Hace diez minutos que la respiración de Lento ha tomado una cadencia relajada, constante. Sus ojos cerrados, la cabeza apoyada en la pared, sentado en el sucio jergón. El folleto que reposa entre sus manos está ya medio cerrado va resbalándose, hasta que cae.
Lento despierta. Sobresaltado.
La vela dejó de lucir hace tiempo. Enciende otra. Se despereza. Mira los papeles que han caído de sus manos.
—¿Ajedrez…?
Se levanta y sale a los pasillos, a la oscuridad. Baja al piso de Aguirre. Demasiadas horas sin hacer nada, con la noción del tiempo trastocada, eso cambia el ánimo de los hombres, modifica su valor, su paciencia.
Llega ya sin dudar a la habitación de Aguirre, una gruesa cadena roñosa y un candado la cierra. Gruñe, incómodo, enojado. Si tuviera luz, podría tratar de forzar la cerradura. Ha dejado las velas en su alcoba, y opta por golpearla con su arma, de la que no se separa. El ruido, que no produce eco, suena irreverente en el reino del silencio y la suciedad. No podrá romperlo. Palpa la cerradura, con cuidado apunta con el revólver, si disparara ahora, se volaría la mano. Un ruido a su espalda.
—No van a dejarme una noche tranquilo, ¿verdad? —Es la voz de Celador. Lento da la vuelta y apunta con su arma a la oscuridad. Una luz repentina lo alumbra, una sombra se ve a la entrada del corredor techado en medio punto que lleva hasta la puerta de Aguirre. En la mano lleva algo, no es la escopeta—. ¿Qué hace con esa arma? ¿Cómo se le ocurre traer un revólver aquí?
—No se acerque o disparo, no es amenaza. Deme llaves de candado.
—Claro que no me acercaré, yo no. —Se echa a un lado, desaparece la luz. Medio minuto después llega la música. Música dulce de concertina. Los pasos del oso retumban.
—¿Qué está haciendo? ¡Voy a disparar! —Un rugido afónico. El oso suena extraño, y cercano. La música aumenta de velocidad. Siente la presencia al fondo del pasillo, todo está oscuro, y aun así nota que el animal ocupa el espacio entero, de techo a suelo.
Otro gruñido, y oye a la bestia correr hacia él, al compás de la melodía. Dispara. Una vez, otra, otra más. A cada fogonazo puede ver la monstruosa criatura abriendo sus fauces, voraz. Es imposible fallar, y el animal ni se queja de los impactos.
Al tercer disparo ve que al oso le falta la parte izquierda del torso, allí puede vislumbrar sus vísceras al aire. Extrañas, frías, agitándose y resoplando, escupiendo humores oleaginosos, decididas a impulsar al animal muerto hacia él, hasta arrollarlo.
Al cuarto, un zarpazo le arrebata el arma. Luego, solo es necesario otro más, y la oscuridad, el miedo y el dolor desaparecen, junto al resto de las cosas.