____ 19 ____

¿Qué les estaba contando…? Ya recuerdo, andaba yo en el calabozo tras el asesinato de la Chapman, lamiendo mis heridas mientras Torres agotaba su ingenio y su bondadosa alma tratando de encontrar un camino apacible al torturado discurrir de mi existencia, que ahora se enfrentaba a tan incierta encrucijada. Superada la conmoción inicial, recompuesto el ánimo, armado de más decisión que recursos para llevar a cabo su empeño, se lanzó a la empresa de librarme de presidio. Fue a su embajada, a Hartford House en Manchester Square, y terció por mí. Se citó para cenar con el señor Ribadavia, hombre capaz que demostró en esta y postreras ocasiones ser orgullo de la diplomacia española, que ahora ocupaba un puesto de importancia dentro de la Cámara Española de Comercio, fundada no hacía ni dos años, y era primer secretario de la embajada. No es de extrañar al menos que fuera muy popular, pues no es común que dentro del corp diplomatique un funcionario permanezca tanto en el mismo destino. Diez años, ni más ni menos.

Yo no era compatriota de estos caballeros, por lo que Torres se vio obligado durante la velada a enfatizar mucho la importancia que mi amistad tenía para él, y que por tanto consideraría cualquier bien que pudieran hacerme como hecho sobre su persona. El favor se lo hacía a él, dijo, no a Raimundo Aguirre: mendigo, criminal y lacra para el género humano.

Fuera como fuese, las cosas toman su tiempo. Sin poder hacer nada más antes de ver al señor Ribadavia, mi amigo compró toda la prensa vespertina en busca de información respecto a lo sucedido en Hanbury Street. Extraña le pareció aquella ciudad una vez más, cuajada de noticias insólitas. Junto a las actividades sociales de la familia real o al comienzo ese fin de semana al norte del país de la primera competición o «liga» de equipos de football, deporte que estaba fascinando a los británicos con ese singular gusto suyo por el ejercicio físico y los juegos, se mezclaban asuntos tan raros como la intención de unos artistas itinerantes de la cera que habían ubicado su «museo» frente al London Hospital, en Whitechapel Road, en el mismo edificio donde poco antes se exhibiera al famosísimo Hombre Elefante, de preparar una figura que representara alguna de las víctimas del asesino de Whitechapel, para satisfacer por unos peniques el morbo de la población londinense y de paso lucrarse a su costa.

Poco tiempo después, la celebérrima Cámara de los Horrores del museo de Madame Tussaud, que ya por entonces gozaba de gran popularidad, añadió figuras referentes al crimen. Y no era esta la única muestra del humor oscuro inglés. Esa misma noche, como llevaba haciéndolo otras tantas y como lo haría en sucesivas cada vez con más éxito, el actor Richard Mansfield interpretaba en el teatro del Lyceo la obra El Doctor Jekyll y Mr. Hyde, basada en la famosa novela de Stevenson. Decían que la transformación del señor Mansfield era espectacular, que las damas salían presas de sofocos al ver cómo, sin trampa ni cartón, el actor tornaba su aspecto de respetable caballero al de un demonio, receptáculo de todas las vilezas del hombre. Y no pocos empezaron a jugar con la posibilidad de que tal monstruoso cambio físico no fuera acompañado de un cambio en el alma del actor, como en la del buen doctor del relato y, medio en broma medio en serio, aproximaban el nombre de Mansfield al del asesino. Lo cierto es que el horror que se posaba en las calles de Londres atraía más y más gente a cada función, a ver la portentosa transformación del actor. Seguro que esa noche, a las ocho y cuarto, la platea del teatro estaría a reventar, llena de buenas personas ávidas de terror, azuzadas por la sangre de una pobre mujer que aún manchaba ese patio de Hanbury Street.

¿Y este gusto siniestro era de verdad exclusivo de los hijos de la Gran Bretaña? No por cierto, pensaría Torres, pues algo más aparte de su interés por mi situación le había empujado a comprar tantos diarios. Se hizo con muchos, y los más populares de entre ellos habían sacado cuatro, cinco y más ediciones, empujados por la noticia que eclipsaba a todas esas estrafalarias compañeras suyas: esa mañana otra mujer había muerto a manos del Monstruo.

Pese a que Torres no disponía de la información precisa para juzgar la veracidad de lo que contaba la prensa, a la luz de lo obtenido a través de los investigadores de la metropolitana, Chandler, Thick y Leach, en el propio escenario del crimen, lo que se contaba en esos papeles era, como poco, algo inexacto. El Evening News llenaba las páginas de su quinta edición con terribles titulares:

OTRO ASESINATO EN EL EAST END, ESTA

MAÑANA TEMPRANO EN SPITALFIELDS

Una mujer degollada y su cuerpo destripado. Encontrado

un delantal de cuero. Las entrañas y el corazón arrancados.

¿Le extrajeron el corazón? Recordaba que el doctor Phillips y los detectives mencionaron que habían sacado las tripas a la mujer y las habían extendido sobre su hombro, pero él entendió que habían abierto el vientre, no podían extirpar el corazón por ahí, aunque… el doctor había asegurado que faltaban órganos. Los titulares del resto de los periódicos no eran menos alarmistas: «Cuarta víctima del maníaco», «Circunstancias que exceden en brutalidad a los otros tres crímenes de Whitechapel»…

Horrible. La prensa se hacía una aireando el espanto, gritando la monstruosidad del hecho sin ahorrar epítetos descarnados hacia el monstruo que lo perpetrara: «medio hombre medio bestia», decía el Star. Pese a este desafuero por mostrar los aspectos más temibles de la situación, las crónicas eran muy imprecisas en cuanto a las barbaridades hechas a la mujer. Hablaban de corazón, hígado y demás órganos extirpados y dispuestos en la escena, decían que la cabeza había sido casi desprendida del tronco y solo se mantenía unida a él por un pañuelo anudado, o por sus propias entrañas enrolladas en el cuello de la mujer. Pese a que aseguraban haber tenido declaraciones de Chandler y los otros policías, la información que aportaban parecía confusa y poco clarificadora. Había quien seguía barajando la posibilidad de que los crímenes eran obras de bandas, de los Hoxton High Rips Gang, una banda especialmente cruel. No era creíble, se lo digo yo, no sé de ninguno de mis compañeros de fechorías, ni entre los más brutales, que gustara de arrancar vísceras, extremidades sí, como a punto estuve de poder atestiguar yo mismo, pero no órganos.

Aun así, pudo sacar conclusiones de lo que leyó. El señor Davis, un hombre mayor que alquilaba una de las habitaciones de la propietaria del veintinueve de Hanbury Street, la señora Richardson, fue quién encontró el cadáver. Salió a trabajar y pasó por el patio a las seis menos cuarto cuando se encontró con la desdichada. La descripción del cadáver era más o menos coincidente en todos los diarios, con las discrepancias sórdidas de quién ponía mayor o menor ración de casquería, siempre descrita con la suficiente imprecisión como para que Torres no pudiera hacerse una clara idea de las heridas infligidas sobre aquella mujer. Todos estaban de acuerdo, eso sí, en la naturaleza espantosa del crimen, llegando algunos a asemejarlos a los horrores cometidos por nativos americanos sobre los colonos que capturaban. Yo conocía a un individuo americano conocedor de habilidades propias de los indígenas de su país, que gustaba de coleccionar vísceras y que en estos días residía en Londres. Pero no era yo quién leía esos periódicos.

Se hacía mucho hincapié en la aparición de aquel delantal de cuero, aunque bien es cierto que se mencionaba la posibilidad de una casualidad o hasta de que el asesino lo hubiera dejado con intención de causar confusión. También se hacía referencia al hallazgo de un cuchillo ensangrentado, así como los rumores de la detención de dos individuos en relación con el crimen, dos delincuentes comunes, uno de ellos debía de ser yo.

Reflejaban bien aquellos escritos el caos y el temor que reinaba en las calles. Caos que llevó incluso a avivar rumores sobre un segundo asesinato, esa misma mañana, cuando, según se decía, se encontró una joven degollada en el cementerio de St. Phillip’s Church, a la espalda del London Hospital; una historia sin ningún fundamento, como reconocían muchos de los periodistas, al igual que otras tantas, como por ejemplo: una vecina que vivía al lado del lugar de los hechos declaró que en la puerta del veintinueve de Hanbury Street alguien había escrito: «Esta es la cuarta. Mataré a dieciséis más y entonces me retiraré». Torres vio esa puerta, y no recordaba haber visto nada parecido allí.

En otros periódicos, en especial en el Star, se cargaban las tintas contra la incompetencia policial, ensañándose con el Dr. Robert Anderson, jefe del CID que recientemente había sustituido al señor Monro, y contra sir Charles Warren, jefe de la policía Metropolitana, el mismo que mandara la triste actuación policial en el «domingo sangriento» de noviembre del ochenta y siete, quién había introducido un excesivo militarismo en el régimen policial (siempre a juicio de los periodistas), y a quién se le reprochaba desde la ineficacia de su sistema, hasta el no utilizar sabuesos para la búsqueda del criminal siguiendo los rastros dejados en el patio de la calle Hanbury. Decían que no disponían de pista alguna, que toda la policía se encontraba desbordada por los hechos, cuando no indiferente ante ellos. La gaceta Pall Malí, habitual agitadora social, se unía con mucha vehemencia a las críticas contra las fuerzas policiales, llegando a asegurar que el gobierno se ocupaba más de reprimir manifestaciones políticas en Trafalgar Square que en prevenir esos brutales asesinatos.

En medio del sensacionalismo propio de esas noticias, y de los malintencionados comentarios políticos, mal que bien podían vislumbrarse los datos reales del asesinato. La inexistencia de sangre en el acceso al patio indicaba que el crimen se había cometido en el mismo lugar donde se encontró el cadáver. Nadie oyó gritos, la mujer fue degollada, si no decapitada, y difícilmente pudo gritar nada. Aun así, vivía gente a escasos metros del lugar, como Torres podía bien atestiguar, y nadie se dio cuenta de lo más mínimo. Había otro testigo al que los periodistas se habían aproximado, el hijo de la propietaria, la señora Richardson. El señor Richardson aseguraba haber pasado por el patio, a comprobar el estado de la puerta del sótano, cerca de las cinco de la mañana, y no vio cuerpo alguno. Eso contradecía lo dicho por el doctor Phillips, recordaba Torres que el médico aseguró que la mujer había muerto a las cuatro o cuatro y media. Se hablaba de los objetos de la víctima encontrados, aunque no se mencionaba su extraña colocación, y también se hacía referencia de ciertas ausencias: parece que habían arrebatado a la mujer un anillo. ¿Ese era el motivo, el robo?

En cuanto a la identificación de la difunta, se consiguió ya de mañana. Era una prostituta de cuarenta y cinco años conocida como Dark Annie. Su nombre real era Annie Sievey, Sieveo o Siffey, o Chapman. Fue identificada por un compañero que vivía donde ella, Frederick Simmons, y por otra amiga, Amelia Palmer, a las once y media de la mañana, en la morgue de Montague Street. Annie había vivido los últimos días en la pensión comunal de Crossingham, donde yo escondí el Ajedrecista. De hecho, días después, tanto Donovan como Evans, encargado y vigilante nocturno del lugar, tuvieron que declarar e identificar el cuerpo. Y yo, por supuesto, fui requerido para esta misma fea obligación.

Me llevaron pasado ya el mediodía a ver el cadáver de aquella mujer. Estaba tumbada en una mesa de madera, en ese lugar frío y cargado de humedad, con paredes de ladrillo sucio y desgastado por tanto fregar. Sentí un olor desagradable, no ha muerto, era como a rebotica de farmacia abandonada. Ella estaba tapada por un lienzo hasta el cuello, dejando ver su cara, abotargada, pero plácida, como durmiente. Era una mujer cansada, debió estar cansada toda su vida, ahora le quedaba el resto de la eternidad para dormir.

Quería identificarla. No podía consentir que me mandaran a la calle, a ser pasto del Green Gate otra vez. No la conocía, de nada, es posible que me hubiera cruzado con ella en el pasado, incluso puede que la atormentara cumpliendo algún encargo de mis jefes, pero si fue así no dejó huella alguna en mi memoria, como a tantos otros seres a los que afligí. ¿Cuántas penurias debió padecer? ¿Tal vez pensó que la muerte traería descanso a su existencia? ¿Un fin así puede traer algo que no sea dolor? Ni siquiera en la muerte hallaría paz o reposo, recibiendo el peor final, porque las profanaciones hechas a los cuerpos, las mellas y taras infligidas, repercuten en el alma, se lo digo yo y sé de lo que hablo.

Desvarío. El caso es que con estas, yo quería identificarla, decir que la conocía, que la había matado que… Imbécil. No entendía que el final de una soga era lo que aguardaba al que hubiera cometido esas atrocidades. No atendía a razones, porque lo único en que podía pensar era en que el Bruto me había salvado, me había dejado ir, ¿por qué? No era hombre al que le moviera la compasión, todo lo contrario. ¿Qué le habría empujado a abstenerse del placer de matarme, a mí, a alguien tan inútil y despreciable a sus ojos? Tenía más miedo a O’Malley que a la horca, y actué en consecuencia, aunque sin lograr fruto alguno.

No fui creíble al identificar a la Chapman. Grité y pataleé, juré que conocía a esa mujer, que había dormido con ella, que la deseaba y por eso la mate… no pude dar datos que satisficieran a la policía, ahíta ya de confesiones fingidas. Solo era otro tarado con ínfulas de grandeza. El detective sargento Godley de la división J, Benthal Green, que me conocía bien, dijo tras contemplar mi pobre actuación al ver el cuerpo:

—Este desgraciado solo busca estar sin trabajar y conseguir un plato de comida caliente todos los días. —En ningún momento me creyeron. Ni siquiera atribuyeron mi arrebato a la demencia, sino a la maldad.

Para certificar más mi inocencia, a mi pesar, la viuda Arias vino al día siguiente en mi rescate, cómo no, acompañada de su sobreexcitada hija, que no paró de asaetear a todo agente que encontró con preguntas sobre los asesinatos. La mujer juró que me conocía y alabó mis virtudes todo lo que su engañada caridad le impulsó a hacer. Mis horas en el confort de la reclusión estaban contadas. Aun así el lunes diez, el mismo Godley me llevó al sanatorio de Seaside Home para ser identificado por los testigos, que parecía haberlos, junto a otros tantos trastornados, maníacos y delincuentes sexuales que hubieran abandonado psiquiátricos en fechas próximas. Me tuvieron en pie, junto a un polaco de gesto obtuso, ante una mujer que no debió reconocerme. Las descripciones que circulaban sobre el asesino no armonizaban en nada con un tullido como yo. También fueron a visitarme Evans y Donovan al Seaside Home, y pronto dieron noticias de mí, del viejo Drunkard Ray y sus tropelías, me achacaron de nuevo el secuestro de Juliette, que ya había quedado aclarado, me acusaron de moroso, de ladrón, de todas las faltas que me conocían, que eran muchas. La policía ya tenía un buen retrato de mí.

La mañana del día once, Torres vino a por mí. Me dejaron a su custodia, aventuro que eso fue fruto de la mediación del bendito señor Ribadavia. Le encontré en un estado de ánimo muy diferente a aquel que exhibió cuando nos separamos. Cierto es que era hombre que no dejaba traslucir sus preocupaciones al semblante, y así ante cualquier problema mantenía un espíritu tranquilo y analítico y un humor dispuesto. Teniendo en cuenta esto, es también cierto que el aciago sábado en que mataron a Annie, noté cierta confusión o tristeza en su persona, ahora desaparecida. No quedaba ni rastro de ese mirar que fijó en mí mientras la policía me devolvía al calabozo. Ahora veía alegría en él, tal vez un cierto entusiasmo. Durante el trayecto a la pensión de la viuda Arias apenas hablamos, se preocupó por mi salud, que algo había mejorado en los últimos dos días, siempre he gozado de no poco vigor y muy buena encarnadura, si no de qué habría sobrevivido hasta semejante edad. Mis magulladuras aún dolían y puede que una de mis costillas anduviera maltrecha o incluso rota; nada a lo que no estuviera acostumbrado. Lo único que me dijo en el coche que pudiera ser de interés para lo que nos atañe fue:

—¿Sabe, don Raimundo?, un banquero judío llamado Samuel Montagu ha ofrecido cien libras por la captura del asesino, como usted predijo. De acuerdo, no ha sido la policía, pero este caballero resulta ser un miembro del parlamento, es importante que los políticos se ocupen del bien de la ciudadanía. De hecho, esta debiera ser su principal preocupación, y le aseguro que no suele ser así…

—¿Jjjj… judío?

—Claro. Parece que la gente se ha echado encima de esta comunidad, ha habido conatos de revueltas contra ellos. Ya habrá oído los rumores que acusaban a un «extranjero» de ser el asesino, el asunto de Delantal de Cuero… este señor Montagu parece ser un gran benefactor para los suyos, y esta recompensa es una más de sus buenas acciones. Lo importante es que usted, una vez más, tenía razón: hay una recompensa. Y fíjese, puede que acabe cobrándola.

Esas palabras acompañadas de su sonrisa hicieron que Tumblety, en quien no había vuelto a pensar durante ese fin de semana lleno de miedos y maltratos, volviera a mi cabeza. Sus palabras no podían significar otra cosa: el español había descubierto algo que ratificaba mi hipótesis. No voy a negar que cierta satisfacción me embargara; yo, el tonto, el retrasado, había resuelto un crimen que traía a Scotland Yard y al mismo gobierno británico en jaque, y lo había hecho por puro instinto.

Llegados ya a nuestro destino, la señora Arias me hizo un recibimiento propio de un héroe.

—Señor… don Raimundo, no puede hacerse una idea de… —Los bonitos ojos verdes de la mujer que había heredado Juliette se llenaron de lágrimas. La voz se le cortó y su hija, que llevaba un buen rato dando saltitos a nuestro alrededor, se abrazó a ella—. No sé cómo…

Torres tendió una mano a la viuda, que la tomó con fuerza y gratitud, incluso noté cómo la mujer apoyaba levemente su cabeza en el brazo, no llegaba a la altura del hombro, del español. Este no le dio importancia al gesto, pero sin querer presumir de buen conocedor del espíritu femenino, ninguna mujer hace nada sin motivo.

—Vamos, amiga mía —dijo Torres—. Don Raimundo ya está bien y entre nosotros. Todos le agradecemos lo que ha hecho…

—Yo más que nadie, don Leonardo. Bien se nota de la cuna que viene. En voz muy bajita añadió: —Confíen en mi discreción, se lo ruego.

Ambos quedamos pasmados, y volvimos al tiempo la mirada a Juliette, que bajó vergonzosa, falsa vergüenza la de ese diablillo. Luego Torres sonrió, encogió los hombros hacia mí y dijo:

—Por supuesto que confiamos en usted. Nadie mejor guardaría tan importante secreto. —Y subimos. La viuda Arias me tenía reservada una más.

Había dispuesto unas habitaciones más amplias para Torres, las primeras según se subía a la segunda planta, compuestas de dos cuartos y una coqueta salita mediando entre ellos. Un pequeño cuarto para mí, con una cama de verdad. No fui capaz de agradecer nada a la buena mujer, todo me aturdía, mi transición desde las fronteras de la mendicidad hacia este desconocido confort ocurría muy rápido y me temo que el miedo por mi incierto futuro ocupaba la mayoría de mis pensamientos, miedos de los que no me atrevía a hacer partícipe a Torres.

Le pedí este favor a la señora Arias —dijo cuando la viuda nos dejó a solas en nuestras nuevas habitaciones—, aquí estará cómodo —me señaló el que habían dispuesto como mi cuarto, donde humeaba una palangana de agua y jabón—, hasta que cobre esa recompensa al menos.

—No… —dije mientras me aseaba sin ganas, por no desairar a Torres ni a una patrona tan dispuesta como la viuda Arias— ¿no se va…?

—No. —Apartó su mirada, cosa que no era nada habitual en él—. Usted y yo conocemos a Tumblety, siento que tenemos cierta obligación en ayudar a su detención. Además —ahora sonrió—, me gustaría esperar a ver cómo consigue la recompensa del señor Montagu. Ahora tengo una razonable certeza de que usted no se equivocaba, don Raimundo, y lamento haber dudado, comprenderá que hasta estos últimos acontecimientos su teoría parecía un tanto estrafalaria. Ahora me inclino a pensar… ¡Va!, dejémonos de medias tintas: estoy convencido de que el asesino es el doctor Francis Tumblety.

—¿P… por qué? —De momento me resistí a revelarle mi encuentro con aquel jinete y su montura blanca, el que tuve durante el sepelio de la Nichols.

—Por una conversación que tuve ayer mismo con el inspector Abberline y por otro par de detalles que no tardaré en aclararle, si tiene paciencia. Esa ropa es para usted. —Había un traje gris, camisa limpia, sombrero, todo dejado sobre la cama. ¿Para mí? Junto a la ropa había una máscara de cuero, de media cara, bien cosida, con cuatro cintas firmes para sujetarla y un hermoso botón blanco en el lugar de la cuenca vacía que tapaba; muy bonita. La cogí para contemplarla más de cerca, sobre mi ojo permanecía una persistente niebla y no dejaba de llorarme. Comprobé que se fijaba bien a mi rostro—. Sí, la ha hecho con un par de botas de su difunto, una mujer muy hacendosa nuestra viuda… —Me animó con un gesto a ponérmela. Observé que el botón era en realidad un camafeo de marfilina, con el perfil estilizado de una dama en altorrelieve sobre él—. Volviendo a nuestro asunto… no es sencillo explicarlo, y debo mostrarle los datos uno a uno, en su orden, para que comprenda mis conclusiones, que no son otras que las suyas. Prepárese para una larga historia.

»Bien, Abberline es uno de los detectives que se encargan de estos asesinatos y amablemente se ha brindado a explicarme la situación, entiendo yo que para contarme como aliado en la caza del doctor indio. Según cuenta, el señor Tumblety ya era objeto de una investigación que en nada tiene que ver con los crímenes, a cargo de un departamento secreto de Scotland Yard llamado Sección D, ¿tiene idea de a qué se dedica este departamento?

—No. —Salí ya vestido y enmascarado, recibiendo una sonrisa de aprobación de Torres, que se sentó y me invitó a mí a hacer otro tanto a su lado, a una pequeña mesa de té, rodeados por esa habitación, acogedora y algo recargada, como era costumbre en la viuda.

—Yo tampoco sabía nada, hasta que el inspector Abberline me lo aclaró. Este grupo especial de la policía emplea su tiempo en asuntos delicados, de carácter político. Parece que investigaban a Tumblety en relación con actividades de radicales independentistas irlandeses, fenians, les llaman.

—¿Tumblety es… essss irlandés?

—De origen, así es, aunque pasó su juventud en Canadá. Según me contó el inspector muchos de estos luchadores por la independencia irlandesa vienen de las américas, y no me tomo yo el juicio del señor Abberline a la ligera en lo tocante a esto, que ya se vio involucrado en una investigación hace tres años referente a un intento de dinamitar el parlamento y la Torre de Londres por los fenians. El caso es que Tumblety era nombre conocido ya por la policía; cuando mencioné sus sospechas a los inspectores Moore y Abberline, indagaron y encontraron mucha información a su disposición. Tumblety ha protagonizado ya un par de escándalos: unos diez días antes de la muerte de la señora Smith, y el otro en el mismo del asesinato de Polly Nichols, ambos por temas referentes al orden público, exhibición indecente, etcétera. Visto esto, otro compañero de ellos, Andrews se llama, ha sido encomendado con exclusividad a seguir la pista al señor Tumblety. Parece ser que incluso frecuenta altos círculos de la ciudad, o esa es su intención. No es la discreción una habilidad que practique nuestro «buen doctor». No creo por tanto que tarden mucho en dar con él y si es así, y pueden demostrar que es el asesino, de lo que estoy convencido, el señor Montagu no tendrá inconveniente en dar el premio prometido a la persona que primero señaló al americano como culpable.

Quedó Torres muy callado, como cuando cavilaba en sus cosas, cuando repasaba sus ideas y sus fórmulas, o lo que sea que ven en su mente los hombres de ciencia mientras los demás pensamos en el modo de conseguir un par de chelines. Había algo con lo que parecía no estar cómodo.

—¿Q… qué le d… dijo el inspector Ab…?

—Hablamos del asesinato de esa pobre mujer, esa señora Chapman, y de Tumblety y…

—Algo lll… le molesta.

—¿Molestarme? —Lastrado por mi torpeza en el habla, me limité a señalarme la frente como toda explicación—. Es usted muy perspicaz, don Raimundo. No podía ser de otro modo en el hombre que ha descubierto al asesino. —Sonrió—. Tiene razón, hay algo que me ha venido incomodando en estos últimos días, algo de lo que no estoy seguro que guarde relación alguna con los asesinatos. Se refiere a eso. —Señaló a la cabeza del Turco, que reposaba ahora limpia sobre el estante de mampostería cercano a la ventana, junto a un montón de cursis figuritas chinas.

—¿El Ajedd… drecista? ¿Lo r… recuperó?

—Sí. Por cierto, ¿sabe que volví a visitar a lord Dembow? No podía permanecer por más tiempo en esta ciudad sin verle después de las atenciones que tuvo conmigo, con nosotros. Y de nuevo, el encontrarme con esa familia fue fuente de un extraño desasosiego. ¿Le he hablado de mi pasada estancia en su casa, hace diez años?

No, no lo había hecho. Torres permaneció un día más en Forlornhope tras yo abandonarlo aquel septiembre del setenta y ocho, y durante ese día, y el siguiente cuando embarcó para regresar a casa, disfrutó de la compañía de sus dos nuevos amigos, los dos tenientes de fusileros con los que había compartido tan extraña aventura. Y es que pese al poco tiempo desde que se conocían, la intensidad de una experiencia así hermana los espíritus; si lo hizo conmigo, cuanto más no lo haría con aquellos dos caballeros, algo más parejos a él en edad, y mucho más en cultura y conocimientos. También tuvo oportunidad de compartir tiempo con la encantadora señorita Cynthia, y como cualquier varón joven, quedar fascinado por la joven pupila de lord Dembow. La muchacha emanaba alegría y vida con tan generosa efusión que deslumbraba, muy diferente era su carácter al de su tío y primo, grises y taciturnos, y a la sobriedad de su prometido. Pero, sobre todo, ese día más en compañía de aquellas personas le hizo volver a tomar contacto con el misterio que rodeaba a la familia.

—¿Misterio?

—Así es, don Raimundo. En nuestro primer encuentro, del que usted fue testigo y parte, hubo algo que me resultó inquietante, algo indefinido que no se ajustaba a lo que allí veíamos.

—Sí. Mmm… me lo mmm… mmmencionó.

—No se trata de algo que me obsesionara, o que me haya perseguido estos años, no crea. De hecho, hasta que recibí su carta, no creo que haya tenido un solo pensamiento para la familia Dembow. Les escribí unas letras nada más regresar a España, por cortesía, repitiendo de nuevo mi reconocimiento por su hospitalidad; eso es todo. Sin embargo, cuando leí su nota y recordé de nuevo aquel extraño día… verá, hace mucho tiempo y no soy capaz de precisar qué era lo que no me resultaba normal, salvo por dos aspectos. ¿Recuerda lo versado que parecía el teniente Hamilton-Smythe en el Ajedrecista de von Kempelen? El teniente se mostró como un hombre culto en extremo, pero esa familiaridad con aspectos científicos no es tan normal en un caballero de su posición. He observado que la ciencia no es una disciplina que suela interesar demasiado a las clases altas, con excepción de la medicina tal vez, y desde luego interesa mucho menos a estos pretendientes a nobles. Aún más, se trata de un conocimiento muy específico. Yo, siendo ingeniero, no tenía más que algunas vagas nociones al respecto, mientras que Hamilton-Smythe sabía fechas y datos sobre la vida de los que estuvieron involucrados en el Ajedrecista. ¿No lo ve singular? —No. Me parecieron en ese momento esas deducciones algo alambicadas y sin ninguna relación con los asuntos que hacía dos minutos me contaba. ¿A qué venía ahora recordar a esos británicos estirados y esnobs cuando se hablaba de los asesinatos más importantes de la historia? No dije nada A raíz de aquella apuesta en la que participé, creció en mí cierto interés por este autómata, por la automática en general, y aunque no me resultó difícil encontrar información referente al Ajedrecista, no es algo que aparezca en la mayoría de los textos, nada que un oficial amante del polo y la caza encuentre entretenido. Este misterio quedó aclarado en parte al día siguiente. En cambio el otro, el que más me inquieta… para que pueda explicarle este tendrá que hacer algo más de memoria.

No tenía entonces la mente tan ordenada como ahora, pero hice un esfuerzo por Torres.

—¿Recuerda cuando nos tropezamos con Tumblety? Tras presentarse, los tenientes lo reconocieron, dando a entender que la señorita William tenía algún trato con el americano. Más tarde, ya en casa de lord Dembow, la propia señorita William habló de él, y dejó bien claro que tan solo vio una vez a Tumblety, y no parecía darle gran importancia. Extraña discrepancia, ¿cómo podía elogiar tanto al médico indio a sus amigos, cuando solo había coincidido una vez con él? ¿Lo recuerda, don Raimundo? —No, ni él tampoco a juzgar por lo que decía.

—¿Y q… quién mentía…?

—No lo sé. Ya le digo que no estoy seguro de todo. El día que siguió a nuestra despedida muchas cosas se aclararon, aunque no todas.

Me contó esa jornada que me perdí, esa que pasé torturado primero, y luego asesinando a Irving, el Hombre Lobo. En su memoria había quedado guardada como un día agradable en compañía de amigos recién encontrados, lleno de la curiosidad que las amistades nuevas provocan siempre en jóvenes como él. Sin embargo, la jornada no comenzó bien. Pasó una muy mala noche, cuajada de sudores, pesadillas y fiebre. Su agitarse despertó a toda la casa, que con amabilidad más allá de la necesaria prodigaron sus cuidados al huésped enfermo. Lord Dembow quiso llamar a su doctor Greenwood, que dado lo precario del estado de salud del noble, estaba siempre a disposición de la casa. Incluso el antipático Percy Abbercromby dispuso de inmediato lo necesario, y mandó por otro médico, un profesor suyo, pero tras un examen del enfermo a cargo de Tomkins, cuyo amo dijo que disponía de conocimientos clínicos, este aseguró que Torres solo tenía una indisposición pasajera, diagnóstico con el que estuvo de acuerdo el español, poco acostumbrado a estar enfermo, y que sentía más el apuro del cargo que generaba su malestar en sus huéspedes que molestias por su enfermedad, cuyos síntomas no consistían más que en un estado algo febril y cierta flojera intestinal. Un buen caldo y una tisana para mejor dormir consiguieron que el resto de la noche fuera, si no apacible, al menos tolerable para el bueno de Torres.

El día siguiente fue de un color muy distinto a esa noche de sudores y revueltas sobre el colchón. Fue un amable y feliz modo de despedirse del mundo británico, o así lo recordaba Torres; sin embargo, en medio de esa evocación de agradable comodidad, había molestas espinas.

La primera surgió nada más amanecer. Madrugador como siempre, pese a lo molesto y cansado que se encontraba, fue a dar un corto paseo, disfrutando de la placidez y elegancia del barrio. Al regresar, se encontró a Tomkins despidiendo al doctor Greenwood, quién acudía todas las mañanas a visitar a su paciente.

—Este es el caballero que se encontró indispuesto esta noche, doctor —les presentó el mayordomo.

Greenwood era un hombre atlético, de un vigor y una alegre disposición que contagiaba optimismo a cada paso. Se encontraba en un envidiable estado físico, y tal circunstancia y lo negro de su pelo y barba, le conferían un aspecto mucho más juvenil del propio de su edad, pues ya era un reputado galeno, médico de la Casa Real.

—¿Se encuentra más aliviado, señor Torres? —No le dejó responder—. Lo mejor que le puedo prescribir es que se ponga en manos de la señorita Trent, un desayuno de esa bendita mujer cura todos los males, mire. —Mostró una tartera que llevaba entre las manos—. Me llevo su bullabesa para otros pacientes míos —rio—, lo digo en serio. No guarde cuidado, imagino que su malestar se debe a tanto viaje como me han informado que lleva haciendo. Eso incomoda al organismo, seguro. Si se encontrara peor…

Torres agradeció su interés y ambos se despidieron con cordialidad. Tomkins preguntó entonces si, haciendo caso a las instrucciones del médico, pensaba desayunar, y de ser así, si iba a esperar al resto de la familia. La señorita Cynthia no solía despertar hasta las diez o las once de la mañana, excepto cuando iba al campo, circunstancia que no se daba hoy. Torres prefirió aguardar, dejar que su estómago se asentase un poco más leyendo algo o escribiendo alguna carta para España, y el mayordomo lo condujo a la magnífica biblioteca de la casa, una sala amplia, acogedora, alumbrada con luz natural a través de hermosos ventanales y surtida de una buena cantidad de volúmenes.

La decoración era singular, inapropiada para una biblioteca de la importancia de esta, que uno imagina debiera estar cargada de sobriedad y aromas a madera y a sabiduría almacenada. Aquí todo era más hogareño. Había sillones y cojines propios de una sala de estar. Los retratos abundaban, en especial los de Cynthia, que ya fuera en fotografía o en pintura, resultaba de un atractivo hipnótico, atrapada inmóvil en esos recuerdos gráficos.

Junto a un retrato de la joven en elegante vestido de fiesta destacaba un grandioso cuadro de un buque atracado en un muelle. «¿No es eso Millwall, en la Isla de los Perros?», se preguntó Torres. La nave era de proporciones tan descomunales que llevaba adosados a las bordas dos vapores de cien pies de eslora como barcos de apoyo, que parecían dos pequeñas lanchas junto al Goliat de acero. Quedó un rato contemplándolo, dudando de si se trataba de un barco real o una fabulación del pintor.

Al lado había un pequeño tapiz colgado con un escudo heráldico bordado en él en vivos colores, aunque el blasón allí representado era en nada alegre. Sobre campo de sinople con una bordura en sable, se veía una fúnebre carga en plata: la muerte. Un esqueleto, guadaña en mano, que con la siniestra sostenía un reloj de arena partido, del que caía su contenido al suelo. Bajo él, una leyenda rezaba:

Mortem Deletricem Laete Vincebo In Immota Ira Iustorum

Era un tapiz reciente, y el emblema también lo parecía, muy a tono del romanticismo reinante el que los nobles «inventaran» o «recrearan» sus armas acordes con sus gustos, y en este caso, esos gustos le resultaron a Torres un tanto morbosos. Enseguida volvió a su idea original de buscar lectura.

Aunque no se veía por entonces capaz de leer con fluidez en inglés, esperaba que hubiera algún libro en francés, que en la biblioteca de alguien de la cultura y posición de lord Dembow no sería extraño. Tan solo encontró un ejemplar de Histories Extraodinaires, la colección de relatos del autor americano Edgar Allan Poe traducidas por Baudelaire. Lectura más entretenida no cabía encontrar, sin embargo otros títulos en inglés llamaron más su atención.

Encontró innumerables manuales y libros sobre medicina y anatomía, así como tratados de matemáticas y física. No le pareciera extraordinario en exceso el encontrar enjundiosos tratados científicos en la biblioteca de un lord británico, intereses singulares por el saber puede haberlos entre cualquier clase social. Lo llamativo era que se encontraban abiertos y diseminados sobre la mesa y los dos atriles que constituían lo principal del mobiliario de la estancia. Estaban siendo usados a menudo y no hacía mucho tiempo, a juzgar por su estado y por la profusión de notas escritas con desorden, casi improvisadas, y diseminadas por aquí y por allá, y esa dedicación más allá de la mera curiosidad no parecía propia de un noble, normalmente más interesados en las humanidades que a las ciencias, y en muchos casos ajenos a ellas. Ajeno y pronto en denostarlas se mostró lord Dembow la noche pasada, muy del mismo parecer del teniente Hamilton-Smythe, que no cejaba en manifestar la tendencia perversa que veía en el saber científico.

Hasta el momento el asunto no pasaba de ser llamativo, y hete aquí que al curiosear sobre una de las monografías de física que reposaba en el principal de los atriles, y en el que se había guardado láminas y dibujos, topo con varios planos y esquemas de autómatas, los más conocidos de Vaucanson y otros, y lo que fue más inesperado, un par de dibujos del Ajedrecista de von Kempelen. No eran imágenes artísticas, parecían diseños o planos, aunque muy estrafalarios a los ojos de un experto, como Torres. Varios de ellos, los menos abstrusos, tenían un considerable parecido al autómata que viera el día anterior en la Isla de los Perros. Para mayor sorpresa, entre las páginas del mismo libró halló recortes, escritos y cartas, en inglés, francés y alemán, que parecían hacer referencia a la vida y obra del propio von Kempelen, y de todos aquellos por cuyas manos el Ajedrecista pasó, textos estos subrayados y comentados con profusión.

Aquí Torres hizo una pausa enfática en su relato, y lo mismo hago ahora yo. ¿Están sorprendidos? Pues yo no lo estaba aquel día. No entendía nada, cosa que no desalentaba a la enorme paciencia de mi amigo español. Me miró y sonrió buscando complicidad en mí, poca se podía encontrar en un tonto con medio cerebro.

—Un tanto excesivo para ser una coincidencia —dijo—, ¿no cree? —No tenía idea de qué suponía que debía creer, ni siquiera sabía qué relación había entre eso que me contaba y lo que me estaba ocurriendo. Seguí escuchándolo con mi expresión estulta.

Encontró más y más información guardada al descuido referente a cualquier avance científico en general y a los autómatas en particular, había una decena de octavillas anunciando la exhibición en Spring Gardens, y numerosas referencias sobre ingeniería náutica. A fuer de ser sincero, esta última materia era la más abundante, abrumando al resto, aunque sin duda no era en ese momento tan atractiva como los textos sobre marionetas móviles.

En una de las mesas, sobre la que abundaban tinta y pluma, reglas y papeles, encontró una fotografía, un daguerrotipo antiquísimo y desvaído, en el que se podía apreciar un estanque, y cerca de la orilla un bote sobre el que posaban tres jóvenes, espadas en mano, en actitud de burla. Dos muchachos haciendo equilibrios, pie sobre borda, uno alto y enjuto y el otro tocado con un gorro de marinero, quienes tomaban de la mano a una preciosa niña sentada en popa. No se precisaba ser un gran fisonomista para reconocer el parecido del mayor de los muchachos con lord Dembow. Estaba observando el retrato cuando la puerta se abrió y el propio lord entró, arrastrándose casi sobre dos bastones.

—Admirando esa joya, señor Torres —dijo sonriendo, en un perfecto francés—. No esperaba menos de usted. Es un daguerrotipo del treinta y nueve, debe de ser de los primeros hechos por el propio Daguerre. Una pieza única.

—Interesante. ¿Quiénes son los modelos? Creo verle a usted…

—Oh, sí, una foto de mi juventud. Estoy allí con mi viejo amigo, el capitán William…

—El padre de la señorita Cynthia.

—Sí. Siempre le llamamos capitán por esa gorra que acostumbraba a llevar y su gusto por imaginar aventuras exóticas.

—Vaya, creía entender que era de verdad capitán… ¿y la joven?

—Mi hermana Margaret. Falleció siendo muy joven. Una pena… —Dembow avanzó renqueante hacia el sillón principal. Torres estuvo pronto para ayudarlo, pero el anciano lo retuvo con un simple gesto, y el español rehusó seguir prestando su auxilio por no rebajar la altivez del noble—. La muerte se ha mostrado implacable con mi familia.

—No es señora amiga de hacer favores…

—Vaya —se sentó resoplando por el esfuerzo—, diría que ha tenido malos encuentros con esa dama. —No, por entonces mi amigo no había sufrido los embates de la Parca, que hacía poco había sentido de la forma más cruel, ahora las palabras del lord parecían proféticas. Entonces, mientras Torres negaba con una sonrisa de alivio, Dembow señaló el cuadro con el tétrico escudo—. Maldita; he perdido mucho en sus huesudas manos.

—Su esposa además de su hermana.

—En efecto. Y amigos, y gentes de valía cuya muerte no trae más que dolor al mundo. Qué desperdicio tan lamentable…

—Extraño blasón.

—¿Eh…? Oh, sí, y algo siniestro sin duda —rio—. Lo adoptó mi padre, hace muchos años, aunque no tiene una relación directa con mi familia ni mis antepasados. Es la copia de un escudo en piedra que hay en un torreón normando de mi propiedad, la torre de D’hulencourt. Unas piedras viejas y sin valor alguno, lo más antiguo que poseemos, ese es su único atractivo. Veo que ha estado curioseando.

—Espero no haberle importunado con ello.

—En absoluto.

—Madrugo mucho, y mataba el tiempo ojeando sus cuadros, y su trabajo…

—Me temo que no soy muy ordenado en esto último, señor Torres —dijo el lord una vez sentado en el señorial sillón que gobernaba toda la habitación—. El madrugar es una cualidad propia de los poseedores de un genio vivo, no le gusta desperdiciar horas del día, ¿me equivoco?

Torres sonrió y respondió:

—Usted también se ha levantado muy temprano, señor.

—Lo que no hago es dormir. Este tormento tiene sus compensaciones: más tiempo para trabajar y para leer.

—Si me permite la pregunta, ya que deduzco que cura no habrá, ¿no existe alivio para su mal? Tal vez abandonar la ciudad, al campo, o a un clima más cálido…

—¿Como el de su país? —Sonrió—. No, me temo que esos remedios ya han sido probados. Solemos pasar las primaveras y buena parte del verano en el campo, en Kent, y aunque me alivia el ver ese hermoso lugar, los dolores persisten.

Torres dejó el volumen que ojeaba sobre la mesa, y ansioso por dirigir la conversación hacia esos textos, dijo:

—¿Y trabaja aquí?

—En efecto, en la biblioteca. Empezó siendo un arreglo momentáneo, para los días en que no estaba con ánimo para subir a mi despacho del piso de arriba, pero ya… abra allí. —Señaló una puerta pequeña, de madera, encogida contra la pared entre dos grandes anaqueles cargados de libros. Al abrirla como le indicaron vio que daba a un pequeño cuarto, sin ventana al exterior, cuyo propósito original era difícil de imaginar, y que ahora se había convertido en una alcoba espartana. Una cama hecha, prueba de que Dembow no se había acostado aún, un galán de noche, una mesita con una lámpara y una bacinilla… poco más había—. Ahora duermo ahí, cuando lo hago.

Cerró la puerta y volvió de nuevo la mirada al desorden sobre las mesas.

—Espero que alguien le ayude.

Mi hijo. Sería más correcto decir que soy yo el colaborador, él lleva las riendas de todo desde hace tiempo. —Torres cuestionó con un gesto el contenido de ese «todo», a lo que lord Dembow contestó sonriendo—: Señor Torres, creo que lo que a usted le llama la atención es que dedique tiempo a estas cosas. Soy ingeniero, como usted. Sí, y creo que no solo compartimos eso, además también siento gran interés por todas las ciencias. —Torres contempló los libros y papeles una vez más—. Mi pasión es la mar, la náutica. Dispongo de activos en muchos de los astilleros y empresas dedicadas a la construcción de buques de este país. Miré allí. —Señaló el cuadro con la titánica imagen de ese buque fantástico—. El Great Eastener, durante tiempo conocido como Leviathan. Una cubierta de setecientos pies de largo, dos motores capaces de generar once mil caballos de vapor, con una autonomía de veintidós mil millas sin tocar puerto, quince mil toneladas de peso en total; no hay nada más pesado hecho por el hombre que flote sobre el mar.

—Lo conocía, señor —recordó Torres al oír el nombre del navío—, un magnífico buque. ¿Lo diseñó usted?

—No. Mi padre ayudó en parte al señor Brunel, un viejo amigo, y formó la Great Eastener Steam Navigation Company financiando buena parte de su construcción, montando la Sott, Russell, Abbercromby & Co. —Quedó un momento abstraído—. Yo tomé el relevo de esta empresa cuando regresé de América, mi primer empeño para esta casa, para esta familia… Un bonito sueño, que podría repetirse, y mejorarse, si aún me quedara tiempo…

—Por lo que dice entiendo que ya no está en servicio.

—Hace pocos años que se oxida atracado en New Ferry, otro viejo cansado, como yo.

—Creo haber leído que tuvo una vida un tanto azarosa, llena de desastres…

—¡Accidentes! Mi estimado amigo —espeto sorprendiendo a Torres—. El Great Eastener ha plantado más de treinta mil millas de cable de telégrafo submarino, nada lo puede igualar. —Lo cierto es que la singladura del Great Eastener fue algo más que azarosa, un continuo devenir de desastres, que hicieron que el titánico esfuerzo industrial y tecnológico fuera de una rentabilidad dudosa. Torres no objetó nada a las palabras ofendidas del «orgulloso padre» del barco, sobre todo porque otro aspecto le interesaba más en ese momento.

—¿Y combina su interés por la náutica con la afición por los autómatas? —Mostró una de las láminas del Turco para ilustrar su duda.

—Cualquier avance científico es de mi interés, ya le digo. Tras la conversación de la noche pasada, busqué lo que tenía al respecto, para ilustrarme.

—Y no es poco…

—Existen auténticos prodigios en ese campo, de una precisión y un preciosismo…

—El prometido de su sobrina, el teniente Hamilton-Smythe, parece que conoce bien a ese autómata de nuestra apuesta nocturna, mostró saber mucho…

—El teniente Hamilton pasa mucho tiempo con nosotros, y es un joven ávido de conocimientos. Suele dedicar largas tardes a la lectura en esta biblioteca, sentado ahí mismo, haciéndome compañía y satisfaciendo su curiosidad científica con preguntas.

—Creí entender que ambos reprobaban estos autómatas.

—La ciencia, estimado amigo, como todas las obras del hombre tiene sus luces y sus sombras. Tal vez Harry sea un tanto vehemente en su oposición, pero es preferible cierta intransigencia que la ciega aceptación de todo lo que viene de la mano del saber de los hombres, como si de palabra divina se tratara.

—Por supuesto… —No tuvo oportunidad de seguir argumentando, la señorita William entró como un torrente de luz en la biblioteca, reclamando a ambos caballeros para el desayuno.

En un salón se había dispuesto el opíparo bufete; huevos, riñones, salchichas… un almuerzo que redimía a la gastronomía británica, hasta cierto punto. Torres dio buena cuenta de él, tenía buen apetito. Hubiera sido una comida agradable, sobre todo por la exuberante presencia de Cynthia William que no pasó desapercibida por Torres, de no ser por el primogénito de lord Dembow, que procuró en lo posible arruinar la mañana con su antipatía y sus modales portuarios. Devoraba la comida en cantidades desproporcionadas y como si jamás hubiera recibido la mínima noción de urbanidad, que un caballero de su posición sin duda debe conocer.

Su desagradable actitud era recriminada con la mirada por su padre, aunque por sus gestos parecía que no se trataba de una situación extraordinaria. Sin embargo, su «prima» Cynthia parecía ignorar o tolerar con excesiva magnanimidad las faltas de su pariente, como si no fueran tales, e insistía en introducirle en la conversación a la mínima oportunidad. Invitación que este rechazaba a base de monosílabos secos y poco corteses y del trasiego de gran cantidad de vino de su copa siempre rebosante a su gaznate, deglutido a tragos largos y sonoros.

En medio del torrente alegre de conversación que proponía de continuo Cynthia, se cuestionó el resultado de la apuesta de la pasada noche. Como Torres era el único participante de los presentes, tuvo que responder:

—Pues no creo que tengamos resultado concluyente alguno, señorita. Me temo que la interrupción violenta de la noche frustró el debate. —¿Qué otra cosa podía decir?

—Lo entiendo, pero mi tío asegura que es usted un ingeniero brillante en su país…

—Espero que no, por el bien de mi patria. Milord es muy amable, pero solo soy un recién…

—Vamos don Leonardo, abandone esa modestia. Sabe que resulta encantador en usted, y se aprovecha de ello. —Mi amigo, según me contaba, sonrío divertido. Aquel descaro en la muchacha la hacía aún más atractiva—. Díganos su opinión respecto a la cuestión de fondo: ¿Ese ajedrecista era real o un truco de prestidigitación?

—Si por real se refiere usted a que si es una máquina capaz de jugar al ajedrez sin ayuda humana alguna… no lo creo, aunque si jugamos dentro del reino de la teoría y del mero artificio intelectual, no pienso que sea imposible. —Esta respuesta, repetida a mi persona en el saloncito de nuestro cuarto en la pensión de la viuda Arias, era la primera opinión al respecto que yo recibía de Torres. No sé por qué, había tenido siempre la impresión de que el español era partidario de creer que todo fue un embuste. Si a mí me sorprendió, otro tanto le pareció a Torres que se sorprendía lord Dembow—. Tendría que examinarlo mejor para decidirme, sin embargo le diré que quedé estupefacto al verlo evolucionar.

—Amigo Torres —intervino entonces lord Dembow, que parecía aburrido del tema—, por nuestra conversación previa en la biblioteca sé que el Ajedrecista no le es del todo desconocido, y convendrá conmigo que la máquina de von Kempelen siempre pareció un engaño, sofisticado y merecedor de todo encomio, pero un truco de marionetas al fin y al cabo.

—Siempre y cuando este Ajedrecista sea aquel Ajedrecista. Sea el original o una copia, no me atrevo a pronunciarme con su misma seguridad, en ningún sentido. —Con tan enigmática respuesta el español zanjó el tema.

Terminado el desayuno, Cynthia invitó a Torres a que la acompañara a cabalgar por Hyde Park, afición esta que parecía estar entre las favoritas de la joven. Allí se encontraría con su prometido, y luego ambos seguirían haciendo de cicerones para él. La joven llamó a Tomkins y se ocupó de que se le procurara a su huésped ropa adecuada, oportunidad que no desaprovechó una vez más el señor Percy Abbercromby para mostrarse lo más grosero posible.

—Usted sale mañana para su país —dijo—, antes deberá pasar por aquí para devolver esas botas.

—Por supuesto —respondió serio Torres sin amilanarse.

Una vez más Cynthia terció ignorando la desfachatez de su primo:

No hay problema alguno, aún debe cenar esta noche con nosotros, y no admitiremos una negativa.

Fueron entonces hacia el parque, donde los esperaban los tenientes Hamilton-Smythe y De Blaise. Durante el trayecto la joven William se mostró tan locuaz como era su costumbre, preguntando sin recato alguno si Torres estaba casado, tal vez prometido, coqueteando entre inocente y divertida, y haciéndole partícipe de sus ansias por contraer matrimonio y de su amor por el joven teniente Hamilton. La boda, según aseguraba, estaba fijada para la primavera del año próximo.

—Imagínese mi sorpresa —me decía Torres—, cuando me enteré el otro día que el enlace se estaba celebrando en estos momentos, el fin de semana pasado, creo, con diez años de retraso.

Sin embargo ya la joven manifestó aquel lejano día que temía que la fecha se pospusiera uno o dos años más. Se lamentó de ello, no con excesivo pesar, sino más bien cargada de una leve molestia esperanzada. El poner fecha definitiva, según le comunicó la joven, dependía solo del futuro de su prometido. Lord Dembow tenía muchos contactos con el Alto Mando, era amigo personal del señor Disraeli, el primer ministro, y era muy probable que buscaran un buen destino para el joven teniente. Algún lugar donde hacer nombre en la carrera de las armas durante un año, dos a lo sumo. Siendo hijo de quien era, dijo la muchacha de camino a Hyde Park, no podía otra cosa que destacar en la milicia. Ella quería un puesto donde medrara sin arriesgar la vida en exceso, y volviera dispuesto a desposarse y, por qué no, a ocuparse de los negocios del lord.

—Aunque sé que esa perspectiva no es del todo del agrado de Henry —añadió, y luego se explicó—: Es hijo del general Hamilton-Smythe, hombre muy respetado en el Alto Mando, y de él ha heredado un talento para los asuntos militares.

—Entonces, tal vez su padre pudiera ayudar en eso de encontrarle un buen destino.

—No están en buenas relaciones, y aun de estarlo, el General es hombre muy severo, no admitiría dar trato de favor alguno a su hijo.

—Eso le honra.

—Sí. Pero Henry no va a parar hasta hacer carrera en el ejército, es muy valiente.

—Desde luego que lo es, señorita William —respondió Torres recordando la intrepidez que el joven mostró en los lances de la noche anterior—. Puede estar orgullosa.

—Y lo estoy, lo que pasa es que la idea de que un solo centímetro de su piel salga malherida, me quita el sueño. Sé que debe seguir ese camino, es propio de su valor y su hombría, pero un año o año y medio son más que suficientes. Luego que vuelva a mí, entero, y sé que por mí dejará las armas sin dolor alguno. En cuanto vuelva, haré que no desee pasar un minuto lejos. —Sonrió con excesiva picardía, que casi escandaliza al español—. ¿Le parece que soy muy egoísta, señor Torres?

Egoísmos que por amor se perdonan. Encontraron a la hora acordada a ambos oficiales, y juntos tuvieron una agradable mañana de hípica. No pudo ser más grata para mi joven amigo español; gozar de la camaradería recién hallada y de la compañía de una exquisita joven, que derramaba alegría sobre los que la rodeaban. Una mañana de equitación sazonada con la interesante conversación del teniente Hamilton-Smythe, del buen humor de su compañero John De Blaise, y las insinuaciones agudas y no del todo inocentes de Cynthia William.

Como es natural, Torres no tardó en sacar el tema del juego de la noche anterior, y tras eludir con galantería los comentarios de la señorita William, entre elogiosos y burlescos, con respecto al aciago encuentro con les phénoménes de Potts, obtuvo las opiniones sinceras de cada uno. Hamilton-Smythe consideraba la apuesta ganada, como no podía ser de otro modo. Nada, según afirmaba, le hacía creer que lo que vio en la Isla de los Perros no fuera otra cosa que una farsa de vodevil bien urdida. El hecho de no poder decir en dónde estaba el truco, afirmaba el inglés, no restaba un ápice de fuerza a la verdad incontestable de que el hombre no puede imitar a Dios, cuestión que residía en el fondo del reto a su juicio. No tenía intención de cobrar el envite, pues según dijo:

—Ese yanqui sinvergüenza se negará a dar su brazo a torcer, y de seguro que nos someterá a un sinfín de revanchas y nuevos retos, intentando deslumbrarnos con sus trucos de espejo. Además, no quisiera yo repetir una velada tan desagradable como esa con la que nos obsequió el doctor. —En eso estuvieron todos más que de acuerdo. Sin embargo, su amigo De Blaise era de otro parecer respecto al resultado del reto. Consideraba, hasta cierto punto en concordancia con Torres, que el asunto quedaba aún en el aire. Pretendía obligar a Tumblety a que continuara la apuesta, eso sí, en lugar más saludable, lejos de fortuitos ataques de indeseables. No sabían estos caballeros que nada tuvo de casual aquel encuentro, que todo se produjo por mi causa.

—¿No cree, Torres, que debiéramos repetir el juego? Usted no toco pieza… —Lo creyera así o no, él volvía a su país al día siguiente, con lo que era inútil decantarse por esa posibilidad. Cynthia se mostraba deseosa de que «sus caballeros», como empezó a llamarlos, continuaran con la aventura.

—No sea así, don Leonardo, ¿va a marcharse dejando este misterio entre nosotros? Seguro que estos oficiales precisan de su inquisitiva mirada para desenmascarar al doctor Tumblety.

—Me halaga en exceso, señorita William. Estos señores se bastan y se sobran para tal empresa. Es cierto que me gustaría acompañarles, lástima que deba volver ya a mí país.

—Demore un día o dos su partida. ¿O es que acaso le espera alguien allí? ¿Tal vez una joven? —rio divertida.

—Ninguna que pudiera apartarme de su presencia, se lo aseguro.

—No trate de engañarme —le dijo en voz más baja, y en sus ojos, la pizpireta mirada de joven desenfadada se tornó en otra, que mostraba una agudeza insólita en las de su género—. Noto en usted que la belleza no es algo que le nuble el intelecto, ni le tuerza en su deber.

Puede que en general así fuera, tal y como dijo la señorita William, pero la suya era una belleza muy especial, inusual en las féminas británicas, que tienden a la insipidez. Después Torres y De Blaise dejaron que los enamorados se adelantaran discretamente, para permitir las soledades que el amor siempre busca. Ellos quedaron algo atrás, conversando, disciplina esta del diálogo que era difícil de llevar por interlocutores como eran ambos, el español, hombre dado a escuchar más que hablar, y el inglés, un torrente verborreico incontenible. Durante su conversación surgió, no recordaba Torres cómo, el grosero comportamiento del primogénito de lord Dembow, a lo que De Blaise repuso:

—Oh, William Perceval Abbercromby, el sujeto más desagradable del Imperio. Un compendio de celos y envidias fermentados por el tiempo. No es mala persona, y le aseguro que no le tiene a usted por enemigo, ni mucho menos. Su oscuro carácter ensombrece todo su comportamiento. Un hombre brillante para la ciencia, y un desastre en lo social. —Dicho lo cual, pasó a explicarle los motivos de esos comentarios. En pocas palabras me resumió Torres lo que fue una entusiasta y pormenorizada charla por parte del teniente.

Percy Abbercromby amaba a Cynthia, como era de esperar, pues convivir tanto tiempo con aquella criatura iluminaba seguro las almas más sombrías. Cynthia había llegado a la casa Dembow cuando Percy apenas cumplía los nueve años. Era hija, como ya he mencionado, del capitán William, un gran amigo de lord Dembow.

—He visto una fotografía del Capitán —apuntó Torres.

—La que hay en la biblioteca. Esa antigualla es la única imagen que conserva Cynthia de su padre, y entonces el Capitán solo tenía trece o catorce años.

Ambos, Dembow y el Capitán, recorrieron juntos América, en busca de aventuras, pues aunque el joven lord podía vivir con holgura en casa de su padre, tenía un carácter emprendedor muy distinto a este. Allá por mil ochocientos cincuenta, iniciaron un peregrinaje hacia el nuevo continente, buscando abrir miras, como Torres con su viaje europeo. Con treinta años convenció a su viejo padre que esta era una ocasión para encontrar nuevas oportunidades comerciales para los negocios familiares en aquel país, pues el lord, como su hijo después, tenía amplios intereses empresariales, muy superiores a las que las necesidades de su alta posición pudieran exigirle.

Se embarcó por tanto en este empeño con su viejo amigo el Capitán, hombre de extracción humilde cuya amistad mutua había nacido tiempo atrás gracias a una rocambolesca aventura infantil que no viene al caso relatar. Dejó aquí a su mujer, que ya estaba acostumbrada al desapego de su esposo y a su hijo primogénito, por el que sentía casi menor interés que por su cónyuge. Se desposó por obediencia con quien el viejo lord le indicó y nunca le llamó la paternidad. Una vez cumplidas la obligación propia de conseguir continuidad dinástica para su linaje, se desocupó en todo cuanto pudo de su familia directa.

Este no fue el primer viaje de estos camaradas de aventuras, pero sin duda sí el más largo. Se demoró hasta por cuatro años, pese a las continuas demandas de su padre, que viéndose cada vez más enfermo, lo apremiaba para que volviera a casa y tomara las riendas de su heredad. Ese periplo por el Nuevo Mundo, cuajado de riesgos y hechos singulares de la más diversa índole, daría para tres narraciones como esta, a tener en cuenta por lo que me contó Torres; yo no me extenderé. Para nuestro relato solo interesa que allí en América encontró esposa el capitán William, y también encontró la muerte en un trágico incendio naval. Resultó que el buen capitán tuvo una hija póstuma de su enlace, y que su esposa murió durante el parto. Se encontró lord Dembow entonces en tierra extraña, con su amigo recién muerto y la hija neonata de este a su cargo; no cabía otro proceder que volver a casa, a tiempo de despedirse por última vez de su padre.

Acogió a la niña como una más de la familia y la entregó a su esposa para su cuidado y educación. Ella, incapaz de engendrar tras el complicado alumbramiento de Percy, y quién sabe si a causa de la poca atención recibida por su esposo, se dedicó en cuerpo y alma al bienestar de la chiquilla, e inculcó en su querido hijo el deseo de cuidar hasta el desvelo a Cynthia. Con nueve años, enmadrado como estaba, y sorprendido por la aparición de esa pequeña muñequita americana, Perceval se convirtió en el protector personal de la joven. De este modo creció la niña, inundando de luz la morada de estos rancios nobles ingleses, bajo la atenta y cuidadosa mirada de su «primo» y el cariño de su tía.

No es de extrañar que en las condiciones de aislamiento y severidad en que se crio Percy desde un principio, naciera un fuerte sentimiento por la única fémina con la que se relacionaba, que en este caso además se convirtió a la llegada de su primavera en una criatura plena de belleza y encantos.

Sin embargo, nada más lejos de las intenciones de lord Dembow que permitir unos esponsales entre su unigénito y la descendiente de un loco aventurero, por demás que este fuera muy querido y añorado. Tenía otros planes para Percy.

—No me malinterprete, Torres —comentaba De Blaise mientras cabalgaban a paso suave por el parque, viendo a distancia a la pareja que los precedía, observando cómo Cynthia iniciaba jugueteos amorosos con su prometido, no del todo Cándidos para que resultaran atractivos pero sin abandonar la discreción debida. Esfuerzo encantador que no era recibido como debiera por su soso enamorado—. Lord Dembow adora a su «querida niña», y ha sido fuente continua de alegrías y satisfacciones, más aún desde que enfermara. Pero las antiguas familias británicas tienen antiguas costumbres enquistadas, difíciles de extirpar.

—Las familias antiguas de cualquier lado, teniente.

El proyecto de enlazar a Percy con alguien más acorde a su posición no fue en nada dramático para Cynthia, que no sabía de los sentimientos de su primo y que desde luego no compartía, viéndolo siempre como un huraño y bondadoso hermano mayor. Si Percy manifestó alguna intención con respecto a ella a su padre, De Blaise no lo sabía, aunque sospechaba que sí. Desde luego nunca hizo acercamiento alguno hacia la muchacha.

La consecuencia de todo esto era que cuando lord Dembow encontró el pretendiente ideal para su pupila en Hamilton-Smythe, un joven perteneciente a una familia de rancia tradición militar, con suficiente posición para no ser un cazadotes, de carácter serio y enemigo de cualquier veleidad que pusiera el nombre de la casa en boca de unos y otros, instó a su hija adoptiva a que hiciera oídos a los requiebros de este. Ella obedeció, y no solo sus oídos fueron sensibles a las palabras del joven, su corazón acabó en pocos meses rendido por la hidalguía del teniente.

—Circunstancia que, aunque feliz, no puede sorprenderme más —bromeaba en parte De Blaise—. No he visto en toda la tierra caracteres más dispares. El asunto, amigo Torres, es que Harry no es alguien al que Percy tenga en mucha estima, como no lo ha sido ninguno de los pretendientes de Cynthia, yo incluido; más él, que ha sido el único correspondido. Así que cualquier afrenta que le haga a usted, tómela como lo que es: le considera amigo de Harry y por tanto enemigo suyo. Repito que en todo lo demás es un caballero intachable, y no debe temer más que a su mal carácter y a sus detestables modales.

Terminado el paseo, el grupo se dividió. Torres tenía intención de pasar el día en Cambridge, visitando a ciertos profesores de allí para los que disponía de cartas de presentación. Así lo hizo saber, asegurando que no faltaría a la invitación a cenar que de inmediato le hizo Cynthia. La ciudad no está lejos de Londres, y se puede ir y volver en tren en el mismo día. Hamilton-Smythe, viendo la necesidad de intérprete y guía, y no solo conociendo bien la localidad sino que teniendo amistades entre el personal docente, se ofreció a acompañarlo. La señorita William pareció desolada, viéndose apartada de su amado durante toda esa tarde de sábado. Su mirada bastó para que De Blaise se ofreciera a ocupar el lugar de cicerone por su amigo en el acto. Hamilton-Smythe fue inflexible: iría él y no se hable más.

Así dejaron a De Blaise y a Cynthia y fueron hacia la universidad de Cambridge. La visita allí no tiene mayor importancia, a menos que tengan la curiosidad científica de Torres. El teniente Hamilton resultó ser un compañero de viaje excelente. Más versado en ciencias de lo que cabría esperar, como ya habíamos comprobado la noche anterior, fue un conversador ameno y cordial, y amable más allá de la cortesía.

De vuelta a Londres, ambos se separaron hasta la noche. Torres fue a la embajada, a dedicarse a los últimos preparativos para su marcha del día siguiente, y allí recibió otra muestra de las desagradables maneras de Percy Abbercromby. Un mensajero trajo una nota de Hamilton-Smythe, en el que indicaba que el teniente había recibido recado del señor Abbercromby, informándole, de no muy buenos modos, que el señor Torres había dejado unas prendas y ciertos objetos personales en su casa y que como no sabía qué hacer con ellos los enviaba a casa de Hamilton-Smythe. A la vez recordaba que el citado caballero estaba en posesión de botas y ropa de monta propiedad del lord, y que esperaba que le fueran devueltos antes de que el señor saliera del país.

Hasta el momento Torres apenas había reparado que aún llevaba la ropa que le prestaran para su paseo hípico, no era muy atento en las cuestiones de moda, en eso siempre coincidimos. Con el fin de atemperar la descortesía de su futuro cuñado, Hamilton-Smythe, conocedor del incidente, invitó a mi amigo a que, antes de acudir a la cena en casa de lord Dembow, pasara por su casa que no distaba demasiado de Forlornhope, dejando allí las botas del conflicto sin tener que cargar con ellas hasta la cena. Así podría devolver lo prestado, acabar con ese enojoso asunto que tanto preocupaban a Percy, recuperar sus cosas, e incluso si así lo quería pasar la noche allí, para evitar lo incómodo de soportar una vez más la forzada hospitalidad del joven lord. Luego el propio teniente se comprometía a acompañarle a la mañana hasta la estación Victoria, y despedirlo allí. Torres aceptó y así se plantó, ya vestido para la cena y con su equipaje en mano, en casa de Hamilton-Smythe cerca de las siete de la tarde.

A punto de llamar a la puerta, un joven lo abordó.

—Disculpe, ¿puede decirme qué hora es?

—Cómo no. Las siete y diez de la tarde.

—Vaya, es usted extranjero.

—Español.

—¿Un buen amigo del teniente Hamilton? —Esa pregunta lo sorprendió, e irritó en cierta medida por el tono. Se fijó más en el individuo, que tenía un aspecto anodino, como muchos otros que paseaban por esa calle. Nada en él era llamativo, salvo por esa sonrisa sardónica que exhibía ahora.

—Sí… bueno… le he conocido muy recientemente.

—¿Sí? Como veo que visita su casa… claro, el teniente es un hombre muy especial, y tiene muchos amigos.

—Oiga usted —Torres estaba ya incómodo, y se sentía algo violento—, no sé a qué viene esto. Empieza a resultarme algo molesto.

—¿Y por qué le molestan mis preguntas? ¿Hay algo…?

—¿Quién es usted? —Hamilton-Smythe irrumpió en la conversación con violencia, tomando del brazo al impertinente sujeto. Este se zafó de un tirón y echó mano al bolsillo de su chaqueta. Torres me aseguró que, aunque la mano quedó allí encerrada, no dudaba de haber visto, o intuido, un arma—. ¿Quiere que llame a la policía?

—No será necesario. —El tipo sonrió amenazante—. Tan solo pretendo charlar con su nuevo amigo. Estoy seguro que tiene un gran concepto de usted y me interesaba compartir la admiración que a ambos nos produce su persona.

—Márchese de aquí si no quiere… —Dio un paso adelante para enfatizar más su amenaza, y pareció dar resultado.

El individuo se fue, no sin antes sentenciar:

—Me voy. ¡Cuánta agresividad para alguien como usted, teniente!

Se marchó. Hamilton-Smythe se disculpó por tan desagradable recibimiento y luego ambos entraron en su casa, por lo visto había tenido que salir un minuto por algún asunto, y a la vuelta vio a Torres importunado por ese sujeto. Al parecer, no era la primera vez.

Era estúpido ignorar el percance, así que Torres preguntó sin rubor alguno qué había sido aquel extraño encuentro. Desde hacía algún tiempo, aseguró el teniente, aquel y otros individuos de semejantes trazas lo seguían a donde fuera, lo esperaban en su casa; lo hostigaban de un modo intolerable. A eso se habían limitado por algunos meses. El otro día, una semana atrás, habían acosado a un grupo de amigos invitados a su domicilio, y hacía dos días se produjo un altercado cuando molestaron al teniente De Blaise.

—Y eso es del todo inaceptable —dijo muy furioso.

—¿Qué buscan?

—Lo ignoro, aunque tengo ciertas sospechas, que no puedo manifestar en alto sin pruebas.

—¿Ha hablado con la policía?

—Se limitan a observarme y a importunar a quienes me acompañan, no creo que sea un asunto policial. Ya les hemos dado algún escarmiento camaradas míos y yo. Supongo que será un viejo enemigo demasiado cobarde como para dar la cara. He conseguido la atención de alguno que otro a lo largo de mi vida. Lo único que lamento, y que empieza a enfurecerme de verdad, es que este ataque indigno moleste a mis amigos, como usted.

Y eso fue todo. Como se acordó, fueron juntos a casa de los Dembow y la cena fue excelente. Percy Abbercromby se comportó inusitadamente bien, amable, cordial e incluso resultó un ameno tertuliano, para sorpresa de todos.

—¿Ya esss… esstá? —pregunté aburrido.

—Casi.

A la mañana siguiente, salió hacia la estación en compañía de Hamilton-Smythe, pero antes quiso volver a despedirse de su amable anfitrión, y tal vez, por qué no, ver una última vez a la señorita Cynthia. Encontró la casa presa de una fuerte agitación. Cuando él y el teniente llegaron, Percy Abbercromby salía apresurado y de mala cara, aunque en él no era esto nada que sorprendiera. Por supuesto, no hizo ni el amago de un saludo a los visitantes. Un accidente en los muelles, en Millwall, según contó el servicio sin entrar en mucho detalle. No era poco común que las casuchas, almacenes y dependencias que se alineaban a la ribera en las instalaciones portuarias de la Isla de los Perros prendieran en llamas por cualquier causa. Decían que en esta ocasión el incendio se había extendido bastante, siendo en proporciones el mayor que muchos recordaban. Los buques apagafuegos llevaban toda la noche faenando, proyectando el agua del Támesis contra las llamas…

—¡Ese d… día…! —interrumpí, una vez que por fin encontraba algún dato familiar en todo ese relato—. Esa noch… noche fue cuando yo…

—En efecto. La noche pasada, según me contó usted, tuvieron ese encuentro sus antiguos compañeros y los hombres capitaneados por Tomkins, el mayordomo de lord Dembow. Yo entonces nada sabía de sus aventuras, don Raimundo, ni de que el almacén donde viéramos al Ajedrecista era el foco de ese incendio, usted mismo dijo que se enteró más tarde de que había ardido.

—Sí. Fue un inccc… incendio muy grande.

—Hay mucho fuego en esta historia. Entonces no di ninguna importancia al hecho, y no sé cuánta darle ahora, si le soy sincero. Ni siquiera me llamó la atención cuando a la salida de la casa, minutos después, me topé a la cocinera sentada en una silla, ocultando llantos en soledad. Cuando Hamilton-Smythe y yo le preguntamos, nos dijo que había habido heridos en el incendio, sin especificar nombres. «Otro maldito fuego —dijo—, dicen que han visto por ahí a Jack el Saltarín…».

—Es más fácil acusar de las desgracias a personajes míticos que a la negligencia de los hombres, o a su maldad —continuó Torres—. Ese almacén ardería durante la refriega, o tal vez prenderlo fuera la última villanía de su antiguo jefe. Por cierto, ¿ha vuelto a saber algo de él?

—No. —Nada sabía de Potts. Puestos a aventurar, lo más seguro es que estuviera muerto. En todo caso a mi viejo patrón se lo había tragado el abismo, ese que devora a los que ocupan el escalafón más bajo en todas las ciudades del mundo, el mismo que me devoraría a mí.

Ese asunto del incendio no era lo que Torres quería contarme. Su interés era en la despedida que hizo a Dembow, o para ser más preciso, en los prolegómenos de ese encuentro. Al llegar a la casa del lord, tras la sorpresa de la conmoción reinante por el desastre del puerto, le dijeron que el señor estaba recibiendo a alguien en su biblioteca. Muchos abogados y miembros de aseguradoras estaban ya en la casa, y supuso que era a ellos a quién atendía. Pidió que transmitieran sus saludos, y se dispuso a irse, pero un criado insistió en que se quedara, que en unos momentos podría pasar. Aguardó, y a los pocos minutos las puertas se abrieron de golpe y un airado doctor Tumblety salió, pavoneándose con sus ropas llamativas y congestionado de ira.

—Tendrá noticias mías, señor, se lo puedo asegurar —dijo, casi lo gritó, e inclinando la cabeza ante el teniente y Torres, salió de la casa, subió a un blanco corcel que lo esperaba y desapareció por completo de la vida del español.

Lord Dembow les recibió junto a su secretario personal, hombre muy eficiente con quién estaba despachando abogado tras abogado, recaudador tras recaudador, atraídos por la desgracia de la familia. Lo único que comentó a la reacción del doctor indio fue:

—A los mentirosos les cuesta enfrentarse a sus mentiras.

Torres se despidió de todos, tomo su tren y volvió a España. Su vida continuó, conoció a su actual esposa, se casó con ella, tuvo hijos, trabajó en el ferrocarril de su país, cambió de domicilio, y apenas volvió nunca la cabeza hacia el norte, hacia esos extraños días en esa enmarañada ciudad, conviniéndolo todo en un recuerdo, en una vieja historia casi soñada. Quién le iba a decir…

Ya… Ya veo que han quedado tan pasmados como yo aquel once de septiembre del ochenta y ocho. ¿A qué venía toda esa historia de educados caballeros disfrutando de sus educadas distracciones? Yo, menos discreto que ustedes, hice saber mi queja sin disimulo alguno:

—¿Ya está? —repetí enojado—. ¿Quiénes era esss… esos tipos que seguían al t… al t…?

—No lo sé… aunque hice mis conjeturas, bien fundadas creo yo tras las observaciones del día. Durante la última velada con la familia, comenté el tema al teniente De Blaise con franqueza. Era un asunto molesto, sobre el que pensé que todos los allegados a Hamilton-Smythe tendrían algo que decir, y si se lo dije a él fue por su carácter más abierto. No me aclaró nada de viva voz, se limitó a mirar de modo significativo hacia Percy Abbercromby, quién reía y disfrutaba como un niño en su cumpleaños. —Miré sin entender nada—. ¿No lo ve? Ay, don Raimundo. He oído decir que cuando al káiser Guillermo… Guillermo II le comentaron que en el Imperio Británico no se ponía nunca el sol (cita por cierto que los ingleses nos arrebataron, se decía antes de nuestro imperio que del suyo), contestó que no le extrañaba, porque Dios no se fía de los británicos en la oscuridad. No se ofenda, don Raimundo, usted solo es inglés de nacimiento, pero tiene alma de español. Y desde luego es injusto criticar a todo el país por el comportamiento de Perceval Abbercromby, he encontrado personas honestas y cabales, tantas aquí como en mi patria. Aun así creo que si la envidia es el pecado propio de los míos, la miseria en el comportamiento y la mentira no les es ajena a los británicos, y juraría que esos hombres que atormentaban a Hamilton-Smythe cumplían órdenes del heredero de lord Dembow. Tal vez detectives privados contratados para espantar al prometido de su amor secreto, o para encontrar turbios asuntos en el pasado del teniente que mostrar al lord, y evitar así una boda. No lo sé, puede que no sea más que mi imaginación sobreexcitada estos días.

—P… pero no entiendo q… q… qué tiene que ver…

—¿Sigue sin ver lo estrambótico de esos días? Eso… Eso… Eso es debido a que aún no le he contado todo. Saltemos una vez más en el tiempo y volvamos a mis andanzas durante su lamentable cautiverio. Fui ayer temprano a Forlornhope, a saludar a lord Dembow, esperando que hubiera regresado de la boda. Así fue, me recibió Tomkins, y me comunicó que todos estaban de vuelta. Lord Dembow había decidido quedarse unos días en el campo, reposando de los ajetreos de las nupcias, y con él su sobrina y el marido de esta. Allí estaba el señor Abbercromby, vuelto ya de su fin de semana artístico, quien accedió a recibirme.

»Ninguna prevención tenía contra este señor.

»Ninguna.

»Sabía todo lo que le he contado respecto a su despecho contra Hamilton, pero no le daba la importancia que le doy ahora. Solo le recordaba como un caballero desagradable, y supuse que lo estaría mucho más a consecuencia de la boda. No estuve muy atinado en mi pronóstico esta vez. Fue cortés. Fue cortés dentro de lo que cabe. Debe haber cumplido ya los cuarenta —como yo, pensé, aunque seguro que mi aspecto era mucho peor—, y la edad le ha conferido cierta pátina de sobriedad. Ahora es un hombre adusto y seco más que antipático y descortés. La visita fue breve, no daba para más. Él me recordaba, más de lo que habría esperado. Presenté mis respetos, pregunté por el estado del lord y de la feliz pareja. Todos bien, me dijo… felices, su padre agotado pero contento por la dicha de su pupila. Se interesó por mí, y por el tiempo que pensaba quedarme y repitió al menos tres veces no solo que era siempre bienvenido en esa casa, sino que consideraría una ofensa el que no la frecuentara lo más posible mientras estuviera en Londres. Al poco rato, rechazando como pude sus invitaciones para tomar un té o un licor… me desp… pedí.

—Por supuesto que volveré a visitarles —dije—, y espero… ver a lord Dembow.

—Creo que en un par de días vendrá a la ciudad.

—Pues… por si no le veo, trasmítale mis mejores deseos y mi enhorabuena. A él… y la señora Hamilton-Smythe.

—¿A la señora…?

—Sí… a su prima.

—Oh, entonces usted se refiere a la señora De Blaise.

Tras…

Tras una hora larga de relato tedioso, por fin me desperté, a punto de corregir lo contado por mi amigo. Su mirada… me dijo con claridad que no… no había sido un equívoco.

—Será… Ham… ¿y el teniente…?

—Hamilton-Smythe… está muerto, don Raimundo… muerto.