Al día siguiente, jueves, enterraron a Polly Nichols. Una nutrida multitud llenaba Old Montague Street, mucha para despedir a una prostituta borracha de cuarenta y tres años. El miedo y el odio hacia el asesino, Delantal de Cuero o quien fuera, unió a todo el East End, los más desdichados de Londres, del Imperio. Ahora sus mujeres eran las presas de un monstruo, si alguna vez estas gentes se sintieron desamparadas y solas fue esa tarde.
Una serie de artículos publicados tres años atrás en el Pall Mall Gazette, a cargo de su muy beligerante, socialmente comprometido e insigne editor W. T. Stead bajo el título: A Maiden Tribute to Modern Babylon reflejaban los horrores de la prostitución infantil en esta ciudad, el abuso, la trata de mujeres que no encontraban otro modo de subsistencia que la pérdida total de su dignidad, el abandono al alcohol y a todo tipo de excesos que consumían los callejones de Whitechapel y Spitalfields. Aunque el artículo tuvo una importante relevancia y fue comentado y discutido en los más altos círculos, pocas medidas se llevaron a cabo para acabar con la espeluznante situación de las gentes del East End, con el dislate urbanístico en que se sumergía todo el barrio, salvo el subir la edad de consentimiento de las féminas de trece a dieciséis años. Los artículos poco pudieron, incluso tras su reciente publicación en modo de libreto, todos juntos, y tuvo que llegar la muerte para que alguien mirara hacia esta parte del mundo. Ya lo dijo Bernard Shaw en una carta dirigida al editor del Star y que se publicaría el veinticuatro de aquel mismo mes de septiembre. Comenzaba: «Señor, ¿me permitirá que haga un comentario respecto al éxito del asesino de Whitechapel en llamar la atención por un momento sobre el problema social?». Y continuando con su mordaz estilo, decía más adelante: «Mientras nosotros, los socialdemócratas convencionales, perdíamos nuestro tiempo en la educación, la agitación y la organización, un genio independiente se ha hecho cargo de la situación y simplemente asesinando y destripando a cuatro mujeres, ha provocado la conversión de la prensa de opinión en una forma inepta de comunismo». El señor Bernard Shaw tuvo razón: en pocos días, medio mundo se enteró de la existencia del otro medio, gracias al Monstruo.
Hay quien pudo pensar, llevado por una moralidad estricta y sin sentido, que llegaba ahora el castigo merecido, la plaga para purgar tanto pecado como fermentaba en las calles de la Modern Babylon del artículo. Nada, ninguna falta merecía tales muertes, ni el terror que trajeron en los siguientes meses. Todos ahí, yo estaba entre ellos pese a que frecuentar las calles no era esos días un hábito saludable para mí, maldecían a quien fuera que traía este reino de la sangre y el terror sobre nosotros. Raterillos y gente honrada exigían a la policía y a las autoridades que pusieran todos los medios para proteger a los que hasta el momento habían abandonado a la peor de las suertes. Ahora no podían olvidarse de ellos, no con ese asesino en las calles.
Y no había hecho más que empezar.
La multitud se agolpaba esa tarde cerca de la morgue donde descansaba el cuerpo de Polly, en espera de la salida del cortejo. La fecha del funeral era conocida por todo Londres, pero no la hora, así que ahí todos aguardábamos para despedir a la pobre Polly, aunque la mayoría no la conocíamos, o si la vimos alguna vez no nos habíamos molestado en tenderle una mano. Ahora Polly pasaba a la historia, un símbolo para los desamparados del East End.
Mi osada presencia allí se justificaba por lo mismo que había visitado ya Buck’s Row y George Yard en días pasados. No a causa del morbo que impulsaba al todo Londres a frecuentar los lugares de los asesinatos, yo buscaba pruebas, algo que relacionara a Francis Tumblety con los crímenes. Esperaba ver al doctor indio regocijándose en el sepelio de su tercera víctima. No apareció. Ni él ni el carro mortuorio que llevara los restos de Mary Ann Nichols a su descanso definitivo.
Viendo el tumulto, el sepulturero ideó junto a las autoridades una estratagema para evitar el posible caos. Tan sencillo como acceder a la morgue por detrás, por Chapman’s Court, y ahí cargar el cadáver sobre un sencillo coche de dos caballos. De allí fue llevado con disimulo al ochenta y siete de Hanbury Street, el domicilio del enterrador, a esperar al resto del cortejo, que básicamente lo formaban su padre, Edward Walker, su marido William Nichols y su hijo Edward John Nichols. Todos, que en vida poco se habían ocupado de ella, acudieron tarde a su final. No crean que les culpo, es muy probable que la existencia junto a esta desgraciada fuera insoportable para aquellos que la rodeaban; nadie es completamente inocente ni culpable de su infortunio. El caso es que la tardanza en salir hizo que las voces, que tan rápidas se propagan por Whitechapel, se apuraran en anunciar que un sombrío carro estaba parado en Hanbury Street.
Cuando el cortejo, el coche fúnebre y dos duelos más salieron hacia el cementerio de Ilford escoltado por la Policía Metropolitana, todo el Londres pobre y asustado los rodeaba. Giraron seguidos por nosotros hacia Baker’s Row, pasaron junto a la esquina de Buck’s Row, la calle donde habían encontrado muerta a Polly, y allí más gente se unió a la comitiva, gente que miraba a lo lejos el lugar del asesinato, con miedo, sucia curiosidad y rabia mezclados. Llegamos a Whitechapel Road, la principal arteria del barrio junto a Commercial Street. A lo largo de toda la avenida los policías se colocaron cada poco, custodiando el séquito, como si del funeral de la Reina se tratara. Todas las contraventanas de las casas estaban cerradas, en señal de luto y respeto, todo eso por una puta.
Fue enterrada en una tumba sencilla, con una simple lápida. Sobre su féretro estaba escrito: «Mary Ann Nichols, 42 años. Muerta el treinta y uno de agosto de mil ochocientos ochenta y ocho». Nada más se podía decir de ella. Qué tristeza la de aquellos que pasan a la historia así, cuánto hubieran preferido desaparecer en el dulce olvido donde se entierran a los que el destino no les guarda papel especial en la vida, a la mayoría de nosotros.
Había policías, hombres de Scotland Yard y periodistas de todos los diarios, hasta el Times hizo reseña del sepelio. Todos estaban ahí, todos menos mi amigo español. Torres ocupó esa tarde en asuntos muy distintos. La víspera, tras nuestra conversación acompañada de todo el té que fui capaz de beber, la encantadora señora Arias preparó una cena tardía que además tuvo la gentileza de subir hasta nuestro cuarto, quiero decir el de él.
—Señor Torres, pensé que querrían tomar un bocado, su invitado y usted. —El modo en que me miró mientras dejaba la bandeja llena de pequeños bocadillos y un pastel sobre la mesa, e incluso café conociendo los gustos de su inquilino, me hizo pensar que el agasajarnos no fue el principal motivo por el que la buena mujer subió.
Torres apenas cenó mientras que yo devoré. Entre bocado y bocado, se ratificó en su intención era abandonar Inglaterra en dos o tres días; al día siguiente por la mañana quería ultimar ciertos asuntos, que supuse debían ser la compra de un pasaje, o arreglarlo en la embajada de su país, que mostró tan buen trato con él. Nada lo retenía ya allí. Tal vez quisiera hacer una visita a casa de lord Dembow, consideraría una descortesía no hacerlo después de la hospitalidad exquisita que desplegaron con él en su anterior estancia en Londres.
Me pidió que pasara la noche, había un pequeño sillón en el cuarto que me serviría bien de acomodo, una cama con dosel para mí. Acepte de nuevo. Me indicó con insistencia dónde estaba el baño, al final del pasillo y a mi vuelta me aclaró un par de condiciones respecto a mi estancia, breve por necesidad, junto a él.
—Será mejor que mañana salga temprano. Aunque creo que puedo calmar el genio suspicaz de la señora Arias, no le gustará verle por aquí.
—A… al amanecer me iré…
—Bien, pero luego vuelva. No quiero perder de vista a mi medio paisano.
Me comentó entonces que, ya cruzado el canal, bien podía dar una oportunidad a mi historia… a la del Ajedrecista, claro está.
—En caso de que sea cierto que aún conoce su paradero. ¿Puede enseñarme el Ajedrecista? —Asentí, triste, y él fue sensible a mi desilusión—. Podemos hacer lo siguiente, si a usted le parece bien. Mientras examinamos lo que queda de ese autómata, pensaré en su hipótesis. Si tuviera razón, es obligación de cualquier hombre de bien ayudar a capturar a semejante criminal. ¿Está conforme?
El problema es que ver al autómata iba a ser algo complicado. No me había podido llevar al Turco a Pentonville, y desde el día que lo encontré tuve miedo a perderlo, pensaba haber hallado un verdadero tesoro en lugar de un armatoste antiguo o la falsificación de uno. Hice lo que todo patán hace con el tesoro que encuentra, lo enterré en el único lugar que se me ocurrió: el local que regentaba Donovan, donde había dormido en ocasiones, sin pegar ojo, asustado por los cuchillos que pudieran brillar en medio de la oscuridad. Tomé una cama por dos o tres semanas, que no pagué, y allí lo oculté. Si queríamos recuperar al Ajedrecista debía volver a la cocina de la Pensión Comunal de Crossingham bajo la que lo escondí, con la esperanza de que ningún inquilino hubiera encontrado el tesoro. Difícil parecía que Torres pudiera convencer a Donovan de que le permitiera rebuscar por ahí sin despertar alguna sospecha.
—Y nnnn… necesitaríamos un martillo.
Torres mostró cierta aprensión. Creería que todo eran excusas, que o ya no tenía idea de dónde estaba el autómata, o que nunca lo encontré y era todo una trampa para timarle. Lo que desde luego era incapaz de asumir es que yo fuera tan estúpido como para enterrar al Turco en el suelo de una pensión, donde no estaba seguro de poder pernoctar dos días seguidos. Sin duda se inclinó por pensar que se trataba de una treta para hacerle olvidar el muñeco y así conseguir que me ayudara en mi nueva idea descabellada. Y la supuesta artimaña no funcionó.
—Decidido, don Raimundo. Mañana después de almorzar intentaré conseguir que el señor Donovan me permita buscar en su pensión, por si el Ajedrecista siguiera allí. Vendrá conmigo, supongo.
No, me disculpé ¿Qué me importaba a mí ya ese muñeco? Mi intención era prestar mis respetos a la pobre Polly, y seguir buscando al doctor indio. Estaba seguro que en algún momento tenía que encontrármelo, tenía que estar por aquí, matando putas, buscando su próxima víctima, y Whitechapel no es tan grande. De hecho, tras haberlo visto ayer mismo… oh, ¿no se lo he contado? Aquel tipo que creí conocer y que causó que me persiguieran como al asesino, era el auténtico asesino, o eso pensaba yo. Estaba tan seguro aunque solo fue una fugaz imagen, que hubiera apostado mi único ojo a que era el mismo Tumblety. Tal vez, si se lo hubiera dicho así a Torres…
No lo hice. Madrugué, salí de casa sin despertar a nadie, y dediqué la mañana a buscar el rostro del Monstruo entre los londinenses apesadumbrados. Las calles no eran lugar seguro para mí, no podía dejarme ver en exceso, pero si quería conseguir mi recompensa debía pagar un precio, o al menos arriesgarlo. Pregunté, tratando de disimular mi aspecto, abordando a los más inocuos de entre los vecinos del barrio, aquellos que no conocía y, aventurando demasiado dada la flaqueza de mi memoria, suponía que no me conocían a mí y no habían sido víctimas de mis pasadas actividades. Tenderos, parroquianos de los pubs, a los que por cierto no me atrevía a entrar, carreteros, repartidores… Tumblety no podía pasar desapercibido, ni le era posible ni era algo que su descomunal vanidad le permitiera.
Oí decir que un herborista americano había abierto una tienda en Commercial Street, con el filantrópico fin, según sus palabras literales, de: «aliviar a los londinenses de todas sus dolencias». No podía ser otro que mi doctor indio, entiendan y dispensen el uso de este posesivo que me repugna. No encontré tal herboristería. También oí que pudiera ser un sujeto que frecuentaba desde hacía poco los ambientes teatrales, el Beefsteak Club, para ser más concreto, que no era otro que un club de amantes del arte dramático sito en el teatro del Lyceo y dirigido por el mismo director de este, sir Henry Irving. Recordé este nombre en relación con la cena que tuvo Torres y sus amigos en casa de Tumblety, o de su amigo Caine, y tal coincidencia se me hizo intolerable. Fui al teatro, cerca de Covent Garden, lugar más seguro para mí que el East End, aunque mi presencia allí pasara menos desapercibida, y quedé quieto entre las seis columnas del frontispicio, esperando ver llegar al Monstruo. Nada.
Al atardecer, mientras yo despedía a Polly, Torres trataba de recuperar el Ajedrecista de von Kempelen. Conseguir excavar en Crossingham en busca de un tesoro sin levantar las suspicacias del propietario era tarea complicada, más si lo que pretendía sacar del suelo tras los fogones era un autómata, y luego llevárselo. Supuso, y no le faltó razón, que el dinero le abriría las puertas y aplacaría curiosidades malsanas. El problema es que no se encontraba cómodo con su inglés al tratar un asunto así, después de sus experiencias hablando con los habitantes del East End, con su acento y sus suspicacias. Cualquier malentendido en un entorno como ese podía acarrear consecuencias funestas. No disponía de mí para hacerle las veces de traductor y guía por esos andurriales, se vio forzado a pedir ayuda a la solícita viuda Arias.
Dedicó las primeras horas del día a buscar una iglesia católica. Más tarde acudiría a la legación española, a saludar y comer con el amigo Ribadavia, y a reiterarle su agradecimiento. Volvió de su almuerzo y se dispuso a solicitar ayuda de su patrona, con el mayor tacto posible y derrochando ese buen humor que tanto desconcertaba a la viuda. No entró en detalles respecto a lo que precisaba. Dijo tener que hacer unas gestiones y que para ello necesitaba a alguien que conociera bien la ciudad y el idioma. No era necesario que supiera español, y de serlo hubiera sido tan necesario como imposible el encontrar a otro hispanohablante por esas latitudes. Él explicaría lo más claro posible lo que quería al intérprete, ayudado por la misma señora Arias si fuera preciso, y este luego podría desenvolverse en el encargo con soltura y a su discreción, sin el impedimento de una deficiente comprensión del inglés. Si la buena mujer conociera a un muchacho listo, él podría recompensarlo con un par de chelines…
—Por supuesto, señor Torres, no tiene ni que preguntarlo —contestó de inmediato la viuda, a la que sin duda ya recompensaba con creces la embajada española por las atenciones que prodigaba al ingeniero—. No es necesario que usted gaste un penique, faltaría más, puede pedir lo que quiera, que mientras permanezca en mi casa… —Y así siguió la mujer, toda amabilidad y buena disposición. Problema solucionado, o eso creía Torres. Cuál no sería su sorpresa cuando en la puerta de la calle encontró a la persona que la señora Arias había contratado para ayudarle en esta empresa.
—Aquí tiene a mi hija. Es resuelta, discreta y muy espabilada; le atenderá encantada. —La muchacha de apenas doce años miraba con sus ojos verdes, brillantes y muy abiertos.
—Su… su hija —dijo azorado Torres—. Señora, no sé…
—Le digo que es muy despierta para su edad, podrá hacer cualquier mandado que usted le pida. Y habla español, mejor que yo incluso.
No podía llevar a esa niña al East End, no a la calle Dorset, en cuyas pensiones vivían una considerable fracción de las diez mil prostitutas que atestaban la ciudad, junto a ladrones y gentes de mal vivir. Mi amigo era incapaz de hacer eso.
—Señora, el asunto que me ocupa no es el apropiado…
—Puedo hacerlo, señor —se apresuró a decir la niña en perfecto español, y con una voz en exceso estridente para el gusto de Torres, y de cualquiera. La señora Arias le hizo callar con un tirón suave del vestido.
—Ya ve lo dispuesta que está.
El español se encontró abrumado. La insistencia de la madre y la mirada verde de la niña derrotarían todo reparo que pudiera poner, a menos que confesara que su intención era pasearse por Whitechapel y registrar en una habitación de un dudoso establecimiento. Tenía que salir de esa situación lo más airoso posible, sin ofender a la señora Arias, sin contar demasiado de su empeño y, sobre todo, sin que la joven corriera peligro alguno, físico o moral.
—De acuerdo —concluyó—, una vez más me abruma con su amabilidad, señora Arias. ¿Puede la niña subir ahora un momento conmigo, para explicarle lo que quiero que haga con calma?
Subieron hasta su habitación iluminados por una deslumbrante sonrisa de la viuda. Dentro, sin cerrar la puerta por supuesto, Torres miró a la cría, aún pensando qué hacer. La muchacha solo era ojos, una niña feúcha, muy delgada, alta para su edad, embutida en un vestido gris y soso y con el pelo recogido sin gracia en una fea pañoleta. Todo lo destacable en ella eran esos dos enormes luceros verdes que adornaban su cara y que miraban sonrientes, esperando cumplir lo que el caballero, español como papá, tuviera a bien pedirle. ¿Qué podía hacer con ella? La solución más simple era olvidarse del asunto, volver a España y listo, adiós al autómata y a este grotesco viaje. O tal vez pagarle unos peniques a la niña por nada, e ir él mismo al Crossingham.
—¿Cómo te llamas?
—Es por los asesinatos, ¿verdad, señor? Por Delantal de Cuero. —Torres tropezó con la butaca que había junto a la estufa. La niña cayó pronto en la pregunta que le habían hecho, y avergonzada bajó su mirada y continuó—: Perdone, señor. Me llamo Juliette.
—Julieta. —Sonrió Torres—. ¿Qué te hace pensar que esto tiene que ver con esos asesinatos? —La pregunta era ociosa, porque Torres ya imaginaba que los oídos de la niña habían estado pegados a la pared la tarde de la víspera, fascinada por la llegada de esos dos extraños inquilinos a la casa de su madre, como solían estar pegados a las puertas de todos los huéspedes. Temo que no he sido honesto al contar esta historia, debía haberles hablado antes de Juliette, cuando la vimos por primera vez, pues tendrá mucha importancia en lo que queda por suceder. Quería reservarles la sorpresa, la misma que se llevó mi amigo Torres. El mundo de Juliette Arias era la pensión de su madre, y era un mundo que la fascinaba. No era un lugar de lujo; una pensión limpia y acogedora, nada más, donde llegaban caballeros de viaje, jóvenes de visita, y todo tipo de personas que hechizaban la mente soñadora de la niña, especialmente viajeros que venían de la tierra de su padre. Ahora, pillada en la pequeña falta de su fisgoneo, su rostro siempre pálido enrojeció.
—No se lo diga a mi madre, señor, se lo ruego. Si se enterara… —No ocurriría nada. La viuda Arias adoraba a su hija, consintiéndola en exceso. Además, disfrutaba de la habilidad de la cría de moverse en sigilo y pasar desapercibida por toda la casa, y si la niña lo hacía impulsada por sus ganas de vivir, de conocer la vida, la madre satisfacía su curiosidad chismosa.
—No te preocupes. Pero sabes que no está bien espiar en las habitaciones de otros.
—No lo haré más, se lo prometo. —Torres sonrió ante esa mentira.
—Contestando a tu pregunta, nada de lo que quería encargarte tiene que ver con esos crímenes. —La expresión de tristeza en Juliette le divirtió aún más. La muchacha, viendo llegar al caballero español junto a aquel extraño monstruo de feria, servidor, y escuchando nuestra conversación, dejó correr al galope a su excitable imaginación, y así supuso que éramos una extraña pareja de detectives dispuestos a resolver el terrible misterio que cada tarde devoraba en las páginas impresas que encontraba tiradas por la calle—. ¿Podrías conducirme a un barrio… a Whitechapel? —La niña asintió, con una seguridad que desarmaba—. ¿Y podrías vestirte de chico?
La luz volvió a los ojos de la chiquilla, embargada por la promesa de una aventura en medio de su vida de fregar suelos y vigilar hornos. Torres se encontró encandilado por la niña e imagino que se dejó llevar por ese sentimiento, y se mostró dispuesto ahora a servirse de su ayuda. Había pensado que un cuerpo tan desgarbado como el de la chica podía pasar por un muchacho, y así ahorraría problemas a la niña en los barrios a los que pensaba ir. No pretendía exponerla a peligro alguno, desde luego, aun así un chico siempre está más seguro.
—Sí —dijo la niña—. Tenía un hermano…
—Bien. Yo bajo ahora, te espero en la calle cuando estés lista.
Salió corriendo. Torres no dijo explícitamente que no pudiera comentar nada a su madre, pero sabía que así sería. Su tono de voz y el carácter de Juliette lo aseguraban. No tardaron en reunirse. Ella se había vestido con pantalones, camisa y chaqueta que le quedaban demasiado amplias, y solo gracias a su altura daban el pego. Ocultaba su espeso pelo castaño bajo una gorra. Era suficientemente fea como para pasar por un pillastre, solo restaba esperar que sus ojos no llamaran mucho la atención.
Llegando a Dorset Street, la idea no le pareció ya tan buena. Entrar en un lugar como ese con una niña, aunque nadie viera que se trataba de una niña, le incomodaba. Y si creían que se trataba de un niño el asunto no mejoraba mucho. La Pensión Comunal de Crossingham era el tipo de lugar donde acababa los más desdichados de Inglaterra. En esta clase de pensiones, doss-houses las llamaban los lugareños, por cuatro o seis peniques uno podía alquilar una cama por una noche, en algunos casos compartirla, alguien dormía en ella de día y alguien de noche, y entre los propietarios más ambiciosos empezaba a cundir la costumbre de hasta alquilar la cama a tres personas, habilitando tres turnos. En habitaciones pequeñas se acumulaban las personas, seguro que el término «insalubre» se acuñó para establecimientos como estos; el lugar no podía ser peor. Era el refugio de los trabajadores más humildes, y como no, de prostitutas y toda la patulea que suele acompañarlas.
—¿Quiere que vaya yo? —dijo la niña ante las dudas de Torres frente al Crossingham—. Tengo amigas en este barrio, sé cómo… —El español estaba más que escandalizado. Ya había notado la facilidad con que la joven Juliette se desenvolvía en esas calles, en las que parecía más excitada. Conocía el barrio con la familiaridad de cualquier vecino y le gustaba. Lo que a todas luces era muestra del desastre y la injusticia del mundo moderno, a ella le parecía un lugar de aventura. Torres no podía imaginar cómo se manejaba en aquellos andurriales con tanta soltura. Alguna vez, más que alguna, había escapado de casa y recorrido la ciudad en busca de mundo, que gracias a la intervención divina, y la ayuda de esas «amigas» que debieron sentir pena y alegría ante la juventud e inocencia de la chiquilla, no encontró. Este ardor por la aventura le venía del padre. El marino acostumbraba a contar a su hijita historias de sus viajes, a cual más cautivadora. Comparar ese mundo de mar, exotismo, indígenas peligrosos y lugares de maravilla con su vida la hacía ansiar cualquier nueva experiencia.
—Puedo ir y preguntar lo que quiera. Usted espere aquí y luego saldré y le contaré todo… o si quiere viene conmigo…
El instinto de Juliette le había dicho qué era lo que preocupaba a su benefactor. Lo que ella ofrecía no era solución: tenía que entrar y romper las paredes con la piqueta que cogiera en la casa de la viuda Arias, eso no podía hacerlo Juliette sola. La necesitaba para hacerse entender bien con Donovan y su inglés de las calles, engañarle y conseguir tiempo para desenterrar el «tesoro», y llevárselo sin que… imposible, y menos arriesgando a la pequeña. Tomó una decisión, la única opción posible: en caso de dificultad, era siempre mejor ir con la verdad por delante.
—No, Julieta…
—Mi nombre es Juliette.
—Ese nombre suena a francés. —La chicha se encogió de hombros. Su nombre era fruto del gusto romántico y ñoño de su madre. La mujer poseía una espléndida recopilación de novelitas rosas y folletines que coleccionaba desde joven, vayan a saber de cuál de esas heroínas llenas de ardor y pasiones desatadas sacó el nombre para su hija—. ¿Sabes que Julieta es la protagonista de la historia de amor más emocionante que se ha contado? —La muchacha rio divertida.
—Mi padre me llamaba Julita.
—Bien, pues yo te llamaré Julieta, ¿te parece bien? —La niña se sonrojó de nuevo, sonrió y asintió—. Quédate aquí y vigila la puerta. Yo entraré dentro y no tardaré mucho. No hables con nadie.
Juliette quedó triste al ver en qué quedaba su imaginada aventura en pos del asesino de Whitechapel, pero no rechistó. Torres cruzó la calle. Bajo el arco alto y amplio que daba al Crossingham se agolpaban gentes, caras cansadas que salían y entraban. Antes de atravesar esa cimbra de soledades le llegaron los desagradables olores que ya lo recibieran el día anterior en su primera visita. Había pensiones comunales enormes en la ciudad, con más de cien camas, Crossingham, sin llegar a eso, no era en absoluto pequeña, en sus habitaciones podían amontonarse dieciocho o veinte personas; el calor y los olores eran insoportables, y por supuesto, los parásitos y toda la fauna de la inmundicia campaban felices en aquel antro.
—¿Qué quiere? —le atendió John Evans, un hombre mayor que solía cumplir labores de vigilante de noche de Crossingham. Una suerte que ya no estuviera su jefe, así no sería reconocido. Era más que probable que Donovan anduviera receloso si la persona que un día le preguntaba por un antiguo inquilino, moroso y desagradable, al siguiente pidiera permiso para rebuscar en el establecimiento.
Trató de hacerse entender, de explicar que necesitaba inspeccionar un momento la cocina. Ofreció sin tacto, ni falta que hacía, algo de dinero, y la cara del vigilante no paró de poner muecas. A medida que la conversación avanzaba, por llamarla de alguna manera, Torres tenía más ganas de olvidarse de todo e irse a casa de una vez. Para más desgracia, su charla había atraído algún que otro cliente que empezaba a opinar sobre Dios sabe qué, y que eran espantados por Evans de mala manera. En medio del guirigay sonó una voz estridente.
—El señor quiere que le permita ver sus cocinas. —Era Juliette, que en silencio se había ido acercando a la entrada—. Dice que trabaja para la Charity Organization Soviety. Dice que si se lo permite le compensará con dinero las molestias.
Evans ya había captado la esencia de lo que Torres quería antes de la intervención de la chiquilla, pero ahora, expresado todo con más claridad, entendía menos. ¿Un extranjero que trabajaba para la Organización de Caridad? Había benefactores y filántropos que ocasionalmente se acercaban a lugares como ese, para ayudar o tal vez tranquilizar a sus conciencias, ¿pero un extranjero? Y si eso era mentira… ¿qué podía querer de sus cocinas? No podía ser policía, ¿quién era? ¿No le había entendido en medio de tanto galimatías que ahí había algo suyo? ¿En la cocina?
—Le daré una libra. —Eso fue un error. Y mostrar una moneda, uno aún mayor. Evans la cogió rápido, en medio de un silencio creado en torno a ese soberano.
—Venga.
—Tú quédate aquí —insistió Torres y la niña obedeció haciendo tímidos pucheros.
Con la moneda ya en el bolsillo, Evans lo guio por ese hogar en el fin del mundo. Es posible que de estar Donovan, el asunto no hubiera sido tan fácil, la fortuna sonreía en esta ocasión a Torres y a su aventura. Tras el arco había un pequeño escalón que bajaba a lo que era un semisótano, donde se amontonaban habitaciones atestadas con veinte o veinticinco camas cada una. A derecha las dedicadas a las mujeres y a izquierda aquellas para varones. Si fuera el ambiente era malo, aquí se hacía irrespirable. Se cruzó con personas que allí habían pasado el día, o que se disponían a pasar la noche, moviéndose despacio, como abotargados por tanta inmundicia. Algunos cuartos mostraban separaciones entre las camas, intentos torpes de conseguir intimidad con un par de tablones, tabiques que no llegaban hasta el techo, pero la mayoría se amontonaba en un tormento continuo al pudor y la discreción.
Al final el pasillo ascendía y daba a una escalera que llevaba a más camas. Junto a esa escalera una puerta conducía al comedor, que hacía las veces de sala común y cocina. A esa hora no se veía muy concurrido, un par de hombres sentados en las mesas corridas que cabizbajos ignoraron la aparición de Torres. Uno de ellos tenía un trozo de pan en la mano y por mantequilla usaba un puñado de sal que estaba sobre la mesa, no muy limpia. Té, algo de sopa muy clara, un pescado raquítico; ese era el desayuno de aquella gente.
La cocina estaba formada por tres fogones de leña viejos y sucios bajo un tiro de chimenea, donde cada inquilino se guisaba lo que quisiera, siempre que pudiera pagar la leña. Ahora estaban apagados, salvo uno sobre el que se calentaba una tetera desportillada. Yo había sido preciso explicando dónde escondí al turco de metal. Una pequeña leñera, en la que se adormecían tres o cuatro troncos, estaba junto a los fuegos. Tras los troncos había que levantar un par de tablas, y allí se ocultaba mi tesoro. Torres se preguntaría sin duda cómo había podido esconder allí nada, ese era un lugar público y siempre había alguien, las más de las veces mucha gente.
—Quisiera mirar ahí detrás —señaló el español a la leñera y Evans no pudo contenerse, pese a la importante mordaza que era la libra que ahora calentaba su bolsillo.
—¿Qué demonios está buscando? Ahí solo hay troncos…
Torres extrajo de su chaqueta la piqueta para ayudarse en la tarea y retiró un par de maderos. El ver esa «arma» superaba la paciencia de Evans, que detuvo al español.
—Oiga, me da igual para quién trabaje usted, no puede romper nada, no sé… —No continuó. Un tremendo griterío venía de fuera. Tenía que cuidar de los intereses de su negocio—. Espere aquí un momento, tome té si se le apetece, pero NO toque nada. —Salió del comedor junto con todos los que allí estaban, menos Torres.
Por supuesto, mi amigo no permaneció quieto. El ser hombre educado y cumplidor de la ley no es sinónimo de pusilánime. Si quería ver al autómata una vez más, satisfacer cierta inquietud y dar algún sentido a ese viaje, no podía andarse con zarandajas. Esto no era un robo, en absoluto, había pagado de más por las molestias. Quitó la leña, levantó el par de tablas casi sueltas junto a la pared con ayuda de la herramienta y tras ellas, a salvo pese a lo precario del escondite, había un saco de considerable tamaño. Lo que quedaba del Turco, aun siendo un bulto importante, no era mucho. Torres recordaba bien su anterior encuentro con el muñeco y entonces le pareció un artefacto aparatoso, difícil de mover y transportar.
Apresurado, miró el interior del saco bajo la escasa luz que daban los candiles del comedor. Todo eran ruedas dentadas y palancas, tubos de caucho y medio tablero de ajedrez. Al ingeniero no le eran ajenas esas piezas; los engranajes, volantes, las pequeñas placas y arandelas de cobre pulimentadas y marcadas con pequeñas cisuras radiales, rodamientos, cilindros… Llevaba tiempo interesado en las máquinas de precisión capaces de resolver problemas más o menos sencillos, pero los restos del Ajedrecista estaban demasiado deteriorados como para determinar la finalidad de cada componente a simple vista. Sí, parecía indiscutible que la máquina había sido desmontada hacía tiempo, las piezas mostraban herrumbre y deterioro, e incluso hollín, y en ese escondite no se habían conservado bien, y eso las que lo habían hecho, que allí solo quedaban los mecanismos internos del autómata, ni rastro del mueble y partes voluminosas del artefacto. El desgaste que padecían no indicaba que las piezas tuvieran más de cien años, como lo tendrían las originales de la máquina de von Kempelen. Claro está que aunque fuera esta la máquina original, es razonable que en tanto tiempo el autómata sufriera reparaciones, algún mantenimiento, y sus piezas por fuerza tendrían que ser reemplazadas por otras nuevas. Entre estas partes, además del tablero blanco y rojo que identificaban al autómata, destacaba la cabeza.
Volvió a meter todo en el saco y se dispuso a volver con el «tesoro» a casa de la viuda Arias. Pensaba salir con el bulto bajo el brazo; pesaba, pero podía cargar con él. Al salir se quejaría de que no tenía tiempo que perder y trataría así de escamotear el autómata, tal vez soltando otra libra como cortina de humo. Era imposible disimular su botín bajo la ropa, Torres no era bueno en estas lides y no se le ocurría forma de escapar de semejante embrollo. Lo mejor, sin duda, sería enseñar los restos mecánicos al vigilante, que viendo solo chatarra herrumbrosa no pondría muchas pegas si sacaba algo a cambio. No le dio tiempo a pensar más.
—¿Qué llevas ahí? —Un hombre renegrido por la suciedad, gordo y con sonrisa a medio terminar le hablaba, lo amenazaba con paródica cordialidad. Se mantenía doblado por el peso de las pintas bebidas, supongo, en medio del pasillo que dejaban las hileras de mesas hasta la salida.
—Ya me iba…
—Claro que te irás, claro. Antes quisiera quedarme con ese reloj que llevas al bolsillo de recuerdo. —Le había visto el imprudente gesto de sacar ese soberano para contentar a Evans en la puerta, y ahora quería algo para él. Menos mal que solo fue uno el que vio aquí su oportunidad, o si fueron más, estaban también distraídos con el tumulto exterior.
Torres dio un paso y el individuo sacó un cuchillo pequeño.
—El reloj y te irás tranquilo. Los dos no saldréis…
El español le dio un golpe con el saco del autómata, que le hizo trastabillar. Era un hombre de ciencia, sí, pero en su juventud había estado en peleas y hasta defendiendo un asedio, era muy capaz de actuar si lo forzaban a ello. Así, aprovechando que el otro se sujetaba de mala manera en una de las mesas, tirando bancos a su alrededor, tomó un tronco de la leñera y se lo encasquetó en la cabeza. El tipo cayó y Torres se fue ligero.
Su único pensamiento ahora era para Julieta. ¿Estaría bien la chiquilla? ¿Le había hecho caso o su temperamento la había llevado a meterse en algún problema? Al cruzar la arcada no la vio. Fuera había gente amontonada, algunos llamando a la policía, un hombre sujetándose la nariz con un pañuelo ensangrentado, una mujer gritando desaforada en el suelo; de la niña ni rastro. Oyó gritos de «¡Asesino!» y el nombre de Delantal de Cuero, tan repetido en sus oídos desde que llegara a Londres.
Torres se sintió morir. Si por esa estúpida aventura Julieta había sufrido algún daño…
Las cabezas de todos miraban calle abajo, ignorándolo a él y a su equipaje. Miró en la dirección que tanto interés suscitaba en el gentío: se veían algunas carreras y al fondo, junto a la siguiente bocacalle vio a la niña, que lo saludaba con la mano. Un hombre grande de andares torpes se levantaba a su lado con la boca ensangrentada, dejando en el suelo a un joven con chaleco verde que gritaba desaforado. El monstruo era yo mismo, efectivamente, un monstruo acosado que no tuvo otra que coger la mano de Juliette y salir de allí.
El español suspiró más tranquilo. Me honra pensar que ya entonces me había ganado su confianza, no me pregunten cómo. Caminó entonces hacia el lado contrario, saco al hombro y con paso vivo. Se cruzó con Evans, que lo miró pasmado, y antes de que este dijera nada, le habló:
—Señor, ya he visto cuanto quería. Gracias. —Entonces le metió la moneda de más en el bolsillo y salió caminando hacia Commercial Street, sin atender al tartamudeo sorprendido del encargado ni a las voces que oyó a su lado. Se cruzó, ya llegando al final de la calle, con un policía que venía corriendo y que lo ignoró, tanto por su aspecto en nada sospechoso aunque fuera de lugar, como por el jaleo que aún se oía a las puertas del Crossingham.
De este modo, Torres recuperó los restos del Ajedrecista de von Kempelen…
No me digan más, están sorprendidos y un tanto indignados por mi oportuna aparición en esta aventura. También había guardado algunos datos lejos de su atención esta vez, para aumentar la tensión del momento. Ya basta de trampas, ahora mismo les cuento qué fue de mí y cómo aparecí tan oportuno en Dorset Street.
Terminando estaba el sepelio de Polly, de vuelta ya íbamos todos del cementerio, cuando un agitarse de caballos y carruajes me sorprendió. Un animal desbocado, un carro cruzándose, cualquier incidente de esta índole era habitual; accidentes ocurren, y en las vías urbanas es bueno siempre estar vivo para evitar ser arrollado por transportes sin control. Nada tan lamentable ocurrió entonces, un mal cruce, problemas con la aglomeración de gente, lo que fuera me hizo apartarme rápido. Un animal blanco pasó y vigoroso a mi lado, me rozó haciendo que perdiera mi siempre precario equilibrio. Sobre el corcel cabalgaba un individuo cubierto de un ostentoso abrigo que flameaba tras de sí, guardándolo de los insultos y recriminaciones que los viandantes asustados le lanzaban.
Un sujeto estrambótico montando un caballo blanco.
En el entierro de Polly.
Era él, tenía que ser él. El Monstruo, el anticristo.
No, en realidad no le vi el rostro, ni siquiera puedo asegurar si era moreno o rubio, si llevaba bigote o no, y a la luz de lo que sucedió después creo que no era él. Hay más caballos blancos en Londres, y locos temerarios que los desboquen. Esto lo entiendo ahora, entonces estaba convencido que por fin tenía mi prueba de que Tumblety estaba en la ciudad, y por tanto era él el asesino. Yo testificaría, yo…
Ahora podía convencer a Torres, ahora tenía un argumento irrefutable: YO había visto al Monstruo cabalgar exhibiéndose, burlándose en las exequias de su víctima. Tenía que encontrarlo, ¿dónde…? ¡Ah sí!, me dijo que iba por el autómata y yo le había dejado ir solo, enfurruñado por no acceder a seguir mis pesquisas y así obtener la recompensa por el asesino, que antes o después tenía que llegar. Sentí una cierta desazón por abandonarlo en esa aventura, y a un tiempo decidí traerle para esta otra, la mía. Salí del cementerio y me dirigí como alma huyendo de su castigo hacia Dorset Street, esperando tener fortuna y encontrar todo resuelto, ya fuera porque se había hecho con el Ajedrecista o porque el muñeco no estuviera allí.
La providencia divina me condujo a llegar en el momento justo. Encontré un jaleo importante ante la entrada del Crossingham. Un grupo de tipos, entre los que pude distinguir a «mi amigo» Evans, se arremolinaban en torno de alguien. Algún torpe había sido sorprendido aligerando a un primo, cortándole el bolsillo, alguien había pescado a una puta robándole, o una mujer sacaba a golpes a su hombre borracho; el pan nuestro de cada día.
Me acerqué pensando que Torres pudiera estar en medio, y vi entonces como de entre el jaleo salía un muchacho zarandeado, que al perder la gorra dejó ver una melena cobriza desaliñada. Los ahí reunidos quedaron pasmados y yo no fui menos. En mi caso estaba acostumbrado a sacar provecho de las dudas ajenas. Me acerqué más, por ver qué pasaba.
—¡Es una mocosa! —dijo un tipo feo y congestionado—. Es lo mismo, se va a llevar lo suyo. —Tiró una patada, con ganas, que dio en la pantorrilla de la chica.
—Venga —se interpuso Evans—, que es una chiquilla.
—¡Eh, Brummy! —Ese era el mote con el que llamaban a John Evans—. ¡Si la he pillado con la mano en mi bolsillo!
—Tráela aquí, Tom, que me meta a mí la mano en el bolsillo y verás lo que se encuentra.
—Déjamela, yo la enseñaré…
—Dejad vosotros a esa pobre niña…
No reconocí a la hija de la viuda Arias, no la había dirigido ni una mirada cuando me crucé con ella en las escaleras de la pensión, y hasta había eludido en todo lo posible los ojos escrutadores de la niña mientras nos siguió hasta el cuarto de Torres. En ningún momento me sentí empujado a ayudar a esa ladronzuela, que ahora chillaba y lloriqueaba frotándose su pierna magullada; cada uno apechuga con lo que hace, así piensa quién no ha recibido nunca caridad alguna. Mi aproximación al tumulto fue causada por la simple curiosidad, temiendo que Torres se viera envuelto en algún mal lance. Curiosidad cauta, porque allí donde me acercaba solía verme implicado en lo que fuere. Cuanto peor era el asunto, más fácil que yo acabara pagando culpas de otros.
La muchacha iba a llevarse una buena tunda si no llegaba algún policía alarmado por el disturbio, y es que los que daban voces en su defensa lo hacían con demasiada timidez, siendo partícipes de mi filosofía de que cada cual cargue con sus pesos. Entonces, oí una voz de mujer entre muchas que me llamó la atención.
—Esa putita… la conozco bien, menuda pájara. Iba con el señor extranjero ese tan trajeado.
—¿Con un judío? —Torres no tenía aspecto semítico en absoluto, pero por entonces y por allí «extranjero» solía ser un eufemismo para judío.
—¿Cómo? —respondió rápido y no de buen carácter un sujeto enorme con un sombrero negro de Panamá ladeado y adornado de una ostentosa pluma de pavo prendida en su banda, sombrero del que salió con un sonido mecánico unos anteojos con los que miró a la niña. Uno de los Tigres de Besarabia, gente peligrosa la de esa banda de judíos del este que a cada día aumentaban su control sobre buena parte de las calles. El asunto se ponía feo si gentes así intervenían en el tumulto. Pensé que ese jueves, un caballero trajeado en la puerta del Crossingham no podía ser otro que mi amigo, aunque se me escapaba qué relación podía guardar con la golfilla. Me acerqué y vi sus ojos, recordé esa mirada de un modo impreciso, sin todavía ubicarla en la pensión de la viuda Arias; me fue suficiente. Fui para ella, empujé a dos tipos, entre los que estaba el iracundo feo que trataba de patearla de nuevo, la tomé por un brazo y casi levantándola en vilo pregunté:
—¿D… d… dónde está el ssssssss… el ssssseñor Torres?
Juliette no se asustó, todo lo contrario. Al ver mi horrendo medio rostro tan cerca de ella sonrió aliviada y sus lágrimas cesaron de caer.
—¡Vámonos! —me urgió de pronto la niña—. Hay que ayudarle.
En ese instante el gordo al que empujé me echó mano insultándome. Yo ya no necesitaba oír más. Mi codo al girarme fue directo a su nariz venosa, y echó a sangrar. Cogí a la chica de la mano di un puñetazo a una mujer que estaba en medio y salí corriendo calle abajo, gritando enloquecido y preguntando.
—¿D… dónde está?
—Corra —respondió la pequeña—. Haga que nos sigan todos.
No fueron todos. La mayoría quedó quieta ante el violento arranque y los gruñidos de animal que tanto me enseñara a desarrollar mi viejo patrón, Efrain Pottsdale. Hubo quien fue más osado. Armado con una porra me seguía los pasos un tipo joven y al parecer hecho a las peleas, ataviado con chaleco verde sucio. Viendo que era mi único perseguidor, paré un segundo para despacharlo, y entonces recordé esos colores familiares.
—Malnacío —dijo poniéndose en guardia para un ataque—. Vas a lamentar haber salió…
Lo conocía, un muchacho del Green Gate, un mozo que había entrado poco antes de que yo lo dejara, y que pese a su inexperiencia mostraba buenas maneras. Tenía que ir rápido si no quería perder mi ventaja. Cargué sobre él. Si hubiera tenido más uso en las riñas, me habría intentado esquivar en lugar de atacarme. Me dio un golpe en el hombro que no significó cambio alguno en mi ataque, he recibido muchos y peores como para asustarme. Del topetazo caímos los dos al suelo, él sin aliento, y ahí lo mordí como un sabueso a un conejo. Gritó asustado, y con él llegaron más gritos, muy parecidos a los que oí el día anterior.
—¡Es una bestia!
—¡Asesino!
—¡Delantal de Cuero!
Dejé allí al chico sangrando aparatosamente y me fui por Juliette, que andaba saludando como una boba. Salimos corriendo, preguntándome yo si el resto de mis mañanas iban a ser iguales: huir de una barahúnda de londinenses que quisieran lincharme por los crímenes de Whitechapel. No, esta vez la carrera terminó al torcer la esquina, mientras se oían ya silbatos de policía lejanos. Nos empezamos a mezclar entre la multitud, sabía que de momento nadie más había intentado seguirnos, y contábamos con los segundos de sorpresa que preceden a la indignación de las masas para salir de allí. Juliette me soltó la mano.
—Deje —gruñó—. Ahora márchese, ya ha salido de allí. Mejor separarnos para que no nos encuentren…
—¿Q… qué? —Con su hablar agudo y atropellado me explicó lo ocurrido. Cómo Torres había entrado solo en el Crossingham, cómo había visto a algunos tipos hablar entre dientes sobre el dinero que tendría el español, y cómo vio hasta a dos de los peores entrar tras Evans y Torres. Entonces pensó que si montaba algún escándalo el buen inquilino de su madre podría escapar. Hizo que robaba a aquel tipo, mal, para que la pillara, que era muy capaz de vaciar el bolsillo de alguien sin que se enterara—. P… p… pero… —Yo no sé si estaba más asustado por el paradero de Torres o por el cerebro de ese diablillo, o más bien por esa vocecita irritante.
—No se preocupe, él ya ha escapado, lo he visto. Ahora váyase por ahí, yo me iré a casa de mi madre. Estarán siguiendo a un hombre con una niña.
Y se zafó de mí. Se fue entre la gente, y con mi tartamudeo y mis dudas no hice nada mientras ella desaparecía. Me limité a plantearme horrorizado qué sería de Torres, cómo se le había ocurrido semejante dislate, arriesgando la vida por esos trozos de metal viejo.
Allí quedé, embobado y sin saber qué hacer. Mejor regresemos con aquel de entre los protagonistas de esta historia que conservaba un cerebro entero y funcional. Torres se encontraba mucho menos ofuscado que yo, aunque un pinchazo de miedo lo atormentaba. No sé si dudaba del bienestar de la niña Arias a mi lado; me gusta pensar que no, pero desde luego temía por la desazón que sintiera la madre al ver a su hija en compañía de alguien como yo, si es que íbamos allí. Ese era su mayor fuente de disgusto, el no saber del paradero de Juliette. Sin otro camino que tomar, decidió volver a la pensión con el autómata, y rezar por que todo hubiera ido bien, o si no fuera así, ponerse a disposición de la viuda en lo que esta tuviera a bien exigir.
Tardó, el desconocimiento de la ciudad y un cierto nerviosismo fueron los culpables, y al llegar encontró a la puerta a la niña, vestida sin gracia como era habitual en ella, pero como una señorita al menos, y a su madre al lado. Tomó aire. Se dispuso a ponerse a los pies de la viuda, a pedirle disculpas y a ofrecerse a lo que fuera por compensar el terrible dolor que había producido a esa pequeña familia, y el que pudo haber causado, aún mucho mayor.
Nada de eso hizo falta. Antes de poder decir media palabra, fue la señora Arias quien le besó la mano y le dio infinitas gracias.
—Y transmítaselas a su… amigo —dijo—. Ese hombre tan desventurado. ¿Quién lo iba a decir? Mire usted en qué recipientes pone el señor sus virtudes. Lo que ha hecho por mi hija… no podré pagárselo… a los dos…
Torres no dejó de mirar a Juliette, que se mantenía llorosa pegada a las faldas de su madre. La niña había inventado algo, sin duda, y en ese embuste figuraba yo como su salvador, y Torres como el protector de ambos. Nada menciono, estoy seguro de ello, del lugar donde los hechos ocurrieron, ni de la finalidad del encargo que hizo para nosotros. Torres no preguntó y sin querer saber de qué terrible encuentro, real o inventado, yo había salvado a la niña, se despidió, dijo cien «no hay de qué», y subió a su cuarto con el botín conseguido tras tanto quebranto.
Una vez arriba, lo primero que hizo fue volver a examinar la cabeza del Turco, ahora con algo más de detenimiento. Estaba renegrida, y mostraba un agujero a un lado, un pequeño orificio perfecto, astillado levemente en los bordes. Aunque no era un especialista en armas las había empuñado alguna vez, y estaba seguro de que se trataba de un agujero de bala. No encontró nada más que le llamara la atención, salvo tal vez los restos de tubos de caucho y extrañas urnas. En un principio le sorprendieron, no era propio del mecanismo de relojería que constituye a todos los autómatas… entonces recordó la voz del Turco diciendo: «jaque». Había leído bastante sobre autómatas en estos años, espoleado por el interés científico que siempre le impulsó, y en especial sobre el trabajo de von Kempelen, sobre su máquina parlante sin ir más lejos. Esta utilizaba «partes blandas» hechas de caucho. Eso estaba claro, pero el tiro en la cabeza de una máquina… un tirador haciendo puntería y sin ningún respeto por los prodigios de la ciencia, falsos o auténticos.
Dejó tales cavilaciones, su mente estaba incómoda, acuciada por problemas más serios, como era la suerte que yo pudiera haber corrido, de la que se sentía responsable. Salió a la calle que empezaba a iluminarse de farolas y encontró a Juliette barriendo el suelo. La niña no alzó la vista cuando él preguntó.
—¿Sabes dónde está don Raimundo?
—Nos separamos —contestó con una timidez que no había mostrado conmigo, y menos aún al meter su manita en los pantalones de aquel patán que yo desnarigué—. Así evitábamos ser perseguidos…
Sorprendido por la respuesta y aún más angustiado por mi paradero, volvió a su cuarto. Se marchaba pronto, y no se sentía bien yéndose sin saber de mí, no podía hacerlo. En la embajada le habían conseguido billetes para el ferry que salía el sábado ocho, pensaron que le agradaría pasar un par de días visitando la ciudad, pero si quería irse mañana mismo se podía arreglar. No, le pareció bien. Ya añoraba a Luz y a su hijo, y a su Santander, pero disfrutar del Museo Británico y alguna que otra visita sería agradable, alejaría de él la imagen que hasta ahora se había hecho del país en dos días de encuentros desagradables. Si iba a quedarse esas dos jornadas, le era preciso tener noticias de mí, para su tranquilidad espiritual. ¿Qué hacer? Aguardar, poco podía él en una ciudad extranjera y la opción de pedir ayuda a las autoridades, a la vista de mi mala relación con la justicia, no se le antojaba venturosa. Si les he despertado cierta inquietud, sepan que de momento, y digo de momento, no es importante dónde estuve. Lo relevante es que no volví esa noche a ver a Torres, y me perdí el encuentro que tuvo, que fue de lo más revelador. Paso ahora a contarles.
Serían cerca de las nueve de la noche, mi amigo andaba pensando ya en cenar y acostarse, era hombre de amaneceres tempranos. Oyó voces abajo. Extraños, la viuda era muy estricta con las horas de visita. Llamaron a su puerta. Tras permitirle el paso, la señora Arias dijo una de esas frases que uno no desea oír cuando llega a Londres.
—Señor Torres, unos caballeros de Scotland Yard quieren verle.
—Hágales pasar si es tan amable.
Dos hombres entraron en el cuarto, ambos ayudándose a caminar de un bastón, que de inmediato se identificaron como los señores Moore y Abberline, inspectores del CID, el Criminal Investigation Department. Torres ignoraba que estos eran dos de los tres inspectores que Scotland Yard había despachado con urgencia a la división H, o división de Whitechapel de la Policía Metropolitana, para que se encargaran de los asesinatos; la creme de la fuerza policial británica encomendada a resolver esa grave situación.
Sin duda, el que los dos llevaran bastón le pareció algo muy singular al español, e incluso llegaría a pensar divertido si esto no sería enseña y parte del uniforme de los inspectores del CID. Sin embargo, ambos eran muy distintos y empleaban de forma casi opuesta sus apoyos. Frederick Abberline padecía una ligera cojera a causa de una variz en la pierna, una molestia más que un impedimento al andar. Era un hombre ya con los cuarenta años bien cumplidos, algo relleno sin llegar a ser gordo, con una calva incipiente que quedó visible al descubrirse y unas patillas abultadas a la moda, side-whiskers que decían los ingleses, que se unían al bigote marrón oscuro como su escaso pelo. Era alto y de aire tranquilo, con una mirada despierta, pero no la propia de un sagaz investigador; su aspecto sugería antes el de un empleado de banca o un procurador que el de un inspector de Scotland Yard. En ese semblante de hombre cordial había hoy cierta severidad y un brillo astuto en sus ojos almendrados.
Su compañero, el inspector Henry Moore, era muy diferente. Un par de años más joven a lo sumo, tan alto como Torres y muy corpulento. De pelo castaño y tupido, y cierta arrogancia en el mirar, era un ejemplo mejor de policía que Abberline, arquetipo del aspecto de los agentes que salen en los vodeviles de humor. Moore no era cojo, manejaba el bastón como algunas mujeres el abanico. Ese adminículo parecía ser parte de él, una seña de identidad, como lo era para Pottsdale el suyo, sin que quiera yo emparejar la catadura de estos dos personajes muy alejados el uno del otro en todos los aspectos, entiéndanme.
—Caballeros —les recibió Torres con la calma del que se encuentra ante la autoridad estando siempre en el lado del bien—. ¿A qué debo esta visita? ¿Tal vez pueda ofrecerles algo…? —Miró en busca de ayuda a la señora Arias, que se mantenía en la puerta.
—No será necesario —dijo Abberline, en el tono suave que acostumbraba a usar—, solo queríamos hacerle unas preguntas.
—¿Qué quieren saber?
—Es usted español, ¿no es así? —Moore callaba, parecía preferir el papel de observador.
—Sí.
—¿Puedo preguntarle la razón de su viaje?
—Por supuesto, vine a visitar a un amigo que conocí en mi primer viaje a esta ciudad, hace ya años.
—¿Y su amigo es…?
—El señor Raimundo Aguirre. Es británico, pese a lo que indique su nombre…
—Sí. ¿Su visita es solo de… cortesía o tiene alguna clase de negocio con el señor Aguirre?
—¿Negocio…? No. —No creo que Torres mintiera, él no había considerado en serio comprarme el Ajedrecista. Se mantuvo sereno, estaba seguro de no correr peligro alguno ante la ley. Poca experiencia tenía en enfrentarse a ella.
—Me alegro de ello.
—No le entiendo, inspector.
—Los negocios del señor Aguirre no suelen ser muy legales, me entristecería que un caballero como usted se viera envuelto en ellos.
—¿Ha cometido algún delito?
—Sería difícil encontrar un delito en el que no haya incurrido esa buena pieza —intervino la voz de tenor de Moore.
—Sí —continuó Abberline tras mirar a su compañero—. Le estamos buscando, si es eso lo que pregunta, pero no son las cuentas pendientes del señor Aguirre lo que nos ha traído aquí.
—Van a disculparme, no entiendo qué sentido tienen entonces sus preguntas.
—Solo necesitamos que nos ayude…
—Sí —Torres se mostró firme—, ¿pero ayudarles en qué? Si pudieran decírmelo tal vez me sería más fácil…
—Ayudarnos a entender su extraño comportamiento desde que ha llegado a esta ciudad —intervino Moore. Más impaciente que su compañero, ese nerviosismo molestaba a Abberline, a juzgar por la tirantez con que miraba a su colega a cada palabra de este.
—¿Estoy siendo investigado?
—En absoluto —dijo Abberline—. Permítame que me explique: ayer, según informó el sargento Thick, usted intervino en un tumulto, ayudando en todo momento a ese señor Aguirre, que se vio mezclado en lo que pudo ser un grave incidente ciudadano…
—Del que era completamente inocente, como luego se vio. Le confundieron con un delincuente, parece ser…
—Con «otro» delincuente —puntualizó Moore.
—Como guste. —La visita empezaba a resultarle un tanto impertinente al ingeniero—. El asunto es que encontré a mi amigo en un apuro y lo ayudé, no veo qué tiene eso de extraño.
—Eso es… cuestión de puntos de vista —dijo Abberline—. No es muy usual que un caballero extranjero ayude desinteresadamente a un sujeto como Aguirre, un delincuente habitual, perteneciente a una banda de forajidos conocida, y menos que sea «amigo» de él. Verá, tras su heroica intervención de ayer por la mañana…
—Yo no diría tanto. Dejémoslo en afortunada.
—… salimos a curiosear, a hablar con la gente, tenemos oídos por el barrio. Parece que le vieron preguntando por ese individuo desde su llegada a esta ciudad.
—Ya le dije que vine a visitarle. —La paciencia de Torres se agotó—. Inspector Abberline, le insisto, ¿todo esto tiene que ver con algo, con algún delito?
Ambos policías se miraron. Parecía como si ese encuentro no fuera deseado por ninguno de ellos, o más bien como si no estuvieran seguros de qué hacían allí.
—Últimamente —habló Abberline—, en esta ciudad, todo comportamiento extraño puede tener que ver con «algo».
—¿Se refieren a los asesinatos…? Saben que se trataba de un equívoco. Quedó claro que don Raimundo no es ese tal Delantal de Cuero.
—Delantal de Cuero es un asunto más de la prensa que nuestro. Lo extraño de su proceder no acaba con su relación con «don Raimundo», como usted lo llama. Esta misma tarde se ha visto usted involucrado de nuevo en un altercado en Dorset Street, en una pensión comunal…
—¿Y dicen que no me están investigando?
—El vigilante asegura que un forastero del continente le ofreció mucho dinero por «inspeccionar su cocina», presentándose como miembro de cierta organización filantrópica, organización por cierto en la que no consta que nadie hiciera semejante visita. No importa, se trata de gentes con buen corazón, que se ocupan más en hacer bien que en llevar un riguroso registro de idas y venidas, y tal vez el señor Evans no entendió bien al extranjero, dificultad con el idioma… Lo curioso es que en esa misma pensión, el día anterior, el encargado asegura que un caballero extranjero le preguntó por el paradero de Raimundo Aguirre…
—Me están siguiendo, caballeros, esto es una desfachatez.
—Cumplimos con nuestro deber, señor —dijo Moore.
Torres respiró hondo, miró a ambos inspectores. No debió sentir hostilidad ni antipatía hacia ellos, se puso en el lugar de aquellos hombres desesperados, buscando sin descanso al causante de tan horribles crímenes y por tanto agarrándose al menor de los indicios, por peregrino que este fuera.
—Investigan a quien se comporta de manera poco habitual —explicó él por los policías—, y que sea extranjero, como ese Delantal de Cuero.
—En Crossingham, la pensión, dicen que usted salió de allí con un saco, no están seguros porque había allí un extraño altercado en el que, según testigos, estaba envuelto un hombre grande, de andares torpes y con media cara desfigurada mal tapada por un pañuelo, que secuestró a una chiquilla. No ofenderé a su inteligencia recalcando quién se adapta a esa descripción con exactitud. —Torres guardó silencio—. ¿Podría mostrarnos lo que había en ese saco?
—¿Piensan que yo puedo ser ese asesino?
—Usted llegó el domingo a Londres —aclaró Moore—. Está fuera de toda sospecha…
—¿Entonces, tal vez creen que lo es el señor Aguirre?
—Hasta el primer día de este mes le fue imposible cometer delito alguno. —Moore resopló ya muy incómodo—. Si cualquier cosa que hayamos dicho el inspector Abberline o yo le ha inducido a pensar que albergábamos algún recelo respecto a usted, le pedimos disculpas…
—Señor —insistió Abberline—. ¿Nos permite ver el contenido de ese saco?
De nuevo el español se demoró en responder, sopesando la necesidad de hacer lo que le pedían, para al final responder con un suspiro de desagrado:
—A menos que me den razones de lo contrario, mis actos en su país no tienen nada que ver con su investigación. Entiendo que mi comportamiento no haya sido muy convencional, y que ustedes se ven en la obligación de investigar, pero nada tengo que ver con ningún delito, menos con uno tan horrible como el que insinúan. De haber tal saco, y no aseguro que exista ni que deje de existir, no sería de su incumbencia.
No sabría decirles por qué Torres se negó a enseñarles entonces los restos del Turco. Les aseguro que no fue plato de gusto para él, en nada era acorde a su carácter el obstaculizar a la policía. Tal vez considerara que el autómata no era suyo y que el modo como se había hecho con él era un tanto irregular o le preocupaba que se me acusara a mí por robar el Ajedrecista, o a él mismo, no lo sé; algo lo empujó a desairar de ese modo a los inspectores del CID, incluso a desafiarlos, pues no quedaba claro que no pudieran obligarlo a obrar como ellos querían.
—Por otra parte —continuó Torres arrepentido de la sequedad con que despedía a los detectives—, ¿qué creen que puede haber en ese saco? ¿El botín robado a esas pobres mujeres? ¿Restos de una de ellas?
—No es algo para tomarlo con tanta frivolidad, señor —dijo Moore.
—Disculpen, no pretendía… —Los dos policías se cubrieron casi a un tiempo—. No me expreso con propiedad en su idioma…
—Nada más que hablar entonces —dijo Abberline, seco—, buenas noches y perdone si le hemos importunado. —Ambos dieron media vuelta.
—Un minuto, ¿ofrecen alguna recompensa por información respecto a esos asesinatos?
Se volvieron despacio, sorprendidos. Primero habló Abberline:
—No es política de Scotland Yard hacer tal cosa. Las recompensas suelen acarrear centenares de declaraciones falsas, hechas por oportunistas en busca del dinero. Acaba siendo más perjudicial que beneficioso para la investigación.
Moore añadió con cierta socarronería:
—No imaginaba que necesitara liquidez, señor Torres.
—No, era simple curiosidad. De todas formas, puede que sí tenga información referente a esos crímenes.
Abberline y Moore se miraron, incapaces de disimular su sorpresa.
—¿Sabe algo sobre los asesinatos…?
—Con franqueza, creo que lo que les voy a contar puede no tener nada que ver con ellos, eso deberán juzgarlo ustedes, si tienen tiempo para escucharme. —Los policías se quitaron los sombreros tan coordinados como antes se los habían puesto—. En ese caso, deberán aceptar sentarse unos minutos. Señora Arias —la mujer, que seguía junto a la puerta, dio un respingo al verse sorprendida. Su curiosidad, esa que heredara su hija, solo era superada por su miedo a incomodar a un inquilino, así que volvió a enrojecer hasta que su rostro tomo igual tono a su pelo—, ya que está aquí, ¿le molestaría traer té para estos caballeros? Gracias.
Una vez sentados, con un pastel y sendas tazas humeando entre ellos, que los policías no tocaron arguyendo lo tarde que era, Torres empezó a contar las sospechas que yo le transmitiera. Fue discreto más allá de lo prudente. No habló ni palabra del Ajedrecista y aunque sí lo hizo de Tumblety, no mencionó de momento su nombre, no se atrevería a acusar a un hombre de semejantes atrocidades sin más prueba que las elucubraciones de un monstruo de media cara. Dijo haber conocido al médico indio hacía años, y mencionó sin entrar en detalle su extraño y un tanto siniestro carácter. Sin el entusiasmo que yo le hubiera puesto comentó el desprecio que exhibió por las mujeres y su repugnante afición al coleccionismo de vísceras, así como su implicación, según algunos rumores, en delitos de importancia en los Estados Unidos. Dijo que parecía un timador, un vendedor de ungüentos y jarabes falsos, pero se ahorró hacer referencia a sus aparentes inclinaciones «torcidas» en cuanto a apetitos sexuales se refiere, le pareció algo mezquino poner en tela de juicio la moralidad de nadie sustentándose en conjeturas.
Según iba repitiendo cada uno de mis disparatados argumentos, iba sintiéndose incomodo; oídas ahora todas esas historias, sin la pasión de mi locura y mi ignorancia, sonaban más absurdas si cabe. Sin embargo, sus invitados lo escucharon con atención. Yo hubiera asegurado que esos sabuesos de Scotland Yard le atenderían con medias sonrisas displicentes, con esa superioridad británica de algunos funcionarios del Imperio: «aquí viene el españolito a enseñarnos a investigar crímenes, a nosotros, a Scotland Yard». Todo lo contrario, escucharon con interés lo que dijo, hasta que llegaron a la cuestión principal.
—Bien… señor Torres —interrumpió por fin Moore—. ¿Por qué piensa que ese hombre que conoció hace diez años, es el asesino? No veo relación…
Nadie podía verla, nadie que no estuviera maldito desde su primera juventud, atormentado por la imagen de ese loco depravado, violador de moribundos, que lo perseguía en sueños, nadie que no hubiera visto todos los horrores y hubiera contemplado con espanto cómo ese monstruo se crecía ante ellos, ante el sufrimiento ajeno, ante la degradación de todo lo puro. Nadie que no fuera yo, en definitiva. Torres no era en absoluto semejante a mí y se encontró ahora apurado, incapaz de defender una tesis que había presentado ante esa severa audiencia por tres motivos: amistad hacia mí, adhesión para con los policías que le impedía despedirlos con la desazón de haber perdido el tiempo, y una cierta obligación moral al pensar: «¿y si don Raimundo tiene razón, aunque sea por mero instinto o fortuna?». Llegados a este punto, era el momento de sacar a la luz la prueba final, la más tonta de las obsesiones de Raimundo Aguirre.
—Ahora les enseñaré lo que tiene ese saco que tanto les interesa.
Los dos inspectores abrieron mucho los ojos. Se vio forzado a hablarles del Ajedrecista, a explicarles por encima su relación con él, conmigo y con Tumblety, y por consiguiente el motivo concreto de su viaje a Londres. Todo lo contó con detenimiento, y cada vez con menos fe en sus palabras, en las mías. El escuchar todas esas digresiones en alto, repugnaba a su mente inquisitiva. Aun así acabó el relato, y mostró las piezas envejecidas del autómata.
—A ver si puedo entenderlo, señor Torres. —Abberline trató de compilar todos esos datos de un modo coherente—. Hace diez años conoció a un sujeto siniestro y desagradable, al que cree capaz de cometer actos como los que aquí se están llevando a cabo en los últimos meses…
—No es una seguridad…
—Permítame continuar. Ese individuo, americano para más señas, estaba en posesión de… de esto —señaló el saco que ahora examinaba Moore—, que era el principal motivo por el que ambos entraron en contacto. Ahora vuelve a dar con el artefacto, al tiempo que se producen los crímenes, y deduce entonces que ese hombre puede ser el autor de los asesinatos. ¿Es así?
—Es evidente que no son hechos irrefutables, tal vez proporcionen indicios…
—Perdone mi franqueza, señor, pero no tienen sentido alguno —dijo Moore—. Aunque ciertamente explica sus movimientos desde que llegó a la ciudad, que es de lo que se trataba.
—Entiendo.
—¿Ha visto a esa persona desde que llegó aquí? —preguntó Abberline, y eso hizo que Torres lamentara no haberme hecho a mí tan sencilla pregunta, y le hizo comprender a un tiempo el hecho de que no poseía la mentalidad de un investigador de lo criminal, muy distinta por otro lado de la del científico—. ¿O tal vez el señor Aguirre…?
—No lo sé… me temo que no, de ser así me lo hubiera mencionado.
Los dos policías se incorporaron.
—No hay entonces nada más que hablar —dijo Abberline.
—Lamento que hayan perdido el tiempo —se despidió Torres.
—No se preocupe, es nuestra obligación comprobar todo —dijo Moore—. De todas formas, señor Torres, tenga cuidado con ese Aguirre, le aseguro que no es de fiar.
—Debiéramos llevarnos esto —señaló Abberline el saco que contenía al Turco.
—¿Creen que les puede ayudar? No quisiera empecinarme en mi negativa si…
—Quién sabe.
Los acompañó hasta abajo, donde de inmediato la viuda Arias y su hija Juliette salieron a despedirse, la madre toda hecha amabilidad y sonrisas. Antes de que se marcharan, Torres preguntó:
—Inspector Abberline, lo que le he contado, ¿cree que puede guardar alguna relación con los crímenes?
—No acostumbramos a comentar los casos, señor —contestó amable y firme el policía—, el divulgar información puede complicar su resolución. —Y luego, como pensándolo mejor, añadió ya con un pie casi en la calle—. Una última pregunta. ¿Sabe el nombre de ese falso médico? —Torres se envaró. Una cosa era contar hipótesis, jugar con las posibilidades y otra era la calumnia. No quería manchar el nombre de una persona, aunque este ya estuviera sucio de por sí, sin tener certeza alguna. Abberline percibió sus dudas—. Señor Torres, si nos dice el nombre, en caso de saberlo, podríamos averiguar si se encuentra en Londres, eso daría más fundamentos a su teoría o exculparía completamente a ese caballero. —No cabía duda de ello, pero dar su nombre… presumió que de todas formas esos policías me lo sacarían a mí en cuanto me encontraran, y puede que no de buenas formas.
—Tumblety. Francis Tumblety, creo.
—Gracias.
—¿Cuándo vuelve a su país? —preguntó Moore.
—El sábado. Me gustaría quedarme más en su interesante ciudad, pero mi familia me espera…
—Bien, el sábado por la mañana le devolveremos su… máquina. —Movió el autómata. Torres no se encontró con fuerzas para objetar—. Lo más seguro es que no sea relevante y no creo que nadie por aquí la quiera.
—Puede que sea un poco tarde. Tengo intención de salir muy temprano.
—Oh… tal vez pudiéramos acabar con esto mañana a final de jornada. Quizá… si usted pudiera…
—No es problema para mí ir a buscarlo a su comisaría —leyó las intenciones del inspector.
—Tendría que ser ya anochecido. Yo estaré a eso de las diez por la comisaría de la calle Leman, si no es muy tarde para usted.
—No es problema.
Y marcharon. Torres quedó sorprendido por el último ofrecimiento del inspector Moore, gratamente sorprendido. No se consideraba propietario del Turco, no del todo, no sabía cómo sentirse respecto a él. Aun así, la perspectiva de llevarse los restos a casa, e intentar estudiar al autómata no le desagradaba.
Esa noche no regresé. Eso incomodó a Torres. Era de esperar que yo me desenvolviera bien en esa ciudad, llevaba haciéndolo muchos años, nada le hacía pensar que me hubiera pasado algo malo. Sin embargo, ese cargo de «secuestro» que pendía sobre mí… un asunto desagradable. Todos los días desaparecen millones de niñas de las calles oscuras de todas las ciudades del mundo; y ese sórdido horror espantaba a todos y no movía a la compasión de las autoridades cuando atrapaban al supuesto degenerado que perpetraba actos de tamaña atrocidad. De aparecer, seguro que Juliette se ofrecería encantada a librarme de la ira policial, pero no daba señales de vida. Le molestaba la sensación de irse pasado mañana y no verme. Le hubiera gustado hablar una vez más conmigo y así despedirnos adecuadamente. Además, hubiera querido ayudarme de algún modo, más de lo que ya lo había hecho. No era su intención mostrarse caritativo en absoluto. Creo que ya le había demostrado bastante ingenio y perspicacia, y no me faltaba fortaleza física, así que pensaba que podría encontrar alguna buena salida para todas mis cualidades. Tuvo que contentarse con dedicarme una oración.
A… a la mañana siguiente madrugó mucho, hizo un buen día, brillante y más cálido que los anteriores. Era su costumbre comulgar todos los primeros viernes de mes. Tras cumplir con sus devociones dedicó la mañana a las obligaciones sociales que aún debía. Acudió a presentar sus respetos a lord Dembow, hola y adiós, no iba a ser más, y fue incluso más breve que eso.
Encontró la casa cerrada y el frondoso vergel que… que la rodeaba algo abandonado. Cruzando un espléndido barbecho desatendido, le recibió a la puerta de la casa del lord aquel mayordomo, Tomkins, que me disparara en las posaderas años atrás. Mostraba un aspecto horrible, con desagradables cicatrices ya envejecidas cruzándole toda la cara, las manos y el cuello. Tomkins anunció que su señor no se encontraba en casa.
Ha marchado a Escocia, señor, a una boda.
—¿Una boda?
—La de su sobrina, la señorita Cynthia, que ya se ha celebrado hace una semana. Creo que estarán aquí para principios de la que viene… solo se encuentra en casa el señor Abbercromby. —Se refería a Perceval Abbercromby, claro.
¿No asistió al casorio?
—No. Pero discúlpeme señor, acabo de darme cuenta que tampoco se encuentra aquí, pasará hoy y el fin de semana en su estudio, como suele acostumbrar.
—¿Estudio…?
—Sí, es un artista, señor.
—Oh… Yo… tengo que marchar ya. ¿Le… transmitirá mis saludos y mi enhorabuena por el feliz enlace a la pareja y a lord Dembow?
—Por supuesto, señor.
—Pues me marcho. —Antes de irse, añadió—: ¿Se acuerda de mí, Tomkins?
—Vagamente…
—Esas heridas suyas…
—Un accidente, señor.
—Del que espero esté recuperado.
—Ya… ya… ya me encuentro en perfecto estado, gracias señor. Es una vieja herida ya cicatrizada.
¿Y lord Dembow? ¿Cómo… se encuentra? Recuerdo de mi pasada visita que estaba delicado.
—Sigue enfermo, pero el ver a su sobrina feliz le alivia y le reconforta. Es de constitución muy fuerte, y eso ayuda.
—Trasmítale mis mejores deseos. Buenos días.
Se fue, algo incómodo, mientras el fiel mayordomo cerraba la puerta. Atravesó la parcela acompañado de un lacayo, que le abriría el portón para dejarle salir. Ya en la calle, distraído como iba comprobando la naturaleza sin domar que rodeaba… que rodeaba Forlornhope, tropezó con un hombre sanguíneo en extremo, de mirada hostil y de enorme corpulencia. Este musito…
Este musitó un rápido: «disculpe», a lo que Torres quiso responder con un «perdone usted…» que no tuvo tiempo a siquiera insinuar, porque el sujeto apretó rápido el paso y se perdió entre la gente. Un tropezón sin importancia, pero al español, que siguió un momento con la vista las enormes espaldas del otro hombre, le quedó la sensación de que aquel caballero tenía intención de hablar con él, de abordarle con algún asunto.
Lo dejó pasar.
Fue…
Fue un error, se lo aseguro. Por un momento le recordó a otro encuentro que tuvo diez años antes con otro sujeto… encuentro de carácter mucho más desagradable. Permítanme que mantenga algo el misterio, hasta que lleguemos al punto en que Torres me hizo referencia a aquel otro tropiezo que tuvo frente a la casa del teniente Hamilton-Smythe… estoy cansado… deberá ser la próxima sesión…
¿Usted… cree? Unos minutos más si acaso… A mí… a mí… me es lo mismo. Si pueden… ahí, por favor…
Esperen…
Aquí. Ya recuerdo. Estaba Torres a las puertas de Forlornhope. Así marchó, no dando importancia a los mensajes de su instinto, y aun así molesto, con la extrañeza que siempre sentía al encontrarse con esa familia. Y aquí reconoceré que esa sensación estaba motivada por más que su instinto. ¿Cynthia William se había casado la semana pasada? Diez años atrás estaba a punto de desposarse con su prometido, ¿qué pudo causar tanta demora? La muchacha estaría ahora cercana a la treintena, era una belleza hacía una década, de trato agradable, excelente posición… difícil era de imaginar la causa de su soltería. No es normal, desde luego, que una mujer joven, hermosa y de buena posición como ella deje pasar los años pudiendo tener ya familia.
Lo dejó correr. Decidió dedicar la mañana a la cultura. La molesta espina que sentía tras la visita frustrada a lord Dembow, le trajo la hermosa imagen de Spring Gardens. Fue para allá, y ya no existía. El lugar sí, y seguía sirviendo de museo y lugar de reunión para los ciudadanos, si bien la muestra de autómatas hacía muchos años que había terminado. Optó entonces por visitar el Museo Británico, elección más tradicional y en ningún aspecto menos satisfactoria.
Por la tarde escribió una carta a Luz, otra a sus parientes en Madrid y una más a su buen amigo Gorbeña, esta contando en más detalle su paso por Londres y la triste situación en que se encontraba la ciudad. Luego cayó en la cuenta que en un día partía hacia casa, era una pérdida de tiempo mandar correo a España, sabe Dios cuándo llegaría. Pensó entonces en un telegrama, había oído mucho sobre las excelencias del servicio telegráfico británico, y aunque una cosa muy distinta era el cable nacional que mandarlo al continente, decidió probar. Así que fue a la oficina de telégrafos y puso una nota anunciando su llegada en un par de días.
Cayó la noche, y no había noticias mías.
Incómodo, Torres decidió que bien podía trasnochar por recuperar ese Ajedrecista, viendo que esa intranquilidad que sentía amenazaba por convertirse en insomnio. Lo cierto es que ese pensamiento no le había abandonado en todo el día, el referente al autómata, como la inquietud de un niño la víspera del día de Reyes. Acudió a la comisaría de Leman Street en torno de las diez y media. Allí estaba Moore, despachando con un joven inspector llamado Dew, que se mostró muy atento y muy curioso respecto al país de Torres. Mientras los dos charlaban tranquilos sobre viajes, Moore trajo al autómata, no había objeción alguna en devolverlo.
—Entonces, ¿no les ha aclarado nada sobre esos crímenes? —preguntó Torres conociendo la respuesta.
—No —dijo Moore—, ni sobre nada en concreto, para serle sincero. No parece más que un juguete de feria, puede quedárselo.
—Pues lo lamento. Deseo de corazón que cojan pronto a ese asesino.
—Seguro que lo haremos, espero que antes de que cometa otro.
—¿Son ya tres los crímenes o hay más? No es que me parezcan pocos, todo lo contrario, pero…
Moore cogió abrigo, sombrero y su sempiterno bastón, y mientras hablaba, tomó del brazo a Torres, y lo acompañó a la calle.
—Le diré, señor Torres, que el número de víctimas es más cosa de la prensa.
—¿Cómo es eso?
—Sí… el periodismo llena las páginas de sangre y muerte con mucha facilidad. Es lo que vende, al público le gusta leer sobre crímenes más que cualquier cosa.
—¿Me está diciendo que esos asesinatos no son…?
—Sí, claro que son. Pero no tal y como se refleja en los diarios. Veo que le interesa el asunto.
—Es simple curiosidad…
—Si no tiene nada que hacer puedo enseñarle los lugares de los crímenes, deje aquí su… máquina, luego la recogeremos, o se la haremos llevar a su pensión. —Aceptó, le pareció una forma como otra cualquiera de gastar el tiempo que le quedaba en tierra británica y, por qué no, satisfacer la curiosidad que esos extraordinarios hechos que atormentaban al pueblo londinense empezaban a despertar en él. El inspector comenzó un itinerario guiado por Whitechapel, el lugar menos turístico de Londres. La comisaría de la calle Leman daba al cruce de Whitechapel Street con Commercial Street y Commercial Road, su continuación; el centro del barrio de Whitechapel, que se mostraba bullicioso y colorista pese a lo avanzado de la noche. El cielo estaba despejado, sin luna asomándose sobre los tejados. Cruzaron la calle y subieron por Commercial Street, paseando con tranquilidad—. ¿Qué le decía? A sí, el exceso de entusiasmo de la prensa, entusiasmo forzado por intereses crematísticos, señor Torres, no crea que tratan de ayudarnos en lo más mínimo. Por ejemplo, el asunto de Emma Smith; serían tres individuos que posiblemente querían robar a la prostituta, un ajuste de cuentas.
—¿Quiere decir que no tiene que ver con el resto de asesinatos?
—No, sin duda que no. Delantal de Cuero no es el único que disfruta atormentado a todas estas desdichadas. —Señaló a las gentes que bajaban por la calle, cerca de la iglesia de San Judas y más adelante, hombres y mujeres, algunas prostitutas y otras madres empujando cochecitos de niño, quién sabe cuántas no compartían ambas condiciones, todas juntas, pecadoras y piadosas, haciendo cola ante establecimientos que no eran más que ventanas abiertas a la calle a través de las que se despachaba comida, o pinta tras pinta de cerveza, convirtiendo la vía pública en un pub.
—Vaya —continuó Torres, pensando en las últimas palabras del inspector—, entonces la muerte de esa pobre mujer no es culpa de ese Delantal de Cuero.
—Puede que ninguna. Mire, hoy mismo he leído el informe semanal de la división J. Delantal de Cuero es un tal John Pizier, un viejo conocido de la policía local, creo que Johnny Upright lo tiene calado… me refiero al sargento Thick. Un zapatero que gusta de importunar a las prostitutas… gentuza, pero no creemos que sea un asesino. Ahora están cotejando sus pasos las noches de los crímenes, por si hubiera coincidencia alguna; parece ser que no la hay. Sin embargo, la prensa asegura que es el asesino, y lo que es peor, que nosotros pensamos que lo es. Ya ve, airean lo que no deben y ya hemos tenido algún que otro tumulto grave. Usted estuvo presente en uno…
—Sí. —Estaban ya en el medio del barrio, giraron por Flower & Dean’s Street, una de las peores calles de todo Londres. Ahora el ambiente era mucho más silencioso, pocas gentes y poca iluminación. El día había sido algo nuboso, pero a medida que avanzó se fue despejando, dando lugar a una agradable noche de septiembre. Ese verano del ochenta y ocho había sido uno de los más calurosos que se recordaba, y había dado paso a un otoño no muy exigente, para ser Londres. Era doña Muerte quien estaba ocupándose de entristecer el ánimo de los ingleses, por una vez que la bonanza inusual del clima los aliviaba de las tristezas otoñales.
La calleja por donde ahora transitaban mostraba feas señas de identidad: suciedad e inmundicias por el suelo, mala iluminación, una mujer exhibiéndose, ofreciéndose inmersa en una bruma de alcohol, un proxeneta u otro delincuente similar paseando junto a pobres mendigos sin techo bajo el que cobijarse. No había mucha concurrencia abandonadas ya las arterias principales del barrio, por el contrario, las gentes se cruzaban como fantasmas perdidos, en pequeños grupos, dedicándose miradas torcidas bajo las viseras de sus gorras por todo saludo. Llegaron al cruce con Brick Lane, y Moore señaló al número diez de esa calle, que estaba cerca.
—Allí asaltaron a Emma Smith —dijo—. Llegó viva al hospital, sí, sorprendente, y contó que dos o tres hombres, uno de ellos un joven de no más de diecinueve años, la atacaron, le robaron y le metieron un bastón… —Miró algo azorado—. Quiero decir que la violentaron con un palo. Tuvo daños internos y murió a las pocas horas. Un crimen brutal propio de esta gente. Smith, tras ser atacada, se fue andando hasta la pensión donde vivía. Allí, mire. —Señaló a la siguiente bocacalle a sus espaldas, George Street—. Dos horas tardó en recorrer estos trescientos metros, puede hacerse una idea del estado en que iba. Dos amigas insistieron en que acudiera al médico, y la acompañaron allí.
—¿Y saben quiénes fueron los agresores?
—Esto está lleno de delincuentes, como bien ve. Puede que esa mujer debiera dinero, o fue un simple asalto y tuvo mala suerte de estar donde no debía. El asunto fue investigado por el inspector local, Reid, y es un buen conocedor de la zona. Supuso, todos suponemos que se trata de una banda. Hay muchas operando por aquí y son crueles, cada día mejor armadas, y desalmadas hasta extremos que alguien como usted no puede imaginar. Serían hombres del Hoxton High Rips, o los de Odessa o los del Green Gate, o más probable alguna banda del Old Nichol. —No. Mis antiguos camaradas no eran nada remilgados al ajustar cuentas, pero me hubiera atrevido a asegurar entonces que no fueron ellos—. Lo mismo da, todos son asesinos. De esto podría hablarle mejor el inspector Abberline, conoce a la perfección estas calles. Se curtió en ellas cuando era joven, aquí en la división H.
—Piensan, por tanto, que estos crímenes son causados por la delincuencia común del lugar, por bandas.
—El de Smith sí, sin duda. Los otros dos son muy distintos. A Martha Tabram la mataron muy cerca, vamos.
Bajaron de vuelta hacia Whitechapel Street, y en pocos minutos llegaron a una calleja llamada George Yard, lugar feo y olvidable como muchos otros, que era visitado por tanto londinense en busca morbosa de las escenas de los crímenes. El paseo estaba siendo un descenso progresivo hacia los lugares más deprimidos del Imperio, y para Torres, poseedor de una fuerte vena caritativa, fue doloroso e intranquilizador. El atlético sabueso de Scotland Yard notó su malestar.
—Parece nervioso —preguntó.
—Esta es la tercera vez que camino por este barrio y tengo la sensación que las dos veces anteriores me salvé de un mal percance por el auspicio divino.
—No se apure —el policía alzó su bastón para permitir que el español lo examinara. Comprobó entonces que estaba completamente hecho de metal, pintado como si fuera madera de arce—, nadie le importunara mientras esté conmigo. Y para los que no me conocen es para los que llevo este bastón. —Rio con fuerza despreocupada. Pronto volvió su atención al edificio de George Yard—. Allí, en el primer piso, en las escaleras, apuñalaron a Martha Tabram. Treinta y nueve puñaladas, treinta y nueve. Desde el pecho hasta sus partes íntimas. Todas hechas con la misma arma, un cuchillo común, salvo una, que parece hecha por un instrumento más grande, puede que una bayoneta.
—Qué extraño.
—Sí, y sugerente, teniendo en cuenta que la última persona con la que se la vio era un militar.
—Leí algo de eso. Hubo una mujer que…
—Sí, y el agente Barret también vio a la desdichada con un joven granadero, pero ninguno de los dos pudieron encontrar al sujeto que acompañaba a la señora Tabram cuando se hizo formar al regimiento ante ellos. También Reid se ocupó del caso. Llevó a Barret y a la mujer, otra prostituta, a la Torre. Ella se equivocó en la identificación, señaló a hombres que habían estado de servicio y Barret no fue preciso… en fin, no llegamos a nada.
En todo caso parece muy distinto al crimen anterior.
—Cierto. No podemos descartar que fuera una riña, o bandas dando un escarmiento, o una discusión con un cliente que acabara en esto, o un atraco. No lo creo, pero pudiera ser, no es prudente dejarse vencer por conjeturas. La disciplina mental es la mayor arma del detective. Lo cierto es que no es necesario asesinar a estas desgraciadas para quitarles lo poco que lleven en sus bolsas. La siguiente, vamos a Buck’s Row.
Subieron por Brick Lane hacia el norte cuando ya sonaban las once y media en Christ Church. El lugar donde apareció el cuerpo de Polly Nichols estaba algo más alejado y Torres se animó a charlar durante el trayecto, recapitulando lo que hasta ahora le había dicho el inspector.
Piensan que hay un hombre, o una banda, que está asesinando a prostitutas por… no sé, ¿por venganza?
—Quién sabe. Tres mujeres de más de cuarenta años, prostitutas, a poca distancia entre ellas, y asesinadas con una crueldad espeluznante… este no es un barrio tranquilo, todo el East End está lleno de delincuentes y de delitos, pero casos como estos no son en nada comunes.
—Podían prevenirlo… avisar a las mujeres.
—¿Usted cree? Mire. —Sin dar tiempo a reaccionar al español, Moore se acercó rápido a la primera mujer que encontró charlando con un hombre, que en principio encaró al policía y luego salió ligero cuando vio la sonrisa y el bastón de este. Ella protestó airada y algo bebida cuando el policía se identificó.
—Vamos mujer —dijo Moore—. ¿Por qué no te vas a casa?
—¿Me va a pagá usté la cama, jefe? No hago daño a naide, déjeme en paz. —Tendría cincuenta años y le faltaban varios dientes. A Torres le pareció incomprensible que alguien pagara por pasar unos minutos con ella.
—¿Es que no sabes lo de los crímenes? ¿No te das cuenta que el próximo con quien hables puede ser el asesino?
—Oh, ya sé de qué habla —rio la prostituta—. No le tengo miedo. Pa mí o es Delantal de Cuero o es el Puente. —El de Londres, hacía referencia al suicidio—. ¿Qués peor? —Se marchó burlándose de forma obscena del policía. Moore regresó junto a Torres, encogiéndose de hombros como todo resumen a su tesis demostrada empíricamente.
—No tienen nada, ni dinero, ni techo. Se irán con cualquiera por cuatro peniques para pagarse una cama, y se los gastarán en un trago. Si no salen una noche, morirán de hambre, frío o enfermedad, y si salen el asesino las cogerá; no tienen elección, o ninguna buena.
Llegando a Hanbury Street, torcieron por ella hacia el este.
—Y quedarse en casa no es mejor —continuó—. Para que se haga una idea, formamos un círculo con mis hombres en torno al lugar del último crimen, hacia donde vamos, vigilando cada entrada y cada acceso, prohibiendo a la gente acercarse. En unos minutos encontramos cerca de cincuenta curiosos dentro del perímetro. Habían pasado por pasajes y callejones que mis hombres no habían visto, pasajes sin cerradura o con ella abierta. No cierran verjas ni accesos, así que un asesino puede moverse a su antojo. El próximo crimen puede ser en cualquier lado, ahí mismo. —Señaló una de las casas de Hanbury.
—Le veo muy desanimado, inspector. Me extraña que un hombre de su pujanza se rinda.
—No me rindo, soy realista con la situación a la que nos enfrentamos. Sé que lo cogeremos, antes o después. El problema es que sea después. Mi intención es llenar el distrito de policías, uno o dos regimientos para un barrio que mide media milla sería suficiente, y la mitad de incógnito. Ya tenemos algunos. —Y así señaló a uno de ellos como ejemplo, exigiendo la total discreción por parte de Torres. El policía en cuestión vestía exactamente como los vecinos, y solo era identificable por la mirada fija que dedicó a Moore y por los zapatos reglamentarios. Era notorio que la policía se tomaba las muertes de esas putas más en serio de lo que decía la prensa y de lo que diría más adelante.
Todavía no habían llegado a Buck’s Road y el inspector empezó a hablar sobre el crimen con una congoja que sorprendía en un hombre de su tamaño.
—A Mary Ann Nichols casi la decapitan, es posible que esa fuera su intención y no supieran cómo hacerlo. Dieron dos profundos cortes en su cuello, de izquierda a derecha, astillando las vértebras. Luego la abrieron de arriba abajo, desde el final del esternón hasta el pubis, todas las tripas al frío aire de la noche. Parece ser que no había mucha sangre cuando la encontraron, toda se empapó en su ropa. Seguramente la degollaron en el suelo, si no la sangre habría saltado por toda la calle. Dos hombres la encontraron a eso de las cuatro menos veinte de la mañana y uno aseguró que la vio respirar. A los pocos minutos encontraron agentes que se ocuparon de la situación. Uno de ellos, P. C. Neil, asegura que los brazos de la mujer aún estaban calientes. A Tabram la encontraron tiempo después del asesinato, puede que ella se estuviera muriendo cuando la vieron. Allí llegaron policías en menos de cinco minutos del ataque, esos dos hombres que la encontraron tendrían que haberse cruzado con el asesino; nadie vio nada, nadie sospechoso, manchado de sangre, lo que fuera. Tras examinarla el doctor la subieron a una ambulancia y se la llevaron a la morgue del ambulatorio de Old Montague Street; no vieron que tenía el vientre abierto, poca luz… En la morgue, como es habitual, pagaron a un indigente para lavar el cadáver, nadie había dicho que se trataba de un cadáver que requiriera especial cuidado, si no se hubiera evitado un lavado tan prematuro. Imagine la sorpresa del pobre hombre cuando descubrió entonces el espectáculo. Aquí fue.
Buck’s Road, encima de las vías del tren, estaba llena de almacenes y mataderos, vacía, oscura, sin nada, un lugar apartado que solían elegir las putas para llevar a cabo su trabajo, y ahora también lo hacían los asesinos. Había gente en torno al lugar donde a la pobre Polly se le enfriaron las tripas hasta morir, gente que vivía justo al lado, que dormía separados por una simple pared de donde ella estaba muriendo. Había guardeses de los edificios, trabajadores, nadie oyó nada. La descripción del crimen había afectado a Torres, y la presencia del lugar de los hechos, simple, un trozo de tierra ante la puerta de un almacén como otro cualquiera, le turbó aún más. Ese pedazo de suelo parecía ahora el pavimento del infierno.
—¿La mataron aquí o trajeron el cuerpo…?
—Aquí fue, si hubieran transportado el cuerpo la sangre habría manchado más. Fue rápido el maldito hijo de Satanás, y silencioso. Tres mujeres, tres muertes horribles —continuó Moore tras una pausa excesivamente dramática para no ser forzada—. Tenemos que pararlo. Si supiéramos por qué lo hace…
—El robo.
—Para robar no se dan treinta y nueve puñaladas. No se abre en canal a una mujer para quitarle tres chelines que pudiera tener.
—No.
Quedaron los dos en pie, sobre una oscura mancha de sangre ya algo desvanecida. Imaginen, como imaginó Torres, a la pobre Polly, bebida, recorriendo las calles en busca de lo necesario para pagarse una cama en la pensión de la que la habían echado horas antes. Consiguiendo unos peniques fornicando apoyada en alguna valla, y gastándolos poco después en más alcohol. «Para calentarme», pensaría. Enferma, casi desmallada y buscando clientes, y encontrándolos y ganando dos míseras monedas de cobre con su triste oficio y bebiéndoselas una vez más. Al final, a las tres y media de la mañana, pasearía por esa misma calle, sola, medio dormida y dolorida. ¿Tuvo tiempo de ver al Monstruo? ¿Pidió clemencia? ¿Supo que ese hombre era su fin o pensó que era otro cliente más, el último, el pago para una cama que le permitiera pasar otro día más con vida en el infierno? No Polly, no. Ya está bien por esta noche, por esta vida, ahora hay que morir. Cayó sobre ella, violento, dos tajos brutales desde la espalda, degollada sin un grito. Luego se inclinaría sobre el cuerpo que se desangraba en el suelo, subiría ávido sus ropas, hundiría su cuchillo en el blando vientre, con fuerza, clavándolo y hacia arriba, hasta el pecho, abierta como un animal, el calor de las entrañas golpeándolo en la cara. Dios mío, ruego por que estuviera ya muerta. ¿Para qué? ¿Por qué?
Descansa en paz, Mary Ann Nichols.
—¿La… la ultrajaron?
—No. Creemos que no.
En ese momento Torres recapacitó en la cantidad de información que el inspector Henry Moore le acababa de suministrar y recordó las palabras de Abberline, asegurando que era norma en Scotland Yard ser discretos sobremanera. Vio el absurdo de tener que ir a por el autómata para que luego el inspector le dijera que podía hacérselo llegar. ¿A qué venía este paseo turístico por los recientes horrores? ¿Qué significaba?
—¿Esto es todo? —preguntó.
—Así lo espero. Deseo que no tenga que enseñarle otro lugar donde hayan matado y atormentado a otra desdichada. —Pareció que no esperaba que su deseo se cumpliera. Tras otra pausa preguntó—: ¿Se marcha mañana? —Sí.
—Tal vez… no debiera. —Algo en el aire le hizo pensar a Torres que este era el fin de todo ese largo preámbulo que había orquestado para él el policía.
—¿Por algún motivo?
—Aquel hombre del que nos habló ayer… Frank Tumblety. Está en Inglaterra. En Londres.