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Lento no duerme esta noche. Aunque el miedo y la tensión deben haberlo agotado, se esfuerza en no cerrar los ojos.

Tal y como su compañero le contara, aquella celda inmunda y falta de todo confort está abarrotada de documentos, documentos que para un erudito como él son golosinas. Las cartas… conoce muchas de ellas, ha leído copias, incluso recuerda la desaparición de algunos de los originales. Otras son una novedad. Los escritos sobre Torres y sus hallazgos resultan demasiado enjundiosos para sus conocimientos científicos, muy dispares de los históricos. También hay fotografías, imágenes de Londres y sus calles, una foto de grupo donde se ve toda la dotación de una comisaría posando ante un edificio, una foto antigua, casi desvaída que muestra a tres muchachos posando atolondrados sobre una barca…

Todo parece fascinante y entre todo destaca el bastón. Una elegante vara de fresno con una extraña empuñadura tallada en forma de cabeza humana. Un hombre, o tal vez una mujer de rostro anguloso, cubierto por una capucha o un pañuelo. Sobre la caña del bastón hay lacado un círculo en el que se lee la siguiente inscripción:

PRESENTED

TO

INSP. ABBERLINE

as a mark of esteem

by 7 officers

engaged with him

in the Whitechapel

murders

of 1888

—Siete oficiales… ¿cuáles? Reid, Moore, quizá Andrews, Nairn… los sargentos Thick, Godley, Pearce… difícil, hubo muchos policías. —Se da cuenta que está hablando solo, y empieza a reír—. No estoy hecho a la soledad… Vuelta a reírse. Se levanta del colchón, inquieto. Abre la puerta con cuidado. Fuera todo es oscuro.

Antes de salir toma una veintena de velas. Hay un cubo lleno de ellas, luz no le va a faltar. Cuando las coge mira a su lado, sobre una de las cajas llenas de cartas y papeles, ve unos librillos amontonados, con una ilustración recargada en la cubierta; una greca formada por rosas y calaveras entrelazadas que rodea el título:

El 13.er trabajo de Heracles

por

M. R. William

Una novela por entregas, un folletín. Coge el primer librillo. Sale del cuarto, su celda, y camina a oscuras por el sótano, tan despacio como se mueven las estrellas en el cielo que ahora no ve. Apenas hace ruido, sus pies, descalzos sobre el frío y la suciedad, no suenan más que los de la pequeña fauna que llena el laberinto, ni que las humedades goteando aquí y allá.

Poco a poco va acelerando el paso, a medida que su soledad se manifiesta casi absoluta y sus pupilas, dilatadas al máximo, aprovechan el mínimo brillo que pueden encontrar. Solo la cautela por no tropezar con obstáculos ocultos en la oscuridad lo retiene. Llega, un poco por azar y otro gracias a su buena orientación, al lugar donde el día anterior Alto viera al oso bailar. Se agarra a los barrotes y espera, muy quieto. Es imposible ver nada. Pasa un tiempo allí, hasta que un estornudo lo sorprende. Tapándose la boca aguarda, su mano busca a tientas algo, un arma.

Nadie responde a su descuido, nadie acude, su captor confía más en las buenas cerraduras y candados que en una vigilancia más activa. Vuelve a caminar, a recorrer las oscuridades. Llegado al cuarto donde reposa el señor Aguirre, lo nota por las puertas batientes, encadenadas ahora, y el estrecho ventanuco acristalado. Prueba a entrar, está bien cerrada.

—Mierda… —Es un susurro que muere devorado por el polvo y la soledad. Permanece ahí. Debiera ser imposible no dormirse en esa situación, solo en la oscuridad, sin nada que ver ni oír. Ni siquiera la respiración de quién yace tras esa puerta llega a sus oídos. Sin embargo, mantiene la vigilia. Será el miedo lo que impide que se duerma.

Demasiada oscuridad. Enciende un fósforo.

Nada. Ningún sonido. Insectos noctámbulos alejándose de la pequeña llama.

Arrima el misto a una de las velas. Espera a que algo de cera se funda y la pega sobre el brazo de una pequeña silla, y sentado bajo la protección de esa luz, lee, procurando que cada palabra dure el doble, ahuyentando al sueño.