____ 07 ____

¿Eh? Ah, sí. Mi conversación con Torres. Claro, claro que sabía quién era el asesino. Él dijo:

—Bien, bien, vayamos con calma. —No le interesaba, lo noté enseguida… al contrario que a ustedes. Fue amabilidad lo que lo empujó a seguir preguntando—. ¿Quién es?

—El mmm… mmm… mmmonstruo. —No me entendió—. El doctor indio.

—¿Aquel hombre? ¿El que tenía el Ajedrecista? Tumblety se llamaba, ¿cierto?

—Sí.

—No sé, don Raimundo, a mí me pareció un truhán en el peor de los casos, ¿qué le hace pensar que es un asesino?

Alcé la mano pidiendo paciencia para con mi torpe habla. Era mucho lo que tenía que explicar y no estaba dotado para las largas exposiciones. Debía presentar toda mi tesis, mi teoría de los crímenes de Whitechapel, nacida tras la noticia de la muerte de aquella pobre mujer, Mary Ann Nichols, hacía cinco días. Para apoyar mi supuesto, saqué de debajo del abrigo una resma de papeles, periódicos y hojas que en cinco días había ido compilando, aunque apenas sabía leerlos. Añadiendo dato a dato, rumor tras rumor, junto con los recuerdos de mi memoria, había construido un sólido caso contra Francis Tumblety, Delantal de Cuero, el asesino de Whitechapel. Despacio y con claridad fui desplegando mis ideas ante la paciente atención de Torres.

La «causa» se sustentaba sobre hechos conocidos por los dos y sobre aquellos que solo yo sabía. Le hablé de mi encuentro con Tumblety en Washington, hace tanto que parecía que le hubiera ocurrido a otro. Le expliqué su implicación en el magnicidio de Lincoln, que ahora creía a pies juntillas. Le conté el asesinato de Bunny Bob, aunque no mencioné mi omisión de auxilio, había confeccionado mentiras al respecto durante todos estos años, mentiras que acabé creyendo y que me hacían dormir mejor. Le recordé luego aquella velada en casa del escritor Henry Hall Caine, quien por cierto a esas alturas ya había publicado varias novelas, donde Frank Tumblety estalló en ese arrebato de ira hacia el género femenino tan fuera de lugar y donde todos vieron su colección de órganos. No pasé por alto cierta velada mención a que el trato entre estos dos caballeros, Caine y Tumblety, no me pareció apropiado, sugiriendo que el falso doctor pudiera ser un invertido. Aquí quedaba clara la naturaleza monstruosa del canadiense y su odio irracional hacia las mujeres, patente como en la ponencia de un senador, aunque los conceptos de «odio irracional» o «naturaleza monstruosa» no cabían en mi pobre vocabulario ni en mi cerebro demediado.

Añadamos a esto los tres asesinatos recientes, tres mujeres muertas brutalmente, tres prostitutas, tres receptáculos de todos los defectos que Tumblety veía en las descendientes de Eva. Emma Smith muerta el tres de abril. Le dieron una paliza y la violaron con un palo o un bastón hasta que la mataron. Luego Martha Tabram, recibió treinta y nueve puñaladas el siete de agosto. Mostré los recortes donde aparecían las pesquisas de la policía. Había un testigo, otra prostituta llamada Pearly Poli, que aseguraba haber pasado la noche del lunes seis con Emma (no Smith, se refiere a la señora Tabram, que así llamaba Pearly Poli a su amiga), y dos militares, un cabo y un soldado. Era fiesta, y los regimientos acuartelados en la ciudad andarían de permiso. La última vez que la vio se iba con el soldado, subiendo muy alegres por la calle de George Yard, donde la encontrarían muerta horas después. Llevaron a Pearly Poli hasta la Torre e hicieron formar ante ella a todos los suboficiales y soldados que no habían estado de servicio durante la noche del seis al siete. No reconoció a nadie.

—¿Rec… recuerda cómo vestía el médico indio? —dije—. Ssss… siempre iba con uniformes de militar.

Por último Mary Ann Nichols, Polly la llamaban. Muerta cerca de Benthal Green el treinta y uno de agosto. Los datos que disponía eran confusos, la vista del crimen de Polly no había concluido aún, pero las voces estaban en la calle, todo el mundo hablaba de esa monstruosidad. La degollaron y rajaron de arriba abajo, con todas las tripas enfriándose al aire, una muerte cruel, llena de odio.

Suspiré, creyendo haber demostrado algo, esperando el juicio de Torres. Él me miraba atento, había estudiado todos esos recortes con cuidado, prestándonos a mí y a mis ideas mucha atención, creo que por cortesía.

—Es horrible lo que les han hecho a esas mujeres, sin embargo… Tumblety tenía algo desagradable, no lo pongo en duda, aun así no veo razón que nos impulse a pensar… Dicen que ese Delantal de Cuero es judío.

—Ese Ddd… Delantal de Cuero no es naide. Hay mmmuchos que amenazan a las mujeres —yo mismo tuve mi periodo de acosador—, ese es uno mmmás. Ccc… creo que ssssé quién es, y no es el asss… el asesino.

—No me alcanza a ver por qué cree que es Tumblety…

—El Ajedrecista. —Lo tenía tan claro que no entendía cómo a Torres se le escapaba, tan inteligente, mucho más que yo. Francis Tumblety era un demente asesino, posiblemente un degenerado de gustos torcidos, que odiaba a mujeres y coleccionaba vísceras, que tenía un extraño autómata en propiedad; ese era el doctor indio que conocimos en mil ochocientos setenta y ocho. Ahora, diez años después, empiezan a morir mujeres de forma horrible, prostitutas, pecadoras como las que odiaba el falso doctor, y yo encontraba al turco mecánico que antes poseyera—. ¿Ssss… sabe cuándo encontré esa mmmáquina?

En marzo, el treinta y uno de marzo. Tres días después, cuando dictaba mi carta al amable diplomático español, moría Emma Smith. Me parecía imposible que fuera una coincidencia. Estas eran mis brillantes conclusiones.

—Mmmm… don Raimundo —Torres me miraba escéptico—, ¿ha contado algo de esto a la policía?

—Nnnno. Nnn… no dan recommm… pensa. Ppp… pero seguro que lo harán, y pa eso le necesito a usted.

—¿A mí?

—Ssss… sí. A mí no me cr… creerán. No tengo b… buena relación con la autoridá. En cambio a ustttt… ted le harán caso, usted es alguien resppp… respetable. Yo a s… a ss… a su lado no soy más q… q… que basura…

—No diga eso, don Raimundo, no vuelva a decirlo. —Su expresión se había vuelto seria por un momento. Luego se relajó de nuevo—. Y no haga caso de la gente que le desprecie, créame, ningún hombre tiene derecho a mostrase superior a otro porque quien no supera en inteligencia puede superar en bondad. Dejando eso a un lado, ¿ha olvidado ya la idea de venderme el Ajedrecista? No creo que ofrezcan cincuenta libras por esa información suya.

—Usted nnn… no iba a pagar esa cantidad por el mu… mmmuñeco, ¿no? —Torres sonrió, supongo que no esperaba esa perspicacia en mí. No creo que hubiera abonado tal suma ni aunque el autómata fuera el original y Torres estaba convencido de que no lo era.

—Parece que ya no dispone del autómata, don Raimundo.

—Sé dddónde lo dejé.

—¿Sí? —Sonrió dudando de mi palabra—. Mire… me temo que marcharé de vuelta a casa en pocos días, es inútil empeñarnos en esto. Por supuesto, el tiempo que permanezca en la ciudad puede quedarse aquí, me encantará disfrutar de su compañía.

—Nnnn… no…

—Yo me ocuparé de la señora Arias, no se apure.

—No, no es eso. ¿Nnnno… va a ir conmigo a la policía, cccuando haya recompensa?

Torres me miró fijo, buscando el modo de decirme que cualquier esperanza que tuviera de salir del abismo no pasaba por él.

—Verá, no es que yo tenga idea alguna de crímenes ni labores policiales, pero viendo lo que me cuenta… ¿está seguro de que esos crímenes los ha cometido la misma persona? Una mujer muerta a golpes, la otra apuñalada, la tercera degollada…

—Tttttodas en Whitechapel o Spitalfields, y en muy poco t… tiempo… —Era cierto que en esto, y solo en esto, mi saber era mayor que el de Torres, no porque fuera yo un docto criminólogo, sino porque el crimen había sido mi medio durante muchos años. En efecto, muertes violentas de prostitutas se producían, como no, pero tan brutales, y en tan corto margen de espacio y tiempo era más que sospechoso.

—Aun así, don Raimundo, repito que Tumblety me pareció una persona poco de fiar, pero no vi que fuera un hombre violento.

—¿Y lo q… lo q… dijo s… s… sobre las mu… mu…?

—¿Ese arrebato de ira en casa de su amigo? No lo consideraría como violento… desafortunado, fuera de lugar y propio de una persona tan amiga de lo ampuloso como parece ser este señor. Estuve presente, y aunque desembocó en una situación incómoda, no me atrevería a calificarle como un hombre agresivo por ese arranque.

—No s… s… solo p… por eso. Hay algo p… p… peor…

Tuve entonces que referir a mi amigo episodios de los que no quería que supiera mucho, y volver a mi reciente estancia en prisión. Allí me encontré con alguien conocido. En los círculos que solía frecuentar, no es raro toparse con rostros familiares, circunstancia en nada deseable para mí, que podía triplicar el número de amigos con el de enemigos. Muchos de los que arrastraban sus andares cansados por el patio de Pentonville no me eran extraños, pero con ninguno de ellos crucé palabra, por el bien de ambos, salvo con uno, que me fue inevitable eludir. Burney estaba allí cuando llegué, ¿le recuerdan?, el Hombre Esqueleto. Había ganado peso, la comida del penal, de este y de tantos otros, habían añadido algunos kilos a su escurrida fisonomía, sin embargo aún conservaba su aspecto espectral, larguirucho y feo, aunque algo más saludable. En cuanto me vio empezó a charlar, como siempre, como volver diez años atrás, Burney hablando y hablando hasta que el castañeteo de sus huesos te volvía loco, incapaz de callar. Estaba muy sorprendido de verme.

—Te creía muerto, como todos… —Claro. La última vez que me vio salía con Potts y los suyos hacia la Isla de los Perros, y no volví—. Oí hablar de ti, por aquí, bueno, imaginaba que ese Drunkard tenías que ser tú. —Y se rio, y siguió hablando, con risa y todo. Recordaba los «buenos tiempos» con Potts, no sé cuáles, no puedo imaginar qué podía considerar bueno ese desgraciado de su estancia entre los monstruos.

—¿Qué fue de ti? —Me irritó su especial indiferencia, como si no supiera de la trampa en Millwall, de la que fue partícipe de algún modo. Él fue quien siguió a Torres y a sus nuevos amigos ingleses a la salida de Spring Gardens.

—Potts q… q… quiso matarme… —dije. Mentí en cierto modo, puesto que fui yo quién traicionó a aquel malnacido.

—No… —dijo amedrentado, frotándose allí donde había viejas cicatrices—, no era buena persona ese Potts. ¿Pero por qué matarte? Tú eras…

—Q… quería un muñeco… pero ahora lo t… tengo yo… —La charla fácil es fácil de contagiar—. Encont… encontré el muñeco de T…

—¿Tumblety? —Sus ojos se hundieron aún más, si es que tal cosa es posible—. Olvídate de eso Ray, ese hombre… no es un hombre, es… —Su rostro fantasmal empezó a asustarme, así que le aticé con fuerza, y así me contó el triste destino de la Exhibición de Fenómenos y Horrores de todo el mundo de monsieur Pott.

Como imaginaran, tras mi última estancia en el callejón, ninguno de los que salieron conmigo, regresó. Amaneció y la expedición de robo no volvió a casa. Potts, o alguno de los secuaces, solían faltar, no todos a la vez, y no sin dar explicaciones. Eliza despertó furiosa, ya ebria, buscando a su marido, preguntando por todos y gritando a los inquilinos de las jaulas que permanecían allí. Burney era el único que sabía a dónde había ido la cuadrilla de monstruos, escoltándome y utilizándome de señuelo o guía, como se quiera ver, y nada dijo en un principio. Temió un trágico desenlace, no porque el pobre Esqueleto Humano tuviera dotes adivinatorias o gozara de perspicacia alguna, es que en el mundo en que nos movíamos los desenlaces funestos y violentos eran comunes.

Eliza no tardó en espabilar de la modorra del alcohol que la sumía en un letargo mortal todas las mañanas, en cuanto notó el desamparo en que su marido la había dejado. Empezó a preguntar por su hombre. Nadie supo darle respuesta y su mal humor y su desagradable talante se desbocó. Insultó, maldijo y se quejó del trato que le daba Potts y del que, según ella, todos éramos cómplices. Tiró cosas a las jaulas, y envalentonada por el miedo y la inactividad de los inquilinos de cada una de ellas, su ira creció, alimentó sus malas formas, y empezó a golpear a unos y otros con extrema violencia.

Y es que lo que quedaba de nuestro desfile de esperpentos era lo más débil y patético, aquellos sobre los que Eliza la borracha podía ejercer toda su crueldad a placer. Estaba la pequeña Edna, que no paraba de preguntar qué había sido de su Tom. También George, quien causaba un especial placer a la señora Pottsdale, pues disfrutaba mucho al ver cómo las grasas del enorme imbécil temblaban a cada golpe suyo, y como lloriqueaba indefenso. Mary y Jane eran tan bobas que reían cuando eran humilladas. Y por supuesto estaba Burney, que siempre fue un cobarde, aunque en su caso no es en nada reprobable, pues alguien con su físico no puede permitirse lujos como el valor.

No, no he olvidado a mi Amanda, la he omitido porque con ella no se atrevía. Aun estando de continuo casi más borracha que Eliza, era tan extraña y monstruosa que la vieja bruja la temía y prefería que la disciplinara yo o su marido. Además, su juventud y vigor eran notables, ya creo haberlo comentado, y en un enfrentamiento entre ambas era Eliza quien tendría todas las de perder. Fue la presencia de mi amante fugaz la que decidió la fortuna de Burney y el resto, como contaré enseguida.

Eliza, cansada de quejarse sin fruto, no abrió el espectáculo, ni por la mañana ni llegada la tarde. A esa hora Burney tuvo claro que algo malo había ocurrido. Malo para Potts y compañía, y desde luego malo para el resto, abandonados en el olvido de la marginalidad sin enlace alguno con la vida «normal». Sin su patrón, el mundo había quedado reducido al callejón. Lo que hubiera tras la cortina, Trafalgar Square y el resto del universo, era un lugar ignoto, prohibido y peligroso para ellos. El mugriento telón adornado con letras encarnadas que les refugiaba era la única defensa de que disponían contra el odio y las burlas ajenas. Era un lugar feo y pequeño, pero familiar y lejano del vertiginoso exterior, y como todo cosmos, por angosto que sea, tenía sus polos, sus extremos que equilibraban la realidad: Eliza, el mal, el peligro, el demonio, y, en ausencia de otro mejor, Burney, como la fuerza benefactora. En medio, el resto, la patética humanidad. Lo único que no tenía este reducido, sucio y mugriento universo era sustento para sus habitantes.

Burney, abrumado y sorprendido por un inusual sentimiento de responsabilidad hacia sus compañeros, decidió echarse a la espalda la carga de esos seis desdichados, una vez que se hizo claro al caer la noche, por lo menos para él, que ni Potts ni sus secuaces iban a volver. Decidió salir y se topó con la vehemente oposición de Eliza Pottsdale.

—¿Dónde crees que vas, huesudo? —dijo, y lo golpeó con uno de los bastones de su marido en la cara, haciéndole saltar un diente. Burney cayó al suelo, y postrado allí soportó el castigo de su ama—. ¿Crees que porque no esté mi marío, vas a poder hacer lo que te se venga en gana? ¿Hoy es día de fiesta pa los desgraciaos? Na, vais a trabajar… en cuanto abra…

—Solo… quería buscar algo para comer…

—¿Comer? En eso es en lo único que pensamos. —Y volvió a golpearlo—. Has engordao mucho, Burney, y si sigues asín no servirás pa na… acabaremos echándote al mostruo de Eddie, y no le dejaré parar como hicimos con el asqueroso sapo hasta que deje tus huesos mondos, maldito seas… —Amagó otro golpe y el entusiasmo por hacer daño, unido a todo lo bebido, la hizo tropezar y perder de inmediato el interés en mi descarnado camarada—. Anda, prepara al resto de vagos… en cuanto vuelva empezamos a trabajar.

Salió por el telón, al mundo de fuera. Alejado el peligro, acabaron las risas forzadas y el festejo por la tortura de un compañero, siempre más apetecible que la propia, y llegó el silencio y el miedo.

—Burney… —Era George, mirando con sus pequeños ojos ocultos entre pliegues de grasa asustada cómo el Esqueleto se levantaba maltrecho—. Si no vuelve el amo… ¿qué…?

—¿Cómo no va a volver? —dijo Edna, aún llorosa—. Vendrá con Tom, y con Eddie… tien que volver…

Mi antiguo camarada quedó de pie entre los monstruos medrosos y contemplando tan triste estampa vio que, en efecto, la situación de todos era desesperada. Quedaban allí los más desvalidos de entre ellos: una enana, un hipopótamo, dos retrasadas, una salvaje alcoholizada… Sin el terrible amparo de Potts, solo les quedaba la mendicidad y el consuelo de una pronta muerte. Él tenía más posibilidades de sobrevivir, aunque no muchas. Y desde luego, sus expectativas se reducían a la nada si tenían que depender de Eliza, una depravada alcohólica que apenas era capaz de cuidar de sí misma, menos de esa caterva de parias, por los que no sentía afecto alguno. En tal tesitura mi escuálido amigo decidió tomar cartas en el asunto y salvarse tanto a sí como a sus compañeros, o eso me contó a mí al menos.

—Puede… puede que los hayan detenido —dijo.

—¿Detenido? —Edna suspiraba con una espantosa congoja—. ¿Por qué dices eso…? ¿Dónde…?

—No sé dónde, y no sé por qué, ni quiero ni quise nunca saber nada de los asuntos de Potts. Ya visteis lo que hizo a Larry, y cómo trató a Ray. Yo tuve que seguir a unos tipos hasta una mansión en Kensington, e imagino que allí fue Potts y los demás, allí había mucho dinero, y muchos guardias armados vigilando con disimulo… han debido meterse en líos y ahora los habrán trincao…

—¿Y qué vamos a hacer nosotros? —preguntó George, Edna ya era incapaz de articular palabra.

—Sobrevivir. —Dudo que el amigo Burney fuera tan teatral y dramático en ese momento. Así me lo contó, acostumbraba a darse aires cuando no estaba asustado.

—¿Cómo…? Eliza… ella no pue… Necesitamos comer. —En especial él.

—Escaparemos. Antes de que vuelva, saldremos de aquí y no…

—¿A dónde vamos a ir? —Edna se sentó llorosa en el suelo de su celda, del escenario que simulaba una casa a su medida, que ahora más que nunca le parecería una prisión—. Míranos, Burney, ¿qué podemos hacer afuera, solos?

—Vayamos al campo, buscaremos una casa abandonada y viviremos… —Imagino que la realidad se imponía a sus ilusiones a cada palabra, y que tal vez el corazón del Hombre más delgado del Mundo, la única víscera carnosa entre tantos huesos, le impidió sincerarse y decir que sus intenciones eran, comprendida ya la situación, salir por su cuenta, buscarse él el sustento y dejar a los monstruos a merced de algún otro Pottsdale, Dios quiera que más misericordioso que el anterior. Esto lo imagino yo, por supuesto, no lo tomen como verdad objetiva.

—Burney… ¿por qué no vas tú fuera y traes comida? —dijo Mary mientras acariciaba a su falsa siamesa con una ternura entre idiota y lúbrica, y del todo grotesca.

—Sí, Burney, ¿por qué no vas tú fuera y traes comida? —repitió Jane.

Siguió contándome, sin darse tiempo ni a respirar, cómo los monstruos le suplicaban, cómo lloriqueaban y cómo su tierno corazón se ablandó y así el Esqueleto Humano, la Araña Humana, nació a una nueva paternidad que le impidió huir… no creí nada, y del mismo modo, dudé entonces de sus palabras cuando empezó a contar cómo ese grupo de parias se liberó asesinando a su torturadora, las señora Pottsdale.

No desvelo gran cosa, se lo aseguro, de un modo u otro esa despreciable mujer estaba condenada a la muerte, y su fin o su supervivencia no tiene peso alguno en esta historia. ¿Por qué lo cuento entonces, se preguntan, si ni siquiera se lo conté a Torres? Porque ahora me siento en la obligación de dar un final a cada uno de los personajes que han formado mi vida, por olvidables que fueran, por insignificantes y merecedores de la muerte completa, que es la desaparición no solo de esta fea materia, sino de la memoria de los hombres. Ahora ustedes los recordaran…

Divago una vez más, discúlpenme. Lo que Burney me contó, ahora a la luz de mis años, parece más verosímil, aunque entonces no lo creí. Aquellos que allí estaban eran débiles y medrosos, sí, pero el miedo se torna en ira con más facilidad de lo que creemos. Si al cobarde se le potencia su cobardía, estalla en una cólera atroz. Por eso no me es inconcebible pensar que cuando Eliza llegara esa madrugada, el terror fermentado en ese callejón sellara su sentencia de muerte.

La mujer regresó de peor humor que el que tenía al irse, quejándose por la suciedad del lugar, la misma que había dejado, preguntando por su marido y el resto de los golfos una vez más, tirando trastos, dando patadas… muy borracha, sin nada en los bolsillos y gritando.

—¿Dónde estáis, vagos? Pensáis que vamos a manteneros sin que trabajéis. ¡Potts! ¿Dónde…? —Tropezó y casi cayó de bruces en su esfuerzo de no perder la botella de licor que apretaba contra su pecho. El resto de los habitantes andarían a buen cobijo entre las sombras de sus inmundas celdas, incluso Burney, cuya ternura le había hecho permanecer con sus compañeros, según contaba.

Tanto jaleo despertó de su modorra a mi dulce Amanda, quién sumida en sopores narcóticos desde hacía un día ignoraba el cambio en el estado de las cosas en l’exhibition. Miró entre los barrotes y vio a Eliza y a su botella.

—¡Burney! Maldito huesudo… ¿aónde andas? —El Hombre Araña dejó ver su temblorosa figura y respondió como pudo a las preguntas y a los golpes de su ama. Que dónde estaba Potts, que dónde estaba el dinero de la recaudación de hoy… ¿Cómo? ¿Qué no habéis trabajado…? Golpes y más golpes. Todo observado por los fenómenos asustados, y por Amanda entre ellos. Por mucha atrofia que el alcohol de alcanfor, la morfina y hasta el arsénico hubieran causado a su cerebro tuvo que entender cómo estaban las cosas. Ya no estaba Potts ni Irving ni yo, a quienes temía y odiaba. Solo esa vieja puta borracha, que lucía una botella de ginebra en la mano.

Mi hermosa Venus ofídica se deslizó en silencio entre los barrotes y se acercó al centro del pasillo donde se escenificaba la humillación de Burney, caminando despacio, cadenciosa, como Salomé tentando al Bautista.

—¿Tú qué quiés? —Amanda no dijo nada, no acostumbraba a hablar, o nunca tenía mucho que decir, no sé. Se limitó a señalar la botella Vaya… la señorita quiere un trago. ¡Puta asquerosa!, ve fuera, a vender el coño, a ver si te dan un trago por él… ahora que tu «novio» no está, ¿quién va a querer na…?— Amanda echó mano hacia el licor, sin atender ni ofenderse por tanto insulto. Eliza apartó la mano y la golpeó con la otra en la cara, haciéndole brotar sangre del labio al chocar este contra sus dientes afilados. El golpe le gustó a la señora, ahora viuda, de Potts, y decidió repetirlo. Esta vez Amanda esperaba, atrapó el brazo de su agresora, y le arrancó parte del bíceps de un mordisco.

Eliza gritó espantada, la mujer serpiente no se detuvo. Era más joven, mucho más fuerte y quería esa bebida por encima de todo. Cayeron al suelo. Amanda la golpeó en la cara, y se la mordió con sus dientes afilados, arrancando trozos de carne vieja y borracha a cada bocado. La pobre Eliza gritaba como presa del infierno, y era un buen remedo de tortura diabólica lo que en verdad estaba sufriendo. Mi Amanda no se cebó demasiado, al cuarto o quinto bocado volvió su atención hacia la botella, y dejó el cuerpo convulso de Eliza, rezando y musitando en medio del delirio y el dolor.

La cólera había escapado y nadie podía ya detenerla. Burney, con el valor del cobarde tomó una piedra, Edna un espetón, George se arrastró fuera de la celda ayudado por las siamesas cacareantes. No ofenderé sus sensibilidades regodeándome en los detalles de esta ejecución, entre otras cosas porque no hice referencia de ella a Torres. Me gustaría, no obstante, que supieran que la justicia puede caer sobre los culpables de forma muy desagradable. Que los monstruos, a veces, se comportan como monstruos.

Eliza cayó bajo el tribunal de parias y así quedó todo en el callejón. Terminada la fiesta de la muerte, los seis volvieron a sus celdas, dejando los restos del ama esparcidos de punta a punta, una alfombra roja de vísceras pasto ahora de las pequeñas criaturas de la noche.

Pasaron dos días enteros y tampoco voy a detenerme en lo que pudo pasar en ese angostillo ocupado por siete esperpentos alejados del mundo, encerrados sin alimento ni esperanza junto a los despojos de su torturadora. Al tercer día tras la marcha de Potts llegó la policía. Por la mañana entraron como una tromba un buen número de agentes sacudiendo sus porras y aireando los miasmas acumulados tras meses de iniquidades.

Y con ellos, casi capitaneándolos, estaba Francis Tumblety.

Aquí es, claro está, cuando esto entronca con nuestra historia. Tumblety entró como un huracán, como la luz de Dios salvador, montado en un brioso corcel blanco, abriendo las cortinas de par en par, arrancándolas, tirando al suelo las brillantes palabras francesas y gritando a voz en cuello.

—¡Aquí lo tiene, mi muy respetado inspector: el fruto de los errores de su gobierno! ¡Miré! —señalaba a los inquilinos del pestilente infierno, quienes como conejos sorprendidos en la noche por una luz, se movían amilanados, en espera de un desenlace a sus vidas que no apuntaba a ser piadoso—, miren los frutos de esta política desalmada, vean cómo una gestión inhumana, que trata a los más desdichados…

Bien —ordenó el citado inspector, acallando la inminente diatriba del americano contra la corona—. Saquen a estas personas de aquí.

—Yo me ocuparé de ellos —seguía Tumblety, cabriolando sobre su montura—, ofrezco mi humilde ayuda, mis conocimientos a estas pobres criaturas…

Pueden imaginarse la pedante verborrea del Monstruo desatada en interés de conseguir la custodia de estos otros monstruos. Nada dije a Burney, pero para mí estaban claros los motivos del yanqui, y entre ellos no veía altruismo alguno. Buscaba venganza, o sacar algo en limpio tras el fiasco de su marioneta jugadora de ajedrez, quédense con el motivo que más se les acomode al carácter del doctor indio. Yo creí que, habiendo ardido el almacén y tal vez el autómata en él, así pensaba yo entonces, y siendo responsables nuestra troupe de phénoménes de dos ataques o intentos de robo, Tumblety no podía dejar pasar sin administrar justo y cruel castigo.

Según me contaba mi compañero de presidio, todos fueron llevados al hospital de Bethlem, e internados como enfermos mentales allí. La llegada fue un auténtico desfile, liderado por el propio Tumblety, que sin ahorro de alardes aseguraba que se ocuparía de esos pobres desdichados, ponía sus humildes conocimientos y su patrimonio al servicio de la sufrida población de Londres y tal y tal…

—¿Y Am… Amanda? —pregunté yo preocupado por el destino de mi amante.

No supo contestarme. Tumblety se ofreció con sinceridad a encargarse del grupo, pero, repito, sus actos no los movía la generosidad y la misericordia. Burney no discrepaba en esto. Recordaba haber visto al doctor indio a la puerta del Spring Gardens, donde Potts le había hecho apostarse en espera de que saliéramos Torres y yo. Fue una visión fugaz, pues cumpliendo órdenes siguió al trío de primos a los que se debía desplumar, Torres y ambos oficiales de fusileros. Por breve que sea el encuentro que tenga uno con el falso médico, su imagen no desaparece de la memoria, y así Burney se hizo cruces preguntándose a qué venía este sujeto y a qué su interés por ellos. No pudo concretarme el destino del resto de sus compañeros, si en verdad Tumblety se ocupó de ellos o si solo fue una ostentación de generosidad para engatusar a su posible clientela inglesa, y si fue el primer caso, también ignoraba la suerte que corrieron al amparo del Monstruo, imagino yo que acabaron con sus partes internas en sendos recipientes de vidrio. Desee que ese no fuera el caso de Amanda. Rogué por la suerte de mi amante fugaz, la mujer más hermosa, sí, hermosa, que pude tener. Pedí a Dios su protección para ella, y no soy amigo de rezos, o al menos que le hubiera dado un final dulce y rápido, pues esperanza de otra cosa no podía tener. Su natural escurridizo puede que la hubiera permitido escapar, y así encontrar su alcohol y el desfogue de su infinita pasión. Abrazada a alguna botella, dejándose llevar a ese mundo tan plácido que le proporcionaba, puede que se fuera en silencio, en calma. Descanse en paz, y que mis faltas cometidas contra ella me sean perdonadas.

En cuanto Burney, loco no estaba y la desnutrición era algo congénito ya en él, así que al día siguiente salió del hospital, y allí lo esperaba Tumblety. Lo cogió y lo interrogó con violencia, olvidados ya sus deseos de hacer el bien y la caridad de la que hiciera gala; solo le interesaba saber el paradero de Efrain Pottsdale. ¿Ven como tenía razón? La venganza, o la ira por perder su preciado muñeco, esos eran los combustibles de su motor. ¡Qué alegre me puse al saber que en mi poder estaba lo que tanto deseaba ese demonio, y por tanto yo mismo era la fuente de su frustración! Total, tres zarandeos y otras tantas intimidaciones después, y lo dejó ir, sin poder obtener ninguna información sobre su difunto amo. Sin embargo, el miedo caló en los ostensibles huesos de mi camarada.

—El hijo de demonio, Ray —me decía—, eso es lo que era. Me enteré que allí en América lo buscaban por muchos crímenes. Cuentan que un día cayó de un caballo y estuvo muerto durante tres días. Tres días, como lo oyes. Y resucitó justo cuando el enterrador le iba a cortar la pierna para que cupiera en la fosa, pues el malnacido es bien largo. ¿Y sabes que lo persigue la ley de su país por matar a un carpintero? Un carpintero…

Aquí hice una pausa dramática en mi relato, y Torres se quedó mirándome, sin saber qué pensar.

—Qué historia tan extraña… —terminó por decir—. No veo…

—¿N… no lo v… v… ve? Ress… resssss… resucitó al tercer d… día. Como nuestro S… Señor. Y mató a un c… c… carpintero. Es el mismo d… d… demonio.

—Por Dios…

—Arr… arranca las tr… tripas y las g… guard… Un ador… un bruj…

—Déjese de brujerías y zarandajas. —Suspiró con paciencia—. Mire, don Raimundo…

—R… Raimundo.

—… aunque el señor Tumblety tuviera rabo y pezuñas hendidas, no le haría más sospechoso de esos crímenes. El que usted encontrara otra vez el autómata no implica que Tumblety esté siquiera en la ciudad, ¿le ha visto?

—Nnnno… el aut… autómata era suyo…

—Hace diez años. Reconozco que aquel encuentro fue extraño, nada más. Vaya —consultó su reloj—, entre tanta charla se nos ha echado la noche encima. ¿Quiere un poco más de té, o tal vez algo de cenar?

Acepté la bebida. Torres pretendía limitarse a ser amable conmigo y marchar a casa, volver a España. La amabilidad está bien cuando uno no está acostumbrado a ella, no es camaradería, pero me bastaba. Eso es lo que había, y eso tomé.

—¿Es b… b… bonita su casa? —pregunté—. Su casa de Esp… Esp… España.

—Mucho, vivo en la tierra más hermosa del mundo. Me casé, ¿sabe? —Empezó a hablarme de su tierra y de su vida, de que tuvo hijos, de la muerte de su primogénito, de su trabajo, sus teleféricos, de máquinas voladoras; de su vida. Una vida normal, más que normal, una vida llena de brillantez que yo nunca podría siquiera imaginar, que nunca he tenido. Nunca… ¿Qué ocurre? Aún puedo…