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—Necesitamos la luz. —Yo desde luego no la necesitaba. Tumblety repetía esta frase con exasperante insistencia. Lo único que precisaba eran sus conocimientos como médico, y por ellos era por los que tuve que soportar su espantosa presencia tanto tiempo. Aseguraba que aunque lo hiciéramos a plena luz del día, las buenas gentes de Londres no repararían en nosotros. Lo dudaba, es difícil creer que nadie se fije en mí.

Ese viernes, sin embargo, salimos de noche. Mis necesidades ya me urgían; no soy persona resignada en absoluto, y reconociendo posible y cercano el final de mi tormento, la impaciencia me empujaba con apremio de amante.

—Claro —me dijo Tumblety—, no se apure. La torpe policía de este país da palos de ciego, nunca podrán encontrarla. Vayamos. —Y no objetó la ausencia de luz, mejor; era para mí un sufrimiento intolerable el pasear por las calles de esa ciudad que me aborrecía, alejada de mi felicidad y tan cerca de ella a un tiempo.

Salimos pasada la media noche y seguimos la rutina de las dos ocasiones previas, incluyendo la cháchara aborrecible de Tumblety, de quien iba colgada del brazo para evitar aproximaciones inoportunas. No cesaba de hablar, de atormentarme con sus comentarios.

—Señora, puede elegir a la que más le guste, no se apene, estas hijas de Babilonia no merecen la compasión de los justos…

¿Y yo? ¿Existía en todo el Imperio un alma de ternura capaz de compadecerme? ¿A mí? ¿Al Monstruo? Seguro que sí, caballeros, si esa ciudad supiera como ustedes saben de mi dolor. ¿En qué otra cosa que no en mi persona puede transformarse quien ha sufrido innumerables desdichas, injustificables crueldades? ¿Cómo una criatura cuya única culpa fue amar, y cuya dedicación fue hacer el bien a aquellos que la rodeaban, podía verse como yo me vi? ¿Dónde cabe en mi historia la misericordia divina?

Recorrimos todos aquellos establecimientos inmundos que ya empezaba a conocer, sumergida en ese ritual previo de desconocida finalidad. Creo entender que Tumblety pretendía de este modo imbuirme de valor, un valor que desde luego él no poesía. Mostrándome aquellas desgraciadas para las que no encontraba destino mejor que el de mi chuchillo, despreciándolas como a todo el género femenino en su repugnante paroxismo homosexual, trataba de indicarme lo fácil que era matar a cualquiera de ellas, y lo terapéutico que resultaba para la sociedad la eliminación de esas criaturas.

No entendía los motivos de mi búsqueda y mis recelos, aunque los conociera, la esencia de mis actos escapaba a su depravado intelecto. No era la piedad, la compasión o el remordimiento lo que me hizo ir de local en local, rechazando a cada candidata que él proponía. Ni el afán por administrar justicia era lo que me hacía seguir buscando, que Dios se vale por sí solo para premiar o castigar. Era el amor lo que alimentaba cada uno de mis actos. Una obra de amor superior a cualquier soneto del Poeta, en la que en lugar de versos emplearía a las más envilecidas de las hijas de Eva y a sus cuerpos muertos; debía ser escrupulosa en la elección por tanto. Consideré mis dos actuaciones previas como ensayos y decidí que esa noche iba a ser la definitiva.

Cansado de mí y mis continuos rechazos a cualquier mujer que él me sugiriera, e incapaz de recriminármelos, me instó a que dejáramos las tabernas y fuéramos, ya pasadas las doce de la noche, a recorrer las calles donde las putas ejercían su innoble trabajo. Allí tomé yo la dirección de la caza. Tumblety me condujo hacia una calleja que a menudo utilizaban esas mujeres para sus transacciones. Y allí, en las sombras, aguardamos. Yo podía mantenerme quieta y en silencio, haciéndome invisible a todo el mundo, aprovechando la falta de luna, pero el americano no. De continuo quería abordar a las mujeres, mostrándome lo dóciles que eran al acercarse a su fin. Él planeaba eso: acercarse a ella y que yo descargara mi cuchillo por su espalda. No, siempre debe haber un atisbo de nobleza, hasta en la brutalidad. Debíamos proceder de otra forma, una que no era del gusto de mi desagradable compañero de asesinatos. Él llegaría a algún acuerdo para obtener los favores de una mujerzuela, y cuando ella lo condujera a un callejón, o a un patio oscuro donde descargar sus vilezas, llegaría yo. La mataría y la vaciaría de todos los órganos que manchaba cada día en que permanecía viva. Debía hacerse con suma cautela, nadie podía vernos y eso requería de paciencia y valor, virtudes de las que carecía Tumblety.

—Elijamos un lugar, señorita —dijo tras casi dos horas de deambular sin que yo encontrara nada satisfactorio—. Aquí está bien. —Era la calle Hanbury—. Muchas de ellas utilizan los patios traseros de estas casuchas, son discretos, los hay que permanecen abiertos o tienen las cerraduras rotas, y servirán tan bien a nuestro propósito como a los suyos.

—¿Está comparando lo que voy a hacer con lo que hacen ellas, señor mío?

—En absoluto —se azoró—. Me he expresado mal. Lo que quería…

—Es suficiente —interrumpí temiendo alguna servil disculpa.

Nuestra relación había cambiado desde el último incidente. En un principio, mi miedo por salir a las calles había envalentonado al truhán, volviéndose sardónico y ofensivo hacia mi persona, disfrutando con el pequeño tormento que sus insinuaciones y hasta su contacto podían procurarme. Ahora era muy distinto, su enfermedad, su depravación y su locura le impulsaban a seguir junto a mí, a ayudarme en mi propósito, que ya no era tan de su agrado, pero se abstenía de casi todo contacto y era él el asustado y el pusilánime. Una vez puesto en su sitio, continué en susurros:

—Me parece buen lugar, pero debemos cerciorarnos de que nadie vea lo que hacemos. Primero acérquese a una de esas mujeres y consiga que le lleve a un lugar apartado. Sea sutil, por amor de Dios, deje que ella le conduzca. Una vez allí, con discreción, compruebe que el sitio es seguro, que nadie observa y que tendremos el espacio y la calma precisa para actuar. Y márchese. Si juzga el sitio apropiado, allí llevaremos a la elegida, o a ser posible usted se dejará llevar por ella de nuevo, con el disimulo y la tranquilidad apropiada. La vez pasada… en medio de la calle. Eso fue una temeridad innecesaria, aunque comprensible tras nuestro aciago encuentro…

—¿Pretende… que yo? —La idea de entrar en contacto con aquellas mujeres, al margen del contacto asesino, le resultaba repulsiva.

—No será necesario que consume el acuerdo con la dama, por supuesto. Ni necesario ni conveniente para nosotros. Una vez observado el lugar con detenimiento, no le será fácil abandonarlo, fingiendo algún disgusto —poco tenía que fingir el falso doctor—, algún desacuerdo con el dinero, lo que fuere… ¡por Dios! Es vergonzoso que sea yo quién tenga que explicarle estos términos. —Vergonzoso y sucio.

—Tengo entendido que usted antes conocía bien… la vie joyeuse… —Le crucé el rostro. El golpe casi derribó al americano, y vi un odio frío y profundo encenderse en su alma. En ese instante, decidí que una vez terminada mi ordalía, él debía morir. Frank Tumblety sería mi última víctima, el telón que dejara atrás tanto dolor y diera paso a la vida plena que me había sido negada.

Mi violenta reacción acabó con sus sarcasmos y su charla patosa, no hizo lo mismo con su reticencia a abordar a alguna prostituta. Ya no solo por las náuseas que le provocaban el contacto con esas mujeres, con cualquier mujer menos conmigo, sino por el miedo cobarde a verse involucrado más de lo imprescindible para saciar sus diabólicos apetitos, y arriesgar así su pellejo.

—No lo veo necesario —dijo, restañada la herida de su labio, no su dignidad, de la que carecía—. Estos patios son oscuros, ellas los buscan por los solitarios que quedan a estas horas y…

—Dice que están junto a las casas, con gente durmiendo a pocas…

—Que están habituados a oír toda clase de sonidos nocturnos. Por otro lado, cuanto menos me relacione y hable… hablemos con estas mujeres, más dificultaremos una identificación o…

—Hará lo que le digo, doctor, si quiere continuar conmigo.

Accedió. Mi compañía, mi reciente amenaza física, y esas noches de espanto eran insustituibles para él. Al igual que en mí, el Diablo le había hundido sus dedos ganchudos en el corazón.

Observé cómo abordaba a una mujer que pasaba, y tras un breve intercambio de palabras, ambos caminaron hacia una de las casas. Creo que era Tumblety quién eligió el lugar, cosa que me molestó. Ambos entraron por la puerta del número veintinueve. Me asusté. Aunque el yanqui asegurara que esos accesos daban a patios interiores, por lo general desocupados a esas horas, no tenía otra certeza que su palabra. Y dudaba mucho de su sigilo. No lo hizo mal, debo reconocer su utilidad en aquellos desagradables y necesarios menesteres.

Pronto volvió a salir la mujer, cuatro o cinco minutos se demoraron allí dentro. ¿Por qué tanto tiempo? Salió apurada, no corriendo, pero con más ligereza de lo normal. Miró a un lado y otro, yo me arrebujé en la oscuridad, dejé de respirar, casi detuve mi corazón rezando por no ser vista. Así fue, la mujer marchó. De inmediato apareció Tumblety, que tampoco me vio. Salí a su encuentro y me lo llevé a las sombras.

—¿Y bien?

—Como ya le dije, un lugar tranquilo, aunque hiciéramos ruido y los vecinos nos oyeran, nadie se extrañaría con todas esas putas frecuentando estos sitios. Esa perra salió corriendo y asustada, y no llamó la atención por nada.

—¿La asustó?

—Sí. La puta se apoyó contra la cerca, se subió sus faldas, dispuesta a… asquerosa. En cuanto vio mi mirada tembló. Ya saben lo que yo traigo…

—Es usted un necio, doctor. —Lo tomé por las solapas de su abrigo, y su petulancia desapareció—. Usted no trae nada, su aportación a esta asociación nuestra es testimonial, y a medida que se hace más desagradable empieza a ser prescindible. ¿No cree que esa mujer recordará bien su cara, que podrá identificarle y…?

—Señora mía —dijo con más calma de la que esperaba encontrar—, si teme que esa mujer testifique algo, no debiera haber permitido que fuera con ella. Si su plan era ir con una de esas al lugar que vamos a utilizar, antes de entrar con nuestro objetivo, es imposible que esa mujer no vea algo, y muy probable que lo comente a las autoridades. Se lo advertí. —Tenía razón. Debía reconocer que carecía de talento para delinquir, y visto que me veía obligada a moverme al margen de la ley por mis desdichas y por la estrechez de miras del mundo que me había tocado vivir, mejor fiarme del sucio instinto de Tumblety—. No tema. No recordará de mí más que vaguedades, he disfrazado bien mi aspecto para la ocasión. De lo único que se acordará es que le he dado dos piezas de cobre por dos soberanos —rio contento de timar a esa pobre desgraciada.

Quedamos allí esperando la próxima, ella sería la fuente de mi felicidad, tendría que serlo. Miré el reloj cansada de la espera: iban a dar las tres de la madrugada. Allí en la oscuridad, acechando, pensé una vez más en mi situación. Procuraba ser todo lo ofensiva, desagradable y altiva con mi compañero, y sin embargo era la prisionera en esta sórdida relación, en mi sórdida vida. Era yo quien estaba a merced de él, de nuestro destino y de la horrorosa tarea que el amor imponía; el resto, mis desdenes, mis amenazas, solo eran arrebatos de una dignidad herida, eliminada por la traición y la crueldad más infinita.

Por la calle no pasó mucha gente, y casi ninguna susceptible de mis atenciones. Una hora de espera, sin fruto, y mis nervios torturados empezaron a atormentarme. Ese pasaje hacia el patio que Tumblety eligiera para mí parecía más concurrido de lo que yo deseaba. A punto estaba de dar las cuatro, un hombre salió del veintinueve, rumbo a su trabajo, supuse. Cierto; pronto las gentes que dormían ignorantes del monstruo que vigilaba en su calle saldrían a sus quehaceres diarios.

—Debiéramos irnos. Tal vez… —susurré.

—Ha de ser un día, hoy u otro cualquiera, demorarlo es una pérdida de tiempo. ¿Es esto lo que quiere, no?

—Sí. —Más que nada en el mundo, porque esto significaba alcanzar el amor, la vida, o la posibilidad de ambos—. Pueden vernos…

—Nadie repara en nosotros. No nos han visto, y de hacerlo somos una pareja más, no nos harán caso.

Ni siquiera lo hizo la policía. Vimos a un agente de ronda, a lo lejos, y puede que él viera un bulto en medio de las sombras de la calle; si así fue, nada hizo al respecto. A la entrada de Hanbury apareció una mujer que Tumblety me indicó. Estaba lejos, no quería correr hacia ellas.

A las cinco menos cuarto, otro hombre entró en la casa, alguien que volvía a dormir, supuse yo. No, en cinco o diez minutos volvió a salir. Estaba a punto de rendirme, o de optar por vagar; sería inútil. Esperar, es la tarea más penosa del asesino. Pasadas ya las cinco, la luz del amanecer empezó a iluminar con timidez la calle.

—Vámonos —dije apurada—. Tal vez mañana, o la semana…

—No. Esto es mejor, a la luz del día podrá… —Entonces la vi.

Entró en la calle con andar cansado, tal vez ebrio. Era pequeña, triste, y todos sus sufrimientos iban a desaparecer esa madrugada, de la forma más horrible.

—Ella.

Tumblety se acercó, no con la naturalidad que me hubiera gustado, supongo que en el estado de esa mujer toda precaución sobraba. Yo me quedé quieta, casi muerta. Vi cómo otra mujer entraba en la calle, andando con tranquilidad, hacia su casa o a su trabajo. Apenas prestó atención a la pareja al pasar a su lado, y aún de haberlo hecho, Tumblety le daba la espalda. Yo estaba a treinta metros o más. Pude oír parte de la escueta conversación.

—¿Querrías…?

—Sí.

Un minuto después Tumblety movió la cabeza y ambos entraron por la puerta elegida. Yo fui detrás. Si algo me había servido nuestra vigilia era para saber que solo dispondría de pocos minutos. Me costó más esfuerzo del esperado pasar de la inmovilidad absoluta a la rapidez que necesitaba. El corredor era pequeño y estrecho, pero el sol ya se alzaba lo suficiente para que la claridad entrara por la puerta que esa pareja de amantes asquerosos había dejado entreabierta. El lugar era un patio raquítico, no me demoré en examinarlo confiando en la perspicacia de mi socio. Junto a mí, a la izquierda estaban los dos, ella apoyada contra la empalizada, dispuesta a abrirse de piernas sin dar siquiera concesión a una mínima sensualidad.

Zorra.

Él, a dos pasos. Agudicé el oído y creí morir. Alguien al otro lado, tras la valla. En ese momento la puta dijo:

—No. —Mientras dejaba caer sus faldas otra vez al suelo. Demasiado alto, imposible que no la hubieran oído. Creo que la mujer se negaba a algún tipo de degradante petición por parte de mi socio, quién continuó la conversación, en susurros.

—Vamos, preciosa, te daré un soberano si eres buena conmigo. —Oí cómo una puerta se cerraba con suavidad, quien fuera que estuviera en el patio contiguo, se había ido.

—Pero… —Aquella repulsiva criatura dudaba, entre temerosa y ebria, y sojuzgada por quién sabe cuántos vicios y pulsiones que encadenaban su cuerpo pecador. Tumblety asomó sus cuatro peniques pulidos y los exhibió ante los ojos codiciosos de la mujerzuela—, ¿y qué…?

—Mi amiga solo quiere vernos, nada más.

Di un paso, entré en total silencio en ese patio de muerte y mi presencia levantó una leve risa, casi un gruñido, en la mujer, que acallé con un gesto en cuanto escuché de nuevo movimiento más allá de la valla.

—Shhhh —chistó con suavidad Tumblety—, mi amiga quiere discreción. —Deslizó la moneda en las manos de la puta, y ella, sonriendo y sin dejar de mirarme, se contoneó sin gracia alguna, torpe por el cansancio y la enfermedad que en ella se cebaban. Con la claridad que ya hacía, el espectáculo no podía ser más desagradable y bochornoso. Se remangó de nuevo sus faldas, las agitó y meneó sus repugnantes caderas hacia Tumblety, que dio un paso atrás, asqueado y fascinado a un tiempo.

No pude más.

En dos pasos estaba junto a ella. No tengo idea de lo que imaginó al verme acercarme con tanta decisión, pensaría que se trataba de algún asunto sucio que no incluía la tarifa acordad. Da lo mismo. Mi mano se cerró en tenaza sobre su cuello. No dijo nada, ni siquiera gimió. En un instante perdió el aliento y el conocimiento se fue con él, su espalda golpeó contra la pared y la dejé tendida, allí en el suelo.

Con la otra mano hice un gesto para que mi amigo el doctor se estuviera quieto; oía a alguien al otro lado. Una vez más, quien fuera abandonó el patio contiguo; Dios lo bendijo y le ahorró el espectáculo que iba a comenzar de inmediato.

Tumblety había huido de mi ataque como si fuera él la víctima, y estaba ahora de pie, petrificado, como estuvo con la Nichols. Saqué el cuchillo haciéndolo sonar con un chasquido apagado.

No dudé.

Con fuerza, golpeé y su cuello se dividió. Algo se rompió en mi interior al tiempo que mi cuchillo partía la tráquea y firmaba las vértebras de esa puta. Ya no hay dolor. La sangre apenas me manchó más allá de la hoja de mi cuchillo, que se iba a manchar más, mucho más, iba a ahogarse en sangre. Repetí sobre su garganta, para quedarme con la cabeza, era mía como todo lo que hacía a esa criatura parecer una mujer. Esa tarea no es fácil y abandoné la idea, no había tiempo que perder.

Me incorporé y miré a Tumblety. Con un gesto impaciente lo conminé a acercarse. Lo hizo, con su cara arrebolada por el miedo y la excitación a un tiempo, y sus manos acariciándose de un modo tan asqueroso que hubiera vomitado de haber podido. Me preguntó con la mirada. ¡Maldito bastardo! ¡Ya se lo había explicado! ¡Ya sabía de mis necesidades!

—Su sexo —susurré. Eso es lo que quería, para empezar, todo aquello que la hacía mujer y que ofrecía impúdicamente a todo el género masculino como mercadería barata. Yo le daría una mejor utilidad, aquella para la que fue diseñado por Dios nuestro creador. Que esas vísceras estuvieran encerradas en cuerpos sucios de pecado ofendían todo lo santo y puro.

Le levanté la ropa por encima de la cintura, aparté su vieja ropa interior, sus medias listadas, y siguiendo las instrucciones mudas de Tumblety, rajé. Veía bien, la luz de la mañana sonreía a cada golpe de cuchillo. En los cortes puse todo mi odio y mi venganza. La rajé desde el esternón hasta la vagina. Poca sangre, esperaba más. Mucha había huido ya de su cuello. Las tripas ocultaban todo. Las cogí y tiré y tiré. Salieron con mucha facilidad y las coloqué en el suelo, sobre su hombro, para hacerme sitio. Quería encontrarlo, despejar las vísceras molestas. ¿Cómo podía albergar esa zorra tal organización perfecta de órganos y conductos? Corté parte de algo, el estómago creo y lo dejé gotear sobre el suelo. Buscaba otra cosa, y apremié a mi compañero a que la encontrara.

Quedó visible el útero, así me lo señaló el yanqui. El corte debía ser limpio, tal y como Tumblety decía. Rajé con una decisión y firmeza que me enorgullecen. Corté por debajo llevándome parte de la vagina, la vejiga… el útero salió entero, intacto; de un golpe.

Perfecto.

Me levanté. Envolví el órgano en un lienzo limpio empapado en vino que traje para la ocasión y lo guardé bajo las amplitudes de mi abrigo. Entonces miré a la mujer, tendida, con las piernas dobladas y mostrando su interior al sol. Ahora descansaba, ahora daba igual su vida de excesos y depravación, ahora era hermosa.

Descansa en paz, Annie Chapman.

Vi como Tumblety robaba alguna sortija de las manos de la muerta, me enfurecí. También había cogido un pequeño bolsillo que llevaba bajo las ropas, se lo arrebaté, y a punto estuve de degollarlo a él. Dentro, no pude evitar la tentación de contemplar la poca femineidad que pudiera transportar consigo aquella desdichada, había objetos de aseo: peine, cepillo, una tela haciendo de pañuelo.

Con rapidez, como con urgencia, dispuse esos pocos objetos a los pies del cadáver, ordenados, como lo hubiera hecho sobre mi tocador, de aún tenerlo. Ahora en su fin, Annie debía tener la dignidad y la alegría de las mujeres. Cepillo de dientes, del pelo, caja donde los guardaba… todo aguardando a que ella despertara, a que la luz del sol…

No. No había monedas. Solo la que le diera Tumblety, que bien se ocupó en recuperar. El americano se impacientó, pese a que no me retrasé más que unos segundos en esa operación, no podía entender que quisiera dignificar el lecho mortuorio de esa mujer, ahora que sus pecados no importaban. Nos marchamos. La muerte salió con la misma suavidad con que vino a esta calle, en silencio, dejando su carga de horror para los que aún vivían. Nadie nos vio, o nadie nos quiso ver, o nadie supo qué veía.

Yo tenía mi útero, por fin. Pensé que este era el camino. Me volví a equivocar. Tuve que matar otra vez. Tumblety estaba en lo cierto: necesitaba luz… no para matar, para vivir otra vez… no hay luz… nunca hay luz…