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La pesadilla de un demente, eso era lo que vieron en aquella aldea birmana. Hamilton-Smythe no pudo contenerse.

—¡Asesinos! —gritó y sacó la espada, decidido a pasar a cuchillo a todos los aldeanos. Sturdy se echó encima a tiempo y así se inició un incómodo forcejeo entre los tres oficiales. No solo incómodo, que casi derriban la cabaña entre empujones y gritos. De Blaise trató de calmar a su amigo y al tiempo dar alguna explicación a los sorprendidos birmanos.

—Repórtese, teniente —dijo Sturdy cuando consiguió arrebatarle el arma—. Eran dacoits, y ahora son dacoits muertos, nada se pierde.

—¡Por mi vida! —gritaba Hamilton—. Esto es una masacre, estos demonios no pueden… Dios nos asista…

—¡Fuera! ¡Ahora! —A tirones, obedecieron.

De Blaise no tuvo más remedio que agradecer a los aldeanos el que torturaran y despedazaran a esos disidentes, pese a los iracundos reproches de su amigo, así como agradeció la exhibición de crucificados de la loma cercana, que según el cacique local, eran también colaboradores de los rebeldes. De Blaise, si no vocación militar, sí disponía de ese carácter colonial que había conseguido tantas tierras para la corona británica. No quiero decir que amara a los birmanos ni a su cultura, la admiración por los nativos a lo T. E. Lawrence no es tan común como nos lo presentan los novelistas, incluso puede que los despreciara, pero entendía que su obligación, en ese momento, era contentarlos. Por el contrario, Hamilton-Smythe no quedó contento, claro está.

—Nuestro deber —decía—, es llevar la justicia a estos salvajes. Nadie puede tolerar que se comentan tales atrocidades que ofenden al hombre y a Dios, sin tomar las medidas oportunas…

—Harry, estamos a miles de millas de Londres. Lo que allí vale, aquí…

—Nuestra labor…

—Mi labor es cumplir las órdenes que se me han dado, y procurar que sigamos vivos. Estos salvajes nos atacaron hace cinco días, ahora están muertos y han sufrido tortura; no es la solución que ninguno querríamos, pero es la que tenemos. Enojar a estas gentes no va a enmendar el daño, y por supuesto no va a ayudarnos, ni a nosotros ni a nuestro cometido.

—Estás poniendo en peligro tu alma, John.

—¡Al infierno mi alma! ¡Y al infierno tú! —Los gritos los oyeron todos, nativos, oficiales y soldados—. ¡Cuando lleguemos a Kamayut, quéjate de mí, o de Bowels o de quien sea al comandante de allí, o al coronel, o al Alto Mando o el mismo San Jorge, me da igual! ¡De momento estoy al mando! Nos vamos de aquí cuanto antes. ¡Sargento!

—Al menos déjame enterrarlos.

En esto cedió. Imagino que no habrán visto aquí nada extraordinario. Me refiero a que habrán oído relatar conflictos de autoridad semejantes en más ocasiones, o puede que incluso los hayan vivido. Lo llamativo de la situación es que, a mi entender, este momento marca la ruptura de la amistad entre ambos caballeros, una amistad ya muy fisurada que no pudo resistir el embate de la enajenación progresiva de Hamilton-Smythe.

Sorprendiéndose a sí mismo con sus dotes diplomáticas, el mayor De Blaise convenció a los lugareños de la necesidad de enterrar los restos de los bandidos torturados. Como no pudo ser de otra forma, Hamilton comandó el destacamento funerario, que no dejó de protestar por un momento.

—Espero que el teniente sea tan compasivo con aquellos de nosotros que caigan degollados por los compañeros de estos malnacidos. —Esta y cosas semejantes no paró de repetir el sargento mayor Bowels.

Terminado el entierro con un breve y desatinado responso por parte del teniente, continuaron marcha, ya atardeciendo. Paso a paso, en columna cada vez más desmadejada, se acercaban a la muralla de crucificados. Empezó a lloviznar, no como para impedirles la marcha pero con suficiente intensidad para agriar aún más el carácter del grupo. Los tres cadáveres ahí colgados, empapados de sangre seca que lavaba el agua cayendo parsimoniosa del cielo, saludaron mudos al paso de los británicos.

—¿Vamos a enterrar a estos también, señor?

—Silencio, sargento.

La sorna de Bowels llegó en mal lugar. Hamilton-Smythe tomó la palabra del sargento mayor, e insistió en que había que bajar a esos cuerpos de sus cruces y, aunque tal vez su intención era darles cristiana sepultura, argumentó que era preciso examinarlos.

—Esto es una locura, Harry. Estás cavando nuestra tumba si no paras con esta obsesión.

—No John, es importante. Estos sujetos han sido ajusticiados por lugareños, ansiosos por agradar, fanáticos. —No dirán que no tiene su ironía que el señor Hamilton-Smythe hablara de «fanáticos»—. Sin duda se habrán echado sobre ellos, a atormentarlos y torturarlos, sin registrar los cuerpos. Mira, conservan sus ropas, pueden tener algo que nos proporcione información, y eso es lo que hemos de hacer.

Una vez más, De Blaise accedió a las sugerencias de su amigo desequilibrado. Se detuvieron y el teniente ordenó a Bowels que se encargara de bajar a los cuerpos. No parecía una tarea sencilla, así como estaban, atados en ramas con sogas y trapos. Mandó a dos hombres por crucificado. Cinco de ellos murieron antes de que De Blaise comprendiera que el tratar de calmar las aguas atendiendo de nuevo la petición de su amigo había sido un error.

Los tres dacoits estaban vivos, llevaban dos días vivos, cubiertos de sangre y restos de animal, atados, a la intemperie, y vivos; esperando. En cuanto los soldados trataron de bajarlos, sacaron sus dah de debajo de los harapos que aún llevaban puestos, y acuchillaron a diestro y siniestro, como demonios. El primero en caer fue Brennan; de nada le sirvió estar ya recuperado de pasadas heridas. Su sangre salpicó a sus compañeros, que tardaron demasiado en reaccionar. Los filos birmanos llegaban a los cuellos ingleses con precisión, sin importar lo aterido de los brazos, el dolor y la larga espera. Habían aguardado por esto, entregando su alma y su cuerpo a una sola causa, y no una muy grande: degollar a tantos británicos invasores como les fuera posible antes de morir. Solo Bowels, por veterano, sobrevivió al embate. El brazo del crucificado al que él y Brennan trataban de bajar, el que hacía de «ladrón bueno» en ese espantoso Gólgota pagano, se agitó primero hacia el soldado, y a la vuelta encontró el antebrazo del sargento chocando contra su codo. Cogió con la mano izquierda el dah y con él mismo desjarretó las tripas del birmano, aullando:

—¡Emboscada!

Lo era, y no una pequeña. Aparecieron entre las piedras, detrás de los árboles, entre la vegetación, y esta vez no iban solo equipados con los dah: cargaban moquetes y fusiles primitivos, cuya pólvora se resistía a rendirse a la lluvia; todo empezó a llenarse de humo oscuro.

El primer disparo dio a De Blaise, rozándole en la mejilla y dejándole el recuerdo que ahora lucía en la cara. Cayó aturdido, y de inmediato Hamilton-Smythe se hizo cargo de la situación, el último acto de buen juicio que tuvo en su vida.

—¡Reagrúpense! —gritó mientras, sin tardanza y pistola en mano, iba al socorro de su amigo. Lo incorporó. No estaba inconsciente, solo aturdido. Disparó a discreción y vio cómo toda la compañía se defendía a duras penas de un ataque voraz y sorpresivo. En eso Bowels dio cuenta con su dah confiscado del resto de los crucificados, que parecieran formar el cierre de esa estratagema. Cardigan Sturdy vio la vía de escape abierta.

—¡Teniente! —dijo—. ¡Por allí hay salida!

Aunque era imposible precisar el número de atacantes en esa situación, desde luego superaban en mucho la decena con la que contaban para defenderse.

—¡Retírense ordenadamente, caballeros! —mandó Hamilton-Smythe, y con pesar en el corazón pero sin un ligero temblor en la voz, dijo—: ¡Abandonen a los caídos! —Cosa que, por supuesto, él no hizo con De Blaise.

La retirada no fue tan disciplinada como hubiera deseado. Corrieron sobre terreno incómodo, disparando, apuñalando, y dejando atrás al que no podía avanzar. Hamilton-Smythe y Sturdy condujeron a De Blaise, que aunque confuso podía caminar, hasta la línea que formaran los falsos mártires. Bowels se había movido en dirección contraria, tratando de imprimir coraje a sus hombres y de dar alguna coherencia a esa fuga en medio de la lluvia. El teniente agotó el tambor de su revólver y antes de recargarlo miró a su alrededor. Pasada la cresta de la colina el terreno caía a pico en un pequeño valle y remontaba de nuevo, hacia una escarpadura mucho más abrupta que la que acaban de coronar, todo en muy poca distancia. Justo al inicio del ascenso, vio un agujero, menos que una gruta y más que una madriguera, una abertura en el suelo de cuatro o cinco metros.

—¡Allí! —gritó—. ¡En esa cueva nos haremos fuerte!

—Teniente, no creo… —repuso el capitán Sturdy, a lo que Bowels terció de inmediato.

—¡Eso podemos defenderlo bien, señor! ¡Entre estas piedras estamos muertos!

La voz experta del sargento mayor rara vez se discutía, y así Hamilton-Smythe dio la orden:

—¡Vamos! ¡En desbandada!

Corrieron por su vida, perseguidos por los gritos de los dacoits, entre furiosos y divertidos. Estaban a menos de doscientos metros y De Blaise ya más repuesto era capaz de correr. No tardaron en llegar, todos saltaron al agujero, deseosos de ser tragados por su húmeda salvaguarda. Todos menos Sturdy, cuya edad le hacía el más lento y torpe con diferencia.

—¡Canary! ¡Trapshaw! ¡A tierra aquí, en la entrada! —dispuso Bowels la defensa de inmediato—. ¡Disparen siempre a los más cercanos! ¡El resto, carguen fusiles! —El resto no era mucho: dos hombres más, el sargento Bowels, los dos oficiales y Sturdy que aún corría a trompicones con los dah silbando a pocos centímetros tras de sí. De los demás, de alguno de ellos, todavía se oían gritos desde detrás de la lluvia—. ¡Apunten a los más cercanos! ¡No quiero una bala malgastada!

Canary y Trapshaw hicieron sendos blancos en los dos perseguidores del capitán. Uno de ellos lo agarraba ya de los correajes y armaba su brazo para dar el golpe definitivo cuando la bala inglesa le entró por la nariz. Sturdy saltó por fin dentro del refugio. Ya con la espalda a cubierto, la defensa, si no fácil, fue posible. Sus rifles escupían fuego y eran de inmediato reemplazados por otros cargados, tras ellos, los tres oficiales daban cuenta de los escapados con sus armas cortas. Los cadáveres de los birmanos caían a escasas pulgadas de los ingleses. La carga dacoit cedió en menos de dos minutos, sujeta por la firmeza del fuego inglés que les recibía. Los birmanos ya se apostaban tras rocas y árboles, disparando sus armas y olvidando el tan ansiado cuerpo a cuerpo. La trinchera improvisada había resultado.

—Muy bien, Harry —dijo De Blaise, ya recuperado en sus funciones, cuando el ataque escampó—. No les va a ser fácil cogernos en esta posición.

—Incluso puede que no les haga falta —dijo Sturdy, apagando con su petaca el ardor del combate, un buen motivo para beber, como muchos otros. A la pregunta muda del mayor, continuó—: Recen porque no llueva con más fuerza como la semana pasada, o nos hundiremos en barro. A mí me es igual, pero no sé si se ven capaces de pelear bajo el barro, es incómodo, por no hablar de la asfixia…

De Blaise y los demás miraron hacia el interior de su guarida, no más de diez metros cuadrados de humedad, raíces y barro, con un charco de agua en el centro. Estaban llenos de lodo hasta las rodillas. En efecto, la pequeña cueva parecía haberse formado no hacía mucho por el desarraigo de un gran árbol o por el hundimiento de parte del terreno, y ahora era el final de una escombrera que caía desde el pico. Si llovía de verdad, no como ahora, eso se llenaría de agua. Es más, la inclinación de la abertura a la cueva, de casi treinta grados, les proporcionaba muy escaso refugio si llegaba la inundación. Los apoyos que Trapshaw y Canary habían improvisado para tirarse cuerpo a tierra y afinar puntería no contendrían la corriente de agua y légamo.

—Tiene razón, capitán —convino De Blaise—. Tal vez si encontráramos unas maderas…

—¿Dónde? No creo que nuestros amigos nos dejen salir.

Se oían gritos:

¡Kala hpyu…! ¡Thei-de! —Seguro que eran provocaciones, y sonó algún disparo suelto que poco daño hacía, en eso había quedado el ataque. Pero seguían allí, y no les permitirían salir.

—¿Cómo estamos de munición, sargento? —preguntó De Blaise.

—Tenemos para aguantar una semana a esos desarrapados, señor.

No iban a disponer de tanto tiempo. Fuera parecía la algarabía de una fiesta. En el interior el silencio y las miradas de los hombres, la humedad, la creciente umbría, todo vaticinaba que el húmedo vientre de Indochina iba a ser su sepultura.

—Debimos seguir corriendo —dijo Sturdy.

—No —dijo De Blaise—. Ya estaríamos muertos.

—Y lo vamos a estar, mayor. Mire el cielo, va a llover más y moriremos ahogados, y si no, en cuanto caiga la noche estarán aquí. Maldita…

—Calle de una vez, capitán, y deje de beber, por lo que más quiera… —Percibió entonces un reguero húmedo que caía por el cuello de Sturdy, más oscuro que el agua sucia que lo empapaba—. Está usted herido. —El ingeniero se quitó el casco y se palpó sorprendido. Un corte corría por su nuca, desde la oreja izquierda al hombro derecho.

—Esos malnacidos estaban más cerca de lo que pensaba.

—¿Le han cortado? —De Blaise examinó la herida, que parecía profunda.

—Eso parece. No me había dado cuenta.

—Sargento. Atienda al capitán y releve a esos hombres. —Se refería a los dos que panza en tierra miraban hacia fuera.

—Jones, Colé, reemplacen…

—Un momento sargento —interrumpió Hamilton-Smythe—. Me pondré yo. Soy buen tirador y puede que desde aquí les envíe algún regalo. —Así se hizo. Eran ocho, todos tendrían que luchar y que morir por turnos. Bowels se ocupó de la herida de Sturdy. Era escandalosa, el filo del dah había hecho buen trabajo, sangraba con profusión, pero de ella no moriría, si detenía la hemorragia. Puso un pañuelo a modo de venda, sabiendo que de poco servía.

—Debiera coserle esto, señor —dijo—, aunque aquí la infección…

—Dele de esto. —Sturdy tendió su petaca—. Escatime, que más voy a necesitarlo yo que ese corte.

Bowels hizo lo que pudo y el capitán ni se inmutó. El jaleo del exterior aumentaba, aunque nada podían ver. Toda la región llegaba para disfrutar de la matanza.

—Señor —dijo Colé—, ¿cree que seguirán…? —No pudo, o no se atrevió a acabar la frase. Sin duda se refería a los compañeros abandonados.

—No se distraiga, soldado —dijo Hamilton.

Algo tenían que hacer. A De Blaise no se le escapaba que mantener la posición no era posible, ni tenía sentido alguno, y nadie vendría en su ayuda, no antes de que hubieran muerto.

—Bowels, ¿qué piensa? —Buscaba la voz de la experiencia—. Quiero decir, ¿qué cree que harán?

—Si yo fuera ellos, señor, esperaría al anochecer como ha dicho el capitán, no tienen prisa. Luego, mandaría a algunos hombres en sigilo, y echaría por el agujero una rama encendida, o algo que hiciera humo, para hacernos salir. El resto no creo que tenga que contárselo.

Dos disparos, Colé y Hamilton-Smythe habían visto movimiento al tiempo. Un hombre caía, y por las trazas, todos hubieran jurado que era el cacique de la aldea, aquel que alardeaba de cómo trataba a los enemigos de la corona británica. Antes de morir, el dacoit disfrazado consiguió lo que quería: arrojó la cabeza de un hombre hacia los ingleses.

—¡Es Brennan! —gritó Colé aterrado—. ¡Señor, es Brennan!

Y no fue el único, los lugareños envalentonados arrojaron partes de los soldados caídos. Lo cierto es que no era preciso tanto esfuerzo para minar la moral muy mermada ya de los británicos, pero qué sabían ellos. Hamilton-Smythe abrió fuego, más por alentar a los suyos que por causar daño alguno al enemigo que permanecía bien parapetado.

—Esto es una ratonera —dijo De Blaise—, llueva o no. Tenemos que salir.

—No veo cómo —dijo Bowels—. Parece que han llamado a toda la región para disfrutar de este momento. No tengo idea de cuántos serán…

—Vamos a salir, como sea —zanjó el mayor la discusión—. En tres horas se hará de noche, y la oscuridad vale para ellos tanto como para nosotros…

—Excepto… si me permite la aclaración —interrumpió Cardigan Sturdy, tirado en el lodoso fondo de la cueva, muy borracho, sangrando como un cerdo y confortable en medio de todo eso—, que ellos saben dónde estamos, no necesitan luz para apuntar hacia nuestra posición.

—Lo sé, capitán. ¿Y si creáramos una distracción?

—No le entiendo, señor —preguntó Bowels.

—Cuando caiga la noche, abrimos fuego con toda la intensidad que podamos, antes que se aproximen a la cueva para hacernos salir como usted indicaba, sargento. Entonces, uno de nosotros puede salir arrastrándose…

—¿Por esta abertura? ¿Frente al fuego enemigo?

—Sí, ¿cree que no es posible, sargento?

—No sé —sopesó Bowels—. Tal vez, si la suerte sonríe…

—Pues esta noche esa señora Suerte tendrá que estar del lado inglés…

—Es una puta, si me permite el comentario, señor.

—Entonces le pagaremos bien.

—Más que bien habrá de ser…

—¡Basta! Quien escape podrá correr hasta el fuerte Kamayut y regresar mañana con ayuda. Si aguantamos nos sacarán de aquí. —Todos guardaron silencio. Entre la humedad y el miedo se filtraba un brillo de esperanza en sus miradas—. ¿Alguien tiene alguna objeción que plantear?

—Estamos muertos —dijo Sturdy.

—Que el señor nos asista —susurró Bowels.

—Yo puedo hacerlo, señor —dijo el cabo Canary—, si necesita un voluntario…

—Con esa altura apenas se te ve de día —dijo el sargento Jones—, así que de noche pasarás por entre las piernas de esos salvajes.

—Harry, ¿tú qué dices? —buscó De Blaise el apoyo de su amigo una vez más. Permanecía muy callado, cuerpo a tierra y apuntando hacia el exterior.

—No dudo que alguien pueda salir a hurtadillas, en la oscuridad y entre el fuego. El resto no aguantaremos hasta que llegue la ayuda.

—¿Y si nos rindiéramos? —dijo Colé.

—Por fin una voz sensata —dijo Sturdy—. Claro que sí, hijo, no tenemos por qué pagar las estupideces del Alto Mando…

—Colé —dijo Bowels—, si quisieran prisioneros, ya nos habrían hecho la oferta.

Hamilton se incorporó, atrayendo hacia él todas las miradas.

—Si nos entregáramos, puede que algún oficial sobreviviera. —Dudo, como lo dudó De Blaise, que pensara eso con sinceridad. Más bien todo lo contrario—. Tú acabarías muerto, soldado.

—Tienes algo en mente —dijo De Blaise, reconociendo un despertar en su amigo, hacía tanto tiempo perdido en un marasmo de locura y fanatismo.

—Tu idea es buena. ¿Pero por qué escapar solo uno? De la distracción pueden encargarse dos hombres. Quedarán aquí cinco o seis fusiles cargados, y dos revólveres, creo que les bastará para su misión. El resto, uno a uno, pueden ir saliendo en la confusión.

—Señor —intervino Bowels—, si pensaba que necesitábamos pagar bien a la Suerte para que un hombre pueda salir, seis…

—Alguno sobrevivirá.

Nadie veía mejor solución. El enemigo que los cercaba no era una tropa organizada, en la noche bien podría sorteárselos. Ninguno quiso pensar en el terreno desconocido, en lo familiarizados que estarían con él los dacoits, en la desorientación por la noche, en la lluvia; si alguien lo hizo, no habló.

Bien, a falta de nada mejor haremos como dice el teniente. Yo me quedaré cubriéndoles, necesitaré otro voluntario…

El primero que interrumpió el alarde de valor de De Blaise fue el capitán Sturdy, que se levantó, tropezó en el barro, volvió a incorporarse riendo y dijo:

—¡Cuánto arrojo! Es usted todo un héroe, mayor. ¿Cree de verdad que…?

Hamilton-Smythe le propinó un empujón que lo llevó de nuevo al charco donde reposaba su ebriedad.

—Eso te honra, pero es una necedad. Los que salgan necesitarán a su oficial. Me quedaré yo…

—Maldita sea, no puedes decir…

—Espera, John. Escucha. Soy un buen tirador, mejor que tú, y oficial. Puede que muestren clemencia por mí, es la mejor opción. Teniendo en cuenta mi reciente popularidad, mejor que vayas tú con los que sobrevivan…

—Yo me quedaré con usted, señor —dijo Bowels—. Canary no acertaría a uno de esos salvajes ni aunque estuviera sentado sobre su fusil, sin embargo para escabullirse es el mejor. Jones está casado y Trapshaw por casarse. Nadie me espera a mí, a parte de esos salvajes malnacidos de enfrente.

—Escucha Harry, tú… —No podía decir nada. La falta de intimidad que ofrecía la proximidad invasiva de ocho hombres asustados, impedía que pudiera explicar a su amigo las razones de peso que en su mente bullían, por las que su sacrificio era la peor opción. Sabía, o sospechaba, que el impulso enfermizo a probar su hombría y valor era el motor detrás de esta decisión, y si en otras ocasiones tal apetito por el riesgo era tolerable, encomiable o hasta útil para la unidad, hoy quedarse en ese agujero era la muerte. Y por encima de toda razón, estaba Cynthia. No podía volver, mirarla, y decir que le dejó allí. Nada de eso se atrevió a explicar, no con todos mirando. Solo pudo decir—. Cynthia te espera…

—Precisamente. Por eso debo ser yo.

Y así acabó la discusión. De Blaise no confirmó a los dos voluntarios más que con su silencio. Volvieron todos su atención al exterior, a la luz que ya iba desapareciendo. Nadie habló, no había sitio para confidencias entre tanta estrechez y tanta incómoda humedad. Quedaban las miradas cómplices entre Bowels y sus camaradas, censurando la locura de la decisión del sargento.

—Espero que cuando nos tengan, teniente, y le mantengan con vida por ser oficial, intercederá por mí. —Ese fue todo lo que se dijo el sargento, esperando que llegara la noche.

No hubo mucho que esperar.

En media hora el cielo se rompió. Su tumba se hizo barro. En quince minutos, Hamilton y el soldado Colé, aferrados a sus posiciones cuerpo a tierra, vigilando el exterior, tuvieron que levantarse para poder respirar. Una torrentera de agua y lodo caía por la entrada y amenazaba con enterrarlos.

—¡Habrá que hacerlo ahora! —gritó Hamilton-Smythe. No había tiempo para discutir, mejor para De Blaise, que imaginaba, no sin razón, que cualquier intento de llevarse a su amigo hubiera fracasado y conducido a una demora peligrosa, incluso mortal. Vista la situación, obró como supo.

—¡Colé! ¡Trapshaw! —gritó—. Pasen sus armas al teniente. Todos preparados. En cuanto empiece el fuego saldremos agazapaos. Dispérsense, pero procuren no perderme de vista. Trataremos de rodear la colina y seguir hacia el norte. —El espectáculo no podía ser más desalentador. Todos empapados, pegados unos a otros, chapoteando en un lodazal que crecía a mucha velocidad, mirando cómo Bowels y Hamilton-Smythe se preparaban a morir, sin prisa y sin dramatismos—. Mantened los rifles lo más secos posible. Con la ayuda de Dios saldremos de esta.

—Él está con nosotros —respondió el teniente mientras rodilla en tierra trataba de hacer puntería, hacia la nada. Tendieron varios capotes sobre él y Bowels, para proteger las armas de la lluvia, las que empuñaban y las que aguardaban cargadas a su lado.

—Yo no voy. —La voz aguardentosa de Sturdy apenas se oía entre los gritos del agua.

—No voy a discutir con usted ahora, capitán —dijo De Blaise.

—Es natural, y por eso sé que no voy. Soy un oficial, y como dijo el teniente tendrán clemencia conmigo. Ahí fuera no hay ninguna oportunidad, prefiero probar suerte en este agujero. Tres harán más ruido que dos, ¿no cree? —El mayor trató de nuevo de objetar, y Sturdy lo interrumpió—: Además, no dejo de sangrar. —Se echó a reír—. No se agote, mayor, cuando empiece no va a poder perder el tiempo en asegurarse que voy con ustedes; yo me quedo.

No pudo objetar nada. Colé resbaló en el barro y cayó de rodillas, mientras miraba implorante a su oficial, exigiendo de su autoridad que lo calmara, que le dijera, que le confirmara si la vida estaba fuera o en el agujero. En contra de lo que creen muchos jóvenes soldados, de sus oficiales no emana siempre la verdad. De Blaise estaba asustado y pensaba que su remisión en decidirse solo transmitiría miedo a los otros. Fuera la única salida o un suicidio, no podía esperar a que el pánico ganara.

—Caballeros, abran fuego. Que Dios no asista.

Bowels y Hamilton-Smythe dispararon, primero uno y luego otro, no podría decirse si con mucha o poca puntería, lo cierto es que el fuego fue devuelto, y con profusión. A juzgar por los disparos recibidos y los gritos, afuera había una barahúnda de enemigos deseosos de cortar cuellos ingleses. Se empezó a atisbar entre la cortina de lluvia un loco enardecido que corría hacia la cueva, y que cayó por la bala del revólver del capitán.

—¡Tengan! —dijo Sturdy tendiéndoles dos Martini-Henry—. Yo me ocupo de cargar.

—¡Salga ya, mayor, no habrá mejor oportunidad! —gritó el sargento. Era una carrera a ciegas, sin saber cuántos enemigos había y dónde los aguardaban. El agua en la gruta ya les llegaba a la cintura; Bowels tenía razón.

—¡Síganme! —ordenó De Blaise—. No se detengan, por nada.

Cuando Hamilton dio un paso atrás para permitirles saltar el lodazal que era ahora la entrada a la cueva, tuvo oportunidad de despedirse para siempre diciendo:

—Dile que me perdone. —Y estas fueron las últimas palabras que el entonces mayor De Blaise oyera de su amigo.

Corrió, cayó al barro, se incorporó de nuevo escuchando disparos a su alrededor. Detrás, los cuatro soldados salieron uno tras otro. Colé murió nada más poner un pie fuera, un disparo en el cuello lo tiró al barro y allí quedó. En desorden, agachados, sorteando el mal terreno, los cuatro restantes se pegaron a la pared del picacho, y fueron rodeándolo hacia el oeste.

Mala idea. De la nada cayó un grupo de dacoits sobre ellos, cinco o seis, armados con palos y con sus enormes cuchillos. Estaban rodeando la cueva, acercándose en la lluvia hacia ellos, como había predicho Bowels. De Blaise disparó su revólver con efectividad, pero no pudo evitar que una hoja herrumbrosa se hundiera en el hígado de Trapshaw, y luego saliera con igual violencia, desparramando las tripas del inglés sobre suelo indochino; otra prometida que habría de enlutar antes del desposorio, como Cynthia. Su pistola quedó sin munición, saltó sobre el birmano y lo golpeó con el arma, igual que hacían Jones y Canary con otros tantos oponentes, peleando con piedras, palos y hasta con los dientes. Ganaron, aún les quedaba fuerzas para luchar a la desesperada.

Seguían oyendo a sus compañeros disparar tras ellos, aunque ya habían avanzado lo suficiente para perderlos de vista.

—Por aquí estamos muertos —dijo Jones—. Trepemos colina arriba.

Era un ascenso áspero, y se hacía mucho más con la lluvia, pero seguir circundando el monte les llevaría a toparse con algún otro grupo, y tras este otro más. Los tres treparon como pudieron en una escalada tan atormentada como la de Sísifo, rezando porque embarrados como estaban, fueran apenas visibles. De Blaise cerraba el grupo, decidido a no perder un hombre más. No se trataba de una pared perpendicular ni mucho menos, la mayor parte del tiempo hubieran podido subir sin emplear las manos, de no ser por la necesidad de agazaparse todo el trayecto y por el agua que hacía el firme muy inestable.

Pasaron unas peñas que de seguro los ocultaban de la vista de los que estuvieran abajo, y al salir de nuevo a ladera descubierta, De Blaise oyó un estruendo sobrecogedor y sintió un retemblar del suelo a sus pies. Se atrevió a otear hacia abajo. Estaban casi en la perpendicular de la gruta, en una terraza natural. Frente al lugar donde su amigo seguía fajándose había un elefante. Un elefante bajo la lluvia, con un extraño baldaquín en su grupa y dos cañones colgando a cada lado, que acababan de hacer fuego, y por lo que parecía, de acertar contra la boca de la cueva. Sabía que el ejército birmano usaba paquidermos de ese modo en ocasiones, pero no tenía noticia de que los dacoits los emplearan.

El agua cayendo torrencial y el barro que expulsaron los disparos tapaba la viabilidad desde donde se encontraban, imposible saber el estado del atrincheramiento de Hamilton y el resto. Sí vieron cómo los birmanos cargaban enfebrecidos los dos cañones.

—¡Tienes que salir de ahí! —rogó en alto De Blaise.

—¿A dónde van a ir, señor? —respondió Jones—. Hagan lo que hagan, están muertos.

Volvieron a disparar, el estruendo de las pequeñas piezas fue acompañado por el bramar del animal, que se mantenía firme, sin preocuparle el fuego que escupía de sus costados. Más barro saltó de la gruta, parte del suelo se derrumbó. Los tres se sujetaron, hundiendo los brazos en el terreno. El agujero abajo era ahora más grande. Los dacoits hicieron avanzar a su animal. Toda la imponencia de ese monstruo, barritando furioso, caminando a grandes trancos bajo la lluvia, les llegaba arriba como el heraldo de la muerte. Junto a lo que quedaba del refugio inglés dos hombres dispararon mosquetones al interior, ninguno de ellos hizo fuego, las pólvoras sometidas a la humedad. Entraron, y luego salieron sin nada. Habrían encontrado allí tres cadáveres destrozados, y allí los dejaron. De Blaise agradeció la frustración que debieron sentir por no poder desahogarse con alguna cruel tortura.

—Están muertos —sentenció Jones una vez más.

—Debemos irnos ya, antes que levanten la cabeza —contestó Canary, siempre más pragmático.

—Sí —dijo De Blaise—. El dejarnos coger ahora no haría bien alguno a la memoria de nuestros camaradas. —Pidió a Dios por el alma de su amigo, y por la suya, y por la de Cynthia, y se dispuso a reanudar la marcha, cuando Canary lo detuvo.

—Mayor, mire allí.

La aguda vista del cabo y el ventajoso punto de mira cenital en el que se encontraban habían desvelado un par de manchas en el terreno, dos bultos distintos sobre el fangal de raíces, piedras y ramas. Con el revuelo de las explosiones, la carga del elefante y todo el caos, tuvieron la oportunidad de poner en práctica una idea, que De Blaise gustaba de atribuir a su amigo, aunque después Bowels declararía que fue propia del capitán, a quien ningún martirio físico parecía afectarle. Los proyectiles lanzados desde el elefante no habían impactado de lleno en la cueva, golpeando muy cerca y lanzando al aire terrones de barro y piedras. El lodazal proporcionaba una inesperada defensa, era posible que hundieran toda la colina sobre sus cabezas, pero allí dentro los proyectiles no les dañarían. Aprovechando esa situación, aguardaron a la segunda descarga y en la explosión salieron los tres a campo abierto, apenas unos metros, para enterrarse bajo el lodo. No era, claro está, un plan brillante, si escapar era la intención final. Quedaban a unos metros de los dacoits, y solo podían confiar en que se olvidaran de buscar los cadáveres. A la vista del comportamiento del enemigo, no parecían tener prisa por nada. Registrarían paso a paso el lugar, hasta encontrarlos.

—Vámonos ya.

—Esperen —respondió De Blaise. Cierta o ilusoria, había una esperanza de que Henry Hamilton-Smythe sobreviviera, escapara de una muerte segura, convertido en héroe, quién sabía si no redimido de su afán suicida. Una vez probado como soldado y como hombre, volverían juntos a Inglaterra, juntos a Cynthia.

Toda la esperanza desapareció con un grito. Uno de los dacoits, que no habían parado de patear la zona, dio con uno de ellos, imposible de reconocer cuál. Pronto lo rodeó un grupo ruidoso, apuntándole con armas, pateándole y amenazando con sus dah. El inglés, el que fuera, trató de incorporarse alzando las manos, pero los birmanos lo devolvían al suelo a patadas, obligándolo a permanecer tendido y medio enterrado.

—Es Sturdy —afirmó Jones.

—¿Cómo lo sabe?

—Mire, en su mano.

El sujeto tendido en el suelo, con los brazos extendidos, aferraba algo en la diestra, que aunque manchado de barro era claro que se trataba de una petaca. El capitán Cardigan Sturdy; fiel a su modo de vida hasta el final.

Sus captores empezaron a festejar el trofeo conseguido, y hacer señas. Señas a los que se ocupaban del elefante.

—¿Qué piensan hacer con él, señor? —La pregunta de Canary era ociosa. El animal, conducido ahora desde el suelo, caminó chapoteando entre el incómodo terreno, guiado como un tren sin frenos hacia su destino. El mayor no pudo decir si Sturdy gritó cuando el paquidermo pasó por encima, solo pudo oír el aullido de los dacoits.

—Bastardos. Deberíamos…

—No podemos hacer nada. —Solo contemplar, mientras abajo se iniciaba la búsqueda de los otros dos mártires.

—Puedo matar a ese elefante —dijo Jones, que conservaba su carabina, y era el mejor tirador de la compañía—. No puedo fallar.

Cierto, pero una cosa era acertar y otro matarlo. Los Martini-Henry no estaban diseñaos para matar elefantes. Y aunque así fuera, no podían revelar su posición.

—Déjeme señor…

—No. —Jones no hizo caso, pero no le quedaba munición. Persistía el ruido de la lluvia y el estruendo de la bestia. De Blaise se dispuso a reprender con severidad a Jones, incluso comprendiendo que lo movía la misericordia para con unos compañeros.

Algo ocurrió, algo que entonces no supo entender, y que con el tiempo aún se difuminó más en su memoria. Mientras los dacoits continuaban su búsqueda, ahora sabedores de que los ingleses debían haberse enterrado en el fango, algo surgió de la tierra. Hamilton-Smythe, como un cadáver vuelto a la vida, se incorporó de su sepultura de lodo gritando, sepulcro que muy pronto volvería a acogerle. Los birmanos se lanzaron por él, lo sacaron a rastras, lo golpearon y apuñalaron sin piedad alguna.

—Harry —murmuraba De Blaise impotente desde aquella atalaya—. ¿Por qué…?

—Ha perdido la cabeza del todo —dijo Jones—. Lo veía venir, señor, lo veía venir…

La fiesta de sangre estaba servida abajo. Hamilton-Smythe se mantenía firme, pese a que ya le habían cortado en el vientre y sobre la frente, y la sangre se mezclaba con el barro y el agua en sus ojos. En pie, tambaleándose. Iba a tener su heroica inmolación. Eso era lo que quería, y De Blaise decidió contemplarla, por respeto a su amigo, por tener algo que contar a Cynthia, a lord Dembow.

—Por eso lo está haciendo —dijo el mayor, señalando algo que se movía, justo al lado del sepulcro del que emergió Hamilton. Mientras los birmanos arrastraban el cuerpo tambaleante del oficial ingles cautivo y lo tiraban al suelo cerca de donde andaba el elefante, renqueante y cansado, como si su naturaleza simple se revelara ante lo que lo obligaban a hacer, otro cadáver revivido salió de su sucio pudridero, pegado al que ocupara el teniente. Bowels, libre de su prisión de tierra y agua y de la atención de los dacoits, empezó a arrastrarse, a escapar bajo la tormenta.

—Señor —dijo Canary—, se ha expuesto para dar una oportunidad a Bowie.

Por fin tenía la ocasión para comportarse como un oficial británico, o como la romántica idea que él tenía de lo que debía ser un oficial británico, o como su lunática obsesión le dictaba: morir por sus hombres, incluso por uno que lo despreciaba.

—No sabe dónde estamos. Se perderá…

—No entiendo, señor…

—El sargento no sabe que estamos aquí.

—Podemos…

—No. No debemos desvelar nuestra posición, soldado. Seguimos adelante.

No obstante, quedó esperando, siendo testigo del sacrificio de Hamilton-Smythe, a falta de otro apoyo que dar a su amigo. El teniente, forzado a mantenerse en el suelo a punta de fusil, se dio media vuelta por propia voluntad, encarando el aire tormentoso y la acometida del enorme animal, mirando hacia arriba, hacia De Blaise, aunque sin duda no podría verlo. Pese a estar seguro de esto, permaneció allí, mostrándose lo más que pudo, a riesgo de ser visto, buscando la mirada de su amigo.

El elefante pasó lento y tambaleante, y Hamilton-Smythe dejó de existir. Es improbable que ocurriera y más que el señor De Blaise lo viera, sin embargo no tenemos otra fuente de información de estos hechos que lo que contó a Torres, y a él le dijo que su amigo no gritó y no cerró los ojos hasta que su cráneo desapareció bajo la pezuña del monstruo.

Sin nada más que hacer, accedió a la insistencia de Jones, y huyeron rápido, colina arriba, para luego descender otra vez. No tardó en escampar, y la noche sustituyó a la lluvia. Desorientados, sucios, esperando que la diosa fortuna, la puta de la que hablara Bowels, se apiadara tanto de ellos como lo había hecho con el sargento mayor, caminaron durante unas horas en silencio, escudriñando cada árbol o roca, analizando cada sonido. Según bajaban entraron en selva más cerrada, que si bien era oportuno para ocultarse, no dejaba de ser un ambiente poco tranquilizador. El agotamiento y la oscuridad los empujaron a buscar refugio hasta la mañana. Así lo hicieron, conformándose con el precario abrigo que les proporcionaban unos árboles altos. Mejor encaramarse a ellos, pensaron, para ponerse a salvo de las alimañas.

No durmieron, el miedo a caer y a cada ruido de la jungla, añadidos al cansancio se lo impidió. Apenas hablaron entre ellos y a la mañana se toparon con el sargento Bowels. El veterano había escapado gracias a su sigilo y su enorme capacidad de sufrimiento. En cuanto al encuentro, fue más causa de la tan mentada fortuna que a que el sargento estuviera siguiéndolos, o ni siquiera buscándolos. El azar, que no la buena orientación, los había llevado en la dirección correcta: hacia el fuerte Kamayut, hacia donde encaminaba sus cansados y huidizos pasos el sargento Bowels, este sí, guiado por un natural sentido de la navegación. Unos y otro se recibieron con la alegría que permitía el cansancio, y enseguida compartieron información. Poca había; ninguno vio a nadie por la jungla. Tranquilizador, aunque es fácil que un birmano desaparezca entre la maleza, la noticia no era mala.

Preguntaron al sargento por lo vivido abajo, entre el barro, y tras quitar importancia a la enorme angustia que sin duda pasó, y a su tremenda habilidad para haber conseguido salir con bien de allí, elogió el comportamiento del capitán Sturdy, quien estuvo animoso y decidido a dar su vida en cuanto De Blaise y los cinco soldados salieron del agujero.

—No me cabe duda ahora, señor, que su displicencia era un ardid para quedarse como voluntario.

Y con más énfasis laudatorio habló de Hamilton-Smythe.

—Dio su vida por mí —dijo certificando que su «autoexhumación» fue una treta para atraer la atención de los sádicos dacoits, y permitir escapar al sargento—. Un valiente, y un caballero. Mayor, sé que era su amigo y quiero decirle que lamento la enemistad que surgió entre nosotros. Ahora que sé que no era un loco, sino un héroe. Me hubiera gustado poder mostrarle la consideración que merecía.

—Sí, sargento, era un gran hombre. Tendrá oportunidad de presentar sus respetos en su funeral.

En una jornada llegaron a Kamayut sin más incidentes, sanos, salvo por la llegada de los primeros dolores de la disentería en unos y otras fiebres menores en otros. Al día siguiente se mandó una nutrida expedición de castigo al lugar; no encontraron nada, ni enemigos ni cadáveres, ni mucho menos elefante alguno, aunque los restos del combate fueron bien patentes. Es de suponer que castigaran a la aldea de pastores del modo más cruel, este punto lo desconocía De Blaise, o prefería no saberlo. Regresaron sin cadáveres que enterrar, aunque encontraron correajes y otros restos de uniformes.

La acción tuvo cierta repercusión, y la prensa se hizo eco de ella, aunque son muchas las acciones bélicas que se reseñaban todos los días (y si fueran más, por supuesto Torres tampoco habría sabido de ella nunca, pues las vicisitudes del ejército británico no estaban entre sus intereses). La compañía de De Blaise fue mencionada en los despachos con honores, y el propio mayor recomendó conceder sendas condecoraciones a título póstumo al capitán Sturdy y al teniente Hamilton, así como otra más para el sargento mayor Bowels. Incluso se mencionó mucho la posibilidad de condecorar también a De Blaise, hasta ascenderlo, aunque su natural modestia le hacía aborrecer tantas dignidades, que juzgaba inmerecidas al comparar su comportamiento con el de los caídos, o el del mismo Bowels. No es que su proceder en aquellos días le pareciera entonces reprochable en lo más mínimo, pero cuando un hombre camina entre héroes, no le queda otra cosa que encoger los hombros.

Él mismo escribió la carta que informaba del fallecimiento de Hamilton a lord Dembow y a su sobrina. Otra igual mandó a los familiares del difunto, pocos quedaban ya, y dispuso lo necesario para hacer un entierro sin cuerpo en Inglaterra. Su intención era embarcar para allá y aprovechar para abandonar con honores el ejército. Él mismo necesitaba un tiempo de luto, y sobre todo, le preocupaba el estado de su querida Cynthia. Así hubiera podido terminar la historia, una muestra más del valor y el horror en la guerra, pero quedaba aún un último acto, su más triste y vergonzoso colofón.

Estando de reposo en Rangún, dos semanas tras los incidentes y a dos días de partir para Inglaterra, le llegó la sorprendente noticia de que el sargento Bowels iba a ser acusado de traición, y sometido por tanto a un consejo de guerra. El proceso iba a celebrarse en Calcuta, y él estaba llamado a declarar, e incluso podía acabar entre los imputados.

Contar los pormenores de la causa sería tedioso, o así lo juzgó De Blaise, por lo que se limitó a resumir. Resultó que Sturdy tenía familiares que, inquietos por la muerte del capitán, quisieron conocer los pormenores. Era de suponer que buscaban una negligencia en el mando como causa del desastre de Kamayut.

Hete aquí que intervino entonces el diablillo del alcohol y, como es su costumbre, trastocó todo. Celebrando, supongo, el estar vivo, Bowels bebió de más en la cantina con sus dos buenos camaradas, Jones y Canary, que no resultaron serlo tanto. Se sinceró. Según contaron, ya fuera bajo presión o soborno, Bowels andaba temeroso del teniente Hamilton-Smythe desde el incidente de la primera emboscada, seguro de que al llegar al fuerte sería amonestado o algo peor. Había agredido a un oficial y eso podía acabar en una expulsión, para Bowels peor que la muerte, pues el ejército era su vida. Pasó toda la marcha receloso, enfrentándose con el teniente y, según él, recibiendo amenazas del mismo con respecto a lo que iba a pasar cuando acabaran la misión.

Decidió olvidarlo pues nada podía hacer, seguro estaba de que en un careo siempre tendría las de perder frente a Hamilton. Pero surgió la oportunidad, la ocasión de quitarse el problema del teniente y de salvar la vida, cosa esta última que había dado ya por perdida al presentarse como voluntario, decidiendo que mejor era el morir como un héroe que abandonar la vida castrense sin honor en cuanto Hamilton-Smythe lo acusara de algo. Se había enterrado tras el ataque del elefante junto al teniente, por casualidad, no pudieron pensar mucho mientras corrían y se hundían en el barro.

Con la cara negra por la tierra, pudo ver sin ser visto la muerte de Sturdy, y tuvo la idea. Con sumo sigilo, extendió su brazo, avanzando centímetro a centímetro bajo el barro hasta alcanzar al teniente, y taparle nariz y boca.

Hamilton no se movió, no podía si quería vivir, hasta que no pudo contener el aliento más. Salió en busca de aire, se descubrió, y murió bajo las pezuñas de una bestia, mientras su asesino aprovechaba la orgía de sangre para huir libre.

Ya pueden imaginar la repugnancia que sintió De Blaise ante semejante crimen atroz. Asfixiar a su oficial, que aguantaría la respiración todo lo posible para evitar delatarse, en una interminable angustia. Condenarlo a una muerte indigna que le sirviera a él de escape. ¿Cuánta frialdad? ¿Qué monstruo desalmado podía hacer algo así?

Por supuesto nada pudo ser probado. El testimonio de De Blaise daba poca luz en el asunto, aunque se esforzaba por recordar si la aparición de Hamilton pudo ser debida al ahogo provocado, no lo consiguió, todos sus recuerdos eran borrosos, difuminados bajo aquella lluvia. La declaración de los dos soldados tampoco fue suficiente; el recuerdo de la ebria confesión de un tercero, que por supuesto Bowels negaba en firme, no podía ser causa probatoria de casi nada. Aún con todo, salió a la luz el incidente de la primera escaramuza y se puso en duda todo, incluyendo la eficiencia en el mando de De Blaise. Reconocía él mismo ahora con el tiempo, que tal vez debió ser más severo a la hora de contener los arrebatos pasionales de su amigo, que él fue el responsable final, como oficial que era, del clima hostil en su compañía, y puede que por tanto el culpable indirecto de la muerte de su amigo.

¿El veredicto? No se pudo acusar al sargento de traición, lo que le hubiera llevado frente al pelotón de fusilamiento, pero quedó la duda, y la evidencia de su insubordinación con un superior. Fue licenciado sin honores, y a De Blaise se le «recomendó» que abandonara cuanto antes el servicio de las armas. Así hizo, con rabia contenida. Más que rabia, ira fue lo que mostró el sargento mayor, quién finalizado el proceso solo pudo culpar de su desgracia al «inoperante mando y el carácter pusilánime del oficial al cargo», según sus propias palabras. En un encuentro, el último que tuvieron motivado por un noble esfuerzo de De Blaise por buscar la verdad, por retar al posible asesino de su amigo a que mostrara valor y confesara como un hombre, el sargento juró vengarse.

—¿Y usted le creyó, pensó que intentaría una venganza? —pregunto entonces Torres.

—No, no lo creo. Me puse a su disposición para cualquier satisfacción que creyera oportuna, tenga en cuenta que aunque no hubiera pruebas, muchos indicios mostraban que él había matado de modo cobarde y repugnante a Harry, y no hizo nada. Pudimos solucionar nuestras diferencias ahí mismo, y no hizo ni ademán.

—¿Cree que de verdad fue él?

—Sin duda. El alcohol hace hablar con facilidad a los mentecatos como Bowels, no pudo evitar jactarse frente a sus compañeros de fechorías, y estos lo traicionaron, como es propio entre semejante calaña.

—Decía lo de la venganza, porque tal vez pudiera ser causa suya el disparo de hace un rato. ¿Sabe si está en Inglaterra?

—No tengo idea. —Y luego rio—. Si alguien quiere hacerme daño y es capaz de hacerlo es mi querido primo, estoy seguro. Bowels demostró no tener los redaños suficientes ni siquiera para intentar una acción tan mezquina. En todo caso, le aseguro que lord Dembow tiene muchos más enemigos que yo, por no contar otras personas que estaban con nosotros. En eso debemos darle la razón a la policía. Hay un grupo, la Liga Nacional Irlandesa, que parece tener incluso apoyo de ciertos parlamentarios, el señor Parnell en concreto…

Mejor no meternos en política. De momento. Volviendo a la historia, De Blaise regresó de ultramar, llegó el entierro, y el dolor. Trató de ocultar los pormenores de la muerte de Hamilton-Smythe a Cynthia, pero la historia había trascendido y era de fácil acceso para alguien de la posición de lord Dembow. Cynthia era una mujer inteligente, y por muchos esfuerzos que hicieran para mantenerla ajena del controvertido final de su prometido, lo acabó conociendo, aumentando así su dolor.

De Blaise amaba a Cynthia, como lo hacía en cierto modo todo el que la conocía. Tal vez no con la desbordada intensidad de su primo Percy, ni con la seriedad de su difunto novio. Su amor era el suficiente como para apenarse de la muchacha, la condición de convertirse en viuda antes que en esposa, es siempre muy amarga. Se dedicó a reconfortarla en todo lo que pudo alentado por lord Dembow, que veía en él un buen consuelo para su querida Cynthia. El final ya lo sabemos; acabaron desposados a los pocos meses. Si no el amor que sintiera por Hamilton-Smythe, ella podía encontrar un afecto y una entrega sincera en De Blaise.

Como es de esperar en este tipo de arreglos al que los hombres buenos someten a su corazón movidos por obligaciones y deudas, la boda no trajo la felicidad. La amargura no había desaparecido del corazón de Cynthia, y el contacto más íntimo había sin duda dado alas al amor que por ella sintiera De Blaise, que ahora se frustraba al no verse correspondido por su esposa más que con una cariñosa amistad.

Todo esto es, más o menos, lo que el señor De Blaise contó al señor Torres de camino a la pensión de este. El español estaba inquieto, sin saber bien el motivo. Algo en la historia había llamado su atención, y el no saber exactamente lo que era irritaba a su mente inquisitiva…

No, no estoy cansado, y aún tienen que oír lo mejor.

A punto estaban de llegar ya a casa de la señora Arias, terminado estaba el monólogo de De Blaise, cuando Torres dijo:

—Lamento mucho la muerte de su amigo. No llegué a conocer bien al señor Hamilton-Smythe, pero me pareció un caballero amable y culto, un buen hombre.

—Lo era, en efecto, y el mejor de los amigos. Por eso aún me resisto a pensar que su muerte fue… él sin duda también le tuvo en estima a usted, pese a que no compartieran opiniones, sé que le consideraba un hombre inteligente, y estoy seguro que hubiera disfrutado mucho de poder charlar con usted.

—En fin, nuestro encuentro, el de los tres, fue tan afortunado como fortuito. Si no hubiera sido por ese Ajedrecista…

—Sí —quedó De Blaise ensimismado un momento.

—¿Sabe que lo estoy reconstruyendo? —El inglés miró confuso—. El Ajedrecista, trato de hacer uno.

—¿Dice que… que intenta fabricar un ajedrecista como…?

—No creo que llegue a ser como el… creo que esto requiere una explicación. Obran en mi poder los restos de aquel Ajedrecista que vimos hace diez años y estoy tratando de reconstruirlo, hasta donde me sea posible, o uno similar aunque…

—Espere señor Torres, ¿cómo puede…?

—Oh, ¿recuerda a mi amigo, el señor Aguirre? Ahora tengo entendido que es su jardinero. —Ya les explicaré luego eso de mi trabajo de jardinería para la familia Dembow. De momento nos quedamos con la expresión de estupor que no desaparecía de la cara del inglés, así que Torres decidió cortar por lo sano, como dicen en su tierra—. Pase —ya estaban a las puertas de la pensión—, le enseñaré lo que he conseguido mientras le explico. —Bajaron del coche y Torres quedó mirando al pescante, hacia el cochero que había reaccionado de modo tan eficiente durante el atentado. De Blaise despidió el coche, pensaba regresar por sus propios medios y al volverse vio la expresión ensimismada de Torres mientras el vehículo marchaba calle abajo.

—¿Entramos?

—Oh, sí claro, por supuesto. Es otro chofer, ¿no?

—No le entiendo…

—El cochero, digo que no es el mismo conductor que nos llevó aquella vez…

—No sé. No estoy tan al tanto del servicio de lord Dembow.

—Pues debiera —volvió el humor a Torres tan repentino como se había ausentado—, al fin y al cabo usted es el señor de la casa, con su tío postrado…

—No lo crea. Percy se ocupa bien de que sepa mi lugar allí… No mencionó nada Torres de su charla con el señor Abbercromby, ni de sus intenciones de abandonar el hogar paterno ni de echar a la pareja de recién casados a la menor oportunidad aunque parecía que nada de eso sorprendería a De Blaise. Olvidémonos por un momento de mi familia y sus mezquindades, me iba a mostrar algo interesante, ¿no?

Entraron en la pensión. De Blaise fue recibido por la viuda Arias con la cordialidad que era habitual en esta buena mujer mientras Torres le contaba a grandes rasgos el porqué de su segunda venida a Londres, le habló de mi fortuito hallazgo de los restos del autómata y de su decisión de probar suerte reconstruyéndolo. Juliette a su vez hizo una acogida apropiada, quedándose embobada al mirarlo, como siempre que un caballero sofisticado y elegante aparecía por casa de su madre.

—Y esta es Julieta —la presentó Torres—. Esta jovencita me ha ayudado mucho, una jugadora de ajedrez consumada.

—Sabe que a mi lado todo el mundo es un maestro del ajedrez, señor Torres. Pero continúe, hábleme de ese empeño suyo…

Subieron los tres hacia las habitaciones que compartiéramos Torres y yo, allí el español explicó sus progresos.

—Verá, hace tiempo que me interesa la automática. No me refiero a la construcción de autómatas simples, de artefactos que simulen por medio de mecanismos el movimiento de animales o personas para el divertimento o la exhibición, eso sin duda es fascinante, pero no entra en mi campo de atención en la actualidad. Lo que me interesa es la construcción de máquinas que puedan operar relacionándose con el entorno, comunicándose con él. Se trataría de la obtención de métodos y procedimientos cuya finalidad fuera la sustitución del operador humano por uno artificial en la ejecución de una tarea física o mental previamente programada.

—¿Sustituir al hombre…? Caramba, ahora sí que tendríamos una interesante discusión, de seguir Harry entre nosotros.

—Sin duda —rio Torres—. Para conseguir nuestro fin, es preciso construir máquinas algebraicas potentes y fiables. Me refiero a artefactos capaces de dar resolución a ecuaciones matemáticas por medios mecánicos, ¿lo entiende? Este no es un empeño nuevo, su compatriota, el señor Babbage, obtuvo cierto renombre en esta disciplina, aunque sus planteamientos teóricos no cuajaran del todo en resultados prácticos.

—Ese tal Babbage me es familiar… Para serle sincero, estoy tan versado en matemáticas como en ajedrez, pero le aseguro que pongo toda mi atención.

—Seguro que con eso bastará. —Sonrió Torres, mientras invitaba a sentarse en el saloncito a De Blaise, invitación que este rechazó. Ambos estaban demasiado expectantes para buscar acomodo—. Pongamos la ecuación más sencilla que se nos pueda ocurrir, no sé… digamos que una cantidad X es igual a otra Y multiplicada por tres.

—Suficientemente fácil para mí, amigo Torres, veo que ha percibido mi agudeza mental a la perfección.

—Bien. Es concebible idear un móvil en el que el movimiento de uno de sus elementos tenga la misma relación que en nuestra ecuación. Por ejemplo, un simple tren formado por dos engranajes, de tal modo que el giro la rueda X sea tres veces el giro de la rueda Y, si giramos una vuelta la primera, la otra lo hará tres veces.

—Sí…

—Pues de eso se trata. Podemos idear máquinas que se comporten como ecuaciones más complejas, polinomios de siete u ocho grados o más. La dificultad, y lo apasionante de este terreno, radica en cómo transportar relaciones matemáticas a análogos geométricos y mecánicos.

—Lo entiendo, cosa que supone un gran orgullo para mí, se lo aseguro. Lo que me pregunto es: ¿qué beneficio pueden proporcionar tales máquinas?

¿Beneficio?, vaya señor De Blaise, veo que se interesa por la parte práctica de las ideas, tiene el espíritu de un ingeniero.

—Gracias, creo que viniendo de usted es un halago.

—Pues la utilidad de las máquinas o calculadoras algébricas es inmensa. Si conseguimos máquinas tales, obtendremos las raíces de ecuaciones sin error alguno. Cuando gire una rueda en su máquina calculadora, obtendrá siempre una raíz de la ecuación que soluciona. El error solo puede sobrevenir durante la construcción de la máquina, no en la resolución del problema matemático, es aquí, en la fabricación y el diseño donde debemos ser precisos.

—Perfecto. No sé si mi siguiente pregunta será oportuna, aun así la formularé. ¿Qué tiene que ver todo esto con el ajedrez?

—Mucho. Podemos reducir una partida de ajedrez a un problema matemático, y por tanto construir una máquina que lo resuelva.

—Esa línea de pensamiento lleva a una conclusión no sé si muy alentadora.

—Sí, en efecto. Estoy diciendo que el Ajedrecista podría ser real… quiero decir…

—Que aquel loco doctor indio nos ganó la apuesta.

—No lo sé. Si de verdad existe un autómata capaz de jugar una partida de ajedrez y no una marioneta o un truco de prestidigitación sofisticado, se trata de algo extraordinario, increíble si nos ceñimos al problema práctico.

—Entiendo que con eso quiere expresar que es posible desde un punto de vista teórico.

—Mire, venga conmigo a mi alcoba, ahí lo tengo. —Abrió la puerta de su cuarto y en efecto allí estaba: el Ajedrecista de Torres, presentado sin tanta ampulosidad que aquel que mostrara Tumblety—. Entra tú también, Julieta, al fin y al cabo eres mi ayudante.

Sobre la pequeña mesita había un tablero de madera, largo y pesado, que se sostenía por un par de listones allá donde el mueble no daba apoyo, y encima de él había una máquina, grande y aparatosa, de medio metro de alta, echa de ruedas, cables, palancas y maquinaria enigmática y hermosa a su manera. El cuadro lo completaba un rústico tablero ajedrezado, afeado por rieles y marcas en cada casilla, sobre el que reposaban solo tres piezas.

—Esos cables… —dijo De Blaise que parecía abrumado por el aspecto de maravilla tecnológica del artefacto—. Parece una de esas máquinas eléctricas… a mi esposa le han prescrito la utilización de un aparato…

—No es la misma clase de máquina, aunque en efecto, ambas utilicen electricidad. A través de sistemas electromecánicos la mejora de cualquier proceso es considerable. Tal vez esto es lo que limitara al señor Babbage y otros como él. Las máquinas mecánicas, por precisas que sean, tienen restricciones que son solventadas en cuanto introducimos dispositivos eléctricos. Por fortuna, esta gran ciudad suya cuenta con una notable red eléctrica, de la que me he permitido abusar con la colaboración de la amable viuda que me acoge.

—Me deja atónito —se maravillaba De Blaise mientras achinaba los ojos en la contemplación del artefacto, con igual expresión que el común de entre nosotros pone al observar la magnificencia de la pirámide de Keops o la capilla Sixtina.

—Lo que he hecho es de una gran simpleza conceptual —para Torres la idea de «simpleza conceptual» estaba muy alejada del resto de los mortales—, aunque esto no debe hacerle pensar que me ha llevado tan solo los tres días que llevo montándolo aquí. A ese tiempo debiera añadirle el que he pasado pensando y estudiando este tipo de problemas. No imagino la dificultad que conlleva construir una máquina más capaz.

—¿De una gran simpleza? No puedo identificar uno solo de los componentes que…

—Me refiero a que mi máquina no juega partidas completas. Juega torre y rey blanco contra rey negro. Claro está, siempre gana la máquina, que juega con blancas…

—Eso es injusto —protestó Juliette.

—Cierto, pero necesario para investigar. Una vez conseguido resolver este «sencillo» problema, podemos pasar a cosas más complejas. Amigo mío, siéntese a jugar contra ella, y no tema por su orgullo herido. Como dice Julieta, nadie puede ganar en esta partida.

—En mi caso eso se puede afirmar para cualquier situación que plantee sobre el tablero —dijo el inglés mientras se sentaba en la única silla del cuarto, frente al aparato, no sin cierto envaramiento al enfrentarse a aquel artilugio misterioso—, aunque jugara yo con blancas.

—Mientras juega, le explicaré su funcionamiento. —El español empezó a ajustar el mecanismo de su autómata, con la ayuda de su joven asistente, que manipulaba el artefacto con encomiable soltura. Las piezas estaban ya situadas para el inicio de la partida: el rey blanco en la fila superior del damero y la torre del mismo color en la siguiente y en la columna más a la derecha—. Ahora coloque usted mismo el rey negro donde desee, evitando caer en jaque, claro está.

Así lo hizo, colocando su rey tres filas por debajo de la torre, y más o menos en el centro. Al posar la pieza sobre el tablero, la máquina cobró vida. Con un suave ruido, ruedas, engranajes, relees y toda esa clase de maquinaria abstrusa que suelen conformar los ingenios mecánicos modernos, empezaron a moverse. Como rápida respuesta, la torre blanca bajó una casilla, igual que si hubiera echado a andar hacia el inglés, que se incorporó sobresaltado.

—Asombroso.

—No tanto. Mire. —Detuvo la máquina, y tomó la torre negra, mostrando su base—. Como verá cada casilla del tablero está formada por dos triángulos iguales de metal y una pequeña placa circular, también metálica. Esta malla que forma la base del rey conecta esa placa central con cada triángulo, que a su vez están conectados a dos conductores, vertical y horizontal. —A medida que explicaba, el ingeniero mostraba los diferentes componentes—. Estos dos conductores, que definen fila y columna, ponen en movimiento a través de pequeños electroimanes sendas correderas, hasta cierta posición que definen por tanto las de la pieza sobre el tablero. Así, mi ajedrecista «ve» dónde está la pieza negra.

—Ya… y las piezas blancas se mueven. —Tomó el ingeniero una, la torre, y mostró como bajo ella había una pequeña esfera de metal.

—Las posiciones de las piezas blancas están definidas de un modo análogo, y son movidas por electroimanes que van bajo el tablero.

—Entiendo, más o menos, pero mueve… ¿al azar?

—En absoluto. Sigue unas sencillas reglas implementadas en función de las posiciones relativas que observa entre las piezas, posiciones marcadas por las distintas correderas. Con eso se asegura la victoria, no del modo más rápido, pero sí eficaz. Es sencillo si lo sistematizamos un poco, vera…

Torres explicó del modo más simple posible las reglas estrictas con las que se movía su autómata. Ahorro comentarlas por no aburrirles. De Blaise se perdió en el fárrago de instrucciones.

—Creo que no puedo seguirlo… —Ni yo podría entonces.

—Lo importante es que con estas reglas el autómata puede jugar la partida y ganarla. Es cierto que parte con ventaja, aunque él carece de capacidad de improvisación, de imaginación, de experiencia… no estoy seguro de quién tiene ventaja sobre quién. Continúe jugando.

Así lo hizo, y poco a poco las piezas blancas fueron acorralando sin remisión al solitario rey negro.

—Haga trampas —dijo Torres—. Sí, haga un movimiento incorrecto.

Eso hizo, y de la máquina surgió un pequeño cartel indicando: «Primera Falta».

—¿Recuerda que el Ajedrecista de Kempelen se quejaba ante los movimientos erróneos? Hágalo otra vez. —Como era de esperar, apareció una «Segunda Falta». Cuando repitió una tercera incorrección, la máquina dejó de jugar.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó De Blaise.

—Que se ha enfadado —dijo Torres, divertido—. ¿Se da cuenta? Juega utilizando un razonamiento simple, detecta la posición de las piezas, comunica lo que ve erróneo, recuerda cuántas veces se le ha engañado, e incluso coge una rabieta cuando ve que se abusa de su condición «maquinal». Memoria, sentidos, razón; tiene una cierta vida relacional con su entorno, eso es un autómata para mí, eso tiene que ser el futuro.

—Extraordinario… y eso sería el Ajedrecista de Tumblety… o de Maelzel.

—Cuesta creerlo, y por otro lado resulta excitante pensar que alguien haya podido crear un autómata capaz de contemplar todas las infinitas posibilidades de una partida completa de ajedrez. Lo que en realidad sorprende es que he reutilizado las piezas del Ajedrecista original. Salvo algún añadido o modificación de mi cuño, he podido emplear los restos de aquel autómata. Desde luego hay un montón de piezas que no reconozco. —Mostró un cajón donde había depositado los restos del autómata—. Esos tubos, esos recipientes de vidrio, esas placas troqueladas; supongo que parte de ellos era el mecanismo que hacía hablar y moverse al muñeco… aunque es posible que imitara movimientos imperceptibles de Tumblety, se puede hacer eso. La profusión de imanes y cables me hace pensar que utilizaba un sistema para enviar órdenes al artefacto, a través… el profesor Branly, de la universidad de París, ha conseguido hacer pasar corriente a través de limaduras de hierro, mostrando la existencia de… lo que podemos llamar como «ondas hertzianas»… Yo mismo he pensado en algo así…

—Resumiendo, señor Torres —interrumpió De Blaise los pensamientos desbocados del español—. De sus esfuerzos y saberes usted infiere que…

—Que el constructor y diseñador de ese Turco Ajedrecista, no entraré en quién es de momento, seguía una… llamemos «línea de investigación» similar a la mía… a la que le he explicado: la automática, aunque llevada mucho más allá.

—¿Y… entonces?

—Entonces… amigo mío, como usted ha dicho muy bien antes, puede que… perdiéramos la apuesta…

Si no les importa… ahora me encuentro… algo cansado. Seguiremos… más… adelante.