____ 28 ____

Dos semanas antes del tan aguardado acontecimiento: el décimo sexto aniversario de la hija del conde, Jim decidió hablar con su padre. Sentía que era esencial conseguir, no solo la aprobación del severo profesor Billingam, también su comprensión y sus buenos deseos. Quería mucho a su padre, pero bien sabía que el amor paterno-filial entre varones está siempre constreñido, encorsetado, velado por una mordaza de virilidad y dignidad que impide que los sentimientos, erróneamente considerados propios de féminas, se desborden. Por si fuera poco, la sal en la herida de su incomunicación llegó en forma de funesta revelación.

—Jim, me muero.

Lo dijo sin prologo alguno, con la frialdad de quien habla del tiempo, del buen tiempo. Luego apuró su copa, sentado en su despacho, rodeado de libros, papeles y toda una vida de docencia, que ya concluía.

—Qué está diciendo, señor. Goza usted de excelente salud.

—No te fíes de mi aspecto.

—No…

—El doctor ha sido categórico al respecto.

—Entonces… ¿va a morir?

—Sí.

—Es imposible.

—No hay tiempo para sensiblerías. No es el mejor momento para dejarte, lo sé, eres joven. Sin embargo…

—Pero ¿qué enfermedad…?

—Eso no viene al caso. Un mal que me apartará de este mundo y de los que quiero en el plazo de menos de un año. Todos los que realmente aprecio se reducen a ti.

—Padre…

—Creo que te he proporcionado una buena educación, mucho mejor que la que el dinero de que disponía te hubiera procurado. Fue una aventura arriesgada el llegar a esta casa, al servicio del conde, pero creo que al final no pudo ser más venturosa. Por eso, y con independencia a otros bienes que te legue…

—Señor, no quiero hablar de ese asunto, no sin antes intentar…

—No he hecho de ti un pusilánime, Jim. Has de afrontar todas las circunstancias que la vida te presente con cordura y serenidad. Esto es un trance más, triste, no voy a ocultarlo, pero uno por el que todos pasamos. Así que ahora escúchame con más atención de lo que lo has hecho nunca. Debes permanecer junto al conde de Gondrin por siempre. Sé que él te aprecia, de modo idéntico a como lo hace su hijo, y su protector abrazo nos ha procurado estabilidad y creo que en tu caso, hasta un considerable grado de felicidad, ¿es correcto?

—Sin duda, señor —Jim no podía negar la felicidad encontrada, aunque cierta soberbia le impelía a alejarla de su mente, frente a la furia, el miedo y otras emociones igualmente intensas que habían llenado sus días en la casa. Era feliz, y tal vez por esa felicidad debía marchar—, pero debo…

—Déjame acabar. He visto cómo miras a Camille, y cómo ella recibe tus miradas. La amas.

—En absoluto, señor. —Jim enrojeció—. La desprecio, tanto o más que ella a mí.

—Sí, sí… amores juveniles. Aún confundes amor y odio, pues son sentimientos demasiado profundos para que un alma joven los domine.

—Es la persona más cruel que conozco.

—Puede, pero tú la amas. No, no me tengas miedo a mí, apruebo ese amor. Sería feliz… soy feliz en saber que cuando me vaya, tú podrás colmarlo junto a la hija del conde. Sí, Jim. Deja que el tiempo madure vuestros sentimientos, ella aceptará tus requerimientos de matrimonio, cuando sea oportuno que los hagas, estoy seguro.

—Deliráis, señor.

—Haz caso a la edad, hijo.

—Pero el conde…

—Accederá.

—No trato de ofender vuestra sabiduría, pero el conde no podría considerarme digno de su «preciosa» hija ni aunque mi cuna fuera diez veces más alta y dispusiéramos de fortunas ilimitadas…

—Te equivocas. Sé que te tiene en muy alta estima…

—Un criado, poco más.

—¿Por qué dices eso?

Porque lo dice su maldito hijo, y lo que uno piensa lo piensa el otro…

—Hazme caso y deja ya de protestar. No son más que pucheros de niño. Quédate junto a ellos y…

—No padre, he decidió alistarme en el ejército.