____ 38 ____

Bienvenido otra vez. Su amigo… ¿ha mejorado…? Me alegro. Trasmítale mis mejores deseos, espero verle pronto…

Sí, continuemos. Le contaba cómo el sargento Bowels desveló la verdad de lo ocurrido en el incidente Kamayut. Desde su punto de vista, por supuesto.

Los componentes del mecanismo de aquella extraña historia empezaban a encajar con tortuosa precisión, como las ruedas, generadores de cantidades, generadores de sumas y todos los artefactos que formaban los queridos cachivaches de Torres y su Ajedrecista. A diferencia de la máquina, la partida planteada era demasiado siniestra para ser posible. Las ideas que empezaba a crecer en el fértil cerebro del español eran absurdas, disparatadas, y como tal se sentía inclinado a rechazarlas. ¿Qué hace la mente racional cuando una idea sin sentido, contra natura incluso, ordena y clarifica los datos disponibles? Si asumía un hecho, uno que entonces ni siquiera se atrevía a formular en palabras, que repugnaba a su intelecto, entonces todos los misterios, o casi todos, cobraban sentido.

Para añadir sal a la herida, al día siguiente, viernes veintiocho de septiembre de mil ochocientos ochenta y ocho, se produjo el esperado encuentro con Tumblety. No fue a casa de la señora Arias; el Monstruo tiene muchos defectos, pero la estupidez no está entre ellos. Dada la vida reclusa que estaba llevando por entonces Torres, enfrascado en sus investigaciones, era difícil que pudiera encontrarlo en otro lugar. Difícil, no imposible, para desgracia del vigilante inspector jefe Littlechild: el doctor indio burló el cerco.

Por la mañana Juliette trajo el correo, una carta para Torres, sin remite. En su interior había una entrada a la representación de Jekyll y Mr. Hyde por el afamado Richard Mansfield en el teatro del Lyceo, para esa misma tarde. Junto a ella, una escueta nota:

Espero verle. No falte.

T.

No faltó. No se puede ir a Londres y no ver una función, es como perderse el cambio de guardia. El teatro del Lyceo era un edificio espectacular, serio, con un pórtico clásico, señorial, que disponía el ánimo a los asistentes para ver las importantes representaciones que allí se celebraban. En torno al teatro se había generado cierta corriente intelectual, reuniendo allí lo más granado de los artistas y amantes del arte británicos. Incluso era allí sede de un importante club, al que se decía que pertenecía el mismo señor Wilde, tan en boga en los círculos sociales y amantes de las artes por aquel entonces.

Torres no estaba en ese momento interesado en la vida cultural de la ciudad, ni siquiera en la obra que iba a contemplar. Esperaba ver a Tumblety en la localidad junto a la suya, y no fue así. La actuación del señor Mansfield era sobrecogedora, más para Torres que para el resto de los asistentes, pues podía haber sido invitado a ver ese drama de terror y vilezas morales por el asesino que aterraba la ciudad. Asesino por cierto, si es que lo era, cuya elegante letra no coincidía con los garabatos de la críptica nota que encontrara medio quemada en casa de lord Dembow, como se apresuró a comprobar. El español aplaudió con ganas al caer el telón, y se maravilló viendo el natural sofoco que causaba en las damas la transformación del actor, que sin abandonar la escena, se retorcía de dolores al probar el misterioso brebaje destilado por el doctor Jekyll para acabar convertido en el aborrecible señor Hyde. El cambio físico era extraordinario.

Los terrores que la ciencia puede despertar, la responsabilidad del saber; de eso trataba la obra o eso es lo que entendió Torres, y encontró el tema muy acorde con lo que sentía en los últimos días, por desgracia, demasiado acorde. Abandonó el lugar frustrado. Aunque había gozado del arte del señor Mansfield, parecía que el doctor indio se había burlado de él.

No fue tal burla. Tumblety estaba a la salida, junto a una de las enormes columnas que custodiaban la entrada al Lyceo. Esperándolo.

—Magnífico trabajo el del señor Stevenson, el autor, ¿no cree? —dijo a modo de saludo—. Perdone que no le acompañara, la he visto ya, me honra ser habitual de este lugar, pero soy un tanto impresionable; esa disección moral del hombre, ¿cree que en todo ser humano hay un monstruo, señor Torres?

—No creo que me haya citado para hablar de filosofía.

—Tengo tan pocas oportunidades de tratar con caballeros instruidos… por eso me alegro de que nos encontremos otra vez.

—No ofenderé su inteligencia fingiendo que este encuentro me resulta agradable.

—Lo puede ser, agradable y productivo para ambos si llegamos a un acuerdo en el pequeño asunto que nos tiene a los dos enfrentados. —A la luz de las farolas, en esa escalinata, rodeados de espectadores que volvían a sus casas en la húmeda noche, Tumblety se mostraba mucho menos amenazador.

—No entiendo su interés, señor. De su máquina solo quedan piezas herrumbrosas, nada aprovechable.

—En ese caso, ¿para qué discutir? Tome el dinero y deme esa chatarra que usted no quiere. —Torres fingió ponderar la propuesta con más seriedad, cuando lo que pretendía con ese silencio era encontrar una forma de sonsacar algo al americano, como le pidieran los policías—. Bien, vayamos ahora, tengo la cantidad ofrecida encima…

—No, no quiero verle en casa de la señora Arias otra vez.

—¡Qué descortés! ¿Es este el modo de hacer negocios de los españoles?

—Con aquellos que nos amenazan en nuestra propia casa, o en el lugar que nos hospedamos, desde luego. Creo que estoy siendo demasiado tolerante.

—No habrá tenido en cuenta…

—Basta ya, doctor Tumblety. Ni usted ni yo tenemos el menor interés en dedicar a esto más tiempo del imprescindible. Dígame dónde reside y yo le llevaré el ajedrecista lo antes posible. —El americano rio fingiendo una suficiencia de la que en ese momento no gozaba—. No hablo en broma, no consentiré que vuelva a poner un pie en esa casa…

—No sé cuántas exigencias soy capaz de tolerar de usted. —Ahora el Monstruo estaba más serio—. Me hospedo en el East End. No creo que sea un lugar apropiado para un extranjero que desconoce la ciudad. —No se hacía la idea Tumblety de cuántas veces había ya frecuentado ese barrio—. El domingo iré a su pensión, no es necesario que entre si le molesta tanto mi presencia. A la puerta puede entregarme el artefacto, y yo pagaré lo acordado, claro está.

No podía insistir, o no sabía. No estaba hecho para el subterfugio ni el interrogatorio. Sabía que no había obtenido la información deseada, volvería a ver a Abberline y a Andrews sin nada en las manos. Maldijo su torpeza; su mente, tan brillante en lo que a lo científico atañe, se encontraba incómoda lidiando con las mentiras. No supo decir otra cosa que:

—De acuerdo.

—Entonces, ¿le parece bien a mediodía? —Asintió. Tal vez si aparecía el domingo por casa de la señora Arias, la policía podría esperarlo y… y qué. Andrews fue claro en cuanto a lo inútil de detenerlo—. Bien, pues hasta entonces. Que tenga un buen día, señor Torres. ¡Coche!

Un pilluelo despierto, de los muchos que andan por esas calles, corrió a parar el coche para Tumblety, esperando una propina, que viendo la cara que puso mientras contemplaba lo que el americano había dejado en su mano antes de subirse al coche, no fue demasiado generosa. Entonces Torres reaccionó, su «torpe» cerebro dio con la pista que tanto esperaba.

—¡Muchacho, ven! Toma. —Le dio tres chelines, una fortuna—. Dime, ¿oíste qué dirección dijo ese caballero al subir al coche?

—Algo oí. Iba para la calle Batty.

Ahí lo tenía. Si eso estaba en el East End, debía ser su cubil. Sin entretenerse más, fue a casa. Ahora debía contar lo sucedido a Littlechild, la supuesta dirección de Tumblety, todo, o gran parte de ese todo, estaba solucionado. Como esperará, no fue tan sencillo. No pudo hablar con Littlechild, no encontró el momento. Halló a la viuda en la entrada de la pensión, junto a la escalera, teléfono en mano.

—Esper… señora, don Leonardo acaba de llegar. —Tendió el aparato a Torres, diciendo—: Es la señora… ya sabe. Está llorando de nuevo.

En efecto, al otro lado de la línea Cynthia parecía desconsolada.

—Ha ocurrido algo, Leonardo, esta mañana, y no sé qué hacer… —Entre el sofoco y la premura con que hablaba era imposible entenderla. Había tenido un enfrentamiento con su primo, algo de lo que se negaba a hablar—. Es horrible… no sé… no sé cómo seguir…

—Cynthia, por lo más sagrado, me está asustando, ¿qué le pasa?

—Hace unos minutos subí al cuarto de Perceval, tenía que… que explicarle… lo vi coger un arma, traté de detenerlo y me apartó de un golpe. «Voy a acabar con todo, por fin», decía.

—¿A qué se refería?

—A John, va a matar a John.

—Eso no tiene sentido… ¿ha hablado con su tío?

—No puedo, no puedo mirarlo a la cara… solo le tengo a usted. Nana… me ha mentido durante tanto tiempo. Ya no sé qué es verdad.

—La ayudaré en lo que desee, pero ¿qué… qué quiere que haga?

—Salve a John, se lo suplico, no es malo, solo mezquino y ha caído en el peor de los lugares para alguien como él…

—¿Dónde…?

—Sálvelo, a él y a Perceval, y vuelva a España, con su mujer, olvídese de todos. Ponga diez océanos entre nosotros. Esto es el infierno.

Colgó.

—¿Ocurre algo, Leonardo? —No le había dicho dónde suponía que su primo iba a matar a su marido, con seguridad porque no lo sabría. ¿Qué hacer?—. ¿Puedo ayudarle…?

—No sé qué hacer, Mary. —Esa impotencia, ese miedo lo desarmaba. La frustración de querer ayudar y no saber cómo.

—¿Qué ocurre?

—Debo encontrar a alguien… —Lo inmediato era avisar a la policía, a Abberline por ejemplo, pero si Cynthia no lo había hecho…

—¿Y no sabe dónde está? ¿No puede preguntar por él? Supongo que no, soy estúpida. Si conoce sus costumbres, tal vez pueda imaginar.

Torres estrechó las manos de la viuda Arias con tanta fuerza que la mujer se asustó.

—Eso es, mi querida señora, eso es. ¿Puedo hacer una llamada?

La idea, por peregrina que fuera, era a lo único que pudo agarrarse. Conocía las costumbres de John De Blaise, esos hábitos para cuya satisfacción frecuentaba barrios poco recomendables de la ciudad. Y Perceval Abbercromby debía saberlo también, pues tenía en custodia al sargento Bowels, quién había atentado contra el joven en el fumadero. Si De Blaise no estaba en casa, como era evidente, Percy debía haber ido a buscarlo al lugar más plausible, aquel donde su primo político buscaba el solaz y el olvido de los alcaloides del opio. ¿Qué a quién quería llamar? Al señor Ribadavia; necesitaba ayuda para solventar esta crisis, y fue el primer nombre que le vino a la cabeza.

Don Ángel no dudó un instante en ponerse al servicio de Torres. Vino a buscarlo a la pensión, con un coche de la embajada y dos hombres de confianza, de los de rostros cuarteados por muchos soles, mirada torva, armas al cinto y muchas historias que contar. Idénticos casi uno del otro. El primero, provisto de chistera raída, era serio y antipático, el otro, más amable, con gorra de pillo terciada sobre la cara, hizo graciosos juegos de manos a Juliette con unos naipes gastados, mientras Torres se explicaba con premura. De camino hacia Limehouse, pensaba empezar la búsqueda en el mismo fumadero que ya conocía, la idea fue perdiendo fuerza. El futuro lord Dembow no era un hombre emotivo. Amargado, rencoroso, lleno de odio, seguro; pero su venganza no se desataría de un modo violento e improvisado, ese no era su carácter. A menos que eso que había ocurrido y que hizo que Cynthia rogara a su amigo español que dejara el país, fuera algo terrible, tan terrible que quebrara la frialdad del lord. Fue todo lo explícito que pudo con Ribadavia, que no era mucho, al explicarle para lo que le necesitaba.

—Detener un crimen —dijo el diplomático—, y un crimen pasional entre británicos, rara avis. Leonardo, tiene amigos de lo más peculiares, y algo cargantes. Pero si como dice se trata de atender a las necesidades de esa mujer —aspiró con profundidad, como paladeando un aroma que desde luego no podía encontrarse entre aquella calles, no se hable más. Este viejo cuerpo estará siempre a su servicio… y al de usted también, mi buen amigo.

Llegando ya al fumadero, la aparente tranquilidad del lugar alivió el malestar de Torres, que poco a poco fue calmando la inquietud que le producía el estado de aquellas personas. Todo podía ser un equívoco, bien es sabido que las mujeres tienden a la exageración, más si no se encuentran en sus cabales y se ven forzadas a emplear las terapias del doctor Granville para calmarse.

Dejaron el coche y Ribadavia dio a los hombres instrucciones para que no perdieran ripio de lo que por allí pasara. Entraron en el dudoso establecimiento y aquel viejo chino con cara de misterio que fuera tan latoso en la pasada visita del ingeniero, se les aproximó servicial.

—¡Señol Castlo… cuanta honol…!

—Sin duda me confunde con alguien —aclaró el diplomático a Torres.

—Sin duda, es usted un hombre tan común. —Refrendando estas palabras, Ribadavia empezó a hablar chino. Dos frases y un «señor De Blaise» intercalado, y tras la respuesta del anciano:

—No está aquí…

—Caramba, pues era la única pista que…

—Sin embargo, mi buen amigo Chun Siao, me ha dicho que no somos los primeros que lo buscamos. Un caballero alto y desagradable preguntó por él hace una hora.

—¿Y dónde…?

—Eso, Chun Siao, indícanos dónde.

El chino hizo otra de sus continuas reverencias y pidió que lo siguieran a través del fumadero. Tras un biombo yacía adormecido Perceval Abbercromby. Mientras se acercaba, Torres pudo ver cómo Ribadavia sacaba con discreción una pequeña Derringer de su levita, había venido preparado para cualquier contingencia. Pronto se vio que el estado del joven lord hacía inútil esa precaución.

—Señor Abbercromby.

—¿Torres…? —Se incorporó, abotargado por los efluvios del opio—. No le hacía habitual de estos lugares…

—Don Ángel —dijo Torres haciendo un apartado—, hágame el favor, espérenos fuera.

—No sé si…

—Se lo ruego, agradezco mucho su ayuda, de verdad, pero hay cosas…

—Que prefiere que no sepa. Le entiendo. En fin, marcharé fuera con esos dos. Son gente de cuidad, ¿sabe?, más que útiles pese a no hablar una palabra de este idioma bárbaro. Pero han nacido en Murcia, y ya saben lo que dicen de los murcianos. —Echó mano al sombrero para saludar a Percy y se fue, añadiendo—: Tiene un año, Leonardo. Dentro de un año iré a verle, esté donde esté, y por la memoria de mi anciano padre que me va a tener que contar en qué asuntos se metió usted aquí, se lo aseguro.

Torres sonrió y volvió su atención a Percy, que seguía farfullando alguna perorata beoda.

—Contésteme, ¿qué hace aquí, señor Abbercromby?

—¿Yo…? No lo sé… no sé dónde ir. Usted tiene su casa, su España… seguro que la echará de menos. Yo, el heredero de una de las familias de más raigambre del Imperio y nunca he sentido nada como mío, no tengo casa, ni…

—Ha venido a buscar al señor De Blaise, ¿me equivoco? —Se sentó a sus pies, en la cheslón donde se recostaba Percy, e hizo un gesto por el que los obedientes criados chinos los dejaron a solas. Una extraña música llegó a sus oídos, a los de ambos. Alguien tocaba un instrumento de cuerda exótico mientras unos crótalos o algo semejante hacían de percusión. Más allá de los biombos tras los que descansaban los durmientes, un montón de orientales se sentaban viendo una representación.

—Es usted un hombre muy sagaz. Sí, tenía que preguntarle algo a mi querido primo político.

—¿Solo preguntarle? —Señaló a la enorme pistola de cuatro cañones que sin cuidado alguno, mostraba el inglés al cinto.

—No se preocupe. Si he de matar a ese bastardo, le daré oportunidad de defenderse.

—¿Qué le sucede? Su prima parecía muy alterada…

—Cynthia, claro, ella le avisó. No sé qué me ocurre, se lo aseguro, no tengo idea de lo que nos ocurre a todos. Por eso quería hablar con De Blaise, y obligarle a contarme todo, sea lo que sea. —Agitó su arma para apoyar lo que decía.

—Guarde eso, y dígame qué le ha pasado.

Tenía el hombre tantas ganas de obtener respuestas como Torres, y por eso no dudó en abrir su corazón, desbordando el dique que su frialdad natural imponía. Serio y firme pese a la droga inhalada, con su habitual falta de entusiasmo en todo lo que hacía, contó lo ocurrido esa misma mañana.

Era su costumbre madrugar mucho, sin embargo esa mañana fue distinto, por primera vez en años tuvo un despertar feliz. Su as en la manga (eso era para él el sargento Bowels) le trajo cierta confianza en poder, por fin, satisfacer la voracidad de sus odios. En un arrebato de entusiasmo decidió despertar a su muy querida prima. No estaba seguro, o no se atrevió a contárselo a Torres, si su intención era desvelar la ambigua condición de su antiguo prometido a la joven.

—No le tenía por un hombre cruel.

—No, no lo hubiera hecho… no por falta de crueldad, le aseguro que el tiempo empleado en soportar mentiras y ultrajes ha desarrollado en mí una falta de caridad considerable. Pero no con ella, y nunca con la memoria de un muerto. No sé bien con qué intención subí, y no puedo jurar que fuera del todo Cándida…

Porque el amor, y el amor negado sobre todo, juega con la voluntad de los hombres a su capricho. Percy subió a la tercera planta, a la alcoba del matrimonio, la que perteneciera a lord Dembow antes de agravarse su enfermedad, y al padre de este antes que él. La encontró vacía, y al servicio haciendo la habitación.

—La señora se ha levantado hoy temprano —le dijeron. Imaginó que había ido a cabalgar, como le gustaba hacer tanto si se encontraba de buen humor como si el caso era el contrario. Bajó descuidado, intranquilo por no saber bien qué le había impulsado a subir a la alcoba de Cynthia; tal vez esperaba encontrarse con De Blaise y soltarle a la cara lo que creía saber de él, de su valerosa actuación en Birmania… quién sabe.

Fuera cual fuese el ánimo que movía su voluntad esa mañana, quedó superado por la sorpresa de encontrar las grandes puertas que accedían al clausurado segundo piso abiertas de par en par. Entró, y según confesó, no era lugar al que le gustara ir. Las luces encendidas, el enorme salón resplandeciendo. La exhibición de artefactos mecánicos que ocupaba el salón principal del lugar estaba cubierta por lienzos y sábanas, todos salvo un pequeño grupo de autómatas escandalosos que se agitaban en una esquina, como un zoo mágico y burlesco, grandes animales de fantasía que se movían nerviosos, preciosos y torpes a un tiempo. En medio de ellos estaba Cynthia, sentada en el suelo.

—¡Perceval! —Dio un respingo al ver la sigilosa silueta de su primo—. Me has asustado. —Se incorporó y mal disimuló las lágrimas que corrían por sus mejillas. Iba descalza. Aquellos finos, blancos y delicados pies habían excitado a Abbercromby de tal manera que la vergüenza le hizo apartar la vista, él, siempre tan insolente. Se sentía incómodo y un tanto indignado al notar cómo su alma y su cuerpo reaccionaban ante la piel desnuda de una mujer junto a la que había crecido. Allí no acabaron sus turbaciones. El pelo rubio de Cynthia caía desatado sobre su espalda, sobre su cuerpo envuelto en un salto de cama, a medio abrochar, que dejaba ver el hombro que afrodita envidiara.

—Cynthia —pudo decir aturdido por el propio sonrojo, tan poco habituado a él estaba—, ¿estás llorando? De Blaise te a…

La risa de ella hizo una desagradable armonía con el bailar de un cerdo borrachín o el croar de una rana rey que la rodeaban.

—No primito —dijo—. Para que un marido atormente o maltrate a su esposa es condición indispensable que no le repugne su contacto o su mera presencia. Yo ya no tengo marido, Perceval, creo que nunca lo tuve.

Se deshizo en lágrimas, y el pudor hizo que Abbercromby quedara en la ridícula actitud que los caballeros caen cuando son incapaces de socorrer a una dama, ni de dejarla sufrir, allí contemplando su pesar. Cynthia se abrazó a una deslizante lamia de metal, que siseando lamió con su lengua de caucho el cuello de la joven.

—Percy, eres joven y sano, seguro que has conocido a muchas mujeres…

—Yo…

—¿Qué piensas de una de cuya cama huyen los hombres, como de la peste? Eso hizo John, me echó de mi propio cuarto, me insultó de la peor de las formas.

—Santo…

—¿Y qué crees que dijo tu padre cuando le conté aquello? ¿Crees que mi querido tío y protector pidió explicaciones a John? Me golpeó, me llamó súcubo lujurioso. —Mostró un moratón en el pómulo, que había mantenido oculto de Torres gracias a sus mechones dorados y abundantes—. Ese anciano impedido puede sacar mucha fuerza cuando le posee la ira. Porque era odio lo que tenía en sus ojos. Me acusó de adulterio, en pensamiento habrá de ser… se avergonzó de mí y dijo que debía haber heredado el vicio desenfrenado de mi madre, mi pobre madre…

—Tal vez…

—¿Lo vas a defender tú también, Perceval? ¿Tú a quien ha ignorado durante toda tu vida, a su primogénito? —El arrebato de ira hacia su primo apenas duró el tiempo en volverse, soltar la lamia de metal cuya cuerda se había agotado, y ver la mirada de estupefacción en sus ojos—. No sufras querido primo, lord Dembow se ha disculpado. Anoche se disculpó, dijo que el dolor que siente le hace decir barbaridades, que el verme crecer le entristece y… me regaló esto, ¿sabes? —Señaló al zoo mecánico—. Dijo: «estas pequeñas bellezas permanecerán así eternas, como debe ser, como seremos tú y yo, juntos y eternos en mi corazón». Mentiras. Nada de esto es para mí, lo vi enseñárselo hace dos días a sus amigos, con su sombra… ese maldito Ramrod… no entré, pero oí el sonido, la música, los aplausos… malditos, todo es mentira, mentiras de metal, a eso estoy condenada. —Su tenue cuerpo se agitó con violencia inusitada, sacudió a la serpiente mecánica y la lanzó contra el resto de los animalitos que traqueteaban y saltaban a su alrededor. Un monito rodó, como el rey sapo, desparramando su interior por el suelo marmóreo. Se acercó luego al cerdo bailarín, y sacó de la jarra un objeto largo y metálico: el dildo eléctrico del doctor Granville—. ¡Máquinas! ¡Solo máquinas sin corazón! —Con le percuteur como arma, asesinó a los muñecos, rompiendo, despedazando y triturando ruedas, manillas y piezas de precisión.

Percy no quedó inactivo, repuesto de la sorpresa y tras comprobar que sus ruegos apresurados no conseguían calmarla, fue a por ella, la abrazó y la apartó del destrozo mecánico, temiendo que se cortara entre tantos filos y puntas diseminadas. Abbercromby era un hombre corpulento y no le costó nada hacerse con la liviana Cynthia.

—Ya basta, vas a hacerte daño.

—¿Y qué importa? ¿A quién importa mi dolor? Mi marido huye de mi cama por otra mujer, Harry puso todas las excusas imaginables… ¿es que soy un monstruo?

—No… —Ella se abrazó con fuerza a su primo, y lloró sobre él, en sus brazos. Ocurrió lo que imagina. Percy sintió el calor del cuerpo de ella, apretó más y ella no lo eludió y ambos buscaron los labios del otro. Las barreras, los pudores y frenos habían saltado despedazados por una desesperación en ella y un amor negado tantos años en él. Claro que hubiera ido a más, pero hizo aparición la señorita Trent.

—La cocinera.

—Exacto. La conozco de siempre… no sabía precisar cuándo entró al servicio de casa de mis padres, no hay un solo recuerdo de mi vida en Forlornhope, y nací en esa casa, en la que no estuviera ya la señorita Trent. Es una buena mujer, siempre me trató bien, con indiferencia, aunque sospecho que esa es la reacción que provoco en todo el mundo. Yo la aprecio, la quiero por el cariño que derrochó con Cynthia. Bien, jamás la vi reaccionar así. Llegó a golpearme y a zarandearme.

—¡No se le ocurra tocarla! —gritaba la señorita Trent—. ¡Es una mujer casada, monstruo! —Percy trató de calmarla, y viendo que cualquier cosa que dijera empeoraría su posición, cayó. La cocinera cogió a Cynthia de la manga de su camisón y tiró de ella—. Tú no, niña, tú no. Tienes un marido…

—¿Sí, Nana? —Se soltó de una sacudida—. ¿Dónde está? ¿Tú también quieres convertirme en la Virgen de Londres?

La abofeteó, con fuerza. Las dos lloraban.

—Sal de aquí, niña. Fuera los dos. Si volvéis a… se lo diré a tu padre.

Poco intimidaba ya a Percy la autoridad de su padre, que jamás había sentido y la escasa ascendencia que lord Dembow tuviera sobre él se había perdido poco a poco en los últimos meses, desde la boda de su prima. Cynthia se fue llorando, con el rostro lívido, incapaz de hacer valer su autoridad sobre su sirvienta, vestida como estaba y sorprendida en la actitud que lo fue.

—Eso es todo —terminó Percy. El narcótico había hecho que su relato fuera más preciso y descarnado, apeado de eufemismos y circunloquios, lo que agradeció mucho Torres. Pero los efectos ya habían calmado su fuerza, y ahora cierta vergüenza por haberse confesado a un extraño, hizo presa en él—. El resto ya lo sabe…

—Cynthia llamó alterada, temiendo por…

—Sí. Una vez que ella se fue eché de allí a la señorita Trent con cajas destempladas, la amenacé y ella se fue llorando; «mi niña, mi niña», decía. Temo haber sido en exceso cruel, es mi naturaleza. Más tarde Cynthia me vio en mi cuarto cogiendo esto. —Señaló su arma de nuevo.

—¿Qué pensaba hacer, hombre de Dios?

—No lo sé, Torres, le juro que no lo sé. —Un chino había entrado con el sigilo natural de su raza, y ofrecía sendas pipas a los caballeros. Las rechazaron y quedaron ambos ensimismados, viendo las siluetas que las marionetas de la función oriental desplegaban contra la pared, oyendo los aplausos y las exclamaciones de los borrachos por el opio—. Eso soy, un muñeco, un pelele… no sé qué hacer, quería buscar a De Blaise, a mi padre y… no entiendo lo que ocurre, mi vida nunca fue gran cosa, y ahora se desmorona. Ella pensará que…

—Vamos —palmeó Torres con fuerza el hombro de su compañero—, no se rinda. Usted es un hombre fuerte, no puede claudicar, debe… debemos luchar.

—Y quiero hacerlo, se lo juro. No soporto ver a Cynthia sufrir, y no saber… si supiera hacia dónde, le aseguro que cargaría sin dudar.

—Lo sé, y yo le ayudaré a encontrar blanco para su ataque. —Abbercromby levantó la vista, había una mínima luz de esperanza—. Ya le he ayudado antes. Sé que ninguno de los dos resultamos simpáticos al otro, pero no veo en usted maldad, no es solo el odio lo que le empuja.

—¿Usted me ayudará? ¿Cómo?

—En la medida de lo posible. Y para ello tiene que contestarme a unas preguntas. En su relato, ¿ha sido preciso?

—Acostumbro a serlo siempre.

—En este caso es de especial relevancia la exactitud de sus palabras.

—Entonces, lo he sido.

—Otra cosa más. Cuando Cynthia destruyó esos autómatas, ¿vio algo?

—¿En ellos? No sé muy bien a qué se refiere… eran trastos rotos, piezas, artilugios diseminados…

—¿Nada más? No vio… algún fluido o…

—Sí, claro, muchos. Aceites supongo…

—Usted es médico, le tengo que rogar de nuevo todo el rigor posible.

—¡Por Dios, Torres! Era un momento… el peor de mi vida tal vez… imagino que eran fluidos hidráulicos, agua… ¿qué si no?

—Claro… qué si no. —La función terminaba. Las marionetas, sus sombras se inclinaban en la oscuridad del teatrillo.

—¿Eso es todo?

—Una última pregunta. ¿Dónde tiene al señor Bowels?

—Ah… creí que esto tenía que ver con Cynthia y yo, y mi padre… no entiendo sus preguntas.

—Contésteme, por favor.

—Está seguro en una propiedad mía que nadie conoce, en St. John’s Wood, un buen barrio en nada sospechoso. Allí permanecerá hasta…

—Eso es todo. Ahora váyase a casa, hágame caso. Y trate de tranquilizar a Cynthia.

—No sé si tolerará mi sola presencia…

—Seguro que sí. Han crecido juntos, usted la conoce como nadie. Vamos.

—Sí… ¿Qué va usted a hacer?

—Ayudarle, se lo juro.

—Iré a descansar, sí. Tengo un estudio, por Benthal Green, allí pinto, me relaja. No me mire así, no puedo imponer mi presencia a Cynthia, ahora no.

—Le entiendo. Descanse de momento. Necesito que usted hable con ella, si quiere mi ayuda…

—¿Y cómo piensa ayudarme?

—Aún no estoy seguro de cómo. Confíe en mí. Si me dice la dirección exacta donde está el sargento…

Torres salió decidido a acabar de una vez con tantos secretos y mentiras. Las buenas personas suelen confiar mucho en el poder de la verdad, y cierto que es una poderosa fuerza del bien, mas cuando lo oculto es de determinado género nada puede salir beneficiado de revolver las oscuridades.

Fuera aguardaba Ribadavia junto al coche, compartiendo tabaco con los dos murcianos.

—¿Solucionado ya el problema?

—En parte. Ahora debemos ir a St. John’s Wood, ¿sabe dónde…?

—Y allí vamos a…

—Tenemos que hablar con un sujeto que está escondido. —Al ver la expresión de Ribadavia, difícil de descifrar, reculó—. Cierto, estoy abusando demasiado de su amistad, perdone.

—En absoluto. Si esto sigue siendo a favor de cierta dama —Torres asintió—, no hay más que hablar. El único problema es que estamos muy lejos, y no me parece oportuno seguir usando un coche de la embajada, ya son más de las tres de la madrugada…

—Entiendo, le agradezco mucho…

—¿Qué le parece mañana? —Antes de que pudiera objetar a tanta amabilidad Ribadavia continuó—: Don Leonardo, ¿qué tal monta?

Dieron por concluidas las peripecias por esa noche. Se despidieron en la puerta de la pensión Arias, quedando por la tarde del día siguiente, sábado, a las puertas de la legación española.

Torres entró en casa, sintiéndose incapaz de conciliar el sueño con todo lo que le bullía en la cabeza. Hacía horas que la viuda estaría acostada. Las estrictas normas de la patrona no permitían que sus inquilinos entraran más tarde de las diez y media sin avisar, pero hacía ya varios días que Torres contaba con llave propia. Subió en silencio sabiendo que no podría descansar. Debía apartar a la familia Abbercromby de su cabeza de momento, tal vez volver al Ajedrecista… No. Nada más entrar en sus habitaciones entendió que le era imposible.

Había algo que sí podía hacer. Tumblety. Él había sido el principio de las desagradables situaciones del día. Debía contárselo a Littlechild. Era una imprudencia aguardar a la mañana. Llamó con suavidad en la puerta del inspector. Le abrió adormilado, aunque vestido. No reprochó en absoluto el que lo hubiera despertado a esas horas, estaba allí preparado para todo. Torres contó lo sucedido. Littlechild le recriminó el no haberlo hecho partícipe de sus andanzas (en lo tocante a acudir al teatro para citarse con el doctor indio, respecto a su aventura por Limehouse no dijo palabra), y ambos fueron en busca de Andrews, sin dar importancia a la hora.

—Magnífico —dijo un Andrews muy animado cuando recibió la noticia en la ya familiar comisaría de la calle Leman—. Ya le tenemos, en Batty Street, y con esto —señaló la nota que le diera Torres, la que recibió del americano junto a la entrada para la función—, ha conseguido todo lo que le pedí. La policía de San Francisco nos manda también muestras de escritura de Tumblety, pero esta de usted es sin duda una prueba más fehaciente. Está dotado para las labores detectivescas.

—No lo creo.

—Muchos con menos aptitudes andan haciendo de ese detective de novela del señor Doyle por las calles de Whitechapel, entorpeciendo nuestro trabajo —suspiró—. Bien. Comentaré todo esto con el inspector Abberline, él conoce muy bien el barrio. Procuraré ir mañana en persona por allí a buscar esa pensión.

—¿Piensan detenerle? Dijo que vendría a verme el domingo, si está conmigo el inspector Littlechild…

—¿Detenerlo? De momento no. Lo que quiero ver es su habitación, recuerde que se llevó algo de la última víctima. —No tuvo que ser más explícito.

El sábado amaneció encapotado y feo, como un preludio de lo que se avecinaba. Andrews llamó a Torres. Dijo que por cortesía, en agradecimiento de todo lo que había hecho por la investigación, se creía en la obligación de hacerle partícipe de las buenas noticias, que por fin había alguna en este caso.

—Sin duda Tumblety está hospedado en el veintidós de Batty Street. Anoche hablé con la patrona, una mujer de origen alemán, con la que es muy difícil entenderse. Su poco inglés y sus nervios casi llegaron a exasperarme. Tenía miedo.

—¿Miedo?

—Respecto a uno de sus huéspedes. Afirma que un sujeto que concuerda con la descripción de nuestro doctor Tumblety, tiene una habitación allí, las fechas coinciden con el abandono del hotel en el West End, ¿le hablaron de él? Bien, parece que este sujeto tiene la costumbre de salir por las noches, a altas horas, y no volver hasta de madrugada. Es un hombre desagradable, según dice la señora, y en todas las noches de los crímenes estuvo en la calle. Acostumbra a llevar zapatos de suela de goma —lo que no era nada frecuente en aquella época, salvo en algunos policías o detectives, pues como es lógico ese calzado vuelve mucho más sigiloso a quien lo usa—, así que a veces salía de su cuarto sin que ella se enterara. Por otro lado asegura que su huésped es extranjero. Le pregunté si era americano, y dijo que pudiera ser. A mí me es suficiente, esta noche iré a por él. Rodearemos la casa, esperaremos a ver si sale y lo seguiremos.

—Inspector, no espero que acceda, pero ¿podría ir con ustedes? —Andrews quedó en silencio—. Asumiría los riesgos, por supuesto, sé que no pueden asegurar…

—No se trata de eso. El trabajo policial no es tan atractivo como en las novelas, señor Torres. Puede que pasemos noches infructuosas, esperando bajo la lluvia, y puede que al final no se trate de Tumblety, que sea una falsa pista, seguimos cien de ellas por una buena.

—No importa, me arriesgaré a eso.

—De acuerdo, estamos en deuda con usted, si quiere pasar una noche fría y en blanco en el East End, yo no se lo negaré. Vendré a buscarle a eso de las diez y media.

Pasadas las ocho y media, quien se presentó fue Ribadavia con sus dos hombres de confianza, que pudieran tomarse por hermanos de no ser porque uno se llamaba Martínez y el otro Ladrón. Llevaban con ellos cuatro corceles de los más briosos. Torres los saludó sin su cortesía habitual, andaba intranquilo por lo que bullía en su cabeza.

—Pierda cuidado, Leonardo —dijo Ribadavia malinterpretando el ánimo del ingeniero—. Son de mi propiedad; las monturas, no los murcianos, claro está. En cuanto a los últimos son de total confianza, harán cuanto les diga. —Algo debían deber ese par de piezas a don Ángel, pues no es normal, ni conveniente, que dos individuos de tal catadura estuvieran entre el personal de una embajada española.

Fueron al trote hasta St. John’s Wood, una parroquia agradable y apacible incluso con un tormentoso clima como el que se avecinaba, que con sus oscuridades hacía que cada sombra se tornara en espectro. Todo eran pequeños cotagges de paredes blancas y tejados a dos aguas verdes y cobrizos, que invitaban a la paz y la horticultura. La parcela de Abbercromby parecía la más amplia del vecindario, y aun así conservaba el agradable aire acogedor del resto de las edificaciones.

—Ladrón, tú aquí con los caballos. Martínez, busca el modo de entrar por detrás. —El aludido acomodó una aparatosa escopeta a la cadera y salió trotando a rodear la casa.

—¿Cree que esto es necesario? —preguntó preocupado Torres.

—Si usted no quiere, o no puede, sincerarse conmigo, he de tomar mis precauciones. Habló de un individuo que anda aquí escondido. Debo suponer que no espera ni desea visitas. —Cierto, Torres cayó en la cuenta de que no había revelado a Abbercromby su intención de visitar al sargento, y por tanto este no había sido prevenido, teniendo en cuenta que no sabía siquiera si la comunicación entre Bowels y el joven lord era fluida. Tuvo que plegarse a la mayor y sorprendente experiencia de Ribadavia en estas situaciones.

Los dos fueron directos a la puerta, sin ocultar su presencia. El diplomático con su Derringer en la mano. Llamaron. Nadie respondió, seguramente esas eran las instrucciones que Percy diera al sargento. Desde luego no había luz alguna, y las ventanas se veían cegadas. Toda la casa parecía cuidada pero deshabitada.

—¡Señor Bowels! —llamó Torres—. ¡Sargento Bowels! ¡Soy Leonardo Torres, el español! ¡Hablamos el jueves…!

Un trueno, un disparo resonó desde dentro y se propagó por el vecindario. Luego ruidos, golpes o carreras.

—Habría que entrar… —dijo Torres.

—No pretenderá que derribe la puerta, tengo una vieja lesión…

—Por el amor de Dios, Ángel, se están matando.

—Más a mi favor. Tengo por costumbre alejarme de donde suenan las balas. —Convocado por la despreocupación de Ribadavia, sonó otro disparo. Y venga golpes y carreras.

—Válgame el cielo, no podemos…

—Bueno, bueno. Virgen Santa qué precipitado es usted, Leonardo. ¡Ladrón! —El aludido dejó las cabalgaduras y vino al trote. Torres pegó el oído a la puerta, el ruido ya había cesado—. Hay que entrar.

—Por la puerta no lo veo… —El murciano torció la cara mirando la robustez de la madera—. Mejor me voy trepando pa una ventana de arriba, las de abajo están enrejas. —Terció su escopeta a la espalda y como un pirata de vodevil, echó un cuchillo a los dientes y trepó con más agilidad de la que se le aventuraba viendo su corpulencia. Torres y Ribadavia quedaron mirando cómo el ágil murciano subía hasta un falso balconcillo y entraba en la casa, sin mostrar esfuerzo al violentar la ventana.

—Pierda cuidado, Leonardo. —La expresión del ingeniero mostraba que no andaba cómodo en esa situación.

—Puede haber heridos…

—No creo que esos dos corran peligro, llevan la suerte consigo. Y el que esté allí… bueno, es un inglés.

—Un poco de humanidad, por Dios.

—Venga… que hay demasiadas almas ya para preocuparse además por estos bárbaros…

La puerta se abrió y de allí salió enjarras Ladrón.

—To está bien —dijo.

Entraron. Como bien afirmaba la experiencia de Ángel Ribadavia, la sangre no había llegado al río, pero faltó poco. Martínez había encontrado un acceso tras la casa y por su cuenta y riesgo se metió en ella. No lo acompañó en esa ocasión la suerte al murciano, pues por ahí trataba Bowels de escapar sin hacer ruido tras oír la llamada a su puerta. Ambos se sorprendieron, y el sargento, más asustado sin duda y más fornido, golpeó casi por instinto a Martínez en la cabeza, quién cayó y disparó su escopeta por accidente. Este era el disparo oído.

Bowels, al ver lo armados que llegaban los incursores, echó a correr para el interior de la casa, con Martínez detrás, maldiciendo y sangrando por el labio. Pudo disparar, pero era hombre prudente, el más de los dos murcianos, y creyó entender que la vida de ese pelirrojo era necesaria, así que se limitó a tirar la escopeta, sin pensárselo, como quién arroja una garrota. El arma dio en la espalda del inglés de plano y se disparó de nuevo. Segundo tiro.

Bowels había caído medio deslomado y sobre él saltó un murciano enrabietado, que no es poca cosa. Se enzarzaron a puñetazos y bocados hasta que entró Ladrón, escopeta en mano, y puso orden en la situación. Ahora el sargento mayor estaba sentado en un sillón del sobrio salón principal, magullado y con sus propios pantalones atándole los tobillos. Ambos murcianos lo vigilaban, Martínez liándose un cigarro, olvidado ya su labio hinchado.

—¡Usted! —exclamó al ver a Torres.

—Pues claro, hombre, ¿es que no me ha oído? —No cabía recriminar el exceso de precauciones en Bowels. Seguía siendo un buen soldado y obedecía órdenes, en este caso las de Percy, que le había asegurado que solo él podía aparecer por la puerta. Demasiada iniciativa había mostrado ya el sargento con su intento de asesinato, razón por la que Torres estaba ahora ante él, diciendo—: Solo quiero preguntarle algo, el señor Abbercromby me dio… nos dio a estos amigos y a mí esta dirección…

—Un momento —interrumpió Ribadavia—. Imagino que querrá de nuevo intimidad. Saldré fuera, aguantando la lluvia que ya empieza.

—No es…

—Es necesario, seguro que pronto la policía llamará a la puerta a causa de los disparos. No se preocupe por estos dos, no entienden nada de inglés.

—Pero que lo desaten.

Ribadavia hizo una señal a Martínez, que sin dejar de liar su cigarro dijo:

—Juan. —Así se llamaba su camarada, que además de paisano eran tocayos. Ladrón desató a Bowels e incluso ayudó a que se adecentara, mientas Ribadavia salió de escena.

—Quería preguntarle un par de cosas, sargento, sabe que…

—Llámeme Tom. Ya no estoy en el ejército.

—Como quiera, Tom. Pues como le digo, sabe que soy amigo del señor Abbercromby, su benefactor…

—No me venga con benefactores ni esa filfa; el señor me esconde porque algo querrá de mí, al igual que usted. —Por el tono de voz del sargento, además de esconderle Percy le proporcionaba suficiente licor para pasar las soledades de su encierro con mayor confort.

—Le aseguro que no he venido en su perjuicio.

—Lo sé, más bien en el de De Blaise, ¿cierto? —Torres calló—. Por eso le responderé a esas preguntas.

—Será una nada más. Dijo que debe su buena estrella, que le ha permitido librarse del infortunio que ha perseguido a sus compañeros de campaña, a la mediación de familiares del finado capitán Sturdy.

—A un familiar.

—¿Quién?

—Le dije que no puedo decir nada de eso. No voy a traicionar a quién…

—Tiene que ser alguien cercano a lord Dembow, pues le ha permitido conocer los movimientos de la casa y sus habitantes. ¿Me equivoco? No, creo que ando cerca.

—Puede hacerme lo que quiera —dijo mirando a los guardias españoles—. No…

—Nadie va a hacerle daño… más daño. Hace un instante estaba dispuesto a contarme cualquier cosa con tal de dañar…

—Cualquier cosa menos aquello que perjudique a quien me ayuda.

—¿Es la mujer del capitán? —La expresión de pasmo de Bowels sirvió de asentimiento—. Lo suponía. Tranquilice su conciencia, Tom, no ha traicionado a nadie, solo ha corroborado una intuición mía. ¿Se trata de la señorita Trent?

—¡Cómo lo ha sabido…!

—No lo sabía, ya le digo que era un pálpito. No suelo fiarme en conjeturas sin prueba alguna, así que debía confirmarlo con usted, y así ha sido. Recuerdo que me llamó la atención, hace años, cuando por casualidad conocí de modo muy fugaz al marido de la señorita Trent, un hombre de asombrosa resistencia al frío y las inclemencias. Era llamativo cómo aquel cochero…

—¿Cochero?

—… porque ese era su trabajo en casa del lord, andaba tan tranquilo bajo la lluvia, demasiado tranquilo. Era una peculiaridad sin importancia, lo sé, y que seguro olvidé enseguida. Sin embargo, al oír sobre el capitán Sturdy, de su también sorprendente tolerancia al mal tiempo… me llamó la atención toparme con dos individuos con esa misma característica, y al saber que el difunto de la señorita Trent había sido militar, y que era ese chófer…

—Sí, Sturdy era increíble. Le conocí bien allí, antes de lo de Kamayut. Era quién animaba todas las reuniones. No frecuentaba mucho las cantinas de oficiales, prefería las de los suboficiales. Allí apostaba a que soportaba el dolor sin moverse, clavándose bayonetas en manos y muslos… muchas copas ganó así, era un tremendo bebedor…

—¿No le dolía?

—Nada, no sentía dolor, ni frío ni calor… por eso bebía tanto, creo yo. Siempre andaba con una amargura encima… acabamos haciéndonos buenos camaradas con tanta ginebra que compartimos. Me dijo que había sufrido una herida, un accidente grave de muy joven, estando en América, y desde entonces no sentía nada. Tenía unas enormes cicatrices por toda la espalda, junto a la espina.

—¿Desde cuándo estaba en el ejército?

—Desde siempre, tenía la piel hecha en la milicia, no sé si me entiende.

—Pues fue cochero, como le digo, y lo echaron por ladrón…

Imposible. Era un tipo problemático y un borracho, no un ladrón. ¿Y cuándo dice que fue eso? Él llevaba sirviendo al menos veinte años.

—Sí… no sé cómo… —En eso entró Ribadavia acompañado por dos agentes. Llevaba una escopeta en la mano, la que se había disparado y explicaba a los policías no sé que de un accidente y de unos invitados. Torres miró asustado en busca de más armas que dieran al traste con la historia que la locuacidad hipnótica del diplomático iba haciendo pasar por cierta. No había señal, los Juanes habían hecho desaparecer sus armas, y parecían ahora criados comunes, algo aguerridos y pintorescos, pero no sospechosos.

Despacharon así a la autoridad y dieron por terminada la visita, Torres tenía que estar en casa a la hora pactada con el inspector Andrews.

—¿Eso es todo lo que quería saber? —dijo Bowels mientras se marchaban—. ¿Para eso…?

—Sí —dijo Torres—. Necesitaba quitarme esa duda… la sospecha me mantenía ofuscado. Aunque no entiendo cómo ni qué hacía el capitán en casa de lord Dembow, ni su mujer… de nuevo coincidencias que me aturden. En fin —añadió ya subiendo a su caballo mientras Ladrón se lo sujetaba—, me hubiera dado cuenta si la señorita Trent no hubiera mantenido su nombre de soltera, si hubiera utilizado el «señora Sturdy». Sé que hay casas en que prefieren que su servicio mantenga la soltería, o el aspecto de la soltería…

—Nunca hubiera podido usar ese tratamiento. Sturdy no era su verdadero nombre, era un mote. En todo caso sería «la señora William». —Torres casi cae del caballo—. Sí. Era el capitán Cardigan William.

No quiso permitir que su estupor llegara más de lo necesario al sargento Bowels. De camino a la pensión Arias bajo una intensa lluvia, no pudo, o tampoco quiso, reprimir su deseo de contar todo a Ribadavia, tanto lo que sabía como lo que suponía.

—Me deja de una pieza —dijo este—. Es decir, que usted piensa que era el padre de la señora De Blaise. No sé qué decirle, no es un apellido inusual.

—No me venga con coincidencias, Ángel. Era el capitán William, el amigo de la infancia de lord Dembow, cuyo «capitanazgo» ha resultado ser algo más que un apodo infantil. Vivo, y en Inglaterra, y sirviendo donde reside su hija, su supuesta huérfana… cada vez que sé más, menos sé. Esta familia va a acabar conmigo. ¿Y la señorita Trent, la madre…? Esto explica ciertos comportamientos, claro, sin embargo, ¿por qué mantenerlo oculto? ¿A qué este engaño?

—No sé. Imagine que los rumores son ciertos, como siempre suelen serlo… sí hombre, no me mire así. Imagine que la señora William, que ahora cumple labores de cocinera en casa de lord Dembow, se llamaba de soltera Margaret Abbercromby.

Tuvo una vez más que esforzarse para no perder el estribo. Sí, el aire familiar era indudable si pensaba en ello, y esos modales, ese aire, esa tristeza. Y su comportamiento… no, eso seguía sin tener sentido.

—¿Y por qué tenerla como cocinera? ¿Por qué no mostrar a esa muchacha su verdadera madre?

—Es una hija natural, eso en ciertas familias, y cuanto más nobles peor, no es plato de buen gusto. Tal vez prefirieron ocultar así el pecado…

—Me parece exagerado, incluso para lord Dembow. Salió en busca de la pareja de fugados, da con ellos y con una sobrina, ¿y los trae aquí, a escondidas, y los obliga a entrar al servicio? ¿Con qué arma pudo atarlos a ese secreto? ¿El escándalo? ¿Por qué no se limitó a despachar a William y traer a su hermana y prohijar a Cynthia, diciendo… cualquier cosa? Casar a su hermana de urgencia, con un matrimonio de conveniencia con alguien de mejor posición que un cochero, no sería difícil. Dada la raigambre de la familia bien podrían encontrar algún advenedizo que acceder a cargar con la niña como propia a cambio de llevar el apellido… Esto no tiene ni pies ni cabeza.

Muchas preguntas que ni Ribadavia ni nadie podía responder. Enigmas dentro de enigmas cuya resolución no parecía conducir a nada. Había unos crímenes que resolver, un asesino que detener y él era parte fundamental en esto. Y llegaba tarde.

Por fortuna Andrews se retrasó algo más de media hora. Desde las nueve y media se había desatado una tormenta sobre Londres.

—¿A estas horas hace sus «paseos nocturnos»? —preguntó Torres al recibir al inspector.

—No tiene una rutina fija, por lo que me contó esa buena mujer. Me temo que como está el tiempo, no salga hoy. ¿Quiere acompañarnos? Abríguese entonces.

Protegidos con abrigos y sombreros subieron a un furgón policial en dirección al East End. Tres detectives, además de Andrews, miembros de la sección D, completaban el despliegue de fuerzas que iba a rodear la pensión. El objetivo principal, según le contaron a Torres, era seguir a Tumblety donde fuera, observarle y por supuesto detenerlo en el caso que intentara agredir a alguna mujer. Era mucho esperar que eso ocurriera en la primera noche de vigilancia. Además, pretendían registrar su cuarto, aunque la patrona le había explicado que era un hombre ordenado, escrupuloso, y que tenía la extraña costumbre de quemar algunas de sus ropas.

—Intuyo cuáles supone usted que son esas ropas —dijo Torres, ya caminando bajo la lluvia en el East End, una vez que el furgón les dejó allí—. Es un comportamiento muy extraño, ¿por qué Tumblety se hospeda en un lugar así? Es más propio de su carácter el buscar barrios más ricos donde embaucar…

—A menos que sea aquí donde está lo que busca. Hay algo todavía más extraño. Tumblety, asumiendo que de quien hablamos es de verdad Tumblety, no está solo. Acostumbra a dar esos paseos nocturnos acompañado de una dama. —Conociendo su opinión sobre el sexo débil, no parecía una compañía apropiada. Sonaron las doce de la noche y quedaron los dos allí, en Commercial Road. Andrews aprovechó la pausa para dar instrucciones a los tres inspectores que lo acompañaban, que salieron a paso ligero hacia sus puestos. Andrews y Torres abandonaron Commercial.

—¿Esta es la calle?

—No. Daremos un pequeño rodeo. Sé que no hace bueno ni este es lugar para paseos, pero es mejor así, demos tiempo a mis hombres a situarse, si llegáramos todos a la vez… no quiero levantar sospechas.

Si las calles del barrio no eran un ejemplo atractivo de Londres a la luz del día, menos allí, a la noche y bajo la lluvia, más solitarias de lo normal, cruzándose con gente deseando refugiarse del agua, carros solitarios tirados por caballos mojados y tristes como sus cocheros o con sombras medio vistas en los portales oscuros; Torres empezaba a arrepentirse de su arrojo.

—Habló de una mujer —rompió el silencio al torcer una calle.

—Una mujer muy extraña, según me contó la patrona.

—¿En qué sentido extraña? ¿Tumblety se hospeda con una mujer?

—Así es. La alemana debió poner objeciones al principio, según aseguró, apelar a la moralidad de su casa, pero créame, intentaba sacar más dinero de alguien que le pareció de posibles.

—¿La dama? Porque el doctor…

—En efecto. Dijo que parecía una señora refinada, y enferma a juzgar por cómo se movía, apenas le ha visto. Muy alta y siempre cubierta, por lo que pensó que era alguien distinguido que no deseaba ser reconocida por esas calles, y en esa compañía. Le saluda con una inclinación de cabeza, solo le ha oído hablar desde el cuarto de Tumblety, supongo que mantendría una oreja pegada a esa puerta —sonrió—, aunque la mujer aseguró que la pareja hablaba alto…

—¿Entendió algo en alguna de esas conversaciones?

—No, o dijo que no. Doblemos por aquí. —Eso hicieron—. Esas mujeres tratan de parecer muy decorosas, y jamás reconocerán su afición por los secretos ajenos. Intuí de todas formas por lo que dijo que no eran charlas animadas propias de una pareja de enamorados, cosa que no esperaba, ni peleas domésticas.

Una carrera los sobresaltó, al menos a Torres. Un judío salía al trote de una calle que cruzaban, Berner Street, y a su zaga también iba otro hombre que llevaba una pipa en la mano. Los dos pasaron, el segundo dejó pronto las prisas, tras mirar un momento atrás, pero el de claro aspecto semítico corrió como alma en pena hasta difuminarse en el telón de agua. Torres miro preocupado al inspector, que se encogió de hombros al ver cómo el otro corredor se calmaba y seguía su camino más tranquilo.

—Alguna reyerta menor —comentó—, de esas habrá un centenar.

—No creo que uno persiguiera al otro, más me pareció que ambos huían de algo…

—¿Sí…? Yo no vi… —Guardó silencio. De la calle de donde habían salido, oyeron un cántico lejano, nada más—. Eso es lo terrible de este barrio —continuaron caminando—, buscamos criminales donde todos los días ocurren crímenes, atropellos…

Se cruzaron con un hombre que subía por Berner y se quedó un instante mirando a la esquina, donde se levantaba un colegio. Contra la pared había una pareja, dos amantes, una prostituta y su cliente, una víctima y su asesino… ese clima borrascoso volvía funesta la imaginación de Torres. Oyó que la mujer dijo:

—No, esta noche no, tal vez otra. —Y aplaudió su decisión.

—¿Qué le estaba contando? —dijo Andrews.

—La mujer que acompaña a Tumblety. ¿Protector de una dama? Me cuesta creerlo.

—Una dama de alcurnia. Dijo que sus ropas eran elegantes. Más sucio se me antoja el asunto: coacción o incluso un secuestro. Ya que la dama no habla me hace pensar que se trate de una mujer extranjera, por lo que es posible que no tengamos noticia de su desaparición. El misterio es: ¿qué hace con Tumblety?

Misterios había muchos, y el menor de ellos no era precisamente el despliegue de hombres del Departamento Especial, incluyendo su jefe Littlechild, para atrapar a un simple truhán degenerado de poca monta como Francis Tumblety.

—Ya hemos llegado.

Doblaron por la siguiente bocacalle a la izquierda. Batty era una estrecha calleja, oscura, sin iluminar, en un barrio lleno de calles semejantes; el lugar perfecto para ocultarse. Se quedaron frente al veintidós, en las sombras, junto a una taberna con no demasiada parroquia, y un hermoso león rojo de madera sobre su puerta. Uno de los inspectores apareció entre la lluvia para informar de la situación. Había preguntado a la propietaria teutona si Tumblety había salido. No, seguía allí. La mujer se ofreció en ayudar en lo que fuera menester a la policía y el inspector dijo que no era necesario, que se comportara de forma normal.

—Mejor así —corroboró Andrews—. A veces empeoran las cosas con el esfuerzo de cooperar. —El inspector recién llegado se perdió de nuevo en la noche—. Si salen hoy, los primeros que los veamos seremos usted y yo.

—¿Y entonces le abordaremos?

—No. Es preferible seguirle.

—Si esa dama se encuentra en peligro…

—Yo también tengo ganas de atrapar a esta alimaña, pero seamos cautos. —Torres tuvo la sensación de que todos esos comentarios eran los propios dirigidos contra un ladrón, un estafador, incluso un asesino común. No encontraba en Andrews la urgencia y la desesperación que esperaba de alguien tras las pistas del asesino.

—Perdone la pregunta, inspector, ¿cree que Tumblety es él? —El inspector miró pensativo, bajó la cabeza dejando que una cascada de agua cayera del ala de su sombrero.

—No lo sé. Ahí están.

De la puerta de la pensión salían dos personas. La tormenta era ahora menos intensa, y el agua, aunque pertinaz, permitía la visibilidad. La pareja no tenía nada de particular. Tumblety, si es que era él porque la noche no podía ser más oscura, protegía con un brazo a la mujer, que en efecto era alta, muy alta. A una indicación de Andrews salieron tras ellos a distancia prudencial. En esa noche era fácil pasar desapercibido. Fueron hacia Fairclough Street de nuevo, la calle por donde habían llegado. Caminaban lentos, por la lluvia. Al llegar al cruce doblaron a la derecha.

Y ya no estaban.

—¿Dónde? —Andrews no salía de su pasmo. La calle estaba desierta, arriba y abajo. Miró al colegio, grande oscuro, y vio la lluvia caer en sus antiguos tejados. Nada, solo se escuchaba el ruido del agua y…

—¿Oye eso? —dijo Torres.

—¿Oír? Yo…

—¡¡¡Shhh!!! —Callaron ambos. Goteo del agua, nada más—. Juraría que había oído como un tictac…

—Le aseguro que no oigo nada.

—No… yo tampoco.

Dubitativos, desanduvieron el camino que ya hicieran por Fairclough, sin saber qué dirección tomar.

—El primer día y nos dejan atrás.

—¿Cree que se han dado cuenta?

—No puedo estar seguro… allí. —Una figura familiar a su espalda, que al verlos apretó el paso. Uno de los detectives.

—¿Los ha visto…? —preguntó Andrews.

—No… no he visto pasar más que… —Y entonces llegó, desde lejos:

—¡Policía! —Y al momento:

—¡Asesino!

Estaba allí, otra vez. Voces como esas se escuchaban a diario en el barrio, y sin embargo no les quedó duda de lo que significaba ahora. Otra vez. Torres miró su reloj, medio minuto habría pasado de la una de la mañana, y hacia dos o tres a lo sumo habían perdido la pista de Tumblety. ¿Tan rápido? Esa misma pregunta era la que hacían los ojos abiertos y espantados de ambos policías.

Los gritos se repitieron como ecos fúnebres, sonaban hacia Commercial Street. Lógico, si alguien buscaba ayuda acudiría a la arteria más grande. La gente, transeúntes volviendo a casa, o saliendo de alguna tienda, se miraban, y todos avanzaban hacia el origen de los gritos, atraídos, seguros de lo que significaban; todos los pasos conducían a la calle Berner. También corrieron hacia allí el español y los detectives. A la derecha, nada más entrar en la calle, había un pasadizo con dos grandes portalones, ahora abiertos, que daba a un estrecho patio; el patio de Dutfield. Allí a un lado había un pequeño carro y un coche abandonado y, a la derecha, se amontonaban unas diez personas iluminando algo con unos fósforos.

Había un cadáver.

Un hombre estaba sobre él.

—Aún está caliente —musitaba al incorporarse.

Torres podía ver a esa tenue luz la sangre aún fresca, corriendo por el suelo. La muerta estaba junto al edificio más grande de ese patio, el Club Internacional de Trabajadores, un club socialista de judíos que celebraba alguna reunión esa noche, la puerta que daba al patio estaba abarrotada de gente, así como las ventanas superiores.

Casi al tiempo de Torres llegaron varios agentes de policía, uno encendió su lámpara y enfocó el cadáver, mientras el resto pedía a los hombres y mujeres ahí reunidos que no entorpecieran. Era una mujer, degollada.

—Cierren esos portones —dijo el agente y luego llamó a uno de sus compañeros—. Collins, ve a buscar al doctor Blackwell. ¿Quién encontró el cadáver?

Un hombre se adelantó, uno muy acalorado, que había llegado corriendo junto con el resto de los curiosos.

—Yo… fui.

—¿Cómo se llama?

—Yo… solo la vi… soy Louis Diemschutz. Se lo dije a mi mujer y fui a buscar ayuda. Ese es mi carro, entré y… primero creí que dormía o… que era un animal, fui a tocarla con el látigo…

—Soy el Inspector Andrews.

—Señor, P. C. Lamb. Oímos el jaleo y vinimos en cuanto fue posible. He mandado por ayuda a la comisaría de Leman.

—Bien hecho.

—Si le parece, voy a mirar en todas las casas que dan aquí.

—Excelente…

Torres se apartó despacio. La pobre mujer había sido degollada, brutalmente degollada, pero conservaba el resto de su cuerpo íntegro. Oyó a Andrews decir: «pillarle en medio de la faena» a uno de los agentes que entraba por el club de judíos y el resto de las casas, preguntando, buscando, todo muy rápido. El tiempo era el enemigo, lo veía en las caras de los agentes como veía la sensación presente en todos de que el Asesino de Whitechapel estaba cerca, hoy podían cogerlo.

No era Tumblety, imposible. Lo habían perdido medio minuto, tal vez uno antes de oír los gritos. Nadie era tan rápido. No era concebible que pudiera desaparecer en el aire, como disuelto en la llovizna. Se lo dijo a Andrews cuando este lo buscó con la mirada, imaginó para decir a los agentes que iba con él, que no era necesario que lo interrogaran.

—¿Está seguro de que al que seguíamos era a Tumblety?

No, no a ciencia cierta. Eran una pareja, embozada. El hombre sí le recordaba al americano; si fuera jugador, apostaría en ello. El agente Collins llegó con un hombre, muy apurados los dos.

—Es el asistente del doctor Blackwell, hemos dejado recado… —El médico empezó a hacer un examen al cadáver, en unos minutos vendría el propio doctor. Entonces, Torres alzó la vista y me vio.

Estaba allí, agazapado entre los curiosos, sucio, cubierto por churretes de barro e inmundicias que apenas lavaba el agua cayendo del cielo. Yo le había reconocido desde que entrara. Me quedé mirándolo, con mi único ojo enceguecido muy abierto, Polifemo enloquecido, aterrorizado y furioso. Rezaba porque no dijera nada. Y eso hizo; callar y mirarme. Tal vez pensara otra vez que era el asesino, ¿por qué no? Recordaría mi vida, lo patético de mi vida y bien saben lo que esos sufrimientos hacen en un hombre. Comprendería entonces esos extraños hechos que lo atraparon en Inglaterra, el autómata, las miserias de una familia de fachada impecable, las amistades eternas y los amores prohibidos o frustrados, en todo eso no cabían los asesinatos de putas del East End. Eran hechos separados que su obsesión había tratado de unirlos. Tumblety era un timador que quería su máquina de hacer fortuna, nada más. Entonces, eliminado el doctor indio, el mejor candidato a asesino de todo Londres era yo. Siempre yo.

Yo nunca la hubiera matado.

Llegó el doctor Blackwell, y minutos después, el inspector Pinhorn y el inspector jefe West, jefe de los detectives del CID del departamento H. Los policías empezaron a buscar huellas de sangre entre los que allí estábamos, menos en Torres. También llegó el inspector Reid, un hombre pequeño y recio, y el superintendente Arnold. El español no conocía a estos caballeros, le fueron presentados por Andrews, aunque nadie estaba allí para relaciones sociales. Mi amigo solo se preocupaba por mí, insistía con su actitud en querer hablar conmigo, en sacarme de allí, si él estaba fuera de toda sospecha, y no iba a ser molestado, tal vez podía extender esa protección hacia mí. Mis miradas lo mantuvieron al margen.

—Señores, disculpen —preguntó a los detectives—. ¿Creen que alguien de aquí…?

—Estamos en plena investigación, señor —dijo Reid. Entonces llegaron ecos de muerte, lejano resonar del horror que no quería irse a dormir esta noche, no sin terminar su trabajo. Primero un rumor, como un crepitar macabro en el aire. Luego palabras sueltas, carreras. Por fin, agentes con noticias urgentes para el superintendente y sus inspectores.

Otra muerte. Otra mujer. A poco menos de una milla de distancia.

Dos en la misma noche.

Esa idea saltaba de unos a otros, de policías a civiles, pegándoseles en las entrañas. Agentes salieron a la carrera. Había sido en el oeste, al extremo oriental de la City. ¿El asesino había matado aquí y media hora después, o menos, allí? ¿Tumblety era capaz de eso? Por qué no, también había desaparecido.

—Vámonos —dijo Andrews a Torres, después de tener una conversación privada con uno de los portadores de tan malas noticias—. ¡Maldita sea! No pudo acabar con esa pobre desgraciada y no se ha quedado contento hasta… —Los policías les franquearon la puerta. Torres miró hacia mí, mantuvo la vista, impotente, hasta que salió.

—¿Cómo pudo hacerlo? —dijo, y Andrews respondió:

—Es un monstruo. —Como yo, yo también era un monstruo.

A la salida estaban los detectives de la sección D, aguardando. Aunque Torres no lo vio, Andrews les había dado instrucciones antes de entrar con él en el patio Dutfield. Habían registrado el barrio, buscando a Tumblety, al hombre que parecía Tumblety, a la mujer que lo acompañaba, a cualquier… no vieron nada o nada sospechoso. Torres observó mientras esperaba a que los detectives acordaran sus movimientos, vio cómo los civiles fueron abandonando el lugar, tras dar sus nombres a los agentes. Esperaba verme salir, libre de sospecha, de las sospechas que él mismo tenía.

—¿No vamos a ir allí? —se atrevió a preguntar Torres.

—¿A Mitre Square? —dijo uno de los detectives, refiriéndose al lugar donde habían encontrado el segundo cadáver.

—No creo que sea plato del gusto de nadie, señor Torres —añadió Andrews—. Según comentan no ha sido como lo de aquí, ahí se ha despachado a gusto.

—¿Qué…? ¿Se ha llevado órganos?

—No sabemos nada —dijo otro detective—, dicen que la ha destrozado.

—¿Abberline…?

—Ya le habrán enviado un cable.

«Don Raimundo no puede ser —pensaría Torres—, gracias a Dios, estaba aquí… pero ¿esta pobre mujer…?». Y la idea de una locura oculta no le parecería tan extraña en alguien con mi vida. La noche se hizo lenta, como todas las noches de muerte. Llegó la ambulancia y a las cuatro y media se llevaron el cuerpo, pronto terminarían la búsqueda por el entorno, que parecía infructuosa. Llegó un agente corriendo, con un telegrama en la mano, más carreras. Torres tembló, ¿tres…? Andrews mandó a uno de los detectives a enterarse, entró en el patio y al minuto salió junto del superintendente Arnold, que dijo al verlos:

—Usted, Andrews, vaya a la calle Goulston. —El inspector de su lado hizo un gesto confirmando que él sabía cómo ir—. El asesino ha dejado algo escrito allí. Y por Dios, consiga una esponja, hay que quitarlo de la pared.

¡Había escrito! Yo no sabía escribir, no podía ser yo. Seguro que Torres se inundó de alegría y al momento de vergüenza por sentir felicidad en una noche así mientras corría con Andrews y otros policías hacia allí. La calle en cuestión estaba al norte de Whitechapel Street, más cerca del segundo lugar del crimen que del primero. Cuando llegaron quedaban unos minutos para amanecer, pero aún estaba oscuro. Había mucha policía, todo el East End estaba cuajado de policías, y aun así había matado dos veces, dos veces y dejado su firma. Al tiempo que ellos llegó el propio sir Charles Warren, que pareció reconocerlos e inclinó la cabeza con gesto grave como saludo.

En un portal, dentro, bajo la escalera, había algo pintado con tiza sobre los ladrillos negros:

Los judíos son

aquellos hombres que

nunca

serán culpados

por nada