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Seguimos usted y yo solos. ¿Por dónde…? ¿Los asesinatos? Sí, enseguida llegamos a ellos. Hasta entonces vamos con los misterios que seguían rodeando a Torres. Le habíamos dejado en Forlornhope, cuando recién llegada toda la familia, Cynthia le preguntó:

—¿Qué afortunada causa nos ha traído a usted con nosotros, Leonardo?

—Venía a abusar una vez más de su generosidad, de la de todos ustedes. Tal vez necesite ayuda con el ajedrecista…

Lord Dembow abrió mucho los ojos, sonriendo, miró a su secretario con algo parecido a la esperanza en esa expresión siempre hastiada y entrechocó las manos con fuerza, casi un aplauso.

—No sabe cómo me alegra el poder servirle de algo en esta empresa. —Acarició con suavidad la mano de su sobrina, que reposaba en el respaldo de su silla tras de sí—. Vamos a la biblioteca y me cuenta lo que desea. Querida, ¿tú y John nos disculparéis unos minutos? Doctor Purvis, gracias otra vez.

—Por Dios, no las merece…

—No olvide recordarle nuestra cita al doctor Greenwood.

Percy estaba presente, nadie le hizo caso alguno, su mirada se clavaba en De Blaise. Ambos ingenieros, el español y el lord británico, fueron al cuarto de trabajo de este último, acompañados de Cynthia, y allí les dejó con un:

—¿Queréis que mande traer algo? —Resplandecía. Era feliz y mandaba cálidas miradas de agradecimiento a Torres; la perspectiva de un intercambio intelectual de alto nivel había dado luz a los ojos del mortecino lord y ya nada podía satisfacer más a su sobrina.

—No Cynthia, estaremos muy ocupados, a menos que usted…

Torres no necesitaba nada, salvo toda su atención para la conversación que iba a tener, para extraer la mayor información posible de entre ese ambiente de secretismo envuelto en cordialidad que empezaba a exasperarle. Ella se fue y quedaron solos.

—Veamos, amigo Torres, ¿qué necesita? ¿Ha avanzado mucho? Mi sobrino quedó muy impresionado con su primer prototipo…

—No diga eso del señor De Blaise, parecerá entonces de fácil impresión. Ya le dije que en mi opinión esto era una quimera, aunque apasionante. No tengo resultados que ofrecerle, hay problemas meramente técnicos de difícil solución, el número de posibilidades se centuplica solo con añadir una pieza más al juego y…

Dembow cerró los ojos y demandó silencio con el levantar de una mano. Su expresión se endureció de un modo que no había visto nunca en él.

—Ha venido a rendirse.

—En absoluto. —La sonrisa volvió a los labios de Dembow—. Su sobrino me indicó que tenía usted ciertas ideas que quería poner en práctica, o eso entendí. Tengo la esperanza de que esas ideas arrojen algo de luz al problema. Además, tengo el vago recuerdo de unos esquemas o planos que usted tenía, aquí, en esta misma sala, en mi pasada…

Mientras hablaba, el rostro del lord permanecía impertérrito, inmóvil, apenas parecía respirar, observando con cuidado cada palabra del español, hasta tal punto que dejó de hablar, temiendo que algún mal lo aquejara, o algo peor. No había señales de dolor, su semblante mantenía el buen color, solo alarmaba un hieratismo fuera de lo normal. Calló, y un segundo después dijo:

—¿Sabe a qué planos me refiero?

—Sí. —Rompió el silencio con tanta brusquedad que sobresalto a Torres—. Eran esquemas, bosquejos hechos a vuelapluma a partir de algunas observaciones, o notas recogidas en textos… Solo estaba pensando… bueno, no tengo idea de dónde pueden estar, por aquí ha pasado mucho papel en los últimos diez años…

—¿Han cambiado la decoración de este cuarto?

—No… ya no lo frecuento, así que no puedo asegurarlo…

—Claro… Lo cierto es que necesitaría esos papeles.

—Los buscaremos… permítame una pregunta. ¿Aquel sujeto tan peculiar? ¿Ese tullido que le acompañaba la primera vez que nos conocimos…?

—¿Don Raimundo?

—Sí, creo que así lo llamaba usted, ¿sigue en contacto con él?

Torres tenía idea de mis recientes visitas a esa casa, de mi supuesta colocación como nuevo jardinero, y sobre todo era consciente de mi advertencia. Ante la sorpresa de pregunta tan extemporánea, contestó con franqueza.

—Le vi recién llegado a Londres, vine a verle de hecho. Hace al menos una semana que no tengo noticias suyas, salvo por su sobrina, que mencionó que había estado por aquí.

—Sí, precisamente por eso se lo pregunto. Estuvo, Cynthia le ofreció ayuda.

—Un gran hombre don Raimundo, aún no he podido devolverle los favores que me ha hecho. —Volvió a caer el silencio. Esto no parecía en nada un debate entre científicos, Torres tuvo que notar que los recelos y sospechas que sentía hacia Dembow y toda su familia, eran recíprocos, al menos por parte del lord—. Bien, pues…

—Entonces necesita mi ayuda. —De pronto volvió a su ser, un hombre enfermo y cansado, iluminado por un repentino interés intelectual, como si los últimos minutos de conversación no hubieran existido—. No puede imaginar el orgullo que supone para mí poder servirle de algo, y no estoy muy seguro de ser capaz, está usted mucho más versado en cuestiones de mecánica y automática que yo.

—Sin embargo, tiene una idea…

—Cierto. Un modo de aproximarse al problema que puede facilitar todo. Dice que el construir una máquina que juegue al ajedrez por sí sola, como un jugador de carne y hueso, es muy complejo. Pues bien, reduzcamos la complejidad, no elimine el elemento humano.

—No le entiendo.

—En vez de construir una máquina que juegue al ajedrez por sí sola, hagamos una que ayude a jugar al ajedrez. Quiero decir, un artefacto que permita a un hombre común, un mal jugador, o incluso alguien que desconozca las reglas del juego, jugar con razonables posibilidades de obtener una victoria. —Torres no dijo nada mientras su poderosa inteligencia procesaba la información que recibía—. De ese modo, utilizando el cerebro humano como centro y motor de la partida, nos limitaremos a fabricar artificios que mediante reglas razonables aumenten la eficiencia del jugador. ¿Qué le parece?

Permaneció unos minutos en silencio para terminar diciendo:

—Un enfoque diferente, desde luego… casi diría que opuesto, aunque no acabo de ver la ventaja, ni siquiera creo que simplifique de un modo considerable el problema, dejando a un lado el detalle de que este no era el objetivo que usted…

—Claro que sí. Estoy seguro de que así es como funcionaba el Ajedrecista. Era Tumblety su contrincante, que jugaba ayudado por rígidas estructuras electromecánicas imbuidas en el autómata.

—¿Y de qué modo se comunica con el Ajedrecista?

—¡Ah!, amigo mío, ese es el factor esencial, la conexión hombre máquina.

Así terminó la conversación, mucho tenía en qué pensar ahora Torres. Lord Dembow lo despidió con la promesa de que buscaría los planos y la documentación que encontrara al respecto, y se la haría llegar. Torres se despidió de toda la familia, menos de John De Blaise, que había salido.

—¿Tan rápido se va? —dijo Cynthia—. Apenas le hemos visto.

—Prometo volver y dedicarles toda una tarde. Ahora…

—No, no se va a ir sin que le muestre la mejora en nuestro jardín, no se lo consiento. Venga.

Las intenciones de Cynthia no eran mostrar mis progresos como floricultor en el patio trasero, que eran casi nulos por el poco tiempo trabajado. Quería saber de la mediación del español con su esposo, si es que esta se había producido. Parecía no tener noticia de la agitada visita de Torres al fumadero de opio, ni estar del todo al tanto de lo que allí ocurrió, a juzgar por lo que dijo, y él no la sacó de su ignorancia. Pensaba que ese incidente tendría relación con el atentado sufrido dos semanas atrás en la puerta de casa, cosa que también creía Torres, aunque ella lo achacaba a disidentes políticos que hostigaban a su familia, a su tío en concreto, que tantos y tan importantes contactos con el gobierno tenía.

Mi amigo contó lo que sabía, sin precisar dónde había hablado con De Blaise. Eran noticias bien escasas.

—Entonces… ¿no dijo dónde estaba esa señorita, cómo se ocupaba de ella?

—No, lo siento. No quise yo pecar de entrometido preguntando demasiado. —La mujer suspiró, y miró triste a los rosales tristes. Pena y belleza juntas forman un cóctel que ningún varón puede resistir—. Cynthia, que su marido se ocupe de esa mujer, debiera ser motivo de orgullo, dice mucho a su favor que trate de aliviar las desdichas de la medio hermana de su amigo, que no ha llevado una vida plena, por lo poco que intuí.

—Por supuesto. —Se volvió a él arrebatada—. Y si tan buena acción es, ¿por qué no me hace partícipe a mí de ella? —Porque el secreto era moneda de cambio en tu familia, le diría yo ahora. Nada dije, porque no estaba, y Torres, estando, también calló. Se despidió prometiendo que dedicaría todo el esfuerzo posible en encontrar a la dama, o en ayudarla en cuanto pudiera.

Dejó a Cynthia en el jardín, con sus cuitas. Fue Perceval Abbercromby quién se empeñó en acompañarlo a la puerta, recogiendo sombrero y abrigo para ambos de manos de Tomkins, quién no se opuso a delegar sus tareas en su señor, pues era reclamado a la biblioteca junto con el señor Ramrod; tenían asuntos que despachar con el lord.

Pasearon disfrutando del boscoso entorno de la mansión, ahora un paraíso otoñal propio de cuentos de caballerías. El frío les hizo arrebujarse en sus ropas mientras oían el crujir del suelo bajo sus pies. Un ambiente propicio para las conspiraciones, que el joven lord no tardó en aprovechar:

—Imagino que nuestro improvisado acuerdo sigue en pie.

—No le entiendo.

—Quería decir que no se sentirá perjudicado por el hecho que su… espera en el despacho de mi padre no le haya aportado lo deseado, no traicionará la confianza…

—Si su temor es que comente lo que le dije a usted, no tiene sentido. Ya es del dominio público el percance de su primo.

—Puede, pero no la identidad del agresor.

En efecto, aunque De Blaise había acudido a la policía como aseguró para informar del incidente con más calma, no mencionó el nombre del sargento mayor Bowels, tal y como quedó claro en la conversación con Cynthia. ¿Por qué?

—En ese caso sí parece que estoy en desventaja, usted ha obtenido algo y yo…

—Puedo invitarle a un trago. —Sonrió Percy.

—En otra ocasión estaré encantado de aceptarlo, de momento me conformo con que me responda a una pregunta. ¿Sabe algo de la hermana de Henry Hamilton-Smythe? —El joven lord no pudo ocultar su sorpresa. Torres no le dio respiro y le mostró el retrato que Cynthia le diera. La miro con una extraña expresión en los ojos, entre tristeza y… repugnancia.

—Vaya, señor Torres, voy a tener que vigilarlo de cerca. Parece que le gusta remover el pasado, y suele ser desagradable agitar a los muertos.

—¿Me está diciendo que esta joven ha fallecido?

—Me refiero a Hamilton-Smythe. No era alguien a quien apreciara, pero ya ha muerto, déjelo estar, por Dios.

Ya alcanzada la verja nueva, que un par de operarios se esforzaban en reponer tras la voladura de la anterior, oyeron unos pasos al trote ligero a su espalda. La señorita Trent corría hacia ellos, haciendo señas para que la esperaran.

—¡Señor Torres! ¡Señorito Perceval! —Los dos caballeros se detuvieron, y esperaron a que llegara la mujer, que parecía cargada con algo de ropa—. Buenos días, señor Torres. La señorita Cynthia ha insistido en que hacía frío, que le llevara este capote.

—Muchas gracias. No hace falta, ya traigo…

—Ese abrigo es de papel, señor, no está usted hecho a estos fríos. Ande, cójalo que si no esa niña me regañará a mí. —Accedió Torres por no demorar más la despedida. Quedaron los tres en silencio, en espera de que alguien reaccionara—. Bueno, nos volveremos a ver pronto.

—Eso espero.

—Que tenga un buen día —se despidió entonces Percy. Echo mano a su sombrero y desanduvo lo andado hacia la casona. Torres quedó pensativo, mirando al joven lord marchar.

—Señor… —interrumpió sus cavilaciones la señorita Trent, mostrando al distraído ingeniero que aún seguía a su lado—, ¿ha venido en coche? Tal vez necesita… estoy seguro que milord querrá que…

—¿Eh…? Oh, disculpe. A veces me quedo ensimismado… no, he venido caminando. Me gusta caminar, ¿sabe?, más por los montes que por la ciudad, pero… da igual. Me voy dando un paseo. —Se envolvió en el capote sonriendo y luego añadió—. Por cierto, disculpe si me entrometo, pero empiezo a considerarme parte de esta casa…

—Lo es, señor, todos le aprecian…

—… tengo entendido que hay o hubo un señor Trent, ¿me equivoco?

—¡Oh! —La buena mujer quedó más que azorada—. Lo hubo. Falleció.

—Cuánto lo lamento. ¿Recientemente? Lo digo por el luto…

—Hace dos años. —No tenía la mujer una expresión de natural alegre, por lo que su duelo no fue llamativo. De todas formas sí pareció dolida, más que lo que cabía de esperar en alguien que, como decía Cynthia De Blaise, había ganado más que perdido con la muerte de su esposo.

—Lo lamento mucho, no tenía idea de que estuviera casada. Imagino que ha sido una gran pérdida.

—Enorme. Tuve la fortuna de casarme con el mejor de los hombres, si me permite la presunción, y de esas cosas no se da una cuenta hasta que es muy tarde.

—Sé lo doloroso que es la pérdida de un ser querido, lo sé bien.

—¿También falleció su mujer…?

—Mi hijo. Hace menos de un año.

—Pobre criatura del señor. Cuánto lo siento, ese sí es un dolor terrible, el peor, perder un hijo…

—¿Usted tiene niños?

—Sí… aunque hace tiempo que no los veo.

Se despidió estrechando la mano de la señorita Trent con cariño, y dio un largo paseo hasta casa de la viuda Arias. Cuando llegó aún tenía aquel trozo de papel que encontrara en la estufa de la biblioteca de Forlornhope, bien oculto en su bolsillo; al final él era quien no había sido justo con Abbercromby.

Llegado a casa comprobó al reflexionar que todos los aspectos de este tan extraño viaje se veían eclipsados por la brillante luminaria de aquella «idea» de lord Dembow. El bien engrasado cerebro del español debió echar chispas tras escuchar ese pensamiento y dejar que madurara. La hipótesis de inicio le gustaría mucho al finado Hamilton-Smythe: fue Tumblety su oponente en aquella partida, no un artefacto creado por el hombre y su diabólica ciencia. El doctor indio de algún modo comunicaba los movimientos al Turco de metal, telegrafía sin hilos, imanes, como fuese; no es que el método fuera sencillo, pero se podía buscar el modo de abordarlo. La excelencia surgía en pensar que la maquina depuraba las ideas del americano. Por medio de rígidos procesos lógicos, donde se habrían sistematizado todos los lances posibles de una partida de ajedrez, que ya es sistematizar, la máquina corregía los errores llevados por la torpeza del jugador. Por tanto, el autómata proporcionaba la lógica, mientras que el hombre aportaba todo aquello ajeno a la mecánica, propio de la parte más espiritual: la imaginación, el arrojo, la improvisación… brillante. ¿Cómo podía hacerlo? Torres tenía sus dudas respecto a que esta aproximación, aunque fuera correcta, simplificara en nada la tarea. Seguía teniendo que codificar las muchas posibilidades que cabían esperar a lo largo de una partida y, además, añadirle un método eficiente de comunicación, hombre-máquina. Mucho tenía que pensar, y que trabajar, e intuía que lo que había hecho lord Dembow era darle unas migajas con el fin de excitar su intelecto; debía aguardar a esos planos, que seguro llegarían.

He dicho que las incógnitas que se habían ido acumulando en aquel septiembre habían quedado eclipsadas. Puede. ¿Olvidadas?, qué va. Al día siguiente el señor Ribadavia invitó a Torres a su club, para comentarle las nuevas informaciones que parecía tener. A eso de las dos de la tarde de un miércoles acudió a la cita en el club Atheneo, sito en la parte más hermosa y señorial de Londres. Era insólito que alguien no británico perteneciera a club tan exclusivo, del que eran miembros toda la intelectualidad de la ciudad, lo que daba idea de lo aceptado que era el diplomático español en la sociedad londinense.

Le recibió en un suntuoso salón, todo aromas a tabaco y a buen brandy, tapizado de cuadros de antiguos e insignes miembros del club, donde caballeros de lo más granado del país leían la prensa, fumaban regios cigarros, bebían y conversaban. Señores entre los que la arrolladora personalidad de Ribadavia destacaba sin desentonar. Se acomodaron en dos magníficos sillones y al solaz de dos copas de licor empezaron su conversación.

—Entonces, ¿sabe algo nuevo respecto a lo que comentamos?

—Ay, don Leonardo, me temo que sí. —Suspiró, se arrellanó en el sillón, abrió la cigarrera de plata propia de los miembros del club, ofreció uno a Torres y buscó distraído un fósforo en el bolsillo de su espectacular chaleco.

—Debo entender que no son buenas noticias.

—Peores de las que esperaba, y no tenía expectativas de que todo esto no encerrara un escándalo de alguna índole. Estoy seguro que ha oído chismes sobre mis muchas faltas…

—Le aseguro que todo lo que a mis oídos ha llegado son buenas palabras respecto a usted —atajó rápido Torres, sonriendo. Ribadavia acabó por desistir de la búsqueda de su cerilla justo cuando un elegante lacayo se acercó, y le dio fuego.

—No —dijo tras envolver a ambos en fragante humo—. Bien que me ocupo en airear hasta el menor de mis pecados y acrecentar en lo posible mi mala fama.

—Las famas no son más que una chaqueta que nos ponen, o nos ponemos; cambiar de traje es cambiar de fama. Es el interior del hombre lo que tiene valía, y en cuanto a lo que usted llama «sus pecados»… me va a permitir que piense que es mucho mayor la diversión que le provoca el airearlos que el posible daño que haga con…

—Ahí está el problema, en la ropa, los disfraces que nos colocamos para ocultar lo que creemos lacras terribles. —Endureció el semblante—. Incluso cuando tales borrones son reales, tan espantosos como imaginamos, el ocultarlos bajo el manto de la más pulcra respetabilidad no hace más que empeorarlos.

—No es de fiar quién hace alardes de honestidad, si a eso se refiere.

—En efecto, así es. En el mundo que vivimos uno puede ser cualquier cosa, cometer las peores faltas, mientras no demos un escándalo, mientras todo quede de puertas para dentro, está bien. Y los secretos fermentan y hacen daño, un daño mayor que lo que ocultan. Eso, estimado amigo, es lo que ocurre con sus amigos y con la familia de nuestro lord Dembow. —Con afectación tomó un trago de su copa de brandy.

—Me está asustando.

—Es una familia vieja, muy vieja. Entre los fantasmas que atesoran y el gusto por hablar de la gente, que disfruta aireando, o inventando, chismes y patrañas de los ricos, los Abbercromby suman muchos secretos, se lo aseguro.

—¿Qué clase de secretos?

—Le diré… no estoy tan al cabo de la calle para aclararle todos los rumores que rodean a estas gentes, aunque sí los más jugosos. El viejo lord Dembow, padre del actual, tenía fama de hombre severo, incluso cruel, que atormentó a su mujer e hijos. Tan déspota era que nuestro lord trató de pasar el mayor tiempo posible lejos de casa en cuanto pudo evitar la rigurosa educación que su progenitor le proporcionó.

—Rigurosa… ¿en qué sentido?

—En todos. Robert Abbercromby no acudió a ninguno de los elegantes colegios públicos a los que va toda la clase alta de este país, su educación estuvo a cargo de su padre, impartida en el enclaustramiento de Forlornhope, ese fortín de lo arcano, el silencio y la vergüenza que todo lo emponzoña.

—Es usted un poeta, Ángel —rio Torres.

—Lo sé. Lo mismo hizo nuestro lord Robert con su hijo, Perceval, hasta que este encontró en el doctor Fenster, uno de sus preceptores. Imagino que buscó en él un modo de alejarse de la asfixiante tutela paterna. Dembow, por su parte, también hizo lo mismo al alcanzar cierta edad, alejándose lo que pudo del viejo lord, ya muy mayor cuando él era solo un muchacho.

—Eso tengo entendido, que viajó por todo el mundo…

—Sí. Afortunado él. Su madre y hermana no tuvieron tanta suerte, y debieron padecer las iras y la mezquindad de quién tanto tenía y tan poco le lucía… —La hermana. Cayó entonces en el cambio que creyó notar en la biblioteca con funciones de despacho de lord Dembow. Echó en falta el retrato de los niños, aquel daguerrotipo primitivo, donde salía ella.

—¿Qué fue de ellas? Sé que ambas fallecieron, pero.

—Su madre murió de alguna especie de afección nerviosa, siendo aún él muy joven. La gente dice que acabó en un manicomio, quebrada por el tormento al que le sometía su marido. No puedo confirmar ni negar nada al respecto, ni es asunto mío. En cuanto a su hermana… se dijo que tuvo un accidente a caballo y se mató, pero durante el funeral era otra cosa la que se comentaba. Lo cierto es que esa oscuridad pasó al primogénito, y así despreció siempre a su mujer, con la que lo forzaron a casar…

—¿Cómo era?

—Encantadora, dicen, y muy discreta. Y muy triste. Sabe Dios lo que han visto los muros de esa vieja casa. Nunca pareció profesar cariño alguno por ella, y con el hijo de ambos… ya sabe, nadie le ha visto tener una muestra de afecto. Así ha crecido, siendo un hombre áspero y desagradable, amargado por la pérdida de su madre, a quién culpa de su soledad y soltero pese a su edad, cosa que a todo el mundo sorprende…

—Usted también está soltero.

—Mi caso es diferente, mantengo este celibato, y me esfuerzo me cuesta, por bien de las mujeres. —Ambos rieron.

—Sin embargo, su sobrina Cynthia parece gozar del amor y los cuidados de su tío, y no es de su sangre.

—Eso no es del todo cierto. Al menos eso se dijo. Ya le he dicho que a la muerte de Margaret Abbercromby, la hermana del lord, hubo muchos rumores. ¿Sabe que la niña, adorable criatura, vino tras un viaje a América de lord Dembow?

—Sí.

—Pues hubo quien aseguraba que ese viaje no fue en busca de aventuras, ni siquiera fue una escapada del atosigante ambiente paterno. El joven lord buscaba a su hermana.

—¿Y qué hacía allí, en otro continente?

—Se había fugado con un mozo de cuadras de los Abbercromby, un tal William.

—¿El «capitán» William? Creí que eran amigos de la infancia…

—No lo dudo, aunque parece ser que era más amigo de la hermana que del hermano. Dicen que Maggi Abbercromby era de carácter libre y alocado, y no congeniaba en nada con su padre. Sea por amor adolescente o por rebeldía, el caso es que se escapó con ese mozo a las américas, y allí vivieron juntos y tuvieron a la pequeña Cynthia, que por tanto es sobrina de lord Dembow, sobrina de sangre.

—Me deja de una pieza.

—Eso no es todo. Hay quien aseguraba que Dembow encontró a la pareja en California, los mató a ambos y se trajo a la pequeña bastarda.

—Eso ha de ser una calumnia, por Dios… —Torres se encontraba ya incómodo dando pábulo a esos rumores con su presencia.

—Estoy seguro. Sin embargo, las voces corren. No voy a decir lo de «cuando el río suena…», me limito a hablar de secretos. Lo que sí me consta es que Dembow quería mucho a su hermana, tal vez a la única persona que apreciaba. La alegría de la niña que trajo, fiel reflejo de su madre, seguro que iluminaba esas paredes oscuras y llenas de reglas y odios.

—No concuerda eso con el asesinato.

—Son hombres severos los de esa familia, ya le digo, demasiado rígidos y prontos a la furia. En fin, como es de esperar, el amor que sintió por su hermana, lo volcó en su sobrina.

—¿Y a qué inventar esa historias del capitán? ¿Por ser ilegítima debían…?

—Me temo que sí. Ya le digo, familias viejas.

—No creo nada de esto. —Bebió de su copa—. Además, la información que me interesaba era otra…

—Lo sé, y ahí también hay mucho que contar, esta familia atrae los escándalos.

—No creo haber preguntado nada sobre la familia de lord Dembow.

—Lo hizo. Quería saber de la estancia de estos dos caballeros, John De Blaise y Henry Hamilton-Smythe, en Asia, durante la campaña birmana de ochenta y seis, y ambos señores forman o estuvieron por formar parte de la familia, ¿no es así? —Torres asintió—. Hablé con mi amigo Barstow, y con otros oficiales que sirvieron por allí, incluso he llegado a entrar en contacto con algunas de las personas que intervinieron en el proceso del incidente de Kamayut.

—Vaya, le agradezco el interés que se ha tomado.

—Antes de agradecerme nada, escuche lo que tengo que decirle. En un principio todo lo que me contaban se ajustaba más o menos a la versión que conocemos. Una de las ventajas de mi fama torcida es que, brindo por eso —levantó su copa—, todo el mundo acaba animándose a confiarse a un tarambana como yo, le dan poca importancia a lo que pueda decir. Además, soy español; los hijos de la Gran Bretaña no nos tienen en mucha consideración. Y bajando la voz, se arrimó a Torres para decir: —Ni yo a ellos, por cierto, aunque me beba su brandy.

Don Ángel —rio el ingeniero—. Que ya ha llovido desde Trafalgar.

—No para mí, Leonardo, no para mí. —Y ambos brindaron—. Resumiendo, parece ser que es cierto lo que usted me comentó al respecto del comportamiento del teniente Hamilton en Birmania y en la India; allí su proceder se… deterioró mucho, o para ser más preciso, se agravó.

—Se refiere a sus tendencias irreflexivas en el combate, a su urgencia por ir a primera línea…

—Sí, eso también. Antes o al tiempo que esa actitud, se dedicó a ciertos… excesos inapropiados, a satisfacer apetitos que, si nunca debieran producirse en ninguna circunstancia, aún menos en el ejército, ciertos comportamientos decadentes, supongo que me entiende.

—Pues para serle franco, no mucho. El señor Hamilton no me pareció un «decadente» como usted lo llama, al estilo de…

—Del señor Wilde.

—Por ejemplo. Todo lo contrario, era un hombre temeroso de Dios y muy rígido. Tengo entendido que se sometía con frecuenta a las tentaciones de la carne, y que eso le trajo alguna que otra enfermedad, pero…

—No tenía idea.

—Eso me contaron. Creo que esa excesiva debilidad por el sexo bello también la tenía su padre el coronel. —Ribadavia tosió con sonoridad, y tuvo que dar un trago a su copa para reponerse.

—No me cabe en la cabeza. El general Hamilton era un caballero intachable, hasta rozar el tedio, diría.

—Ese mismo carácter era el que vi en su hijo Henry, pero hasta Aquiles tenía un talón para desdorar sus perfecciones. Incluso estos escarceos, los del padre, dieron como fruto una hija ilegítima.

—¿Cómo dice? —Todo el club se volvió al oír la voz. Torres se envaró un tanto, y echó mano a su chaqueta.

—Tengo una fotografía… —Ribadavia la tomó y le dedicó una larga mirada. Suspiró, volvió a retreparse en su asiento y aspiró con deleite del cigarro; sin otro gesto más que utilizar de prólogo, devolvió el retrato con toda ceremonia.

—El coronel Hamilton solo tuvo un hijo varón, ahora fallecido. Esa foto no es la hermana de don Henry Hamilton-Smythe.

—No… no le entiendo.

—Es don Henry. —Torres bajó la mirada despacio. El parecido familiar era en efecto considerable, más que considerable. Hamilton tenía un rostro angelical… feminoide… bien podía… poco a poco los retazos de recuerdos, de incómodas sensaciones fueron asentándose con solidez en su memoria: la frialdad del trato con su novia, sus reiteradas postergaciones al casamiento, la conversación con aquel sujeto desagradable con el que se topó en casa del teniente, la referencia a que molestaban a sus «amigos», la reacción de Percy al ver la foto, incluso alguna mirada cínica de Tumblety…—. ¿Era… invertido?

—Así es, señor mío, ¡travestido y sodomita! —El salón enteró tosió. Ribadavia se acercó más, en actitud conspiratoria—. Esa fotografía seguro que fue tomada en alguno de los locales que frecuentaba por aquí, lugares de depravación que gustan de ese tipo de espectáculo y que seguro usted no conoce; yo sí, ya sabe, por consolidar mi reputación. En Londres mantenía sus inclinaciones con discreción, no diría yo incluso que esa actitud «severa» de su carácter que usted menciona no fuera un embuste, un disfraz. Al llegar a Asia, tierra de excesos y sensualidad, desató lo que llevaba dentro.

—Quiere decir que cometió actos… ¿allí?

—Como lo oye. Empezó por ensalzar continuamente la figura de ciertos héroes clásicos, guerreros como él. Dicen que una noche salió al campo desnudo, solo con su fusil, queriendo cargar contra el enemigo… prefiero no aventurar a qué se refería cuando dijo «cargar», poseo una imaginación muy viva, lindando con la perversión. En otra ocasión, supongo que la definitiva, sus hombres le sorprendieron vestido de forma semejante a esa foto.

—¿De mujer?

—Sí, pero algo más exótica, por lo que tengo entendido.

—¡Dios nos asista! —Torres quedó conmocionado, cómo si no. No pudo mirar más el retrato, en el que ahora era incapaz de no apreciar el parecido, y lo guardó en su chaqueta de nuevo.

—A la luz de esto, ya no sé qué pensar del incidente de Kamayut, se lo aseguro. Mucho desprecio debió generar el teniente allí. La verdad es que su muerte fue lo mejor que le pudo ocurrir, sí, no crea que soy cruel. A la vuelta a Inglaterra no le hubiera esperado nada bueno. Fue preferible así para él, para lord Dembow y desde luego para esa joven a la que, por cierto, usted bloquea mi acceso con cruel obstinación.

—Hamilton no era una mala persona, yo conocí a un hombre valiente y honrado… muchas ramas se tuercen. Lástima.

—No se engañe, Leonardo. Hay torceduras que no se pueden enderezar.

Torres estaba consternado. Sin tener el mundo ni el desparpajo de Ribadavia, era mejor conocedor del alma de los hombres y no podía si no apenarle la vida del pobre teniente Hamilton, y de los que lo rodeaban. Él no veía en su actitud disciplinada, su fervor religioso, en su seriedad y su sequedad un embozo para esa feminidad oculta, no, más bien una reacción. Esas virtudes, que seguro atesoraba en su alma de natural, fueron potenciadas en un deseo por alejar de sí tendencias que sin duda alguna lo atormentaban. Al igual que su compromiso con Cynthia, otro intento de escape. Qué cruel es la vida con algunos. Ese tormento que arrastraba lo llevó a la locura y a la inmolación en oriente. Si no lo mató Bowels y los suyos como castigo por ofender al regimiento, lo hubiera hecho un dah birmano sobre el que seguro se lanzaría gozoso.

Bien, don Ángel —se levantó Torres dando un último trago a su copa—, le agradezco mucho el tiempo que me ha dedicado.

—Un placer amigo mío, aunque lamento que lo que traigo sea tan desagradable. Dudo que pueda ayudar a su amigo De Blaise… en fin. Sigue pendiente el asunto de la señora De Blaise, no puede dejar de facilitarme el acceso a ella.

—Creo que le conozco bien, Ángel —sonrió y palmeó el hombro del diplomático, trayendo algo de buen humor a conversación que había concluido con tanto desagrado—, y sé que no busca favores de familia tan principal, sino que le mueve un amor puro y casto…

—La duda ofende, Leonardo, aunque ese afecto sea más puro que casto.

—Sin embargo, en el estado en que se encuentra, no sé si…

—Oí cómo ese médico afrancesado hablaba de su histeria y de sus aparatos para aliviarla. Le aseguro que yo soy mejor prescripción para ese mal que cualquier artilugio. Por cierto, que la señora De Blaise anda haciendo preguntas en las más altas esferas.

—¿Cómo?

—Sí. Esta misma mañana un compañero de bridge que trabaja en el Home Office me ha comentado que la dama visitó a ciertos amigos suyos, e hizo preguntas.

—¿Preguntas? No le habrán llegado rumores… como los que usted me ha comentado.

—¿Sobre su madre? No lo creo. Vamos, puede que oyera comentarios, pero no tengo la menor duda de que si ha sido así, los ha despreciado hace tiempo, como ha hecho usted ahora. Está preguntando sobre la familia del extinto Hamilton-Smythe. Aprovecha ciertos contactos de su tío en el gobierno…

—¿Por qué en el gobierno? ¿Por qué indaga allí?

—No lo sé, la dama parece misteriosa y fascinante. Entonces, mi querido compatriota —ambos ya en pie, caminaron hacia el vestíbulo del club—, ¿cuándo propiciará el encuentro inevitable entre esa beldad y mi persona?

—Sí… bien… el sábado o el domingo a más tardar iré a visitarles para despedirme, puede acompañarme si lo desea. Quiero ya volver a casa.

—Estupendo… no el que se vaya, eso lo lamento mucho y espero que vuelva cuanto antes a visitarme.

—Señor Ribadavia, me alegro de verle. —Ese «señor» pronunciado con tan terrible acento era obra de un elegante caballero de porte atlético, con ese envaramiento propio de quien está hecho a gastar uniforme, aunque en ese momento no lo llevara. Moreno, con monóculo y un espeso mostacho que enmarcaba su boca por arriba y los lados—. Hace tiempo que no tomamos una copa, echo de menos su siempre desconcertante punto de vista.

—También añoro esas charlas, comisario —respondió Ribadavia casi a voz en grito, desplegando todo su encanto—. Quiero creer que últimamente andará muy ocupado.

—Trabajamos cuanto podemos —dijo más serio el policía.

—Aprovecho para presentarle a este buen amigo mío, el señor Leonardo Torres, un compatriota que lleva unas semanas visitándonos. Don Leonardo, el comisario sir Charles Warren. —La máxima autoridad de la Policía Metropolitana sonrió y estrechó con firmeza y entusiasmo, y dijo:

—El señor Torres. No sabe lo que me alegro de poder estrechar su mano. Estoy informado de la gran ayuda que nos está brindando, a la Policía Metropolitana, al CID y a toda la ciudad de Londres, le estamos muy agradecidos.

—Más me gustaría ser de tanta ayuda como dice —contestó Torres soportando la tremenda mirada de sorpresa que le dedicaba Ribadavia—. Si pudiera colaborar a que esos…

—Seguro que sí, seguro. Ahora tengo que marchar, queda emplazado para esa copa, señor Ribadavia.

Se fue, el hombre más acosado por la inmisericorde prensa británica. Era un aventurero y un militar, acostumbrado a mantener la cara en los peores momentos. Aun así, Torres se compadeció del toro con el que tenía que lidiar cada día. Si para él empezaba a convertirse en un deseo imperioso el que el asesino fuera por fin capturado, no podía imaginar lo que supondría para el último responsable del actual fracaso de esa captura. Los tabloides más sensacionalistas pedían a diario su dimisión, y esa tensión debía transmitirse a todos sus subalternos, a los hombres de la policía metropolitana y extenderse a los detectives del CID que cada día pateaban los adoquines londinenses en busca de un indicio. Torres comprobó en persona este estado incómodo de la policía el día siguiente, cuando recibió la llamada del detective Andrews, interesado en si se había producido el esperado encuentro con Tumblety.

—Aún no.

—Se retrasa… tenga cuidado, tal vez haya maquinado algún modo más directo para hacerse con lo que desea. Creo que debiera acompañarle un inspector… si no le incomoda a su patrona.

—No lo creo. Hay habitaciones libres. —Pensaba entonces en la que yo había desocupado.

—Excelente, y esperemos que ese americano asome de una vez.

—Le noto inquieto, inspector.

—En unos días la captura de ese falso doctor se ha convertido en prioritaria, estoy dedicado a ello a tiempo completo. —El tono del jovial detective era ahora de ira contenida. Torres no preguntó más.

Regresó a la casa de la señora Arias, a sus cálculos y engranajes, movimientos y números… ¿Cuál sería el próximo movimiento de Tumblety? Quedó mirando a su máquina, un acertijo mecánico, preciso, sólido y carente del misterio, de la magia de aquel otro del que canibalizaba parte de sus entrañas. Y ese enigma parecía desvelarse si hacía caso a las insinuaciones de Dembow. ¿Qué partida era la que estaba jugando el lord? Había estado años a la defensiva, salvaguardando sus piezas más importantes y poderosas durante tanto tiempo para ahora lanzarse a un ataque frontal, ¿por qué?

Volvió a sus papeles y reglas de cálculo, y de nuevo los abandonó. Hoy, la matemática no le proporcionaba el solaz que requería. Su mente analítica se veía desbordada, no por problemas técnicos, que estaba hecho a bregar con esos a diario, eran de otra índole. Esa mañana no podía rendir en el trabajo, y no lo intentó más.

Lo normal, incluso lo más conveniente, era que acudiera a la Iglesia para sosegarse. Necesitaba paz espiritual, sin duda. Las ideas que brotaban una y otra vez del caos de su cabeza eran tan perturbadoras como imposibles de refrenar. Si confiaba en la fortaleza de su mente, más lo hacía en la de su espíritu, y la primera necesitaba cura con urgencia. Su intelecto de natural ordenado, se veía revuelto por contrasentidos e incertidumbres, aguijoneado por misterios que no parecían tener nada que ver con el asunto que le retenía en la capital del Imperio, y que sin embargo insistían en molestar, llamando a su atención, diciéndole: «Leonardo, no nos ignores, si nos resuelves, darás con la solución de todo».

Necesitaba paz y la buscó dando un paseo.

—Señora Arias. —La encontró abajo, devorando una de sus novelitas, sentada en la pequeña mesa camilla donde se sentía tan cómoda y tomando notas. Esto último lo sorprendió, recordaba haber visto ese cuadernillo en el que ahora anotaba con rapidez la viuda y no reparar en él—. Disculpe. ¿Qué…?

—Oh. —La mujer cerró azorada la libreta, luego sonrió. Son tonterías mías, así distraigo el día. No va a ser usted el único que se enfrasca en sus cosas.

—Por supuesto, ya había notado su afición por la lectura. ¿Qué anota ahí? ¿Hace comentarios de las novelas?

—Sí… son notas… bobadas… —Respiró hondo, parecía que quisiera tomar valor para desvelar un gran secreto—. Estoy escribiendo una novela.

—¡Qué me dice!

—No se burle de mí… en realidad todavía no he comenzado.

—¡Cómo iba a burlarme! —Se sentó a su lado, pidiendo permiso con un gesto—. Lo que ocurre es que no tenía idea de sus inquietudes artísticas, me parece magnífico.

—No me engañe, seguro que considera estas novelas pura banalidad.

—No puedo juzgarlas, no soy aficionado a…

—Tiene razón, lo son. Banales y mal escritas la mayoría, pero están cargadas de sentimientos, de… de pasión. —Se sonrojó aún más de lo que estaba—. Repletas de buenas intenciones, intenciones de conmover al lector, pero les falta algo… por eso tomo notas. Quiero que mi novela… no sé, son tonterías de vieja solitaria.

—No veo por aquí ninguna mujer solitaria, y ni mucho menos vieja. —Se produjo un silencio, no tenso, al contrario, divertido.

—Bueno, señor Torres, no quiero entretenerle más con mis cosas. ¿Necesita algo o…?

—¿Tiene algo que hacer, señora Arias? Me dispongo a dar un paseo, y me gustaría que me acompañara y me hablara de esa novela que tiene en ciernes.

La viuda puso débiles objeciones y acabó aceptando. Cogió su sombrero y ambos salieron hacia Hyde Park. Si era evasión lo que buscaba Torres, si pensaba que el ocupar la atención en temas menos oscuros, más refrescantes, aclararían el marasmo donde sus pensamientos bogaban, no pudo optar por mejor actividad. Esa mañana el parque le pareció particularmente hermoso, y la compañía de la viuda, encantadora.

Con timidez, la personalidad de la señora Arias se fue desplegando y mostrando así una mujer cuyo mundo no se circunscribía a la prosaica vida de una hostelera en Londres. Su fantasía era poderosa, la fuente de un carácter soñador que ocultaba en la rigidez de sus modales, y que con toda probabilidad la aliviaba del duelo por su viudedad y las cargas que su inquieta hija le imponía. No soñaba con el éxito en las letras, en absoluto, deseaba escribir una novela, sin más y volcar en ella toda la intensidad que su corazón, amordazado por los modos de la época que le había tocado vivir, escondía.

—¿Y tiene título esa novela suya? —preguntó embargado por la pasión que ponía la viuda en sus palabras, ya superado el pudor de sincerarse con un extraño—. ¿Ha escrito algo? Al menos tendrá un argumento…

Prefiero no hablar de ella hasta haberla terminado. Le prometo que entonces será usted de los primeros en leerla. Se la mandaré a su país. No espere gran cosa, ya sabe…

—Será un honor. ¿No puede al menos adelantarme algo?

—No puedo negarle nada… después de cómo se han portado ustedes con mi pequeña familia. Además, han influido en cierto modo en la novela.

—¿De verdad?

—Su amigo, el señor Aguirre… ve, eso es lo que falta en las novelas actuales, historias de verdad, vibrantes. —Se abría una oportunidad para descubrir por fin qué fábula había contado la pequeña Julieta—. En fin, mi novela tratará del joven heredero de una rancia monarquía centroeuropea, que sufre un terrible accidente que lo desfigura, y lo imposibilita para ser príncipe y lo mantiene encerrado en la mansión paterna, desde su niñez.

—Madre mía.

—No se preocupe, sus secretos están a salvo conmigo. Como ve he alterado los hechos considerablemente. Este sería uno de los protagonistas. Va dando tumbos por toda Europa hasta llegar a servir en una casa, una antigua familia que esconde enormes secretos, que no esperará que le desvele ahora.

—Faltaría más.

—A esa familia llega una joven, como institutriz o algo así, que se verá envuelta en los misterios que allí perduran, y los irá desvelando… no estoy segura, puede que sea un niño el que llega allí, el hijo de uno de los sirvientes. Me gustan los niños en las novelas, siempre dan candor a una historia.

—Sin duda.

—Y los secretos, eso sería el toque de misterio. Luego habría amor, y aventura, por supuesto, pero sobre todo enigmas tormentosos, de esos que abundan en las familias de raigambre.

—Si yo le contara… que digo, seguro que puedo contarle alguna que otra cosa.

—¿De su familia?

—No… —Su vagar sin prisas los había conducido al paseo de caballos, y cuando Torres traía a la memoria cierta familia que se acomodaba a la inventada por la excesiva y recargada imaginación de la viuda Arias, apareció ante él uno de sus componentes: Cynthia De Blaise, con atavíos de monta, a pie mientras llevaba su caballo del bocado. Estaba llorando.

—Es la señora De Blaise.

—Oh… esa mujer. Parece indispuesta…

Ambos se acercaron presurosos. Cynthia se recompuso al verlos, quitando importancia a su estado.

—No se preocupen —dijo—, es un sofoco…

—Hace calor para montar, tal vez —dijo la señora Arias.

—Claro, vamos a sentarnos un minuto —dijo Torres.

—Yo les dejo. —Antes de que el español pudiera decir nada, añadió—: Sí, señor Torres, tengo que volver ya. Antes de hablar con usted recibí la llamada de un caballero que desea alojarse con nosotros desde esta misma tarde, y he de disponerlo todo. Ocúpese de la señora, seguro que se repone con que le dé un poco de aire, la dejo en buenas manos. Adiós.

Los dos esperaron a que la viuda se alejara a paso vivo. Luego el ingeniero insistió en buscar algún lugar donde descansar. Cynthia prefirió caminar, y así los dos siguieron paseando, los tres contando al animal, en silencio. Torres no vio oportuno entablar conversación alguna. El pesar que entristecía el rostro de la joven era mucho. La última vez que la vio parecía hasta aliviada, por lo que no encontraba palabras de confort, sin saber qué había estropeado su ánimo.

—Leonardo —dijo de pronto, tras un profundo suspiro—, soy la mujer más solitaria del mundo.

—No diga eso, está rodeada de personas que la quieren.

—¿Eso cree? —Se detuvo—. Anoche mi marido me echó de nuestro cuarto, en mi casa… hay algo en mí que resulta aborrecible a los hombres.

—Eso es inconcebible. Su marido está pasando un mal momento, tenga paciencia. Además, tiene a su tío.

—Sí, mi tío. Tengo treinta y tres años, Leonardo…

—Muy joven.

—No puedo estar sentada a las rodillas de mi tío toda mi vida. Es un hombre muy posesivo, muy…

—La quiere mucho.

—¿Sí? Esta mañana me insultó.

—No puede ser.

—Sí. Fui a quejarme de mi esposo, ese a cuyos brazos me lanzó con tanto interés tras la muerte de Henry, a pedir ayuda para encontrar… ayuda ante la frialdad de John, y me trató como una mujerzuela.

—Está muy enfermo, tal vez.

—Deje de justificar a toda mi familia, se lo ruego, Leonardo. Sé bien que no cree eso que dice, y que no se le escapa que algo enfermizo emponzoña mi casa… le he querido como a un padre, y un padre no dice cosas a su hija como las que a mí me ha dicho. Me llamó ramera, dijo que solo pensaba… me hubiera abofeteado de tener fuerzas para ello. ¿Qué es lo que quiere? ¿Conservarme virgen, como su Atenea personal? —Se azoró, bajó la cabeza—. Perdone, no debiera avergonzarle con estas cosas. Es que me encuentro desesperada… no quiero decir que… no sé.

—Entiendo. —Torres trataba de sobreponerse a su propia sorpresa y tranquilizarla—. Ha sufrido mucho estos años, Cynthia, demasiado. Por desgracia no sé bien cómo ayudarla, y me tortura no poder hacerlo. Podría hablar una vez más con De Blaise; lo haré, aunque no creo que sirva de mucho. En su situación, y en aras de su buena salud, debiera sacrificar cierta… felicidad marital y, de momento, mientras su esposo no vuelva a su ser, buscar el apoyo de sus amigos. Tiene el mío, no lo dude, y el de la señorita Trent…

—Nana —sonrió, por fin—, menos mal que la tengo. Me adora, y yo a ella, desde pequeña. —Entonces parece reponerse, mira al español sonriendo con melancolía—. No se preocupe, no podrá hablar con John, él no habla con nadie, creo que incluso se ha enfrentado con mi tío… sí, ella es mi único consuelo.

—Encomiéndese a ella entonces, que interceda por usted, si no con su marido, tal vez tenga alguna posibilidad de acercamiento con lord Dembow. Lleva en la casa hace mucho, si no me equivoco.

—Toda la vida… siempre decía que yo era la hija que nunca tuvo.

—Tuvo varones, entonces.

—No. Nana nunca ha tenido niños. Apenas vivió un año con ese canalla y…

—Estaré equivocado… creo que el otro día mencionó que tuvo un niño.

La sonrisa creció aún más, iluminando todo el parque, toda Inglaterra. Su cara, siempre hermosa, pareció rejuvenecer con la alegría. Sin mediar palabra se abrazó a Torres y lo besó con afecto.

—Tengo que irme.

—¿Ya? —Torres no salía de su asombro, él, que no estaba hecho a bruscos cambios de humor, le costaba asumir tales en otros. Cynthia corrió a subir a su montura, y Torres se apuró en ayudarla.

—Adiós.

—Intentaré… hablaré con De Blaise…

—Creo que ya me ha ayudado, Leonardo, espero que lo haya hecho.

Salió al galope dejando a Torres más confuso de lo que había llegado al parque, o casi.

Por la tarde llegó el nuevo inquilino de la señora Arias, el policía que anunciara Andrews. Fue un tal inspector jefe John Littlechild, del Departamento Especial. La extrañeza, no solo de que no se tratara de un hombre del CID, sino el propio jefe de esa sección D, apenas se satisfizo con la burda excusa de que, al haber investigado tanto este grupo especial a Tumblety, era la mejor opción. Torres no preguntó más. Tampoco le dijo nada a la viuda Arias sobre las circunstancias de este, su nuevo inquilino, por no intranquilizarla.

Así, esa noche estaban cenando juntos la viuda, su hija, Torres, el inspector Littlechild y un tal señor Bengoada, un anciano dormilón que se hospedaba allí desde el fin de semana pasado. La viuda había insistido en que bajaran a cenar todos juntos, pues se preocupaba por lo «mustio» que encontraba a Torres, tan enfrascado en sus experimentos, y así preparó una suculenta cena, para ser inglesa, con la que trataba de animar al español y conocer algo más al nuevo inquilino.

Fue una agradable velada, en la que Littlechild, un hombre joven pese a la importancia de su cargo, buen conversador y de mente abierta, se mostró de lo más locuaz, alejando toda posible sombra de peligro de la casa. A los postres llamaron a la puerta, la viuda mandó a su hija a abrir, y un instante después la niña anunciaba:

—Un caballero muy serio quiere ver al señor Torres.

El inspector jefe se envaró un tanto. Torres hizo un gesto, dando a entender su sorpresa por recibir una visita a esas horas y salió a la puerta. No era Tumblety.

—Señor Abbercromby, buenas noches…

—Tengo que hablar con usted. —El apremio con que se presentó el joven lord era casi ofensivo, propio de sus modales.

—Claro, pase…

—Un momento. —Miró a su alrededor, y una vez tranquilizado respecto a posibles curiosos, hizo un gesto a alguien que salió de las sombras de la acera de enfrente. Un hombre muy grande, fuerte y rubicundo. La anterior ocasión en que Torres viera esa cara había mucho humo de opio y mucha agitación, aun así no pudo confundirlo; el sargento mayor Bowels.

Es fácil imaginar la sorpresa y la angustia que debió sentir mi amigo al ver a ese sujeto, que cuatro días atrás lo encañonara con un arma. Máxime teniendo en cuenta la actitud de sigilo de Percy Abbercromby, y la presencia de un inspector jefe de la policía en el salón, a su espalda.

—No tema —dijo Abbercromby interpretando la expresión de Torres—. Quiero que le escuche.

—Por Dios, este hombre es un criminal. —Torres cerró un tercio la puerta tras de sí, evitando miradas indiscretas, aunque es de suponer que la pequeña Juliette ya estaba enterada de todo.

—Un criminal que nadie busca. Mi querido primo no ha dado su nombre a las autoridades.

—Señor… —dijo Bowels con voz de bajo convertida en un tímido susurro—. Nunca intente dañarle… el otro día… soy un hombre desesperado…

Ninguna simpatía despertaba ese sujeto en Torres, ni tampoco el señor Abbercromby, pero ¡ay la curiosidad! Rogó cautela a sus visitantes y les permitió el paso. No tenía que ser tan embarazoso, era cierto que Bowels no era un hombre buscado por la ley, al menos no por su nombre, y además era difícil que Littlechild estuviera al tanto de la complicada situación de la familia del lord. Por tanto actuó con naturalidad. Presentó a los recién llegados como una visita inesperada, algo personal que tenía que tratar de inmediato. La tensión del inspector desapareció al ver que no se trataba de Tumblety. La velada se truncó, y Littlechild se vio obligado a compartir licor con el dormilón Bengoada y la charla, nerviosa y escasa, de la viuda Arias mientras Torres conducía a sus invitados arriba.

—A qué viene esto, señor Abbercromby —dijo una vez encerrados los tres tras la puerta de sus habitaciones.

—No tiene por qué atenderme, señor Torres, pero estoy seguro que usted, como yo, no soporta la mentira. Para muchos el conocer la verdad es una ventaja, para nosotros es una necesidad. Y aquí le traigo la verdad, ¿tendrá el valor de oírla? —Torres asintió, un poco molesto, otro abrumado y otro divertido por el melodrama del parlamento de Percy, e invitó a sentarse a los dos señores—. Tras contarme usted lo sucedido en Limehouse, me impuse a mí mismo la labor de encontrar al señor Bowels, aquí presente. Pensé que no me sería difícil, yo, a diferencia de la policía, conocía su identidad y sabía que la agresión no era fortuita, sino dirigida con premeditación hacia mi «primo». Le puse vigilancia, ciertos caballeros de honorarios en nada escasos preguntaron por él en hoteles y restaurantes… sin fruto alguno. Solo había dedicado un día a esta investigación, no me había rendido aun cuando recibí una sorprendente información.

Y calló. Perceval Abbercromby resultaba exasperante para Torres, para cualquiera. Cuando no se mostraba desagradable, se daba aires misteriosos fuera de lugar en cualquier situación, salvo tal vez en las novelitas que tanto gustaba de leer la viuda Arias. No merecía la pena enfadarse, así que le siguió el juego.

—¿Qué información es esa?

—No puedo decirlo. —Era de esperar—. Tan solo le confesaré que para mi sorpresa, el aquí presente señor Bowels, es mucho más astuto de lo que aparenta. Ha llegado a… infiltrar espías en el entorno más íntimo de mi amado primo, lo que le facilitó mucho la tarea para conseguir sus objetivos…

—Señor Abbercromby, si no se explica mejor esta noche va a ser muy larga, y pretendo descansar. Inglaterra me está resultando de lo más extenuante…

—Discúlpeme, no puedo ser más claro. Lo importante es que di con él, y una vez que le convencí de que no tenía intención alguna en perjudicarlo, al menos sin saber más de su pelea con De Blaise, le pedí que me contara, y esto me dijo… prefiero que lo oiga de su boca, sé que no me tiene en mucha estima… no se esfuerce en negarlo, lo comprendo. No tengo grandes dotes sociales, lo sé, y seguro que mi juicio está mediatizado por el odio hacia ese sujeto al que usted considera su amigo, por eso quiero que juzgue con libertad, y me dé su opinión. Señor Bowels, cuente ahora lo que me dijo a mí, explíquele al señor Torres qué pasó en Birmania.

El sargento empezó a devanar sus recuerdos de aquellos meses en Asia, algo cohibido, hasta que su carácter vehemente afloró en cuanto se tocaron los temas que le enfurecían, situaciones que a su juicio le habían destrozado la vida. Enseguida asomó el asunto de los gustos torcidos de Hamilton. Ya no era una sorpresa para Torres, ni para Abbercromby. En efecto, aquel sujeto desagradable que importunara al español frente a la casa de Hamilton-Smythe diez años atrás era un detective contratado por Percy, como bien supuso, para desvelar los turbios hábitos del teniente. De hecho, ese mismo día consiguió las pruebas definitivas de su depravación, de ahí lo alegre que se encontraba esa velada.

—Llevaba días siguiendo a Hamilton —explicó—, y tenía evidencias de que frecuentaba compañías de caballeros algo… melifluos, pero poco más, no era bastante. Hasta que encontré evidencias demostrables de que acudía ocasionalmente a cierto local, donde se hacía notar, era el rey de la fiesta, la reina en su caso, si usted me entiende.

—¿Y qué interés tenía usted en descubrir tal cosa?

—¿Se lo pregunta? Qué otro podía ser que el de alejar a sujetos así de mi casa y mi nombre. —Y de su prima, este y no otro motivo traslucían sus palabras; el amor frustrado por su querida Cynthia. De nuevo Torres no dijo nada.

—Y esa prueba irrefutable era…

—Una fotografía en la que aparecía vestido de mujer…

—La que le enseñé. —Abbercromby asintió. Preguntó cómo había llegado a manos del ingeniero, y al decirlo se apuró un tanto—. No, no se preocupe. Ella no reconoció al modelo. Pero la tenía De Blaise, supo de la condición de su amigo…

—No. No que yo sepa hasta que llegaron a Birmania. Mi padre me hizo jurar que nadie sabría de mi descubrimiento, y lo que es más desconcertante, mantuvo el compromiso de este señor con Cynthia, sabiendo… ni se inmutó cuando le conté lo que había averiguado. Ese día supe que mi sitio no estaba en mi propia casa… nada de esto tiene importancia, son hechos conocidos. Siga contando, Bowels.

No reproduciré íntegro el relato del sargento, no era buen orador, según tengo entendido, y en general contó hechos ya sabidos. Repitió, con más conocimiento de causa pues él estuvo presente, los episodios vergonzosos que relatara el señor Ribadavia.

—A mí todo eso me daba igual —dijo—. Sí, se lo juro. Mientras nadie se meta conmigo yo no me meto con nadie, esa es mi forma de pensar. Era un buen oficial y respetuoso con sus subordinados, con eso me bastaba.

Dijo que en su estancia en la india la situación parecía haberse complicado. Allí, se decía, que se metió en los círculos más decadentes de oriente; drogas, jovencitos de piel aceitunada, todo tipo de excesos. Cuando regresó a Birmania la tropa lo rebautizó: le llamaban «Harriet» Hamilton-Smythe. Bowels insistió en que a él le era lo mismo que le mandara Harry o Harriet, mientras no le incluyera en sus fiestas. Eso no era extensible a todos los soldados británicos. Hamilton… sí, digámoslo sin tapujos; se enamoró de un oficial de ingenieros: un tal capitán Cardigan Sturdy (esto lo dijo sin que Torres hiciera referencia alguna del ingeniero fallecido en el incidente de Kamayut), un hombre mayor, que al parecer no había ascendido a más pese a su larga carrera por continuadas indisciplinas. Eso fue su condena de muerte. Hamilton luchaba con esa pasión desaforada, buscando las misiones más arriesgadas, siendo el primero en sacar pecho frente al enemigo, buscando en los trabajos de la guerra alejar de su pensamiento ideas peligrosas que solo podían llevarle al desastre. No fue bastante, su corazón era más débil de lo que pensaba, y todo se precipitó cuando Sturdy acabó con ellos en cierta misión.

El inicio del trayecto al fuerte Kamayut transcurrió aproximadamente como De Blaise lo contara. La segunda noche del viaje algo pasó, Bowels no podía estar seguro, él durmió, cansado tras ocuparse de dos guardias, y solo podía hablar por lo que dijo su amigo el sargento Jones, del que luego tendría pruebas más que suficiente de su deslealtad. Hubo un percance entre Sturdy y Hamilton, el primero se había ido a la tienda muy borracho, el resto bien se podía imaginar…

—No —dijo Torres—. Me cuesta imaginarlo. En medio de una misión, en la jungla…

—Supongo que compartían tienda —dijo Percy.

—No. Sturdy pasaba las noches a la intemperie. Los oficiales tenían su tienda y los demás compartíamos tres… —Fuera lo que fuese, a la mañana siguiente las cosas habían cambiado, la hostilidad entre el capitán y el teniente era manifiesta, y se cristalizó en el germen de un complot. Sturdy no comentó nada, pero en el ánimo de todos creció el convencimiento de que había que dar un escarmiento a «la teniente». En la primera escaramuza, esa en la que Hamilton enloqueció persiguiendo a los dacoits, las cosas no ocurrieron exactamente como se las contara De Blaise. Hamilton inició la persecución de los enemigos, siguiendo las órdenes de capturar algún prisionero para obtener información, y creyendo que el resto lo seguiría; la compañía lo abandonó.

—¿Y el mayor De Blaise?

—Miró hacia el otro lado. —Bowels bajó la cabeza, avergonzado—. No le culpo, yo hice otro tanto. Toda la compañía decía barbaridades del teniente, de la vergüenza que era, se mofaban de una carta «picante» que habían encontrado, dirigida a Sturdy; yo no me meto en los asuntos de nadie, ni tampoco doy la cara por nadie, me ocupo de mi cuero y lo demás me da lo mismo. Allí, en esas colinas, no me iba a oponer a catorce hombres airados.

Hamilton sobrevivió, por su buen hacer, su valor o su suerte, y por la ayuda de Sturdy, que fue el único que se adelantó a socorrerlo. Imaginaba Bowels que el capitán no quería ser el motivo de un linchamiento público, y que daba la ofensa que le pudiera haber hecho Hamilton por saldada. El teniente se encaró furioso con toda la compañía. Era consciente de que le habían abandonado a una muerte segura, como segura era la razón del odio de todos. Se enfrentó con especial inquina hacia su amigo, De Blaise, al que acusó de traidor y cobarde. Ambos se faltaron al respeto de muchas formas, según Bowels, sin compasión alguna a la hora de hacerse sangre uno al otro, como es propio de quien se conoce de hace tiempo y guarda quejas que han acabado por criar odios. Hamilton-Smythe aseguró que elevaría su descontento a quien fuera necesario, que no descansaría hasta que todos y cada uno de los presentes acabaran expulsados del ejército, en presidio o al final de una soga.

—Los peores días de mi vida fueron aquellos, se lo juro —se lamentaba Bowels—. Caminábamos en silencio, mirándonos unos a otros, sabiéndonos cómplices de sedición e intento de asesinato. El teniente no paró de recriminarnos. Dijo que este era nuestro fin, nos insultaba. Nada lo aplacaba, y ya nadie se molestaba en disimular lo que habíamos intentado. Entonces llegó el día que vimos a aquellos dacoit crucificados.

El segundo incidente, el más importante, difería mucho de lo contado por De Blaise. Vieron a los ajusticiados y encontraron la pequeña aldea, como en la historia original, pero en esta versión se dividieron. El mayor, sin que le temblara el gesto, siempre según Bowels, mandó al teniente junto con Sturdy, Colé y Brennan a ver a los crucificados, mientras el resto se acercaba a la aldea. El recibimiento que allí les hicieron fue tan servil como le habían contado a Torres, hasta que se oyeron disparos provenientes de la colina donde estaban los falsos crucificados, entonces los aldeanos se lanzaron sobre la compañía armados de cuchillos y palos. Cuatro o cinco dacoit provistos de armas de fuego estaban entre ellos; y un elefante. Los británicos dieron cuenta de los indígenas en segundos, sufriendo una sola baja. La fiebre de sangre inundó sus espíritus, como a tantos hombres en el frente. No dejaron un birmano respirando. El elefante, pintado y decorado primorosamente como es costumbre en muchos pueblos asiáticos, no constituyó oposición alguna, aunque en efecto iba pertrechado con dos piezas de artillería sobre sus lomos, su cuidador se quedó quieto, montado sobre él sin intervenir en la contienda.

—¿Cómo es eso?

—Ni idea. Cuando terminamos bajó del animal con los brazos en alto y se echó al suelo. De Blaise se quedó mirando al elefante, unos minutos, dio media vuelta y en ese momento nos transformamos de hienas a lobos.

Decidieron asesinar al teniente en cuanto llegara. Si uno de ellos había caído, bien podían caer dos. Se hizo el silencio en esa aldea llena de cadáveres birmanos. Bowels no podía asegurar de quién había partido el plan.

—Fue De Blaise —sugirió Percy, pero el sargento no se atrevía a precisarlo, no en ese momento. Lo que sí recordaba como si hubiera ocurrido esa mañana es que nadie alzó una voz en defensa de Hamilton-Smythe, ni recriminando lo que era una acción cobarde y perversa. El mayor dejó claro que si su amigo volvía vivo a territorio controlado por ingleses, todos acabarían procesados. Nadie abogó por Hamilton, nadie.

Bowels se limitó a callar, y a rezar porque el teniente hubiera muerto allí, en la emboscada que los dacoits habían preparado en la colina. No fue así, había muerto Brennan, no Hamilton. En cuanto regresó se echaron sobre él y lo desarmaron.

—¿Nadie detuvo esa atrocidad?

—Nadie, o casi nadie.

Sturdy titubeó. Gritó, echó mano a su pistola en vez de a su petaca por una vez en su vida, y su imponente presencia, que la tenía, hizo dudar al resto de la compañía, les hizo salir del espíritu de la jauría que los había poseído.

—Entonces De Blaise se acercó a él, que estaba pistola en mano, interpuesto entre nosotros y el teniente, rodeado de cadáveres de aldeanos birmanos. Le habló bajo, no sé qué le dijo. Sturdy cayó de rodillas, llorando, un hombre como él, un veterano bebedor, duro como el pedernal, gimiendo como una criatura. Se agarró al pecho, llevaba siempre el retrato de su mujer colgando de un pequeño relicario, y creo que se aferró a él.

—¿No tiene idea de qué pudo decirle? —preguntó Percy. El sargento negó con la cabeza—. ¿Y Hamilton…?

—Trató de escapar en ese momento. Fue derribado de un golpe por el mayor De Blaise…

—Imposible. —Torres se levantó y paseó su corpulencia por la habitación, indignado—. Eran grandes amigos, los mejores…

—Es un ser mezquino —dijo Abbercromby—, ya se lo he dicho. Continúe.

Convencido Sturdy del modo que fuere, ya no hubo más resistencia. Hamilton-Smythe se limitó a insultar a sus captores, a tildarlos de cobardes, hombres sin honor y sin respeto a nada. Alguno se envalentonó al oírlo y empezó a recriminar su condición; la llama de la ira, ya agitada por la carnicería de minutos antes, prendió con más virulencia. Todos enloquecieron, empezaron a golpearlo, a insultarlo, a descargar miedo y furia sobre él. Lo ataron a cuatro postes y pidieron al pequeño jinete del elefante que hiciera pasar a su animal por encima.

—¿Quién…? ¿Quién pudo concebir semejante barbaridad?

—Sé que no me va a creer… otra vez. Fue John De Blaise, el maldito John De Blaise. Dijo: «ya está bien, acabemos con este marica». Mandó clavar cuatro postes, lo ataron e hicieron que ese monstruo pasara por encima.

—Eso… eso lleva tiempo. Nadie…

—Nadie. Yo mismo clavé uno de esos postes, que Dios me perdone, juro que cuando lo hice no sabía que pensaban… creí que iban a humillarlo, a darle una paliza…

—¿Sturdy?

—Se fue. Se apartó de todo.

—Y cuando usted vio cómo acercaban el animal, no hizo nada.

—No… —El cuadro que el sargento pintaba era el de una locura colectiva, un arrebato de rabia descargada sobre la víctima más cercana. Eso es común entre gentes inferiores, como un servidor, o como la soldadesca que se deja llevar rápido por sus bajas pasiones y sus pánicos. En el caso de los oficiales, De Blaise por activo y Sturdy por pasivo, una actitud así solo era concebible si era causada por un odio extremo. ¿Qué causaba ese desprecio hacia Hamilton? ¿Su homosexualidad? ¿La vergüenza sobre el regimiento, sobre la familia Abbercromby? Nada lo justificaba—. Una vez muerto, alguien disparó contra el muchacho del elefante, y nos fuimos. Quisimos matar al animal, que permanecía dócil y quieto. De Blaise dijo que no era necesario, que dejáramos todo así.

—Encomiable la compasión que despierta una bestia en mi primo —dijo Percy, enfurecido.

—Sí… —prosiguió Bowels—. Nos fuimos. Un par de nosotros disparó al elefante pese a lo que dijo el mayor; ni se inmutó, recibió los impactos y corrió. Lo dejamos irse espantado.

—¿Y el cuerpo? —preguntó Torres, demudado por el horror.

—Quedó allí, lo abandonamos. De Blaise insistió…

—Torturado, insepulto, abandonado a las alimañas… Virgen santísima…

—Aún no ha terminado su historia —dijo Percy.

—Para mí sí… ¿qué espera con esto, sargento mayor? ¿Cree que va a purgar sus pecados con esta confesión, o asesinando a De Blaise? Si las cosas son tal y como las cuenta, usted es igual de culpable, culpable de semejante atrocidad. No encontrará compasión en mí, se lo aseguro, y el perdón es alguien más alto el que debe dárselo, no yo.

—Solo quiero contarle lo que sé, la verdad. —Había un arrebato de dignidad en sus ojos llorosos, que se desbordaban de vergüenza—. No espero ya perdón a mis faltas y no me importa ir al infierno, porque ya he estado en él. A partir de entonces, tras dejar esa aldea llena de cadáveres, es cuando empezó nuestra condena, el castigo por lo que habíamos hecho, que tomo por bien merecido, no se crea…

Se conjuraron todos para contar la misma historia, en ello les iba la piel. Hamilton había muerto junto a los otros dos soldados, enfrentados en aquella escaramuza. Ya está, lo condecorarían y De Blaise volvería con ese honor para dárselo a Cynthia. El regimiento limpio de la lacra de ese invertido, el honor de Sturdy, fuera como fuese que se hubiera manchado, resarcido; todo impoluto salvo sus conciencias.

Ya al caer el día empezaron las lluvias. Avanzaron unas horas, hasta que encontraron un lugar oportuno para acampar. Nadie comentaba el incidente, nadie. Hicieron noche, y comenzaron las muertes.

Del sueño agitado del culpable que todos tendrían, fueron sacados a cañonazos. Bowels, que no estaba de guardia y dormía con la dedicación del veterano que sabe que ha de aprovechar las pocas horas de descanso de que dispone, creyó que era un sueño. Cuando una ráfaga de calor y humo, de hojas y ramas arrancadas, levantó sus tiendas impermeables de cuajo, tuvo que regresar a la violenta realidad de una vigilia apocalíptica, liderada por la figura de un paquidermo enloquecido, rampante, cargando hacia ellos entre la lluvia, aplastando vegetación a su paso con ira desbocada y con los cañones de ambos flancos humeando.

—¿El mismo elefante…?

—Como lo oye. Era fácil de reconocer por su tamaño, no muy grande para esa clase de animales, su baldaquín, sus pinturas y esos dos cañones.

—La pintura se habría ido bajo la lluvia —comentó Percy.

—Yo la vi igual…

—Serán pigmentos muy resistentes —dijo Torres, incómodo por esa superflua interrupción—, o tatuajes, vaya usted a saber cómo decoran esos pueblos a sus animales. ¿Qué más da? Siga contando. Alguien guiaba al elefante, entonces.

—Yo no vi a nadie, lo juro.

Salieron a estampida de allí. De Blaise no se atrevió en ordenar que se dispersaran, lo que eliminaría la efectividad de la carga del animal, por miedo a perderse en la noche. Dispararon contra la bestia, sin que una sola bala atravesara su piel. Y corrieron. Fueron hacia lo más espeso, en la esperanza de que eso retuviera al animal. El elefante alcanzó al soldado Trapshaw y lo aplastó. Junto a los tres caídos por los disparos sumaban cuatro bajas.

Pasaron toda la noche alejándose del monstruo, a quien, en efecto, parecía haberle demorado la fronda, o tal vez se había saciado con la sangre de Trapshaw. Corrieron bajo la lluvia que los atormentaba, a todos menos a Sturdy, inmune a los rigores del clima.

—Como el elefante y su pintura —interrumpió una vez más Percy.

—Por Dios, señor Abbercromby, es tarde y así no acabaremos… —Torres cayó, quedó mirando a la ventana que daba a la noche, había empezado a chispear y las gotas se pegaban al vidrio y se deslizaban creando elegantes dibujos. No dijo nada. Bowels, incómodo, miró a Abbercromby, y siguió hablando, más bajo, estrujando su gorra entre sus manos porcinas.

—Sí… a Sturdy no le molestaba el frío o la lluvia, decía que de joven tuvo un accidente…

—Torres —dijo Percy—. ¿Ocurre algo?

—No… disculpen. Continúe señor Bowels.

Prosiguió. Los remordimientos y la superstición empezaron a hacer su propia guerra de desgaste sobre la compañía. Hubo voces, de momento tímidas, que hablaban de un castigo justo, que la naturaleza del animal se revelaba contra lo que le habían hecho hacer. El mayor acalló esas voces con autoridad.

La siguiente noche mantuvieron una guardia más firme, turnos de cuatro hombres, sin excluir a la oficialía. Teniendo en cuenta que ya solo quedaban once en total, los turnos no eran muy cómodos. No sirvió de nada.

Davis despertó a los dormidos con un tremendo grito. Luego el silencio, solo la lluvia se quejaba. Ese silencio era el más claro anuncio de que el infierno se volvía a desatar.

De Blaise y el mismo Bowels, que andaba de guardia, corrieron, fusil en mano, a socorrer al centinela mientras el resto se pertrechaba con rapidez, pues todos dormían abrazados a sus armas. Davis no estaba en su puesto. Todo eran ramas rotas, árboles caídos. Oyeron un gemido. A dos o tres metros yacía el soldado, sujetándose las tripas que se desbordaban sobre el humus del suelo, brotando de un agujero de quince centímetros en su vientre.

—Mayor… —susurro al ver a De Blaise a su lado, con apenas un hilo de vida sujetándolo, apartándolo de la muerte por unos instantes—. No le oí llegar… no le… su colmillo… —La lluvia se lo llevó para «el otro barrio», como diría Torres. La bestia, el paquidermo salido del tártaro le había atravesado con uno de sus colmillos, acercándose a él con el sigilo de un asesino, sin que nadie lo oyera.

Bowels trató de aguijonear a su oficial, que había quedado aturdido, empeñado en tapar el enorme agujero por donde se habían fugado las entrañas de Davis.

—¡Señor! —lo apremió—. Tenemos que ponernos en marcha. Si esa cosa nos coge desprevenidos… —De Blaise reaccionó. El resto de sus hombres ya estaban a su lado, empapados, temblando de miedo. Formaron un círculo en torno al mayor, buscando en el oficial su salvación.

—Al norte —dijo mientras sacaba su brújula en el momento que un barrito sacudió la jungla, casi apagó la lluvia. Todos giraron a un tiempo, protegiendo… por instinto el cadáver de Davis, dándose la espalda unos a otros.

Un crujir de maderas y todos empezaron a disparar a la lluvia.

—¡No, alto! —trató de poner orden De Blaise—. ¿Alguien ha visto algo?

—Nada… nada salvo nuestros propios miedos —comentaba el sargento mayor—. Disparamos a la noche, a los fantasmas que venían a reprocharnos nuestros actos; del elefante no había señal alguna.

Hasta que la hubo. Se formó en medio de lluvia y la desolación. Bramando atacó a la compañía con todas sus armas descargadas por su indisciplinado ataque. Agarró a un hombre con su trompa y lo estampó contra un árbol. De Blaise disparó su arma corta. Las balas rebotaban sobre esa piel oscura y rugosa.

—¡Correeeed! —Qué otra orden cabía dar. Qué otra… orden. Corrieron despavoridos, escuchando los gritos de los que quedaban atrás y eran aplastados por la bestia, iluminados por rayos que una furiosa tormenta, contagiada del ánimo del elefante asesino, descargó sobre la columna. Consiguieron huir de la masacre a duras penas seis supervivientes: el mayor De Blaise, el capitán Sturdy, Canary, Jones, Trip y Bowels. En mayor medida gracias a las voces enérgicas del sargento, que se impuso a la cacofonía del animal y la lluvia.

—Toda una hazaña de su parte, dada la situación —comentó Torres con desdén, no tenía gana alguna de encomiar las acciones de esa banda de asesinos cobardes.

—En absoluto, señor —se disculpaba Bowels al momento—. En medio de aquella matanza, la voz de un suboficial es como el madero para el náufrago. Yo dije: «seguidme», y la mayoría lo hizo. Tuve suerte donde puse los pies en esa oscuridad de muerte.

Creo que… nuestro tiempo se ha acabo, ¿no? Sí, empiezo a notar el cansancio. Pero aún queda por contar el final… si quiere.

Sí. Si son tan amables una vez más. Ya saben…

No. Solo… eso es. Gracias…

Bien… como les decía, por su buena estrella, seis seguían a salvo. La suerte no podía durar mucho más. No iban a llegar a Kamayut, no con la venganza hecha elefante persiguiéndolos, que había detenido su carga movido sin duda por un brutal deseo de tortura, de prolongar el placer de la caza. De eso eran conscientes. Seguía lloviendo.

De Blaise, una vez concluida la fuga por el agotamiento de los corredores, y tras el desalentador recuento de efectivos, estaba decidido a hacer frente al animal, mientras que Trip y Canary se sumían en una resignación de borregos culpables.

—Nos merecemos esto —decían—, es el demonio que viene a castigarnos…

—¿Y usted? —preguntó Torres.

—Yo no me dejo matar, ni ante el cadalso que me espera me rendiré.

Así, Bowels instó a todos con su entusiasmo de veterano a hacer frente, a morir matando. Sturdy tuvo una idea. Cazarlo como a un elefante, es lo que era, ¿no? Si era el demonio disfrazado de animal, se le cazaría como animal y así aprendería a tomar mejores disfraces.

Buscando el lugar más apropiado llegaron a uno similar al que describiera De Blaise en su versión del incidente: un hoyo natural creado por las lluvias torrenciales en la cepa de una empinada colina. De prisa, casi extenuados por el miedo y la tensión, pasaron todo el día cavando, agrandando el agujero, convirtiéndolo en un foso, reforzándolo y llenándolo de estacas. Bajo la lluvia la tarea era agotadora y frustrante, y solo se consiguió acabar a tiempo, ya casi anochecido, por la pericia de ingeniero de Sturdy y su indiferencia ante la furia que Zeus descargaba sobre sus cabezas. Por suerte el animal no era de los más grandes de su especie.

El mismo capitán hizo de cebo, él y Bowels. Salieron a la intemperie, gritando, a cien o ciento cincuenta metros de la trampa, donde la vegetación raleaba. Este era el plan. No creían que el animal se demorara mucho, eran claras sus ansias, su deseo de ajusticiar a todos y cada uno. Sin embargo, la criatura no daba señales. ¿Se había ido? ¿Se escondía animado por su intelecto asesino que le había desvelado la trampa preparada? De Blaise les instó a que se adentraran más en la jungla, a que barajan a lo más profundo, a que citaran al monstruo en su propia morada vegetal. Así lo hicieron, sin dudar.

—Prefería encarar la muerte que aguardarla como una res en el matadero. —Tal era la actitud de Bowels en un principio, hasta que el silencio, la lluvia y la oscuridad se le agarraron a su bravo corazón. Caminó casi a tientas, seguro de que si se topaba con el animal, sería su muerte, deseando que Sturdy lo encontrara antes, o que llegara por sí solo a la trampa, que su participación en la caza hubiera terminado—. Yo lo vi primero, y callé —confesó Bowels. Se topó con el elefante a los diez minutos de patear la selva, entre espesos matorrales, quieto, paralizado, casi camuflado, de modo que solo pudo verlo gracias a un rayo que no calló lejos. Llegó a pensar que muerto o tal vez muriendo bajo la lluvia. ¿Por qué no? Podía haberle caído un hermano del mensajero del cielo que lo había desvelado a sus ojos o… un nuevo relámpago trajo otra revelación: tras un ciclópeo árbol de teca, a escasos metros tanto de él como del paralizado animal, vio a Sturdy, haciéndole gestos, señalando al animal dormido.

Gritaron, hicieron aspavientos, el sargento coreando la iniciativa del capitán a desgana. Llamaron al perezoso asesino que tardó en reaccionar, pero cuando despertó volvió a su furia irracional. Corrieron ante él, tratando de acercarle al foso tras el que se apostaban sus cuatro compañeros, rezando por no tropezar. El elefante parecía más lento que las otras noches, renqueando, como si alguno de los disparos hechos sobre él sí hubiera acertado.

—Nos separamos… no lo recuerdo bien, la lluvia y aquel animal desbocado, barritando enloquecido. No miraba hacia atrás, no veía a Sturdy, no sabía si ese monstruo me había seguido a mí o a él. Solo tenía en la cabeza la idea de volver al agujero, a donde estaban los compañeros… no estaba seguro si iba en dirección correcta, o si aquellos sonidos a mi espalda…

Llegó al pozo con el elefante tras su paso, en cuanto salió al claro despejado anterior al foso y la colina, vio la figura enorme y coloreada del animal; lo había escogido, despreciando a Sturdy. Ahí surgieron las dudas.

—Imagino que el plan no había quedado claro para todos, no para mí, eso es seguro. Con las prisas, la lluvia. Vi el hoyo disimulado y… no sabía qué hacer. ¿Cómo le haría llegar hasta allí? No podía correr como loco, saltarlo… imposible, demasiado grande y si resbalaba… ¿y si caía dentro, yo con ese mastodonte…?

Titubeó… y se detuvo. Oyó la voz de De Blaise y los otros, sobre la colina, gritando por encima de la tormenta: «¡Corre! ¡Corre…!». ¿A dónde? El avergonzado veterano confesó su actitud, él que tanta muerte había visto. El ejército de su Majestad no prepara a sus hombres para enfrentarse a fieras asesinas. Dio media vuelta, encaró al elefante y este se detuvo, no atacó, como disfrutando del desplante. Bowels miró al foso a su derecha, a treinta metros, aunque quisiera ya no lo alcanzaría, no sin recibir el saludo de esos colmillos. Miro al animal decorado, con sus cañones mudos a los lados y sus ojos negros, fijos en él.

—A la mierda —espetó. Sacó la bayoneta y corrió hacia la bestia. Un disparo lo detuvo. Vio con claridad cómo había impactado contra el costado del elefante, que se limitó a girar la cabeza hacia su izquierda. Allí, sobre la tablazón que cubría la trampa estaba el capitán Sturdy. Había sido muy concienzudo al construir el falso suelo, y soportaba su peso, o tal vez estuviera justo en el borde, Bowels no podía asegurarlo. Volvió a disparar.

—¡Ven aquí, bastardo! —gritó, y el asesino cargó contra él. No se movió, ni un paso, desoyendo los ruegos del sargento. Ambos, hombre y elefante, cayeron dentro del foso.

—Supongo… supongo que fue su modo de pagar su pecado, como esta confesión es el mío.

El resto disparó. Disparó. Trip tuvo problemas con el arma, trató de arreglar un encasquillado y con los nervios se voló la cabeza, eso ocurre a veces, aseguró el sargento mayor. Los demás se cansaron de disparar mientras el animal barritaba. Se obstinaba en no morir, pero tampoco podía salir de allí. No iban a dejarlo así, no con Sturdy en el foso. Sus dudas desaparecieron cuando el monstruo echó la parte superior del torso del capitán fuera del agujero con la trompa.

—Púdrete ahí, hijo de puta —dijo De Blaise, y abandonaron al animal quejoso, atrapado por siempre. Los cuatro que habían sobrevivido llegaron a Kamayut en lamentables condiciones. Por supuesto, acordaron una nueva historia que justificara que la compañía hubiera sido diezmada, el elefante y sus huellas, si una expedición de rescate iba por allí. Tal expedición se produjo, y no encontraron rastro del animal, salvo sus huellas y destrozos. Ningún cadáver. El resto ya lo conocía Torres.

—¿Y eso que contó a sus compañeros, Canary y Jones, borracho?

—Mentiras… Jamás hablé de nada de esto con nadie, y menos, y menos con ellos que ya conocían toda la historia. Procuré… no mezclarme con quien hubiera estado allí, nunca bebería con ellos. Yo… yo… no pude asfixiar al teniente, porque nadie estuvo bajo el barro, eso fue todo invención de De Blaise.

—¿Entonces? Había oído que familiares del capitán Sturdy habían removido el asunto y…

—Paparruchas. La familia del capitán se ha portado bien conmigo, siempre… le debo todo. Alguien… usted puede deducir quién pagó a esos cobardes para decirlo, para mentir, seguro. De Blaise sabía que yo fui el más reacio durante todo el viaje, ojalá lo hubiera sido más, y no quiso arriesgarse conmigo. De algún modo los coaccionaron, y mira para lo que les ha servido, están muertos, seguro que los mataron. —Torres miró serio a Percy Abbercromby—. No me cree, ¿cierto señor?

—Es una historia sorprendente, entienda mis dudas. ¿Por qué no matarle a usted, como a sus compañeros?

—Lo intentaron, pero yo estaba ya aquí y mi hada madrina me salvo… me avisó de… —Bowels se empequeñeció pese a su corpulencia bajo la mirada de Perceval Abbercromby.

—¿Quién le advirtió? ¿Quién es esa… benefactora? —preguntó Torres.

—No sé…

—¿Una pariente de Sturdy? ¿Esa familia a la que debe tanto?

—Sí. No diré más. No diré más. Nada más. No.

—Señor, me dijo que quería que supiera la verdad, y sin embargo…

—No puedo arriesgar la vida ni el bienestar de quien ha confiado en mí, entiéndalo. Creo que he hablado demasiado.

—Cierto —intervino Abbercromby—, bajo esa premisa ha aceptado venir y ayudarme, no le forcemos a hablar más de lo necesario.

—Como gusten. Será mejor que se vayan.

Sí. Ya termino por hoy… hay una cosa más que quiero contarle… si espera unos minutos… solo… sí…

Gracias… un poco más…

Suficiente.

Como le decía, Torres despidió, sin abandonar su seriedad, a los dos señores. Percy pidió a Bowels que lo esperara fuera, para comentar unos minutos algo con el español. Cuando quedaron a solas en el cuarto, dijo:

—Torres, si no he permitido que Bowels fuera más explícito con usted es porque no puedo. Se trata de…

—Bien, bien, todo está bien. Entiendo que se trata de una cuestión de honor. Ha dado su palabra, ¿me equivoco?

—Así es.

—Pues no seré yo el que le insista en romperla. Le agradezco de todas formas que me confiara hasta donde ha creído oportuno.

—¿Y bien? ¿Qué le parece?

—Una historia un tanto increíble, desde luego más que la que me contara De Blaise.

—Olvide ese asunto del elefante asesino, eso han de ser desvaríos de una conciencia atormentada. Atengámonos a la primera parte, ¿no la cree posible?

—No puedo decirle que no, pero… ¿para qué necesita mi opinión?

—No es tanto su opinión lo que busco como… su ayuda. —Era evidente que al orgulloso Percy le costaba pronunciar tales palabras—. Usted conoce a John De Blaise, puede frecuentar su compañía sin resultar sospechoso. Si habla con él puede averiguar si lo que cuenta Bowels tiene asomo de verosimilitud.

—Señor mío, no soy un espía ni un chismoso.

—Ni yo le tomo como tal, pero insisto en que quiere saber la verdad. —De nuevo invocando a ese impulso natural para desvelar lo oculto.

—Si fuera así, ¿qué haría usted? ¿Qué busca con esto?

—Eso es poco relevante para nuestra relación. Usted apreciaba al señor Hamilton-Smythe, me consta, y creo que su opinión es que pese a las faltas y aberraciones de su comportamiento, no merecía morir así, pasto de una jauría de lobos, sin la dignidad ya no de un caballero, de un hombre.

Torres ponderó en silencio los argumentos del joven lord. No sé lo que decidió, porque solo dijo:

—Usted no estimaba en nada a Hamilton-Smythe.

—Cierto, y a cada aspecto que fui conociendo de su vida lo desprecié más. Sin embargo, no puedo negarle cierta entereza, cierto arrojo inesperado en alguien con sus… gustos. —A la pregunta muda de Torres, Abbercromby respondió—: Sus principios, tal vez no en lo tocante a la moral, pero en otros aspectos eran inquebrantables. Los mostró cuando ayudó a mi padre en los momentos peores, cuando estábamos cerca de la ruina. Llegué a pensar que por esa causa toleraba lord Dembow, el noble y severo lord Dembow, esos deslices de su futuro yerno. La primera vez que me impresionó por su carácter fue recién marchado usted, en esa ocasión. —Al decir esto señaló la cara del Turco, que aún reposaba en aquella pequeña repisa.

—No entiendo.

—Él hizo ese disparo. Tras los primeros incendios, mi padre recuperó todo lo que había sobrevivido, y resultó que esa máquina que tanto los atraía estaba escondida en los muelles, en nuestras propiedades. El tal doctor indio vino a reclamarlo y se fue con cajas destempladas. —Torres recordaba esa escena con claridad. Bien, mi padre, dentro de la desgracia a la que nos enfrentábamos, encontró divertido hacerse con el artefacto, ya sabe de su gusto por los chismes mecánicos, y lo colocó en el salón, como símbolo de su deseo de salir adelante. Nada más verlo Hamilton, sacó un arma y gritó: «¿Otra vez esa monstruosidad del demonio?», disparó certero y estropeó el aparato definitivamente, me temo. Dio de pleno en toda la cabeza, que saltó con todos sus fluidos empapando el salón. Es la única vez que vi enfadarse a mi padre con Hamilton-Smythe, y este no se arrugó, se mantuvo firme como buen cristiano, asegurando que eso era una ofensa a Dios, y soportando la ira de mi señor padre—. Torres cogió al Turco y le dedico una mirada larga y escrutadora. —Ese carácter, pese a sus faltas como digo, mereció un mejor final.

—Puede… ¿Y en cuanto al señor Bowels…?

—Permanecerá oculto, yo me ocuparé de él. No volverá a hacer daño a nadie.

—Bien. No puedo prometerle nada. —Lo acompañó a la salida donde le aguarda el sargento, ya nervioso—. Señor Abbercromby, ¿ha hablado de fluidos de la máquina?

—Sí. Parece ser que tenía un funcionamiento hidráulico. Al perforarle la cabeza salieron por ahí chorros de líquido pringoso…