____ 26 ____

¿El nombre? No… no puedo decirlo, no tengo plena convicción de quién fue el asesino, no para acusar a nadie. Espero que eso no les haga abandonar mi compañía, adoro estas veladas, se lo puedo asegurar.

Aún queriendo no soy capaz de afirmar que fuera Tumblety. Para mí, hoy como entonces, él estaba implicado y no tengo modo de probarlo. Las únicas certezas de que dispongo están en esta historia que son tan amables de atender, puedo hacerles partícipes de mis conjeturas y deducciones a partir de mis experiencias, y esperar que ustedes estén de acuerdo conmigo…

¿En ese momento? A ver… tengo buena memoria, ya saben. Si me permiten un momento… aquí está.

Sí, cuando me lo dio les contaba la conversación que tuvo Torres conmigo, tras sacarme del calabozo… sí, ya sé, iba a hablarles de la charla de Abberline con mi amigo en la comisaría, cuando le contó los pormenores del asesinato de la Chapman. ¿Eso es lo que querían saber?

Volvamos a mi historia donde la dejé.

Lo ocurrido a Torres en los siguientes días, desde su visita a lord Dembow, el atentado en la puerta de la casa de este y la posterior charla con el señor De Blaise, hasta la llegada del fatídico fin de mes, fueron hechos tan interesantes como reveladores, por lo que me van a permitir dar un giro a mi historia y alejarme de ellos momentáneamente, para mantener cierta intriga. Además, aun no siendo yo el protagonista de esta historia, un destacado testigo como mucho, mis aventuras tienen su relevancia, y no quisiera que las pasaran por alto.

Como ya dije, había decidido abandonar la ciudad. Me iría a Liverpool, y de allí cogería un vapor hacia América, a mi tierra. No estoy seguro de haber tomado esa decisión de un modo consciente, o si el simple deseo de escapar me empujó hacia mis raíces, como el animal herido que busca el refugio de su madriguera. Fuera como fuese, no disponía de medios, ni un penique. Mi fugaz despedida impidió que la natural generosidad de Torres pudiera solventar ese problema. En otro momento, hubiera podido contar con «amigos», gente que me conociera bien en la ciudad no faltaban y podría obtener dinero de ellos a cambio de alguno de los «servicios» que solía prestar. Pero de esas amistades no andaba sobrado en aquellas circunstancias, más bien todo lo contrario. Sin nadie a quien acudir y sin nada que llevarme a la boca, no tuve otra opción que hacerme con algo de liquidez del único modo que sabía: delinquiendo una vez más. Había pasado muchos meses de mi vida extorsionando, para eso el Señor me había dotado sin escatimo alguno de la necesaria crueldad, me había ganado por tanto en esos menesteres cierto nombre que podía utilizar en unos cuantos locales y comercios de la zona, intimidando a algún desdichado que estuviera en lugar equivocado. Desde luego no iba a pasear por la zona de Benthal Green, donde había quien me creía muerto y quien me quería desaparecido. Así que fui a Whitechapel.

Pensarán que no fue una idea brillante teniendo en cuenta cómo estaban esas calles en esos días, cuajadas de miedo, putas desconfiadas e inspectores del CID tratando de atrapar al asesino, y se lo voy a conceder, pues no era extraño por entonces que mi mermado cerebro ante una encrucijada pariera siempre la peor de las decisiones. Creo que en mi ignorancia lo vi como una ventaja, pensé que el miedo trabajaría a mi favor.

La idea, la única que pudo tener alguien como yo, era encontrar a alguna desgraciada, lo más borracha posible, seguirla, esperar mi oportunidad y asaltarla quitándole lo poco o mucho que tuviera.

—¡Ven aquí, puta! ¡Soy Delantal de Cuero y voy a acuchillarte! —gritaría. ¿Qué es un grito en esas calles? Las putas del East End solían beberse el dinero tan rápido como lo ganaban, sobre todo si se trataban de las más arrastradas, que serían mis víctimas, razón que me llevaría a repetir la operación cinco o seis veces. Aunque el riesgo de ser tomado por el verdadero asesino por algún policía era más que posible, tampoco me preocupaba. Ya había sido detenido y acusado de tal cosa hacía una semana, y salí libre a mi pesar, me tomarían por un lunático, comida gratis…

El destino extraño que de siempre ha jugado conmigo, movió pieza una vez más.

La mujer tenía el triste aspecto de todas las que por allí andan, no muy estropeada todavía por la vida que llevaba, castaña, de pelo rizado. Puede que mi interés fuera su nombre, la conocía de las calles, le decían Liz la Larga, aunque no medía más de metro sesenta. Puede que eso, el apodo, me recordara a la espigada señora Cynthia De Blaise, y de ahí mi primer interés. Al caer el día empecé a seguirla. Era una tarde oscura y gris, neblinosa, y me temo que esa falta de luz era culpa de mi ojo, más que de la tan cacareada y no siempre cierta penumbra londinense. El amoniaco vertido sobre mi rostro debía haberme causado un glaucoma, una catarata, no sé, y entonces sabía aún menos, una minusvalía más, otra tara para adornarme. Por suerte ya es lo mismo.

Reconocí pese a mi falta de vista su imagen en medio de la continua bruma que ya me acompañaría el resto de mi vida. Aún llevando años gastando suelas por esos andurriales y aunque las caras de sus habitantes acababan resultándome familiares, era imposible que conociera bien a todas y cada una de las miles de putas que frecuentaban las calles, que aparecían y desaparecían sin dejar huella sin necesidad de la intervención del Asesino. De Liz la Larga sabía su nombre de haberlo oído por ahí, y sabía que solía limpiar habitaciones para judíos, la prostitución nunca era una dedicación a tiempo completo; poco más podía decir de ella.

Liz fregó en un par de casas, y luego fue a un pub a gastarse lo ganado, y a charlar con amigas. Hubiera debido actuar antes, no encontré el momento propicio, o dudé; el contacto con buena gente había permeado en mí más de lo que me atrevía a reconocer. Seguí allí, en la calle, encogido, como otro más entre los tipos siniestros que paseaban sin destino fijo, aprovechando la relativa buena tarde sin señales de nubes en el cielo. Me crucé con policías de la metropolitana, afirmaría que su presencia en el barrio había aumentado considerablemente. Los custodios de la autoridad no repararon en mí. Mi ropa nueva, la del difunto señor Arias, que debió ser un hombre grande pues me quedaba bien, me convertía en un sujeto común, pese a la máscara de cuero primorosamente rematada por la viuda que ocultaba como podía bajo el ala de mi sombrero.

Al caer la noche el tiempo se enfadó, invitando a quedarse en casa. Desde luego el mundo no se quedó quieto mientras yo había estado persiguiendo mi siempre huidiza fortuna durante los últimos días. La tarde anterior el sargento Thick había detenido a Pizier, Delantal de Cuero, en Mulberry Street, allí encontraron un montón de cuchillos largos y afilados. El mismo día sus coartadas quedaron demostradas, otro más del centenar que circularon por calabozos y ruedas de identificación: matarifes, curtidores, cazadores, todo el que supiera manejar un cuchillo con cierta destreza. En nada esa detención había frenado a las lenguas de Whitechapel, que seguían aireando rumores, y esperando que llegara otra mañana como la del sábado pasado. El propio día diez Abberline llegó a la comisaría de Commercial Street con otro sospechoso, al que habían visto bebiendo en un pub con manchas de sangre en su camisa. Otro loco al que ingresaron en un sanatorio, desagradable, pero no el asesino. Las cien libras de recompensa ofrecidas desde el día anterior hacían correr a muchos con informaciones inventadas, avivando los fuegos de la desinformación. Y un grupo de hombres buenos, comerciantes desesperados, se reunieron ese mismo diez de septiembre en un local de Mile End Road para formar el Comité de Vigilancia de Whitechapel. Ellos harían lo que la policía se veía incapaz, o eso esperaban. No, no era un buen día para quitarle sus pingües ganancias a una puta, pero Liz se quedó sola, salvo mi sombra que la seguía. No creo que estuviera buscando clientes, andaba perdida. Ese día, esa mujer triste tuvo suerte. La iba a asaltar Raimundo Aguirre, Drunkard Ray, no el Asesino. Volvería a casa sin un penique, pero con todas sus partes unidas, tal y como había decidido Dios que fuera el cuerpo de una mujer.

El mercado de Spitalfields cierra a las seis de la tarde, ahora estaba vacío, con las cancelas echadas, aunque eso no impedía el acceso si uno sabía moverse por la zona. Junto a una de las entradas se apilaban las cajas de fruta vacías. Vi (o más bien intuí, porque con esa luz mi reciente ceguera era manifiesta) cómo rebuscaba en ellas y cogía un racimo de uvas raquítico y olvidado; a Liz le encantaban las uvas, luego lo supe. Ahí pude atacarla, ahí y en mil sitios antes, sentía una extraña fascinación en contemplar desde las sombras a esa solitaria, borracha y patética mujer y no acercarme, postergar el momento de la violencia todo lo posible. Ella no podía verme, ya saben lo bueno que era en el arte de esconderme y seguir los pasos de quien fuera sin ser visto. Dicen, yo lo he oído, que este gusto por seguir entre las sombras a las mujeres es propio del ánimo del asesino contumaz. Puede que el Monstruo, Delantal de Cuero, o como se llamara, hiciera lo que yo; pero yo no quería matar a Liz.

Siguió caminando con paso ebrio, mordisqueando sus uvas, yendo ya hacia casa. Bajó hasta Brushfield Street conmigo detrás. Se metió por una pequeña calleja, Little Paternóster Row, que iba a terminar a Dorset Street, es posible que allí tuviera una habitación en alguna de las casas comunales que llenaban la calle. Ese era el momento, el callejón estaba vació. Aunque demasiado oscuro para mí, notaba la calle desierta. Eso creí.

—Qué noche tan desagradable para ir por ahí, ¿no te parece, Liz? —Una luz intensa que me cegó siguió a esa voz. Un foco saliendo del altísimo sombrero hongo de un hombre al final del callejón la deslumbraba y me hizo a mí agazaparme. El rayo de luz descubrió una sombra en la pared, un bulto, un insecto descomunal descendiendo, reptando hacia ella. Liz no trató de huir. Se apoyó contra el muro, resoplando.

—Maldita sea —susurró. Podía ser el Asesino dispuesto a desparramar sus entrañas por la calle, y ella no se hubiera movido. Triste resignación a la propia desgracia. Con gritar, bien pudiera haber aparecido alguien. No tenía fuerzas, quizá ni ganas de seguir luchando.

Yo no di un paso en Little Paternóster, me quede a la entrada, esperando. El tipo apagó con un chasquido la luz de su sombrero, que quedó humeando como una pequeña chimenea, como si la ira que se adivinaba en sus palabras hiciera que su cerebro hirviera. Esas palabras fueron:

—Andan por ahí matando zorras, y tú paseando tan tranquila.

—Podíamos hacer eso —dijo el insecto, que no era más que un hombre trepador con voz aflautada y zafia, que hizo que me agazapara más. No podía verlo, pero lo conocía, ¿de qué? Oí cómo saltaba al suelo y sus garras metálicas chirriaron al ocultarse bajo las mangas del abrigo—. En estos días es mu fácil matar putas. Solo hay que arrancarles el corazón, y ya está, dirán que es cosa de Delantal de Cuero.

—No tengo na —susurró Liz.

—Tú no tienes nada, tu hombre no tiene nada… —dijo el del foco en la cabeza—. En ese caso, ¿cómo vas a pagar la ginebra de esta noche, eh? Un trago siempre es bueno para poder dormir.

—Dejadme en paz…

—Nadie va a hacerte daño alguno. Queremos que le digas a Kidney que empieza a no caer en gracia a ciertas personas que le consideraban un amigo, y eso no es muy bueno.

—A mí… yo no tengo na que ver con ese… no me hará caso…

—Vamos, vamos. —Yo apenas distinguía un único bulto oscuro entre la oscuridad. Estaban los dos junto a ella, rodeándola. Liz trataba de fundirse con la pared a la que se pegaba, de desaparecer a través de ella—. No debes mentirnos. Lo único que queremos es que no nos olvidéis, ni tú ni tu hombre. ¿Qué puedo hacer para que no me olvides, Liz?

—Por favor…

—Vamos. Tengo que hacerlo. Esta vez solo será un corte. Dime dónde lo quieres…

Ella tenía los ojos cerrados. No podía verlo, pero estoy seguro que los tenía así, rezando porque todo pasara rápido y pronto estuviera tranquila, frente a una copa. El más hablador, que lo hacía con buen acento de señor respetable aún siendo un hijo de puta, le empezó a acariciar la oreja. Ella dijo:

—Podemos pasarlo bien… no os costaría na.

—Faltaría más, zorra, ¿ibas a cobrarnos? A ver, pequeño Will, ¿quieres hacer algo con ella antes de que la corte? Claro que sí. Sabes puta, a Will le gustan los coños de puerca como el tuyo. Vamos.

Liz empezó a subirse las faldas, manteniendo los párpados apretados, mientras el tipo de la voz de niña, el «pequeño Will», se preparaba.

—Así no, Dandi —dijo Will—, al revés.

—Claro, Will, si prefieres la puerta de atrás…

Le dieron la vuelta de un tirón. Algo arrancó Dandi de la oreja de Liz, un pendiente supuse, ella chilló y él la abofeteó. Yo no me moví. Un par de golpes no mataban a nadie, ni un lóbulo rasgado, venía con el oficio. Liz empezó a reír forzada, tratando de convertir aquello en algo normal, una noche más. El Dandi animó a su amigo a que empezara, y creí ver que este se movía nervioso, miraba a Liz y a su compañero de hito en hito.

—Déjame hacerlo a mi manera —dijo y con un golpe de muñeca salieron sus garras de metal, su brillo en la noche era evidente hasta para mí. Sé, y lo sabía entonces, que muchos bastardos gustan de apuñalar culos. Eso iba a hacer ese Will, antes, después o al tiempo que se desahogaba a su antojo, no creo que necesiten que sea más explícito.

Me eché hacia adelante. No voy a tratar de aclarar mis motivos, no me siento capaz, prefiero que ustedes mismos saquen sus conclusiones. Me limito a los hechos. Dandi notó mi avance, con un gesto detuvo a Will y la lámpara de su cabeza chisporroteó hasta encenderse. Las cucarachas que allí paseaban huyeron, y me dejaron a mí solo y expuesto ante esos dos. Will dio media vuelta a Liz, y quedó junto a ella, rodeándola con el brazo y ocultando al instante sus zarpas metálicas.

—¿Qué pasa? —me dijo Dandi. Yo tomé aire, e intenté hablar.

—Dd… dejadla tranq… tranquila.

—Solo estamos charlando, queremos pasarlo bien. Somos amigos, ¿verdad, Liz? Dile a este caballero lo amigos que somos. No pensará que soy el asesino, ¿verdad señor? Creo que hacen muy bien, le he dicho hace un minuto a mi amigo Willy que debíamos nosotros colaborar también, hay que sacar a ese monstruo del barrio.

Me tomaban por uno de los detectives privados que se decía iba a contratar el Comité de Vigilancia de Mild End. Tal vez mis ropas, mi sombrero… algo les hizo pensar eso. Absurdo, los vigilantes nunca irían solos. Supongo que tras la noticia de su formación, el comité estaba en mente de todos. Dandi caminó desafiante hasta mí, deslumbrándome, esperando intimidarme.

—Dd… d… dejadla… —Avancé despacio hacia ellos, esperando la pelea.

—¿Y s… s… si no quiero? —El pequeño Will se rio como un anormal. Dandi agitó el brazo y a su mano derecha saltó un cuchillo, pequeño, de punta roma, como los de los zapateros. No parecía acostumbrado a la sofisticada disposición de su arma, y titubeó un instante al asirla. Eso fue un error. Le cogí la cabeza y le estampé su cara contra la pared. Un sonido de cristal al romperse y su sombrero empezó a arder con una llama azulada, menos intensa de lo que yo hubiera querido.

—¡Eh! Qué haces, hijo de perra. —Will había soltado a Liz, no era tan listo como para amenazarla, o tal vez pensara que una puta no podía importarle a nadie. La dejó a un lado y extrajo sus garras de nuevo.

—Vete dije. A lo mmmmm… rnmmm… mejor sois vosss… vosotros los que os hab… hab… habéis topado con el… con el con el asesino.

Mi baladronada funcionó por un instante. Se me había caído el sombrero y ahora mi máscara de cuero era visible, con mi ojo izquierdo grande y blanco sin parpadear y con una extraña «pupila» en forma de dama; quién sabe lo que parecía con tan poca luz. Will echó un paso atrás. Su amigo estaba mucho más curtido, no me iba a dejar ir así.

—¡No! —gritó desde el suelo, tras quitarse el sombrero y tirarlo lejos de él—. ¡Usa esas malditas cosas!

Fue a por mí cuando ya había reculado, y eso en las calles no se perdona. Le di con el brazo bueno, ignorando su arma, que siendo diseñada más para trepar que para pelear, no supo usarla con propiedad. Con mi escasa visión tuve que tirar al bulto, y atiné a darle con fuerza en la cara. Luego lo empujé contra la pared, me di media vuelta y tiré una patada al Dandi, que había apagado el fuego de su cabeza pero seguía sangrando, no sé dónde le acerté. Volví a Will antes de que se incorporara del todo y lo golpeé de nuevo, esta vez cayó y le pisé el antebrazo. Lo remangué y vi el artilugio allí atado, tiré con rapidez y fuerza de un cable metálico, el primero que vi, y las garras se cerraron con un grito asustado de su propietario.

De nuevo golpeé a Dandi, y luego a Will, que miraba su brazo temiendo haberlo perdido; no, su arma se había bloqueado sin causarle daño. No podía dejar que se rehicieran ni un instante. Empecé a gritar enloquecido, mientras les pateaba, una vez y otra. Les saqué lo que tenían en el bolsillo, y se lo tiré la cara, y no paré de golpearlos y de aullar. Oí las monedas caer al suelo tras rebotar en ellos, y las cogí.

—Estás muerto, hijo de perra —dijo Dandi escupiendo sangre. Le di otra patada, hice un gesto y Liz corrió hacia mí, empujando a su paso al chico en el suelo.

—Vete —repetí.

Dandi sangraba por la nariz y la boca, y algún pelo se le había chamuscado, pero era perro viejo y podía tirar con sus heridas, y causarme problemas si no salía de allí. Me fui hacia atrás, con Liz, despacio, mientras Will se incorporaba lloroso y atendía a su amigo que seguía maldiciéndome. Se me quedó mirando en la distancia, cuando pasé por los restos chamuscados del bombín de su jefe, y de pronto dijo:

—¿Drunkard? Maldita sea, hijo de puta. ¿Eres Drunkard Ray? Era cierto…

¡Claro! Supe dónde había oído esa voz, de qué conocía a ese muchacho. El viernes pasado, cuando O’Malley y los suyos trataron de convertirme en mudo o en capón, Will, aquel chico de voz aniñada que se asustó cuando yo me desboqué, ese era. No me había reconocido en un principio, con mi traje nuevo y mi preciosa máscara. Ahora sabía quién era, eso no era bueno. A mi memoria, siempre tan fracturada entonces, llegaron las palabras del Bruto, la cita que ya había incumplido, la promesa rota de mantener la boca cerrada. Me pasó por la cabeza el matarlos, y no lo hice. No hice nada. Fue Liz, la bendita Liz la Larga la que me sacó de allí.

—Vámonos daquí. —Y a tirones me sacó del callejón.

Los dos matones del Green Gate (supuse que Dandi también lo era, aunque no le recordaba), no nos siguieron. Dandi era sin duda el líder, y estaría aturdido y furioso, así era poco eficaz. Will no haría nada por su cuenta. Liz tiró de mí hasta Commercial Street, no era tonta y conocía cómo eran las cosas en el barrio; en una calle grande estaría segura. Allí me soltó la manga. Notó sin duda lo incómodo que me hacía sentir su proximidad, la de cualquier mujer. Yo bajé la cara, quería dejarla.

—¿De verdad eres del Comité ese?

—No.

—Ya me paecía a mí. Ese traje no es tuyo, ¿verdá? No te quea mal, aunque testá algo pequeño. Oye, a mí me da lo mismo de dónde lo has sacao, mas quitao a esos… —Intenté con todas mis fuerzas decir un «adiós», y ella se me adelantó—. Te invito a beber algo, pa darte las gracias, hombre.

El alcohol se me antojó un remedio perfecto para alejar los fantasmas de esa noche. No tenía lugar donde ir, ni tiempo para pensar en qué hacer. No dije ni sí ni no, Liz me cogió de nuevo por el brazo y entramos en el Ten Bells, frente a Christ Church.

El lugar se encontraba muy animado, como de costumbre. Nos sentamos en una mesa algo apartada, pagó una pinta y empezó a hablar mientras restañaba su oreja dañada. Yo bebía.

Dijo llamarse Elizabeth Stride, sueca, aunque llevaba más de veinte años viviendo en Londres, y su vida, que ya fue la triste existencia propia de las desdichadas en su país de origen, no mejoró con el viaje. Habló mucho, no paró, no podría contarles todo lo que dijo esa noche, con su hablar tan calmo y tan inagotable, con un suave acento extranjero, muy poco, como un poso lejano y agradable. No recuerdo todo porque entonces solo podía atender a mi situación, mi urgente necesidad de escapar. Sin embargo, quedó en mí una sensación acogedora, la de estar en compañía de alguien, sin más, sin esperar nada, sin deber nada. Liz era una mujer agradable, tranquila pese al alcohol, que me trataba como si fuera un viejo conocido, como si tuviera una cara completa, con todas sus facciones duplicadas y simétricas, como un ser humano. Por una tarde fui su confidente, me contó su vida con ganas, como si de una necesidad física se tratara.

Vida que no dejaba de ser una sucesión de dramas, en este caso algo adornados por su poderosa imaginación. Confirmó que se ganaba la vida limpiando habitaciones aquí y allá, eso ya lo sabía. Vivía con un hombre, el tal Kidney, un tipo que trabajaba en los muelles. Lo de trabajar, según Liz, era una forma de hablar, porque el sujeto apenas hacía nada salvo gastar a manos llenas lo que tanto le costaba ganar a ella, y agradecérselo con alguna que otra paliza. De eso, de lo gastado por su hombre, iba el asunto que se traían con ella los del Green Gate. Parece ser que Kidney debía a alguien de la banda, y estos andaban con prisas por cobrar. Decidieron entonces apretar las clavijas al moroso a través de su mujer.

—Como si al mu desgraciao le importara algo lo que a mí me pase —decía—. Mejor pa él si me matan…

Así siguió, contando esto y lo otro, lo mal que le trataba la vida, lo que recordaba Suecia, lo feliz que fue en su país… quién sabe si algo de lo que dijo era verdad. No mencionó ni por un instante su otro medio de obtener ingresos, de eso casi nunca se habla.

No pude pasar por alto cuando mencionó a su marido. Era viuda, me dijo, hacia diez años. El señor Stride murió en el desastre del Princess Alice. Los dos tenían empleos en el vapor. Su esposo y dos de sus hijos se ahogaron, ella consiguió sobrevivir agarrándose a un cabo cuando estaba a punto de hundirse bajo el río. Allí perdió dos dientes y se hirió en el paladar por culpa de un hombre que trepaba delante de ella y que resbaló, me mostró sus mellas con una mezcla de pena y nostalgia. El resto de sus hijos, dijo, estaban al cuidado de la Iglesia Sueca, allí en Londres.

Qué extraña es la memoria, o lo era la mía al menos. Recordé entonces la tragedia del Princess Alice, ¿se acuerdan ustedes que les hablé de ella? Sí, mi primer encuentro con Torres, fue dos días tras el accidente. Pensé en aquel cuerpo que vi flotando junto al muelle en Millwall, mientras los caballeros jugaban al ajedrez con una máquina. Ese cadáver por el que volví en mala hora, pues acabé en manos de mi viejo patrón. El recuerdo me empujó a hablar.

—Te q… quedaste sola. Sin n…

—Sin na. No éramos ricos, pero tenía trabajo, un buen trabajo. Desde que se hundió en el río, me veo así.

—¿Nnn… no encon… n…?

—¿Los cuerpos? Na. El río se los tragó. Estuve allí, viendo los muertos, y ninguno era mi John, ni mis niños. Se fue, y me dejó sola, sin un trozo de pan que llevarme pa la boca, to se lo tragó el agua.

—¿T… tenía un reí… reí… reí…?

—¿Un reló? De oro, y en él llevaba siempre un retrato mío, era lo que más quería, y se fue con él. Paece que lo estoy viendo ahora mismo, tan bonito, con sus iniciales y las mías grabás. Ojalá lo conservara. Era mu güeno, no vayas a creer…

Veo sus expresiones. Dudan de lo que digo. Fue así, se lo aseguro, aunque con ello no quiero decir que Dios sea tan juguetón con los destinos de sus hijos. Intenten imaginar la situación. Un pobre desgraciado medio lerdo escuchando la charla de una puta, la mitad mentiras, bebiendo cerveza tras cerveza, y luego ginebra. Había sacado buen dinero del par del Green Gate, y tras la primera ronda Liz «dejó» que invitara yo. Supongo que no era el mismo hombre. John Stride no podía ser el cuerpo que vi junto al muelle, demasiado irónico, seguro que si hubiera dicho: «¿tu marido no pertenecía a la cámara de los lores?», Liz diría: «claro», pero hablé de la cadena brillante que vi bajo el agua, y la creí, y entonces nació un vínculo. No era remordimiento, no lo creo. Yo no era responsable de la muerte de su esposo, claro está, ni de la no recuperación del cuerpo, el ataque de la parada de monstruos me distrajo entonces, y no podía haber… es lo mismo. Sentí entonces que algo me unía a Elizabeth Stride. Estuvimos juntos, ella hablando y yo escuchando, hasta que el Ten Bells cerró. Nos despedimos, dijo que iría con Kidney, vivía con él en la calle Dorset. Debía contarle lo ocurrido, tal vez él arreglara las cosas.

—No. No creo que tenga el dinero. —Y ella se gastaba el suyo bebiendo con un tullido—. Ya veré lo que le digo. —No tenía en cuenta las palizas que su hombre le propinaba, era algo con lo que contaba mientras se mantuvieran dentro de la normalidad. Una vez se excedió, dijo, y ella lo denunció.

—La policía no me hizo ni caso. Da lo mismo —se rio—, ahora te tengo a ti pa protegerme, ¿verdá, Ray?

No respondí. Nos despedimos. Ella lo hizo de un modo especial.

—Mañana volveré por aquí, a lo mejor nos encontramos, ¿no Ray?

Deseé entonces con fervor que llegara el día de mañana, mientras la vi alejarse, algo borracha, hacia Dorset. Miré en mis bolsillos: aún tenía algo, estaba cansado y necesitaba un lugar donde pensar en mi situación… Excusas de necio, lo que en realidad quería era un sitio para encerrarme y dejar pasar el tiempo, con la esperanza peregrina de que las aguas se calmaran por sí solas. Fui a la calle Flower & Dean en busca de cobijo para la noche. A esas horas cabría esperar que no hubiera cama libre en todo Londres, pero las plazas eran caras, demasiado para las economías que por ahí se movían, tal vez tuviera suerte. Encontré sitio en la pensión del treinta y dos de esa calle, compré algo para comer al encargado nocturno, y mientras procuraba doblar mi chaqueta con la mayor pulcritud, al son de los ronquidos de quienes me rodeaban, pensé en mi situación, tanto como fui capaz.

Ahora podía empezar mi viaje, salir de Londres, olvidarme de los del Green Gate Gang, y alejarme de la policía y del Monstruo, Tumblety y sus horrores. Pensaba irme al día siguiente, y pronto estaría en Liverpool y más adelante, una nueva vida, otra vez. Hablar con Liz, ¡qué tontería! En otro lugar llegaría mi suerte y podría comprarme todas las mujeres que quisiera. Qué más daba esa Liz, que… bueno, también podía irme pasado, y despedirme de ella. Un par de cervezas y un hasta la vista. Eso estaría bien.

Ahora pienso como ustedes, ahora veo que el Bruto dejó mi cuerpo íntegro, mi lengua intacta, para utilizar mi confesión en algún juego de poder en el Green Gate. Ahora, de estar allí, hubiera podido utilizar eso en mi favor. Entonces solo era capaz de valorar que O’Malley me había torturado, que me haría daño si me volvía a coger, que ya nada podía obtener de Torres, que la recompensa no llegaría nunca, ni había dinero que sacar del Ajedrecista, y digo más, mi presencia junto al español solo le traería problemas, lo último que quería causarle. Todo me empujaba a huir, a correr, menos Liz, quería estar con ella, hablar con ella, una vez más, una última vez, todo estaba allí, todo mezclado en mi cabeza…

No pude controlar mis pensamientos y ni me esforcé en hacerlo. Dormí hasta que me echaron a voces de la pensión. Ensucié mi ropa nueva entre los callejones. Pasé todo ese miércoles igual que había hecho todos y cada uno de los días de mi vida, alejándome de la luz, esquivando miradas. Hasta que dieron las nueve de la noche, entonces fui al Ten Bells, a charlar con Liz. No tardó en aparecer. Ya estaba yo sentado en una silla, con una pinta ante mí, lo que hace la ropa nueva con un hombre; nadie me puso pegas.

—Hola, Ray. No podías estar sin mí, ¿eh? —dijo al sentarse—. Hoy me vas a tener que invitá tú a mí, he tenío gastos… No quiero que creas que soy una pordiosera sin na que hacer. Me gano bien la vida limpiando, pero hoy… bueno, da lo mismo, te lo devolveré. El sábado iré pa la iglesia, por dinero, la iglesia de mi país… —Y siguió hablando de su Suecia. Debe de ser un lugar muy hermoso, ¿han estado allí alguna vez? Me gustaría ir… he visto mucho mundo, ¿saben?, mucho en tiempo, no en espacio, ¿entienden? Londres, Inglaterra, América… de aquí no he visto más que esta sucia celda donde tienen a bien acogerme. Liz hablaba tan bien de su tierra, de la nieve y los fríos, de los aires limpios. Creo que será como sus ojos, sus ojos siempre parecían limpios, pese a lo mucho que había visto. Era muy guapa, así la veía yo al menos, envuelta siempre en un halo de bruma, como un ángel, un ángel venido del norte.

Dos tipos se sentaron con nosotros, uno a cada lado, yo ni siquiera los había visto entrar; ahora tenía una mitad ciega, y la otra medio ciega. Dandi y el pequeño Will. El primero, mostrando la cara magullada y su cuchillo apretado subrepticiamente contra mis riñones. Dijo:

—Drunkard Ray, ¿son tuyas las pelotas que tiene Dick colgadas en la pared? —Liz se quedó muy quieta, como todas las putas delante de los cuchillos, mientras Will la abrazaba—. Pues pareces muy entero para ser un jodido capón. Y ni siquiera estás chamuscado.

—Pues seguro que era ese —chirrió la voz de Will—, estuve pegao a esa cara tan asquerosa. —Lamió la de Liz y metió la mano entre sus faldas, una de esas manos suyas que ocultaba garras de metal—. Hace buena pareja con esta puerca.

—¿Te gusta la señorita, Willy?

—Me da asco. —Hundió más la mano entre las piernas de Liz; ella ni respiraba—. Ayer no querías na de nosotros, zorra. Tendrías que dar gracias de que tocara tu coño mugriento. —Le escupió en la cara. Ella siguió sin moverse, yo también. Un tipo grande desde la barra vio movimientos, e intervino.

—Oigan, dejen de molestar a…

—¿Le importunamos en algo, señor? —Dandi se limitó a girarse un cuarto para mirar de frente al filántropo, filántropo e insensato, quien con solo ver los colores del Green Gate Gang, volvió la atención a su bebida, acompañado de la estridente risita de Will, que siguió apretando, dolorosamente imagino, la entrepierna de Liz—. Quítate esa máscara tan elegante, vamos chico, enséñanos tu bonita cara. —Fui a decir algo y Dandi apretó más el cuchillo—. Ni te muevas, bastardo, no hasta que yo te diga —le miré con todo el odio que podía proyectar desde mi único ojo medio ciego, y como Polifemo con sus víctimas, helé la sangre de ese cobarde. Aflojó la presión de su hoja sin apartarla. Cobarde puede, en absoluto tonto—. No siempre vas a tener tanta suerte, Ray, hoy te toca perder. —¿Cuándo he ganado?—. Ven con nosotros, a dar una vuelta, a ver a los viejos amigos, te esperan con los brazos abiertos. Si no quieres venir, lo entiendo, el único problema es que vas a morir.

—T… t… tú no…

—No, yo no. Ya sabes Ray que estas calles cada día están peor. Mira, ese hijo puta matando mujeres, igual cambia de gustos y decide cargarse a monos como tú. Y no morirás solo. —Miró a Liz. La mujer aprovechó para zafarse de la presa y medio incorporarse.

—Yo os dejo con vuestros asuntos…

—No te muevas, puta. —A la orden de Dandi, Will la obligó a sentarse con fuerza. Hizo sonar sus garras y siguió brindándole toda su atención—. Ya arreglaremos cuentas contigo y con tu chulo, ahora nos ocupamos de Ray. ¿Qué me dices, Ray? ¿Vienes?

Miré a Liz. Tenía mucho miedo, pero estaba acostumbrada a vivir con miedo, muchas mujeres como ella lo hacían todos los días. No lloraba, ni se quejaba; se limitaba a sonreír y a beber de su vaso, con el rostro de Will pegado al de ella. Solo quería que pasara rápido, que se fueran, y ella saldría a la calle. Ya pensaría en cómo solucionarlo luego. Yo no, yo quería que parara ya, para siempre y para todos.

—S… s… si la dejáis iré.

—Además de retrasado eres sordo, ¿no? Si no vienes te mataremos, hoy, mañana… cuando sea. Y a ella también. —Todo lo que hice fue encogerme de hombros y mirarlo, y su expresión cambió. En mí vio la decisión de morir, en mi ojo triste encontró el cansancio de mis cuarenta y tres años de dolor, y en el botón de porcelana que hacía las veces de su hermano, pudo ver los motivos por los que iba a sacrificarme sin una lágrima; una mujer, la simple idea de una mujer, y todo lo limpio y fresco y suave y hermoso que trae. Hoy no me importaba morir, mañana puede que luchara por dos segundos más entre la miseria, hoy me daba igual, con que Liz sonriera una vez me era suficiente. Contra eso no podía Dandi, ni todo el Green Gate Gang—. Vale, Romeo. Tú déjala que se vaya. —Will rezongó algo. La mirada de su jefe lo convenció en el acto. No era bastante. Atrapé la muñeca del Dandi con mi mano buena.

—Ella… ya no t… t… tiene deuda…

—Pides mucho Drunkard, no apures.

—No voy. —Ese «no voy» era más que simple terquedad. «No voy» era «no os acompaño», y «no voy a hablar, ni a deciros nada, ni a participar en todos los trapicheos que os traéis». Porque era eso, si no, yo y la puta ya estaríamos muertos, y Dandi lo sabía mejor que yo. Asintió. Will soltó a la mujer, que se levantó rápida, se arregló la ropa y se atusó como pudo, sin dejar de mirarme.

—Ray… —No dijo nada más, me la quedé mirando, sonrió, sonrió por fin mostrando su diente mellado, y se marchó.

—¡Vaya novia tas echao, Drunkard! —chilló Will—. ¿Pa cuándo la boda?

—Vámonos —zanjó el tema su jefe, y nos fuimos.

Mi caminar hasta Benthal Green fue silencioso, como el del becerro al matadero. Acabamos en el cementerio de Gibraltar Row, el lugar de mi cita con el Bruto, con cuatro días de retraso. Todo estaba oscuro, y aun así el lugar me pareció bueno para morir, tranquilo, hermoso a su manera. Las lápidas diseminadas, el crujir del otoño a mis pies, las estatuas de quién sabe qué difunto convertidas en sombras y por tanto más vivas, el frío de esa jornada que parecía allí hacerse fuerte, sabedor de que a los residentes ya no les importaba. Si me hubieran dado a elegir, hubiera querido morir en los pantanos de mi Florida, allí olvidado; a falta de eso, bien estaba un viejo cementerio en Londres.

Entramos en sigilo, como con miedo de despertar a los que allí descansaban. Pronto vi las luces; todo el Green Gate aguardando mi crucifixión. Pobre infeliz, qué poco sabía. Lo primero que vi, porque sin duda era lo más iluminado por todas las lámparas y teas encendidas que allí se reunían, era el ojo metálico de Dick Un Ojo, reluciendo broncíneo en medio de su cara.

Quedé entre ellos, jaleado por burlas e insultos. El ojo de Dick creció hacia mí, mirándome con malsana codicia, luego miró al hombretón que sentado a su lado en una lápida fumaba una enorme pipa. Era Collins, su hombre de confianza, confianza para Dick, para el resto siempre fue un amigo poco de fiar. Un Ojo dio un paso adelante y quedó rodeado por sus hombres, como un orador en un senado siniestro.

Tom —dijo dirigiéndose al Bruto por su patronímico y alzando la voz como un vate en el ágora—, disculpa, pero la memoria me empieza a fallar. ¿Qué dijiste que le pasó a Drunkard Ray?

El Bruto salió de las sombras que lo cubrían, con andar resuelto, imponiendo su altura y su fama a la concurrencia, aunque comentarios y miradas dejarían claro a cualquier observador que era él quien tenía problemas y no yo. A cualquier observador, menos a mí.

—Dije que creía que estaba muerto. Parece que me equivoqué.

—Lo entiendo, no te preocupes. Yo en tu lugar también hubiera creído lo mismo. —Dick se puso a mi lado. Era un hombre más bien pequeño, algo sobrado de peso y sin otro rasgo llamativo a parte de ese ojo, que ahora giraba hacia mí, en horrorosa asimetría con respecto a su gemelo real. Me puso la mano en el hombro y yo me quedé muy quieto—. Pensaría igual si hubiera dejado a alguien en un cuartucho ardiendo, y sin pelotas. De la chaqueta sacó un mugriento trapo que tiró al suelo, del que cayeron unos testículos renegridos. —Pero Ray es muy fuerte, ¿verdad, viejo borracho?

—Había mucho humo, no estoy seguro de lo que vi. —O’Malley no mostraba tener miedo, y estaba muerto.

—Ni de lo que cortabas. —Avanzó hacia el Bruto, mirándolo con su ojo asesino—. ¿A quién castraste, Tom? ¿De quién son esas pelotas?

—Por lo pequeñas diría que de Patt, ese gordo hijo de puta.

—¡Maldigo tu perra vida, bastardo! —rugió Taggart, otro de mis torturadores que parecía allí algo dolorido y muy indignado, indignación que se extendía por la totalidad de la concurrencia. El desplante del Bruto parecía su despedida orgullosa, iba a morir allí. Las armas rozaban metal contra metal, amenazando, y O’Malley seguía tranquilo.

—Tú, en cambio, las debes tener enormes, Tom —acalló Dick a los lobos sedientos.

—No tanto, Dick. —Encaró ahora al ojo telescópico de su rival, que había alcanzado ya los diez centímetros de longitud—. Estoy tranquilo porque sé que no me va a pasar nada.

—¿Y quién ha dicho que vaya a pasarte algo? —rio Un Ojo, abriendo los brazos y recogiendo la carcajada de los allí presentes.

—Tu jodido ojo de lisiado. —La risa acabó. El Bruto se quitó el gabán y lo tiró al suelo, mostrando un torso peludo—. He venido aquí desarmado y solo…

—¿Por qué ibas a venir de otro modo? —dijo Dick—. Estás entre los tuyos.

—Espero que los míos estén dispuestos a escucharme antes de decidir nada. Y más que escucharme a mí, quisiera que todos oyerais lo que Ray va a decirnos. ¿Por qué iba a mentir? Decidme. He dado mi sangre por todos, por mis hermanos. —Mostró las cicatrices que recorrían su cuerpo—. ¿Qué motivo pude tener para dejar escapar a Drunkard Ray, y decir que había muerto? ¿Qué ganaba con ello?

—¡Joderlo todo! —Espumarajos de furia salían de la boca de Dick Un Ojo mientras gritaba—. Eso es lo que haces siempre. Te gusta ir por tu cuenta, Bruto, y eso no es bueno…

—Ray me dijo algo, por eso conservó sus pelotas y su vida. La muerte del resto fue un accidente.

—¡Mentira! —chillo Will—. Los mató a todos ese monstruo, y tú lo dejaste vivo.

O’Malley fue hacia él y el chico dio un paso atrás sacando sus garras. Dandi quedó entonces solo a mi lado para custodiarme. Pude intentar escapar, si había acabado con cinco de ellos estando atado y medio desmallado, algo haría contra ese centenar, al menos vender caro mi cuero. No hice nada, sin entender mucho lo que ocurría, por fin me di cuenta que no era mi vida lo que estaba en la balanza en ese momento.

El círculo de luces que rodeaba al Bruto se abrió, se movió como un ser vivo adaptándose por el cementerio a medida que él avanzaba tras el acobardado Willy. Dick intervino, sacó una lanceta de un metro escaso que al instante brillo incandescente en su punta.

Parad —dijo—. Que un hombre solo haya acabado con cinco de nosotros no es algo de lo que me guste oír hablar.

—Debiera hacerte pensar que tal vez sea buena idea acoger con los brazos abiertos a Ray, después de todo ha sido un buen amigo tuyo, muy fiel, ¿no? —El Bruto estaba de mi parte, tenía una posibilidad.

—Dime una cosa, Tom, ¿qué fue eso que te dijo tan importante? ¿Y por qué no nos lo contaste?

Bueno, pensé que era mejor que lo oyera primero Joe. —Otra vez el silencio incómodo en aquel campo de silencio—. ¿Crees que le ha gustado oír eso mientras descansa en Holloway?

La mirada y el tono de voz de Un Ojo bajaron, se hicieron más amenazadores.

—No tengo idea de qué piensas que no le gustaría a Ashcroft…

—Que tú empleaste a Drunkard Ray para facilitarle ese agradable retiro y ocupar su puesto.

—Ahora estáis muertos, los dos. —Avanzó un pasó con su lanceta flamígera en ristre, y todos cerraron el círculo en torno al Bruto. Taggart cojeó martillo en mano. Dandi sacudió el brazo y su cuchillito saltó a su mano, y lo posó en mi cuello. O’Malley se encogió de hombros, sonriendo.

—No te precipites, tuerto maricón, puedes poner nervioso a mis amigos.

Animas en pena, luceros atormentados, fantasmas; no sé qué salió de entre las tumbas. Como reclamados por las palabras del Bruto avanzaron entre una niebla demasiado espesa y repentina incluso para Londres, incluso excesiva para mi vista turbia. Diez, veinte. Pronto se vislumbraron entre las luces la silueta de hombres, con cuerpos que parecían triángulos invertidos, unos altos, algunos demasiado, suspendidos sobre zancos articulados de dos metros y humeando por sus jorobas traqueteantes, brazos demasiado largos, o demasiados brazos: los Tigres de Besarabia.

Cuando los del Green Gate se hicieron a la niebla pudieron ver claro las chaquetas rayadas con enormes hombreras, los sombreros de panamá, las plumas de pavo real, las medias atadas con ligas a la pantorrilla, las armas llenando el aire de zumbidos y ruidos mecánicos. Mucha osadía era esa, pero los judíos no se andaban con miramientos. Desde hacía años estaban aumentando su poder, y ahora era sin duda la banda más peligrosa del East End. Empezaron extorsionando a parejas casaderas de entre los suyos, amenazando con airear virginidades perdidas y otros pecados antes de la boda. Más tarde extendieron sus coacciones a matrimonios ya formados, a comerciales, a todos. En poco tiempo la comunidad judía se les había quedado pequeña. Su superior armamento les había hecho amos y señores de la noche. Esas chaquetas rayadas estaban blindadas y escondían secretos mortales. Tenían un trato de favor en ese comercio de armas que menudeaba a pequeña escala por Whitechapel. El mismo ojo de Dick lo había obtenido a través de los judíos, ese que se proyectaba ahora para ver mejor. Así, él antes que nadie vio a quien encabezaba la comitiva de los Tigres: Perkoff, el jefe de los de Besarabia.

Era fácil de reconocer, el único que no llevaba sombrero y lucía con orgullo dos trompetillas metálicas a cada lado de la cabeza. Sus orejas habían aparecido clavadas en la puerta de un pub años atrás, cuando una puta en nómina de la banda de Odessa se las cortó en un descuido del confiado Perkoff. Odessa era una banda judía rival, que había nacido en el café del mismo nombre tratando de evitar la predominancia de los Tigres. Tras el incidente de las orejas, el café dejó de existir.

A su lado iban sus dos lugartenientes, Kid McCoy, un boxeador con futuro, ídolo del barrio que ahora lucía metal sobre sus soberbios puños. Muchos soñaban con un combate entre Kid y el Bruto, e inclinaban la balanza de sus opiniones según la religión de cada cual. El otro era Max Moses, cuyos hombros y cabeza estaban coronados por los cañones de una hermosa ametralladora Nordenfelt.

—¡Traidor! —rugió Dick Un Ojo—. Nos has vendido.

—Intento que me escuches, que me escuchéis todos.

Las dos bandas quedaron enfrentadas, con el Bruto en medio. Cerca de cien por el lado de Benthal Green, unos treinta por los Tigres, todos uniformados salvo un tipo que ocultaba su imagen bajo un amplio paraguas, y el enjuto y servicial portador de ese resguardo.

—¿Qué haces aquí, Perkoff? —saludó Dick.

—He oído que los buenos chicos del Green Gate teníais problemas, ya sabes que oigo todo lo que pasa. —Se tocó sus orejas metálicas enfáticamente.

—Pues tus oídos de lata te han engañado, no tenemos ningún problema, y desde luego ninguno que os importe.

—Tu amigo, Tom O’Malley, no dice eso. Me cuenta que tú y tu monstruo preparasteis una sorpresa para el bueno de Joe Ashcroft, y ahora se vuelve contra ti. No nos gustan las conspiraciones, estropean el buen clima entre nosotros.

—¿Te has vuelto judío, Bruto? —Y el aludido por esta acusación de ecos tan clásicos, en medio, sin unirse a las filas de nadie, respondió:

—Al tiempo que tú te convertías en un jodido traidor.

El ojo de Dick se movió, un tentáculo broncíneo y chirriante, del Bruto a Perkoff y vuelta al Bruto. Agitó su arma, rozando el suelo que humeó a su contacto, la boca torcida en una mueca rabiosa.

Hijo de puta —estalló y miró hacia el Tigre—. Judío asqueroso, si tramas algo acabarás enterrado aquí mismo. —Perkoff sonrió.

Dick, dicen que ese ojo tuyo puede ver el futuro. ¿Te ves en ese futuro con cuello o sin él?

—¡Cárgatelo, Dick! —gritó el Dandi.

—¡Acabemos con esos rabinos! ¡Les doblamos en número o más! —coreó Taggart.

—¿Es que estáis locos? —dijo el Bruto—. ¿No recordáis que casi acaba con todos nosotros en la pelea contra los de Dover? Y todo por mezquina codicia.

—¡Es falso! —gritó Un Ojo, la calma ya perdida—. Siempre he sido leal a Joe, y cuando vuelva…

—Y una mierda. —Una ráfaga de disparos hizo agacharse a todos. Dos lápidas y una efigie saltaron desechas en esquirlas. Era Moses, que había lanzado una descarga disuasoria. Quedó en pie rodeado de las humeantes seis bocas de su ametralladora. Hecho el silencio, su jefe habló.

—Afirmas que eres inocente, bien, pues nada debes temer, que hable ese y diga lo que tiene que decir.

—¿Y a ti qué te viene en esto? Te has dejado embaucar por el Bruto, que solo quiere quitarme el mando. Yo jamás traicioné a nadie. —Al menos a Joe Ashcroft no, todo fue invención mía. Que acertara en algo, por pura intuición, no digo yo que no, pero desde luego no formé parte de confabulación alguna.

—No vamos a rendir cuenta ante unos judíos —dijo Dandi—. ¿Quién demonios os ha invitado a meteros donde nadie os quiere?

—Respetábamos a Joe.

—Nos vamos —sentenció Dick.

—Tú no te mueves de aquí —dijo el Bruto, y las armas brillaron de nuevo—. Deja que Ray hable, ¿qué miedo tienes? —Yo sí que tenía miedo, ¿qué podía decir?

—Déjale hablar —dijo Perkoft.

—Sí, Dick, deja que hable. —Era Collins. Su palabra acalló a todos con tanta fuerza como el fuego de Moses—. A mí me gustaría oír lo que tiene que decir. —Ahí estaba, la mano ganadora en el arriesgado juego del Bruto O’Malley. Si la duda crecía entre los del Green Gate Gang, entre gente de «prestigio» como Collins, su batalla estaba ganada, pues aunque la conspiración no existiera, otras si habría, que la rivalidad entre Dick y Joe era conocida. Un Ojo resopló, maldijo a su progenie y avanzó hacia mí, rugiendo.

—Muy bien, monstruo, ven aquí y di lo que tengas que decir. —Me arrebató de la custodia de Dandi y me sacó al centro, acercándose la vara ardiente lo suficiente para sentir su calor—. Miente, y dejaré más marcas en ese cuerpo deforme tuyo.

Quedé en medio, rodeado de tumbas y de mis antiguos camaradas, que ya ninguna simpatía me tenían cuando formaba filas junto a ellos. El Bruto, cubriéndose con su abrigo, se acercó dispuesto a dirigir el interrogatorio. Alguien nos interrumpió.

—Un momento. —Era el hombre bajo el paraguas, el que no compartía los colores de la banda. Salió a la luz, iba muy elegante, chaleco de terciopelo estampado sobre el que lucía una gruesa cadena dorada, levita negra sombrero grande y botines de piqué, algo enlodados ahora. Salió de debajo del paraguas, y mostró su cara adornada por unas cuidadas patillas—. ¿Ray? Que me lleven los demonios del mar… ¿eres Ray… mi Ray?

Efrain Pottsdale. Más cuidado, más limpio y sobrio, con más años y más kilos, allí estaba, plantado ante mí, vivo. Giró para mirar con pasmo y complicidad al suspiro humano que portaba el paraguas que, como ustedes habrán imaginado, no era otro que mi viejo y escurrido compañero de ferias y celdas: Burney, el Hombre Esqueleto.

—¿Le conoces? —preguntó Perkoff.

—Esto lo cambia todo. —Potts sonrió—. Burney me dijo que se topó contigo cuando ambos estabais… acogidos por la gracia de su Majestad, y no le hice caso. Esto lo hace mucho más interesante, ¿verdad, Ray?

Todos estaban confundidos, a excepción de Potts, el Esqueleto, y el jefe de los Tigres de Besarabia. Dick, molesto al verse excluido del centro de la acción, agitó su vara para hacerse ver. Perkoff dijo:

—Nos lo llevamos.

—¿Qué? —preguntaron al unísono O’Malley y Dick.

—A vuestro Ray. Se viene con nosotros. Creo que tiene información que aportar sobre el asunto que nos ocupa, y con vosotros no sobrevivirá. Necesita el arbitrio de un bando imparcial…

—Ni lo sueñes.

—No saldrá de aquí sin hablar —dijo Collins apoyando a su jefe, por sus propios motivos. Todos se prepararon para la pelea, los flejes y muelles chasquearon aquí y allá, la presión de los aparatos de vapor ascendió, traqueteando y bufando entre las tumbas. Moses echó atrás la mano y accionó el cargador de su enorme joroba, el arnés donde descasaba su arma.

—Por favor —dijo Perkoff—. ¿Vamos a empezar a matarnos aquí, ahora? —Nadie se movía, se requiere mucha decisión, o mucha ira, para ser el primero en iniciar una matanza. El judío hizo un gesto y el Bruto se adelantó a obedecerle, sabía que había perdido su sitio en el Green Gang. Fue hacia mí, me cogió del brazo y me llevó hacia los Tigres.

—¡No! —gritó Collins, y un hombre de su lado, el fiel Taggart, salió renqueando hacia el Bruto, martillo en mano. Kid McCoy se adelantó a todos con dos zancadas, su brazo hizo un sonido extraño y metálico al encajarse, y luego, con un gesto lo soltó. El puño acerado voló, apenas pude verlo hasta que se estrelló en la cara de Taggart, que cayó sin cabeza; su cara había quedado impresa en el guantelete de McCoy.

Moses volvió a abrir fuego sobre las tumbas, y un Tigre de piernas de dos metros se alzó en toda su altura acompañado de un zumbido eléctrico y lanzó como quien siembra trigo una decena de bombas aquí y allá, desde su ahora enorme altura, que estallaron dejando paso a la espesa niebla que les había traído. El Green Gate no tuvo tiempo de reaccionar; cuando quisieron hacer algo, ya no estábamos. Corriendo entre la niebla, protegidos por el fuego graneado de Max Moses, salimos de allí los Tigres de Besarabia, el Bruto, Potts, Burney y un servidor, yendo a un destino incierto.

No hubo persecución en sentido estricto, imagino que el Green Gate Gang tenía muchas cosas que aclarar antes de lanzarse a una guerra entre bandas que no podía acabar bien ganara quien ganase. Salimos de Gibraltar Row, y caminamos mucho y rápido. Fuimos hacia Aldgate, en terreno controlado por los Tigres, atravesando la ciudad en volandas, conducido por esos iracundos hijos de Sión. No puedo precisar mi estado de ánimo, el toparme con Potts, tantos años después, había saturado mi capacidad de sorpresa, y mi medio cerebro se limitó a desconectarse, y a atender las tareas primarias que aseguraban mi subsistencia, sin reflexionar en nada.

Acabé encerrado en la trastienda de un comercio de objetos religiosos judíos, sin que en ningún momento hubiera ofrecido resistencia a mi captura, si es que esto se trataba de un rapto. Allí, solo entre bonitos téfilin, pergaminos mezuzá, varias kipá, candelabros de muchos brazos y toda la parafernalia judaizante, empecé a pensar en lo que podía depararme el inminente futuro, y en los acontecimientos que acababan de ocurrir. Era el casus belli en medio de una conspiración de bandas de delincuentes violentas, situación que podía ser bien empleada por alguien con más recursos que yo. Siendo quien era, solo me queda aguardar a que escampara, y seguramente morir en la espera. Por si fuera poco, ¿qué hacía aquí Potts? Estaba junto a Burney. ¿Seguiría con su circo de monstruosidades, o solo el Esqueleto estaba con él? Siempre había pensado que su vida había terminado el día en que Tomkins y sus hombres atacaron a la feria de monstruos en Millwall, está claro que era más un deseo que una convicción, si lo atraparon, lo dejaron ir o escapó, nada sabía. Más adelante supe que Potts había pasado todo este tiempo sin salir de Londres, suerte que yo no permanecí mucho por la ciudad, aunque había estado el pasado año y no lo vi, qué extraño. Si seguía moviéndose por los ambientes que solía frecuentar, y eso indicaba su amistad con los Tigres, teníamos que habernos encontrado por fuerza. Sin embargo, su ropa, su aspecto respetable…

No tuve tiempo a elucubrar más, la puerta se abrió y entraron el propio Potts, Burney, quién parecía haberse convertido en su muy enjuta sombra, y acompañándolos el amenazador Moses, esta vez sin su arnés ametrallador atado a la espalda. Potts sonrió, cogió un taburete y se sentó frente a mí, que ya estaba en otro.

—Qué extraña es la vida, ¿no crees Ray? Hacía años que no pensaba en ti, y caes del cielo cuando más se te necesita. Dime, ¿cómo te ha ido? —Encogí los hombros por toda respuesta. Me daba rabia sentir ese repentino miedo ante su presencia, como si todo el tiempo pasado desde que dejara de exhibir mis deformidades hubiera desaparecido—. ¿No estás contento de que nos hayamos vuelto a ver? —Otro encogimiento—. Pues yo sí, me alegro que uno de mis hijos haya medrado, y se haya hecho un hombretón. ¿Ves Burney?, él y tú siempre fuisteis los más fieles, los mejores, a los que más quise. Ahora os tengo juntos, otra vez los tres unidos, los viejos camaradas. ¿De dónde has sacado esas ropas, viejo Ray? Ya, no quieres hablar, la emoción de nuestro encuentro te deja sin voz… o no, ya recuerdo. Siempre has hablado como un imbécil, y prefieres callar. No hace falta que digas nada. —Se levantó y caminó por la habitación.

—Debieras estar contento, este encuentro puede cambiar tu vida. Siempre he cuidado de mis niños, puedo ocuparme de ti como lo hice de Burney, si te portas como un buen amigo. ¿No estás harto de que se t… t… te burlen en la cara? —Se rio de su mala imitación de mí, y señaló al Esqueleto, quién alzó el rostro bajo el sombrero. Seguía tan calvo y tan cadavérico como lo recordaba, si no más, pero había algo en su mirada, algo que hacía que su faz fuera aún más parecida a la de la parca de lo que lo era hace años. No estaba seguro si era defecto de mi mermada visión, pero sus ojos eran cuencas vacías—. Contéstame solo a una pregunta, ¿te acuerdas de aquel señor que se portó tan bien contigo, lord Dembow? —Y a partir de aquí me explicaron con claridad lo que iba a ser de mí. Mi vida dependía de cómo obrara: si hacía lo que ellos querían, viviría, incluso estaban dispuestos a darme dinero y ayudarme a desaparecer de Londres, del maldito Reino Unido si quería y volver a América. Si no, se limitarían a devolverme al Green Gate Gang. ¿Cuánto tiempo iba a tardar Dick Un Ojo en hacerme desaparecer de Londres, de un modo muy distinto?

¿Y qué es lo que querían los Tigres judíos que hiciera por ellos? Potts me lo explicó, sentado a mi lado, hablándome despacio y muy bajo al oído, mientras acariciaba mi cráneo.

—Esos señorones son amigos tuyos, seguro que se acuerdan de ti, sí, no lo niegues Ray, y tendrán muy buen recuerdo tuyo. Ve a verlos, habla con ellos, quiero que averigües dónde tienen cierta cosa que me pertenece, y que me la traigas; así de sencillo.

—¿T… t… tengo que rrr… rrrr… robarles?

—Me temo que si se lo pidieras de buenas formas no te lo darían. Ten en cuenta que los ladrones son ellos, sí Ray, todo el mundo roba, y los de posiciones más acomodadas en mayor medida.

Lo que tenía que sacar de casa de lord Dembow no parecía un objeto de valor, no al menos lo que yo tenía entendido como algo de valor. Eran un cachivache metálico y no muy grande que… imposible que con una descripción, por precisa que fuere, pudiera yo identificar el objeto en cuestión, así que me dieron un dibujo. No un dibujo cualquiera, era un plano. El cacharro era un cilindro… no, más bien como un pequeño huso o un cono truncado, lleno de rayas o perforaciones, y unido a un complejo sistema de ejes y ruedas. Todo eso me recordó a la maquinaria de la que hablaba Torres, a sus farthings y sus autómatas. ¿Querían que robara maquinaria de relojería, partes de autómatas de Forlornhope? ¿Pottsdale de nuevo involucrado de forma extraña o tangencial con aquel Ajedrecista y el mundo tecnológico que había detrás?

—N… no —dije, no a menos que me aseguraran ciertas condiciones.

Pensaba en Liz, mi Liz. Ahora que había dejado allí tirados a Green Gate, cierto que no por mi voluntad, pero tales consideraciones no suelen tenerlas en cuenta criminales como estos con los que me codeaba, ahora la palabra de Dandi no valía de nada. Me dijo que la dejaría en paz si iba con ellos, y ahora no estaba con ellos. No veía qué los obligaba a cumplir. Dick Un Ojo no sería el mayor de mis admiradores, y si supiera que a través de Liz la Larga podía hacerme daño… Exigí, más bien supliqué entre tartamudeos que protegieran a Liz. Si no, si permitían que el Green Gate Gang pusiera un dedo sobre ella, no obtendrían nada de mí. Debí ser elocuente, porque Potts se sentó a mi lado y me rodeó con gesto paternal los hombros, antes de decir:

—Ray, viejo amigo, quieres a esa mujer, ¿verdad? —Claro que había burla en sus palabras, aunque su tono fuera el más amable y comprensivo que hubiera oído nunca. Su mofa era aún más hiriente que la de unas ratas como Will y Dandi, en esta había una crueldad atroz—. Pues no se hable más, claro que pediré a mis amigos que vigilen a tu amor, claro que sí… ¿verdad que lo haremos Burney?

Inseguro de lo que significaban sus palabras e incapaz de hacer nada más por Liz, acepté el trato. Me dijeron que fuera a Forlornhope, a pedir ayuda, ya había ido en otra ocasión en busca de trabajo aunque no lo supieran, con esa excusa tal vez pudiera registrar parte de la casa y encontrar el artefacto tan codiciado por la banda de maleantes. Era difícil que pudiera hallarlo en una primera visita, parece que tal cachivache era atesorado con celo, insistieron por ello en que debía ser discreto y hacerme un habitual entre ellos. Me pareció un sinsentido, ya había estado al servicio de los negocios del lord, y nunca tuve acceso a ninguna información intima o especial, a un tipo como yo no se le hacían confidencias; nada dije. Me aseguraron que tendría sustento y acomodo entre mis nuevos amigos judíos; a dónde acaba llegando uno…

—Y no me engañes, Ray —continuaba Potts con su perorata acusadora y sus ojos llenos de falsa pesadumbre—. Otra traición tuya… y no lo soportaría. La última casi me mata, ¿no digo la verdad, Burney?

El aludido, allí en pie, con su largo abrigo hasta los pies y su sombrero de ala ancha, que no conferían más sustancia a su melifluo cuerpo, sonreía en silencio.

—Burney te seguirá. ¿Recuerdas lo bueno que era entonces siguiendo a la gente?, ahora lo es más. Él esperará a que obtengas eso que queremos, y a él se lo darás.

Con estas me dejaron ir al amanecer. Supuse que Burney mantendrían uno de sus ojos sin vida clavados en mis movimientos, así que era inútil tratar de escapar, y era lo que más deseaba, alejarme de Potts, no quería estar otra vez bajo su envilecida tutela. Mi vida no dejaba de mantenerme caminando en círculos, de la miseria a la infamia. De momento me dejaron en libertad con la promesa de que en esa misma semana visitaría a lord Dembow. Pensé obedecer.

No ese día.

Por muchos esqueletos caminantes que me persiguieran, ese día no se lo dedicaría a Potts y sus amigos judíos. Ese día tenía que encontrar a Liz, asegurarme de que seguía con bien, que mi patrón, de nuevo era mi patrón, cumplía su palabra. No la encontré. Pregunté por ella en el Ten Bells y en todos los locales que conocía. Recordaba que me dijo que vivía en una de las casas comunales de la calle Dorset, temí que se tratara de Crossingham y de toparme con Donovan una vez más, así que no pregunté, me limité a permanecer por allí, por si la veía aparecer. Nada. ¡No podía ser tan difícil encontrar a una puta en el East End!

A la noche no había conseguido nada. Volví por mi habitación de dos días atrás, allí estaba, había pagado bien y el dinero se sobreponía a mi aspecto. Amaneció el viernes catorce y yo seguía preocupado por Liz. Fui al puerto, a buscar a Kidney, y no supe cómo. Nadie responde a alguien con media cara y voz temblorosa, y no tenía idea del aspecto del hombre. No podía demorar más mis obligaciones. Por la tarde fui a visitar a lord Dembow.

Me planté ante la bien conocida puerta enrejada de Forlornhope que me traía recuerdos extraños, no del todo desagradables. Estaba abierta, esa misma verja que al día siguiente sería volada durante la recepción al premier y otros principales. La custodiaban dos hombres que se aproximaron, educados y firmes, en cuanto me vieron aparecer por la calle. Me preguntaron qué quería sin dejar de escrutar mi persona. Era una mejora respecto a lo habitual, que hubiera sido darme algo de comida o despacharme con alguna otra caridad. Esta nueva dignidad no iba a durar mucho, mi traje limpio empezaba a no estarlo tanto, y ya tenía un rasgón en la chaqueta causado por los tirones de mis amigos del Green Gate. De todas formas, mi máscara seguía tan hermosa como recién salida de las primorosas manos de la viuda Arias. Dije mi nombre, y que quería ver al señor por un asunto importante, ya se me ocurriría el qué. Me hicieron aguardar. Uno de ellos quedó conmigo mientras el otro echaba a andar el largo paseo hasta la casona, sin prisa alguna. El tipo a mi lado no me habló, ni se dignó a mirarme, me mostraba su presencia sin más y, estaba seguro, su presencia armada.

Para mi sorpresa no hizo falta que ejercitara en nada mi imaginación anquilosada para conseguir ser atendido por alguna cara amable, pues volvió al rato largo el guardia acompañado de una señora toda vestida de negro dispuesta a atenderme.

—Lord Dembow está ocupado, le recibirá la señora De Blaise. —¿Con solo decir mi nombre era atendido? ¿Se acordaban de mí, y lo que es más, ese recuerdo no les hacía cerrar la puerta a cal y canto y llamar a la policía? En efecto, quién me hablaba, la señorita Trent, la cocinera, ¿recuerdan?, ella parecía no tener mal recuerdo de mí—. Es usted el amigo de aquel caballero español, ¿se acuerda de mí? —Cómo no. Seguía teniendo ese aspecto dulce y triste, aunque la edad había afeado esos rasgos hermosos y altivos que tuviera en el pasado. Eso, añadido a su perpetuo luto y al total encanecimiento del cabello, le daba un cariz de abuela entrañable, aunque triste. Y no debía tener más de cincuenta años—. ¿Me hizo caso entonces? Fue a buscar trabajo a los muelles…

No respondí. Sonreí, asentí sin mucha firmeza y dejé que su hospitalidad me envolviera y condujera hacia Forlornhope. No la escuchaba, solo me bastaba oír el tono amable de la mujer, preguntándome esto y lo otro, ponderando a Torres y tal y cual. Mientras me acercaba a la mansión, miré inquieto sus viejas paredes. En algún lugar de ella se escondía el objeto que me proporcionaría la libertad por fin, la libertad del fugitivo. Ahora la veía entre las penumbras de mi ojo lloroso y parecía un monstruo aterrador, todo torres difusas, luces encendidas y una línea oscura en medio de su cara, como una sonrisa macabra.

Llegamos a la puerta con sus ocho escalones, miré hacia arriba, recordando de pronto a la muerte jardinera que viera hacía años, cuando tomé el reloj de arena roto por una regadera. No pude distinguirla. En ese momento un torrente de luz, que no de alegría, llegó en forma de Cynthia De Blaise. Hacía diez años que no la veía más que en mis sueños más tórridos, no estaba preparado para una visión como aquella. No me entretendré en describirla, porque ya lo he hecho al relatarles su reencuentro con Torres, el que tendría lugar al día siguiente, me limito a expresar las emociones que me produjo. Emoción, en singular, que no tenía yo cabeza para almacenar más de una. Tuve miedo, la belleza tan intensa, mucho mayor de la que recordaba en ella, me asustó, y olvidé el cometido que me había llegado hasta allí, casi.

—Qué alegría verle, señor Aguirre, ¿verdad Nana? —Parecía contenta de verdad, como quien encuentra a un amigo muy esperado. Verla abrazaba a su vieja nana con ternura y su sonrisa fue suficiente para hacerme olvidar a Potts, al Bruto O’Malley, a los Tigres y a mi perra vida—. Sé que está también en la ciudad su amigo don Leonardo, le veremos mañana, seguro, y estoy muy contenta por eso. Tengo un gratísimo recuerdo de ustedes…

—Vaaaamos, niña —regañó la señorita Trent.

—¿Qué…? Oh, es verdad, le tengo aquí fuera… y estos modales no hacen justicia a lo que me has enseñado. —Rio, no me acordaba de lo hermosa que era esa risa—. Ay, si mi tía pudiera ver cómo trato a los invitados… Sígame. Tiene que disculpar a mi tío, tiene una visita ahora mismo, cuestión de negocios.

Entramos en el vestíbulo principal, ahí había un caballero en pie sombrero en mano.

—Oh, este es el doctor Granville, que ha venido a visitarme, ya se marcha. —Me lo presentó Cynthia, y el caballero, muy engolado, me ignoró.

Madame De Blaise, aquí tiene: le percuteur. —Le entregó una caja de madera, como si entregara Excálibur al mismo Arturo. Cynthia la abrió, dentro había un chisme alargado y lleno de cables y engranajes—, esta maravilla tecnomecánica de mi invención le aliviará sin duda, úsela todos los días como le he indicado.

—Entonces no tengo por qué hacer más visitas a la comadrona…

—Ni a mí, a menos que se trate de una visita social, por supuesto.

—Como la de mañana, ¿le veremos por aquí doctor?

—No faltaré, à tout à l’heure, madame —Besó la mano de Cynthia, toco el ala de su sombrero en mi dirección y se fue andando como si desfilara.

—Señor Aguirre —se dirigió a mí Cynthia divertida y ceremoniosa tras cerrar la puerta—. No piense que me he olvidado de usted por un minuto, acompáñeme.

—¿Est… esttt… está enferm… enferma?

—¡Oh, no!, gracias por preocuparse. Algo de nervios… no es grave, no se apure. Pase aquí, seguro que tiene mucho que contarme. —Me condujo a un pequeño saloncito, frente al principal—. Siéntese aquí conmigo y charlemos un rato, ¿qué ha sido de su vida todo este tiempo? Tiene un aspecto magnífico.

La habitación era pequeña y agradable, decorada con elegancia, aunque para mí no hubiera diferencia en la sencillez de aquí y los perifollos de la viuda Arias. Daba al patio de atrás por un ventanal, bajo el que había un acogedor banquillo. Allí nos sentamos, uno al lado del otro, mirando al jardín. Aquel apacible patio trasero, el mismo por el que escapara en la noche diez años antes, parecía un tanto descuidado. Había un pequeño madroño mustio, y setos de rosas medio muertas. Desde mi estancia en Okefenokee había aprendido a amar y a cuidar las plantas de la mano de Drummon, me gustaban y con los años supe de la vegetación inglesa tanto como de la de mi tierra; esas plantas estaban desatendidas por completo. Cynthia entendió mi mirada.

—Esas rosas… debiéramos arrancarlas y plantar otra cosa.

—Niña —dijo la señorita Trent que nos había acompañado hasta aquí—, sabes que no hay quien las cuide. Es mucho trabajo, mira cómo está el resto del terreno, abandonado…

—Siempre fue tan bonito…

—Niiiña —siguió la señorita Trent, haciendo gestos hacia mí con la mirada.

—Tienes razón otra vez. Disculpe mis modales, señor Aguirre, le ruego que lo achaque a la alegría por verle. Nana, ¿haces el favor de traernos algo de té para el señor Aguirre y para mí?

La señorita Trent sonrió ahora, contenta con que su querida niña, para ella siempre lo sería, cumpliera con corrección sus obligaciones de anfitriona, y luego salió dejándolos solos. Cynthia empezó a hablar sin parar. La dejé. Las buenas personas, las escasas con las que me he cruzado, tendían a ignorar mi defecto en el habla, esperando con paciencia a que acabara mis frases, así lo hacía, o lo pretendía hacer Cynthia. Tratándose de una mujer hermosa, su corrección al tratarme me ponía aún más nervioso, y siendo ella un ángel encarnado fue consciente de mi apuro y decidió llevar las riendas de la conversación. No le era difícil, pues la extroversión era una de sus cualidades más llamativas. Me habló de su boda, de lo feliz que era ella y su esposo. Comentó, con seriedad pero sin vulgares dramatismos, el malestar de su tío y la esperanza de una mejora. Intercaló ocasionalmente alguna pregunta, que yo pudiera responder con un monosílabo. Me di cuenta por esas preguntas que no tenía idea de que hubiera trabajado para las empresas de su familia, y no le saqué de su ignorancia. Llegaron las cuestiones comprometidas, justo cuando Tomkins entró acompañado de una doncella y una bandeja con té y pastas.

—Gracias Tomkins, ya estábamos sedientos. Ya me encargo yo —dijo ella. Nos levantamos y ocupamos las butacas cercanas a una pequeña mesita, sobre la que dejó el extraño percuteur para servir el té con exquisita elegancia. Sus movimientos, el modo delicado en que ponía el plato, la tacita, la servilleta, me parecía todo de tal armonía que apenas me atrevía a respirar, por no interrumpir esa danza doméstica tan encantadora—. ¿Leche? ¿Azúcar?

—Sí. —Hubiera dicho sí a cualquier cosa, es una palabra muy fácil.

—Debo tenerle mareado ya con mis historias, es que tenía muchas ganas de verle, señor Aguirre, y mucho que contar. He sido una anfitriona terrible, espero que este té me redima. Dígame, ¿cómo le va a usted?

—Bien. —Buena respuesta, simple y corta.

—¿Está ahora… con don Leonardo? —Estaba deseando preguntarme si estaba otra vez bajo la protección del español. Sabía por nuestra breve charla previa que no había salido de Inglaterra y Torres no había vuelto de su país; era consciente, como no podía ser de otra manera, de que nuestra relación no había continuado. Sin embargo, mi aparición poco después de que supieran de la llegada de Torres no parecía una casualidad. En realidad sí lo era. Lo era y no lo era, al menos no como ella imaginaba.

—Sí —mentí a la anterior pregunta.

Cynthia era muy inteligente, no una princesa victoriana encerrada en su torre de porcelana y prejuicios que la alejaban de la realidad, sabía del mundo y sus gentes, y entendía que un tipo como yo, con sus taras físicas, mentales y morales, no visitaba a nadie por cortesía. Yo había venido por algo y ella me allanó el terreno.

—Debía estar muy enfadada con usted, señor, todos estos años sin venir a vernos. Le recuerdo que tenemos una deuda, por cómo se portó con mi marido y… con mi marido y don Leonardo, pero sin su presencia nos impide poder agradecerle todo como deberíamos. Le perdono porque por fin está aquí. Si pudiera hacer algo por usted… —Empecé a hablar, sin saber qué iba a decir. Recordé a Liz, y lo que tenía que hacer allí, e hice lo que pude, lidiando con mis terribles nervios.

—Yo… una amiga nec… nec… necesita ayu… ayu… Quiero ayu… No t… t… tengo muuuucho din… Esta rr… ropa mmm… mmm…

—Odio estas plantas —se levantó a mirar por la ventana, y yo casi tiro todo el juego de té al incorporarme—, es imposible que nada crezca bien en esta ciudad sin cuidados. La pobre Nana apenas puede hacerles caso. Seguro que a ella le alegraría ver ese jardín floreciendo… Le he visto mirarlo con ojos de buen conocedor, parece que sabe de jardinería.

—C… crecí rod… rod… rodeado de plantas. —Hablaba de mi pantano.

—¿Dónde?

—La F… Florida.

—¿En América? Tiene que ser precioso. —Asentí y ella volvió a su silla, con un brillo ilusionado en sus ojos verdes—. ¿Sabe lo que necesitamos? Un jardinero, solo para este jardincito. No sería mucho trabajo, apenas hay cuatro plantas, pero sin cuidado… todas acaban muriendo, y a mí me encantan las flores. ¿Qué le parece? Si tuviera un rato, de vez en cuando, podría pasar y atender un poquito a esas pobres abandonadas. Le pagaríamos el trabajo, por supuesto.

—¿Yo?

—Claro, si tiene tiempo.

Asentí. Quería decir que aceptaba, quería decirlo a gritos. Me sentí feliz, necesitaba ese trabajo, estar en esa casa, cerca de esa mujer. Mi cabeza empezó a correr, me vi allí, atendiendo a las plantas. Mi alegría desbocada me empujaba a imaginar más y más: tal vez me dieran una habitación, tal vez necesitaran una doncella, Liz podría…

Tomkins entró de nuevo, lord Dembow reclamaba la presencia de su sobrina. Ella se disculpó pidiéndome que esperara un minuto allí. Salieron. A solas, mis sueños fueron calmándose y dando la bienvenida a la realidad, la más reciente, la de mi misión allí. Miré por la puerta entreabierta. En el vestíbulo no había nadie, y se escuchaban voces provenientes del salón grande. La puerta de la biblioteca estaba allí al lado, ese lugar que Torres descubriera como despacho de trabajo del lord. Mi instinto para el crimen me decía que allí encontraría lo que buscaba, si es que había algo que encontrar. Entré, estaba más o menos como lo había descrito mi amigo, papeles, libros, planos… ningún artilugio mecánico, salvo un magnífico reloj de cuco en uno de los anaqueles.

Cogí planos, no sé de qué, apenas podía ver los trazos sobre el papel. Tomé los que no me parecieron ni barcos ni nada que pudiera reconocer, y los metí en mis pantalones. ¿Para qué? No lo sé, se daban un aire a lo que me mostraran los judíos, todos los planos se parecen para alguien sin instrucción alguna. Se los enseñaría a Potts y él sabría qué hacer, o no. Daba lo mismo, iba a entrar al servicio de Forlornhope, ser jardinero de lord Dembow o mejor, de Cynthia De Blaise. Tendría muchas oportunidades de rebuscar y encontrar esos cacharros. Papeles con trazos y números serían suficiente botín para probar mi entrega a la misión.

Salí y volví a la salita pequeña sin que nadie me viera. A punto cogí un puñado de pastas y me las eché al bolsillo, las dos cucharitas de plata… cuando se es ladrón, todo lo que brilla atrae. Junto a los dulces vi el extraño percuteur, reposando en su estuche. Lo cogí, era un artefacto bastante grande, pero mis ropas también. Lo oculté como pude, era un aparato, ¿no? Eso era lo que había venido a buscar, con eso contentaría a Potts y a los Tigres.

Entró Tomkins.

—Señor, ¿desea algo?

—M… m… m… me voy.

El mayordomo me acompañó… a la salida principal. Ya fuera me llamó Cynthia desde la puerta abierta del salón grande, a través de la que creí ver a varias personas reunidas. Guiñé. Guiñé el ojo pero solo pude reconocer la silueta en silla de ruedas de lord Dembow. Tomkins nos dejó y ella se acercó a mí.

—Siento no haber podido… atenderle…

—No s… s… —Me encogí de hombros.

—¿Se tiene que ir? Bien, espero verle mañana. —Yo pensé que… que se refería a que al día siguiente iniciaría mi trabajo de jardinería, y cobraría mi jornal del que por cierto no habíamos hablado. Lo cierto es que Cynthia se refería a la invitación a comer que hiciera a Torres para ese sábado, ella suponía que yo también acudiría.

Me fui a paso vivo.

Recorrer a trote el bosquecillo…

… el patio y ser abordado por alguien fue todo a un tiempo. Una mano me cogió por la nuca y me lanzó contra un roble. Tenía que ser muy bueno para acercarse hasta mí sin que lo oyera, aunque lo hizo por mi lado derecho. Me di de morros e ignoré el dolor, media vuelta y de un golpe tiré a mi agresor contra el suelo. Era Tomkins… había… había salido ligero tras de mí en cuanto me dejó con su ama. Daría la vuelta por una puerta trasera para atraparme sin que su… mi… su señora lo viera. Me dispuse a encararme, cuando sacó el revólver.

El revólver.

El revólver. Yo quedé quieto. Tomkins miró a los lados, solo una par de criados a lo lejos entre los árboles desnudos, que nos ignoraron.

Dame eso que has cogido —dijo, manteniendo la pistola baja. Le di los papeles, y el par de cucharillas, nada más—. No quiero problemas contigo… Si la señora quiere desperdiciar su buen corazón en gentuza como tú, sea, pero mantendré un ojo siempre sobre ti. —Gruñí desafiante por toda respuesta—. No te confíes, no creas que ella te ayudara. No serías el primero que se ha enfrentado a mí y que ha acabado en el río.

En el río.

Se fue con el mismo andar rápido con que había venido… Yo estaba enfadado, no sé por qué, no estaba seguro… Tampoco… tengo idea de por qué me quedé con el aparato del doctor Granville, así salvaba mi orgullo al ser capaz de escamotear algo de la casa y de la mirada de sabueso de Tomkins, esa razón… esa razón es tan válida como cualquier otra. Me dirigí al camino que llevaba a la salida, sacudiendo mi ropa maltrecha. Allí… ya llegaba un coche a recoger a los invitados de lord Dembow. Lo que vi… lo que vi… fue más de lo que debiera haber visto. El lord desp… despedía a sus invitados a la puerta, en su silla de ruedas, su trono traqueteante, acompañado por De Blaise y su querida esposa. Reconocí al caballero de aspecto noble y severo que se marchó en un coche en compañía de otro más joven. Mi maldito ojo muerto…

Era Henry Matthews… Secretario de Estado…

Cabeza del Home Office…