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Torres no durmió esa noche, no pudo conciliar el sueño. La primera de muchas otras que pasó en vela durante su estancia en Inglaterra, que se prolongó más de lo esperado. La principal razón de su desvelo fueron las últimas palabras del inspector Moore: Tumblety estaba en Londres. ¿Acaso mis peregrinas suposiciones habían acertado de pleno? ¿Quién sabe si las lesiones en mi cabeza que tanto habían mermado mi raciocinio, habían potenciado por compensación mis instintos, mi capacidad de asociación y síntesis? La vida es así; lo que quita por un lado lo da por el otro. Más inquietante que todo esto fue lo que respondió el inspector del CID a la pregunta que la sorpresa le hizo hacer, cuando se despidieron tras su paseo por los lugares del crimen.

—¿De verdad creen que puede ser el asesino?

—Usted lo creía ayer.

—Y ustedes me dejaron claro lo absurdo de esas suposiciones. No parece haber relación alguna entre el doctor Tumblety y los crímenes, salvo un pálpito…

—Sabemos que está aquí. Hay datos que indican que puede tratar de establecerse, poner una «consulta» para atender pacientes con su «medicina india», incluso hay quien dice que anda picoteando entre la respetabilidad de esta ciudad, incluyendo su incorporación como invitado en algún club de prestigio. Por otro lado, parece involucrado en un escándalo público en el treinta y uno del mes pasado, asaltó a un hombre de forma indecorosa… es invertido —respondió así a una pregunta muda de Torres.

—¿El treinta y uno? El día que mataron a… esa mujer, la última…

—Recuerde que a Polly Nichols la mataron de madrugada. Puede que el frenesí animal causado por el asesinato lo enloqueciera, y acabara así, desbocando sus depravaciones. Con sinceridad señor Torres, no creo que sea él, pero vamos a investigar a todo sospechoso posible, lunáticos fuera de los psiquiátricos, homicidas, acusados de violación y asesinato que hubieran abandonado prisión en esos días, y hasta al señor Francis Tumblety.

—Entiendo que ya lo tienen localizado, pues…

—Le están siguiendo la pista, y no por su conducta indecorosa, nada de eso.

—¿Ha dicho «le están»? Perdone, no domino bien su idioma…

—Sí. —Moore se mostró dubitativo—. La gente de la sección D. Es un tema delicado y no puedo ser más preciso.

No tenía idea de qué era esa sección D, ni qué asuntos tan delicados podían tener las autoridades británicas con ese hombre, y todas esas incógnitas lo empujaban a dudar cada vez más, causa principal de su dificultad para conciliar el sueño, de lo oportuno de marchar ya para España. No tenía gana alguna de permanecer allí, pero era consciente de que siendo alguien que había visto a Tumblety y en situaciones peculiares, tal vez hubiera un deber moral que atender en esas latitudes.

Así estaba, desvelado e inquieto, cuando la señora Arias llamó a su puerta con suavidad. Eran las cinco y diez de la mañana del sábado ocho de septiembre de mil novecientos ochenta y ocho.

—Perdóneme, señor Torres, no quería despertarle…

—No se preocupe, no dormía. —Como era evidente, pues estaba aún vestido. La mujer, en bata, parecía muy alterada. Junto a ella Juliette miraba enfurruñada por el sueño, intranquila también.

—Han detenido a su amigo. —Torres trató de sosegarla en lo posible, y de aclarar la situación—. Han llamado de la policía, dicen que tienen al señor Aguirre en la comisaría de Commercial Street.

La preocupación de la viuda era sincera, y eso que desconocía la acusación de secuestro que pendía sobre mí, del secuestro de su hija. Desde que le llegaran noticias de cómo ayudé a Juliette había desarrollado fuertes sentimientos de gratitud hacia mi persona. Noticias, por cierto, muy exageradas por la chiquilla, a tenor de la reacción de su madre. Torres, por supuesto, no trató de informarle de lo que sabía y del papel que jugaba Juliette en todo esto.

Sin embargo, yo no había sido detenido, en sentido estricto. Se preguntarán: ¿cómo entonces había ido a parar a manos de la policía y cómo había llegado esa noticia hasta la pensión de la viuda Arias, a horas tan intempestivas? Por mi propio pie, maltrecho, medio ciego y lleno de sangre, llegué a la comisaría en busca de refugio, gritando a voz en cuello que había matado a alguien. De inmediato, cuando pude hacerme entender y me identifiqué, los agentes empezaron a tratarme como se merece un secuestrador de niñas, secuestrador y vaya a saber usted qué más, dada mi inculpación a gritos en algún homicidio. Mi aspecto y mis antecedentes no prometían nada bueno para la cría que, según todos esos testigos, me había llevado a la fuerza. No importaba, esos golpes crueles que mi aspecto repugnante y ensangrentado provocaban me supieron a gloria; mejor aquí que lo que había pasado fuera.

—¿Qué has hecho con esa niña, maldito?

—¿Te gusta jugar con ellas, verdad monstruo?

No podía decir nada, el dolor era demasiado. No había hecho nada a ninguna niña… ¿de qué hablaban? Resultó que por ahí, a punto de irse ya a casa, estaban los sargentos Godley y Thick, Johnny Upright, quienes recriminaron la actitud violenta de los agentes y me salvaron de un buen número de huesos rotos.

—Vamos, Ray —terció Godley tratando de atraparme con engaños contra la esquina. Su ira y desprecio era tanta como la de sus compañeros, pero era un oficial inteligente, y viendo mi estado de desesperación imaginó que una palabra amable haría que hablara con más facilidad que todos aquellos golpes—. Ya sé que no es culpa tuya, esas niñitas te provocan, se ríen de ti… no te reprocharían nada si vieran cómo te tratan. Lo que ocurre es que tengo que saber dónde has metido a esa chica, ¿me lo dirás? —Yo no hablé, casi no podía en mi estado. Ya pasaría esa tormenta de palos, que acrecentó mucho en intensidad y pericia de torturador cuando me negué a contar nada. Cuando escampara descansaría en la seguridad de un calabozo, al fin. Añoraba la disciplina de Pentonville. No obstante, Thick me recordaba, tanto a mí como al español que me socorrió dos días antes. Consideró oportuno mandar un mensaje a Torres, puesto que mostró tanto interés por mí, en la confianza de que tal vez pudiera aclarar algo del paradero de la niña.

Torres, apurado, pidió a la señora Arias que permitiera a su hijita que lo acompañara. Dijo que la niña había sido testigo y principal parte en mi «hazaña», fuera esta la que fuera, y podría interceder así mejor ante la policía, contando mis buenas acciones y salvándome de ese indudable equívoco.

—Voy con usted —dijo de inmediato la buena mujer.

—No es preciso, amiga mía, ¿me permite tratarla así? —La viuda sonrió coqueta, y asintió—. Solo necesito a Julieta para que cuente a las autoridades lo ocurrido, le aseguro que cuidaré de ella…

—No faltaba más, señor Torres. Sé que mi Juliette estará a salvo y mejor que con nadie con usted, y si puede ayudar al señor Aguirre… qué pena, un hombre de su bondad… —Torres miró sin saber cómo reaccionar. La viuda bajó el tono y adoptó una actitud cómplice—. No tema, su secreto está a salvo conmigo. Sé que su aspecto tiende a atraer la suspicacia de la gente, yo pensé mal de él al verle, que Dios me perdone. Si de algún modo puedo devolver el inmenso bien que ha hecho a mi familia… yo quisiera…

¿Qué pudo contarle aquel diablillo de ojos verdes?, se preguntaba Torres, pero solo dijo:

—Le ruego que aguarde aquí a nuestra vuelta. No quisiera verla envuelta en este indudable equívoco más de lo necesario. Además, debe atender a sus otros inquilinos —solo había dos más, y uno abandonaba su habitación esa misma tarde—, que pensarían si la vieran salir de casa tan temprano, y con prisas…

La viuda Arias cedió a desgana y los dos marcharon a mi rescate.

Cuando llegaron a la comisaría serían ya las cinco y media pasadas de una preciosa mañana londinense, el barrio se hallaba en plena actividad de sábado, los géneros llegados ya a los mercados, los trabajadores en sus quehaceres, comercios y tabernas abiertas. Le atendió un tal inspector Chandler, que le contó de modo sucinto los acontecimientos y le llevó ante mi molida persona.

Llegó cubierto de sangre, según me informan, balbuceando y malherido —dijo, aclarando que no todas las heridas que lucía habían sido producidas por las autoridades al intentar convencerme del error de mi silencio—. Gritaba que había matado a alguien, y ahora no quiere hablar. Eso no le hace ningún bien, si pudiéramos…

—Es inocente, inspector. Es de secuestrar a esta chiquilla de lo que se le acusa, y aquí la tiene, ella puede contarles…

Así lo hizo Juliette. Venía con su vestido de los domingos, era la imagen de la dulzura, su cara fea y churretosa habitual se transformó en la más cándida y tierna de las imágenes. Explicó cómo yo la salvé de no sé qué terrible destino, insinuando a Chandler la espantosa situación de una niña entre todos esos degenerados de Crossingham. Aunque ella en su «inocencia» no podía entender las intenciones más sucias de los hombres, las dejó claras al policía. Torres no abrió la boca, suficiente tenía con evitar la sorpresa por el descaro de la cría. El inspector quedó convencido a medias, la palabra de un caballero como Torres y el testimonio de esa niña eran imposibles de ignorar, pero…

—De acuerdo, muchacha. Si los testigos que vieron la trifulca te reconocen, este desgraciado saldrá con bien de esta. Y si tú identificas a tus agresores…

—No los recuerdo, eran tantos…

—Sin embargo, nadie ha hablado de ese… ataque del que hablas, los que estaban en la calle Dorset solo mencionan al deforme cogiéndote.

—Usted sabe mejor que yo que esa gente se exculpa unos a otros —intervino Torres. Qué fácil le resultaba entrar en el juego de Julieta—. Puede hablar con los inspectores Moore y Abberline, ellos ya saben los motivos de mi visita a ese establecimiento de la calle Dorset, y que me acompañaba esta muchacha…

De acuerdo, no siga. La niña tendrá que venir para la identificación que le he hablado.

—Por supuesto. Y yo la acompañaré, y su madre si hace falta. Ahora, ¿puedo ver al señor Aguirre?

Chandler dudó un segundo, se encogió de hombros y pidiendo que Juliette permaneciera allí, en la compañía de los agentes, condujo a Torres hacia los calabozos.

—Tuvo algún desafortunado encuentro —dijo—. Este individuo es muy propenso a percances así. Alguien le ha dado una paliza, lo que no es extraño teniendo en cuenta las amistades que frecuenta. Sabe que es un conocido miembro de una de las peores bandas de delincuentes de la ciudad, ¿no? —Torres quedó mudo—. ¿Sabe si debe dinero o…?

Era de esperar que fuera así. Chandler no dijo mucho más hasta que llegaron a mi cobijo cerrado por barrotes, donde nos dejó al cuidado de un agente. Torres observó mis heridas, mi cara aún más desfigurada y mi camisa arrojada a una esquina, empapada en sangre. Los policías me habían golpeado con una manguera sobre las costillas y mi cuerpo era todo una enrojecida llaga, que se unía a la sangre que manaba de mi boca, y a mi ojo irritado; si ya sano parecía un ecce homo, herido daba más asco que lástima.

—¿Se encuentra bien, don Raimundo? ¿Qué le ha ocurrido?

—No ha dicho nada desde hace un rato. Antes bien que gritabas, ¿eh? —dijo el agente—. El sargento Thick sugirió que le llamáramos. ¿Usted es de fuera? ¿Se va a hacer cargo de él?

Volvía a España. Aunque lograra sacarme de aquí, cosa que yo no deseaba en absoluto, nada más podría hacer con alguien que llevaba una vida como la mía. Yo mantenía la mirada baja, acobardado y dolorido, con el gesto contraído por una furia que intentaba ocultar a mi amigo, y sobre todo sumido en la desesperación. Era consciente que Torres no podía ser mi protector por siempre. Como respondiendo a mis penas, dijo:

—Me marcho esta misma tarde —me dijo—. ¿Está herido?

—No de gravedad —respondió el agente por mí—. Seguro que no es la primera paliza que recibe en su vida, y más de una será merecida. ¿Eh?, ¿en qué lío andabas ahora metido?

—¿Puede abrir la celda?

El policía, algo temeroso, lo hizo. Torres no preguntó más. Tendió su mano para incorporarme. Me ayudó a ponerme la camisa sucia y a cubrirme con mi viejo abrigo, que también reposaba en el suelo. De nuevo había perdido la protección de mi cara, y ahora Torres no tenía nada que prestarme. Entonces, volvió Chandler.

—Ande, lléveselo. —Los dos lo miramos sorprendidos—. Sí, si la niña dice que es inocente, incluso que la ayudó, no tengo motivo para retenerlo. La chica y su madre deberán pasar por aquí, de momento puede llevárselo. —Entonces me miró, por primera vez en la noche, y me dijo—: Si no es por esta ya te cogeremos por otra. —Y volviendo su atención al español, continuó—: Debiera depositar su compasión en quién pueda sacar algún provecho de ella, señor Torres.

Nos dirigimos a la salida, yo a desgana, apoyando mis dolores en el brazo del español y cogido de la pequeña Juliette, que me apretaba la mano con devoto agradecimiento; la guinda de su actuación. Este era mi fin, mañana estaría muerto. La intención de Torres sería volver conmigo a casa de la señora Arias, darme unas libras y marchar para Portolín. ¿Qué otra cosa podía hacer? Por mucha compasión que le causara, por muy obligado que se sintiera hacia mí, él era un español en país extranjero. ¿Cómo ayudarme? ¿Llevándome al suyo? ¿A hacer el qué? ¿Cómo podía un paria social como yo…? Había llegado abajo y era difícil imaginar una escalera que me sacara. Tal vez, pensó, esa buena viuda que ahora sentía haber contraído una deuda tan grande conmigo pudiera proporcionarme un trabajo honrado. ¿Sabía yo hacer algo?

—Don Raimundo —dijo mientras íbamos hacia la salida acompañados por el agente—. ¿Ha trabajado alguna vez en algo?

—Fffff… ffffui ssssol… dado.

—Vaya, yo también. —Lo miré sorprendido—. Al menos estuve en una guerra y disparé un arma.

Vi la calle, o la intuí, porque apenas veía. Allí salió el inspector Chandler a espabilarse con el aire de la mañana, no sé si a punto de marchar para casa. Esa calle iba a matarme en cuanto pusiera un pie en ella. Al día siguiente Torres no estaría, yo no tendría dónde ir salvo a esos barrios que iban a acabar conmigo. La única solución era atacar al policía, si mordía con furia animal a Chandler en el cuello, embistiendo rápido antes de que pudiera reaccionar, me detendrían, acabaría entre rejas. Me entristece pensar que cuando me he encontrado más seguro y tranquilo, estaba encerrado, como las bestias salvajes. No lo hice, de algún modo la presencia de Torres me impedía cometer un acto como ese.

El inspector nos vio salir a los tres. Un jaleo de carreras calle arriba dejó su despedida suspendida en la boca. Un hombre venía a todo correr desde Hanbury Street. Muy apurado, gritó a los que estaban en la puerta:

—¡Han asesinado a otra mujer!

No había más que decir. La cuarta víctima del asesino. Eran las seis y diez de la mañana, y desde en punto la voz de Whitechapel estaba corriendo por cada calle, repitiendo con miedo: otra mujer muerta en Hanbury Street. Y con esta habían hecho algo más que matarla.

La entrada a la comisaría quedó en silencio.

—Encierren a este hombre —dijo Chandler señalándome.

—¿Por qué…? —Torres no pudo terminar su pregunta. Un par de manos policiales me cogieron y me llevaron para dentro de la comisaría.

Tras pronunciar esa sentencia, Chandler dio media vuelta y salió rápido seguido de tres agentes más. Los policías que quedaban me miraron. Si me alimentara de odio, ese día hubiera engordado al menos treinta kilos. Me limité a encogerme asustado, esperando un ataque de todos esos agentes. Busqué refugio en Torres, que se alejaba cada vez más enmarcado por la puerta. Los ojos de Juliette, antes llenos de fingida admiración, se abrían grandes y profundos, luminosos como faros acusadores en la niebla que me rodeaba. Ambos me estaban mirando con una intensidad que entonces no interpreté. Ahora sí, lo ven ustedes también, ¿acierto?

Pensaban que era yo. Torres lo pensaba, al menos se lo planteaba. Horas antes mientras él y el inspector Moore contemplaban, ya entrada la noche, el lugar donde murió Polly Nichols, ¿dónde estaba yo? Puede que en ese mismo instante el asesino estuviera consumando su aborrecible acto, ¿y por dónde andaba yo? Cuando tres días atrás le contara mis deducciones, le hablé de Tumblety, de su perversión, su diabólica naturaleza, le conté la muerte de Bunny Bob, y aunque no hice referencia a mi cobardía, mis palabras, muy desmañadas entonces, no pudieron ocultar mi profunda aversión hacia el yanqui. Sería un desquite cruel y siniestro, ideado hace diez años cuando volví a encontrarlo. Mi mente enferma, torturada por el alcohol y la miseria, estallaría en una orgía de deseos vengadores. Años de preparación, de planificación, de espera a que Tumblety estuviera en Londres, o yo imaginara que estaba. Entonces empecé a matar, y todo el rechazo y la mofa que el género femenino me arrojara a lo largo del tiempo me transportaron al frenesí sanguinario que produjo estas carnicerías.

No sé por cuánto tiempo esa idea bulliría en la cabeza de Torres, espero que solo fuera un pensamiento fugaz, rechazado por incongruente apenas nacido. El dolor de imaginar a mi amigo español dudando sobre mí me es aún insoportable. La única persona que consideró la posibilidad de que mi alma tuviera alguna cualidad, algún rasgo digno del ser humano… si ella también ha guardado los peores sentimientos hacia mí, ¿qué existencia ha sido la mía? Sin nadie al que haya causado una buena opinión, nadie que tuviera un pensamiento decente respecto a Raimundo Aguirre, ¿cómo puedo esperar otra cosa para mi final que esta vejez doliente? ¿Y qué me deparará la vida postrera, si es que hay tal para mí, aparte de tormentos? Esta es mi soledad.

No. Yo no soy el asesino. No sé si han llegado a pensar eso de mí, espero que no. Creo que estoy en disposición de asegurar mi inocencia, aunque si mi mente, antes deformada y ahora vieja, me engaña, ustedes podrán juzgarlo al oír este relato completo. Yo no fui, no soy capaz de cometer tales atrocidades hoy, entonces ni siquiera podía imaginarlas.

He perdido el hilo, disculpen, las emociones han sido para mí siempre un complicado misterio, y aún me cuesta dominarlas pese a la experiencia de la edad. Los policías de la división H me volvieron a meter en los calabozos a golpes; Torres se vio incapaz de objetar nada, si es que esa era su intención. Me arrojaron sin muchas contemplaciones, la frustración hacía mella en la Policía Metropolitana, y la pagaron conmigo. Quedé allí, tirado y solo, sintiéndome aliviado por estar protegido tras esos barrotes y a un tiempo inseguro de lo que ocurría fuera. Acababa de alcanzar el cénit en mi carrera delictiva: era sospechoso de los asesinatos de Whitechapel, y ni siquiera me daba cuenta.

Torres, presa de un sentimiento de impotencia y de otro más hondo de tristeza, siguió a policías y curiosos.

—Quédate aquí —dijo a Juliette, como en medio de un trance. Cuando la niña empezó a protestar, dijo a un agente que se lamentaba a su lado—. La madre de esta niña vendrá ahora a recogerla, ¿entretanto pueden cuidar de ella?

Apenas aceptó el policía, Torres ya estaba caminando. Con la misma capacidad volitiva del autómata cuyos restos descansaban en la comisaría a punto de serle enviados a la pensión Arias, dirigió sus pasos hacia la escena del último crimen. Aquel que en un principio solo mostrara un compasivo interés por los asesinatos, por sus víctimas, no dudó un segundo en salir hacia allí, abandonando a la niña que estaba a su cargo, poseído por la misma impaciencia que impulsaba ahora a todo el barrio hacia el veintinueve de Hanbury Street. Y es que nadie, ni el más sosegado de los hombres, puede resistirse a la pasión que infunden unos días inmerso entre el misterio.

No tardó en llegar, estaba muy cerca de la comisaría y era imposible perderse. Todos los caminos confluían en esa casa de tres pisos, vieja, de fachada descuidada, con la pintura amarilla cayendo, como si lo que en ella había ocurrido la hubiera enfermado; un edificio propio del barrio. El único colorido de toda la casa venía de la ventana del primer piso, llena de flores y con cortinas rojas brillantes.

La gente se agolpaba ante la entrada, y los vecinos y curiosos abarrotaban el pasaje que conducía desde esta hasta el patio trasero. Sin embargo, cuando Chandler llegó no había nadie en el propio patio, nadie se atrevía a entrar allí, ni los que descubrieron el cuerpo. Un extraño pudor, o miedo, impedía que nadie perturbara la paz final del cadáver.

La policía no tardó en apartar a los curiosos, que aumentaban por momentos en la calle. Hacía un día agradable y despejado, aunque frío y a ese frío se le añadía otro, ajeno al tiempo atmosférico que gobernaba la mañana. El murmullo de todos los reunidos iba aumentando de volumen, indignados, furiosos. Es posible que por la cabeza de Torres pasaran las palabras del inspector Moore horas antes, cuando llegaron a esa misma calle en su paseo nocturno. Allí aseguró que el asesino tenía plena movilidad en esa ciudad, que la siguiente víctima podía estar en una de esas casas. Qué profético… ¿no?, Moore no podía ser el asesino, era un pensamiento ridículo, casi tanto como que lo fuera yo, o cualquier otro ser humano. Esto era obra de monstruos.

Toda la ciudad acabó congregada allí. Las voces, ya airadas, corrían por el aire.

—Han matado a otra mujer. Está tirada ahí en el patio.

—Dicen que la han destrozado.

—Está matando a una por semana, una por semana.

El terror había ganado esta guerra. Londres ya era suyo. Pronto aparecieron mejores trajes y sombreros, la gente de los barrios decentes también acudía a Hanbury Street, y antes que ellos ya estaban los periodistas, esforzándose por entrar en aquel patio.

Sí, señor Shaw, el asesino había triunfado. Whitechapel, por fin, figuraba en los mapas.

Llegó a los pocos minutos un hombre apurado, superada la cincuentena, vestido muy a la antigua, al que los policías franquearon el paso; el médico de la división. Mientras examinaba el cadáver, en lo que no tardó demasiado, Torres intentaba fuera abstraerse de las voces furibundas y justas, y escuchar los comentarios de los policías que salían de la casa, casi todos con el semblante demudado pese a los años de servicio que llevaran.

—Es un monstruo…

—No he visto nada igual…

—Menos mal que no he tenido tiempo de probar bocado esta mañana…

Serían ya las siete cuando llegó una ambulancia, el mismo coche pequeño y sencillo que transportara el cadáver de Polly Nichols la semana anterior. La policía empezó a empujar para hacer sitio. Sacaron un cuerpo en una camilla de tres ruedas, cubierta. El griterío aumentó, los insultos a la policía se mezclaban con expresiones de horror. Torres, como el resto de los que allí estaban, no vio una gota de sangre, eso no evitó que sucumbiera al espanto, al aroma del asesinato reciente que impregnaba la calle.

—Por favor, márchense a casa. Aquí no hay nada que ver —pedían los policías.

—¿Es una de las inquilinas de la casa? ¿La han degollado? —preguntaban periodistas y curiosos.

—De momento no podemos decir nada… —El inspector Chandler salió un minuto a la calle, siguiendo con la mirada el coche de muertos que se marchaba calle Hanbury arriba—. Hemos encontrado el cadáver de una mujer en el patio de esta vivienda, eso es todo. —Indicó algo a un par de agentes que rápido transmitieron sus instrucciones a otros compañeros. Pronto empezaría la rutina habitual, pasar casa por casa del vecindario, preguntar a todos y a cada uno de los que vivían por allí si habían visto u oído algo, cientos de declaraciones en su mayoría, si no todas, inútiles. Nadie vería nada, y los que decían haberlo hecho declararían cuentos adornados, deseosos de que sus nombres aparecieran en las páginas de los diarios junto al del asesino.

Chandler volvió al interior. Pocos minutos después aparecieron en la escena tres detectives más. Uno de ellos era el envarado sargento Thick, cuya mirada tropezó con Torres antes de entrar. Se detuvo y dijo a uno de sus compañeros:

—Leach, entra, yo voy enseguida. —Y luego, dirigiéndose a Torres—: Usted, venga.

Torres fue, incómodo al notar la mirada de más de un reportero que no paraban de preguntar a los agentes: «¿quién es…?», y estos, que informaban con parquedad como era habitual, se encogían de hombros.

—Parece que siempre está usted en medio en lo referente a estas muertes —dijo el sargento cuando estaba junto a él.

—No entiendo a qué se refiere…

—No se enfade. —Johnny Upright parecía un hombre serio y estricto, y por ningún momento haría bromas o lanzaba acusaciones en balde—. Me refiero a que esta misma noche ha llegado su amigo a la comisaría en no muy buen estado y… en fin, venga conmigo. —El español se detuvo inquieto—. No se apure, ya han levantado el cadáver. Hemos mandado un telegrama al inspector Abberline, está al tanto de todo.

El piso de abajo del veintinueve era una tienda de comida para gatos. Junto a él, a su izquierda, estaba la puerta que daba al pequeño pasadizo que cruzaba la finca, con una escalera en su interior, a la izquierda, que conducía al resto de las plantas. Torres leyó un letrero medio borrado sobre la puerta, que en letras blancas decía:

Señora A. Richardson, fabricante de cajas de embalaje.

En los tres pisos de ese edificio vivían diecisiete personas; ninguna de ellas era la víctima. El pasaje, custodiado ahora por otros dos agentes, tenía una puerta a la derecha, hacia el final, que accedía a la cocina, y al fondo otra que daba al patio posterior. Estaba abierta. La hoja de la puerta se abría hacia su izquierda y afuera, al patio que no medía más de veinte metros cuadrados. Tres escalones daban al suelo. Dentro se veía al inspector Chandler, los otros dos detectives y al doctor examinando el lugar.

La distancia hasta la puerta, unos siete u ocho metros, no más, se antojaba eterna, un trecho interminable que separaba la calle Hanbury y el mundo de los vivos del lugar del horror. Caminó muy despacio, sin oír qué le decía el sargento, deseando salir de allí, temiendo lo que pudiera ver. No había cuerpo, eso ya lo sabía, y en el lugar no encontró nada que justificara ese miedo: un pequeño patio rodeado de una valla de madera de metro y medio de alto más o menos, sin abertura alguna. El suelo estaba pavimentado en zonas, y en otras era tierra viva. Enfrente, en una esquina había un cobertizo para la leña, en la otra una minúscula letrina. A la derecha según miraba Torres, pegada a la pared por donde accedía el pasaje, estaba la entrada al sótano, ahora cerrada. A su izquierda, tras la hoja de madera vieja de la puerta, había una importante mancha de sangre en el suelo.

—Chandler —dijo Thick al entrar—. He traído conmigo al señor Torres, tal vez pueda ver aquí algo…

—¿Qué…? —respondió Chandler, su semblante era ahora sombrío, tenso.

—Abberline dice que puede ser un testigo… eso me comentó Godley…

—¿Testigo de qué…? —El inspector bufó como un toro; ante la presente situación y en ese lugar, ni Torres ni nadie recriminaría su mal genio—. Tal vez vea algo de su amigo Aguirre por aquí.

—El… estaba con ustedes —dijo Torres sobreponiéndose a su aturdimiento—. En la comisaría.

—No. ¿No es así, doctor Phillips? ¿Cuándo la mataron?

El aludido levantó la vista del lugar donde estuviera el cadáver, junto a la valla, lugar que atraía la atención de todos como la luz a las polillas.

—Hace dos horas, dos horas y media desde que examiné el cuerpo —contestó el médico—. Tres a lo sumo.

—Eso nos sitúa entre las cuatro y las cuatro y media de la madrugada. Hasta las cinco menos cuarto no llegó Aguirre a la comisaría. Aún si el crimen se produjo a las cuatro y media, la comisaría está muy cerca, tuvo tiempo de llegar en menos de cinco minutos. Y llegó cubierto de sangre…

—No puedo ser más preciso —continuó el doctor—, tengan en cuenta que la evisceración que presenta la víctima influye en su temperatura. Esta noche no ha sido muy fría, pero al tener expuestos los órganos internos, su calor corporal ha tenido que descender más de lo normal por fuerza.

—Aun así, Aguirre es sospechoso, y un sospechoso importante.

—¿Y yo? —Torres miró a su entorno. Por encima de las vallas que daban a los patios colindantes, asomaban cabezas. Los vecinos de esos inmuebles empezaban a cobrar entrada para ver el lugar del crimen, y pronto empezarían a ofrecer refrescos y comida.

—Usted… —Chandler lo miró inquieto—. Seguramente podrá decirme dónde estuvo esta noche…

—Por supuesto. Dormía. Mi patrona, la viuda Arias, podrá atestiguar cuando llegué a casa y…

—No siga, no es preciso —intervino el frío Thick—. No es sospechoso… aunque su comportamiento sea muy extraño. Estoy seguro de que el inspector Abberline le rogará que permanezca aquí si es que es posible posponer…

—Ya he decidido no marcharme. —No sé cuándo lo decidió, si en ese momento o si la idea había ido creciendo a medida que los nocivos vapores de los crímenes entraron en su cabeza—. ¿Murió ahí?

Señalaba a la mancha junto a la valla. Era grande, pero menos de lo que imaginaba, de nuevo las ropas habrían empapado la mayoría. De todas formas, si a esa mujer la habían descuartizado tendría que haber más… ¿pero qué le habían hecho?

—Sí —respondió Chandler—, no hay rastros de que la hayan trasladado. Esas marcas en la pared —señaló algunas gotas sobre la valla de madera que separaba el patio del de el número veintisiete— parecen ser causadas por el corte en el cuello —el doctor asintió a esa afirmación.

—¿La degollaron? —preguntó Torres.

—Como a la Nichols, sí. Casi le cortan la cabeza también. No pudo encontrar ese asesino lugar mejor para hacerlo. La puerta de la calle, según nos han dicho, suele estar abierta de noche, un lugar de los que les gusta a las putas para traerse a sus clientes.

—Eso lo hace más complicado —puntualizo el sargento Thick—. Te aseguro que estos sitios están más concurridos de noche de lo que puedas pensar.

—Nadie va a molestar si ve a una puta con su cliente.

—No sabemos si era una prostituta.

—¡Je! —rio Chandler—. Te apuesto mi jubilación. Metió aquí a un tipo y ese se despachó a gusto… la muy estúpida, se lo dejó en bandeja, todas lo hacen —respiró hondo y continuó—: La encontró un vecino ahí tendida, junto a la valla, con la cabeza hacia la puerta y las piernas abiertas y dobladas, con las plantas de los pies en el suelo. El asesino le subió la ropa y la abrió todo el vientre… —La voz del inspector fue menguando a medida que contaba lo que vio—. Le han sacado las tripas, el intestino, ¿no, doctor? Han dejado parte en el suelo, sobre el hombro izquierdo sin cortarlo, ahí estirado, saliendo de su barriga… había otro trozo de… yo que sé, bajo su brazo.

—El destrozo ha sido muy grande —interrumpió el doctor—. Aún tengo que examinar el cadáver con más detenimiento, pero me temo que le han extirpado algún órgano y se lo han llevado, y diría que con cierta pericia. He de hacer la autopsia antes de sacar conclusiones precipitadas. Ahora tengo que irme…

Los detectives presentes espantaban a voces y manotazos a los curiosos que asomaban sobre la cerca, este era todo el ruido que se oía, cada palabra parecía tener eco, aunque fuera imposible, más eco que una catedral. El doctor Phillips se fue. Thick tomó del brazo a Torres con delicadeza para que saliera también. Chandler, algo más tranquilo, siguió hablando.

—Lo que me extraña es lo que han dejado aquí, es muy raro. —Torres se detuvo sobre los escalones y miró, había una serie de objetos en el suelo, dispuestos en orden justo bajo donde estuviera el cadáver de la pobre desdichada, colocados como para ser examinados con cuidado—. Sí, mire. Puede que esto le recuerde a algo, o le diga algo que a nosotros no…

—¿A mí?

—El criminal ha dispuesto los efectos de su víctima en orden, a sus pies, como… no sé con qué fin. Mire.

Había un trozo de muselina tosca y gastada, que haría las veces de pañuelo, un cepillo de pelo y otro de dientes guardados en una cajita de papel, todo colocado y en orden, como formando parte de algún espantoso ritual… no, se estaba dejando llevar por el recuerdo de mis palabras, de mis acusaciones de satanismo contra el americano…

En segunda línea había dos pequeñas monedas de cobre.

—¿Qué son? —preguntó Torres.

—Parecen dos farthings pulimentados…

—¿Farthings…? No entiendo…

—Monedas de cuatro peniques —dijo Thick—. Las suelen lijar y así, en la oscuridad pueden pasar por medios soberanos. Ve… —Cogió una del suelo para dárselo a Torres, pero la retuvo un instante—. No parecen… las han pulimentado demasiado y tienen marcas, como… —Se lo dio a Torres, y Chandler volvió a tomar las riendas de la escena.

—Junto a la cabeza colocó esto. —Tenía en la mano un trozo de sobre en el que habían metido dos píldoras. En la dirección solo se podía leer una letra eme mayúscula. Tenía matasellos de Londres, del veintitrés de agosto.

—Aguirre no estaba en esta ciudad el veintitrés, y por supuesto yo mucho menos. —Chandler lo miró a disgusto.

—Debo entender con eso que nada de lo que ha visto le sugiere algo.

—No veo que podía sugerirme…

—¿Su «amigo» no acostumbra a colocar así los objetos o tiene alguna fijación enfermiza…?

—No tengo idea.

—Hemos encontrado esto también. —El detective Leach mostraba en su mano un pequeño trozo de metal, y una caja de clavos vacía.

—Eso puede ser de cualquiera, no tienen por qué tener relación con…

—¡Señor! —Un agente de uniforme llamaba la atención desde el otro lado del angosto patio—. Mire esto. —En la mano tenía un delantal de cuero empapado en agua.

—Delantal de Cuero —murmuró Chandler—, empiezo a estar cansado.

Nada es tan sencillo en esta vida, y menos que nada el crimen. El delantal encontrado por ese agente terminó por ser propiedad de la señora Richard, la propietaria, y se había mojado en la fuente que había junto a la entrada del sótano. Eso no impidió que las voces siguieran hablando de otra víctima más de Delantal de Cuero.

Torres salió de allí, abriéndose paso entre la multitud de curiosos que no dejaba de crecer en número y en irritación. Volvió hacia la comisaría, demudado por el horror. No había visto cadáver alguno, no sabía cómo el asesino había profanado el cuerpo de esa desdichada, pero su estómago se revelaba contra la idea de verse envuelto en actos semejantes. Vino a verme, a informarme de que de momento permanecería encerrado.

—Nnnn… no se preocupe. Estoy bien aq… aquí. Mejor que fu… fuera.

No pareció escucharme. Su inalterable humor le hacía capaz de sobreponerse a la mayor de las impresiones, y aun así noté una sombra en su semblante, una tristeza que le afeaba el rostro como nunca lo vi, ni siquiera cuando fuimos atacados en la Isla de los Perros.

—Don Raimundo —dijo—, sé que usted no pudo matar a las otras mujeres. No solo porque no estuviera aquí; no es capaz. Creo que guarda un corazón bondadoso, no lo creo, me lo ha demostrado. No obstante… está furioso, y temo que la ira o la ofuscación…

—¿Han mmm… matado a…? —tenía mucha dificultad para hablar, más que de costumbre.

—Sí.

—Es Tum… Tumblety. —Esa era mi manera de responder a la pregunta que todavía no me había formulado. Yo no la maté. No pude hacerlo. A menos que mi mente jugara conmigo de forma cruel, podía contar mis andanzas durante el último día, y todas me alejaban de Hanbury Street—. Nnnno importa q… que crean que he ss… ssido yo. Estoy b… bien aquí.

—No diga eso, por Dios. ¿Cómo va a estar bien que le tomen por un asesino así? ¿Dónde ha estado?

Y se lo conté. Como pude se lo conté.

El rescate, por llamarlo de alguna manera, que protagonicé frente a la pensión pública de Crossingham, fue una bengala de advertencia para mis muchos enemigos. Ya les conté que en mi huida junto a Juliette, un chico del Green Gate me reconoció. Fue con el cuento a sus compañeros. No sé hasta qué punto sabían de mi traición, lo que no se les escapaba a ninguno, por muy obtusos y simples que fueran, es que Ashcroft (ya les he hablado de él antes, Joe Ashcroft, el líder de los Green Gate) estaba en prisión, muchos camaradas muertos y yo, el asesino de John Kelly, andaba por las calles secuestrando niñas.

Ese mismo asesinato, el del viejo Kelly, fue el que desencadenó aquella situación tan desafortunada, por lo que me veo obligado a hablar del episodio más vergonzante de mi vida, una vida llena de faltas, entre la que luce esta como la mayor. John Kelly era un viejo zapatero y zurcidor irlandés al que sacábamos dinero a cambio de protección. De él me encargaba yo, y el pobre anciano dejaba caer lo poco que ganaba en mi mano en cuanto me veía entrar por su cuchitril, como a muchos otros tenderos del barrio. La única diferencia es que Kelly estaba solo, ni mujer, ni hijos, ni familia alguna.

Un año atrás yo andaba tan solo como él, pues aunque tratara de hacerme uno más entre la banda de Green Gate, se me daba de lado. Era valorado por mi fuerza y mi capacidad inusitada de ejercer la más extrema de las violencias, al tiempo que mi media cara, mi habla, mis andares y mi estulticia me hacían foco de todas las humillaciones que a Ashcroft y a su camarilla les pasaban por la cabeza. Eso no hacía mella en mi piel endurecida. Lo que colmó mi tolerancia fue el dinero, que si no… Vivía poco más que en la indigencia pese a que trabajaba más que otros, que buenos beneficios conseguían todos de nuestras extorsiones, de las que la mano dura era siempre yo. Incluso para esos menesteres se me escatimaba medios, que algunos de mis compañeros obtenían armas excelentes mientras yo seguía dependiendo de mis puños.

Por eso hice oídos a un tipo, un tal Ben, Cara de Perro, un chico de la calle Dover, un truhán grande y con malas pulgas, que en un par de ocasiones me invitó a una cerveza, cosa de agradecer para alguien que era incapaz de entrar en un establecimiento sin provocar algún tumulto. Cara de Perro oyó mis quejas entre pinta y pinta, e instiló en mis oídos el veneno de la traición. ¿Por qué no quedarme yo con lo que ganaba trabajando? Si lo hacía bien, si no era avariento, ¿quién se enteraría? Así que decidí presionar más al pobre Kelly, por empezar con algo fácil. El plan era obligarlo a pagar el doble, y no rendir cuenta de esa subida de tarifas a Ashcroft. Las intenciones de Cara de Perro, que según él consistían en compartir el botín conmigo, no podían ser otras que las de todo esos canallas de la banda de la calle Dover; hacer mella en nosotros, y casi le salió bien.

Fuimos a ver al viejo, mi nuevo amigo Cara de Perro y yo. Kelly se negó a pagar más de lo acordado, era un tipo solitario y triste, pero orgulloso. Yo lo maté. Perdí los nervios. Era un anciano y le pegué hasta matarlo, furioso, golpeando en su cara otros tantos miles de rostros odiados. No era mi intención, lo juro, había bebido, el ver mi «astuto plan» fracasar antes de iniciado me volvió loco… Que Dios me perdone. Una mujer estaba presente. Jamás la había visto. Al parecer ayudaba al viejo Kelly barriendo la tienda o despachando. No tenía ni idea. Andaba trajinando en el cuartucho de atrás. Oyó el ruido, y el golpe sordo de un cadáver al caer al suelo. Debió entonces ser más prudente y quedarse escondida, pero salió chillando, recriminando lo que habíamos hecho al pobre señor Kelly. Recibió otra paliza mortal de ambos. Ella sobrevivió, porque fue Cara de Perro quién le dedicó sus atenciones, mucho menos eficaz en este feo arte que un servidor. La mujer se quejó a los de Green Gate, aunque apenas podía decir palabra con su mandíbula rota.

Estaba furioso y asustado, no supe qué hacer. Conté a Ashcroft que quien lo hizo fue Cara de Perro, no yo, él y los de la calle Dover, que habían obligado a aquella mujerzuela a dar mi nombre, yo había intentado salvar al pobre Kelly, ¿cómo un idiota como yo iba a ser capaz de traicionar a nadie? Las bandas estaban enfrentadas, esa situación tenía que aclararse. Ya saben lo que vino después. Dije a Cara de Perro que mis compañeros iban a por mí, y que podían quitárselos de en medio si tramaban una buena celada. Emboscada de la que hablé de inmediato a Ashcroft, y no estando seguro de que mi palabra fuera creída por unos y otros, fui con el mismo cuento a la policía.

No, no era astucia, mi cerebro no daba para gestar esa artimaña. Fue el miedo y la enajenación, la rabia y el rencor lo que me hacían hablar y hablar cada vez que me topaba con alguno. El resultado de mi locura desbocada fue una batalla campal cerca del West India Dock de la que ya les hablé. Los de la calle Dover, la Metropolitana y nosotros. Doscientas personas o más enzarzadas. La mitad de detenciones. La banda de la calle Dover casi aniquilada, los Green Gate descabezados. Y el cuerpo de Cara de Perro flotando en el Támesis con mi cuchillo en las tripas. De algún modo, lo que quedó de mi banda supo de mi torpe argucia, que no fue precisamente sutil, y eso me llevó, como ya he contado, a buscar refugio en prisión.

Habida cuenta de lo ocurrido, mi cabeza era muy querida por mis antiguos compañeros, el tiempo no había restañado las heridas. Me hacían en presidio, y así, cuando aquel chico me vio, dio la voz y salió todo el Green Gate a por mí.

Yo no era muy consciente de esto. Mis pensamientos estaban dedicados solo a Juliette, para ser más concreto, en cómo iba a explicar a Torres que había dejado que la niña se fuera por su cuenta, allí, por las calles del East End. Claro que yo no estaba a cargo de ella, nadie me había dado tal responsabilidad y yo no tenía por qué tomármela, sabía que los gritos y los reproches que me caerían eran del todo injustos. No me atreví a dar la cara, imaginaba la furia de Torres y de esa pobre madre desconsolada. No estaba para soportar zarandajas ni lloros, claro que no, que cada palo aguante su vela… Con estas cavilaciones llegué a la noche, inseguro respecto a lo que debía hacer. La pasé andando, una vez más, escondido de no sabía bien qué peligro. Acabé tendido cerca del mercado de Spitalfields.

La luz me despertó. Eché a andar al sur, sin rumbo. Bajando hacia Aldgate dieron conmigo. No los vi llegar. Aprovecharon el mucho concurrir de la gente, que a mí me servía de disimulo, para aproximarse por mi lado ciego y propinarme un golpe en la cara, supongo que con un palo o un hierro, porque al abrir el ojo sangraba mucho por mi resto de nariz, y tenía un diente roto, otro más, y no era este un bien del que pudiera andar desprendiéndome. No tengo idea si el gentío vio algo, si hubo un tumulto o lo que fuera. Desperté dolorido y atado, sobre un suelo polvoriento, a oscuras. Una puerta se abrió, entró luz, muy tenue. Me habían vendado. Oí los pasos de alguien.

—¿Este es el anormal? —Me patearon.

—Qué asco —dijo otro. Cayó un líquido en mi cara, apestoso. Empecé a toser. Amoníaco. Temí por mi único ojo, no soportaba la idea de quedar ciego. Me revolví y recibí más golpes.

Tosí un buen rato, casi eché los pulmones. Luego me dejaron y me dormí. Atado, medio asfixiado, sin luz alguna; no puedo saber cuánto tiempo estuve así. Me despertaron voces, algarabía, o tal vez la claridad a través de la venda que me cegaba. Un golpe me despertó por completo.

—Mirad al galán que tenemos pa vosotras. —Era la voz de antes, la de quien, creo, me tiró el amoniaco encima. Escuche bromas y risas femeninas, la clase de risas que solo salen de las putas.

—Dejar a ese pobre hombre… —dijo una—. Yo me voy…

—¿Pobre hombre? —dijo otra voz—. Si es un semental, lo hemos traío pa vosotras…

—No me gusta estas cosas, me largo.

—De eso na. —Un chasquido metálico, y esa voz chillona, casi de niño, siguió—: Es un regalo pa vosotras. Vamos Taggart, quítale los pantalones a ese animal, que enseñe toas sus deformidades.

Pasos de mujer corriendo, forcejeos, risas y llantos. Si se me acercaba alguno, lo iba a matar, no sé cómo. Oí el pesado andar de Taggart. Lo recordaba, era un gordo indecente de Kilkenny, siempre risueño. Me había vertido una garrafa de amoniaco encima, y eso lo iba a pagar.

—¡Eh! —exclamó el irlandés, que debió ver mi agitación—. Parece…

—Vamos —seguía la voz chirriante, ahora entrecortado. Parecía forcejear con una chica, que estaba llorando mientras sus compañeras reían—. No seas cobarde. Quiero que esta princesa vea a ese asqueroso, y yo la vi a dar mientras… —La puta gritó más.

—¡Para ya! —La tercera voz sonó autoritaria, acompañada de un estruendo, como de algo dejado caer—. ¿Qué crees que haces? Esto no es una fiesta.

—Claro que es una fiesta… —susurró el chillón. Un golpe más, una carrera femenina. Risas—. ¿Quién coño te crees, Patt?

—El que te va a reventar si no paras duna vez.

—Aguafiestas… —dijo una de las mujeres.

—¡Tos fuera! Has tenío que joderla, siempre haces lo mismo… —La puerta se abrió, más ruidos y protestas. El niño torturador siguió protestando mientras se alejaba.

—Un día me vas a encontrá, Patt, ya lo verás.

—Cuando quieras, hijo de puta, aquí me tienes. Na, no ties lo que hay que tener. Anda, vámonos de una vez, y vosotras, iros a airear el coño a otro lao… —Se oyeron quejas, insultos—. Taggart, quéate tú vigilando.

—Sí. —Y luego añadió hacia otro lado—: Pero tú te quéas conmigo, princesa. Ven aquí… que el viejo Taggart te va a dar un regalito… —Risas, risas, risas… No estoy seguro de cuánto estuve en esa especie de tormentoso duermevela, rodeado de los desagradables sonidos del gordo Taggart copulando con esa zorra. Luego el silencio, la soledad. Más tarde un golpe, zarandeos. Alguien me apretó algo contra la boca, perdía el aliento. Me izaron. Dormí.

Así estuve una eternidad hasta que desperté entumecido, en pie, y sin venda tapando mi ojo, atado a una viga del techo de lo que parecía un sótano. Sentí una patada en mis partes, que no hizo sino enturbiar un poco más mi estado de conciencia. No había más luz que un candil, no tenía idea de cuánto llevaba dormido, aunque el dolor de mis brazos tensados me hizo pensar que llevaba mucho tiempo allí colgado, más de dos horas y hasta tres.

—Drunkard… ¿fuiste tú? —Recibí un nuevo golpe en el bajo vientre que me impidió contestar, aunque nada tenía que decir—. En mala hora has vuelto, deforme.

La voz sonaba como la de mi antiguo amo, Pottsdale, mucho más profunda, pero de similar color. El presente juicio, o ejecución, me traía recuerdos de aquella otra vez en que también fui acusado y condenado por traición en el callejón de los fenómenos; en ambos casos los cargos estaban probados antes de empezar el proceso.

—Mu valiente —era otro el que hablaba ahora, el mismo que antes llamaran Patt, un tipo serio de floridos bigotones—, y mu idiota. Volver otra vez aquí.

—Despabílalo —dijo el primero, y así hicieron. Un cubo de orines e inmundicias fue arrojado a mi cara. Abrí el ojo. Allí había cinco personas, los dos que habían hablado y tres más que fumaban y reían socarrones entre las sombras de ese sótano. Patt tenía el cubo recién vaciado en la mano, y con un amplio movimiento del brazo me lo estampó en mi cara, que empezó a sangrar de nuevo, despertando el griterío alegre de los allí presentes.

—Quieto Patt —dijo el poseedor de esa voz de bajo que hacía que mis latidos se espaciaran algo más. Recordé quién era: «el Bruto» O’Malley. Si yo fui los puños de la Green Gate Gang, él fue siempre su cuchillo afilado y artero. Este gigante era un púgil de renombre dentro de un barrio como Benthal Green, famoso por sus boxeadores. Hacía tiempo que había dejado las peleas por dinero hasta partirse las manos en sótanos de mala muerte, donde poco de lo que se jugaba era para él. Decidió emplear su pegada de forma más provechosa, convirtiéndose en el matón más temido del Green Gang, a parte de un servidor.

Yo no solía amedrentarme por muchas cosas. Entiéndanme, temía a la muerte si me enfrentaba a un número grande de oponentes, no me gustaba el dolor, ni la autoridad que solía infringirlo, eso no es terror, es prevención. Ninguna persona me dio jamás miedo, a no ser que fuera armado y yo no, pero eso es cautela, la misma que siente el más fiero de los leones. Solo Tumblety causó que mis rodillas flaquearan sin más que imaginar su persona. Pues bien, O’Malley era el único ser humano que causaba en mí algo similar a lo que me producía el médico indio. Su capacidad de hacer el mal superaba con mucho a la de sus jefes, y de ese modo Ashcroft lo empleaba cuando era necesario un trato especial. El Bruto parecía ahora dispuesto a suministrarme ese trato a mí.

—Lo quiero despierto. Porque tienes que contestarme, Drunkard Ray, ¿lo hiciste tú? ¿Abriste tu asquerosa boca?

—Déjamelo a mí. —Patt, que horas antes se opusiera a mi humillación, ahora era el más sediento de sangre. Un tipo serio, ya he dicho, que trabajaba a fondo cuando había que trabajar—. Ya verás cómo habla este bastardo…

—Tranquilo, todos nos vamos a divertir. Creo que has disfrutado mucho de tus paseos por esta ciudad, Ray, dicen que incluso has hecho amigos influyentes. Qué bien. Y mientras Joe —se refería a Ashcroft, sin duda—, pudriéndose en Holloway. —Afortunadamente no acabó junto a mí en Pentonville, si no, no creo que estuviera contándoles mi historia—. Eso no está bien. Es tu oportunidad de saldar cuentas y poner tu alma a bien con el Señor. ¿Vas a contarnos cómo nos traicionaste? Y lo que es más interesante, ¿quién te dijo cómo hacerlo? Porque a una bestia como tú no se le puede haber ocurrido tal cosa.

Ya sabían la respuesta a la primera pregunta. En cuanto a la segunda, ¿qué decir? ¿Que Cara de Perro, cuyo esqueleto ahora adornaba los fondos del Támesis, me convenció? La confusión de mi cabeza dolorida y la ignorancia me impidieron decir nada, solo me quejé.

—Nnn… no…

—¡Quitarle los pantalones a ese malnacido!

Parece que era una fijación de esta gentuza el descubrir mis partes. Así hicieron. Los cuatro se arrojaron sobre mí, me golpearon con saña en la cara y los riñones, pese a que poco más que agitarme podía hacer allí colgado, y me arrancaron los pantalones. Empezaron a reírse, a mofarse de mi mal olor y del aspecto que ahora debía ofrecer, allí colgado, maltrecho y con mis vergüenzas al aire, que fueron tratadas a puntapiés, como el resto de mi persona. Yo no grité, mi ojo, lloroso y casi cegado por el amoníaco, se clavaba en unas enormes tijeras y un cordel que mostraba sonriente el juez de este, mi sumarísimo proceso.

—Vas a pagar tus deudas hoy, Drunkard. De eso no te libras. Pero puedes elegir, uno siempre puede elegir, o sea que no me vengas con que no fue culpa tuya, con que te obligaron…

—Córtaselas ya…

—Déjame a mí…

—No. Os digo que Drunkard Ray puede decidir. Ha sido un camarada, un amigo, y merece eso. —De golpe, tan rápido que casi me pareció que se esfumaba y reaparecía a mi lado, me agarró el cuello con mucha fuerza y apretó las tijeras a la mejilla. El olor del pescado que venía de esa arma casi me hizo vomitar, a mí, hecho a todos los hedores—. Si confiesas tu traición, me dices con quién hablaste y quién te dijo que lo hicieras, cortaremos tu asquerosa lengua, para que no vuelvas a usarla contra ningún hermano, cerdo delator… —Abrió las tijeras, aprisionando mis labios entre ella. Puede que empezara a sangrar, mi rostro estaba demasiado tumefacto para notar nada—. Si callas… me quedaré con tus pelotas.

Agarró mis testículos con fuerza y los estrujó. Grité, y todos chillaron divertidos conmigo. El Bruto O’Malley se separó de mí y arrojó la cuerda a Patt, que dejó a un lado la manzana que estaba comiendo, y se vino para mí. Escupió en mi cara fruta a medio masticar y luego empezó a atarme los testículos con la cuerda. Patt tenía un estómago muy tolerante.

—La verdad es que es una elección complicada para ti, Ray; no sabes cómo usar bien ni la lengua ni las pelotas. —El Bruto se reía de mí mientras Patt me retorcía a gusto los bajos—. Vamos, empieza a largar.

Tenía tanto miedo que era incapaz de pensar nada, solo veía aquellas tijeras y escuchaba la risa cruel e histérica de todos, no sabía qué decir. ¡Maldita sea!, tenía medio cerebro, no creo siquiera que entendiera bien la pregunta.

—¿No dices nada? De acuerdo. —Hizo chasquear las tijeras con un sonido que sonó a definitivo. Todos silbaron, como si apacentaran ovejas, y gritaron de júbilo. Patt, de rodillas ante mí, dijo—: Despídete de ellas, monstruo. —Y volvió a golpearme allí. Se apartó y todos se acercaron, incluido O’Malley, que enseguida puso los fríos filos en mi escroto, agarrando con fuerza el resto de mi hombría. Supongo que estaban fríos, porque ya no sentía nada. No era el miedo de perder la virilidad de la que tan escaso uso hacía, era el dolor y mi inminente muerte lo que me aterraba. Nadie encontraría los restos de Raimundo Aguirre, allí, en ese sótano infecto. Por cómo aullaban y se mofaban mientras el Bruto empezaba a cortar, nadie podría oír mis gritos. Iba a morir, allí castrado y desangrado, solo, como había vivido.

—Ffffff… fffff… fue Ddd… Dick. El mmm… me dijo q… q… que lo hizzz… hiciera —susurré ese nombre por instinto, por decir algo, por conservar esa parte del cuerpo que tanto aprecia todo varón. No pude alzar la voz, ahogada por los golpes y la presión ejercida sobre mi garganta. Solo el Bruto y Patt, que permanecía a su lado, pudieron oír algo. Sin duda, mi elección fue acertada, el pánico aguza el ingenio. O’Malley hizo un movimiento seco con la mano y apartó las tijeras de mí.

—Vamos, córtaselas… —exclamó uno de sus secuaces, que fue acallado por su superior con un puñetazo certero en la misma parte de su cuerpo que quería arrebatarme a mí.

—¿Taylor? —susurró.

—Ssssí.

—Diría lo que sea pa conservarlas, Bruto —dijo Patt—. ¿Por qué iba Dick a jugársela a…?

—¡Qué os calléis, jodidos hijos de puta! —Ese pozo de torturas se trasformó de pronto en capilla, con su silencio que invitaba al desahogo de mis traiciones. Con un gestó echó hacia atrás a sus secuaces, se aproximó más a mí, como el padre confesor misericordioso que no era—. Qué te dijo Dick.

—Di… dijo… —Inventé, con más fluidez que un escritor de folletines. Urdí en un momento lo que yo imaginaba que eran arteras conspiraciones a cargo del hombre de confianza de Ashcroft, ahora su sustituto, de manera instintiva confié en la perenne mezquindad del hombre, en la envidia, y en que mis palabras inventadas despertaran ecos de sospechas y recelos nacidos ya en la mente de mis torturadores. No creo que lo hiciera bien, la conspiración no fue nunca mi fuerte, sin embargo, al terminar el Bruto se movía inquieto.

—Vamos a cargarnos a este maricón…

—Sí, ya nos la jugó con sus mentiras…

O’Malley callaba, me miraba y callaba. Dick estaba vivo, libre, era el jefe del Green Gate. Yo era un idiota incapaz de un plan como aquel, ¿y qué había ganado él con todo esto? Eso le rondaba la cabeza, seguro. Alzó la mano para pedir orden entre ese concilio de verdugos inclementes.

—No. Ya te dije que no te íbamos a matar. Vamos, arranquémosle esa lengua mentirosa.

Los cinco se abalanzaron sobre mí. Apenas pude hacer el gesto de apartarme, dolorido y colgando como estaba, medio desnudo. Me agarraron con fuerza la cabeza, e intentaron abrirme la boca. Iban a lograrlo, aunque tuvieran que descoyuntarme la mandíbula.

—Con las tenazas —dijo el Bruto O’Malley—, cogerle la lengua con las tenazas, yo la corto. —Y chasqueó una vez más las tijeras. Alguien fue a por la herramienta, y con ella y sus propias manos, consiguieron abrirme la boca. Me resistí lo que pude, soportando los golpes que de continuo me propinaban y el dolor de mis maxilares forzados. Cuando sentí un agudo pinchazo en las sienes, aflojé. Estaba hecho al dolor y sabía lo inútil de la resistencia a ultranza, cuando tocaba sufrir, se sufre, ya llegaría mi revancha y era absurdo perder la mandíbula además de la lengua. Patt metió los pequeños alicates en mi boca entreabierta, y yo retraje la lengua al máximo.

—Taggart —dijo O’Malley—. Trae un taco de ahí.

Taggart, con su cara gorda sudando cerca de mí, chasqueó sus mandíbulas de metal, burlándose, me dejó y regresó con una pequeña cuña de madera que me la encajaron en la boca, con el fin de impedirme cerrarla. El dolor ya era demasiado incluso para quien se cría con él. Cuatro hombres se colgaban de mí, me sujetaban, torcían mi cabeza. No sentía mis manos, estranguladas por las ataduras y el peso de esos asesinos. Mi boca desencajada, mis huesos molidos… y mi via crucis solo había empezado.

Patt entonces, siguiendo órdenes del Bruto se subió a un cubo y empezó a tratar de atrapar mi lengua con esas tenazas herrumbrosas y a encajar un pequeño tarugo de madera entre mis dientes, para evitar que cerrar la boca. Yo no quería perder la poca habla que me quedaba, y agitaba frenético la lengua. Estaba indefenso, inmovilizado y con la boca de par en par.

Hijo de puta —vi la cara de Patt babear sobre mí mientras se esmeraba en su tarea—, déjala quieta. Tengo un hurón hambriento y seguro que le encantará comérsela.

La atrapó una vez, y me zafé desgarrando parte de ella. El sabor de mi propia sangre ya inundaba mi boca antes de ese corte.

—¡Vamos joder! —exclamaba O’Malley viendo a cuatro de los suyos esforzándose sobre un cuerpo indefenso como el mío—. Acabemos de una vez.

—Aaaaaquí está. Ya la tengo. Patt apretó con todas sus fuerzas las tenazas, y luego estiró, mucho, para dejar hueco a la tijera. Creí que me arrancarían la lengua de cuajo y entonces me relajé.

Pese a haberme rendido, a estar ahora a su completa merced, habían cometido un error. Podría decir que fue premeditado, que obligué a que me pusieran la cuña de madera en el lado izquierdo, molestando más aquí y menos allí mientras consumaban la dolorosa operación de fijar mi quijada, pero no, fue la providencia divina la que me ayudó de nuevo.

La guerra me había arrebatado la mayor parte de la dentadura de ese lado, por el contrario, la otra mitad de mis piezas se mantenían fuertes y sanas casi en su totalidad. Tal vez les resultara más cómodo encajar ese taco de madera en mis encías cicatrizadas, no lo sé, el caso es que tal situación hizo que la sujeción fuera menos firme que si la hubieran trabado entre mis fuertes molares derechos, además de dejar independencia a estas armas, que usadas con pericia hacen daño, y yo sabía morder bien.

El Bruto O’Malley se aproximó con las tijeras y yo hice un último esfuerzo en retraer mi lengua apresada, que se deslizó un poco entre las palas de la tenaza, desgarrándose de nuevo.

—¡Joder!, ¡sujetadla bien! —Sentí cómo las puntas de sus tijeras rascaban la parte interior de mi carrillo—. ¡Estate quieto, bastardo! No veo nada. Taggart, trae la luz.

Demasiados médicos para esta intervención, unos se estorbaban a otros en su esfuerzo por ser los que más daño y humillaciones me infligieran, ansiosos por inmovilizarme y mutilarme. Taggart trajo el candil y lo acercó a mi cara, atrapada por el cepo de tres pares de manos. Las tijeras chasquearon en el momento que mi lengua se zafó de la tenaza. Sentí mucho dolor, los filos habían mordido carne, el pellizco final de las tenacillas de dentista me arrancó un pedazo de lengua. Ese dolor chillón me dio fuerzas, de algún modo me liberó de mi resignada rendición.

¡Mierda! —dijo O’Malley retirando las tijeras—. ¿No sabéis sujetar a este cabrón?

—Más fácil era cortarle las pelotas…

—Dejarme que se va a enterar. —Patt se cernió sobre mí aún más, cargando con su peso a mis muñecas, mis manos ya casi arrancadas de cuajo. Metió las tenazas a fondo, en busca de mi lengua que yo escondía junto a la cuña de madera. Pidió más luz y el candil se acercó más, y trató de ayudarse con la mano izquierda. Las manos de ese asesino casi me desgarraban las comisuras de la boca. Con la poca fuerza que me restaba y la mucha ira que había ido creciendo en mí, sacudí la cabeza, con violencia, más de la que esperaba. Mi lengua empujó la cuña, a la que mal anclaje ofrecían mis encías desnudas, y salió disparada. Algunos me soltaron, sorprendidos, tratando de evitar caer o lo que fuera. La tenaza asomó fuera de mí, pero los dedos de Patt no. Mordí.

En ese bocado puse todo mi odio. Patt gritó horrorizado, forcejeó, el resto preguntaba qué ocurría y gritaba pidiendo mi muerte. Patt manoteó y dio fuerte a Taggart que estaba a su lado, este cayó y soltó la luz, que estalló en el suelo ardiendo, prendiendo en sus pantalones. Un esfuerzo más, y me quedé con dos dedos, que escupí con buen tino, pues fueron a dar en el ojo de un tercero. Ya estaba aquí: el caos del viejo Drunkard Ray.

No se veía con claridad. El fuego amenazaba con desbocarse, pero era de momento poca cosa.

—¡Apagad eso!

—¡Mi mano!

—¡Cargaos ya a ese desgraciao!

Todo eran gritos, que yo acompañada con desaforados alaridos:

—¡Hijoz de p… puta! ¡Vamo a modid… toos!

Se lanzaron sobre mí. Su número y las luces bailantes estaban a mi favor. Vi metal brillando, que en el jaleo acabó al final de la espalda de otro que trataba de apresarme de nuevo. Tiré una patada con fuerza suficiente para romper una rótula.

En cuatro segundos, de mis cinco agresores solo quedaban en pie el Bruto, que trataba con torpeza de apagar el fuego, tijeras aún en mano, y un muchacho de uñas más que afiladas, que lloriqueaba y gritaba con voz demasiado aguda para mis oídos al mirar la sangre en sus exageradas manos. El pequeño sádico que antes se enfrentara a Patt por mí.

—¡Benny…! ¡He matao a Benny!

—Maldita sea la puta de tu madre —gruñó entre dientes O’Malley—. Vas a ver. —Se venía directo para mí, tijeras a punto, entre el humo que ya molestaba, cuando Patt, que seguía llorando, se le echó encima entre quejidos.

—¡Mátalo jefe… mira lo que ma hecho…!

—¡Aparta joder! —Le propinó un empujón al recién tullido que le hizo rodar sobre el fuego, e ir a dar gritando contra unos toneles, que prendieron. Taggart había salido por la puerta en su huida, dejándola abierta y también encendida en sus jambas. El chico con voz de mujer que había desgarrado a su compañero tiraba de él, y pedía ayuda a su líder, para arrastrar al que ya perdía mucha sangre por el riñón perforado. El Bruto decidió zanjar la situación—. Ahí te pudras, marica, vas a morir asado.

Me cortó el pecho de un tajo superficial y salió rápido con los otros dos, dejando al fondo a Patt retorciéndose y gritando entre llamas.

No iba a morir ardiendo, antes los humos acabarían conmigo. Tiré con fuerza de mis ataduras, que tanto ellas como la viga de donde colgaba debían estar ya muy debilitadas por tirar y frotarlas una contra otra en la pelea. Nada. Apenas tenía fuerzas, mis manos insensibles no servían de ayuda, solo podía dejar caer mi peso. Y rezar.

Patt se negaba a morirse, apareció tropezando, sin ver, golpeándome por la espalda y chillando tonterías. Le di una patada en el estómago, con suficiente fuerza para reventarle algún órgano, y cayó al suelo. En ese momento caí yo también. Alguien me alzaba, alguien que había cortado esas ligaduras y que me susurraba:

—Vamos, hijo de puta. Te dije que hoy no ibas a morir.

El Bruto me sacó fuera, a un patio al que daba la puerta de esa sala de torturas improvisada. Tras sortear unos pocos peldaños, me dejó sentado allí, en el acceso. Se metió, vi como cogía al gordo Patt, que permanecía junto a la puerta, donde yo le había lanzado con mi patada, chamuscándose, agonizante supongo; lo apuñaló dos veces. Luego le bajó los pantalones y le cortó los testículos, con la destreza y la velocidad de un carnicero. Envolvió su trofeo en un pañuelo que se metió en la chaqueta, y luego echó los restos de su camarada hacia el fuego. Volvió hacia mí, el humo ya salía negro por la puerta del sótano. Me arrastró hasta fuera y pidió auxilio a los curiosos que ya empezaban a abundar.

—¡Fuego! —dijo y pronto se acumularon los vecinos que corrían acarreando baldes con agua y trayendo ayuda, apurándose para que todo el edificio no ardiera, maldiciendo otra vez a Jack el Saltarín por sus malas artes. Esta vez el incendio era causado por un ser mucho menos romántico que ese duendecillo, el que se sentaba ahora junto a mí, quitándose el hollín. Alguien se agachó a atenderme, espantado y conmovido por mi aspecto y mi tos, pero O’Malley se adelantó—. Yo me ocupo de este pobre hombre. Vayan a apagar el fuego… —Así lo hicieron. Rápido, me ayudó a incorporarme y me sacó de allí, al tiempo que ya aparecían los curiosos de los fuegos, que siempre hay.

—Márchate. Procura que nadie te vea, nadie. Me debes un favor, Drunkard, y voy a cobrármelo, bien que me lo voy a cobrar. Mañana a la noche nos encontraremos en el cementerio de Gibraltar Row, y espero que me agradezcas lo que acabo de hacer por ti. Hasta entonces, desaparece, que no te vea nadie. Si no estás allí, te encontraré, y entonces te enseñaré a ser generoso. —Y antes de soltarme, me obsequió con una última recomendación—. Cuida esa lengua que aún conservas, no la hagas trabajar demasiado.

Me dejó ir. No me pregunté por qué, ni siquiera sentí sorpresa alguna. Solo me ocupé en salir de allí, huir hacia donde fuera. El incendio debió sofocarse antes de llegar a la mínima consideración, pues no trascendió, y bien que le gustan a esa ciudad los incendios.

Yo quedé desamparado entonces. Estaba al norte, en Benthal Green, era lo único que mi desorientada cabeza me decía. Caminé dolorido, ensangrentado, sin ver apenas, con los pantalones medio rotos, sucio de hollín y sangre… No me podía presentar así ante Torres. El miedo me nublaba el entendimiento. Solo tenía una idea, huir del Green Gate y su venganza, ahora que había hablado, inventando la mayoría, mi vida no valía nada. Ya nada sabía de médicos indios, de Delantales de Cuero ni de Ajedrecistas. Decidí ir a la policía y confesar algo, el asesinato de Kelly era lo más apropiado, y pasar el resto de mis días en prisión. No me daba cuenta yo que Joe Ashcroft, quien más querría mi cuello, andaba entre rejas, y si caí en ello lo ignoré, solo quería descansar.

Así llegué, sangrando, herido, incapaz de hablar y gruñendo algo sobre haber matado a alguien.

No fui tan minucioso contando los pormenores a Torres como he sido con ustedes, mi lengua maltrecha me lo impedía. Suficiente fue para confirmar ante mi amigo mi inocencia en el asesinato de Hanbury Street, no ante la policía. Mientras mataban a esa pobre mujer, yo estaba siendo torturado en un sótano al norte de Whitechapel. A decir verdad no era capaz de precisar cuánto tiempo estuve inconsciente en ese pudridero, ni cuándo empezaron los golpes… ¿era esa una coartada verosímil? No me consta que Torres me creyera, una historia más de delincuentes, sórdida y llena de mentiras, pensaría. Como fuere, no se sintió con fuerzas para abogar más por mí ante los policías. Se limitó a rogar que un médico atendiera mis heridas, producidas por delincuentes y policías, coger a Juliette, que aún permanecía allí adormilada sobre un banco, y marchar a casa, a descansar y ordenar sus pensamientos, si es que cabía algún orden en esa maraña de horrores en que se estaba transformando aquel otoño londinense.

—Nnnnn… no cuente… nad… nada —dije—. Ppfff… por fffff…

—No se preocupe. Vendré por usted. No me voy de aquí, ahora no puedo.

Llegó a casa. Explicó lo mínimo imprescindible para tranquilizar a la señora Arias, y se encerró en su cuarto, serían ya las nueve de la mañana. Allí en pie, en la pequeña y acogedora habitación, respiró hondo. Tuvo la sensación de llevar toda la mañana aguantando el aliento. Si todos los viernes primeros de mes acostumbraba a oír misa, hoy sábado debía ir con más motivo. Por esa pobre desdichada muerta y mutilada, por mí… por todos los que conocen el horror del mundo, todos los días. Antes sacó la mano del bolsillo y depositó en una mesita dos pequeños círculos cobrizos de metal, dos farthings.