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—Ya está bien… —La vela casi se ha extinguido. Pone otra en su lugar y cierra la novela. El silencio es absoluto, sepulcral. Si abandona la lectura es imposible que no caiga rendido.

Aun así, permanece despierto, durante nueve velas. Se rinde cuando está por amanecer, o eso hemos de intuir, porque la luz del día no entra nunca en esos sótanos. Vuelve a su cuarto deprisa, sin los titubeos del viaje de ida. Allí toma pluma del bolsillo de su abrigo, y arranca la última cuartilla del folletín. De rodillas escribe sobre la cama, procurando alejar la luz de la vela con la que se alumbra de las resmas de papel viejo que lo rodean. Escribe como un prisionero garabateando una nota de auxilio. Pero no pide socorro. La nota dice:

Señor Aguirre, ¿quién es el asesino?