto, yo no era más que otro paria buscando refugio. De Burney no había ni rastro, él no hizo sonido alguno al entrar, y ahora era imposible verlo entre las sombras de las que sería ya parte. El jardín no era más que un césped sucio y lleno de calvas, roturado por caminos de grava que en algún momento condujeron a las lápidas, de las que aún quedaban restos. Debajo del suelo que ahora pisaba descansaban muertos desconocidos, encima, futuros cadáveres, igual de anónimos.
No me quedé quieto, sabía cómo despertar los miedos de los londinenses.
—¡Delantal de Cuero! —grité—. ¡Est… está aq…!
Fue suficiente. Todos despertaron, se movieron, corrieron huyendo o persiguiendo al asesino. Oí a niños llorar y vi un par de tipos que se levantaban amenazantes hacia mí, lo que hizo que apretara con fuerza el hacha bajo mi chaqueta. No fue necesario enfrentarme a ellos. Alguien, a lo lejos, ya hacia el final del jardín había tratado de escapar de lo que fuera, y en su carrera tropezó con un trozo sólido de oscuridad.
—¡Cristo Redentor! ¡Aquí está Delantal de Cuero!
—¡Matadlo!
Había dado con Burney, envuelto en sus brumas. Ahora veían a un espectro delgado, como salido de esas viejas tumbas que ahora pisaban, con ojos negros que emanaban terribles vapores; todos esos pobres aturdidos por el sueño y el alcohol no necesitaban mucho más para montar un linchamiento. Todas las turbas son iguales, en cualquier país. Lo golpearon, se echaron sobre él pese a que, acorralado, Burney desenfundó un puñal, que pronto perdió. Iban a matarlo a golpes, mejor no podía ser la situación para mí, mi sombra asesinada por una turba enloquecida, Potts no podría culparme. Cuando iba a dar media vuelta, su voz se alzó entra la jauría.
—¡Ray! ¡Ayúdame! ¡Me debes una!
¿Deberle? ¿A esa comadreja delatora? La indignación hizo que me detuviera, que intentara decirle algo, insultarle, o mejor, quedarme ahí contemplando cómo lo despedazaban. Lo tiraron al suelo y él siguió gritando, hacia mí.
—¡Yo salvé a Larry! ¡Por ti, lo hice porque…!
Poseído por más ira de la que recuerdo haber sentido enarbolé la hacheta de nuevo y rugí. Aparté a golpes y empujones a los cinco que se cernían sobre el Esqueleto, y los encaré. Me quité con la otra mano la máscara, para causar más pavor. Supongo que mi medio rostro y el esperpento de Burney fue suficiente espectáculo para una noche, y todos quedaron helados. El huidizo Esqueleto aprovechó para salir sin dar tiempo a reacción alguna. Esta vez no lo siguieron sus brumas, o ya no era capaz o el miedo lo hacía más torpe. Lo vi filtrarse por entre los barrotes, por un hueco que ningún hombre adulto normal hubiera podido pasar. Salí tras él, volví a trepar la verja y caí rodando y magullado por las puntas de la verja al otro lado. No podía dejarlo marchar. Salté, corrí casi a cuatro patas, como un animal salvaje, maldiciendo mi cojera errática.
Hubiera escapado de tener un poco de valor. Se detuvo y dio media vuelta para implorar algo. Mi mano llegó certera a su cara y Burney cayó allí, ante la impasible mirada de Christ Church. Lo levanté del suelo por el cuello cuando oí una algarabía a mi espalda. La jauría de indigentes salía alborotada, trepando a duras penas la verja, deseosos de participar en el asesinato de un asesino. Abracé con fuerza mi presa, y sin soltarle el cuello salí al galope.
Burney apenas pesaba. Crucé hasta Dorset desbocado, a punto de perder pie a cada paso. Allí mi carga me instó entre susurros a parar.
—Bájame. Espera, antes de que nos sigan. —Me detuve entrado ya en la calle, en un callejón oscuro por el que se accedía a varias casas comunales—. Quédate muy quieto.
Pronto el humo de Burney nos envolvió, y dejé de ver. Sujeté fuerte a mi presa, no quería que se esfumara entre sus vapores. El jaleo de los mendigos desapareció. No veía nada, no sé si nos persiguieron o volvieron a su sopor alcohólico, pero la calle quedó en silencio. Tomé con fuerza a Burney por el vuelo de su pesado abrigo y lo zarandeé, salí andando con él de la oscuridad que nos rodeaba. Sus ojos y sus manos dejaron de verter noche.
—¿Q… q… qué has…?
—Salvé a Larry, te lo juro. ¿Recuerdas el día…? —Cómo olvidarlo—. Larry sobrevivió, yo rogué a Potts que detuvieran a ese monstruo, y él le dijo a Eddie que parara… luego consiguieron, lo convirtieron en un sapo… ¿recuerdas lo que se reía Potts de él? Al final se lo llevaron y… es el Demonio, Ray.
—¿Quién?
—El Dragón. Y Tumblety le ha vendido su alma… —Viendo en mí su sentencia de muerte, Burney se sinceró, contándome en susurros, rápido y sin concierto, aquello que había omitido o disfrazado durante nuestras charlas en el patio de Pentonville—. ¿Recuerdas lo que te conté cuando Tumblety llegó con tos esos policías y su caballo blanco? A quien quería ver era a Eddie… ya Potts, ellos conocían al Dragón, al verdadero demonio, su señor…
—Potts… yo creí q… q… que había m… m… mu…
Por lo poco que sabía Burney, Pottsdale escapó de la pelea ileso, o casi ileso. Huyó, y temiendo que los de Dembow hicieran una razia contra sus posesiones en el viejo callejón, se escondió. Según el delirante relato de Burney, Tumblety, el anticristo capaz de resucitar al tercer día, buscaba al Demonio a través de Potts, para culminar una venganza hacia lord Dembow y los suyos, no tenía idea del motivo de tal inquina. El doctor indio interrogó a todos los presentes, y Burney, tan asustado entonces como ahora, le explicó que él conocía bien los escondites de Potts y que podía conducirlo a él. Así lo hizo… no pude escucharlo más. Sabía bien la clase de monstruo que era Tumblety, y oír cómo se unía con el mismo Satán y planeaba oscuros horrores, cómo mutilaba los cuerpos de Burney y de otros tantos en atroces sacrificios ofrecidos al Maligno en ritos y misas negras… tenía miedo y me enfurecía sentir miedo.
—¡Calla! —dije—. ¿Q… qué tiene que ver esto c… c… con Law…?
—Con él hicieron… No sé qué conjuros, ofrendas a Satán…
—Dijiste que t… tú lo s…
—Lo salvé, sí… aunque no sé si al final le hice bien alguno… yo no quería que le hicieran lo que… lo que luego hicieron conmigo. —Golpeó sobre sus corneas metálicas—. Dios me perdone… —El día que Potts me torturó a través del martirio de mi amigo Lawrence, yo cerré los ojos, ¿recuerda que se lo dije? Pues lo que a mis oídos sonó como el maldito oso Pete devorando a mi amigo, no fue más que dos zarpazos y medio mordisco, que no lo mató, aunque lo dejó malherido. Burney, siempre según él, suplicó por la vida del pobre Lawrence, y Potts, cansado y sin interés real de que ese desgraciado muriera, detuvo a Eddie y a su animal. Burney recuperó los despojos y entre él y el resto de los fenómenos atendieron sus heridas, sin muchas esperanzas—. No creo que hubiera sobrevivido más de una semana. Encima, cuando quedamos solos, Eliza le dio lo suyo mientras estuvo con nosotros…
—P… p… puta.
—Le ayudé lo que pude… te lo juro. Y cuando entró la policía con el doctor T., insistí en que lo llevaran a un hospital. Entonces, Tumblety habló conmigo… le había oído decir que él nos cuidaría, cuando llegó, ya sabes, que sabía de medicinas y… le pedí que curara a Larry. —Mi rostro debió cambiar, mi ojo debió ensombrecerse hasta parecer la cicatriz vieja de mi cuenca vacía, porque la palidez de Burney se hizo traslúcida. Había entregado al pobre Lawrence al Monstruo, y yo sabía lo que gustaba de hacer con los enfermos—. ¿Qué podía hacer yo? Dijo que le sería muy útil, que le daría la vida eterna… ¿lo oyes? Para siempre… también me lo prometieron a mí… Dios mío. —Creo que estaba llorando, aunque de esos ojos negros ya solo podía manar oscuridad—. Hicieron un sacrificio, él y Potts, entregaron al pobre Larry a Satán…
—¿Están juntos?
—¿Tumblety y Potts? Sí, desde entonces… aunque hace mucho que no vemos al doctor T., por fortuna. Se llevaron a Larry, como se llevaron a todos, uno a uno, a Mary y a Jane, a Georgi, a Amanda… a todos. Creí que a mí también me ofrecerían, que me transformarían en algo y mira… ya lo están haciendo… que Dios me perdone…
—¿Q… qué fue de…?
—Lo convirtieron en sapo, lo vi con mis propios ojos. No lo sé, dijeron que sería un buen regalo… creo que se lo querían ofrecer a Dembow a cambio de… perdóname… yo solo tenía miedo… p…
Pensé en mi trabajo en casa del lord. Transportando todos aquellos animales, conté el número de criaturas mágicas, y el número de mis amigos. ¿Recuerdan el zoológico de fantasía que tanto atormentaba a Cynthia? No quise desvelarles antes nada, imagino… sí, ahora el horror les sobrecoge como a mí. Sentí que me temblaban las piernas. Toda la familia, mi familia, toda L’exhibition de Phénoménes et d’Horreurs de toutle monde du monsieur Pott convertida en tributos al Maligno, por obra y gracia de las dos criaturas más despreciables que caminaran por este mundo. Y yo hui, me fui nadando por el río, sin hacer nada, escapé… de pronto mi nariz estaba llena de olor a carne quemada, y me eché a llorar.
Abrí el ojo cuando oí el sosegador sonido del cuello de Burney al quebrarse. Lo miré, inerte, con un «perdón» helado en sus labios, un monstruo más que desaparecía. Aún quedaban los mayores. Ahora todo cambiaba, ahora el caos de Raimundo Aguirre se desataría como no lo hizo antes. Lo juré.
Con esfuerzo conseguí soltar la presa de su delgado cuello, cubrí mi rostro con la mascará; y esperé. Allí en aquel callejón frío había matado otra vez y lo había hecho con la impunidad con que obraba el asesino de Whitechapel. Como él haría, pensé en el mejor modo de llevar a cabo mi plan apenas pergeñado. Fue una fortuna que no dejara hacer el trabajo a los mendigos de Itchy Park, pues entendí que no me interesaba que Potts y sus judíos encontraran el cadáver de Burney; si desaparecía, menos problemas para mí. Incluso, dado lo elusivo de su persona, puede que tardaran tiempo en echarle en falta y, lo que era mejor, pensaran que estaría cumpliendo sus funciones, siguiéndome allá donde fuera. De modo que tenía que deshacerme de ese cadáver.
Cargué con él, y sentí un dolor en el vientre. El corte que me hiciera la verja del parque sangraba. Rasgué una manga y con ella me apreté las tripas. No parecía un corte profundo, pronto cicatrizaría, pero debía evitar dejar un reguero por las calles. Volví a alzar los restos de Burney, apenas pesaba, y era extremadamente flexible. Tome sus piernas, y noté que se doblaban mucho, por más lugares de lo normal y hacia direcciones poco naturales. Era más delgado de lo que recordaba, mucho más, sus manos y pies no eran ya de carne, sino de madera y metal, recubiertos de un caucho negro, y grandes, palmeados, ¡sus pies parecían manos! Entendí su horror; el Monstruo lo había convertido en un mono, otro monstruo. Me lo até al cuerpo, como lo oyen, podía atarme a Burney en torno a la cintura y el torso, y cubriéndolo con mi abrigo y el suyo, no parecía más que un hombre muy corpulento, más de lo que ya era.
Salí a las calles andando torpe, situación que no me era desconocida, y así con mi paso borracho atravesé toda la ciudad, hacia el río. Llegué allí sin percance alguno, sudando por el esfuerzo, pues aunque la carga no era muy pesada, sí incómoda. Caminé junto al río, apartándome de los solitarios con quien me cruzaba, escapando en la noche con el cadáver de mi víctima, como el asesino. Baje al agua, no lejos de London Bridge. Ya amanecía, y había gente, pero desde joven aprendí que entre las multitudes, en lo evidente, es donde más desapercibido pasan las acciones más abominables. Vi cajas y telas apiladas allí, junto al agua, y entre ellas empecé a desmembrar a Burney. En ese momento no vi la semejanza de mis horribles actos con los que llevaba a cabo ese criminal que aterraba todo Londres, solo me urgía deshacerme de los restos del Esqueleto. Fue trabajo fácil, los miembros de mi antiguo amigo estaban hechos ahora de metal y madera, unidos por tendones, algunos naturales, con los que naciera, y otros como cuerdas de guitarra. Tiré brazos y piernas, su torso, todo, todo se lo tragó el Támesis.
Qué fácil es volver al salvajismo. Qué cerca del monstruo está el hombre. Quién soy yo ahora para condenar lo que hiciera aquel asesino de Whitechapel, quién soy yo…
El domingo ya brillaba en el cielo. Tiré el arma sustraída de entre los aperos de Forlornhope, que me sirviera de macabra herramienta y marché de allí. Dirigí mis pasos hacia Kensington atormentado, no por mi reciente acto, sino por lo que bullía en mi mente.
Otra verja más que saltar hoy, esta era menor que la que rodeaba Itchy Park, al menos en altura, aunque su dificultad aumentada teniendo en cuenta que era de mañana, y el ajetreo matutino del servicio estaba ya en marcha. Sé que podía haber llamado con cualquier excusa, para volver a mis quehaceres de jardinero o lo que fuera. No en esta ocasión, no cuando mi intención era otra. Sorteé el obstáculo, corrí por el bosque escapando de la mirada de los guardias armados. Llegué a las cocinas. Con sigilo entré por la ya familiar carbonera hasta el sótano. No había nadie por allí, subí por las escaleras y comprobé la puerta que subía a la primera planta desde la bodega. Había estado abierta toda la mañana del día anterior, mientras subían los juguetes del lord al salón de arriba. Esperaba que hubieran olvidado cerrarla, y en efecto, así estaba aún.
Entré despacio, el primer piso parecía muy ajetreado, con todos preparando el desayuno, limpiando… si no me encontraba con la señorita Trent, con Tomkins o con alguien de semejante importancia, podría pasar sin tener que responder muchas preguntas. Iba sucio, y sin mi ropa de faena, pero eso podría explicarse con cualquier excusa. Llegué a la gran escalinata y ascendí tratando de darme aires casuales.
Sin más llegué al salón de exhibiciones iluminado por la luz que entraba a través de un espléndido mirador, con las ventanas abiertas para oreo temprano de la casa. Entonces no me percaté del insólito hecho de que hubieran abierto aquel segundo piso al exterior, esa segunda planta siempre cerrada al mundo, disponía de una magnífica balconada, que hoy estaba de par en par. Mi andar pasó del huidizo caminar del sigilo a la parsimonia de la veneración; sentía miedo y dolor, y temor por el dolor. Todos los pavos mecánicos, las cabezas parlantes, los húsares, las representaciones de batallas, las estrellas, los relojes; todos brillaban esplendidos e inmóviles en la mañana, todos rodeando, venerando a la figura del flautista chino, con sus primorosos vestidos, su delicado trabajo y su perfección.
Más apartadas, al final del salón, tímidos ante la magnificencia de sus hermanos más importantes, estaba el zoo fantástico que ayudé a subir aquí hacía un día, seis o siete piezas todas tapadas con blanquísimas sábanas.
En medio de todos esos fantasmas blancos, vi los picos de la corona del sapo. Aparté el lienzo que lo cubría, estaba sobre una mesa, dormido, mirándome. A través de sus ojos de vidrio no pude ver nada, nada vivo.
Sabía cómo funcionaban, creía saberlo. Vi cómo el señor Ramrod examinaba cada pieza que subiéramos, tenían un mecanismo diabólico que los devolvía la vida. Busqué en el anfibio de metal, y encontré palancas y artilugios móviles. Lo accioné, oyendo cómo el animal respondía con una serie de suaves chasquidos. Quedó un tictac apagado, y el sapo no se movió.
Di dos pasos hacia atrás. Sus ojos negros seguían fríos.
—¿L… Lawrence? —Nada. Qué locura, ¿cómo…? El tictac cambió, se hizo más seco. El sapo parpadeó. Y croó.
Ahogué un grito tras mi mano. Corrí arrancando las sábanas del resto de las criaturas, en un acceso histérico que casi me impedía respirar. Los autómatas quedaban allí, desnudos, agitándose por mis tirones sobre el suelo. Busqué el artilugio que les daba vida en cada uno: la mantis bicéfala, el monito y el cerdo borracho. Y la lamia.
El sonido llenó la sala de exhibiciones. El sapo croaba y daba pequeños saltitos mientras hinchaba su buche. El cerdo bailaba, el mono tocaba el tambor, la mantis caminaba y cada cabeza peleaba contra la otra. Todo rodeado de traqueteos y sonidos, que parecían llamar a la vida a sus otros hermanos metálicos. Yo giraba, miraba a todos, a estos y los callados, sumergido en ese baile de locos.
La lamia bailaba con cadencia hipnótica. Su cara de metal era tan hermosa, creo… entiéndanme, no estoy seguro, estaba conmocionado, pero puedo jurar que sus facciones doradas y sus ojos de esmeralda estaban cincelados modelando los rasgos de la exquisita Cynthia. No sé. No pude apartar la vista.
—¿Amanda?
El ser quimérico se agitó más, se contoneó, agitó una lengua bífida de caucho, entre siniestra y sensual, y dijo con voz profunda, de metal.
—Ven a mí.
Grité. Santa María. ¿Qué clase de ser humano podía hacer semejante monstruosidad? Porque entonces, estaba seguro que allí estaban los restos de L’exhibition de Phénoménes et d’Horreurs de tout le monde du monsieur Pott, ofrecidos en sacrificio al Maligno y transformados por artes diabólicas de monstruos a monstruos inhumanos. ¡Qué triste es este mundo, donde los más desdichados no pasan más que de una desgracia a otra peor! A mi pregunta, tenía una respuesta directa: esto no podía ser más que obra de los dos estigmas de nuestra raza que entonces pululaban por el mundo, Tumblety y Pottsdale, el Anticristo y su sirviente. Grité de nuevo.
—¿Qué es este escándalo? —A mi espalda estaba el señor Ramrod, tan huraño y estirado en su cortedad como lo viera antes, y mucho más furioso—. ¿Qué cree que está haciendo aquí? Su lugar está en el jardín.
No era que esta situación me fuera desconocida, y como de costumbre al ser sorprendido, me refugiaba en mi estupidez.
—Me… me he p… p… perd…
—¿Sabe el valor de estos objetos? —Uno a uno Ramrod fue deteniendo a los miembros de la macabra colección de fenómenos transformados en metal—. Si ha roto alguno… no podría pagarlos ni con toda su vida…
—L… lo s… siento.
—¡Váyase! Y no vuelva a pisar aquí. Porque se le permitiera subir una vez no piense…
Me fui. Salí como había entrado. No, eso no es cierto. Ahora estaba espantado y furioso, arrobado por un sentimiento vengador, justiciero, que me hacía llorar, mi cuerpo no estaba habituado a negociar con tales emociones. Sé que es patético en alguien como yo, pero me sentí como un cruzado a cargo de una misión que salvaría mi alma, mi fe, ahora trabajaba para Dios.
Esa ira me hizo continuar con mis planes con más encono. Ahora sin la presencia pegajosa y sutil a un tiempo de Burney, fui por mis compañeros del Green Gate. Mi entrada en el pub de Benthal Green donde se reunía el tuerto con los suyos estuvo tan cargada de melodrama como las transformaciones del señor Mansfield en el escenario. Dick proyectó su ojo telescópico hacia mí y no me perdió el foco hasta que acabé de contar mi historia. Estoy seguro de que la creyó, yo no sé mentir y conté la verdad: el Bruto ofrecía a los de Besarabia, a través mía, el acceso a cierta familia pudiente a cambio de que estos le aseguraran la jefatura del Green Gate Gang.
—Un gran chico ese O’Malley. Lástima que tenga esa ansia por el poder…
—No lo veo claro —dijo Dandi, que andaba por allí—. Si el Armero está detrás de esto…
—¿Crees que al Armero le importa mucho quién es quién aquí? —respondió Dick—. No, no se meterá en nada.
—Ya se ha metido. Los Tigres son suyos, no podemos tocarlos aún en el supuesto de que…
—Dandi —le taladró con su ojo de bronce—, deja el trabajo de pensar a los que sabemos hacerlo. Nadie va a tocar a esos judíos. Ya estás haciendo lo que quieren que hagas, ¿verdad Drunkard? —Asentí—. Perfecto; iremos por nuestro amigo O’Malley, ese bastardo irlandés va a entender por qué no es bueno ser un traidor. Si lo matamos, ¿qué le puede importar al Armero, o a los de Besarabia? Ellos ya tienen lo que quieren. —Volvió a mirarme—. ¿Y tú, qué quieres? ¿Cómo piensas que debo agradecerte esta confidencia?
—L… L… Liz la Larga. Dejadla en p… p… p… paz. —Y ahí firmé la condena de muerte de Elizabeth Stride. Incluso me atrevo a decir que me di cuenta en ese momento. Se habían olvidado de ella, tenían otros asuntos de más trascendencia en los que ocuparse que extorsionar a una puta y su chulo. Lo olvidaron hasta que yo hablé, maldita sea mi… No importa lo que ocurriera luego, Dutfield Yard y sus oscuridades estaban ya en el horizonte de la pobre Liz. Un Ojo miró a sus hombres, sin entender nada, y durante unos minutos estos parecieron no caer en lo que había dicho.
—Parece Dick que nuestro monstruo se ha enamorado.
Aguanté las burlas del Dandi y las risas de los demás y me fui con la palabra de Dick de que no la tocarían, y con un sabor amargo en la boca. ¿Arreglaba yo algo con que el Bruto muriera? No, Torres seguía en la misma situación con él o sin él. Tenían que morir todos, tenía que inundar las calles de Londres de sangre, como si ya no hubiera poca manchándolas.
No les aburriré contando los pormenores, ya recuerdan lo que hice cuando maté a Kelly, y a usted le veo cansado. El Bruto supo que sus viejos amigos querían matarlo, Perkoff también quedó al tanto, y aunque la suerte del irlandés no fuera de su incumbencia, le interesaba que la cabeza del clan de Benthal estuviera de su parte. Dick Un Ojo no sabía cómo llegar al Bruto sin entrar en territorio de los Tigres, así que yo me ofrecí a proporcionarle la ocasión, ocasión de la que informé puntual a todos los bandos. Esta vez me resistí a incluir a las fuerzas del orden en mis maquinaciones de fino estratega. Aparte de eso, la matanza estaba servida de nuevo.
Sé que he dejado deslizar un enigma más en medio de todo esto: ese «Armero» del que hablaba Dick. Supuse ya entonces que no era otro que el Dragón al que se referían Perkoff y los suyos. No lo he mencionado, pero imagino que se han percatado de su presencia en toda esta historia a medida que avanzaba mi relato. De si mi pequeño complot era de su agrado o no, no tengo idea, y entonces no me hubiera frenado el tenerla.
Había aún un agujero en mi estrategia por donde se colaba el fracaso: la superioridad manifiesta de los Tigres de Besarabia sobre el Green Gate Gang, debida principalmente por ese apoyo preferencial que el «Dragón Armero» les brindaba. Si los judíos sobrevivían intactos a la contienda, nada conseguía. Era mi obligación, por tanto, equilibrar la balanza para que la sangre cayera por igual.
Recordé los efectos de la masturbación cerebral que se hizo Potts, y me dispuse a inutilizar en lo posible buena parte del arsenal de los judíos. No disponía ya del vibrador, no supe dónde acabó, y de tenerlo tampoco sabía cómo conectarlo a otros cacharros y menos cómo suministrarle el flujo eléctrico con el que se alimentaba. Podía, y eso hice, entretenerme en pequeños sabotajes. Cortando un cable aquí, golpeando un muelle allá, transformando en una justa pelea a piedra y cuchillo lo que de otra forma sería una desigual carnicería. A mis pequeños estropicios dediqué la siguiente semana, valiéndome de lo habitual de mi presencia entre los Tigres, tras la muerte de Burney, y de mi habilidad por convertirme en un objeto más, inadvertido e inane. Es obvio que el arsenal no estaba al alcance de alguien foráneo a la banda como yo, así que me limité a las armas dejadas al descuido, y aun así di cuenta de una veintena de ellas, de las que tan solo en tres o cuatro fue hallado el destrozo, tomado por avería circunstancial y reparado.
Al tiempo que me entregaba a mis labores de quintacolumnista, continuaba con el plan. Dick me pidió que me encargara de llevar al Bruto al mismo cementerio donde tuvo lugar el anterior encuentro entre ambas bandas. Perkoff, dijo que así lo hiciera, que ellos llegarían al momento de escarmentar al Green Gate, pero debía asegurarme que el propio Un Ojo estuviera presente, su muerte haría más fácil la subida a la jefatura de la banda de alguien afín a los de Besarabia, como O’Malley, por ejemplo. Eso era sencillo, Dick querría aplastar la cabeza del traidor en persona, no tuve que hacer esfuerzo alguno para convencerlo. De hecho, lo que yo veía en mi mente como una batalla campal, se planteaba como una simple escaramuza. Para matar al Bruto solo irían Dick Un Ojo y sus hombres de confianza, si todos ellos morían para mí era suficiente. Sin embargo, para acabar con estos los judíos no mandarían más que a Kid, Max Moses y una decena de hombres más. Perkoff no iba a ir; eso era un contratiempo. Ya poco podía hacer, los dados estaban rodando.
Potts, entretanto, insistía en que volviera a Forlornhope y que no cometiera otro estúpido error. Yo alegué que no resultaría muy creíble el aparecer día sí día no allí, aumentando la posibilidad de que me vieran zascandileado por lugares que no debía estar. Aun así, tuve que acordar por guardar las apariencias, y allí fui el lunes veinticuatro, sin otra intención que la de atender los rosales y el cerezo mortecino e irme con el jornal bien ganado. Aprovecho aquí para indicar que este fue mi primer y único salario decente de toda la vida, si olvidamos la soldada de mis años mozos.
Me inquietó ver allí, en casa de lord Dembow, a la policía. Un par de detectives y otro de agentes estaban en casa, de modo que tuve un motivo más para no salir de mi querido jardín. La curiosidad no es buena consejera, lo sé, pero en mi estado de nerviosismo conspiratorio, y teniendo en cuenta que el nombre de Torres ya había sonado por esa casa con peligrosos ecos, me arriesgué a preguntar a la señorita Trent por lo que sucedía. Ella, de buen corazón enmascarado por su hosquedad, me respondió:
—El señor De Blaise tuvo un desagradable encuentro anoche, nada que a ti te pueda incumbir. ¡Anda y vuelve con tus plantas! ¡Y no asomes más por aquí con esas manos sucias!
Asomé otra vez, ya lo creo, a por el té y el pastel que ella siempre me daba con fingidos malos modos. Bendita sea la señorita Trent por cómo se portó conmigo, ¿recuerdan que fue ella quién me indicó hacía ya tiempo que fuera a los muelles por trabajo…? Cierto, me estoy distrayendo.
Quedaba en mi plan la parte más complicada: atraer al Bruto a la trampa… un momento, les contaba esto de la merienda que me preparaban por algo, y no quiero que se me olvide. Al entrar a almorzar en la cocina, encontré, tirados contra la pequeña pila de leña que había allí cerca de los fuegos, entre papeles dispuestos para mejor encender los fogones, unos documentos que me parecieron familiares. Los tomé, y tuve que acercar mucho la vista para reconocer aquellos viejos dibujos que robara días antes, o que intentara robar. Los ignoré, dejándolos allí donde los había encontrado. Tomé mi té, mi porción de pastel y me fui, sin que cierto hormigueo en la nuca dejara de molestarme.
Solo… era un comentario, eso, un comentario, ustedes juzgarán. Les hablaba ahora de la añagaza preparada para el Bruto. Los Tigres no querían confiar sus intenciones al irlandés, por si al final cambiaban de opinión y dejaban hacer a su antojo al vengativo Green Gate. Dick me dijo que lo atrajera con el cuento de que Will quería verlo, que tenía algo que contarle, que tenía miedo y quería estar a bien con él y con Joe Ashcroft, si es que alguna vez salía de presidio. Willy era creíble como traidor cobarde; funcionó. Lo convencí de que me acompañara la noche del viernes veintiocho al cementerio de Gibraltar Row.
No… sabía qué estaba haciendo embarcado en un juego de poder que, aun tratándose de escalafones sociales tan bajos, a mí me venía grande. Liz ya no quería nada de mí, o eso entendía yo. Torres seguiría en igual situación, pues poco daño iba a hacer a la banda de judíos, sabiendo que Perkoff no acudiría a mi celada… Él se mantendría como oponente de Dembow, y este volvería sus codiciosos ojos hacia mi amigo. Seguí con lo establecido por inercia.
Tres días antes de la emboscada… eso eran… sí cinco después de nuestro último y desagradable encuentro, volví a ver a Liz…
Tal vez debiera dejarlo… ya. Sí, prometí que explicaría por qué estaba en Dutfield Yard, pero est… estoy ya…
Y usted además… usted tampoco parece capaz…
Entiendo su impaciencia, como… como deseen. Si hace el favor entonces… ya conocen la rutina…
Gracias.
Les decía que vi a Liz. Estaba borracha y asustada, apoyada en la barra del Ten Bells. Había tenido una trifulca con Kidney, una fuerte y definitiva. No parecía magullada aunque aseguraba que ese hombre se había puesto violento y que no iba a volver con él. Ahora estaba en la calle, desde hoy.
Lo que a través de la señorita Trent me pagaba Cynthia por mis labores de jardinero era más que generoso y tenía ahorros, a pesar de mi extraordinaria capacidad de consumir alcohol. Me ofrecí a buscarle acomodo, accedió a venir conmigo al treinta y dos de Flower & Dean, donde llevaba una semana viviendo.
Ella conmigo.
Yo con una mujer.
Las reglas de la señora Tanner, encargada del lugar, eran estrictas, así que ella dormía en las habitaciones de las mujeres, nunca había esperado otra cosa, para mí era suficiente. Ahora tenía una mujer que dependía de mí. Tan contento estaba que le compré un paquete de caramelos. Cuando se los di sonrió como nunca la había visto.
—Ray —me miró con sus bonitos ojos, aún más hermosos por el velo mágico que ponía el alcohol en ellos—, eres mi ángel de la guarda. —Quise serlo, y no pude.
Por fin vuelvo a la noche de la emboscada, no quiero que se impacienten más. Me inquietaba la facilidad con que acudió O’Malley. No me hizo pregunta alguna, cuando cualquiera diez veces menos habituado a navegar por aguas tan lodosas hubiera sospechado un engaño. Puedo aventurar que tal como le conté el ardid, él hizo otro tanto a sus nuevos amigos hebreos, quienes lo calmarían de alguna forma y le indicarían que me siguiera la corriente. No sé y ya no lo sabré nunca, pero allí estábamos, rodeados de frío y tumbas.
El pequeño menguante de la luna apenas iluminaba las lápidas grises. Una vez allí, en compañía del Bruto, moví un farol, en supuesta señal acordada, a la que enseguida acudió el rastrero Will.
—Las sanguijuelas asoman en estos lugares, ¿lo ves Drunkard? —Poco veía, la silueta macilenta de Will bien podía ser un alma en pena en semejante entorno.
—¿Os han seguío? —ignoró Willy el insulto.
—¿Tienes miedo, Willy? —El Bruto extendió sus fornidos brazos y giró en torno a sí, abarcando todo el camposanto—. Aquí nadie puede hacernos daño. —Entonces fijó su mirada en el muchacho y se quitó la gorra—. Yo solo veo muertos.
—Creí que estabas de acuerdo —chirrió la voz de Will—. Si no, ¿a qué has venío?
—Tengo curiosidad por lo que tengas que decirme.
Will se acercó más, apoyó un pie en una losa y adoptó actitud de confidente.
—Dick está loco, y va a por ti. Te tiene miedo y va a hacer algo grande, y no quiero estar con él cuando pase.
—Te entiendo. Eras mi amigo y tampoco quisiste estar conmigo cuando las cosas se torcieron.
—¡Qué te jodan, Bruto! ¿Quesperabas quiciera? Este anormal casi nos asesina, y estaba atado, y tú vas y lo dejas vivo… y le cortas las pelotas a Patt.
—Las tuyas no las hubiera encontrado.
—Mu bien, como quieras. Insúltame hasta que se te acabe la saliva, ¿no quiés saber qué piensa hacerte Dick en cuanto tatrape?
—Claro que sí, por eso he venido.
—Vale. Y a cambio, ¿qué me das?
—¿Qué quieres?
—Estar de tu parte, como antes. ¿Has hecho un trato con los judíos? Yo quiero ir en él. ¿En qué habéis quedado?
—Yo no estoy con los judíos ni dejo de estarlo, voy por mi cuenta.
—Mentira… —Dick Un Ojo y el Dandi asomaron por entre los mármoles. No habían podido aguantar más—. Estás mintiendo, O’Malley. Vas por mi cabeza.
—Has tardado viejo amigo. —El Bruto se quitó el abrigo mostrando su torso peludo y musculado al frío, con el desvaído tatuaje de un perro brillando en él—. Si voy por tu cabeza, tú fuiste antes por la de Joe, lo uno por lo otro.
—Mentira otra vez. —El ojo de Dick se movía de un lado a otro. Decían, y yo lo creo por lo que pude comprobar, que era capaz de ver con ese ojo en la mayor oscuridad. Si los Tigres estaban al descubierto, los vería—. Jamás he hecho nada contra Ashcroft, lo único que quieres es hacerte con todo. Ya veríamos si de estar Joe fuera no le jugabas otra semejante a la que me intentas jugar a mí.
—Eres un cobarde, Dick. —Eran pocos para el Bruto. No es que entre el Dandi y Will no pudieran con él, dos hombres bien coordinados pueden despachar a un tercero, por muy fuerte que sea este. Era la falta de valor entre los secuaces de Un Ojo la que daba ventaja al irlandés. Me extrañó la poca previsión por parte de Green Gate Gang, al menos debían haber traído diez hombres—. Y has convertido el Green Gate en un rebaño de borregos.
Dandi y Will se habían ido moviendo despacio, rodeando al Bruto, que no daba señales de que le importara. Will hizo chasquear sus manos y sacó las garras, Dandi balanceaba un garrote y dijo:
—Pues estos borregos también saben morder.
El Bruto soltó una carcajada y acto seguido dio un salto hacia adelante, amagando y divirtiéndose del respingo que dieron Will y Dick. El Dandi ni se movió, amigo de no complicarse la existencia, en cuando el irlandés se plantó enjarras, riendo de su bravuconada, le tiró el palo con tan buen tino que fue a acertarle en la sien izquierda. Cayó al suelo.
—¡Raja a ese cerdo! ¡Como a las putas! —gritó Dick lleno de furia. Will se cernió sobre la presa caída, y entonces los Tigres despertaron. Corriendo, cayendo desde las alturas en saltos de más de cinco metros, gritando bajo sus sombreros con luz y sus plumas de pavo, con sus chaquetas cargadas de armas, aparecieron una docena entre tumbas y mausoleos—. ¡Qué sorpresa! —exagera Dick entre risas—, el marica se ha acompañado de la basura judía.
—Ya está bien de monsergas —dijo Max Moses con su Nordenfelt brillando a la espalda, y fue decirlo y accionar la palanca que los disparaba. Dos de los cañones no hicieron fuego. La ventaja de esas armas es que aunque un tubo se encasquille, el resto sigue funcionando. Disparó por tanto solo cuatro tiros, y podía haber seguido disparando y una y otra vez y hacer buen destrozo, pero la falta de ese fuego adicional, por obra y gracia de un servidor, lo distrajo.
—¡Sangreeeee! —gritó Dick mientras sacaba una pistola, y los muertos se alzaron de dentro de sus sepulcros. No puedo calcular cuántos y no creo exagerar cuando digo que todo Green Gate Gang salió de la tierra, armado con palos, piedras y cuchillos. Alguien los había avisado de la trampa, alguien que de verdad jugaba al juego de la muerte y el engaño, no aficionados como yo.
Dick disparó su arma y dio contra el blindaje de las chaquetas judías. Daba igual, cada hombre acorazado y armado de los de Besarabia valía por tres del Green Gate, pero eran doscientos, doscientos contra treinta; los Tigres estaban muertos. Cayeron sobre ellos como jaurías, muchos se llevaron disparos de Moses hasta que lo acallaron. Oí los chasquidos de los brazos y piernas hebreas accionando sus músculos de metal y las cuchillas y dardos saliendo. A Kid McCoy se le quedaron enganchados los brazos atrás, también por mi causa, lo vi gritar de dolor cuando los flejes de acero le partieron los brazos, y las piedras de los de Benthal, la cabeza; ahí acababa Josué renacido, se iba la promesa del boxeo del pueblo de Abraham.
El otro púgil, el irlandés, se había levantado aturdido, sangrando por la sesera y seguro de que si se dejaba llevar por ese mareo acabaría muerto. Will estaba sobre él, extasiado como su jefe por el espectáculo, y en cuanto lo vio moverse preparó el golpe definitivo con sus garras. No tuvo tiempo. Bruto echó mano a la estatua a su espalda, le arrancó la mano de piedra y con ella aplastó la cabeza de Will. Luego, empezó a correr.
En cuanto a mí, visto mi plan en curso un tanto desbocado, aunque a ciencia cierta nunca estuve seguro de qué podía considerar éxito y qué fracaso, intentaba hacerme uno con las estatuas inanimadas que empezaban a mancharse de sangre de Tigre. No pudo ser. El ojo de Dick me enfocó, este alzó su pistola, furioso y exaltado por la masacre, y gritó:
—¡Estás muerto, Drunkard! ¡Ahora quiero tus pelotas!
Me fui por él. Con Will fuera de combate solo tenía a Dandi a su lado como guardián, poca cosa para mí. Nunca tuve miedo a morir en una pelea. Disparó, pero ya no tenía balas, agotadas en tiros al aire. La tiró y sacó su lanceta flamígera. No le di tiempo a encenderla, pegué una patada, lo tumbé, agarré ese feo tubo que salía de su cara y tiré.
—¡Y y… yo quiero tttttu jodido ojo!
Costó sacarlo, y cuando me hice con él tenía jiras de sangre y yo qué sé qué más humedades colgando. Cayó temblando en medio de convulsiones grotescas, di media vuelta y me pegué de cara con Dandi y su cuchillo de juguete. Amagué con tirarle el ojo mecánico. Dandi alzó la mano y dio un paso atrás. Me paré. Él señaló lo que lo rodeaba, la victoria indiscutible del Green Gate Gang, y no era difícil deducir que a esta seguiría otra carnicería en los guetos judíos de los Tigres, persiguiéndolos uno a uno, antes de que reaccionaran. Dick estaba muerto, y él no. Collins, el hombre de confianza de Un Ojo podía caer esta noche en la refriega, o más adelante, si no era el traidor. Él seguía vivo y entero.
Torció el gesto. Me estaba diciendo: «vete, ¿para qué pelear? Tú me has proporcionado esto». Marché, y él empezó a reír. No iba a matarme, no iba a pelear conmigo, ¿para qué?, tenía otro modo de torturarme. Imbécil, imbécil… tenía que haberlo matado.
HUÍ con mi trote arrítmico. Dandi no me persiguió y yo no lo toqué. El resto del Green Gate no iba a ser tan clemente con mi persona, un par me vieron y gritaron por mi cuello, presa más fácil que los judíos blindados debía de ser. Dandi hizo la pantomima gritando: «¡Coged a ese deforme!», y así salió una jauría de asesinos detrás de mí. Mis perseguidores no contaban con luces, como los Tigres, y metidos en el interior del cementerio, la oscuridad, siempre mi amiga, me acogía.
No corrí durante mucho tiempo. Una sepultura abierta, sobre la que se alzaba la figura de un hombre, un poeta o un militar, con las manos en la cabeza en actitud atribulada, estaba abierta a mi paso. Mi vista enferma no vio la enorme losa apartada a un lado y los tablones de madera pintados para dar el pego como lápida; eso había cubierto la tumba, esta como las otras, hasta que salieron sus improvisados inquilinos. Uno de los escondites de los del Green Gate Gang fue ahora el mío sin buscarlo. Caí allí, sobre el féretro viejo de quién sabe quién y sentí la herida de mi vientre reverdecer. Quedé quieto. Mis perseguidores pasaron de largo.
Oí los gritos y el jaleo de la pelea, disparos, llantos, que fueron menguando, mientras mi mirada se clavaba en el rectángulo de noche sobre mí. Pensaba en Liz, en cómo ayudarla ahora, recé para que todos murieran, todos. Cuando apenas oía voces, nada más que ecos lejanos, empecé a incorporarme. Apareció una figura, su cráneo calvo contra la noche me dijo quién era: el Bruto.
—¿Crees que te has escondido bien, Drunkard, bastardo traidor? En buen lugar estás, te ahorras el entierro, voy…
Oí el disparo, aunque no lo identifique como tal hasta que la sangre irlandesa se derramó en mi cara. Un instante suspendido en la noche y cayó sobre mí, oí cómo el cofre en el que descansaba se quebraba. Quedó encima, su cabeza en mi pecho. Los pasos del Green Gate Gang se acercaron, y sus voces.
—¡O’Malley! ¡Viejo cerdo y degenerado!
—¡Ya ties lo tuyo! ¡Traidor!
—¡Ahora estarás con tus amigos judíos!
Llegaron, vi un par de sombras rodeando la tumba, cabezas curiosas y manos armadas bajo el cielo negro. No llevaban luces, el Bruto era enorme y yo bajo él más parecía los restos del finado que moraba allí, gracias a Dios.
—Jodidos hijos de puta… —susurró el Bruto sobre mí.
—¡Está vivo! —dijo uno de los de arriba—. Vamos a…
—No. —Era la voz engolada del Dandi—. No debemos perturbar a los muertos más. Dejemos que nuestro viejo camarada O’Malley descanse en paz.
Una algarabía de festejos vino desde fuera. Voces indicando qué hacer: tirar aquí, empujar allí, coger esa palanca. Resonar de piedra sobre piedra. Salivazos, pedradas. Al instante mi rectángulo de noche fue menguando, reducido por una oscuridad aún mayor.
—¡Aguanta el aire, irlandés maricón!
—¡Esto por si tentra sed! —Meados calientes sobre nosotros. Risas. El ruido final al quedar sepultado en vida.
—¡Hijos de puta! —El grito del Bruto no salió mucho más allá de nuestro confinamiento por toda la eternidad—. ¡Volveré del infierno por vosotros…! Por vosotros…
¿Eso era todo? Así iba a morir. Si fuera por la voluntad de mi compañero de nicho, así sería. Se movió en nuestra estrechez y echó manos a mi cuello.
—No moriré antes que tú —dijo mientras apretaba mi garganta con la enorme fuerza de sus manazas. No podía hacer nada para evitarlo, estaba inmovilizado, me limité a tensar mi cuello. Noté cómo la presión menguaba a media que la respiración del pecho de O’Malley, pegado al mío, se acompasaba. Me soltó.
Llegó el silencio. No tuve miedo ni sentí la angustia o el agobio por la estrechez del tétrico lugar que sería mi postrer dormitorio. Tampoco noté falta de aire. No es valor, era ignorancia y cansancio mental. Ya no podía pensar más, ni en mi propio final. Lamenté mucho no poder ayudar a Liz, pero al menos tenía la paz de no ser partícipe de su destino, nunca lo sabría. Me dormí, plácidamente en mi lecho mortuorio, sobre el cadáver de un poeta o militar olvidado y bajo lo que quedaba del que fue el hombre más peligroso del Green Gate Gang, en justicia tal honor le pertenecía más a él que a mí.
Me despertó un golpe y un dolor en el pecho. Estaba oscuro, como no podía ser de otro modo en una tumba. Otro golpe, era el Bruto, empujando una y otra vez hacia arriba, gruñendo, golpeando con la espalda y la cabeza la losa que nos cubría, apoyando sus brazos de bronce sobre el ataúd en el que descansábamos. Me notó despierto.
—No vamos a morir aquí, Drunkard. —Un golpe. La madera cedió por completo debajo de mí, caímos sobre los restos del ocupante original, y él siguió empujando hacia arriba, ahora con más recorrido—. Luego te arrancaré el corazón con mis manos, pero no nos encerrarán aquí esos maricas.
Oí romperse, agrietarse la piedra. Esa placa de mármol era sólida como los cimientos del mundo, pero quien la envestía era el Bruto, Atlas irlandés, el orgullo de Paradise Row, el campeón absoluto de boxeo británico. Y Drunkard Ray, que yo también estaba allí y fui de todo menos un alfeñique. En cuanto oí la piedra crujir, empujé con él.
La lápida estalló, luz y tierra entraron a raudales y ambos asomamos por la tumba. Gritos y gente corriendo, espantados por nuestra resurrección. Era tarde a juzgar por la luz, tarde en un día plomizo.
—¡Eh…! ¿Qué demonios…? —Un agente de policía se acercaba, uno con suficiente aplomo para no correr al ver a un gigante y a un monstruo salir de su tumba.
Mi resurrección me había encendido, tal como me incorporé lo golpeé en la cara con mi contundente puño izquierdo. Me hubiera aplaudido O’Malley si hubiera visto cómo lo noqueé con ese uper cut magnífico, si estuviera vivo. Se había quedado allí, sentado en el nicho, con las piernas colgando en él y la cabeza gacha. Había perdido mucha sangre. Me había salvado la vida, dos veces esa misma noche, y no iba a ser en vano, porque con la mía estaba salvando la de Liz. Salí corriendo, sacudiendo el polvo de cadáver de mi ropa.
Eran cerca de las nueve de la noche. Todo un día enterrado. Cuando llegué a Flower & Dean, llovía a cántaros; buena cosa para sacarme toda la suciedad y el barro de encima. No estaba en la pensión y la señora Tanner nada sabía de su paradero. Por la mañana había arreglado un par de habitaciones por lo que la misma señora Tanner le dio seis chelines. A las seis y media fue a un pub, el Queen’s Head, con la misma encargada, y luego volvió a la pensión. Estuvo en la cocina hasta las siete, según me contaron dos inquilinos que allí la vieron. Entonces se fue.
¿Dónde estaba ahora? Tal vez con ese Kidney, tal vez había vuelto con él y eso puede que la salvara. O quizá ese malnacido la había matado a golpes quitándole el trabajo al Green Gate Gang.
Se oían referencias, rumores de la guerra entre Green Gate y los de Besarabia. Con envidiable coordinación, mis antiguos compañeros asaltaron los sectores hebreos de la ciudad. Stepney en especial se vio inundado por una ola de vandalismo. Sacaron a judíos de sus casas, pertenecientes a los Tigres, a la banda de Odesa y a cualquier pobre desgraciado que estuviera en mal lugar; los apuñalaban y los dejaban allí abandonados. Sir Charles Warren sacó los caballos a la calle, otro domingo sangriento que esta vez caía en sábado. Cuánta sangre en ese maldito otoño.
Se estuvieron matando todo el día, y llevaron la peor parte los judíos; bueno para Torres y malo para Liz. No fueron solo mis antiguos compañeros, los Blind Beggars, los del Hoxton High Rips, los Titanics, hasta los que quedaban de la de Odessa se apuntaron al exterminio de los Tigres; todas las bandas del East End confabuladas para acabar con la supremacía de los judíos, no fue mal conspirador Dick Un Ojo.
En Whitechapel tenían un asesino de putas por el que preocuparse, y una de ellas iba a morir por mi culpa.
Recorrí todo el barrio, corriendo deprisa, febril, seguro de que cuando pudiera verla estaría muerta. En Commercial me dieron una esperanza. Preguntando en Bricklayer’s Arms, un pub de la calle Settles, un par de trabajadores algo alegres dijeron haber visto a una mujer como Liz. Había muchas como ella, y mi capacidad de descripción no era digna de reseñar, así que aquellos a los que pregunté, los que no me ignoraban, solían decir: «sí… creo que vi a una así… en tal y cual…», y me tuvieron dando vueltas bajo la lluvia toda la noche. La diferencia con estos dos fue que dijeron haberla visto en compañía de un tipo muy elegante, con bombín alto, cuello blanquísimo de plastrón, bigote negro… Dandi. Se habían fijado en la pareja, que estaba a la puerta del pub, refugiados de la lluvia intensa. Ella llevaba una bonita flor amarilla al pecho. Él, que parecía un caballero, se esforzaba en besarla y abrazarla, eso les llamó la atención. Uno de los obreros que entraba con sus amigos, se quedó mirando y lo invitó a entrar y tomar un trago.
—¿Por qué no entras dentro con la mujer? Llueve mucho ahí fuera. —El tipo los ignoró, por lo que se dirigieron a ella—: Eh, cuidado. Ese es Delantal de Cuero merodeando…
La pareja se fue deprisa, hacia la calle Berner, todo ocurrió poco después de las once. Pregunté la hora.
—Pues serán las once y cuarto o y media… los habré visto hace veinte minutos como mucho…
Corrí desesperado. No la encontré allí, en la calle Berner. Solo había lluvia y gente paseando y un tipo vendiendo fruta… a Liz le gustaban las uvas. Salí de la calle, di una vuelta alocado, me crucé con judíos serios, charlando, y volví otra vez por Commercial hasta el principio de Berner. Entré una vez más por ella, había un callejón o un patio al fondo, esa clase de sitio que suelen emplear las putas.
Allí la vi. En pie, a la entrada del patio de Dutfield, con una bonita flor prendida en el vestido que podía ver desde lejos, hablando con un hombre al que reconocí en el acto sin apenas verlo, por su porte. El Dandi. La tiró al suelo y ella empezó a quejarse, no muy fuerte. Había un hombre enfrente, otro judío, y uno más allá encendiéndose una pipa o algo así. Dandi gritó:
—¡Lipski! —Y el judío salió corriendo, perseguido por el tal Lipski, o tal vez había insultado al judío llamándolo así y los dos corrían. Dandi levantó a Liz. Corrí hacia allí, él debió oír mis pasos, miró—. Drunkard… la vida es buena a veces. —Sujetaba a la mujer, callada, algo bebida, no sé, solo podía ver la flor en su pecho.
No había nadie en la calle, se oían cantos de un coro masculino dentro del patio. Dandi agitó la mano, el cuchillo saltó a ella, se frotó el bigote con él y pasó el filo por las cicatrices ya casi desvaídas que yo le hiciera dos semanas atrás. Nos separaban doce metros, quince a lo sumo, mi maldita cojera me impediría llegar a él antes que su cuchillo a ella. Todo era un ciclo, ahora lo veo, mis errores de la juventud, era ahora cuando los iba a pagar, mis deudas con tantos muertos, con esa vida que había acabado transformándome en un monstruo. Como un eco de mis pensamientos, Dandi dijo:
—¿Vas a pagar la deuda de esta zorra? —Yo asentí—. No, esta vez paga la puta.
Entró dentro del patio, rápido. Yo arrastré mi maldita pierna hasta allí. No vi nada en el primer momento. Estaba junto al club socialista, de ahí salían los cánticos y alguna luz. La había tumbado en el suelo, con delicadeza. Él me miró, sonrió y la degolló de oreja a oreja.
No tuve tiempo.
Iba a matarlo, él estaba en guardia, esperándome, y entonces llegó un carro. Él se metió en sus sombras y yo en las mías. Si me veían allí, con una mujer degollada en Whitechapel, me matarían a golpes sin esperar justificación alguna. Si tenían que elegir entre el Dandi o un monstruo como yo, era yo el asesino. Me quedé muy quieto, viendo cómo el cochero descubría su cuerpo. Todavía se estaba muriendo, todavía estaba viva. El cochero se había bajado de su vehículo, encendió una cerilla y la vio. A ella sí, a Dandi saliendo a la calle a su espalda no. Yo no podía moverme, pero a él lo protegía el propio coche y el triste animal que tiraba de él. El hombre entró en el club de judíos, donde cantaban mientras ella se moría. ¿Y pedir ayuda? Aunque perdiera el cuello tal vez pudieran ayudarla… no, lo había visto degollarla, Dandi sabía hacerlo bien. El asesino ya no estaba, y yo seguía allí.
El hombre salió otra vez con un candil y otro tipo, una mujer quedó en la puerta, mirando desde allí. Iluminaron.
—¡Santo Dios! Le han cortado el cuello.
—Otra mujer…
Más judíos. Un par de ellos, el chofer y otro habían salido corriendo, aullando:
—¡Policía!
—¡Asesino!
Empezó a acumularse gente espantada en torno a ella y yo me mezclé con la turba, así de fácil. El resto ya lo conocen. Llegaron personas de fuera, atraídas por los gritos de auxilio. Dos agentes de policía… me acerqué más. Tenía el paquete de caramelos en la mano, el que yo le compré, lo tenía en su mano cuando le cortaron el cuello. A lo mejor puede que pensara en mí mientras moría y puede que fuera un pensamiento tranquilo.
Cerraron las puertas para que nadie saliera, registraron la zona, nos preguntaron y examinaron en busca de sangre; el asesino no estaba con nosotros, andaría bebiendo ron en algún antro, celebrando su hazaña y el fin de sus enemigos.
Nunca volví a ver a Dandi. Es mentira que las malas acciones acaban pagándose. Es mentira. Ni las buenas reciben su recompensa… no.
Vi a Torres. Seguí sin hacer nada. Me bastaba con saber que al menos él estaba bien.
A las cinco de la mañana nos dejaron ir. Cuando me preguntaron, inquietos como siempre por mis taras y la suciedad de mis ropas, apenas hablé. Me tuvieron por tonto, un pobre imbécil, un pobre imbécil incapaz de nada, de nada, sin más. Sin más…
¡Eh! ¿A dónde…?