Jim Billingam nunca imaginó que se hubieran escrito tantos libros. Miraba los anaqueles abarrotados de polvorientos volúmenes, ocupando todas las paredes de la habitación más grande que había visto jamás, imaginando la edad que debía tener la persona que los había leído todos.
—Si no sales de aquí de inmediato, morirás.
Jim se quedó muy quieto. Llevaba dos semanas en Château Ravin, y no se había atrevido a salir de la pequeña vivienda que compartía con su padre, ni mucho menos cruzar el camino de los abruptos acantilados hasta el negro edificio principal. Al oír aquella voz aflautada a su espalda, en lo primero que pensó fue en cómo iba a explicar a su severo padre qué había ido a hacer allí, cuando el pobre hombre encontrara el cadáver de su único hijo.
Muy despacio, notando el sudor que corría por su espalda, dio media vuelta. Un hada azul se había materializado en el centro de la biblioteca, de pie, mirándolo, más que eso, traspasando su joven cuerpo con la mirada hasta alcanzar los lugares más tiernos de su alma, hasta el punto que Jim tuvo que hacer acopio de todo su valor para resistir el poderoso hechizo gris de esos ojos. Y todo ese valor era mucho para un chico de once años recién cumplidos, suficiente para atreverse a carraspear, dar un paso adelante y decir:
—¿Tú vas a matarme?
—No —dijo el hada, transformándose al hablar en una niña—. A mi padre no le gusta que nadie ande por aquí. Él va a matarte.
—No he hecho nada.
—Mi padre no necesita motivos para matarte. Es tu amo, y puede hacer lo que le venga en gana. Si yo se lo pido te matará.
—Nadie es mi…
—Tú eres el hijo del preceptor Billingam, ¿verdad? Tu padre trabaja para mí, así que tú también estas a mi servicio.
—Déjame en paz. —Jim dio la espalda, enfadado consigo mismo más que con la niña, con esos desconocidos sentimientos que afloraban en su tierno corazón.
—¿Sabes leer?
—Que me dejes.
—No sabes. Tienes dos años más que yo y no sabes leer.
—Déjame.
—Esta es mi casa y puedo estar donde quiera. Y decir lo que quiera.
—Di lo que quieras.
—No sabes leer.
—Déjame en paz.
—Eres tonto. No sabes leer.
—Déjameeeeeeeee.
—No sabes leer.
—Sí sé.
—No.
—Sí.
—Eres tonto y no sabes leer.
Jim era un muchacho apacible, pero no aguantó más. Dio media vuelta de golpe, amedrentando a la niña que dio un saltito hacia atrás al ver a esa vorágine de ira de once años cernirse sobre ella.
—Jim. —Fue la voz de su padre la que le hizo detenerse avergonzado. El profesor Billingam estaba en la puerta, junto a un hombre de imponente altura—. Ven aquí.
Jim avanzó temeroso, mientras la niña quedaba sonriente, jugando distraída con el vuelo de su falda. La llegada a la mansión sobre los acantilados tras el largo ascenso bajo la lluvia, le había sobrecogido y preparado para cualquier maravilla, no para la presencia del señor de la casa. Era enorme, vestido de negro de pies a cabeza como un reverendo, y con una melena blanca que caía sobre sus hombros, de mirada intensa y azul a la que nada se ocultaba. Jim lo miró y supo en ese instante que el viejo conde sabía que hacía un segundo, llevado por la furia, había intentado pegar a su hija.
—Señor —dijo su padre—, este es mi hijo, James Stuart. Hijo, este es monsieur Louis Felipe Faubert, conde de Gondrin y vizconde de la Tour Aubelle. Desde ahora entrarás a su servicio, y al de su hijo. Espero que nos honres tanto a él como a mí.
El conde estrechó la mano de Jim, con fuerza, sin apartar sus ojos de fuego de los del muchacho, y habló con voz de trueno en la que no quedaba una brizna de los suaves tonos de su Francia natal.
—Señor Billingam… interesante. Sea bienvenido en mi casa. —Después de soltarle y recuperar su titánica figura, continuó mirando a su hija—. Sepa que su padre es muy querido y respetado en esta casa, espero que esté a su altura.
—Gracias, conde.
—No es halago, profesor, me limito a constatar un hecho. A usted, señor Billingam, no se le exigirá menos que a su progenitor. Espéreme ahora aquí, mientras acompaño al profesor a la salida. Camille, ven con nosotros.
Jim quedó de nuevo solo en ese santuario de antiguos volúmenes, que lo atraían y le producían cierta temerosa reverencia a la vez. Le gustaba leer. En aquella isla no había otra cosa que hacer, no había otros niños, nada, solo la casa y el furioso mar rompiendo contra las piedras negras y afiladas una y otra vez. Aún joven, ya había leído un buen montón de libros, y sin embargo nada de lo que vio allí le era familiar. No había libros de historia, ni atlas o biografías de personas de renombre, ni tratados de aritmética o libros de poesía. Tampoco novelas de aventuras, su pasatiempo favorito aunque a su padre el profesor le pareciera una lectura en exceso frívola y poco edificante para un muchacho de su edad, y tampoco historias románticas o piadosas. Por el contrario, sí abundaban los libros de temas mitológicos y de leyendas, materia esta en que Jim estaba muy versado para su edad, y que su padre, profesor y amante de la cultura clásica, aprobaba y fomentaba en su hijo. Pero la mayor parte de aquellos anaqueles estaban repletos de volúmenes oscuros de indescifrable temática, de los que emanaba el misterio de lo arcano y lo prohibido. Tomó uno: De Tinctura Physuicorum, escrito por un tal Paracelso. Lo ojeó fascinado, sin entender nada de lo que allí se contaba, un extraño tratado que bailaba entre la ciencia y la magia, entre el rigor de la alquimia y el veleidoso capricho de lo sobrenatural. Siguió mirando títulos, nombres de autores, de sabios que años después le acabarían por ser tan familiares: Claudio Hermippus, Johannes de Philadelphia, el muy misterioso conde Saint Germain, Salomón Trimosín, el ocultista toledano Don Enrique de Villena, Jan Lallemant… alquimistas, brujos, eruditos, sabios, criminales, santos, monstruos…
La presencia fría que erizó los pelos de su nuca fue más inquietante que todos esos libros misteriosos. El conde estaba a su espalda ocupando toda la sala con su mirada.
—Señor Billingam, imagino que se estará preguntando al respecto de la naturaleza de las labores que tendrá que desempeñar aquí, en mi casa.
—Disculpe, señor… solo sentí curiosidad…
—No se excuse por tal circunstancia. Aquí, bajo mi techo, la inquietud intelectual siempre será bien acogida. Podrá leer cuanto y cuando quiera. Lo que nos ocupa ahora es su trabajo aquí, para el que su padre ha ponderado tanto sus aptitudes, ¿quiere saber los detalles?
—Por supuesto, señor. Si no es molestia.
—A partir del día de hoy se dedicará a atender a mi hijo. Quiero que sea su condiscípulo, su compañero de juegos, su rival en el deporte, su amigo si tal circunstancia llegara a producirse. ¿Entiende?
—¿Cómo…?
—Su padre le habrá informado que a partir de hoy residirá aquí.
—Sí, señor.
—Pues eso es. Vivirá con mi hijo, eso es todo lo que se le requiere. Recibirá una educación que jamás podría obtener dada la posición de su familia, debe agradecer esta oportunidad.
—Lo hago, señor.
—Debe cumplir simplemente las normas de esta casa, lo que es natural, y una en especial: en lo que a usted respecta, mi hijo es como yo, su palabra es la mía, ¿entiende?
—Sí, señor.
—Bien. Le acompañaré a conocerlo, y a conocer sus habitaciones. —Se apartó de la puerta, cediendo el paso al asustado Jim. Él avanzó y al pasar junto al conde, este puso una mano sobre su hombro, cuyo tacto y presión le pareció aún menos acogedor que el de la propia muerte. Apretó con fuerza hasta hacerle daño, y entonces dijo—: Una última indicación, señor. No vuelva a molestar a mi hija. En realidad, no tiene por qué dirigirse a ella, le prohíbo que hable con ella. Supongo que no habrá ningún inconveniente en ello.
Podría protestar, argüir que fue la preciosa Camille quien le habló primero y quien se esforzó por sacarlo de quicio. Prefirió callar. De hecho, esa última instrucción que le diera el conde pensaba llevarla a cabo a rajatabla, aunque no hubiera sabido los deseos del padre de Camille. Siguió caminando en silencio por los interminables salones del castillo, guiado solo por la presión firme de la mano cruel de su nuevo amo.
El majestuoso château del conde Gondrin se extendía sobre una extensa propiedad junto al mar, en la parte más alta de la isla, cerca de los acantilados, pero no asomándose a ellos. Había un segundo edificio, la Tour Isolée, una torre delgada y alta que, esa sí, casi caía al mar de lo inclinada sobre las escarpas que estaba. La llamaban la Torre del Loco o a veces la Torre del Suicida, pues ya desde la distancia su imagen causaba vértigos, cuanto más el vivir en ella. Esta atalaya inclinada sobre el océano comunicaba con el castillo a través de un alto puente cerrado, colgado entre ambas vetustas construcciones a treinta pies de altura, tan inquietante como el edificio al que conducía. Llegaron al acceso del Puente Cerrado, que del lado del castillo no parecían sino otra más de las pesadas puertas de roble que abundaban en cada planta. El conde se detuvo y extrajo una llave vieja, que tendió a Jim.
—Tome —dijo—. Esta llave abre tanto esta puerta como la que da a la torre, al final del puente. Es suya, señor Billingam, y solo suya. Usted tiene completa potestad para cruzar el puente de un lado a otro cuando se le antoje, mientras mantenga cerradas siempre las puertas. ¿Entiende? Esta llave le pertenece, y usted se responsabilizará de ella, no pudiendo confiársela a nadie más, salvo a mi persona, claro está.
—¿Ni a su hijo de usted, señor?
—Especialmente no debe dársela jamás a él. Abra la puerta. —Así lo hizo—. Entienda, señor Billingam, que mi hijo no puede abandonar jamás sus aposentos, dado lo delicado y peculiar de su salud. Adelante, crucemos.
El Puente Cerrado era un lugar frío. A esa altura, el viento que atravesaba las almenas decoradas con grotescas gárgolas era cortante, cargado de olor a sal, y helado como el invierno del País del Invierno, tan fuerte, que Jim tuvo que apoyarse en las columnas que sustentaban de trecho en trecho el techo de teja que cubría la pasarela, serias columnas decoradas con imágenes de antiguos reyes decapitados. Farolillos de metal oscilaban colgados del techo, balanceándose a las órdenes de Eolo y añadiendo su chirriar a la sinfonía natural del mar, música siniestra a oídos del muchacho. El ambiente era un espejo del sentimiento pavoroso que inundaba a Jim, y que le hizo hablar por dejar pasar el tiempo, pese a lo desagradable de su interlocutor.
—Señor, ¿cómo se llama su hijo?
—Como yo.
—¿Y he de tratarlo…?
—Cierto, precisa un tratamiento, y el llamarle Louis me parece demasiado informal… es por derecho barón de Montrevere, como tal podéis tratarlo.
Llegaron al extremo contrario del puente. Terminaba en otra puerta similar a la primera, aunque de aspecto algo más recio y tosco. Jim miró con timidez, temeroso de obrar sin consentimiento. El conde lo animó a abrir esa puerta. Allí detrás estaba el hijo del conde, su condiscípulo, su compañero de por vida, un muchacho que jamás había abandonado ese lugar sobre el océano, criado al arrullo del mar furioso, sin conocer nada, salvo aquello a lo que su severo padre permitía el acceso a su prisión. ¿Qué clase de enfermedad le había confinado allí? ¿Qué tara o deformidad avergonzaba tanto a su antigua familia para enclaustrarlo de por vida? ¿Qué monstruo lo esperaba?
Abrió la puerta. Tras ella, de pie con las manos a la espalda, estaba el joven Louis Fauvert, barón de Montrevere. Era un muchacho de la edad de Jim, alto y delgado, de aspecto más que saludable, muy hermoso, de rostro casi femenino, cabellos dorados y vestido del mismo rígido negro que su padre, quien los presentó.
—Como ya te anuncié, este es el señor Billingam, tu compañero desde hoy. Señor Billingam, le presento al barón de Montrevere.
—Señor Billingam… interesante —dijo el joven barón, sonrió y le tendió una amistosa mano—. Sea bienvenido en mi casa.