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Para Jim ya era evidente, tras cuatro años en Château Ravin, que sus protestas respecto a las crueldades de Camille para con su persona nunca iban a ser oídas por su padre. No entendía ese odio, debía de haber algo en él que impulsaba a la muchacha a verter sobre su persona toda la maledicencia de que era capaz y esa maldad era mucha. Más confundido que enfadado, recurrió a Louis, su condiscípulo y ya amigo.

—Jim, eres demasiado joven —dijo mientras ambos miraban pensativos al furioso mar, a través del balcón de lo más alto de la Tour Isolée—, y me temo que no sabes nada de mujeres. —Louis tenía a lo sumo dos años más que Jim, incluso menos, pese a su hábito de vestir ropas oscuras y sobrias que le conferían mayor edad, y desde luego su vida monacal, allí encerrado en esa torre desde pocas horas después de su nacimiento, no le confería una mayor experiencia en nada, y menos que en nada en mujeres, género cuyo contacto con él se había limitado a su madre y hermana. Sin embargo, Jim le dejó hablar. Ya estaba habituado al modo soberbio de proceder de Louis, como si su saber del mundo, extraído por completo de viejos y apolillados tomos de rancio saber, le procurara más conocimientos que cualquiera que le pudiera ofrecer el inhóspito exterior. Recordaba con claridad las crípticas palabras del conde, su padre, al respecto, cuando él preguntó.

—¿Acaso Louis…? Perdón; ¿el barón de Montrevere… padece alguna enfermedad?

—En absoluto, señor Billingam, goza de excelente salud. Es el mundo quien está enfermo.

Desde ese día, la cuestión del aislamiento del barón no se comentaba, salvo en la intimidad, con su padre.

—Extrañas costumbres tienen las viejas familias —decía el profesor Billingam—, costumbres que debemos respetar, en tanto sean acordes con la ley de Dios y de los hombres.

Así que Jim escuchaba los consejos de Louis como si de un hermano mayor muy vivido viniera, aunque en su fuero interno, su espíritu inquisitivo se cuestionaba todo.

Bien, pues dímelo tú —continuaba en esa ocasión, frente al rugiente mar que era un reflejo perfecto de su ánimo—. ¿Por qué me odia tanto Camille? ¿En qué he podido faltarle?

—No es odio, querido amigo, sino desprecio.

—¿Desprecio?

—Desprecio.

—No entiendo…

—No has de tenérselo en cuenta. Mi hermana ha sido educada como corresponde a una señorita de su rango, y a ti te considera inferior. Lo eres, y en ello no hay desdoro alguno, que el orden social es como es en los tiempos que nos toca vivir. Pero la voluntad de mi padre y nuestra amistad, fuerzan tu presencia ante ella casi como la de un igual, y eso la irrita y la molesta.

—Nunca he pretendido…

—No es mujer para ti, Jim. No me malinterpretes. Eres la persona más cercana a mi corazón, y te considero el hombre más honesto, cabal y digno de admiración de cuantos he conocido. —Es decir, de entre su padre, el de Jim, el propio Jim y una veintena de personal del servicio, con los que apenas tenía conversación alguna—. Serías el compañero perfecto para cualquier mujer, incluido alguien de carácter tan indómito como mi hermana, pero el veneno de la educación rígida y absurda que ha recibido no saldrá nunca de su pecho. Para ella eres menos que nada. Encontrará algún pisaverde pedante y vacuo que satisfará a la perfección las exigencias de su fatuo espíritu. Por otro lado, la oposición de mi padre es indudable.

—Eso último lo daba por supuesto. Además, me bastaba con preguntarte a ti, ambos sois siempre de la misma opinión.

—¿Te molesta que respete el juicio de mi padre?

—Todo lo contrario. Me consta que el conde es un hombre cuya opinión se ha de tener en cuenta, y yo la sigo tanto como tú, Louis, te lo aseguro. Ese no es el tema… yo jamás he albergado sentimiento alguno hacia tu hermana.

—¿Seguro?

—Seguro —mintió. En el momento de pronunciar esa sentencia, Jim sintió algo revolverse en su interior, y por primera vez intuyó lo profundo de ciertas pasiones que creía conocer. Supo que esa rabia y ese odio eran otra cosa. Y tuvo miedo, miedo de lo que significaba, fue dolorosamente consciente de su posición y del futuro de tristezas que le aguardaba si fomentaba tales sentimientos.

Todas las discusiones, las peleas, el buscarse uno al otro para quedar por encima en una absurda contienda de orgullos sostenida durante cuatro años… todo cobró entonces un fatídico destino, todo quedó definido en una palabra que Jim se resistió, no solo a pronunciar, a pensar en ella.

—Olvídate de todo. —Agradeció que su amigo interrumpiera la temida corriente por la que discurrían ya desbocados sus pensamientos. Sospecho que a ambos nos aguardan las soledades de los espíritus inquietos. Eso era impensable para Jim, cuyo corazón ansiaba de forma desmedida atrapar dentro de él todo lo hermoso y vibrante del mundo al que solo se había asomado a través de tantos libros leídos. Deseaba la aventura, la emoción, la vida que podía ofrecerle el exterior. Poseedor de ese irredento espíritu aventurero que tanto trataba de dominar su padre, no anhelaba el sosiego de formar una familia, no sin ver antes al menos la mitad de todo el mundo. En cuanto a su amigo… el heredero del conde de Gondrin, último vástago de tan antiguo linaje, no iba a quedar célibe—. Ahora empiezo a sentir frío aquí fuera. ¿Qué estábamos leyendo…? Sí, discutíamos sobre los escritos de Fabriccio de Megara. Tú sostenías…

—Tu padre me ha pedido que juguemos una partida de ajedrez.

—Oh… —Entraron en el estudio. Ese lugar, calentado por la enorme chimenea, era tan acogedor ya para Jjm, tras tantos años pasados allí entre libros y papeles, que sus temores se desvanecieron al olor de los viejos aromas familiares—. ¿Ahora? Pues te esperaré cuando acabes…

—No. Es contigo. Con el conde ya estoy jugando otra. Quiere que juegue partidas paralelas con ambos.

—Entiendo. —Louis pareció consternado.

—¿Tienes miedo?

—¿De jugar contigo? —La sonrisa en su rostro desvaneció los nubarrones que por un momento se posaron en su frente—. Vamos, Jim. Eres inteligente, pero algo impetuoso. No eres rival para mí.

—Entonces…

—Adelante, cuando desees. Y espero que la apuesta sea a tenor del reto.

—No puedo competir contigo por dinero…

Me ofendes si piensas que una apuesta en metal puede interesarme. Vamos. —Se acercaron al viejo tablero de ajedrez—. Si ganas accederé a hacer cualquier cosa que me pidas, cualquiera. Otro tanto ocurrirá si soy yo el vencedor, situación ineludible, por cierto.

—Eso lo veremos. La fanfarronería te pierde, Louis.

—Y a ti tu propia sobreestimación. ¿Aceptas el reto?

—Jamás rechacé uno.

—Bien, pues a la palestra. —Se sentaron enfrentados, como caballeros armados en la lid—. ¿Blancas o negras? —Vuestro padre ha elegido por ambos.