¿Su amigo ya se ha cansado de mis historias? Oh… cuánto lo lamento. Si usted no se encuentra… podemos posponerlo, a fin de cuentas yo no me voy a mover y tal vez prefiera… ¿Sí?, como desee. Entonces volvemos a… ¿eh…? No, ya está bien de hablar de mí y mis hurtos en Forlornhope. Retomemos la parte interesante de la historia.
He aquí que todo el mundo quería ver a Torres, ¿por qué? Él tendía a pensar, y no voy a ser yo el que le contradiga, que apareció en el momento menos apropiado en medio de aquel nudo gordiano, o en el más apropiado. Era el elemento aséptico en un cruce de dolores y sentimientos heridos. Sea como fuere, la segunda quincena de septiembre del ochenta y ocho Torres recibió las más dispares peticiones; él, que solo quería ocuparse de su ciencia, sus ideas, y volver ya a casa. En la pensión de la viuda Arias, lugar tranquilo y discreto por demás, se vio abordado en muy breve plazo de tiempo por tres visitas, a cual más desconcertante.
Esos encuentros le llegaron mientras continuaba construyendo el facsímil del ajedrecista de Tumblety, ¿lo recuerda? No hubiera proseguido con este proyecto en circunstancias normales, tal vez habría llegado a crear un modelo más complejo tras el éxito ya demostrado de su primer prototipo, pero nunca intentaría reproducir el Ajedrecista de von Kempelen sin la concurrencia de un par de circunstancias. La primera, el origen de todo: si era capaz de realizar el autómata utilizando las piezas que yo encontrara, propias del ajedrecista «original», o con otras similares, probaría el hecho insólito de que un hombre, un genio del siglo dieciocho fue capaz del prodigio de hacer una «máquina pensante» cuando hoy en día toda esa materia parecía estar, cuanto menos, en sus inicios, si no se trataba de delirios de científico optimista.
El hecho de que el autómata que viera diez años atrás fuera el mismo que von Kempelen y Maelzel pasearan por Europa y América hasta mitad de siglo, se apoyaba solo en la palabra de Francis Tumblety, palabra que no gozaba del crédito de Torres, ni de nadie con buen juicio. Daba lo mismo, lo extraordinario del ingenio era independiente de si la fecha de construcción era mil setecientos setenta o mil ochocientos sesenta; el desconocimiento en la automática, tal como la entendía Torres, era a efectos prácticos igual en un siglo que en otro. Aún teniendo en cuenta esto último, había algunos datos al respecto de Wolfgang von Kempelen que no dejaban impasible al español. Le había dedicado cierto tiempo desde su anterior visita a Inglaterra, y lo que conocía de él aumentaba su admiración y su sorpresa.
Fue un individuo brillante desde joven, versado en muchas disciplinas científicas y humanísticas. Y de muy temprano gozó del beneplácito de la corona imperial por sus continuas aportaciones a la ciencia y el arte. A los veintitrés años era un triunfador, rico, ilustrado, con don de gentes, querido en los círculos más respetados; en definitiva, un joven en extremo atractivo y con un futuro más que prometedor. Se desposó con una muchacha, Franciscka, que por desgracia falleció sin causa justificada a las pocas semanas tras la boda. Este golpe afecto mucho al carácter de Kempelen, lo agrió, se convirtió en un hombre taciturno y volcó todas sus energías en investigaciones científicas, apoyado por una considerable fortuna que le permitió costearse los experimentos que fueron necesarios. Ese terrible embate en su vida fue un impulso para su carrera de ingeniero.
Como funcionario de su majestad imperial se le encargó la administración de la minería de sal en la agreste región de Transilvania. Allí ideó extraordinarios sistemas para mejorar las explotaciones en la zona. Fue urbanista, arquitecto, llegando incluso a administrar justicia, sin ser esta su obligación. Construyó también un gran número de autómatas; cualquier cuestión mecánica parecía no tener secretos para él. Tenía, por ejemplo, una máquina parlante que podía hablar en latín, francés e italiano, pronunciando cualquier palabra que el público asistente a sus demostraciones propusiera. Pese a su talento y buen hacer, era muy temido por los transilvanos, pueblo más que proclive a la superchería, y que tenían sus obsesiones científicas y sus modernos ingenios por diabólicas construcciones, aunque todo lo hiciera para facilitar las labores de los mineros.
Luego llegó el famoso reto de la emperatriz María Teresa del que ya hablé, el Ajedrecista y su paso a la historia, a su pesar, pues a lo largo de su vida trató de que otros méritos ocultaran a su autómata más célebre, sin éxito. Murió ya comenzado el siglo, a la edad de sesenta años. Fue enterrado en Viena, y en su panteón se grabaron las palabras de Horacio: Non omnis moriar, epitafio apropiado, pues la memoria de este genio húngaro perdura, aunque no del modo que él deseara.
Con todo, aun siendo extraordinarias las capacidades científicas, y siempre teniendo en cuenta que la investigación que hiciera sobre el húngaro no había sido más que casual, nada indicaba a Torres que Kempelen hubiera hecho avance alguno en la resolución mecánica de ecuaciones, por simples que fueran, y todos sus inventos no parecían nada más, ni nada menos, que imaginativos artefactos mecánicos, productivas obras de ingeniería, artilugios de prestidigitación, relojes, etcétera.
Había muchos comentarios sobre el posible «fraude» del Ajedrecista, tantos como manifestaciones en sentido contrario, y se barajaban distintos candidatos a ser los socios de von Kempelen, los que se ocultarían entre las tripas del autómata. Se hablaba de enanos o de niños, de un soldado tullido que de día ocultaban su minusvalía gracias a los prodigiosos talentos de Maelzel, el segundo propietario del Ajedrecista, en la medicina protésica, y que en las veladas de exhibición se aprovechaba de la pequeñez de su cuerpo mutilado para encerrarse en las tripas del autómata. Todos ellos con mucha pericia en el juego, a juzgar por los resultados documentados de algunas partidas frente a maestros ajedrecistas de la época. Incluso se mencionaban a los propios hijos de Kempelen.
Concluyendo: que aunque hablamos de un hombre excepcional, brillante e imaginativo, nada indica que fuera capaz de crear un prodigio como el que trataba de construir Torres. Este misterio tal vez fuera suficiente acicate para que el español se empeñara en tan inverosímil reto por sí solo, pero recuerden que he hablado de dos motivos que lo empujaron, y el segundo fue más extraordinario que el primero, si cabe.
La mañana del día en que el doctor Phillips reveló durante la vista del asesinato de Annie Chapman que un estudiante americano había solicitado órganos en hospitales de la capital, tal y como le adelantara Abberline a Torres días antes, el español recibió una nueva visita de De Blaise, que se presentó en casa de la viuda Arias acompañado de dos hombres, detectives privados contratados como guardaespaldas desde el desagradable y peligroso incidente ocurrido el día quince frente a su casa. Torres había pasado los últimos cuatro días enfrascado en su nuevo ajedrecista, dedicado a una tarea cuya consecución parecía una gesta excesiva para un solo hombre. La señora Arias, preocupada por el casi enclaustramiento de su huésped, apremiaba a su hija para que la tuviera al tanto de la situación del español, y la muchacha hizo lo que pudo, asistiendo a Torres, jugando interminables partidas de ajedrez con él, enfadándose mucho cuando el autómata le ganaba, y alegrándose aún más cuando descubría un hueco en la defensa del nuevo proyecto de ajedrecista, huecos que aparecían en numerosas ocasiones, mostrando la dificultad a la hora de complicar el prototipo.
¿Qué traía al señor De Blaise de nuevo por la casa de la viuda Arias? Una sorprendente oferta comercial, por decirlo de alguna manera. Vino como mensajero del lord Dembow, quien tenía la intención de financiar la construcción del nuevo Ajedrecista, sin escatimar en gasto alguno. Así de directo le espetó la oferta de su tío, nada más entrar ya en el cuarto de Torres. Dado el silencio atónito que tan repentino mecenazgo causó en su interlocutor, De Blaise se aventuró a hablar.
—¿Ha progresado en sus investigaciones?
—¿Sobre el…? Para serle sincero no demasiado, ya le dije que la empresa es inmensa. Además, aquello que le expliqué, eso de que mis avances previos en automática parecían parejos a aquellos mismos que hiciera el fabricante del Ajedrecista, ¿recuerda? Ahora no estoy tan seguro. —Ocurría que Torres había encontrado una profusión de partes de difícil definición entre los restos del Ajedrecista, tubos de vidrio, recipientes metálicos grandes y horadados por cien orificios, tubos de caucho secos y quebradizos, y más de un centenar de extraños discos y placas metálicas grabados o perforadas con cientos de marcas, objetos que no encajaban en ningún artefacto mecánico que pudiera idear el español, y cuya finalidad se le escapaba.
—Lo lamento —continuó De Blaise—. Sin embargo espero que esos obstáculos no le desanimen; ahora, gracias al interés que su trabajo, y más aún sus capacidades, han suscitado en el viejo, podrá contar con todo el tiempo que desee para su investigación y los medios que considere precisos, si acepta nuestra propuesta.
—Verá, señor, es una oferta muy generosa, pero… —Un patrocinio así no era algo desdeñable para un científico como Torres, ávido de saber, de experimentar sin la cortapisa continua que supone la falta de medios. La ciencia es muy cara, amigo mío, y obtener fondos para el más simple experimento supone el incómodo trabajo previo de confeccionar una memoria capaz de convencer a los organismos que tienen el dinero, disponer también de contactos en lugares concretos siempre ayuda; un sinfín de molestias que lord Dembow se ofrecía a hacer desaparecer de un plumazo. El problema es que Torres no era hombre que se comprometiera en una quimera así, no emprendería un trabajo sin estar por completo seguro de que el camino es el correcto, y esto era nada más que un sueño, un desafío si acaso—. El construir una máquina que juegue al ajedrez está muy lejos de esas capacidades que tanto valora en mí su generoso tío, al menos de momento, me temo. Invertirían ustedes una gran cantidad de dinero y de tiempo para al final, con toda probabilidad, perder ambos o tener que conformarse con un simple mecanismo de relojería algo más sofisticado.
Lord Dembow confía plenamente en su talento, ya lo sabe. Le hablé de su portentoso ajedrecista, y quedó muy impresionado. Le aseguro que no habrá problema en cuanto a la financiación, y no hay exigencias ni expectativas que satisfacer, ninguna que, conociéndolo, no se pusiera usted mismo.
—No puedo aceptar, señor mío. Me apasiona la automática, como le expliqué, y tengo intención de dedicar mucha de mi energía a este campo en los años venideros, pero poco a poco. Sería un necio, o un timador, comprometiéndome a construir esa máquina en ningún plazo razonable. Agradezco de veras su confianza en mis posibilidades, que creo excesiva. Debo rechazar su oferta. Además, quiero volver pronto a mi país.
—¿Cuándo tenía pensado dejarnos?
—Para el mes que viene. —Había considerado suficiente permanecer esas dos semanas que quedaban hasta octubre, por si pudiera ayudar en algo a Abberline y a la policía. Pensó que si para entonces no se había avanzado nada, su utilidad sería escasa. Por otro lado, deseaba con fervor volver junto a su familia, y por un telegrama recibido el día anterior sabía que Luz también le echaba de menos.
—De acuerdo, pues posponga su decisión hasta entonces. Concédame eso al menos. Tiene intención de seguir trabajando en él de momento, ¿no?
—Sí, aunque yo no lo llamaría trabajar. Es un divertimento que cada vez se acerca más a un callejón sin salida, tal vez el ver que mis ideas podían cobrar forma me empujó a…
—Entonces continúe, trabaje, diviértase a su gusto, y pida todo lo que necesite mientras esté en Londres, sin compromiso alguno. Si llegado el treinta decide intentarlo, seguiremos trabajando juntos, de lo contrario, espero que siempre nos tenga por sus amigos ingleses. —Torres quedó dudando, en silencio—. Lo que le ofrezco es bien sencillo, siga con los planes que tenía. Si cuando llegue el momento de volver a España, considera que hay alguna posibilidad de que nuestra cooperación fructifique, lord Dembow estaría más que orgulloso de colaborar en lo posible con su investigación.
—No quiero parecer empecinado en mi negativa sin razón alguna, no veo mal en lo que dice, aunque me temo que milord se deja llevar por un entusiasmo excesivo. Conozco la materia y le digo que estoy muy lejos de fabricar un artefacto como el que desean. Creo que no se contentarán con una máquina como la que ya le mostré, querrán un jugador de ajedrez completo, y eso está cerca de lo imposible.
—Sin embargo alguien lo hizo, y dudo mucho que usted sea menos brillante o capaz que él. Excelente. —De Blaise se frotó las manos, sonriente y satisfecho—. Podemos disponer de un laboratorio para usted, puede trasladarse…
—Aguarde. No lo tome como un desplante no quiero desairar a lord Dembow, que ha mostrado tanta generosidad, pero de momento no quisiera abandonar estas habitaciones, verá…
—Entiendo, Torres, claro que lo entiendo. Necesita tiempo para pensar, sé que es una oferta un tanto precipitada; lord Dembow está muy interesado en la ciencia, ya lo sabe. Y en eso que usted llama «automática» de un modo muy especial. Considera, por otro lado, que no le queda mucho tiempo como para mostrarse paciente… No quiero interrumpirle más, seguro que necesita concentrarse en su investigación. De todas formas quisiera mencionarle ciertas condiciones que propone lord Dembow, en caso de que decida aceptar nuestra ayuda.
—¿Condiciones? —Torres se imaginaba a qué se refería, aun siendo joven, mucho sabía de los entresijos del mundo intelectual—. Si se refiere a temas de patentes, me temo que…
—En absoluto, será por completo suyo, el ajedrecista y cualquier adelanto que devenga de su construcción. Lo que quiere lord Dembow es poder supervisar sus progresos y, sobre todo, que se le permita sugerir ciertos… ciertas líneas de investigación a seguir. En ningún caso trata de usurpar el invento, solo serían sugerencias, ya le digo.
—No sé si le entiendo bien…
—Tiene ideas.
—¿Ideas?
—Por supuesto, siempre que usted las considere adecuadas, interesantes o correctas. Le aseguro que lord Dembow es un ingeniero capaz, un hombre de ciencia con una visión nueva en ciertas disciplinas, yo diría que más global que el resto de sus colegas, tal vez con su notable excepción. Creo que su forma de pensar puede ayudarle a sortear algunos obstáculos.
Torres sonrió y asintió con la cabeza, hizo un esfuerzo para que la extrañeza no aflorara a través de sus gestos, y sin consentir o negarse a la oferta de modo explícito, procuró dar a entender que se avenía al acuerdo sin reserva alguna. De Blaise sonrió a su vez, tomó el sombrero y se despidió. Apenas salió el inglés de la habitación, y ya estaba dentro Juliette.
—Mi madre dice que le pregunte si le apetecería una taza de té…
—Oculta algo, ¿no crees, Julieta? —La niña abrió mucho sus ojos verdes, pensaba que era imposible que la vieran espiar, y puede que tuviera razón, solo bastaba aventurar que estaba allí, casi siempre se acertaría—. Desde que les conocí noté algo extraño. No me tengo por un buen observador del proceder de los hombres, pero he notado que un secreto puede alterar la forma de comportarse de una persona, o una familia, y cuanto mayor es el secreto, más es esa alteración. ¿Estás de acuerdo conmigo, Julieta?
—No sé. Yo no le digo a mi madre todo lo que hago. —Sonrió traviesa—. Y ella no suele enterarse…
—Cierto, tienes mucha razón. Y creo que eso es, sin con ello querer menospreciar tus capacidades para la actuación, porque te limitas a no contar hechos. La omisión de información no es difícil, si el que te escucha no sabe que la información existe, no hay nada que echar en falta. Lo que me hace pensar que lord Dembow no se limita a ocultar algo, quiere que yo actúe de alguna forma, lo quieren desde la primera vez que nos vimos, por lo que no estoy seguro de que toda mi relación con él sea tan casual como creía.
—Ese señor parece bueno.
—También me lo parece a mí. Lo único que me queda es esperar a que milord me de esas «sugerencias», ahí se despejarán muchos enigmas.
No vio otra cosa que hacer, más que esperar. Tal vez pudiera haber indagado algo más en Dembow, entender por qué en un principio el lord parecía ofendido por la existencia del Ajedrecista, luego se mostró atraído por los autómatas en general y este en concreto, y por último se convertía en el promotor de la reconstrucción del más sorprendente de todos. Comportamiento raro, el suyo como el del resto de la familia. Y aún le quedaba más por ver.
Por la tarde, pidió a la viuda Arias si dejaría a su hija subir, para jugar una partida. Tras abandonar sus esfuerzos por reproducir la máquina parlante de Kempelen con las piezas disponibles, esfuerzos que iban en buen camino y que fueron tomados como un divertimento menor, acababa de conseguir ciertos ajustes sobre su Ajedrecista y quería probar. Torre, rey, caballo contra rey, caballo. El caballo era una pieza fascinante, su movimiento, capaz de recorrer todo el tablero con tan simple estructura… complicaba mucho los mecanismos y ensimismaba a Torres hasta hacerle perder la noción de tiempo. Juliette subió corriendo, y parada en la puerta dijo casi sin aliento:
—¡Acabo de ver al señor Ag… a don Raimundo!
—¿Dónde?
—Abajo, pero… —La ilusión desapareció al momento, con esa velocidad en tornar ánimos que tienen los niños—. Dijo que no quería vernos.
—Vaya. —Luego, viendo la tristeza en los ojos de Juliette, añadió—: Creo que ahora trabaja de jardinero en una casa importante.
—¿Y por qué no quiere vernos?
—Tendrá mucho trabajo. Veras como pronto nos hace una visita, o incluso puede que nosotros se la hagamos a él. Sé donde trabaja.
—Me dio un recado para usted. Dijo que tuviera cuidado con lord Dembow y los suyos. ¿Quién es entonces lord Dembow, señor Torres? ¿Un malvado…?
No contestó. Esa advertencia, viniendo de mí, que ahora frecuentaba Forlornhope, podía ser más que significativa. ¿Qué habría visto yo allí para advertirle de ese modo?, se preguntaría, como se lo preguntan ustedes, seguro.
Permítanme mantener el misterio un tiempo. Si esa familia le parecía extraña, su prevención aumentó con mi mensaje; ojalá hubiera aumentado más.
Dos días después, volviendo de un paseo, se encontró con la muy grata e inesperada presencia de Cynthia a las puertas de la pensión.
—Qué agradable sorpresa, señora De Blaise. —Sorpresa en verdad, pues no era ni frecuente ni apropiado que una dama fuera a visitar a un caballero, ambos casados, sin compañía alguna. Y menos una dama semejante. Ante Torres se presentó una criatura deliciosa, toda envuelta en rojo, espectacular, mucho más hermosa que la última vez que la viera, y esa era una ocasión festiva. Tal vez demasiado arreglada para esas horas de la mañana, ese hubiera sido seguro el juicio de su protector tío de haberla visto.
—Como no se digna a pasarse por casa, don Leonardo —fingió un enfado, coqueteando—, tendremos que venir a verle los que añoramos su compañía. Más teniendo en cuenta que, según ha llegado a mis oídos, nos dejará pronto.
—Imperdonable por mi parte, desde luego; dice muy poco de mi buen gusto el preferir las soledades de mis paseos y mis libros a su conversación. La encuentro encantadora esta mañana. ¿Quiere pasar? Señora Arias…
La viuda, que con cierta hosquedad observaba el encuentro desde la puerta abierta de su casa, los invitó a entrar con la más estricta y escueta hospitalidad.
—Vaya, eso quiere decir que a veces no se lo parezco —decía Cynthia ya en el vestíbulo.
—¿Cómo?
—Encantadora. Si así me encuentra «esta» mañana, debo entender que…
—Jamás, perdone las torpes mañas de este español, estropeadas por tanto número. Sin embargo insisto en que hoy tiene una luz especial.
—Cierto. ¿Recuerda ese artefacto terapéutico que me diera el buen doctor Granville para tratar mis alteraciones nerviosas, ese que desapareció como por magia? Pues tuvo la amabilidad de visitarme de nuevo, no todo el mundo es tan caro de ver como usted, y me proporcionó otro. ¡Qué maravilla! Es un verdadero prodigio, me siento mucho más… más… relajada. Y solo llevo un par de días empleándolo.
—Me… alegro mucho…
—Me temo que estoy hasta abusando de ese aparato. He superado en mucho las instrucciones de uso que me dio el doctor… me hace mucho bien. ¿Por qué seremos tan complicadas las mujeres, Leonardo?
—Un pequeño precio a cambio de la enorme cantidad de virtudes que atesoran.
—Y que de poco nos valen si los caballeros como usted nos dedican tan poco de su tiempo.
—Clemencia, no puedo con tanto reproche, tanto y tan justo. En mi descargo solo puedo decir que ando enfrascado en problemas técnicos, ese cerebro mío que tanto se obsesiona con la más nimia cuestión científica. Por cierto que su tío tiene parte de culpa, el miércoles me visitó su marido y.
—Sí, ya sé, sus cachivaches.
—Señora Arias… —pidió la ayuda de su patrona, que, seria pero diligente, la ofreció.
—Pasen al salón, pasen. Usted sabe, don Leonardo, que puede disponer de mi casa como si fuera la suya.
Entrando en el acogedor y algo recargado saloncito de abajo, acompañados de té, unas galletas y la posibilidad de que los oídos de la pequeña Juliette anduvieran por las paredes o tras la puerta abierta, la conversación seguía alegre.
—¿Volvió a ver al señor Aguirre?
—Sí, ha vuelto a casa. Da gusto ver cómo está dejando el jardín, con solo dos días. Por supuesto, le di recuerdos de su parte.
Pero cuando la viuda Arias los dejó «para que hablen de sus cosas con tranquilidad», el lozano talante que traía Cynthia cambió. Se puso en pie, de inmediato otro tanto hizo Torres. La mujer comenzó a contemplar distraída las horrorosas figuritas que se apiñaban en mesas y estanterías, acompañando a la colección de novelitas rosas que tapizaba las paredes.
—¿Le ocurre algo, señora De Blaise?
—Por lo que más quiera, Leonardo, apee el tratamiento. Somos viejos amigos.
—En ese caso, ¿le ocurre algo, Cynthia?
—Es evidente, ¿no? Por eso necesito tanto la ciencia de monsieur Granville, que en realidad poco me alivia. No sé por qué me creo con derecho a cargarle con mis preocupaciones, ha sido un impulso… —Los bonitos ojos de Cynthia estaban trémulos al volverse, pero era una mujer fuerte, y decidida a no llorar.
—Vamos, siéntese. —Le ofreció un pañuelo—. Como usted ha dicho bien, me permito considerarla mi amiga, y si en algo puedo ayudarla…
Ambos se sentaron, y Cynthia pronuncio una escueta frase, que en nada gustó a Torres.
—Es mi marido.
El español no deseaba en absoluto entrometerse en problemas conyugales ajenos, aunque fuera de gentes que apreciaba. Y es que los problemas no debían ser pocos: ella casada con el amigo de su difunto prometido. No podía ignorarla sin más, y era cierto que le entristecía ver apenada a esa preciosa mujer. Se armó de paciencia y preguntó:
—¿Ha tenido algún otro problema en casa…? Me refiero a otro atentado como el del fin de semana pasado. —No, sus preocupaciones se circunscribían al terreno de lo sentimental, para tormento del pobre Torres. Decía que su esposo se había sumido en una terrible melancolía. En realidad había caído en ese estado desde la boda, si no lo traía de antes.
—Y me temo que a él, el percuteur no puede aliviarlo…
—Imagino que no…
—Nada puede. Creo que se siente responsable de la muerte de Henry.
—Por lo que sé, así es.
—¿Cómo…? ¿Ha hablado con él de esto? —La mujer se transformó en el retrato mismo de la esperanza.
—Algo me contó. Sí, se siente culpable hasta cierto punto, y creo que es natural. Verá Cynthia, él era su oficial además de su amigo, tendría que tener un corazón de piedra para no achacarse pequeños descuidos o faltas, eso pasará con el tiempo.
—No estoy segura. Anda buscando su… un castigo. —Estuvo a punto de decir «su muerte», los labios formaron la palabra y se retuvo. Era llamativo que esa misma falta, la de la persecución suicida, hubiera sido achacada a Hamilton-Smythe por el propio De Blaise—. Ahora, creo que se ha lanzado a ciertos excesos… sí, ya sé que no es propio de él, que aunque siempre exhibió ese aire de truhán, nunca…
John De Blaise, según la opinión no muy objetiva de su mujer, sentía remordimientos, justos o no, por la muerte de su amigo, acrecentados por cierta vergüenza al estar casado con la prometida de este. Lo último, según ella, era absurdo, porque ese matrimonio era el mejor remedio para su dolor, debía serlo. Ella era consciente que el amor que sintió por Hamilton había muerto para siempre, que su corazón no volvería a sentir por otro hombre lo que sintió por él. También sabía del sincero afecto que De Blaise le profesaba, y la amistad y el cariño pueden ser buenos sustitutos para la pasión. Vio en el hecho de casarse con él un modo de ser fiel a la memoria de Hamilton, un consuelo y un alivio. Sentía, ahora como siempre, cierta ternura hacia su marido, y consideraba que eso era cimiento suficiente sobre el que edificar un matrimonio, e incluso alcanzar la felicidad. No discutiré yo las razones de la señora De Blaise, es obvio que nunca llegué a casarme y mis experiencias románticas se reducen a esa pueril obsesión por la propia Cynthia y a mi relación con Liz Stride, llámenla como quieran, ambos romances un tanto atípicos. Lo que puedo asegurar, o así lo hizo Torres, es que la joven parecía sincera al decir que quería de cierta manera a su esposo y se preocupaba por su estado.
—Su matrimonio… ¿insistió mucho De Blaise para casarse?
—La verdad es que no. Me lo pidió, pero rodeó la propuesta con pudores y reparos. Fue mi tío quién le animó, nos animó a los dos. En un principio yo no era capaz de decidirme, estaba confusa y le pedí consejo, creyó que era lo mejor…
Y a todo esto, ¿qué pretendía Cynthia que hiciera Torres? Quería que hablara con él, con su esposo, que le hiciera entender que no era responsable de la muerte de Hamilton-Smythe y, sobre todo, que comprendiera que ella no se lo reprochaba, que lo quería.
—¿Piensa que puede atender más a mis palabras que a las de usted o…? Sabe que les aprecio, pero comprenda que nuestro conocimiento no es tan estrecho.
—Precisamente, esa cordial amistad que les une será el mejor inicio para un acercamiento. A usted le tiene en mucha estima, le considera un hombre cabal, de buen juicio. El resto de sus conocidos… tras la muerte de Henry hubo mucho revuelo, un proceso, nadie le echó la culpa, no, pero quedó flotando un mal hálito, el regusto que dejan los rumores y la maledicencia de las gentes. —Eso era innegable para cualquiera que viviera a finales de siglo: el mal ajeno era la mayor fuente de disfrute social, puede que en cualquier siglo. Quedaba una última razón, y la más importante, a juzgar por la prolongada pausa enfática que hizo antes de decir lo siguiente—. Hay otro asunto. Creo que ese dolor, esa pena empieza a convertirse en una obsesión. Me temo que ahora frecuenta a esta señorita. —Le mostró una fotografía de una joven, muy atractiva aunque algo vulgar en la forma de vestir, una cabaretera, o algo peor. Indudablemente posaba en un pequeño escenario.
—Me va a perdonar, Cynthia, pero me temo que yo no debo inmiscuirme en…
—Es su hermana, la hermana de Henry, quiero decir. —Sí, ahora encontró un fuerte parecido familiar, aunque el aire carnavalesco no congeniaba en nada con la sobriedad de los Hamilton-Smythe—. Encontré por casualidad la foto, pensé lo peor, me enfurecí y se lo recriminé. ¿Cómo no hacerlo si apenas…? ¿Acaso soy tan repugnante a los ojos de un hombre?
En absoluto lo era, y eso debió pensar Torres sorprendido por lo que insinuaban las palabras de Cynthia, insinuación que el pudor impedía aclarar más.
—Disculpe —continuó reponiéndose algo—, es una desconsideración por mi parte avergonzarle con estos asuntos domésticos que seguro nada le importan…
—Por Dios, no se apure. Claro que me importan, que no sea yo tal vez el más apropiado para aconsejarle, y que me vea incapaz de prestarle la ayuda que, le aseguro, desearía brindarle no quiere decir…
—Gracias. ¿Ve? No puedo confiar más que en usted, ya no me quedan amigos. —La mujer ya no pudo contener las lágrimas. Torres no tardo nada en ofrecerle un pañuelo y en posar su mano sobre el brazo de ella, para reconfortarla—. Fueron celos, supongo, eso me hizo alzarle la voz, y eso debiera demostrarle mi cariño, ¿no cree? Entonces me dijo que era la hermana de Henry, y que se estaba ocupando de ella, que necesitaba su ayuda o… no fue muy preciso, no quiso serlo, ¿lo entiende? ¿No ve que es una obsesión? —Torres dijo que hablaría con él, no tuvo fuerzas para negarse, estaba aún más hermosa cuando lloraba.
—Si lo único que desea es que tenga una conversación con su marido, bien, accedo, será un placer para mí, pero ya le digo que no creo que en mis palabras encuentre más consuelo que en las suyas. Es su marido, Cynthia; seguro que tiene confianza…
—Solo lo es en nombre, Leonardo, le aseguro que solo en nombre. —Se produjo una pausa incómoda.
—Iré mañana a su casa, si le parece bien. Siguen residiendo con su tío, ¿verdad?
—Gracias, pero… si viene a casa y habla con él allí… me temo que no se abrirá a usted. Ya conoce su forma de ser, fingirá fortaleza y lucirá su personalidad y su sentido del humor para eludir el tema.
—No alcanzo a entender…
—Oculta sus debilidades de todos, de mí. Cree… no sé, supongo que trata de evitar dañarme. Si pudiera hablar con él cuando se encuentra… vulnerable.
—¿No le sería más fácil a usted…? —Antes de acabar la pregunta, Torres conocía la respuesta, a la vista de la inusitada frialdad de ese matrimonio.
—No. Sé que se permite bajar la guardia de su fortaleza en ciertos locales en los que no sería decoroso que yo entrara. —Torres abrió los ojos y fue a protestar. Cynthia se le adelantó—. No, me refiero a que acostumbra a… «cabalgar sobre el dragón», creo que así lo llaman.
¿Opio?, sí parecía que la pena era más profunda de lo recomendable. Por lo que le contó Cynthia, frecuentaba demasiado a menudo cierto local en Limehouse, allí donde se amontonaban los fumaderos de todo Londres.
—¿Cómo conoce usted un sitio así? Si me permite la pregunta, no creo que él le haya dicho…
—Fue Nana. A ella se lo comentó Tomkins, o se lo sonsacó… ella y usted son mis únicos amigos. —Desde que le dispararon, dijo, su marido era acompañado por un par de guardaespaldas, dos detectives privados que contrató el mayordomo en nombre de lord Dembow, sin duda los mismos dos que viera Torres en la pasada visita que le hizo, y estos hombres reportaban al mayordomo un pormenorizado recorrido de sus paseos y salidas nocturnas. La señorita Trent se ablandó ante los ruegos de Cynthia, y le reveló a dónde iba De Blaise casi a diario, a alejar sus miedos. Sin más que decir y con la promesa de Torres de que hablaría con su esposo, ella se fue, dejando en la mano de Torres la foto de la que pudo ser su cuñada.
—Espere —dijo Torres ya en la puerta—, pediré un coche. —Miró a la viuda Arias, que allí estaba, y quién se dispuso a hacerlo de inmediato—. ¿Cómo ha venido?
—Caminando —dijo ella—. Hace un día agradable.
—Qué locura, vamos, yo mismo la…
—No se moleste. Le dije a Albert que pasara por aquí a esta hora, más o menos.
—Hay un coche en la acera de enfrente, esperando —atestiguó la señora Arias.
—Excelente.
En efecto, ahí estaba el coche de lord Dembow, con Albert en el pescante, el mismo joven audaz que salvara a De Blaise y puede que al premier el día del atentado.
—Una fortuna que Albert estuviera tan vivo el sábado pasado —dijo Torres al ver al chofer, mientras la acompañaba a cruzar la calle hasta el coche.
—Albert y usted, Leonardo, no lo olvide. Sí, la verdad es que se portó muy bien, y ha sido recompensado por mi tío.
—¿Y su anterior cochero?
—¿Anterior? No le entiendo…
—Sí, recuerdo que hace diez años tenían otro…
—Oh… ¿se refiere a Charles?
—Supongo, no sé…
—Un sujeto mezquino y desagradable. No duró mucho, llevaba con nosotros tres meses y… por cierto, apenas días después de su marcha mi tío lo echó.
—¿Y se acuerda de su nombre?
—Sí. Se le despidió por no llamar a la policía.
—¿Qué hizo?
—Robarnos, o intentarlo al menos.
—Vaya, que desagradable.
—Sí, más cuando se trataba del marido de Nana, ¿sabe? Por consideración a ella mi tío no tomó medidas más severas.
—¿De la señorita Trent? Vaya, no tenía idea.
—Sí, ella lo trajo a casa, y tuvo que aguantar la vergüenza cuando le sorprendieron. Además la maltrataba, sabe. Un auténtico drama. Pobrecita Nana, ha tenido mala suerte con los hombres… ya es hora de que se rehaga. Es una mujer muy guapa, siempre me lo ha parecido. ¿No lo cree?
—Sin duda… no se ofenda, pero viéndola siempre así, tan… en su papel de la perfecta cocinera, ama de llaves… no la hago casada.
—Viuda. Por suerte ese sinvergüenza la abandonó hace años, y luego llegaron noticias de su muerte. Espero que no me considere despiadada, quiero mucho a mi Nana, y ese hombre le hizo sufrir tanto…
—Lo entiendo.
Se despidieron. Torres quedó mirando cómo se alejaba el coche calle abajo, perdiéndose en la bonita mañana. Dio un paso atrás y a punto estuvo de tropezar con la viuda Arias, que les había acompañado en silencio hasta allí.
—Oh, disculpe. No me he dado cuenta de que estaba aquí.
—Ya lo veo —dijo la viuda afeando su cara pecosa con el mismo gesto agrio que había mantenido durante toda la visita de la señora De Blaise—. No se preocupe.
—Una mujer fascinante —dijo Torres dirigiendo otra vez su mirada calle abajo.
—Fascinante y entera. —El español giró en redondo—. Es algo extraño que una mujer de su posición y sana, se mantenga así a su edad. —Torres se limitó a asentir—. Es mayor que yo. —Ni ante el pelotón de fusilamiento se hubiera atrevido mi amigo a dudar de tal afirmación—. No me extraña que esté enferma y emplee… esos chismes. He leído algo de ellos en los anuncios.
—Señora… cuando dice «mantenerse así» se refiere al hecho de que haya tardado tanto en casarse.
—Por supuesto, señor Torres, ¿a qué otra cosa podía ser? Algo extraño debe tener esa mujer, si no…
En efecto. La agudeza femenina de la viuda Arias ponía en palabras lo que la caballerosidad de Torres soslayaba: Cynthia era una mujer rica, sana y, aunque el corazón del ingeniero pertenecía por completo a su Luz, era lo más hermoso que nunca había visto. ¿Entonces, qué causaba esta castidad exagerada, más aún, estando ya casada? Almacenó el dato en su mente ordenada y se ocupó de lo que ahora acuciaba.
Cynthia no pretendía de él una simple charla con su marido. De Blaise ya le había manifestado sus remordimientos, hasta cierto punto, sin necesidad de buscar ambientes como los de un fumadero de opio. Por tanto, la astuta mujer quería que Torres indagara sobre la relación de su esposo con la hermana de Hamilton-Smythe, incluso es posible que tuviera la esperanza de que los encontrara juntos. No tenía otros medios, viviendo siempre bajo la tutela de su tío, quien sin duda protegería a De Blaise, que ahora era su hombre de confianza como prueba que hubiera sido este quien le hiciera oferta tan singular de parte de lord Dembow dos días atrás. Así que había utilizado todas sus armas de seducción, y apelado a la caballerosidad de Torres para conseguir sus servicios como improvisado detective.
Puede que los ardides femeninos de Cynthia De Blaise fueran obvios para Torres, y que no se sintiera impelido por ellos a hacer nada, sin embargo algo tuvo que animarle a seguir la petición de la mujer. Su altruismo innato, la atracción del misterio, lo que fuera hizo que el domingo estuviera en Limehouse, en busca de John De Blaise. Sin duda había simpatizado con ese caballero, e incluso «empatizado» con su situación, y tratando de aliviarla decidió acudir a su buen amigo y benefactor, el señor Ribadavia, antes de su delicada visita al antro de opio. No tenía contacto alguno en el mundo castrense inglés, y esperó que el diplomático, que como ya he mencionado era hombre de muchos y diferentes recursos, pudiera ayudarlo. Su intención era obtener una versión oficial del proceso del incidente de Kamayut, una versión más objetiva, distante de toda mediatización.
Ribadavia se aplicó a la cuestión y el domingo por la mañana invitó a Torres a un desayuno en la embajada española, nutritivo tanto en lo alimenticio como en cuanto a la información que disponía para el ingeniero. El diplomático se presentó elegante como era siempre, tal vez algo demasiado atildado. No confundan ustedes tampoco su gusto por los excesos al vestir, pues en lo tocante a su profesión era hombre nada frívolo, y hecho su trabajo, debía ver si tras de él había razones morales que lo justificaran. Educado con esa mezcla de cordialidad y desplante propia del caballero español, no tardó en preguntarle por la razón de su curiosidad. Torres tampoco anduvo con tapujos o medias palabras, no tenía por qué. Le aclaró que el oficial implicado en aquel incidente, De Blaise, era su amigo, y que su interés solo era en razón a esa amistad, y siendo esta algo que Ribadavia valoraba por demás, pasó a contarle lo que sabía, que no difería en lo esencial a lo que el propio protagonista contara a Torres.
Los hechos fueron tal y como se lo contara De Blaise días antes, sin diferencias mayores a parte de la comprensible apreciación personal de quien estuvo presente allí, donde ocurrió todo. Ribadavia aclaró que, según entendía él, el Alto Mando no dudaba de la competencia y del buen hacer en aquella situación del mayor De Blaise, pero como muchas veces ocurre, prefirieron curarse en salud y alejar de sus filas de la forma más honorable a un oficial que, sin haber hecho nada censurable en rigor, despertaba comentarios maledicentes. Un dato que no conocía Torres era la importancia del papel que jugó el propio lord Dembow. Este, como es natural, tomó cartas en el asunto y se apresuró a mover sus hilos en el Ministerio de Defensa para conseguir que De Blaise abandonara el ejército sin mayor perjuicio.
«Como es natural…». Me va a perdonar que intercale ahora una opinión personal: yo no veo nada natural en esa actitud. Verá, no se trataba de ningún familiar, tan solo del amigo del prometido de su pupila, puede que le unieran ciertos lazos de amistad, no demasiados, que fue el fallecido con quién en todo caso tendrían contraída una deuda de honor… no sé, cosas mías, mi suspicacia natural. La de Torres era de diferente género. La información que traía Ribadavia, carente en sí de novedad, suscitó preguntas a la despedida, también inocuas en un principio.
—Pues gracias por todo. Pensaba que los británicos serían un tanto reticentes a hablar de este tema con un extranjero.
—Lo son, amigo Leonardo, claro que lo son. El tiempo que llevo ya aquí me ha enseñado a conocerles, sé cómo tratarlos. Considero la amistad como un valor esencial en cualquier situación, y a lo largo de todo este tiempo en esta lluviosa ciudad he hecho algunos amigos, por ejemplo, el coronel Barstow, que ha vuelto de allí, de Birmania, hace dos meses. A él acudí en cuanto me contó usted la cuestión, y por respuesta me ha remitido esta extensísima carta. —La sacó del bolsillo, y la epístola llegaba a las seis cuartillas—. Barstow es un gran tipo, excelente jugador de bridge, algo pesado y amigo de enviar interminables epístolas a sus conocidos, y quien mucho habla, mucho dice. Aunque no contáramos con la locuacidad del buen coronel, tampoco es un asunto del que sea difícil obtener información. Verá, aun siendo una acción un tanto emborronada esta del paso al fuerte Kamayut, todos los que allí estuvieron han muerto, salvo su amigo De Blaise, así que, se piense de un modo u otro, se diga esto o lo de más allá, poca gente queda ya perjudicada o susceptible de ser dañada por lo que sea…
—¿Todos muertos?
—Eso creo. —Consultó un momento la carta de su amigo—. Aquí me lo hace saber: «de los cuatro que llegaron a Kamayut, los suboficiales Jones y Canary fallecieron a finales del pasado año…» no, no menciona el paradero del sargento Bowels, puede estar vivo.
—¿Muertos? —Ya, ya sé que la gente muere de habitual, pero estoy seguro que comparte la sorpresa de Torres—. ¿Sabe cómo fue? ¿Cuándo…?
—Mmmm… un accidente ferroviario, en el Punjab…
—Y con eso queda cerrado el asunto.
—¿A qué se refiere, señor Torres?
—Los supervivientes del incidente: dos muertos, el tercero en paradero desconocido, el que por cierto fue responsabilizado de la muerte del teniente por los fallecidos, y mi amigo De Blaise cargando con la culpa y el deshonor.
—Si no me equivoco, quedó libre de toda acusación…
—Obligado a abandonar el ejército por la puerta de atrás. Usted y yo sabemos que eso es decir que no pueden probar nada, no que quede libre de sospecha, ni lo que es peor, de los malos pensamientos de la gente.
—La mala fe es algo permanente en el hombre, imposible de combatir.
—Sí. Bien, don Ángel, se lo agradezco mucho. Espero no abusar de su amistad si le ruego que siga proporcionándome toda la información que pueda al respecto.
—Veo que tiene intención de ayudar a su amigo en serio.
—En lo que esté en mi mano. No solo me interesaría el proceso, sino la estancia del mayor De Blaise y el teniente Hamilton-Smythe en Birmania, me gustaría saber si el comportamiento de Hamilton se deterioró tanto como me han dicho.
—Haré lo que pueda, ya le digo que gracias a mi amigo Barstow he podido obtener esta información tan rápido, puede que el resto no sea igual de fácil. Lo que sí quisiera es que a cambio usted hiciera algo por mí, algo que no le costará el menor esfuerzo.
—Ya está concedido. Dígame, si puedo ayudarle…
—Claro que puede. Le estaría agradecido si pudiera encontrar el modo de propiciar un encuentro con la señora De Blaise.
—¿Qué interés tiene…? —Torres fingió sorpresa, aunque esperara la respuesta.
—No creo que haya nadie en esta ciudad que no quiera frecuentar a la dama más adorable de Inglaterra.
—No tengo que recordarle que se trata de una mujer casada…
—Querido Torres, no tengo intención alguna de emparentarme con familia tan complicada, y con ese pasado tan poco presentable. Nunca me uno a gente con peor reputación que yo, me sentiría menospreciado, es cuestión de orgullo. Y déjeme que le diga que el casorio es siempre el estado perfecto para una mujer.
Con estos datos en mente se plantó el domingo por la tarde en un pintoresco local inmerso en el laberinto de Limehouse, siguiendo la guía de Juliette, que por supuesto había presenciado la visita de la señora De Blaise con su habitual discreción. En qué cabeza cabe que Torres permitiera a Juliette acompañarlo, no lo consintió pese a todos los pucheros y chantajes de los que se valió la niña para convencerlo. Bastaron unas oportunas indicaciones y sin mayor dificultad se encontró frente a una casa de ladrillo oscuro, fea y triste en la entrada, como lo eran en todo el barrio, que ocultaba un paraíso oriental en su interior. Reconoció en la puerta a los detectives que acompañaban a De Blaise. Ambos guardaespaldas observaron con atención a Torres como a todo el que pasaba por la calle o entraba en el establecimiento. No hicieron ademán alguno de acercársele, si lo reconocieron, lo disimularon bien.
Llamó a la puerta vieja. Un joven oriental abrió y sin mediar palabra lo condujo a través de un pasillo mal iluminado, atravesando una selva de cortinas y miradas de ojos rasgados. Entró sin problemas en el fumadero. El consumo de opio no era ilegal en Inglaterra entonces, aunque sí se mantenía relegado a barrios apartados y guetos orientales como este. Por fin un chino, diría que de mayor rango, saludó muy servicial a Torres, inclinándose e invitándolo a seguirlo terminado el laberinto que daba paso al establecimiento.
—¿El señor De Blaise? —dijo él—. ¿Está aquí?
El chino no daba señales de entender palabra de inglés, aunque es probable que sí le comprendiera. Siguió insistiendo en su permanente ofrecimiento de lo que fuera, mientras el español intentaba hacerle saber que solo buscaba a alguien. Otro oriental más se les unió, un anciano, posiblemente el dueño o el encargado, y su participación no ayudó en nada al entendimiento. Al final, no tuvo más remedio que ignorarlo. Caminó por el local con la exasperante sombra de los dos asiáticos persiguiéndolo y parloteando en su ininteligible lengua.
El lugar estaba más iluminado de lo que había esperado tras ver la entrada. Todo decorado con plumas de pavo real, sedas y oropeles colgando en las paredes, figuras en los estampados y sobre mesitas representando chinos en actitudes de armonía y paz, un par de estufas en las esquinas sobre las que se acumulaban los vasos, incensarios y otros enseres propios del arte de fumar opio. Por todos lados, entre biombos decorados, había divanes donde lánguidos orientales envueltos en túnicas de algodón y pequeños gorros de piel disfrutaban de su momento de paz. Y no solo orientales. Habría treinta o cuarenta personas allí reclinadas, atendidas por los solícitos domésticos del local, tan obsequiosos como pesado era ese viejo que seguía a Torres, y esto solo era un piso, se adivinaban escaleras que conducían a un sótano. Pues bien, una tercera parte de los asistentes eran ingleses, algunos trajeados, otros con aspecto más desaseado, había quien parecía llevar meses ahí encerrado, envuelto entre vapores de opio e incienso y de calor, sabe Dios qué aventuras traía a cada cual por allí. No vio a ninguna mujer.
El encargado empezaba a mostrarse molesto y eso, aunque Torres no tenía idea, podía resultar peligroso, que más de un fumadero de opio en Limehouse ocultaba tras de sí guaridas de las ligas Hung, peligrosas bandas que controlaban el crimen en el gueto oriental. Al voltear con indiscreción uno de los bastidores policromados, oyó la voz de De Blaise que le llegaba desde su espalda.
—¡Torres! —Parecía azorado y sorprendido a un tiempo. Ya les digo que disfrutar de esa sustancia no era delito alguno, aunque tal vez no estuviera bien visto según en qué círculos. Cierta intelectualidad incluso alababa las excelencias de fumar una pipa o dos al día, si bien a decir verdad solía tomarse en el mejor de los casos como excentricidad, y en el peor como una falta de fortaleza moral. Así parecía sentirlo De Blaise a juzgar por su expresión, que pronto disfrazó tras la habitual sorna—. No imaginé que tuviera aficiones de sibarita.
—De Blaise, quería hablar con usted. —El inglés, tumbado en una otomana roja sujetaba una hermosa pipa de ébano, el yen siang que llamaban los chinos, reposando junto a él, mientras un asiático utilizaba una larga aguja incandescente para prender el opio, hasta hacerlo burbujear. Aún no había empezado a fumar, lo que no era necesariamente una ventaja para la cuestión que le traía a Torres junto a él.
—¿Y ha venido hasta aquí para…? Ya sé: ha decidido aceptar nuestra oferta.
—Bueno… —Se sentó junto al diván, en un pequeño taburete, incomodo asiento para alguien de su estatura—. Debo serle sincero, estoy aquí a petición de su esposa.
—¿Cynthia?
—Se encuentra muy preocupada por usted, cree… le encuentra algo abatido.
—Ya, está histérica. La atiende un médico. ¿Usted cree que estoy abatido?
—El hecho de frecuentar este sitio…
—Le aseguro que lo hacía antes de casarme con ella, antes de que Harry muriera.
—Es usted el que ha sacado la muerte del teniente a colación no yo. —De Blaise suspiró desganado y con un gesto indico al sirviente chino que se fuera. Este le tendió el yen siang ya cargado—. También lo mencionó Cynthia.
—¿Sabe lo que en el fondo teme? Que me suicide o cometa otro tipo de tontería, cualquier acción escandalosa que manche el sacrosanto nombre de su familia, tan enlodado ya. No soportaría otro luto tan seguido. Tranquilícela si quiere, no es mi intención morir.
—No creo que el corazón de su esposa…
—A usted también le engaña, como a todos. Es fría y calculadora como su tío y su primo. Solo tuvo corazón para Harry. —Aspiró por la pipa profundamente, dando por zanjada la conversación.
—Entiendo —dijo Torres—, no soy nadie para meterme en sus vidas.
—No, he sido un grosero —murmuró De Blaise, cerrando los ojos—. Sé que trata de ayudarme, y de ayudar a Cynthia. No hay nada que hacer. Las cosas están bien como están… —Tomó de nuevo la pipa. Sus movimientos se fueron volviendo más lánguidos. El oriental, él mismo o tal vez otro, apareció rápido y se ocupó en colocar la pipa adecuadamente, para evitar que cayera al suelo y mantenerla siempre al alcance de los labios del somnoliento fumador.
—Como quiera. Me marcho. —Se levantó y quedó un minuto mirando al inglés.
—Todo está bien así… así…
—Permítame una sola pregunta. Sobre la muerte de Hamilton-Smythe, ¿hay algo que no me contara, que omitiera o…?
Alguien lo empujó, haciéndole caer sobre el diván donde se amodorraba De Blaise. El chino se quejó, el opio, la pipa y demás cacharros corrieron por el suelo. Torres desde el suelo alzó la vista para ver un hombretón furioso pistola en mano.
—Ahora te vas a llevar lo tuyo. —Lo reconoció. Estaba seguro que era aquel sujeto con el que tropezó frente a Forlornhope, aquel que parecía querer hablar con él—. No has podido despacharme como a los otros. Pagaras tus mentiras.
El español se movió al tiempo que el sujeto disparaba. De una patada empujó la otomana, sacudiendo a todos los que estaban ahí. El lacayo oriental cayó con la cabeza sangrando, había recibido el disparo que iba dirigido a De Blaise. El tirador gruñó algo y movió el cañón para volver a apuntar al inglés, ignorando a Torres, que trataba de levantarse e impedir de nuevo el asesinato. Sonaron entonces otros dos disparos. Fumadores y sirvientes enloquecieron, gritaron, buscaron salidas, corriendo entre sueños de droga.
El agresor dio media vuelta hacia los disparos que provenían de los dos guardaespaldas que aguardaban a la salida. Ahora venían a la carrera, pistola en mano, rodeados de los gritos de los clientes tratando de huir en medio de su sopor opiáceo. Disparó dos veces, haciendo que los detectives buscaran cobertura, y una tercera contra un asiático armado, uno de los que empezaban a surgir de entre las esquinas. Una estufa cayó, y las brasas corrieron por el suelo.
—¡Bowels! —gritó Torres. El sargento, la intuición del español hizo diana, dudó por un instante sorprendido, suficiente para que los detectives hicieran blanco de no ser por otro chino airado que cayó sobre él, cuchillo en mano. Los dos rodaron por el suelo. Los detectives tenían también sus dificultades; además de lo complicado de acertar entre el barullo histérico estaban los orientales furiosos, que no distinguían un inglés de otro, decididos a acabar con todo hombre blanco que se atreviera a airear una pistola.
Torres no se quedó parado. Fue a por De Blaise y trató de arrastrarlo, de sacarlo de allí, y poca ayuda daba para ello el inglés narcotizado. Otro disparo y el sargento mayor se deshizo de su agresor asiático.
—¡Quietos ahí! —gritó a Torres encañonándole.
—¿Se ha vuelto loco? —respondió este mientras se interponía entre el arma de Bowels y De Blaise—. ¿Qué es lo que quiere?
—Venganza.
Otros dos disparos, y uno de los guardaespaldas cayó, abatido por un oriental. A juzgar por el número de armas blancas y de fuego portadas por asiáticos que aparecieron de la nada, en efecto estaban en una guarida Hung. Bowels se vio forzado a reaccionar. Saltó y viendo que el español se interponía en sus intenciones asesinas, agarró con violencia al anciano propietario que chillaba y protestaba, lo encañonó y empezó a correr con el viejo en brazos hacia el fondo, buscando una salida trasera.
—¡Matadlo! —gritó De Blaise con voz áspera y somnolienta. Sus detectives no estaban en posición de obedecerle, uno atendía a la herida del otro mientras era maltratado por los chinos, había tirado el arma para no repetir la suerte de su compañero.
—Nos veremos otra vez mayor, tiene una deuda conmigo. —Bowels salió seguido por la mirada de los Hung, escaleras abajo, hacia el sótano.
Con la misma velocidad que aparecieran esas cien armas se volatilizaron cuando llegaron los agentes de policía. Las protestas de los orientales asfixiaban a la autoridad. En cuanto a hombres blancos, pronto desaparecieron ayudados a salir a través de puertas traseras por chinos deseosos de mantener la privacidad de su clientela. De Blaise prefirió quedarse y atender a las preguntas, pocas y desatinadas, de la policía, seguramente por desconfianza de los asiáticos, pero a Torres le pareció la medida más oportuna. Dijo no conocer al agresor, igual que declararon el resto de los presentes. Torres calló a su vez, la intensidad de la mirada del inglés le hizo mantener el secreto. Los detectives parecían no saber tampoco de Bowels. De los dos guardaespaldas, el herido quedó con la policía y su compañero salió escoltando a Torres y De Blaise por la trastienda acompañados del anciano propietario, a quien el sargento mayor había liberado nada más encontrarse en la calle. Era difícil leer en la expresión del chino: o se disculpaba o exigía que no volvieran a su establecimiento, imposible de interpretar a esos orientales.
Debo agradecerle que me haya salvado la vida, una vez más dijo De Blaise más recuperado cuando marchaban hacia casa.
—Siento lo de ese joven oriental que fue herido, no creo que sobreviva. —Bajó el tono al añadir—: Se trataba del sargento mayor Bowels, ¿me equivoco? No me siento cómodo habiendo mentido a las autoridades, espero que me dé alguna razón que lo justifique.
—No se equivoca. No se preocupe, ese silencio solo durará esta noche. Mañana iré a la policía y hablaré de esto. El sargento me da lástima… sí, sé que mató a Harry, pero… está trastornado. No quisiera provocar una persecución y que en los nervios acabe muerto, eso no consolaría a nadie.
—Le creí más deseoso de justicia…
—No sé si eso sería justo… no lo sé, estoy aturdido. Mañana, con más calma… y le rogaría que de momento no contara nada de lo sucedido a Cynthia, ahora que se ha convertido en su amigo y confidente…
—No se preocupe, no diré nada. Salvo que no he podido servirle de mucha ayuda, ni siquiera me ha contestado lo que le pregunté cuando el sargento nos interrumpió.
—¿Lo que me preguntó…? ¿Sobre Birmania? Todo lo que le conté es tal y como lo recuerdo. Cynthia exterioriza a su manera los sentimientos de culpa que siente por casarse conmigo, por traicionar, según ella, a Harry, eso es todo. ¿Era ese el motivo de la frialdad del lecho conyugal de los De Blaise? Torres no preguntó nada al respecto. Se limitó a decir:
—Hay una cosa que no entiendo. —Más de una cosa, como la repentina compasión de De Blaise por el presunto asesino de su amigo. No insistió, se limitó a preguntar—: ¿Por qué quiere matarlo? Las acusaciones que cayeron sobre él no partieron de usted, sino de esos dos suboficiales, que por cierto han fallecido…
—¡Qué me dice! —Quedó un instante pensativo—. Los habrá matado él, por haber hablado, por tanto… lo que contaron era cierto. Tuvo que ser él el responsable de la muerte de Harry, ahora caben pocas dudas.
—¿Y por qué quiere hacerle daño? ¿Qué mal le ha podido causar?
—Estaba al mando. Supongo que mató a Harry porque le creía un incompetente o un peligro, o por miedo a lo que dijera al llegar al fuerte Kamayut, y en su mente criminal piensa que una mayor firmeza en mi mando hubiera evitado todo. No voy a ser yo quien contradiga esa opinión…
—Sí, eso tiene sentido.
La noche cayó muy fría. Los dos caminaban tranquilos por las oscuras callejas de Limehouse, rodeados de siniestros hombrecillos, y otra fauna local, no menos esperpéntica, refugiándose en sus abrigos, seguidos a dos pasos por el detective, a quien De Blaise se dirigió pasados unos minutos diciendo:
—Conklin, haga el favor de buscarnos un coche en cuanto pueda, si es tan amable.
Mientras el guardaespaldas se ocupaba de cumplir esa orden, Torres volvió a insistir:
—Trataré de calmar a su esposa. No soy quién para dar consejos, pero le recomendaría que abandonara estos hábitos, de momento, mientras Bowels no esté en prisión…
—Sí, trataré de tranquilizarla yo también. Nuestro matrimonio puede que no sea algo ideal, Torres, pero es lo único que tenemos. Ojalá Harry…
—Debe quitarse ese pesar. Si el culpable de la muerte de su amigo es Bowels, como parece ser, yo me ocuparía de ayudar a las autoridades en todo lo posible para que lo atrapen, estoy seguro que su captura satisfará las deudas que cree tener para con el teniente Hamilton-Smythe. —De Blaise sonrió a desgana—. Creo que esas deudas no solo le han llevado a casarse con Cynthia.
—No le entiendo.
—La hermana de Hamilton. Se ocupa de ella, ¿no?
—Señor. —La inoportuna intervención de Conklin dio un respiro a De Blaise, que miraba al español sorprendido—. Ahí hay un coche, hablaré con el chofer, aguarden aquí, por favor.
Cuando el detective se alejó, De Blaise volvió la mirada a Torres y dijo:
—Veo que ha llegado a intimar mucho con mi esposa, esas confidencias no se las haría a cualquiera.
—Me honra esa confianza, pero… ¿está atendiendo al bienestar de esa señorita?
—Hago lo que puedo. Siempre hice lo que pude.
—Es raro que Cynthia no conociera a esa joven.
—No es hermana, ¿sabe?, no de madre. Es una hija ilegítima del coronel Hamilton. De tal padre… Harry heredó el gusto por frecuentar casas de alterne, y ella fue el resultado de alguna de las visitas de su progenitor. Su hermano, medio hermano, miraba por ella, pero esa rigidez recalcitrante suya hacía que fuera incapaz de ocuparse de modo apropiado, la despreciaba, y más el coronel… esa mujer es una de las personas más desdichadas que he conocido nunca. Poco puedo hacer por ella.
El coche se acercó con Conklin sobre el pescante, subieron a él y la conversación terminó. De Blaise estaba muy cansado.
—Le haré caso. Se acabó el opio para mí. Ahora preferiría descansar. Le llevaremos a su pensión. Seguirá con su ajedrecista, supongo.
—Sí, sin embargo…
—Discúlpeme, no creo que pudiera atender a ningún problema técnico. Ahora quisiera descansar los ojos.
Así acabó este singular encuentro entre los humos de alcaloides y pólvora. Vaya… creí que había pasado más tiempo. Aún nos queda algo y no estoy cansado. Mejor, porque ese domingo le esperaba una sorpresa más aún a Torres; la tercera visita inesperada de las que les hablaba. Al llegar a la pensión, tras despedirse de De Blaise rogando que le tuvieran informado del estado del detective herido, la propia viuda le dijo que un caballero lo esperaba.
—¿Tan tarde?
—Es un señor extraño —dijo Juliette, agarrada a las faldas de su madre.
—No te metas en los asuntos de los mayores, Juliette. Perdónela, don Leonardo, es incorregible.
—No importa. ¿Dónde está ese caballero?
—Le he dejado esperando en el saloncito. No sabía cuándo iba usted a volver, no me dijo nada, pero el caballero insistió en esperar. Por supuesto, pueden disponer de ese cuarto cuanto guste, como siempre.
La viuda lo condujo al saloncito, y allí estaba, con los brazos abiertos, el Monstruo.
—Señor Torres Quevedo, qué placer verle después de tanto tiempo.
—Señor Tumblety, le aseguro que esto supone una gran sorpresa.
—No lo creo, seguro que antes o después esperaba mi llegada. Aunque tal vez ahora no sea un encuentro muy grato para usted, ¿me equivoco? No responda, no es necesario. —Francis Tumblety tenía ahora cincuenta y cuatro años, veinte más que torres, y conservaba un aspecto formidable para esa edad. El pelo se mostraba más gris y ralo, había ganado peso y vestía ahora mucho más discreto, alejado de la parafernalia militar con que tanto le gustaba adornarse. Aparte de eso, mantenía sus imponentes mostachos, así como el fuego en la mirada.
—Bien, sentémonos —dijo Torres y así lo hicieron—. Creo que es muy tarde para que mi patrona pueda ofrecernos nada más que un té…
—No he venido a cenar, amigo Torres. Supongo que entre nosotros sobran las ceremonias. Me temo que usted tiene algo que es mío.
—No le entiendo.
—Creo que sí. Mi Ajedrecista.
—Ignoro de dónde saca esa idea. En caso de que obre en mi posesión algo semejante, me parece mucho suponer que sea de su propiedad.
—No andemos con juegos semánticos. Usted sabe bien que guarda las piezas de un autómata que me pertenece.
—Se está poniendo muy impertinente. No tengo nada que sea suyo.
—No es cierto. Usted asistió a una de mis pequeñas exhibiciones hace muchos años, sabe a cuál me refiero, y he oído de muy buena fuente que tiene ahora lo que queda de la máquina, aquí mismo. —Torres se levantó dispuesto a dar por zanjada la entrevista—. No, déjeme terminar, no es mi intención despojarle de él sin más, estoy seguro que ha cuidado bien de esa joya e incluso puedo entender que le haya tomado cariño, soy un hombre civilizado y razonable, y creo que de no tenerlo yo, no podría estar en mejores manos que en las suyas. Considerando estas razones estaré dispuesto a proporcionarle cierta compensación económica…
—Creo que debe irse, ahora mismo.
Tumblety se puso en pie, rio con un remedo de suficiencia, que aun torpe, no carecía de cierta cualidad atemorizante, como si en el sonido de esa carcajada viajaran los horrores que el Monstruo era capaz de cometer. Se puso en jarras, echando los faldones de su abrigo atrás y mostrando al cinto un cuchillo.
—Señor Torres, no tengo ningún deseo en litigar con usted, pero comprenderá que ese objeto tiene un valor más que sentimental para mi persona.
—Esto es indignante… —La puerta se abrió y entró la pequeña Juliette, apurada y nerviosa. Haciendo una tímida reverencia dijo:
—Señor Torres, viene para aquí el inspector Abberline, inspector de Scotland Yard. Quiere hablar con usted, como ya le dijo.
Tumblety cerró su abrigo, lanzó una mirada iracunda a la niña y dijo:
—La oferta está ahí. Le daré doscientas libras por el Ajedrecista. Cualquier otro acuerdo que lleguemos, le aseguro que será muy desagradable.
—Váyase inmediatamente.
—Como desee. —Se fue hacia la puerta. Juliette se ocultó tras las piernas de Torres, huyendo de su paso—. No confié en la policía, Scotland Yard está formado por individuos de mentes mucho menos abiertas a las nuestras, no entenderán nada de todo esto, no lo están entendiendo. —Antes de abandonar la casa volvió a sentenciar—: Dembow y los suyos no son buena gente para negociar. No son de fiar, lo he probado en mis propias carnes.
No fue plato de gusto oír la misma advertencia que yo le hiciera en los labios del doctor indio. Torres siguió hasta la calle al yanqui, para asegurarse que saldría de esa casa, y pidiendo con la mirada a la señora Arias que se mantuviera al margen, él se ocupaba. Ya fuera, recuperada la frialdad necesaria, dijo:
—Oiga Tumblety, si aceptara su oferta, dónde podría…
—Me alojo en una pensión en el East End, cerca de Commercial Street… pero no es una residencia fija… mejor… Me comunicaré con usted dentro de dos días, espero que entonces haya tomado una decisión. Buenas noches. —Y se fue.
—Era un hombre malvado —dijo Juliette cuando el americano ya se había alejado—, pensé que podía hacerle daño…
—Te lo agradezco, Julieta.
Ese extraño domingo había tenido no pocas revelaciones. Contribuyó a ensombrecer el ánimo de Torres y a decidirse por tomar cartas en el asunto de un modo más activo. Tenía que cerrar los misterios antes de acabar el mes, y volver por fin a España. Y he dicho «los misterios», en plural, dado que la impertinente aparición de Tumblety hacía que de nuevo su papel en los crímenes de Whitechapel cobrara importancia.
Así el lunes, en cuanto pudo, concertó una entrevista con el inspector Abberline. Se vieron una vez más en la comisaría de la calle Leman. La noticia que traía no era pequeña: «he visto al doctor Tumblety», y no solo eso: «es muy posible que vuelva a verlo en pocos días». Esperaba una reacción de entusiasmo que no se produjo, todo lo contrario. Puede que fuera culpa de la sosería natural británica, lo cierto es que el comportamiento del inspector podría calificarse de casi indiferente. Torres era un hombre perspicaz, ya lo habrán notado, pero carecía de experiencia en la investigación criminal, y no alcanzaba a ver en su plenitud la envergadura de los asesinatos a los que se enfrentaba Scotland Yard. Tumblety era para la policía (al menos para Abberline), otro sospechoso más, y descartaban un centenar por semana, ni siquiera se le consideraba un candidato a «asesino de Whitechapel» con significativos indicios a su favor. Añádase a esto el terrible cansancio moral y físico que soportaban los inspectores del CID.
—Pensé que era mi obligación comunicárselo, como encargado del caso…
—Ese dudoso honor le corresponde al jefe inspector Swanson —respondió Abberline, frotándose los ojos cargados—. Le agradecemos el interés que se ha tomado. Con respecto al señor Tumblety, será mejor que hable… que hablemos con el inspector Andrews.
Abberline no se rendía, pero el peso de la frustración empezaba a hacer mella en él, como en el resto de la policía. El día anterior había terminado la vista del asesinato de Polly Nichols, con el frustrante veredicto habitual de «asesinato premeditado cometido por una o varias personas desconocidas», los ataques de la prensa contra la labor policial, la burla directa, era cada vez mayor, las iras de la gente en la calle y la falta de pistas contundentes se aliaban para componer el clima gris de aquel otoño.
—¿Cómo es que vino a visitarle? —preguntó mientras ordenaba telegrafiar al inspector Andrews para que se personara cuanto antes en la comisaría.
—Eso es extraño, y no sé hasta qué punto es por pura casualidad. ¿Saben aquel aparato que recuperé de la pensión de Crossingham?
Hacía quince días de aquello, parecía una eternidad pero no lo suficiente como para olvidarlo. Tampoco parecía darle importancia alguna. De hecho, era muy probable que la referencia al Ajedrecista enfriara aún más si cabe el interés del policía, y tomara la aportación de Torres como el entusiasmo de un científico alocado, deseoso de ayudar. Esto no son más que opiniones mías, y lo cierto es que Abberline era policía por encima de todo, y no ignoraría una pista por estrafalaria que le pareciera.
Llegó Andrews; un carácter completamente distinto al de su compañero. No es que Abberline fuera un sujeto desagradable, todo lo contrario, pero el detective Andrews era un hombre mucho más cálido y acogedor. Él sí mostró un interés en el asunto, en especial en todo lo que Tumblety dijo en la breve entrevista con Torres, que este reprodujo con la precisión de su buena memoria.
—Puede haber un centenar de pensiones en el East End cerca de Commercial Street —dijo al terminar y Abberline, buen conocedor del barrio, asintió—. Le agradecemos mucho la información, señor Torres, no está obligado a nada más, por supuesto. Sin embargo me veo forzado por los acontecimientos a abusar más de su buena disposición. ¿Estaría dispuesto a ayudarnos?
—Quiere que vuelva a hablar con Tumblety.
—Eso es. Sin duda se pondrá de nuevo en contacto con usted. Podríamos hacerle acompañar a partir de ahora por un agente, y hablar con él…
—Podrían detenerlo.
—¿Por qué? No tenemos nada en su contra. Sin embargo, si sigue viéndole y hablando, tal vez diga algo que lo identifique, y he comprobado que usted es un testigo excelente. La conversación que tuvo con él es tal y como nos lo ha contado, ¿no?
—Sí, estoy razonablemente seguro.
—Pues ya tenemos información interesante. Le dijo que nosotros no entendíamos nada, que «no estamos entendiendo», ¿sabe a qué se refería?
—No.
—No puede ser a ese asunto suyo sobre la propiedad de esa antigüedad, nosotros no tenemos ningún interés en eso.
—¿Quiere decir que se refería a los asesinatos? —Los dos detectives se miraron.
—Es una posibilidad que no podemos obviar —continuó Andrews—. Analicemos al señor Tumblety. Tiene conocimientos anatómicos, cosa que según el doctor Phillips sería imprescindible para cometer las monstruosidades que ha hecho ese sujeto. Es un invertido, y ha manifestado un odio exagerado hacia el sexo débil. Es americano, cosa que coincide con el supuesto estudiante americano que estuvo buscando órganos por los hospitales. Además, estaba en la ciudad en las fechas de los asesinatos, y lo que es más, por usted sabemos ahora que se hospeda en Whitechapel.
—Entonces, todos los datos concuerdan —dijo Torres entusiasmado.
—No todos. Su aspecto no coincide exactamente con las descripciones de los testigos que dicen ver al asesino.
—¿Hay testigos fiables?
—Fiables… no. Hay gente con buena voluntad, pero es de poca utilidad el recordar un rostro o el aspecto de una persona que has visto un segundo, y en la que no has reparado por nada especial. Tras el asunto Chapman tuvimos un testigo prometedor, y aunque el calificativo de «extranjero» es apropiado para nuestro Tumblety, es demasiado viejo y esos bigotes inconfundibles no aparecen en los testimonios. Además, no hay ninguna referencia a actos violentos en el pasado del doctor indio, ni aquí ni en su país, ni nada de ningún comportamiento aberrante, de lunático me refiero.
—A mí me amenazó, veladamente.
—En efecto, eso no se aproxima al Tumblety que conocemos, algo lo ha envalentonado. Hasta ahora solo se le consideraba un timador sin escrúpulos, un agitador político como mucho.
—Entonces… ¿con qué nos quedamos? ¿Es el asesino o no?
—Nos quedamos en que seguiremos investigando —dijo Abberline—. Señor Torres, lo que mi colega quiere pedirle es que continúe actuando como hasta ahora, que le siga la corriente, que hable con él y escuche todo lo que le dice. No sé si estamos en situación de pedírselo, pero tal vez debiera aceptar su proposición, ¿sería un perjuicio para usted perder esa… máquina?
—No… no, no… —En el fondo. En el fondo lo que había hecho era construir su propio ajedrecista con las piezas de ese otro, podía repetirlo e intentar avanzar en cualquier momento, el problema de las patentes… no tenía claro las intenciones de Tumblety, pero si no había registrado ya el ajedrecista, es que no podía. En cuanto al valor «histórico», no creía que fuera el Ajedrecista original, se notaba que muchas piezas habían sido arregladas y sustituidas por otras nuevas, improvisadas más allá de la mera restauración. Puede que fuera una «evolución» de la obra de Kempelen y Maelzel… puede—. No me importa demasiado. Lo que deben decirme es qué quieren saber de él.
—Cualquier cosa —dijo Andrews—, especialmente la dirección exacta de esa pensión donde dice residir, y si fuera posible obtener una muestra de su escritura…
—¿Su escritura?
—Sí. Hemos… recibido cartas del asesino. —Torres no salía de su asombro—. Nosotros y la prensa. No pensamos… que ninguna sea real, ninguna da información significativa. Hay demasiado anormal que disfruta confundiéndonos, o bromistas con muy poco sentido del humor. No dejamos nada sin investigar, y hay la posibilidad, en mi opinión remota, de que el propio criminal quiera reírse de nosotros a través de alguna de esas cartas siniestras, por eso no quiero perder la oportunidad de comparar la caligrafía con la de Tumblety.
—¿Quién puede escribir…? ¿Con qué fin?
—Hay mucha oscuridad en el mundo, señor Torres —sentenció Torres… Perdón, Abberline—. Por eso le agradecemos mucho cualquier ayuda que nos ofrezca.
—No… no… se preocupen, lo considero un honor, y un deber el ayudarles a capturar a ese monstruo.
—De acuerdo… pues en cuanto hable con él, comuníquese con el inspector Andrews o conmigo. Eso sí, tenga mucho cuidado. Si es en realidad el asesino, se trata del criminal más aberrante que haya nacido de mujer, no se arriesgue en lo más mínimo. Pero si no lo es, ese Tumblety no deja de ser peligroso, puede que cargue en su espalda con no pocas muertes.
Con estas prudentes…
Con estas prudentes advertencias marchó Torres en pos de la resolución del segundo enigma: el misterio de lord Dembow. Al día siguiente…
Sí. Estoy cansado. Pero permítame acabar. Sera… serán… diez minutos.
Sí. Gracias. Eso es. Sí…
Al día siguiente se personó en casa del lord… quien no se encontraba en ese momento, ni el matrimonio De Blaise, dijo el mozo que lo recibió, Tomkins tampoco estaba allí. Sí estaba el secretario personal del señor Dembow, hombre no muy cordial a quien conoció fugazmente Torres en el pasado almuerzo. Él anfitrión tuvo que ser el joven lord. Algo le dijo que esa circunstancia era afortunada, que lo que iba a pedir era más fácil que se lo concediera el hijo que el padre…
La petición que traía Torres era sencilla, muy sencilla, sencilla sí…: quería ver la documentación sobre el Ajedrecista que cierto día descubriera en la biblioteca del lord. Recordaba que entonces ya le pareció de lo más extraña, y ahora ese recuerdo pareció más importante tras la petición del lord. Percy… se mostró seco pero correcto, como siempre que no estaba en situaciones sociales más bulliciosas.
—No tengo idea de qué papeles habla —dijo tras escucharlo, mientras sacudía el polvo de su rancia levita negra—, señor Torres. Son asuntos de mi padre, mejor será que se lo pida en persona a él, o al señor Ramrod. —El secretario.
—No tengo intención de llevármelos… me… bastaría con ojearlos unos minutos, tengo un vago recuerdo de ellos y quisiera…
—Le digo que no son míos. Es posible que el señor De Blaise pueda disponer a voluntad de todas las pertenencias de mi padre; yo no, yo solo soy su hijo. Estoy seguro de que él lo ayudaría, para su desgracia él y su esposa no están aquí ahora.
Discúlpeme, señor. —Torres se envaró, serio—. No pretendía ser la causa de ningún conflicto familiar.
—Pues no venga con semejantes peticiones a esta casa. —Ambos quedaron en silencio, tensos durante unos segundos. Torres se disponía a despedirse cuando Percy continuó—: No me importa en lo más mínimo si se siente ofendido, es asunto suyo. No está en mi mano permitirle el acceso a objetos que no me pertenecen.
—Le entiendo, eso no podría ofenderme nunca. Sin embargo, por sus palabras deduzco que piensa que tengo algún tipo de confabulación con los señores De Blaise, o una amistad excluyente para con usted, y nada más lejos de mi ánimo.
—Tampoco es asunto mío a quién estima o deja de estimar, Torres. Abandonemos de una vez esta falsa cortesía…
—¿Cortesía?
—… tan de moda en nuestros días; a usted no le soy simpático, mientras que mi prima le tendrá fascinado, como a todo el mundo. Y supongo que ese aprecio se extiende a su marido, ese pozo de egoísmo por el que profesa una amistad sin sentido y de la que algo espera obtener.
—No voy a hacer caso… a esas palabras, por el bien de ambos… Creo que debo marcharme. Dudo de que ahora mismo se encuentre en sus cabales, amigo mío, y no voy a tolerar…
¿Ah no? ¿Acaso suele arriesgar la vida en sórdidos emporios de narcóticos por el bien de extraños?
La sorpresa de esa revelación espetada con tanta ira, calmó la de Torres. Quedó un instante en silencio, observando a Perceval Abbercromby congestionado por la furia, ¿por qué tanta cólera? ¿Se enfurecía por amistades ajenas? ¿Tan vil era?
—¿Cómo sabe usted…?
—Esta mañana… ha estado… ha estado aquí la policía haciendo preguntas. Sé que el usurpador está involucrado en algún asunto escabroso, cosa que no me sorprende, y sé que mi padre lo salvará. Es indignante…
—¿Y se habló de mi presencia…? Da lo mismo, no quiero saber más. Solo puedo decir que yo estaba allí por el afecto que siento por su prima, y si este afecto le molesta, lo siento mucho, señor mío. Me alegro de haber servido de ayuda en un momento delicado.
—¿Pero qué ocurrió? ¿Quién y por qué atacó a De Blaise?
Torres… no me pareció nunca un hombre frío, aunque sí inteligente, en extremo inteligente, y vio allí una oportunidad de conseguir lo que quería… esa oculta verdad que sospechaba desde hace días, y que no podía articular con palabras.
—Le interesa lo que ocurrió en Limehouse, lo que pasó en realidad, no lo que su padre y su primo han dicho, sea lo que sea. Podemos entendernos.
Creo que hasta el español se sorprendió al descubrir esa faceta de negociador que emergió de sí. El trueque era claro: Torres contaba lo que sabía del incidente en el fumadero de opio y a cambio Abbercromby le permitía, en un fingido descuido, curiosear entre los papeles de lord Dembow. Lo que inquietó a mi amigo es que Percy estuvo ansioso de cerrar ese dudoso trato, dudoso en cuanto a la violación de la lealtad debida a su padre. Parece que el joven lord ansiaba tener cartas en la mano para jugar contra su odiado primo.
Torres actuó sin dobleces dentro del pacto… Contó…
Contó contó…
Contó lo sucedido tal como lo recordaba, y no disimuló el hecho de que Bowels era el suboficial en jefe en aquella última misión de De Blaise en Indochina, tan rodeada de misterio; si la policía ya estaba informada, la discreción prometida al mayor había prescrito. La satisfacción en el rostro de Percy era hasta obscena. Cumpliendo su parte del pacto, el joven lord condujo al español a la biblioteca. Sin perder la compostura miró de un lado a otro, en busca de curiosos.
—Ramrod anda arriba… no nos molestará.
—Si esto le va a causar problemas…
—Esta es mi casa, todavía lo es. Pase. Estaré en el salón. —Y le dejó allí, con libertad para curiosear lo que se le antojara.
La encontró mucho más ordenada de lo que la recordaba, aunque, por lo que vio la habitación seguía cumpliendo funciones de despacho. Aparte del orden, todo permanecía como diez años atrás, el siniestro blasón familiar, el cuadro del Leviatán náutico… náutico… los volúmenes anegando las estanterías… salvo algo, había algo diferente, que no llegaba a precisar.
Buscó los documentos referentes al Ajedrecista sin éxito. Tampoco hizo un registro exhaustivo, cierto pudor se lo impedía, se limitó a ojear lo que veía sobre las mesas y en los atriles. Así, buscando planos y esquemas sobre el improvisado escritorio, su vista cayó por azar sobre la estufa abierta y apagada. Había un trozo de papel, un fragmento que se había librado de la quema por algún accidente. Recientemente se había apagado el fuego, los rescoldos aún brillaban, así que lo cogió cuidando de no quemarse. Era parte de una carta.
—Señor, lord Dembow ha regresado. —Era. Era. Era. Era el mismo lacayo que lo recibiera, plantado serio en la puerta de la biblioteca—. El señor… Abbercromby me pidió que le avisara, toda la familia le espera, si me acompaña…
—Gracias —respondió… Torres. Respondió Torres algo nervioso, con ese trozo de papel arrugado en la mano. El criado notó su intranquilidad, eso formaba parte de su trabajo… leer las emociones de sus señores y de los invitados de estos. También percibió cómo Torres miraba la estufa, y la posición inclinada sobre ella en que lo descubriera al entrar. Por suerte, su interpretación era tan inocua como cabe de esperar en un sujeto acostumbrado a no inmiscuirse en los asuntos de los señores.
—¿Estaba encendida, señor? Creí haberla apagadoooo… Cuando antes saliera milord la acababa de encender, pero hoy no hace demasiado frío, al menos dentro, ¿no cree? Así que decidí apagarla, espero que no estuviera…
—No… todo está bien. ¿Me espera lord Dembow?
—Sí, disculpe. Acompáñeme. —Así se salvó ese fragmento de la carta: Dembow la leyó, encendió la estufa para quemarlo y salió de casa, con prisa. El esmero del sirviente preservó del fuego ese pequeño pedazo que ahora guardaba en su puño.
En el salón estaban todos… Todos eran… eran… Dembow en su silla de ruedas, ahora con su ruidosa maquinaria quieta, y por tanto conducida por Cynthia, riendo de algo, tan feliz que en nada recordaba a la tristeza con que la viera la última vez. Estaba también Tomkins a un lado, el rotundo Ramrod y Percy, sonriendo como la encarnación de la satisfacción plena, y un reflejo de él, ese joven doctor que acompañaba a veces a Greenwood, tan similar en edad y en ausencia de apostura al heredero de los Abbercromby.
—Qué alegría —dijo Dembow—, nuestro… benefactor ha venido por fin a visitarnos.
—Ese título le corresponde más a usted que a mí. —Dio un paso y en un impulso, creyendo tal vez que nunca tendría otra oportunidad, otra oportunidad, abrió la mano y leyó ese trocito de papel que contenía solo una frase:
Devuélvame mi vida o toda esa sangre inundará su alma.
Volvió a cerrar la mano y entró.
—¿Qué afortunada… circunstancia nos ha traído a usted con nosotros, señor Torres? —dijo Cynthia sonriendo.
—Ya… ya se lo comenté a su primo… Venía… venía a… venía en busca de ayuda. Para. Para el Ajedrecista.