—¿Cómo? —pregunté, aunque si les digo la verdad, no tenía interés alguno en las vicisitudes de ese buen teniente.
—En Asia —contestó Torres—. Cumpliendo su deber como militar, así me lo explicó el señor Abbercromby. Fue en agosto del año pasado, en Birmania, si no me equivoco. Acudió junto a De Blaise y todo su regimiento a una campaña por esas tierras, y por desgracia allí quedó.
No le di importancia alguna. Otro muerto. Con el tiempo, ya lo verán cuando envejezcan, son más siempre los muertos que conoces que los vivos. El teniente Hamilton-Smythe me dejó el recuerdo de un caballero educado y de buen corazón. Mostró hacia mí, tras nuestro primer agrio encontronazo, una buena disposición, sin excesos; el mejor grado del comportamiento que cabe esperar entre personas tan alejadas en todos los sentidos como lo estábamos ambos. Aunque no tenía reproche que hacer a su persona, tampoco vi necesidad de derramar lágrima alguna o a hacer duelo por su muerte más allá de un resignado encogimiento de hombros. Torres no era de igual opinión, así que siguió.
—Según entendí de las escuetas explicaciones que me dio, la campaña de Birmania no fue una empresa excesivamente sangrienta. Los problemas vinieron una vez terminada. Los lugareños se organizaron a modo de guerrilla e hicieron más estragos que en el combate directo. En una acción de este tipo, un ataque por sorpresa de los locales o algo similar, Hamilton-Smythe cayó. Todo esto me dijo Abbercromby sin mudar el gesto en lo más mínimo. Creo que la situación no podía serle agradable en absoluto. Piénselo, su rival muerto, dejando el camino libre hacia su amada y esta se casa con De Blaise, alguien que, estoy seguro, le desagrada tanto como el finado. Triste e incómoda la situación de este señor Abbercromby. Y ese matrimonio…
—P… perdone —interrumpí una vez más aburrido y sorprendido por el interés que mostraba por esos temas—. ¿Qué ti… tiene que ver toda esa his… toda esa his… historia con los muertos?
—Muy poco, me temo —rio divertido con su propia digresión. No acostumbro a irme por los cerros de Úbeda, sin embargo, este asunto… Menos mal que está usted aquí para contenerme. Todo esto me tiene algo confundido. Sí que parecía ofuscado. Cierto que no estaba en su carácter el dispersar su atención de un lado al otro, todo lo contrario, gustaba de centrarse en un problema, resolverlo, y perseguir sus consecuencias hasta donde pudieran llevarle. Aquí estaba la causa de su desasosiego: todo este entrecruzarse de situaciones, desgracias y encuentros fortuitos, parecía tener algo en común que se le escapaba. Se empeñaba que todo tuviera relación, y era en la búsqueda de esa concordancia donde nacía su frustración—. Volvemos a Tumblety y al asunto de su recompensa, si quiere.
—Sí, por favor —me apresure a rogar. Y él… ¿Qué…? Oh… sí, por supuesto, pero no sé… sí, como deseen, aunque no entiendo…
¿Continuo…? De acuerdo. Si lo que preguntan es si yo esperaba cobrar la recompensa que ofrecía aquel judío, pues no, creía que todo ese nuevo entusiasmo nacido en mi amigo estaba originado en su bondad, en el deseo de ayudarme o de que la fortuna me sonriera de una vez por todas, y no en realidades objetivas.
—Es que… ¿no le parece que hay una relación? No, claro, es imposible. Usted no dispone ahora de todos los datos. Tumblety, el Ajedrecista, lord Dembow y familia, los asesinatos… todos son parte de un mismo esquema, engranajes de un mecanismo que resuelve una ecuación… sí es una analogía un tanto rebuscada, pero sirve para explicar lo que siento. Falta alguna pieza, y la solución de la ecuación se aclarará. Tengo en mi poder el factor, el componente que une a todo, ahora se lo mostraré, sin embargo falta algo, algo no ajusta. En cuanto a su recompensa, es claro que el doctor Tumblety es responsable de los asesinatos…
¿Los asesinatos? Sé que yo fui quién lanzó sospechas sobre el doctor indio en primer lugar, pero yo soy imbécil. ¿Qué le proporcionaba a él esa repentina seguridad en mi sospechoso? Principalmente la conversación que mantuvo con el inspector Frederick Abberline el día anterior. Aunque yo aún no lo supiera ni lo deseara, a esas alturas ya estaba más que probada mi inocencia, y pronto iba a ser mi liberación. Ciertos hechos que en nada tenían relación conmigo, esos de los que había hecho Torres sucinta referencia antes de embarcarse en la historia genealógica de los Dembow, habían causado que la policía buscara con intensidad al doctor indio, y por ello Abberline quiso hablar con Torres y llamó a la pensión pidiendo que, si el español tenía un instante, se pasara por la comisaría de Leman Street, donde podrían conversar.
Allí, el detective comentó todo lo referente al caso con mi amigo, como de colega a colega, supongo que esperaba obtener alguna información sobre el yanqui que Torres considerara superflua. Ese mismo día, a las ocho de la mañana, el sargento Thick había detenido a un tal John Pizer en su casa, arrestado por ser el tan buscado Delantal de Cuero, y llevado a esa misma comisaría. El individuo no se resistió, se mostró sumiso y resignado, esperaba la detención y supongo que fue un alivio salir escoltado por la policía a la vista de la multitud que empezó a formarse a la puerta de su casa.
—Sí —confirmó Abberline a Torres—, a ver si nos quitamos de encima esta pantomima de Delantal de Cuero. Es un pobre desgraciado y poco más, pero sacándolo de las calles evitaremos problemas, a él y al resto de la población. —No sé si ese comentario tan ilusorio era propio de alguien como Frederick Abberline, del que no se podía decir precisamente que fuera un alma Cándida. Más bien trataba de calmar a Torres, como trataba de hacerlo con cualquier ciudadano. Pero el miedo y el caos no habían desaparecido de las calles por encerrar al pobre Pizer. La muerte de Dark Annie había echado leña al fuego de la ira y el pánico que ya ardía en Whitechapel. Disturbios y carreras se repetirían a lo largo de los siguientes días—. Personalmente no creo que ese tal Pizer tenga nada que ver, pero alguien vio a Delantal de Cuero molestar y amenazar la mañana del ocho a una mujer, que pudiera ser la señora Chapman. Hay que seguir todas las pistas. Hay una decena más de detenidos, sospechosos…
Zanjado el tema de Delantal de Cuero y el resto de los inculpados, el inspector contó datos de lo más interesantes sobre Tumblety. El americano debió llegar a Inglaterra en junio, por lo que sabía la policía, al puerto de Liverpool procedente de su país. El veintisiete de julio ya estaba en Londres, puesto que fue visto y denunciado por indecencia y asalto indecente por la fuerza a un hombre. Al parecer al viejo Tumblety le costaba más disimular sus torcidos gustos, pues esos cargos no eran más que eufemismos de actividades homosexuales. Once días después mataron a Martha Tabram. También por esas fechas, un inquilino de un hotel respetable de la zona oeste de la ciudad que respondía a su descripción, había abandonado su habitación sin dejar rastro. Lo que sí dejó allí fue un maletín que contenía material quirúrgico, y otros objetos siniestros respecto a los que Abberline fue voluntariamente impreciso. Ese pequeño incidente pasó desapercibido y ahora cobraba relevancia, a la vista de los destrozos hechos sobre la Chapman.
Las implicaciones de Tumblety con los fenians no estaban claras. La Sección D sigue por sistema el ir y venir de todo aquel ciudadano con origen irlandés, o con simpatías, no es necesario que se le conozcan relaciones con elementos subversivos. Tumblety, que no se privaba de manifestar su apoyo al Home Rule que pedían los partidos irlandeses (y que había fracasado ya en la Cámara de los Comunes) y por tanto era vigilado como rutina desde que desembarcó en Liverpool. Por desgracia el doctor era un hombre en extremo escurridizo, y tras ese escándalo se le había perdido la pista, aunque suponían que permanecía en Londres. Era una molestia, no un peligro, considerado un elemento perturbador del orden público y la decencia, un truhán más que un terrorista. Hasta que ciertos aspectos de los crímenes salieron a la luz. Abberline no escatimó información en lo concerniente al asesinato de Hanbury Street.
—Tenemos testigos —dijo para sorpresa de Torres—. Una mujer… la señora Long, vio a una pareja esa noche junto al número veintinueve de la calle, reconoció a la mujer y seguro que podrá dar una descripción del hombre, poco útil pues lo vio de espaldas. La buena mujer insiste en que el sujeto era un extranjero. Esta mañana a las diez empezó la vista y declararon los encargados de la pensión donde vivía la desdichada, Donovan y Evans, una amiga que reconoció el cadáver y el que encontró a la muerta. En los siguientes días habrá testigos más importantes y revelarán asuntos de lo más extraños. Para eso le he llamado.
Inquieto por ese último comentario, estuvo tentado en preguntar, pero consideró más oportuno dejar que el buen policía se explicara a su manera. Así, Abberline siguió comentando los pormenores forenses del crimen. El doctor Phillips aseguraba, y así lo haría en la vista cuando fuera llamado a declarar, que la mujer había muerto a las cuatro o cuatro y media de la madrugada a lo sumo.
—Ese monstruo parece invisible —dijo—. Mató en ese patio, rodeado de personas que dormían, y apenas tenemos un testigo fiable. El hijo de la propietaria estuvo sentado, arreglándose una bota a escasos veinte centímetros del cadáver, y no vio nada. No sé qué pensar. Y lo que le hizo a esa mujer… es horrible. Se llevó partes a casa. Al cadáver le han extirpado el útero, y vaya a saber qué más. Según el doctor Phillips, el sujeto debe tener amplias nociones de anatomía y la pericia de un cirujano para hacer lo que hizo. ¿Usted comentó que el señor Tumblety acostumbraba a… coleccionar órganos? —Así era en cuanto a esa peculiar afición por las entrañas, aunque no me atrevería a afirmar que tuviera «amplias nociones de anatomía» y desde luego no tenía «la pericia de un cirujano». De todas formas, empezaba a mostrarse claro el interés del inspector por hablar con él—. Eso no es lo más llamativo. En cuanto continúe la vista me temo que se hará público: hace semanas, antes de los primeros asesinatos, cierto individuo, norteamericano al parecer, que decía ser estudiante de medicina, se acercó a varios hospitales de la ciudad en busca de órganos, úteros entre otros, queriendo pagar por ellos. Por supuesto, esas peticiones no fueron atendidas.
—¿Cree usted que fue Tumblety? ¿Qué en vista de que no pudo comprarlos los ha…?
—Él es americano, dice ser médico, sabemos que gusta de coleccionar vísceras, sabemos que es un depravado y que puede ser tan sigiloso como notorio cuando quiere, y que está en Londres, aunque no podamos localizarlo… no es mal candidato para el asesino, se lo puedo asegurar.
—No lo dudo… —Lo cierto es que Torres estaba a esa altura casi convencido—. Sin embargo, él gustaba tratar con hierbas, prefiriendo la farmacología a la cirugía, creo incluso que abominaba en público de la última. Le conocí poco, pero no vi en él un hombre violento o sanguinario. Tengo entendido que en sus consultas jamás emplea instrumental quirúrgico ni…
—No podemos asegurar nada, de momento. Lo cierto es que el motivo de pedirle que viniera es… ¿tengo entendido que va a permanecer más tiempo en esta ciudad?
—Esa es mi intención…
—Y yo se lo agradezco. Sin duda nos será de utilidad si llegamos a encontrar a Tumblety. Lo que quiero rogarle es su total discreción. No debe hablar de esto con nadie, y me refiero a no hablar sobre el señor Tumblety. —Esa consigna ya la estaba incumpliendo en aquella charla conmigo, lo que me honra—. Verá, no queremos que se repita lo de Pizer y otras tantas identificaciones y testigos falsos. Si supiera lo que son capaces de decir algunas gentes solo para que les dejemos ver el cadáver de esa pobre desdichada. Hemos decidido llevar este asunto con absoluta discreción. —No sé si ese «hemos» se refería a él y a sus hombres, a los altos cargos de la policía, sir Charles Warren, o el señor Anderson (que, por cierto, estaba en esos momentos de reposo en Europa), al jefe de la Sección D, o a quien fuera; lo cierto es que tal medida se llevó a cabo a rajatabla, creo que nadie supo de las sospechas y pesquisas hacia Tumblety—. A partir de ahora verá muchas informaciones en los diarios, como hasta ahora, pero nada del americano. No debe saber que andamos tras él. ¿Entiende?
—Cuente con mi silencio —dijo entonces, y ahora me dijo a mí—: El principal sospechoso es Tumblety, podemos esperar a que lo capturen, y usted cobrará la recompensa.
—No ff… no fifí… no es así —respondí—. Debiéramos ir a ver ahora a ese judd… judío y…
—Suponía que diría esto, don Raimundo. De hacerlo como usted indica, rompería mi palabra. Creo que la medida de mantener el mayor secreto al respecto de Tumblety es importante, no quisiera que por nuestra codicia —la mía, sería en este caso— frustráramos la labor policial. —No estaba del todo de acuerdo, pero le dejé seguir hablando—. Hablaré al respecto con el inspector Abberline, que es un hombre comprensivo. Estoy seguro que, de acabar ese sujeto en prisión, abogará ante el señor Montagu por su causa, y usted recibirá su recompensa merecida.
—¿Entonces? ¿Q… qué vamos aaa… a hacer?
—Nada, esperaremos a que encuentren al doctor indio. No deben tardar demasiado, ¿no cree?
Lo dejé estar, la verdad es que el dinero no era la mayor de mis preocupaciones en ese momento. Torres continuó hablando de su entrevista con Abberline, me temo que tras hora y media de charla, no había llegado aún al punto que le interesaba y no iba a dejar de conducirme hacia allí, fuera donde fuera, a través de una tortuosa sucesión de hechos y razonamientos que él consideraba necesarios.
Su conversación con el policía continuó, espantando bulos que la prensa había extendido, y refiriéndose en especial al lugar donde apareció el cadáver de Annie Chapman. Torres insistió en preguntar qué se había encontrado allí, y Abberline, despachando primero las mentiras sobre cuchillos, armas, escritura con sangre y otras zarandajas publicadas, no tuvo reparo alguno en darle una lista pormenorizada, por si algo le recordaba a Tumblety.
—Pues mire usted, don Raimundo…
—Raimundo.
—… que no mencionó nada al respecto de que se encontraran monedas junto al cadáver.
Miré sin entender nada.
—¿Y…?
—Eso aparecía en la prensa.
—Los p… p… periodistas mmm… mienten…
—Esta vez no; las había. Dos monedas de cuatro peniques pulimentadas, el inspector Chandler me las enseñó allí mismo. Son estas. —De su chaleco sacó dos piezas de cobre que me tendió—. Estas pequeñas piezas, son los engranajes que engarzan todo el enigma. —No daba crédito a lo que oía.
—¿Se las quedó?
—Así es, no me enorgullezco de ello. Y le aseguro que es mi intención devolverlas, tanto si llegamos a la conclusión de que son pruebas importantes como si no. No me pude contener. —¿Por qué? Torres no necesitaba en absoluto ocho peniques—. De hecho mis preguntas iban encaminadas a saber si los habían echado en falta, cosa que no es así. Supongo que al ser objetos tan comunes (me dijeron que es costumbre en algunos sinvergüenzas el pulir monedas así para hacerlas pasar por soberanos), pronto los olvidaron en cuanto me los dieron. O tal vez no haya llegado el informe exhaustivo de Chandler y los que estuvieran allí a manos de Abberline no incluyeran este indicio, no lo sé.
—P… pero ¿qué imppp… portancia tiene?
—Examínelas con más cuidado. En cuanto las vi me resultaron familiares. —Eran dos piezas normales, viejas, pulidas y con algunas hendiduras no muy profundas, monedas como muchas otras; salvo… sí, las hendiduras. Mi vista ya no me alcanzaba, y fueron mis dedos los que dieron con ellas. Eran pequeñas marcas por todo el perímetro, en forma radial en una sola de las caras. Una de las monedas mostraba diez equidistantes, mientras que la otra tenía muchas más, y la distancia entre ellas parecía variar, haciéndose cada vez más corta, hasta reducirse tanto que pasmaba la habilidad del artesano que hiciera aquellas ranuras.
—Mire. —Se incorporó y tomó la cara del Turco, que nos había estado observando toda la conversación. Tras ella, había un pequeño bolso, lleno de piezas de metal de donde escogió una, que me mostró—. Esta, y otras como ella, forman parte de los restos del Ajedrecista que usted ocultara en la cocina de su pensión. ¿Ve?
Efectivamente. Lo que me dio era una placa de metal pulimentada, de sección circular con «heridas» idénticas a las de las monedas. Eran piezas casi gemelas. Diferían algo en el tamaño, en que la del autómata mostraba una mayor definición de las marcas que estaban numeradas y, claro está, no era una moneda.
—Esta —señaló a la placa recién sacada—, y sus hermanas —echó el contenido de la bolsita sobre la mesilla— las tenía el doctor Tumblety hace diez años, pues formaban parte del autómata que obraba en su posesión, y estas otras aparecen en la escena de un crimen. Le aseguro, don Raimundo, que no son objetos usuales que abunden en los bolsillos de cualquiera.
—¿Q… qué son?
—Venga. —Me llevó a su alcoba. Allí Torres había desplegado un desorden de papeles y libros, consiguiendo a duras penas convertir aquel escaso espacio en un estudio. Había dibujos y planos, bosquejos desperdigados por la cama, el pequeño escritorio, e incluso por el suelo. En una esquina, la que daba a la ventana que iluminaba la habitación, sobre unas sillas había un desbarajuste de piezas, maderas… artilugios apilados de difícil identificación.
No tenía entonces, y ahora tampoco, formación científica alguna. Los números, salvo para contar monedas, nunca me atrajeron demasiado. Eso no fue impedimento para que los esquemas y dibujos allí garabateados mostraran un hecho indudable: Torres estaba intentando construir el Ajedrecista. Lo miré atónito. No lo tomé por loco… o sí. Supongo que consideraba locos a todos los hombres de ciencia, a los médicos, a los abogados, a todo ese mundo que me era tan ajeno. Lamenté, en mala hora, el haberme unido a él, ejemplo perfecto de esa clase de hombres que gastan su tiempo en ocuparse de cosas distintas a la mera supervivencia. ¿Por qué estaba haciendo eso?
—En efecto, he estado entretenido estos días. Mire, ese objeto pertenece a esto, o a algo como esto. —Me enseñó un pequeño artefacto formado por un eje sobre el que se insertaban dos discos, similares a los que ya me había mostrado, conectados de algún modo—. Es un… generador de cantidades, permite obtener números de modo mecánico. Cada vuelta completa de este, hace aumentar una marca en este, la escala logarítmica minimiza los errores… no quiero aburrirle. Lo importante es que entre las piezas de su Ajedrecista —no sé en qué momento pasó a ser mía esa monstruosidad— se reconocen muchos dispositivos similares a la pieza hallada en el patio de Hanbury Street.
—¿N… no pod… podría ser otra cosa?
—Lo he pensado, y creo que no me equivoco al decir que se trata de una pieza improvisada para un mecanismo de precisión, estoy habituado a ellos. Digo más, sería parte de una máquina algebraica y afirmo, a riesgo de resultar melodramático, que el hecho de esta coincidencia, la aparición de supuesta maquinaria de un autómata en el lugar del crimen, y la posible implicación de Tumblety, NO, y digo NO es lo más significativo de estos indicios. Al tratar de reconstruir, o hacerme al menos una idea de su funcionamiento, a partir de los restos que usted recuperó, me he dado cuenta de que el Turco es mucho más complicado de lo que pensaba. —Señaló a los esquemas y dibujos que había hecho, como si eso me aclarara a mí alguna cosa—. Un autómata es un mecanismo complejo y preciso, pero solo requiere resolver tareas sencillas, movimientos de partes mecánicas en secuencia, no encontrar raíces de ecuaciones de orden «n», ni atender a problemas algebraicos…
—No entiendo…
—Quiero decir que si no es necesario tan intrincados dispositivos para un autómata, menos aún si se trataba de un engaño, de una marioneta manejada por hilos o imanes.
—¿Est… está usted diciendo q… q… q…? Ya l… le dije que T… Tt… Tumblety era un d… d… Hizo magia con el aut… auto…
Vamos, don Raimundo, no hay nada mágico, ni demoníaco en una partida de ajedrez. Nunca estuve de acuerdo con esa idea que sostenía el señor Hamilton-Smythe… el difunto teniente Hamilton-Smythe, más propia del oscurantismo de otros tiempos que de hoy en día, de que ese autómata era una burla hacia el Señor, y, no se lo tome a mal, esos cuentos suyos de que el doctor es un enviado del maligno… no son más que superchería, estoy seguro. El ajedrez, como creo que dije entonces, puede reducirse a un problema matemático, un problema que tendrá una solución matemática, y llevo tiempo dedicándome a idear mecanismos que obtengan soluciones a ciertas ecuaciones; seguro que es posible. —Su entusiasmo era contagioso—. Que sea factible no quiere decir que sea fácil, todo lo contrario. Eso es lo asombroso. Construir una máquina que juegue al ajedrez es una tarea increíble, y si lo hizo von Kempelen, hace tantos años… asombroso. No puede ser…
Quedó unos instantes ojeando lo que él mismo había escrito y dibujado, enfrascado en sus pensamientos. Yo hice otro tanto con los míos. ¿Cómo podía tener mayor importancia ese muñeco de feria que… que todo? Estaban los asesinatos, Tumblety, mi endeble futuro. No podía dejar de agradecer su acogida, pero mi mundo, tan lejos de todo esto, me reclamaba.
—No t… tiene sentido. —Torres me miró inquisitivo y yo continué—: Ss… si es verdad que esos f… farthings son p… parte del aut… de un aut… del Ajedrecista. ¿Por qué iba a llevarlo T… Tumblety cons… llevarlo para mat… para mat…?
—Cierto… —Sin abandonar su expresión pensativa, se sentó en la cama, apartando documentos y piezas.
—Esa m… m… moneda no prueb… prueba que Tumblety estuviera allí. Tamp… tampoco que sea… que… —Maldije mi lengua y mi cerebro partido—. ¿Tumblety fab… fabricando otro aut… autómata?
—Le entiendo. —Sonreía ahora con pesar—. De Tumblety sabemos que estuvo en posesión de un autómata, no que pudiera construirlo. Esa es una tarea que no creo poder hacer yo, y tengo algunos conocimientos técnicos más que el doctor indio. Y como usted dice, de hacerlo, ¿por qué llevar piezas al lugar donde va a cometer un asesinato espantoso? Tal vez un descuido… no debemos descartar el factor humano. Me he dejado llevar, don Raimundo, no podemos llegar a otra conclusión. Me empeño en que todo esto, mis dos extraños viajes a Londres, tengan relación.
—Es culpa mía. —Me di media vuelta, sin estar seguro de a dónde iba. Dejaba atrás a Torres, viendo ante sus ojos cómo sus deducciones, los indicios que creía tener se reducían a humo al mostrarlos.
—Sin embargo —dijo Torres a mi espalda—, las pesquisas de la policía tras Tumblety… eso sí tiene sentido… puede que…
Me encogí de hombros y salí. No estaba seguro, ¿a ustedes les parece que Francis Tumblety, a la luz de lo que sabemos de él, podía ser el asesino de Whitechapel? Intuiciones, eso es todo lo que teníamos, además de una mezcla de enfado y frustración, emociones que sentía aunque no supiera identificar ni definirlas. Había perdido horas de mi tiempo escuchando esa perorata sin sentido. No veía entonces, como veo ahora, que la aparición de Tumblety en casa de lord Dembow tras el desastroso incendio, la presencia de esa documentación sobre el autómata en el despacho del propio lord, la famosa apuesta… tanta vuelta y revuelta de esa marioneta en torno a nosotros era lo que no dejaba descansar al ingenio vivo de mi amigo español. La única relación de todo esto con los asesinatos eran esas monedas pulidas, y mi deseo de venganza por lo que el Monstruo hizo a Bunny Bob. Para mí, en mi situación y con mis miedos, ya no era bastante.
Llegamos en mi narración a un momento importante, esencial, diría yo, a riesgo de que me tilden de exagerado, puesto que mi salida de casa de la señora Arias, dejando allí a un ilusionado ingeniero español, con todas sus extravagantes teorías bailando sobre el filo de la duda, fue la última vez en mi vida que hablé con Torres.
Han oído bien.
A partir de entonces, y muy a mi pesar como comprenderán en cuanto oigan lo que queda de relato, nuestros pasos no se cruzaron, más que en dos fugaces ocasiones, y en ninguna de ellas nos dirigimos palabra alguna. Aunque nuestros caminos fueron paralelos y acabaron llevándonos a los mismos lugares de dolor, no volví a estar con mi amigo por el resto de mi existencia.
Supongo que no considerarán digno de lamentar el que una amistad que duraba cinco días escasos tuviera un final así de abrupto. Ustedes, con seguridad, atesoran afectos antiguos y cercanos, mientras que yo tendría que remontarme a mis tiempos de salvaje en los pantanos para recordar otro amigo, y desde luego, no hay punto de comparación entre Drummon y Torres, en ningún aspecto. Si de mis ojos de anciano pudiera brotar la más mínima humedad, les aseguro que me verían llorar, no me avergüenza decirlo. No quiero ponerme lacrimógeno, solo trato de enfatizar un poco más este simple «hasta pronto» que se transformó en el peor de los adioses.
Lo cierto es que no me despedí a la francesa por la intervención de la pequeña Juliette. Me topé con ella a la salida, deambulando sola en la calle. No tenía amigas de su edad, prefería la compañía de mayores, y cuando no podía estar con ellos, andaba pensando en sus cosas, sumergida en su propio mundo. Me vio, y vio una oportunidad de seguir con nuestras aventuras.
—Señor Aguirre, ¿adónde va? ¿Puedo ayudarle?
Yo a mi vez vi otra de irme como era debido.
—Ssss… sí. ¿P… p… puedes dec… decirle algo a… al señor Torres?
—Claro, pero acaba de salir de estar con él… —No podía entretenerme en explicaciones.
—Dile… ad… adiós. Dile que le des… dessseo lo mejor.
—¿Se va? —Si de habitual sus ojos eran grandes, ahora el resto de su cara desapareció—. ¿Por qué?
¿Cómo explicárselo? Me limité a musitar un: «ya es hora de marchar», y me fui calle abajo, para siempre. ¿Qué me alejó de la benéfica compañía del español? Asuntos más graves para mí y mi propio cuero. Mi último contacto con la realidad, si lo recuerdan, fue en un sótano infecto, no lejos de Buck’s Row, donde fui torturado y casi asesinado. Si mis huesos no acabaron avivando las cenizas de uno de los numerosos incendios de Londres, fue por la extraña intromisión de mi propio secuestrador, el Bruto O’Malley, sabe Dios a santo de qué tuvo esa bondad conmigo. ¿Recuerdan las últimas palabras que me susurró al oído? No se apuren, para eso estoy yo. Dijo:
—Márchate. Procura que nadie te vea, nadie. Mañana a la noche nos encontraremos en el cementerio de Gibraltar Row, y espero que entonces me agradezcas lo que acabo de hacer por ti. Y cuida esa lengua que aún conservas.
¿Había yo cumplido alguna de sus exigencias? En absoluto. No había acudido a la cita, por supuesto. Es cierto que no había dicho nada a casi nadie de mi encuentro, pero me había dejado ver. La policía, a quien me entregué a la desesperada, Torres, la señora Arias, su hija… yo qué sé cuántas personas habían dado conmigo. No soy muy listo, y no me hizo falta para entender que el Bruto me quería muerto a los ojos de Londres. Por qué no acabó conmigo de verdad, todavía era un misterio. Frustrada mi estúpida idea de ser tomado por un asesino despiadado y encerrado de por vida, solo me quedaba un camino: salir de la ciudad.
Sigamos por su bien el orden necesario en esta historia, y por prelación de los protagonistas, es propio que cuente primero lo que ataña a Torres más que a mí…
¿Pensaban que aquí terminaba la participación del español en nuestra historia? En absoluto, que no estuviera yo con él no significa que sus movimientos no fueran de relevancia, ni que yo no pueda contárselos… Permítanme continuar. ¿Por qué no se fue el español a su casa, a su tierra y con su familia, por las que sentía auténtica devoción? Esa es la pregunta que debieran estar haciéndose, pues si no recuerdan mal, Torres fue a Londres a buscar el Ajedrecista, que ya tenía y por mucho menos de lo que yo pedía en mi carta. Lo único que le impedía volver a su hogar era la palabra dada a los detectives del CID, pero pasados los días y fallidas las pesquisas en pos de Francis Tumblety (y no desvelo nada que no supieran de esta historia), nadie podía censurar que dejara la ciudad tras dos o tres días de permanencia. No lo hizo así, y si quieren mi parecer fue debido más a un pálpito que a otra cosa, a un convencimiento irracional de que su presencia en esa ciudad era esencial para detener el horror.
No crean por otro lado que empeñó esos días en hacer de detective de opereta, callejeando por ahí, tras el desdibujado rastro de Tumblety, en una ciudad que no conocía y cuyos peligros ya había constatado; no era un estúpido. Dejó trabajar a la policía, se mantuvo a su disposición por si requerían de su ayuda y dedicó su tiempo a la tarea que le había absorbido en los últimos días: reconstruir el Ajedrecista de von Kempelen. Y así parece que ese empeño le abstrajo del resto del mundo, pues no echó de menos mi presencia. No se lo reprocho, entiendo el porqué. Cuando Juliette le trasmitiera mi despedida, seguro que debió pensar que algún asunto desagradable, propio de mi forma de vida, me retenía, o con más seguridad, que le había tomado por un loco o un lunático, y que no encontrando porvenir ya en su compañía, había buscado costas más provechosas. Seguro que no me lo censuró.
Durante los tres días siguientes, Torres dedicó todos sus esfuerzos a la ciencia; ninguna otra actividad podía apartarlo del mundo. Apenas salió y solo interrumpió su actividad para atender la correspondencia que mantenía con su familia en España, ocupándose de que supieran de su bienestar y de que el motivo de su permanencia en las Islas era a causa de un «pequeño asunto de carácter científico», que pronto resolvería.
Así, mientras dibujaba planos y resolvía ecuaciones, mientras limaba y ajustaba piezas y ruedas de relojero, la vida en Londres proseguía. Se inició la vista de la muerte de Annie Chapman, que acabaría terminando con el mismo veredicto que la de Polly Nichols, la de Martha Tabram y la de todas las víctimas: «asesinato premeditado cometido por una o varias personas desconocidas». Hubo broncas en la calle, detenciones, interrogatorios, la prensa siguió aireando noticias y bulos y siendo foco del germen de la ira y la frustración entre la ciudadanía; mientras el asesino seguía libre y lejos de ser atrapado.
El viernes catorce enterraron a Annie Chapman, esta vez no acudí, mi interés ahora estaba lejos de los asesinatos… he dicho que era de Torres de quién debía hablar ahora, disculpen las divagaciones de este anciano. Bien, pues horas después de que la pobre Chapman yaciera bajo tierra, llegó una invitación de los Abbercromby para mi amigo. La familia, la feliz pareja y lord Dembow, se encontraban ya en Forlornhope, según decía la nota, y en cuanto supieron de la visita de Torres, se apuraron a convidarlo a un almuerzo el día siguiente, sábado.
La invitación, por cierto, la subió a su cuarto la pequeña Juliette. La chica seguía siendo el enlace de Torres con el exterior, si bien es cierto que el interés de la niña por el «inquilino misterioso» de su madre («los inquilinos», si me incluyo), había menguado mucho desde que no se dedicaba a dar disparatados paseos por el East End ni a otro tipo de aventuras. Torres había aclarado a Juliette que no éramos, ni él ni yo, detectives tratando de atrapar al asesino ni nada por el estilo, y ella, primero desconfiada y luego resignándose, decidió abandonar sus insistencias; qué remedio. Claro que la cordialidad y el buen trato de Torres habían cuajado en la chiquilla, y así se apresuraba a cumplir cualquier recado para él que su madre solo sugiriera, así como en conseguir los peculiares objetos que siempre necesitaba. De ella obtuvo un tablero de ajedrez, piezas para el juego, herramientas de relojero, papel, pluma, reglas, y un sinfín de cosas de difícil definición, que eran interpretadas por la niña a partir de las difusas explicaciones de Torres, haciendo un alarde de intelecto poco habitual para su edad.
—Necesito un listón alargado, de madera, así de tamaño… necesito cable… necesito una regla calibrada en centímetros… necesito… —Por supuesto que Torres podría haber sido mucho más preciso, pero los números y las medidas no era algo con lo que Juliette se encontrara muy cómoda.
Estaba hablando de la invitación del señor Abbercromby, que sin dudar un instante acepto Torres. Acudió el sábado, e imagino que fue un almuerzo agradable y en cierta manera esclarecedor respecto a los misterios que parecía encerrar esa familia.
Era una recepción de etiqueta, un saludo de los Abbercromby a Londres tras su larga ausencia por asuntos tan dichosos. Como es natural, estaba presente toda la familia, incluidos algún pariente lejano, además de ciertos amigos que le fueron presentados, entre los que se encontraba lo más granado de la sociedad inglesa. De esos amigos, los que más próximos parecían al lord eran un tal sir Francis Tuttledore, hombre de la edad de lord Dembow aunque gozando de mucha mejor saludo, que trataba con enorme familiaridad a toda la familia, en especial a Cynthia, el jovial doctor Greenwood, que venía acompañado de un joven, otro médico, de aspecto tan anodino como el de Percy Abbercromby, y su secretario personal, hombre en extremo pequeño y macizo, como el cachorro de un tigre, calvo por completo y con una espesa barba negra que le tapaba la pechera, quien pese a su puesto dentro del servicio de la casa, parecía gozar de la confianza de Dembow más que su propia familia.
De las personalidades presentes cabía mencionar al propio premier, lord Salisbury, invitado junto con otros miembros de su gabinete como Henry Matthews, así como personalidades del Foreing Office, industriales, y muchos de los caballeros encopetados que rondaban la corte de Victoria. Entre todos se hacía notar el que más el excéntrico don Ángel Ribadavia, el diplomático gallego amigo de Torres, que con efusión lo saludó e insistió en acaparar la compañía del español todo el tiempo posible. Del joven emprendedor y ansioso por agradar que conociera diez años atrás quedaba poco. Ahora era un caballero distinguido y mundano, con cierta fama de crápula entre la sociedad londinense, que sin duda él mismo procuraba fomentar más allá de los hechos reales. Soltero siendo ya cercano a la cincuentena y poseedor de esa apostura de bribón que encandilaba a las jovencitas y atemorizaba a sus madres, con sus bigotes encerados y su espesa melena gris, se había convertido en un elemento muy deseado en cualquier reunión, tanto por lo interesante de su conversación como por lo estrafalario de su persona. Y no era menos valorado en el desempeño de sus tareas. Ese aire de donjuán trasnochado hacía que sus oponentes negociadores se confiaran; un grave error siempre el fiarse en las apariencias y sobre todo, el mezclar la vida privada con la profesional, y juzgar una por la otra.
—Ay, don Leonardo —decía con fingido malestar—, no se hace idea de cuánto echo de menos nuestra tierra, y cuánto me la recuerda hablar con usted.
Lleva mucho tiempo aquí, es cierto. ¿Por qué…?
—Contaba con el apoyo, diría incluso con el tutelaje, de unos de los hombres más insignes que ha dado nuestro país: el marqués de Casa Laiglesia. Mientras fue embajador ascendí bajo sus auspicios con rapidez, y llegué hasta Jefe de la Cancillería. Los gobiernos cambian, y los embajadores, pero un buen funcionario es siempre útil. Con el nuevo titular del cargo, nuevo… de hace dos años, no me ha ido tan bien.
—No me diga que usted ha caído en desgracia con alguien, no puedo creérmelo.
—Casi. Se me necesita, pero no se me valora. Figúrese que ando pensando en volver a España.
—Lo dudo.
—Señor mío, ¿duda de mi amor por mi patria? —fingió enfado.
—Dudo de que se rinda sin pelear.
Aunque la «morriña» por la tierra impulsara a Ribadavia a monopolizar a su compatriota, los anfitriones disputaban con insistencia por la atención del ingeniero. En cuanto a estos, Abbercromby se mostró desagradable, por desgracia seguía siendo esta su costumbre. Había desaparecido por completo el caballero serio y educado que recibiera una semana atrás a Torres y en su lugar había vuelto el individuo grosero que fuera diez años antes. La pareja de recién casados fue el contrapunto a esta descortesía, abrumaron a Torres con un sinfín de muestras de afecto que llevaron a mi amigo al borde del sonrojo. John De Blaise, que había abandonado la carrera militar, era ahora un caballero de muy buena planta. Esos diez años de edad habían dado dignidad a su persona, y habían adornado su mejilla izquierda con una larga cicatriz, que en lugar de afearle le hacía más interesante. Tal vez la ausencia de Hamilton-Smythe potenciaba su apariencia antes eclipsada por la apostura y el carisma del difunto teniente.
Cynthia estaba espléndida. La joven coqueta, llena de alegría y vida, que había mostrado tan buen corazón para conmigo, ganando el reino de mis sueños por siempre, se había convertido a los treinta y cuatro años que ahora tenía en una mujer fascinante. Conservaba aún su frescura y la edad la había vuelto aún más bella, añadiendo a sus anteriores virtudes cierta cualidad lánguida que la hacía muy atractiva. Tal vez el único defecto que podía ponérsele era una delgadez un tanto excesiva, pero la alegría con la que recibió a Torres disipó cualquier temor respecto a su estado de salud.
Lord Dembow sí parecía enfermo y nada ocultaba ese estado. Cercano ya a los setenta, consumido por sus achaques, se servía ahora de una aparatosa silla de ruedas, que con delicadeza manipulaba el quemado Tomkins… cuando no obraba por su cuenta. Era un artefacto portentoso, que reclamó la atención de Torres. Era capaz de moverse sin que nadie la empujara, traqueteando por la sala, obedeciendo instrucciones que el lord transmitía a través de cables y palancas unidos a los brazos de la silla.
—Un mecanismo muy ingenioso —respondía el anciano a las preguntas corteses del español, que no dejaba de maravillarse. Tenía cierta hermosura aquel sitial, con sus piezas broncíneas moviéndose arriba y abajo en elegante danza, aquellos pequeños vaivenes que acababan generando la fuerza suficiente para hacer que giraran las grandes ruedas radiadas—. Preciosa maquinaria de relojería al servicio de este pobre enfermo…
El almuerzo transcurrió con cordialidad, o así lo imagino, salvo por los modales tabernarios de Percy. Se habló mucho de los temas más en boga en el mundo social, temas que Torres ni conocía ni le interesaban. Pese al número de políticos y autoridades presentes, los asuntos «de estado» apenas se tocaron, todo fueron deportes, frivolidad y alegría. Ni se mencionaron los asesinatos, y eso que el entierro de Annie Chapman había sido el día anterior. Era lógico esa reserva en una mesa tan alegre a la que nadie se atrevía a enturbiar. Por cierto, ni una autoridad policial estaba invitada.
En cuanto a su trato con los Abbercromby, fue como cabía esperar. Intercambiaron preguntas con interés sincero sobre lo ocurrido a cada cual durante aquellos diez años, a las que se unieron los presentes que acababan de conocer al español, interesándose con cortesía por su país. A sus amigos, así les gustaba considerarlos, les habló de su esposa y de su residencia en el norte de España y aprovechó para felicitar a los recién casados.
—Les imaginaba de viaje de bodas.
—Hemos tenido que posponerlo —respondió la señora De Blaise con un gracioso mohín—. John quiere hacerse cargo cuanto antes de sus nuevas obligaciones.
—Olvidaos de eso —intervino sir Francis con su dinamismo agotador—, debéis disfrutar y… ¡por todos los reyes y santos de la antigüedad!, dejad tanta tristeza cuanto antes. Las obligaciones llegarán cuando tengáis mi edad.
—Pensamos ir al continente en cuanto podamos, y no olvidaremos su hermoso país.
—No duden entonces de pasar por mi casa —dijo Torres—, serán siempre bienvenidos. Sé que no soy imparcial, pero no hay nada más hermoso que el norte de España.
Supongo que esas nuevas obligaciones de las que hablaba Cynthia consistían en atender los negocios de lord Dembow, asunto que no debió agradar en absoluto a Percy. Es posible que el enfermizo lord necesitara ayuda, y no pudiera contar con su arisco hijo. Torres, por supuesto, se interesó por la salud de su anfitrión, y este dijo algo semejante a:
—Llegaré pronto al desenlace de mi vida, señor Torres.
—No digas eso… —interrumpió su sobrina, y al mismo tiempo lo hizo sir Francis.
—Si te ocuparas más de tu salud y menos de tanta zarandaja…
—No se apuren, hoy me encuentro bien, mejor que hace días. La alegría de mi pequeña es la mejor medicina para mí.
Había algo más, y no se le escapó a Torres. Tras la plácida resignación del lord y la alegría de los amantes se ocultaba una sombra o una tristeza. Lo vio en las ocasionales miradas al vacío de los tres anfitriones, en sus sonrisas forzadas, en el dejar que la conversación fuera casi monopolizada por el resto de los comensales. No era de extrañar: por un lado ella no hacía mucho que había enterrado a su amado, y él, casarse con la prometida de tu mejor amigo es una tarea muy noble y digna, pero amarga si, como supondrán, el amor que con seguridad profesaba De Blaise a Cynthia no era correspondido. Ella vería en él una solución a su duelo, pero todos recordamos la devoción que sentía por Hamilton-Smythe. No cabe hablar de lo evidente, así que no mencionaré otra vez el agrio sabor que debía permanecer en el paladar de Percy.
Torres se interesó por las inquietudes científicas de Dembow, tratando de incluir en la conversación al taciturno lord.
—Ya no tengo ánimo ni fuerzas para tales asuntos. He abandonado la náutica, casi en su totalidad y… ¿Usted ejerce la ingeniería?
—No… tengo proyectos…
—Qué misterioso —bromeó De Blaise—. Debe tratarse de algún invento revolucionario que no quiere desvelar.
—Son solo ideas. En general estoy interesado por cualquier asunto de carácter técnico. Usted, milord, ¿sigue con su afición por los artilugios mecánicos?
—Cómo no —dijo lord Salisbury—. La colección de Dembow debiera considerarse un tesoro nacional, haré una propuesta a este respecto en el próximo consejo. —Dembow sonrió divertido—. Tal vez pudiéramos verlos tras los postres.
Dembow se mostró algo reticente; era más modestia fingida que otra cosa. Así, terminado el almuerzo, que llegó a «aceptable» para el paladar de Torres, subieron al piso superior, todos menos el propio lord, que no se encontraba con ánimos. Allí se exhibía una colección notable, en efecto, expuesta toda en las amplitudes del segundo piso. Relojes, un diorama de una enorme batalla, un chino flautista de tamaño natural, pájaros cantores… le recordó a la exposición de Spring Gardens, sin llegar a la maravilla y suntuosidad de aquella exhibición que le uniera a esta familia, aunque un par de piezas, según había comentado el propio Dembow, fueron adquiridas al señor Davies cuando cerró la exhibición.
Pero con todo, lo más extraordinario de la exposición era el lugar en sí mismo. El segundo piso de Forlornhope era de lo más inusitado. Casi la totalidad de la planta (y eso es decir mucho en aquella mansión), a la que solo podía accederse por una puerta desde las escaleras que daban al vestíbulo principal, era una estancia diáfana, un antiguo salón de baile, columnado y vacío, salvo por los autómatas que la poblaban. Techos altísimos y espejados a veces, como las paredes, columnas adornadas con elegantes apliques, suelos brillantes… todo en dimensiones algo exageradas que la hacían asemejarse más a un templo de la mítica antigüedad que a un salón Victoriano. Había más habitaciones, desde luego, se podían ver puertas en medio de los espejos, eran pequeñas salas, según le informaron a Torres los anfitriones, ahora empleadas como trasteros.
—¿Y antes? —preguntó Torres.
—Quién sabe —le respondió Cynthia—. Esta es una casa tan antigua…
Lo que no había era asomo de ventanas al exterior. Ya desde fuera se veía todo el piso segundo como si estuviera tapiado. Las piezas ahí exhibidas se mostraban bajo la luz de un millar de candiles y lámparas.
El español había quedado solo, ensimismado con las maravillas expuestas en el salón recorrido por las voces y miradas divertidas de los comensales. Cynthia lo tomó del brazo apartándolo de su absorta contemplación. Durante la mayor parte de la reunión, la señora De Blaise fue objeto del acoso, galante acoso, del señor Ribadavia, quién le dedicaba requiebro tras requiebro con tan exquisito tacto, que divertía al señor De Blaise en vez de enfurecerle u ofenderle, al tiempo que atraía la femenina atención de su señora. La dama necesitaba un respiro de tanto esquivar las estocadas del español, y qué mejor que el bueno de Torres.
—¿Sabe a quién vi ayer? Aquel amigo suyo, ese caballero tan… especial. Supongo que seguirá viéndole.
—No sé a quién se refiere…
—Al señor Aguirre. —Torres se sorprendió gratamente, espero. Preguntó por mí y se interesó de mi nueva vida, de la que ya hablaré más tarde. El español insistió en que cuando volvieran a verme, me rogaran que fuera a visitarle a él de nuevo. No sabía que era difícil que volviera, aunque volví.
—Espero verlo pronto, es un hombre muy atribulado y perseguido por un nefasto hado que lo acosa, y que me gustaría dejara atrás. En cuanto a usted señora De Blaise, dígame con sinceridad, ¿cómo se encuentra?
—Es usted muy observador… —No era necesario, una mujer que había perdido a su prometido hacía solo un año y ahora se casaba con el amigo de este, no podía ser la persona más feliz del mundo. Ella algo iba a decirle en ese sentido, cuando fueron interrumpidos por la intromisión de otro caballero, el único que podía rivalizar en exceso de personalidad con el señor Ribadavia, pero lo que en este era atractivo y misterio, en el presente señor se tornaba ridículo. Cynthia le abordó con entusiasmo nada más verlo.
—Monsieur Granville —dijo—. Quería poder hablar con usted… he extraviado, no sé cómo, su aparato, ese maravilloso… ¿percutor?
—Percuteur —aclaró el caballero en un falso y afectado francés.
—Exacto. No sé dónde tengo la cabeza… —Reparó en Torres y los presentó—. Señor Torres, este es mi médico, monsieur le docteur Joseph Mortimer Granville. —Ambos se saludaron—. El señor Torres es un eminente ingeniero español. El doctor tiene un prodigioso aparato mecánico, puede que a usted, que tanto sabe de ciencia, le interese —dijo esto, y se fue a atender a otros invitados. El doctor era un hombre tan correcto como pedante, que llevaba ambas manos vendadas hasta los antebrazos. Torres, por seguir la conversación, preguntó qué mal le aquejaba a la señora De Blaise para tener que atenderla.
—Histeria —dijo—. Padece arrebatos histéricos. —Como la mitad de la población femenina. Con ese nombre, «histeria», se diagnosticaba a las tristezas, pesadumbres, melancolías y frustraciones de toda una generación de féminas encorsetadas por las rígidas y acartonadas normas sociales—. Para ello, suelo diagnosticar sesiones donde se procura obtener el que llamamos «paroxismo histérico», ¿sabe a lo que me refiero? —Torres no estaba muy versado en las modas y técnicas de la medicina moderna, y el señor Granville parecía deseoso de contarlo. Ese paroxismo lo alcanzaban las féminas tras intensos, convulsos y complicados masajes terapéuticos realizados sobre su zona genital, sin que en ningún momento hubiera penetración, por supuesto—. No es sencillo llegar a ese paroxismo signore Torres. Requiere mucho tiempo y cierta pericia, mi consulta está abarrotada, tengo a veinte y treinta damas aquejadas de histeria y otros males de los nervios esperando en mi consulta, es agotador. Mire —mostró sus vendas—. He sufrido lesiones en músculos y tendones de tanto masajear, agotador. Algunos de mis compañeros transfieren esta tarea a comadronas, pero entre nosotros, eso supone una pérdida de dinero. Ahí es donde surgió la idea de mi artefacto, le percuteur, un asombroso aparato electromecánico que produce una vibración… tal vez pueda enviarle alguno, bajo su costo claro está. Si le interesa la ciencia…
—Verá, doctor, no es la medicina el campo que más me atrae. Y me va a perdonar pero dudo mucho que esos masajes me puedan…
—Se trata de una maravilla mecánica y siendo usted un ingeniero… No puede imaginar la satisfacción que ha traído a esa legión de mujeres intranquilas…
—No lo dudo, aun así…
—No diga más. Le mando uno a su residencia, examínelo. Tal vez pueda darme sugerencias para mejorarlo, aumentar la intensidad del pulso vibratorio… por supuesto si no queda satisfecho…
—Deje, deje.
Terminaba la visita y Torres pudo zafarse a duras penas del pesadísimo y siempre dispuesto a satisfacer hasta el hartazgo, señor Granville. Los invitados se fueron despidiendo, y él hizo otro tanto. El español dijo adiós, agradeciendo la invitación pero lamentando el tener que irse y enfrascarse de nuevo en sus estudios. De Blaise se ofreció a acompañarlo, aduciendo que tenía asuntos que tratar por la City. Mientras esperaba su sombrero, que el mayor mismo fue a buscar, quedó un minuto a solas con Percy, que andaba estirado ignorando con desprecio a los invitados a la salida. Por decir algo, comentó con tacto la desgracia de que el prometido de la ahora señora De Blaise muriera tan joven, a lo que el futuro lord dijo:
—Hay gentes que no están hechos para la vida militar, para la vida en general, diría. Era un inútil, señor Torres, no me extraña que por su torpeza muriera.
—Sin embargo, usted no ha cogido la carrera de las armas —respondió Torres, seguro que algo irritado por la falta de respeto para con un muerto.
—No. Siempre me ha interesado más la medicina. De hecho, pienso dedicarme a ella, dedicación plena. —Torres estuvo a punto de presentarle a otro amante de la medicina que acababa de conocer. Se contuvo y esbozó una pregunta que, por obvia, fue respondida antes de ser formulada. Sí, soy médico. Nunca he tenido tentaciones de ejercer, hasta ahora. No me quedaré aquí mientras se despoja a un anciano de lo suyo.
—No quiero inmiscuirme, pero no creo…
—Usted no vive aquí, no sabe nada. Él bebería cicuta de las manos de ella, hasta el más grande de los hombres pierde la cabeza por las arteras tretas de una fémina, y él no es de los más grandes, se lo aseguro. —¿No les resulta familiar este discurso, como pronunciado por nuestro doctor indio?—. Hágame caso, señor Torres, sé que está casado y eso cegará su intelecto, pero le aseguro que todas son iguales. Incluso la más digna de… Todas son viles criaturas envueltas en seda, hermosas, dañinas. Mire si no, ella, liberada de un despojo humano se lanza en brazos de un manantial de ambiciones. Al menos el otro no era un ladrón…
—Si piensa así, ¿por qué se va? Si no permanece por lealtad a su padre al menos debiera proteger su heredad. Perdóneme que sea tan directo, veo que es hombre que no se anda con ambages.
—No hay problema en eso. Cuando muera, yo soy su único y legítimo heredero, el décimo primer lord Dembow, y esta pareja de cucos saldrán del nido, se lo juro.
—¿Y piensa marchar…?
—Pronto, en cuanto termine ciertos asuntos que me retienen en Londres.
La aparición de De Blaise interrumpió la conversación.
—Todo dispuesto, amigo Torres.
Junto a él estaba la cocinera de la casa, muy apurada por encontrarse fuera de su reino de pucheros y espetones y entre tanto caballero encopetado. La señorita Trent insistía en presentar sus respetos al invitado español.
—¿Se acuerda de mí, señor Torres?
—Por supuesto, señorita. —La mujer estaba algo ajada, la edad no se había portado bien con ella, se le notaba incluso teniendo en cuenta que la parquedad con la que se arreglaba afeaba su aspecto, agradable de natural. Recordó con tristeza lo hermosa que le pareció, para su edad, hace diez años, en cambio ahora, caminaba bajo el peso de los achaques y la misma tristeza que cuando la vio por última vez, llorando, sentada a la puerta de la casa—. Me alegro de verla, y de haber probado sus manjares. Le aseguro que su cocina ha cambiado mi opinión sobre la gastronomía de este país…
—Vaya —dijo De Blaise—, ya echaba de menos sus comentarios gastronómicos, Torres. Salgamos ya…
—Es que quería decirle… —dijo la señorita Trent—, si puedo molestar un minuto al señor, un amigo suyo…
—En otro momento, el coche espera…
De Blaise se llevó del brazo a Torres, dejando a la buena mujer con la palabra en la boca. Fuera ya estaba dispuesto el coche del Premier frente a la entrada, en la plazoleta de grava donde empezaban a situarse los del resto de los invitados. Lord Salisbury ya subía al suyo tras despedirse de los anfitriones, rodeado de lacayos y hombres serios vestidos de oscuro, guardias personales dispuestos por el ministerio dadas las turbulencias políticas. Para evitar retrasos en alguien con agenda tan apretada como el primer ministro, él era el primero en salir, pero ya se aproximaba el coche de De Blaise por el camino en segundo lugar.
Apenas se había detenido el tiro, sonaron dos detonaciones, rotundos truenos en un día despejado. Aparecieron tantas armas como en un regimiento, voces de alarma, nervios. El cochero de lord Dembow, que charlaba a pie con el del primer ministro, azuzó los caballos de este para que corrieran a escape. El coche de Salisbury salió al galope, tratando de alejarse de la puerta, circundando la casa seguido por hombres armados a la carrera. Había humo blanco lejos, en dirección a la entrada, en la verja que rodeaba la propiedad, allí habían sido las explosiones.
Les dispararon. La bala fue a incrustarse en el señorial dintel de la puerta, pasando en su trayectoria entre las cabezas de Torres y De Blaise, a pocos centímetros de la oreja del último. El español reaccionó rápido y con decisión: empujó al señor De Blaise al interior del coche y se agachó. Tomkins tampoco estuvo torpe.
—¡Albert! —azuzó al cochero que ya subía todo lo rápido que era capaz—. ¡Fuera! —Y sacó de su levita un revólver. No, si me preguntan si es común entre los mayordomos británicos el ir armados, la respuesta es no.
Albert estuvo a la altura de la situación, y condujo al tronco de nobles en dirección contraria hacia la que iba el coche del primer ministro, quién era el presumible objetivo principal.
En cuanto al tirador, fuera quien fuese, estaba entre lo espeso del jardín y no se veía rastro de él. Debió huir, o eso entendió mi amigo al alzar la cabeza y ver al mayordomo en medio del jardín, junto a sus hombres y a la escolta de lord Salisbury, pistolas en mano, buscando de un lado a otro.
En eso quedó todo, que no es poca cosa. No tardó en llegar la policía y comenzar las pesquisas pertinentes, un atentado contra lord Salisbury, en Forlornhope, no era algo que se dejara correr alegremente. Los artefactos explosivos parecían caseros y efectivos, habían sacado de sus goznes a la pesada puerta de entrada. Nadie había visto bien al tirador, desde luego no sus víctimas. Los testigos, jardineros, guardias, servicio, hablaron de un hombre grande corriendo por el bosque, arma en mano. Las descripciones no fueron en nada precisas. Llegó la pregunta clave, de boca del detective a cargo:
—¿Saben de alguien que quiera hacerles daño? —Obviamente cualquier anarquista enloquecido gustaría de asesinar al primer ministro o alguna de las restantes personalidades. En el aire flotaba la posibilidad de que se tratara de un atentado de radicales irlandeses dirigido hacia Salisbury u otro miembro del gabinete, el Clan na Gael no dejaba de estar activo, y esa era la posibilidad a la que seguro más atención ponían los policías. Por tanto la pregunta iba dirigida a los hombres más «grises» de la reunión solo porque habían sido blanco aparente de la agresión. El único disparo no había tenido como objetivo al primer ministro—. Es de suponer que les tomaron por él, no parecen muy organizados… con todo, no podemos ignorar ninguna posibilidad.
Torres no contaba con enemigos, y desde luego no podía pensar que Tumblety le quisiera hacer ningún mal. No creía que sus confidencias al inspector Abberline hubieran salido de la discreción policial, y de ser así, el matarlo a él no podía traer bien alguno al americano. Si tuviera que inclinarse por una causa, se quedaría con que una de mis trapacerías había desencadenado ese incidente.
En cuanto a De Blaise manifestó a la policía no tener sospecha alguna. Algo muy distinto dijo a Torres cuando repitió su ofrecimiento de acompañarlo a la pensión Arias, una vez despedido a los agentes, asegurado la marcha tranquila de Salisbury, tranquilizado a su mujer y a lord Dembow, y dado instrucciones a Tomkins para mantener vigilancia en la casa.
—¡Ese bastardo de Percy!
—Señor —exclamó Torres sorprendido—. No puede pensar que él…
—¿Quién si no? Es un loco, enfermo de celos y podrido de odio. Es muy capaz de esto y mucho más.
Torres no desveló las últimas manifestaciones que le hiciera el señor Abbercromby, por no añadir hierro a las terribles suposiciones del inglés. Aquel hombre que hace diez años dijera del unigénito del lord Dembow que era: «un caballero intachable, salvo por su mal carácter y detestables modales», lo tildaba ahora de «loco y enfermo de celos».
Y lo cierto es que Torres no consideró tales juicios como del todo descabellados, y muy comprensibles viniendo de quien venían.
Su curiosidad lo empujó a conducir la conversación hacia los orígenes de los celos del primogénito del lord, esto es: la muerte de Henry Hamilton-Smythe y la posterior boda de John De Blaise. Trató este de expresar la inmensa dicha que le suponía su actual estado, pero no era la interpretación un arte que dominara, se traslucía una amargura profunda tras los halagos que hacía a su esposa. Lo que en principio supondría una obligación moral para otro, el desposarse con la prometida de su camarada de armas caído en combate, fue un placer para él, su sueño, en principio inalcanzable, por fin cumplido. Esa obligación habría traído una noble resignación en cualquiera, cualquiera que no anhelara la recompensa del amor por su abnegado esfuerzo. La realidad acabó con todas sus esperanzas.
Contó enseguida no solo las circunstancias de la muerte del teniente Hamilton-Smythe, sino todos los avatares de su vida desde que Torres lo viera por última vez, diez años atrás, en un andén de la estación Victoria. La primera pregunta que seguro hizo, o insinuó, el español debió ser: ¿cómo es que no se casó la joven pareja de enamorados en todo este tiempo?
Aquí es cuando esta historia se transforma, de nuevo. Esta vez en una crónica de hazañas bélicas en el más inhóspito de los lugares, de modo que prepárense a soportar calor y sufrimiento, miedo y dolor, y todas las penurias que han acompañado siempre al hombre, desde que empuñó la primera arma. Antes, tendremos que irnos mucho tiempo atrás, de nuevo al setenta y siete.
Dispuestos estaban por ambas partes al desposorio, pero una semana escasa tras la partida de Torres y durante el siguiente año, la desgracia económica se cebó sobre los bienes e intereses de lord Dembow. Una serie de catástrofes, incendios, robos y ataques vándalos contra las propiedades del lord, especialmente contra su patrimonio naviero, muelles, almacenes, astilleros y hasta algún buque, amenazaron con quebrar seriamente la economía de la familia. Un patrimonio tan dañado en lo moral por los hados desde los infortunios del Great Eastener, se veía de nuevo perjudicado. Los acreedores se lanzaron voraces y muchos seguros no pudieron llevarse a efecto con la rapidez necesaria, pues pronto se mostró de forma innegable que la mayoría de los accidentes no eran tales, sino provocados por la mano del hombre. Aunque lord Dembow y sus abogados se esforzaron en encontrar la sombra de algunos enemigos tras los incidentes, nada se logró. Por si fuera poco, ciertos desastres financieros, proyectos ambiciosos y fallidos del pasado, como el propio Leviatán náutico, habían dejado las arcas del lord en precario, y su fama como «empresario algo aventurado y de poca fortuna» alejaba a muchos avalistas; la inyección de capital de los seguros o de aportaciones filantrópicas de particulares que bien pudieron paliar las desgracias, no llegó. Peligró hasta la misma Forlornhope.
En una situación tal, Henry Hamilton-Smythe se comportó con la nobleza y gallardía que su carácter ya dejó ver a Torres. No podía casarse en esas condiciones, aseguró, no sin antes hacer todo lo posible por arreglar la situación de lord Dembow, su amigo y benefactor, y por ende la de Cynthia. Ya he dicho que el teniente era hombre que no necesitaba del patrimonio de los Abbercromby, por lo que solo el maledicente Percy podía tildarle de cazadotes. Resultó disponer de más bienes de los supuestos. Era un hombre rico, que no dudó un segundo en poner en juego su fortuna para salvar la de lord Dembow. Abandonó el ejército y puso manos a la obra en sacar a su futura familia de la inminente ruina. Consiguió suculentos empréstitos de bancos poniendo sus propiedades como garantías, tomó las riendas de la situación allí donde la torpeza y brutalidad de Perceval Abbercromby habían fracasado. Utilizó sus influencias, que las tenía por ser hijo de quien era, y estas junto a las propias de lord Dembow, que, aunque el cambio de década había traído una situación política en nada favorable para él (no disfrutaba de tanta amistad con el señor Gladstone como con el señor Disraeli), aún tenía contactos en White Hall, surtieron los efectos deseados.
En los primeros ochenta el saneamiento de la economía de lord Dembow ya era un hecho. Cierto que nunca volverían a disfrutar de una posición tan holgada como en el pasado, pero entraron en una situación de relativa bonanza por el buen hacer de Hamilton-Smythe. Esta circunstancia no debió ser muy del agrado de Percy, para el que el estado de gracia en que se encontraba Hamilton frente a la familia era llover sobre mojado. Esto es una deducción mía, claro está, que el heredero Abbercromby no hizo jamás confidencias al respecto.
En cuanto la responsabilidad de esos «accidentes», si es que hubo un único responsable o varios, o si se trató de una sucesión sorprendente y desafortunada de desgracias, nada pudo averiguar Hamilton-Smythe, ni nadie. Bien es cierto que lord Dembow se había granjeado un buen número de enemistades a lo largo de su vida, incluyendo algunos parientes lejanos. Muchos se alegraron de las penurias del lord y a ninguno de ellos pudo imputárseles nada.
Los incidentes aciagos cesaron bruscamente en noviembre del setenta y nueve, tras el aparatoso incendio de gran parte de las propiedades familiares en Kent, durante una estancia allí del lord, estancia fuera del hábito del noble que solía preferir visitar sus posesiones rústicas fuera de la temporada londinense. Tras ese incendio sin víctimas que lamentar, los enemigos, si es que era cierto que todo fue provocado, abandonaron sus esfuerzos. Dispuestos estaban entonces a iniciar de nuevo los planes de casorio, al que Hamilton-Smythe se había opuesto con firmeza mientras el resto de problemas familiares no se resolvieran, cuando llegó otra desgracia: su padre falleció de una pulmonía.
Se pospuso una vez más la ya muy esperada boda, y no fue por última vez. En noviembre de mil ochocientos ochenta y dos Hamilton, terminado ya un tal vez excesivo duelo por su padre, cayó en las garras de una grave enfermedad, que le tuvo postrado seis meses, durante los que apenas pudo ver a su prometida y al resto de la familia. La causa de este mal, según se dijo, era la muerte de su padre, que le había sumido en un malestar, afligiéndole con alguna enfermedad de tipo nervioso que acabó debilitándolo y haciéndole coger unas malignas fiebres, sumamente contagiosas. La realidad era muy distinta, según confesara De Blaise a mi amigo:
—«La viruela francesa», la enfermedad del amor, como usted quiera llamarlo. ¿Le sorprende, Torres? No me extraña, el compendio de virtudes que fue mi amigo solo se vio enlodado por una pequeña debilidad hacia los mandatos de Afrodita, cosa que yo veo de lo más normal en alguien de su edad y vigor, ¿no cree? Lamentablemente esta pasión le atormentaba, y procuraba satisfacerla en la clandestinidad, excesiva para mi gusto, lo que le condujo a enfermar. Así me lo confesó, y me hizo saber que no podía llegar al matrimonio en ese estado. En honor a nuestra amistad me convirtió en su cómplice, y yo lo ayude a seguir la farsa de su misteriosa fiebre, hasta que los chancros curaron.
Este alejamiento lo fue no solo de Cynthia, sino del propio lord y de la guía de los negocios y asuntos que de manera tan inesperada y provechosa se había hecho, lo que agradó a Percy, quién volvió a ocupar lugar de preferencia y olvidó en cierta medida su encono hacia Hamilton.
Una vez sanado, tampoco encontró oportuno casarse, pues ahora no era nadie, según decía, y nada podía ofrecer a la sobrina de lord Dembow. Pese a los ruegos de ella, que trató de convencer a su amado por todos los medios, encomiando lo que ya había hecho por su familia, él se empecinó en que el hijo del general Hamilton-Smythe no podía ser un aventurero, un «cazador de títulos», no «el esposo de la sobrina de lord Dembow», sin más, escuchando cómo se daba pábulo al rumor de que se emparentaba con una de las familias más nobles y antiguas del Imperio gracias al infortunio, amparándose en las necesidades de una hermosa joven que aspiraría a mucho más que él, de encontrarse en otra situación. El honor de sus antepasados lo llamaba. Por tanto retomó la carrera de las armas, que por cierto De Blaise había desempeñado desde el principio, sin grandes honores pero con dignidad. Juró que pasaría un año a mucho tardar en ultramar, y luego volvería encantado a sellar su amor con las apropiadas nupcias. Así partió junto al primero de su regimiento hacia Asia, donde habría de encontrar su final.
Por entonces, mil ochocientos ochenta y cinco, el embajador francés, monsieur Hass, negoció el establecimiento del Banco Francés en Birmania, así como la concesión de la línea férrea entre Mandalay, capital Birmana, y la Birmania Británica en el sur. Sin duda, esta intromisión gala en terreno de influencia de la Corona, a tan poca distancia de la India, irritó al Foreign Office. Con la excusa, no me detendré aquí a discutir si veraz o no, de una disputa respecto a cierta multa que autoridades birmanas impusieron a una compañía inglesa, los británicos lanzaron un ultimátum, exigiendo que cualquier sanción contra intereses de la Corona en aquel país se supeditara al juicio británico, además de exigir ciertas prebendas sobre el comercio exterior del país, etcétera. En definitiva, condiciones que equiparaban al reino de Ava, como le decían los birmanos, con algunos principados «títeres» en la India, y que desde luego nunca aceptaría el orgulloso y sanguinario, según decían muchos, rey de Ava, Thibaw Min.
La negativa llegó en noviembre a Rangún, ciudad principal de la Birmania ocupada, y de inmediato estalló la guerra. El problema que se les presentaba a los estrategas ingleses al llevar a cabo esa campaña frente a enemigo tan débil en principio, era la propia geografía del país. Birmania está lleno de junglas intransitables, y lo que era peor, completamente desconocidas para ellos. La única solución posible era ascender por el río Irrawaddy, arteria fluvial del país por la que ya bogaban vapores británicos, hasta tomar Mandalay, que descansaba en la ribera del mismo. Aunque la navegación por el río no era sencilla, no había otra posibilidad, y así con considerable celeridad, tal vez debida a una preparación previa, se reunieron más de diez mil hombres, entre tropas inglesas e indias, dispuestos a invadir el norte, bien pertrechados y equipados con piezas de artillería y ametralladoras. Solo cinco días tras la llegada de la negativa de Thibaw Min, cincuenta cinco vapores, barcazas y lanchas de todo tipo ascendieron por el río, cogiendo al enemigo en completa sorpresa.
El ejército birmano no tuvo tiempo de tomar las medidas oportunas, hundir vapores para bloquear el ascenso del río, distribuir mejor sus fuerzas en la ribera… En consecuencia la victoria británica fue rápida. No estuvo exenta de combate, tuvieron problemas en asaltar las defensas de bambú de las plazas, los birmanos eran muy buenos a la hora de fortificarse, pero para el día veintiocho de noviembre, apenas catorce jornadas tras la declaración de la guerra, Mandalay cayó y el ejército birmano se rindió.
Los trabajos de guerra de ambos amigos, De Blaise y Hamilton-Smythe, no fueron en absoluto peligrosos ni extenuantes. Siendo de un regimiento de elite, los Royal Green Jackets, se esperaría que tomaran parte principal en las acciones. No fue así en su caso, y tal vez por lo afamado del regimiento de fusileros, se le encargó al entonces mayor De Blaise la escolta y seguridad del príncipe Nyaung Yan, un medio hermano del rey Thibaw que sobrevivió a las purgas familiares que hizo este al acceder al trono, forma tal vez no muy elegante pero sí efectiva para librarse de la codicia que la Corona ejerciera sobre sus queridos parientes. Cuentan que mato a todos sus hermanos de la forma más horrible, menos a Nyaung Yan, que había permanecido en Inglaterra hasta entonces. El motivo de traer al príncipe ahora a Birmania, era, o parecía ser, una hábil maniobra del alto mando para socavar la posible resistencia entre las tropas birmanas. Decían que muchos advenedizos y enemigos del actual monarca deseaban un inmediato cambio en el trono, y veían en la velada promesa británica de sustituir a un hermano por otro una luz de esperanza. Por supuesto, ni el ejército ni el Foreign Office afirmaron nada al respecto. El embarcar al príncipe río arriba podía tratarse de una pobre y mezquina artimaña, que a la luz de la escasa resistencia del enemigo, pareció surtir efecto.
En estos términos De Blaise fue muy vago. No podía asegurar los motivos o intenciones de su misión de escolta, se limitó a cumplir órdenes. Incluso era incapaz de acallar los rumores, que muchos corrieron entre aquellas barcas ascendiendo el Irrawaddy y en los despachos de White Hall, respecto a si a quien llevaban era el verdadero príncipe Nyaung Yan o un doble. Su trabajo, y el de Hamilton-Smythe que se había incorporado de nuevo con rango de teniente y estaba a sus órdenes, era en sí extraño. El príncipe apenas salía de su camarote, y cuando lo hacía se mostraba distante, paseaba por cubierta un minuto y regresaba, ataviado siempre con hermosas y complejas vestiduras propias de la monarquía de Ava, apartado una distancia protocolaria de sus custodios, distrayendo el tedio del viaje tocando una flauta con no poco talento. Solo cuando fondeaban en lugar seguro salía a estirar las piernas, y ni en esas ocasiones se mezclaba con la oficialía como era de esperar, sino que permanecía solo, vigilado a distancia por De Blaise y sus hombres. En Mandalay lo vieron por última vez y, por supuesto, no ascendiendo al trono. Al mayor se le informó que Nyaung Yan se encontraba delicado de salud y volvía a Inglaterra. Ambos amigos pasaron toda la guerra sin disparar una vez, sin entrar en acción directa alguna, y con el único orgullo de haber detenido a un par de ladronzuelos que trataron de colarse una noche en la cámara del príncipe.
Nada de esto molestaba a De Blaise, no era un cobarde, pero no amaba la milicia, y si permanecía en ella era porque fuera de allí no tenía futuro, social ni económico. No he mencionado nada sobre este caballero hasta ahora, y no es por otro motivo aparte de que poco sé de él y poco supo Torres. Su carácter, tan locuaz para con los demás, era en suma reservado si se refería a su persona, ocultando penas y preocupaciones, de haberlas, en una máscara hecha de bromas, alegría, conversación aguda e ingenio en las respuestas. Aun con estas, puedo intuir que la ruina había perseguido a su familia, si no de modo fatal, si lo suficiente para que el ejército fuera la mejor solución. Por el contrario Hamilton andaba tras la búsqueda de honores en esta, su segunda incorporación a filas, la más peligrosa de las búsquedas a las que en ocasiones se entregan los hombres ardientes. Habiendo cumplido ya con su país, su Corona y con su honor, bien pudiera volver a casa valiéndose de sus influencias y las de su futuro yerno, cosa que no hizo. Los dos permanecieron en Birmania, en la jungla.
Lo que fue una victoria cómoda para el ejército de su majestad, acabó convirtiéndose en algo más que una molestia en los siguientes años de ocupación. El control del territorio más allá de las riberas del Irrawaddy era tarea casi imposible en medio del terreno de junglas y montañas dominante, y allí se refugiaron insurgentes y rebeldes irredentos, los dacoits, bandidos de espíritu inquebrantable, que llegaron a incendiar Mandalay en dos ocasiones y solo fueron sofocados por el poderoso ejército occidental tras una larga y dolorosa guerra de desgaste. Ejército inglés tan laureado, para el que los birmanos fueron «los irlandeses de Asia».
Los dos salieron de Indochina comenzado ya diciembre de ese año ochenta y cinco. Pudiendo optar por regresar un tiempo a Inglaterra, fueron a descansar a Calcuta, en la India. Con seguridad Hamilton-Smythe temía que la presencia de su amada lo alejara definitivamente de Asia, lugar de aventuras donde había decidido probarse, y su siempre fiel escudero lo acompañaría sin rechistar.
—Parecía preso de una extraña obsesión por esos paisajes, por los nativos, por la vegetación y sus calores —explicó De Blaise a Torres—. Más que por el lugar estaba atrapado por la guerra. No sé si puede entenderme… ¿usted no ha sido militar, no?
—He luchado, hace tiempo, en Bilbao… en mi país, no viene al caso.
—Tal vez entonces me entienda, tal vez sepa lo que es esa ansia por probarse a uno mismo frente al enemigo, ese deseo insaciable de honores, de condecoraciones…
—Eso, la mayoría de las veces es prueba de vanidad, y no recuerdo que ese pecado afeara al señor Hamilton-Smythe.
—Estaba muy cambiado, no lo hubiera reconocido. No era en realidad una búsqueda de reconocimiento público, ni de ningún galardón por orgullo o jactancia de lucirlo en el pecho; parecía algo más personal. Como el bebedor va tras la botella, Harry quería la lucha. No sé cómo explicarlo mejor.
El carácter del teniente Hamilton se estropeó y donde hubo un conversador ameno, tradicional en sus convicciones pero dotado de un corazón generoso, y un hombre con suficientes virtudes para agradar al más exigente, quedó un maníaco obseso y taciturno, incluso pesado y aburrido. Su estancia en la India fue una espera nerviosa, que solo aliviaba a base de ruegos a sus superiores. Y como al ejército no hay nada que le guste más que un joven deseoso de luchar, sus peticiones fueron pronto atendidas. Volvió a Birmania pasadas las navidades, acompañado de De Blaise, que aunque su superior, se consideraba antes que nada su amigo.
Allí se les impuso, como a todo el regimiento de fusileros, la tarea de acabar con el hostigamiento pertinaz de los dacoits, cuyas tácticas de guerrilla mermaban la moral, y no solo la moral, de las tropas inglesas. Entonces sí que conocieron las labores del soldado, bien que las conocieron. Estos dacoits, mezcla de salteadores, soldados desertores y patriotas decididos a echar a los ingleses de su patria, eran imposibles de detener. Atacaban puestos fronterizos, a patrullas y a cualquier instalación militar, así como acosaban a la población civil que se mantenía fiel a los británicos; y tras sus acciones se los comía la vegetación, desaparecían entre selvas y espesuras en medio de las que los soldados de la Reina eran del todo ineficaces. Todo este hostigamiento no hizo rendirse al ejército, los británicos tienen una considerable capacidad de sufrir, unida a no poca tozudez y disciplina.
Pasado ya el tiempo, alguien, algún ocioso general aburrido y desconocedor de la situación, dio por pensar en que la clave del éxito de los nativos radicaba en la desinformación de las tropas de ocupación; la incomunicación entre las unidades y el desconocimiento del territorio les hacía débiles. Ahora que se habían anexionado los territorios de las colinas Chin, cuya pertenencia al reino de Ava era solo nominal, se decidió tender cable de telégrafo entre los puestos de avanzada, los fortines y Mandalay. La empresa no era pequeña, el tendido de cable entre Rangún y Mandalay estaba en precario de forma permanente, sometido a continuos ataques de los dacoit, cuánto más difícil sería mantener una línea de millas de distancia entre la selva birmana. Se decidió enterrarlo, y pese al absurdo que muchos vieron en sepultar cable telegráfico bajo más de cien millas de territorio no controlado, el cuerpo de ingenieros se puso manos a la obra.
Para dar custodia se encomendó a la compañía del mayor De Blaise, entre otras. Era más una labor exploratoria que de escolta, quince hombres, oficialía aparte, acompañaron a un ingeniero desde Haka, capital de la región de las colinas Chin, hasta un puesto de avanzada, que llamaban fuerte Kamayut, y que distaba algo más de doscientas millas… perdón, más de trescientos kilómetros. Supongo que intentaban valorar la situación del terreno, y la posibilidad de enterrar el cable.
Era agosto, plena estación de lluvias por aquellas latitudes, y aunque no hacía un tiempo en especial cruento para los estándares de allá, la humedad perenne convertía el caqui de los uniformes en un marrón sucio, mezcla de agua y sudor, y del mismo modo oscurecía el tono del ánimo de los británicos. Todo… todo el trayecto de una semana de viaje se haría a pie, no solo por lo agreste de ese territorio, una epidemia se había cebado en la cuadra del regimiento, y bueyes y muías enfermaban, convirtiendo a las pocas sanas en artículos de lujo que no se malgastaban en misiones bobas como las que iban a emprender…
No me acuerdo bien. Tendría que buscar en mis memorias, y ya… y ya… ya es tarde.
No… si mi odiado enfermero y cus… custodio… Bueno… Tendrán que ayudarme… sí ayudarme…
Sí. ¿No quieren perderse una buena historia de batallas y…?
Esa… eso es… eso…
Mejor… me siento mejor… denme un minuto.
De acuerdo. Estamos con la terrible aventura de la expedición a fuerte Kamayut. Sí. Como les digo, tenían que escoltar a un ingeniero, y ese ingeniero era el capitán Cardigan Sturdy, un irlandés, muy viejo para el servicio y muy borracho (he conocido a muchos que nacieron en esa isla, y aunque algún calumniador asegure que irlandés y borracho es redundancia, y por tanto sobre decir lo uno si se dice lo otro, el capitán Sturdy era bebedor entre los bebedores), al que no le faltaba habilidad en su profesión. Quién sabe qué vicisitudes habían llevado a un hombre capaz al estado de dejadez que mostraba el capitán, y lo que es más llamativo, a tener a su edad que mancharse la barriga entre barros. Y nadie lo supo, porque a nadie le interesó. Lo cierto es que el ingeniero soportaba las inclemencias tropicales, no solo con sorprendente entereza para su edad (edad que no digo porque no la conocía De Blaise ni nadie en la columna, pero hay quien aventuraba que ya no cumplía los cincuenta), sino con mucho mayor vigor del que mostraban sus compañeros más jóvenes y fornidos. Para ello solo se ayudaba del consuelo del licor.
A nadie le importaba. Si Sturdy soportaba los calores gracias a su petaca, era asunto suyo. Mientras se limitara a no poner muchas pegas, a no retenerlos demasiado en esos inhóspitos lugares, era querido. Y en ningún momento fue estorbo para aquellos que querían terminar cuanto antes y volver a sus barracones, es decir, para toda la compañía salvo Hamilton-Smythe. Él insistía con una exasperante vehemencia en que se llevara la misión a cabo hasta sus últimos detalles, exigiendo a Sturdy que realizar a cada kilómetro un informe pormenorizado del terreno, haciendo las catas y medidas que fueran precisas para cumplir la misión como era debido. Ni el grado ni su popularidad entre la compañía permitían al teniente exigir nada, tuvo que transmitir sus ruegos y ansiedades a su amigo, lo que acabó causando no pocos quebraderos de cabeza a De Blaise.
—Si me permite un comentario, señor —decía el sargento mayor Bowels—, no es bueno. Hablo del teniente. Lo he visto muchas veces. Hombres que buscan la muerte, desde que desayunan hasta que cae la noche, y aún sin luz continúan. No es bueno, señor. Alguien así arrastra a los que lo acompañan.
De Blaise ignoró esos comentarios; no solo eso, los hizo acallar. No podía obrar de otro modo, era su amigo, y aún si no fuera así, se veían embarcados en ese viaje con él y nada había que hacer excepto terminar la misión y volver a casa.
Al tercer día tras salir de Haka llovió, una lluvia llorosa y continua, y al final de esa misma jornada sufrieron un ataque. El capitán Sturdy mostraba ya la indolencia que le caracterizaba, pidiendo acampar cuando aún había luz, no por la humedad a la que parecía impermeable, sino por pura desidia. Se inició una airada discusión entre él y Hamilton-Smythe, en la que sin duda este último llevaba razón, pero la antipatía granjeada en la compañía puso a esta de parte del ingeniero. De Blaise ordenó silencio y trató de mediar, y las voces volvían a alzarse al instante. Todo el camino era colina arriba, por una cañada o alguna clase de sendero de ganado, y por él aparecieron dos nativos, dos birmanos con sus ropas habituales, descalzos, con las piernas desnudas por completo, tocados con un pañuelo y envueltos en un manto ligero y colorista bajo el que se protegían de la lluvia; como vestiría un vulgar campesino, o un dacoit. Se cruzaron con la compañía que avanzaba irregular y enfadada, discutiendo y rezongando a cada paso, y se echaron a un lado. Pasaron desapercibidos para todos, ocupados en lamentarse de la fea caminata bajo la lluvia, de los groseros improperios de Sturdy y de las agotadoras filípicas de Hamilton. Para todos menos para los ojos de veterano de Bowels, que algo notó. Cerraba la fila el sargento, y nada más superar a los pacientes campesinos, dio media vuelta, sacó su revólver y disparó en la cabeza a uno de ellos, al tiempo que gritaba:
—¡Emboscada!
El compañero del caído sacó de debajo de su camisa un largo machete, la típica espada dah birmana, una hoja ancha y no demasiado larga que partía con igual alegría carne que huesos, y al tiempo, de entre la lluvia, saltó un grupo de desarrapados furiosos, armas en mano. La compañía reaccionó con velocidad y fiereza, admirable esfuerzo dada su baja moral. Los asaltantes estaban muy cerca y en posición demasiado ventajosa como para organizar una descarga de fusilería, pero las viejas y seguras carabinas Martini-Henry con las que estaban equipados cumplieron su función. Tras los disparos que derribaron a cuatro o cinco dacoits, las bayonetas fueron las que hablaron. De Blaise sacó su revólver y dio buena cuenta de alguno. Por su parte, Hamilton-Smythe cargó con el sable de caballería que gustaba llevar en mano.
—¡Harry! ¡Vuelve aquí! —gritó el mayor, sin que el teniente obedeciera o siquiera diera señales de escucharlo. Agitaba su hoja como un demonio, tajando bandidos, perdiéndose tras el telón de lluvia, abandonando el improvisado cuadro defensivo que había formado la compañía.
Pese a la sorpresa, el desconcierto y la baja moral, los birmanos no fueron enemigo apreciable. Yo, que algo de guerras sé, calificaría su ataque de alocado, más llevados por la pasión que por una estrategia bien montada, que ni siquiera superaban en más de cinco el número de soldados británicos. Así, los asaltantes que aún estaban en pie se dieron a la fuga en una retirada desordenada, y tras ellos corría Hamilton, con la hoja de su espada empapada de sangre y lluvia.
—¡Harry! —De Blaise no veía nada. Intuía la furia del ataque de su amigo por los aullidos salvajes que daba—. ¡Bowels! ¡Coja a dos hombres y vaya a apoyar al teniente! ¡Les quiero a los cuatro aquí de inmediato! —Hubiera ido él mismo en pos de su amigo, pero sus obligaciones como oficial lo retenían, debía reorganizar la compañía. Tan solo tenían dos heridos, el soldado Brennan, con un feo corte en la oreja y el hombro y Davis, con un golpe en la cabeza. Pronto fueron atendidos allí en medio, bajo la lluvia.
Entretanto, Bowels no tardó en encontrar al Hamilton-Smythe, tirado en el suelo. No, no estaba muerto. Tras dar cuenta de dos dacoits con igual número de tajos certeros, vio huir a un grupo de tres más colina abajo y salió tras ellos.
—¡Tháhkóu! —gritaba desaforado la única palabra que sabía en birmano, y que me temo no significaba lo que él pensaba. Con tan mala fortuna corrió que dio a pisar en un terreno blando, una torrentera que se había convertido en lodazal por la lluvia, y que ocultaba una maraña de raíces. Metió la pierna en esa trampa natural, cayó y quedó enganchado, y ahí estaba, gritando de ira y rabia, tratando de cortar a ciegas sus ataduras con la espada.
—¡De prisa! —dijo cuando llegaron a su lado—. ¡Se escapan! —Con ayuda de los soldados no tardó de salir del hoyo, y tan pronto como se vio liberado de esa prisión natural, corrió tras los enemigos en fuga, bajo la lluvia, con una cojera considerable.
—¡Señor! ¡Aguarde! —gritó Bowels—. ¡Es una locura! —Hamilton no atendía a razones, pero tampoco estaba en condiciones de correr demasiado. Tropezó, y quedó mirando al sargento—. Señor, tenemos que volver. Apenas se puede ver, y necesitamos reagruparnos con el resto de la compañía. —Hamilton-Smythe quedó escupiendo agua y barro, y sopesando lo que oía. Su cabeza se movía a un lado y a otro, mirando de hito en hito al sargento mayor y, colina abajo, hacia los fugados.
—¡No! —dijo por fin—. Aún podemos cogerlos. Huyen espantados, como cobardes que son, y seguro que nos llevarán a su cubil. Esto solo era una avanzada. ¡Vamos sargento! ¡Síganme! —Y de nuevo se incorporó, y echó a correr.
Los tres quedaron así, mojándose y temiendo la peor de las suertes si seguían a ese loco ansioso de gloria.
—Por el amor de dios, Bowie… —dijo el sargento Jones, con expresión frustrada. Él y su compañero, el cabo Canary, eran buenos amigos del sargento, compadres de borracheras, no en vano los había escogido.
—Vamos —terminó Bowels con la demora, y sus subordinados avanzaron tras él. No tardaron en alcanzar al teniente, andaba a trompicones, agitándose como un loco bajo la lluvia tras los fantasmas dacoits, que estarían ya a una milla de distancia. Lo que cuento aquí, solo podemos saberlo a partir de lo que Canary y Jones declararon en el consejo de guerra subsiguiente. El primero de ellos afirmó que al llegar a la altura del teniente Hamilton-Smythe, el sargento mayor Bowels zancadilleó a su superior, con tal oportunidad que el inestable oficial cayó sobre unas ramas, perdió el casco y se lastimó en una ceja. El mismo Hamilton se dio cuenta de la agresión.
—¡Qué demonios… sargento!
—Ha tropezado señor. Correr por este terreno y con esta lluvia…
—¡No me tome por imbécil, sargento! —Se sacudió la ayuda que le ofrecían y volvió a caer. La sangre le manaba con profusión sobre el ojo y el dolor de su pierna aumentaba—. ¿Intenta matarme? Cobarde. Vamos a seguir adelante… —Blandió su arma dispuesto a degollar a quien desobedeciera.
—Teniente, ¿cómo no va a tropezar aquí? Yo no…
—Vamos, señor —intervino el sargento Jones—. Esa herida es muy fea, creo que tendrán que darle unos puntos. Así no podemos…
No atendió a razón alguna. Estaba furioso y poseído por una obsesión histérica. Se levantó una vez más, gritando y exigiendo que lo obedecieran. Bowels, como muchos otros insurrectos antes que él, decidió que no iba a jugarse la vida por un loco, y dijo:
—Cogedlo. —Y sus camaradas lo hicieron evitando los tajos a trasmano del furioso Hamilton. Entre protestas volvieron con el resto.
Como es natural, estos hechos no son exactamente como los he contado si atendemos a la versión del sargento Bowels. Lo cierto es que Hamilton hacía mucho que se había ganado suficiente hostilidad como para generar acciones como la descrita, y a la vista de los resultados finales… no adelantaré acontecimientos.
Al reunirse con De Blaise, Hamilton-Smythe se quejó enérgicamente, y exigió que sargento y soldados fueran arrestados y sometidos a un consejo en cuanto llegaran al lugar apropiado, y si no era posible, fusilarlos ahí mismo, bajo la lluvia. De Blaise no dudaba de que los hechos fueran tal y como los contaba su amigo, no le extrañaba un comportamiento así en Bowels, un buen soldado, disciplinado, tanto como convencido de que el teniente era incompetente para su cargo, un loco que buscaba pasar a la historia.
—Debí hacer algo, lo sé, pero ¿el qué? En el fondo sabía que de no ser por Bowels, Harry estaría muerto, hubiera corrido como un demente hasta… Dios sabe. Teníamos que continuar colina arriba. Por otro lado, no se me escapaba que si ignoraba los hechos, cualquier autoridad, cualquier respeto que pudieran sentir los hombres hacia Harry, desaparecería. En el estado en que se encontraba mi amigo, mi querido amigo, no tenía idea de cómo reaccionaría a eso…
—¿Qué hizo?
—Nada. No hice nada.
Curaron las heridas de Brennan, Davis y de Hamilton y siguieron adelante. El mayor decidió posponer el asunto hasta el término de la misión. Juró que daría cuenta de lo sucedido a los mandos pertinentes, no ahora, no en medio del barro, entre enemigos. El teniente no protestó, una vez oído a su amigo quitar importancia al incidente y asegurar que tenían que seguir adelante, se sumió en un silencio apesadumbrado; la traición de De Blaise le dolía más que la insubordinación de toda la compañía.
Pueden bien imaginarse cómo fue el resto de la marcha. Un silencio culpable pesaba sobre todos. De Blaise, con buen criterio, creía ser testigo del final del largo y extraño deterioro en su camarada. La firmeza que mostrara en Inglaterra, cuando echó sobre sus hombros la tarea de sacar a flote las empresas familiares de lord Dembow, se había transformado en una loca obsesión por probarse más y más, por mostrar una hombría y un valor que llegaban a la temeridad. Era consciente de que el silencio que se había abierto entre ambos no sería fácil de cruzar. Aunque avanzaban lentos por la lluvia y la cojera de Hamilton-Smythe, por ningún momento pensó en volver y frustrar la misión.
—Por lo más sagrado, mayor, esto es un sinsentido —repetía y repetía a cada descanso el capitán Cardigan Sturdy, que sin duda vio en todo el conflicto una oportunidad excelente para abandonar una tarea que le disgustaba y lo alejaba de la cantina de oficiales—. El teniente nos retrasa mucho, y con este tiempo…
—Capitán, disponemos de tiempo de sobra, la prisa no es un factor a considerar en esta misión.
—Señor, la misión ya está terminada. Hemos sido atacados por una banda de insurrectos, luego yo juzgo que tender cable aquí es ponerlo a merced del enemigo. Tenemos heridos y…
—¡Sturdy…! Se trataba de un grupo disperso. Seguiremos adelante. —Tal vez se sintió tentado por hacer caso de los consejos del ingeniero, pero si regresaban temía que la precaria autoestima de su amigo lo empujara hacia algún disparate.
La situación no era buena; contaba no solo con la fría hostilidad de Hamilton, sino con la continua queja de Sturdy. Bowels y sus dos amigos tampoco estaban en el mejor de los ánimos. El sargento mayor era un veterano, buen conocedor de cómo sopla el viento en el ejército. Sabía, o creía saber, que pese a que todos estuvieran con él, aunque cada soldado supiera que el teniente Hamilton-Smythe era un peligro, incluso aunque el mayor prefiriera mantener fuera de toda posible decisión a su amigo y evitar problemas, él se había insubordinado, había agredido a un superior. Ante un tribunal sería la palabra de un suboficial enfrentada a la de un oficial descendiente de una larga familia de honorables militares. No podía considerar a Canary ni a Jones como aliados, en cuanto fueran presionados, se moverían hacia el fuego que más calentara, y no se lo reprochaba. Su única solución era dejar en evidencia al teniente en los cuatro o cinco días que quedaban, mostrar su locura a todas luces.
Así continuaron, una columna de silencio y maledicencia marchando lenta a través de la región más agreste de Birmania. El clima les dio un respiro al segundo día tras la emboscada, las lluvias cesaron aunque la irritante humedad permanecía invariable. En algunos empezaba a hacerse notar las secuelas de tanta agua empapando sus huesos. Las heridas de los soldados y de Hamilton-Smythe eran leves, y la cojera del último, fruto de una simple torcedura de tobillo, se subsanó con un fuerte vendaje y el apoyo de algún ayudante al andar. Las jornadas pasaron en tristeza y cansancio, solo animadas, o tal vez abatidas, por el continuo discurso del capitán Sturdy.
Cinco días tras su partida, a la espera de dos o tres más para llegar al fuerte, fueron sorprendidos por un desagradable espectáculo. Los dos exploradores que habían mandado en avanzadilla regresaron esa mañana con nuevas poco tranquilizadoras. A media jornada de distancia habían visto una extraña empalizada que coronaba una loma que habían de superar en su camino. Para allá fue De Blaise con un grupo de hombres, y llegados a un otero que le indicaron los exploradores, miró prismáticos en mano. El día se había ido despejando y eso permitió que la visión del mayor fuera más clara que la de los soldados de avanzada.
Lo que pareciera un cercado rústico era un grupo de árboles retorcidos sobre los que se había crucificado a tres hombres. Era esta una costumbre «disciplinaria» habitual de los birmanos. Lo que llamó la atención del mayor De Blaise era que a juzgar por sus trazas, los largos cabellos atados en turbantes, ahora sueltos y colgando de sus cabezas como vísceras inútiles, las ropas, incluso un viejo casco de bambú que aún conservaba uno de ellos, parecían ser dacoits, e incluso le recordaban a aquellos que escaparon de la escaramuza de dos días atrás. Los colores de la ropa le eran familiares. Habían muerto no hacía mucho a juzgar por el estado de los cuerpos. Decidió avanzar hacia allí, pensando que la información que pudiera obtener de los ajusticiados sería de utilidad para la misión; la presencia y grado de actividad de grupos descontrolados era esencial.
Continuaron la marcha, ahora más atentos al camino, manteniendo una mayor separación entre hombres, rifle en mano, bayoneta preparada; no iba a dejarse coger por segunda vez desprevenido. No tardaron ni media hora en ver un grupo de casas pequeñas, seis o siete, agarradas a las escarpaduras como líquenes a la roca; una aldea de pastores parecía. Los lugareños salieron enseguida a recibirlos y les hicieron una acogida espectacular. Diez o doce hombres, entre ancianos y jóvenes, los saludaron: «¡mingalaba, mingalaba!», no paraban de decir todos, casi a coro. Bailaron y dieron palmas, ofreciendo sus humildes viandas para solazar a los recién llegados. En rudimentario inglés daban vivas a la Reina y uno de ellos ondeaba una pequeña y sucia Union Jack.
Los que eran capaces de hacerse entender estaban excitados, tratando de explicar algo a los oficiales. Señalaban hacia el oeste, hacia la colina rematada por crucificados. Con mucha paciencia De Blaise fue capaz de comprender a los campesinos. Aseguraban haber capturado a una horda de dacoits, no se decidían si eran diez o doce, discutían entre ellos en ese punto, como lo hacían con todo, empeñándose en que su versión fuera la que los ingleses escucharan, ellos, siempre fieles a la corona británica, a la que consideraban su salvadora y a los soldados británicos, los más valientes y nobles y bla, bla, bla… Así, acompañados de toda la untuosa adulación de que fueron capaces, contaron que los disidentes habían sido juzgados y ejecutados, y que los tres que adornaban la loma vecina eran una advertencia para sus compañeros.
De Blaise les agradeció su «lealtad», aunque no creyera en ella, e insistió en saber si había sobrevivido alguno y, lo que era más importante, si la presencia de dacoits era muy habitual por esas tierras. La respuesta fue confusa, más por desinterés de los nativos que por otra cosa. Querían recibir felicitaciones u honores por los servicios hechos a la Corona, tal vez esperaran que De Blaise sacara un puñado de condecoraciones y las repartiera, o quizá, lo más seguro, pretendían mediante el halago alejar al ejército invasor de sus lluviosas colinas, que es así como suelen obrar los débiles ante los opresores.
Fuera como fuese, insistieron en obsequiarlos en todo lo posible y se empeñaban en invitarlos a Dios sabe qué clase de ceremonia o fiesta. El alcalde, o el principal de la comunidad, apremió a la oficialía a que lo acompañaran a una de las chozas, la de mayor tamaño.
—Thakin… —decía a cada momento dirigiéndose a De Blaise.
—De Blaise, teniente De Blaise.
—Thakin… Dein-ge? —Y sin dejar de reír añadió—: Thakin dein-ge, Ven tú aquí…
De este modo, y viendo más oportuno contentar a los lugareños y sacar toda la información posible que desairarlos, De Blaise dejó al sargento mayor Bowels al cargo de la compañía mientras que Sturdy, Hamilton-Smythe y él mismo atendieron a las peticiones de los birmanos.
No esperaban encontrar lo que vieron allí.
Atravesaron unas cortinas de bambú, que daban paso a la pesadilla de un demente o de un monstruo. Sobre el suelo, encima de esterillas ensangrentadas había seis cabezas humanas, cabezas con lágrimas en sus ojos grises, vacíos…
Y junto a ellas corazones y otras vísceras esparcidas.
El torso desmembrado de un hombre, aún caliente, con las tripas saliendo, como tentáculos, un calamar humano…
Todas entrelazadas. Como una guirnalda.
Discúlpenme… estoy tan cansado, y tenemos compañía.